15 El único y sin par Tasslehoff

A despecho del dolor y del gran malestar, sir Gerard se sentía satisfecho de cómo iban las cosas hasta el momento. Tenía una espantosa jaqueca a causa de la patada propinada por el elfo. Iba atado a su caballo, colgado boca abajo, sobre la silla; la sangre le martilleaba en las sienes, el peto le oprimía el pecho y le dificultaba la respiración, las ataduras de cuero se le clavaban en la carne y no sentía los pies. No había visto a sus aprehensores, primero debido a la oscuridad y ahora por llevar los ojos vendados. Habían estado a punto de matarlo; sólo gracias al kender conservaba la vida.

Sí, las cosas marchaban como las había planeado.

Viajaron una distancia considerable y a Gerard el trayecto se le hizo eterno, hasta el punto de que al cabo de un tiempo empezó a pensar que llevaban cabalgado décadas, lo suficiente como para circunvalar Krynn seis veces. No tenía ni idea de cómo le iba al kender, pero a juzgar por los agudos gruñidos de indignación que sonaban de vez en cuando cerca de él, Gerard supuso que Tasslehoff estaba relativamente indemne. El caballero debió de quedarse dormido o tal vez se desmayó, pues se despertó de repente cuando el caballo se detuvo.

El humano, a quien Gerard identificaba como el cabecilla del grupo, estaba hablando. Lo hacía en elfo, un lenguaje que el caballero no comprendía, pero parecía que habían llegado a su destino, ya que los elfos empezaron a cortar las ataduras que lo sujetaban a la silla. Uno de ellos lo agarró por el espaldar, lo bajó del caballo de un tirón y lo dejó caer al suelo.

—¡Levántate, cerdo! —espetó duramente, en Común—. No pienso llevarte en brazos. —El elfo le quitó la venda de los ojos—. Ve hacia esa cueva de allí. Muévete.

Habían viajado durante toda la noche. El alba pintaba de rosa el cielo. Gerard no vio ninguna cueva, sólo el denso e impenetrable bosque, hasta que uno de los elfos levantó lo que parecía un grupo de plantones y entonces quedó a la vista una oscura gruta en la cara de una roca. El elfo dejó a un lado la cortina de arbolillos.

El caballero se incorporó trabajosamente y echó a andar, renqueando. El cielo se aclaraba paulatinamente y ahora mostraba un tinte anaranjado intenso sobre un azul profundo. Gerard miró en derredor buscando a su compañero de aventura y vio los pies del kender asomando por la boca de un saco, encima de la silla de la yegua. El cabecilla humano se hallaba cerca de la entrada de la cueva, observando. Llevaba capa y embozo, pero Gerard captó fugazmente una oscura túnica debajo de la capa; el tipo de túnica que vestiría un hechicero. Cada vez se convencía más de que su plan estaba funcionando. Ahora sólo le quedaba esperar que los elfos no lo mataran antes de que tuviese oportunidad de explicarse.

La cueva se hallaba en un pequeño cerro, en una zona muy boscosa; sin embargo, Gerard tenía la sensación de que se encontraban cerca de una población, no en pleno territorio salvaje. La brisa le traía el lejano sonido de campaniles, las flores cuyas corolas producían un sonido musical cuando las agitaba el viento. También percibía el olor a pan recién cocido. Volvió la vista hacia el sol naciente y confirmó que habían viajado hacia el oeste durante la noche. Si no se encontraban en Qualinost, debían de estar muy cerca de la ciudad.

El humano entró en la caverna, seguido por dos elfos, uno de ellos cargado con el kender, que forcejeaba dentro del saco, y el otro escoltando a Gerard, al que azuzaba en la espalda con su espada. Los otros elfos que los habían acompañado no entraron en la gruta, sino que desaparecieron en la fronda con el caballo de Gerard y la yegua de Tas. El caballero vaciló un momento ante de meterse en la cueva, pero el elfo le propinó un empellón y entró dando traspiés.

Un angosto y oscuro túnel desembocaba en una pequeña cámara, iluminada por una lamparilla que flotaba en aceite aromático, dentro de un cuenco. El elfo que transportaba al kender dejó caer el saco al suelo; Tas empezó a emitir sonidos ahogados y a retorcerse. El elfo le dio un golpe suave con el pie y le dijo que se callara, que lo sacarían del saco a su debido tiempo y sólo si se comportaba como era debido. El elfo que vigilaba a Gerard volvió a azuzarlo en la espalda.

—De rodillas, cerdo —espetó.

El caballero hizo lo que le mandaba y alzó la cabeza. Entonces pudo ver bien el rostro del humano al mirar desde abajo. El hombre de la capa lo observaba con gesto severo.

—Palin Majere —dijo Gerard con un suspiro de alivio—. He viajado un largo trecho buscándoos.

Palin acercó una antorcha.

—Gerard Uth Mondor. Me pareció que eras tú. Pero ¿desde cuándo te has convertido en un Caballero de Neraka? Más vale que te expliques, y rápido. —Frunció el entrecejo—. Como sabes, no siento aprecio alguno por esa execrable Orden.

—Sí, señor. —Gerard dirigió una mirada inquieta a los elfos—. ¿Hablan el idioma humano, señor?

—Y el enano y el Común —respondió Palin—. Puedo ordenarles que te maten en varias lenguas. Te lo diré otra vez: explícate. Te doy un minuto para que lo hagas.

—Muy bien, señor. Visto esta armadura por necesidad, no por elección. Os traigo noticias importantes y, al saber a través de vuestra hermana Laura que os encontrabais en Qualinesti, me disfracé como un caballero del enemigo para poder llegar hasta vos.

—¿Qué noticias? —inquirió Palin Majere. No se había quitado la capucha y su voz salía de los holgados pliegues de la tela, profunda, severa y fría.

Gerard pensó en lo que los vecinos de Solace comentaban sobre Palin. Había cambiado desde que la Escuela fue destruida. Y no había sido un cambio para mejor; el mago se había desviado del camino de la luz a otro de oscuridad, el mismo que su tío Raistlin había recorrido antes que él.

—Señor, vuestro honorable padre ha muerto.

Palin no dijo nada. Su expresión no se alteró.

—No sufrió —se apresuró a asegurar el caballero—. Fue una muerte rápida. Salió de la posada, contempló el ocaso y pronunció el nombre de vuestra madre. Luego se llevó la mano al corazón y se desplomó. Me encontraba con él cuando expiró. Estaba tranquilo y no sintió dolor. Celebramos su funeral al día siguiente. Fue enterrado al lado de vuestra madre.

—¿Dijo algo? —preguntó finalmente Palin.

—Me hizo una petición, que os la comunicaré a su debido tiempo.

Palin contempló a Gerard en silencio durante unos segundos interminables.

—¿Y cómo va todo lo demás en Solace? —inquirió después.

—¿Señor? —Gerard estaba estupefacto.

El kender soltó un gemido plañidero dentro del saco, pero nadie le hizo caso.

—¿Es que no habéis oído que...? —empezó el caballero.

—¿Que mi padre ha muerto? Lo he oído, sí —replicó Palin, y se quitó la capucha. Su mirada, prendida en Gerard, era firme, impasible—. Tenía una edad muy avanzada, echaba de menos a mi madre, y la muerte forma parte de la vida. Algunos dirían que es la mejor parte —añadió, con la voz endurecida.

Gerard lo miró de hito en hito. Hacía unos cuantos meses que había visto a Palin, cuando asistió al funeral de su madre, Tika. Palin no se había quedado mucho tiempo en Solace. Se marchó casi de inmediato, en otra de sus búsquedas de artefactos mágicos. Con la Escuela destruida, Solace ya no tenía nada que ofrecerle. Además, cundía el rumor de que los hechiceros de todo el mundo estaban perdiendo sus poderes mágicos, y la gente suponía que el caso de Palin no era diferente. Se chismorreaba que la vida ya no tenía aliciente para él. Su matrimonio no era precisamente feliz. Se había vuelto descuidado, indiferente a su seguridad, en especial si surgía la más leve oportunidad de conseguir un artefacto mágico de la Cuarta Era, ya que estos objetos no habían perdido su poder y un mago experto podía absorber dicho poder.

En el funeral de Tika, al caballero le pareció que Palin no tenía buena cara. El siguiente viaje no había mejorado la salud del mago; antes bien, estaba más demacrado, más pálido, además de mostrarse más seco e irritable, y su mirada se había vuelto recelosa, desconfiada.

Gerard sabía muchas cosas sobre Palin, pues a Caramon le encantaba hablar del único hijo varón que le quedaba vivo, y había sido el tema de conversación en casi todos los desayunos.

Palin Majere, el menor de los hijos varones de Caramon y Tika, era un mago muy prometedor en su juventud, cuando los dioses abandonaron Krynn llevándose la magia con ellos. A pesar de lamentar la pérdida de la magia divina, Palin no se había dado por vencido, como tantos otros hechiceros de su generación. Reunió a magos de todo Ansalon en un intento de descubrir la magia que, en su opinión, persistía en Krynn, la magia en estado salvaje del propio mundo y que había formado parte de él antes de la llegada de los dioses, por lo que, suponía, tendría que seguir en él. Sus esfuerzos se habían visto recompensados. Estableció la Escuela de Hechicería en Solace, un centro de aprendizaje del arte. La Escuela había prosperado y crecido. Palin había hecho uso de sus habilidades para combatir a los grandes dragones y fue reconocido como un héroe en toda Abanasinia.

Entonces el tapiz de su vida empezó a deshilacharse.

Extraordinariamente sensible a la magia salvaje, había sido uno de los primeros, tres años antes, en percibir que sus poderes empezaban a debilitarse. Al principio, Palin pensó que podría tratarse simplemente de un síntoma de envejecimiento; en fin de cuentas, era un cincuentón. Pero más adelante sus alumnos comenzaron a informar sobre problemas similares. Incluso a los jóvenes les resultaba cada vez más difícil realizar hechizos. Obviamente, la edad no era la causa.

Los hechizos funcionaban, pero su ejecución requería más y más esfuerzo por parte del mago. En cierta ocasión, Palin comparó el problema con el hecho de poner un jarro sobre una vela encendida: la llama ardería mientras quedase aire dentro del jarro. Cuando el aire se agotara, la llama titilaría y moriría.

¿Era finita la magia, como algunos afirmaban? ¿Podía secarse como un pozo del desierto? Palin no lo creía así. La magia estaba allí, podía sentirla, verla. Pero era como si el pozo del desierto se estuviese agotando al beber de él una ingente multitud.

¿Qué o quién estaba consumiendo la magia? Palin sospechaba que eran los grandes dragones. Se vio obligado a cambiar de opinión cuando la gran Verde, Beryl, se volvió más amenazadora, más agresiva, y envió a sus ejércitos a apoderarse de más territorios. Los espías qualinestis informaban que eso ocurría porque la Verde sentía que sus propios poderes mágicos menguaban. Beryl llevaba mucho tiempo luchando por encontrar la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth. El mágico bosque había mantenido oculta la Torre a ella y a los Caballeros de la Espina que la buscaban. Su necesidad de hallar la Torre y su magia se tornó más urgente. Furiosa e inquieta, empezó a extender sus dominios por Abanasinia todo lo posible sin atraer sobre sí la ira de su pariente, Malys.

Los Caballeros de la Espina, el brazo mágico armado de los Caballeros de Neraka, también notaban la disminución de sus poderes arcanos. Culpaban a Palin y a sus discípulos de la Escuela de Hechicería. En un osado ataque a la Escuela, secuestraron a Palin mientras los esbirros de Beryl la destruían.

Tras meses de «interrogatorios», los Túnicas Grises liberaron a Palin. Caramon no había querido entrar en detalles sobre los tormentos que su hijo tuvo que soportar, y Gerard no insistió. Sin embargo, los residentes de Solace hablaron extensamente sobre el tema. En su opinión, el enemigo no sólo había deformado sus dedos, sino también su espíritu.

El semblante de Palin estaba demacrado, con las mejillas hundidas y oscuras ojeras, como si apenas hubiera dormido. Apenas se le marcaban arrugas; la piel se estiraba, tirante, sobre los finos huesos. Los profundos pliegues gestuales alrededor de la boca, resultado de frecuentes sonrisas, empezaban a borrarse por la ausencia de ese gesto. Su cabello castaño rojizo se había vuelto totalmente gris. Los dedos, antaño esbeltos y ágiles, ahora estaban retorcidos, cruelmente deformados.

—Cortad sus ataduras —ordenó el mago a los elfos—. Es un caballero solámnico, como afirma.

Los dos elfos no parecían muy convencidos, pero obedecieron, aunque siguieron vigilando estrechamente al hombre. Gerard, ahora de pie, flexionó los brazos y estiró los agarrotados músculos.

—Así que has hecho todo el camino disfrazado, arriesgando la vida para traerme esa noticia —dijo Palin—. He de confesar que no veo la necesidad de la presencia del kender. A menos que lo que me han contado sea cierto, que el kender robó un poderoso artefacto mágico. Echémosle un vistazo.

El mago se arrodilló junto al saco, dentro del cual se retorcía el kender. Extendió la mano e intentó deshacer los nudos, pero sus dedos deformados no lo consiguieron. Gerard los miró y apartó rápidamente la vista para evitar que el mago pensara que le tenía lástima.

—¿Su aspecto te causa malestar? —inquirió Palin, mordaz. Se puso de pie y se cubrió las manos con las mangas de la túnica—. Tendré cuidado para no incomodarte.

—No es su aspecto lo que me incomoda, señor —manifestó en voz queda Gerard—. Me desazona ver sufrir a cualquier hombre bueno, como os ocurrió a vos.

—¡Sufrir, sí! Fui prisionero de los Caballeros de la Espina durante tres meses. ¡Tres meses! Y no hubo un solo día en que no me atormentaran de un modo u otro. ¿Sabes por qué? ¿Imaginas lo que perseguían? ¡Querían saber la razón de que el poder mágico estuviera disminuyendo! ¡Creían que yo tenía algo que ver en ello! —Palin soltó una amarga risa—. ¿Y sabes por qué me dejaron marchar? ¡Porque se dieron cuenta de que no representaba amenaza alguna! Que no era más que un viejo destrozado que no podía causarles ningún perjuicio ni ser un obstáculo para ellos.

—Podrían haberos matado, señor —apuntó el caballero.

—Habría sido mejor para mí que lo hicieran —replicó Palin.

Los dos guardaron silencio; Gerard bajó la vista al suelo. Incluso el kender se había callado, abatido.

Palin dejó escapar un ligero suspiro. Alargó su mano destrozada y la posó en el brazo de Gerard.

—Discúlpame, caballero —dijo, casi en un susurro—. No tengas en cuenta lo que he dicho. Últimamente me doy por ofendido enseguida. Y todavía no te he dado las gracias por traerme la noticia del fallecimiento de mi padre. Gracias. Lamento su muerte, pero no lloro su pérdida. Como he dicho, se ha ido a un lugar mejor.

»Pero —añadió, dirigiendo una mirada perspicaz al joven caballero—, empiezo a pensar que no es sólo esa triste nueva la que te ha traído tan lejos. Llevar ese disfraz te pone en gran peligro, Gerard. Si los caballeros negros descubriesen la verdad, sufrirías un tormento mayor aún que el que yo padecí, y después te ejecutarían. —Los finos labios de Palin esbozaron una amarga sonrisa—. ¿Qué otras nuevas me traes? Malas, deduzco. Nadie arriesgaría la vida para darme una buena noticia. ¿Y cómo sabías que me encontrarías?

—Yo no os encontré, señor. Vos me encontrasteis a mí —contestó el caballero.

Palin pareció desconcertado en un primer momento, pero después asintió con la cabeza.

—Ah, ya entiendo. Por eso mencionaste el artefacto que antaño perteneció a mi tío Raistlin. Sabías que despertaría mi interés.

—Confiaba en eso, señor —admitió Gerard—. Imaginé que o bien el elfo destacado en el puente formaría parte de la resistencia o bien que el propio puente estaría bajo vigilancia. Esperaba que la mención del artefacto, asociado al nombre de Majere, llegaría hasta vos.

—Corriste un gran riesgo al facilitar que te capturaran los elfos. Como habrás observado, los hay que no tendrían ningún reparo en matar a alguien como tú.

Gerard miró a los dos elfos, Kalindas y Kellevandros, si había entendido bien sus nombres. No le habían quitado los ojos de encima un solo momento ni habían retirado las manos de las empuñaduras de sus espadas.

—Soy consciente de ello, señor —dijo—. Pero parecía que ése era el único modo de llegar hasta vos.

—¿He de entender, pues, que no existe tal artefacto? —inquirió Palin con un dejo de desilusión—. ¿Que todo era una artimaña?

—En absoluto, señor. El artefacto existe. Es en parte el motivo de que haya venido.

En ese momento los chillidos ahogados del kender se reanudaron, más agudos e insistentes. También empezó a patalear contra el suelo y a retorcerse violentamente dentro del saco.

—Por los dioses benditos, haced que se calle —ordenó, irritado, Palin—. Sus gritos atraerán a todos los caballeros negros de Qualinesti. Llevadlo dentro.

—Deberíamos dejarlo en el saco, señor —sugirió Kalindas—. No interesa que conozca el camino para llegar aquí.

—De acuerdo —aceptó Palin.

Uno de los elfos recogió al kender metido en el saco. El otro observó ceñudo a Gerard e hizo una pregunta.

—No —contestó Palin—. No es necesario vendarle los ojos. Pertenece a la vieja escuela de caballeros, los que aún creen en el honor.

El elfo que cargaba al kender se dirigió directamente hacia la pared trasera de la cueva y, ante el inmenso asombro de Gerard, continuó caminando a través de la sólida roca. Palin lo siguió y, poniendo la mano sobre el brazo del caballero, lo empujó hacia adelante. La ilusión de la piedra resultaba tan convincente que Gerard no pudo evitar encogerse al acercarse a lo que parecía un muro de rocas irregulares.

—Al parecer todavía hay alguna magia que funciona —comentó, impresionado.

—Alguna —dijo Palin—. Pero es imprevisible. El conjuro puede fallar en cualquier momento y hay que estar renovándolo constantemente.

Gerard salió del muro para encontrarse en un jardín de increíble belleza, protegido por la sombra de los árboles, cuyas ramas y denso follaje formaban una tupida cortina por encima y alrededor de ellos. Kalindas dejó al kender sobre las losas del paseo. Había sillas hechas con flexibles ramas de sauce y una mesa de cristal junto a un resplandeciente estanque de aguas claras.

Palin dijo algo a Kellevandros. Gerard captó el nombre «Laurana», y el elfo se alejó por el paseo del jardín corriendo con pasos ligeros.

—Tenéis unos guardianes leales, señor —comentó el caballero, que seguía con la mirada al elfo.

—Son del personal de la reina madre —explicó el mago—. Llevan años al servicio de Laurana, desde la muerte de su esposo. Refréscate.

Hizo un gesto con las tullidas manos y apareció una pequeña cascada que caía desde una pared ilusoria al estanque.

—He mandado informar a la reina madre de tu llegada. Ahora eres huésped de su casa. O, más bien, de uno de los jardines de su casa. Aquí estás a salvo, tanto como puede estarlo cualquiera en estos días aciagos que nos ha tocado vivir.

Con profundo alivio, Gerard se despojó del pesado peto y se frotó las costillas doloridas, tras lo cual se lavó la cara y bebió en las frescas aguas.

—Saca al kender ahora —ordenó Palin.

Kalindas desató el saco y de él salió el kender, congestionado e indignado, con el largo copete cubriéndole la cara. Inhaló hondo y se enjugó la frente.

—¡Menos mal! Empezaba a marearme con el olor del saco. —Sacudió la cabeza para echar hacia atrás el copete y miró alrededor con interés—. ¡Vaya! —exclamó—. Qué jardín tan bonito. ¿Hay peces en el estanque? ¿Podría coger uno? Hacía mucho calor dentro de ese saco, y prefiero ir a caballo sentado en la silla que tumbado sobre ella. Siento cierta molestia aquí, en el costado, donde se me iba clavando algo. Me presentaría —añadió, contrito, al parecer dándose cuenta de que no estaba cumpliendo con las mínimas normas de urbanidad—, pero sufro de... —Reparó en la mirada de Gerard y finalizó la frase poniendo énfasis en ciertas palabras—. Sufro los efectos de un fuerte golpe en la cabeza, y no estoy muy seguro de quién soy. Me resultas tremendamente familiar. ¿Nos conocemos?

Palin Majere no había dicho palabra durante toda la parrafada. Se había puesto muy pálido y tenía abierta la boca aunque no emitía sonido alguno.

—Señor. —Gerard alargó la mano hacia él para agarrarlo—. Señor, deberíais sentaros. Tenéis mala cara.

—No necesito que me sostengas —espetó el mago al tiempo que apartaba la mano del caballero con brusquedad. Miró de hito en hito al kender—. Déjate de tonterías. ¿Quién eres?

—¿A ti quién te parece que soy? —preguntó a su vez el kender.

Palin estuvo a punto de replicar de mala manera, pero se tragó las palabras y, tras respirar hondo, contestó con voz tensa:

—Te pareces a un kender que conocía, llamado Tasslehoff Burrfoot.

—Y tú guardas cierto parecido con un amigo mío llamado Palin Majere. —El kender lo observaba con interés.

—Soy Palin Majere. ¿Quién...?

—¿De verdad? —le interrumpió Tas con los ojos abiertos de par en par—. ¿Eres Palin? ¿Qué te ha pasado? ¡Tienes un aspecto horrible! ¿Has estado enfermo? ¡Y tus pobres manos! Déjame verlas. ¿Dijiste que los caballeros negros te hicieron eso? ¿Cómo? ¿Te machacaron los huesos de los dedos con un martillo? Porque eso es lo que parece...

Palin se cubrió las manos con las mangas y se apartó con brusquedad del kender.

—Dices que me conoces, kender. ¿De qué?

—La última vez que te vi fue en el primer funeral de Caramon. Tuvimos una agradable charla sobre la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y sobre que eras el jefe de los Túnicas Blancas, y Dalamar estaba allí y era el jefe del Cónclave, y también estaba su novia Jenna, que era la jefa de los Túnicas Rojas, y...

El mago frunció el entrecejo y miró a Gerard.

—¿De qué demonios habla?

—No le hagáis caso, señor. No ha dejado de decir insensateces desde que lo encontré. —El caballero miró a Palin de modo raro—. Decís que se parece a Tasslehoff. Pues bien, es quien afirmaba ser, hasta que empezó con esas tonterías de tener amnesia. Sé que suena extraño, pero vuestro padre también creía que era Tasslehoff.

—Mi padre era un hombre de edad avanzada y, como ocurre con muchos ancianos, probablemente revivía los días de su juventud. Sin embargo —añadió en voz queda, casi para sí mismo—, se parece realmente a Tas.

—¿Palin? —llamó una voz desde el extremo del jardín—. ¿Qué es todo eso que me cuenta Kellevandros?

Gerard se volvió y vio una mujer elfa, hermosa como un crepúsculo invernal, que se dirigía hacia ellos por el paseo de losas. Tenía el cabello largo, del color de la miel bajo la luz del sol. Llevaba ropas confeccionadas con un tejido irisado tan fino que parecía ir vestida con niebla. Al reparar en Gerard, lo miró con incredulidad, demasiado ultrajada al principio para fijarse en el kender, que no paraba de brincar y agitar las manos con gran excitación.

Gerard, desconcertado e impresionado, hizo una torpe reverencia.

—¡Has traído a un caballero negro aquí, Palin! —Laurana se volvió hacia el mago, furiosa—. ¡A nuestro jardín secreto! ¿Por qué motivo?

—No es un caballero negro, Laurana —repuso, lacónico, Palin—, como ya le dije a Kellevandros, aunque al parecer pone en duda mis palabras. Este hombre es Gerard Uth Mondor, un Caballero de Solamnia destacado en Solace y amigo de mi padre.

—¿Estás seguro, Palin? —Laurana miró a Gerard con escepticismo—. Entonces ¿por qué lleva esa horrenda armadura?

—Me la puse sólo como disfraz, milady —repuso el caballero—. Y, como podéis ver, me la he quitado en cuanto se me ha presentado la ocasión.

—Era el único modo de entrar en Qualinesti —añadió el mago.

—Os pido disculpas, señor caballero —dijo Laurana mientras ofrecía su mano, blanca y delicada. Sin embargo, cuando Gerard la tomó en la suya notó en la palma las durezas de aquellos días en que la elfa manejaba escudo y espada, cuando se la conocía como el Áureo General—. Perdonadme, y sed bienvenido a mi casa.

Gerard volvió a hacer una reverencia con profundo respeto. Deseaba decir algo galante y correcto, pero su lengua estaba paralizada y él mismo se sentía torpe y tosco. Se sonrojó hasta las orejas y balbuceó una frase incompleta y confusa.

—¡Eh, Laurana! ¡Mírame! —gritó el kender.

La elfa se volvió y observó atentamente al hombrecillo; lo que vio pareció dejarla estupefacta. Se quedó boquiabierta y, llevándose la mano al corazón, retrocedió un paso, todo ello sin apartar los ojos del kender un solo instante.

—¡Alshana, Quenesti-Pah! —susurró—. ¡Es imposible!

—Tú también lo reconoces —comentó Palin, que la observaba con gran atención.

—¡Pues claro! ¡Es Tasslehoff! —exclamó, aturdida—. Pero ¿cómo...? ¿Dónde...?

—¿Soy Tasslehoff? —El kender parecía anhelante—. ¿Estás segura?

—¿Y qué te hace pensar que no lo eres? —preguntó Laurana.

—Siempre creí que sí —contestó solemnemente Tas—. Pero como nadie más parecía creerlo, pensé que quizá me había equivocado. Sin embargo, si tú dices que soy Tasslehoff, supongo que el asunto queda resuelto. Tú no cometerías una equivocación. ¿Te importa si te abrazo?

Tas rodeó a Laurana por la cintura. La elfa miró con desconcierto a Palin y a Gerard por encima de la cabeza del kender, pidiendo en silencio una explicación.

—¿Habláis en serio? —demandó Gerard—. Con todos mis respetos, milady —añadió, rojo como la grana al caer en la cuenta de que casi había llamado mentirosa a la reina madre—, pero Tasslehoff Burrfoot murió en la Guerra de Caos, de modo que ¿cómo sería posible tal cosa? A menos que...

—A menos que ¿qué? —instó, cortante, Palin.

—A menos que toda su absurda historia sea cierta. —El caballero guardó silencio para plantearse aquella inesperada conclusión.

—Pero, Tas, ¿dónde has estado todos estos años? —preguntó Laurana mientras le quitaba uno de sus anillos cuando la joya empezaba a desaparecer bajo la pechera de la camisa del kender—. Como bien dice sir Gerard, te creíamos muerto.

—Lo sé. Vi la tumba. Muy bonita. —Tas asintió con la cabeza—. Allí fue donde conocí a sir Gerard. ¿Crees que podrían hacer algo para que se mantuvieran más limpios los alrededores? Ya sabes, por los perros y todo lo demás. Y la propia tumba presenta desperfectos. Le cayó un rayo cuando me encontraba dentro. Sonó un tremendo estampido y parte del mármol se desplomó. Además, dentro estaba terriblemente oscuro. Unas cuantas ventanas le darían un aspecto más alegre y luminoso...

—Deberíamos ir a hablar a otro sitio, Palin —intervino Gerard en tono urgente—. Un lugar más reservado.

—De acuerdo. Laurana, el caballero era portador de otra triste noticia. Mi padre ha muerto.

—¡Oh! —La elfa se llevó la mano a la boca y las lágrimas llenaron sus ojos—. Oh, lo siento, Palin. Mi corazón lamenta su pérdida, si bien la pena no parece apropiada. Ahora es feliz —añadió con melancólica envidia—. Tika y él están juntos. Venid dentro —añadió mientras recorría con la mirada el jardín; Tasslehoff vadeaba el estanque ornamentado, apartando nenúfares y asustando a los peces—. No deberíamos hablar de este asunto aquí fuera. —Suspiró—. Me temo que incluso mi jardín ha dejado de ser un lugar seguro.

—¿Qué ha ocurrido, Laurana? —se interesó el mago—. ¿Qué quieres decir con que el jardín ya no es seguro?

La elfa suspiró y una arruga se marcó en la tersa piel de su frente.

—Hablé con el gobernador militar Medan en el baile de disfraces de anoche. Sospecha que tengo trato con los rebeldes. Me instó a que hiciese uso de mi influencia para que interrumpieran sus acciones terroristas. Beryl está paranoica últimamente, al parecer, y amenaza con enviar sus ejércitos contra nosotros. Aún no estamos preparados para algo así.

—No hagas caso a Medan, Laurana. Sólo le preocupa salvar su valioso pellejo —manifestó el mago.

—Creo que su intención era buena, Palin —objetó Laurana—. Medan no siente el menor aprecio por la Verde.

—Él sólo siente aprecio por sí mismo. No te dejes engañar por su fingida preocupación. Medan evita los problemas para Medan, nada más. Se encuentra en un dilema. Si los ataques y sabotajes continúan, sus superiores lo revelarán del cargo y, por lo que he oído contar de su nuevo Señor de la Noche, Targonne, seguramente no sólo lo despojarían del mando, sino que lo dejarían sin cabeza. Y ahora, si me disculpas, iré a quitarme esta pesada capa. Me reuniré contigo en el atrio.

Palin se marchó; los pliegues de la negra capa de viaje ondearon tras él. Caminaba muy derecho, con pasos rápidos y firmes. Laurana lo siguió con la mirada, preocupada.

—Señora —dijo Gerard, que por fin pareció capaz de mover su paralizada lengua—. Estoy de acuerdo con Palin. No debéis confiar en el tal gobernador Medan. Es un caballero negro y, aunque los de su clase hablen de honor y sacrificio, sus palabras son vanas, tan hueras como sus almas.

—Sé que tenéis razón —admitió Laurana—. Aun así, he visto la semilla del Bien caer en la más oscura ciénaga y crecer fuerte y hermosa a pesar de la nociva miasma. Como también he visto la misma semilla, cultivada con suaves lluvias y sol brillante, crecer retorcida y fea y dar un fruto amargo.

Seguía con los ojos prendidos en Palin. Suspiró, sacudió la cabeza y se volvió.

—Vamos, Tas. Me gustaría enseñaros a Gerard y a ti las restantes maravillas que tengo en mi casa.

Empapado y alegre, Tasslehoff salió del estanque.

—Adelántate, Gerard. Quiero hablar con Laurana a solas un momento. Es un secreto —añadió.

La elfa le sonrió.

—De acuerdo, Tas. Cuéntame ese secreto. Kalindas —dijo al elfo que había permanecido en silencio todo el tiempo—, escolta a sir Gerard hasta la casa y condúcelo a una de las habitaciones de invitados.

Kalindas hizo lo que le ordenaban. Mientras acompañaba al caballero a la casa, el tono de sus palabras fue cortés, aunque no apartó la mano de la empuñadura de la espada.

Al quedarse solos, Laurana se volvió hacia el kender.

—Dime, Tas. ¿De qué se trata?

El hombrecillo parecía muy nervioso.

—Esto es muy importante, Laurana. ¿Estás completamente segura de que soy Tasslehoff?

—Pues claro que sí, Tas —contestó la elfa, que sonrió en actitud indulgente—. Ignoró cómo y por qué, pero no me cabe duda de que eres Tasslehoff.

—De acuerdo, pero yo no me siento como Tasslehoff —insistió el kender con total sinceridad.

—No pareces el mismo, Tas, eso es verdad —convino Laurana—. No te muestras tan alegre como te recordaba. Tal vez estás triste por la muerte de Caramon. Tuvo una vida plena, Tas, llena de amor, de gozo y alegría. También tuvo penas y problemas, pero los días oscuros son los que hacen que los días luminosos sean más brillantes. Eras su amigo y te quería. Aleja la tristeza. A él no le gustaría que te sintieras desdichado.

—No es eso lo que me hace sentir así —protestó Tas—. Es decir, me dio pena la muerte de Caramon porque fue muy repentina, aunque yo esperaba que ocurriera. Y todavía se me hace un nudo justo aquí, en la garganta, cuando pienso que se ha ido, pero lo del nudo lo aguanto bien. Es esa otra emoción la que no consigo dominar, porque jamás había sentido nada igual.

—Entiendo. Quizá podamos hablar de ello después, Tas —dijo Laurana, y echó a andar hacia la casa.

Tas le agarró la manga como si en ello le fuese la vida.

—¡Es la sensación que sentí cuando vi al dragón!

—¿Qué dragón? —Laurana se detuvo y se volvió—. ¿Cuándo lo viste?

—Mientras Gerard y yo cabalgábamos hacia Qualinesti. Se aproximó para echarnos un vistazo. Yo me... —Tas hizo una pausa y después continuó en un susurro—. Creo que me... asusté. —Miró a Laurana con los ojos abiertos como platos, esperando que la elfa retrocediera hasta caer al estanque, espantada ante un hecho tan fuera de lo normal.

—E hiciste bien en asustarte, Tas —contestó Laurana, que se tomaba la noticia con increíble calma—. Beryl es una bestia terrible y despreciable. Tiene las garras manchadas de sangre. Es una tirana cruel y no eres el primero que siente miedo en su presencia. Vamos, no hagamos esperar más a los otros.

—¡Pero hablamos de mí, Laurana! ¡De Tasslehoff Burrfoot! ¡Héroe de la Lanza! —Tas se golpeó frenéticamente en el pecho con el pulgar—. Yo no le tengo miedo a nada. En otra parte del tiempo hay un gigante que está a punto de aplastarme con el pie y eso me causa una especie de cosquilleo en el estómago cuando lo pienso, pero esto es distinto. —Suspiró profundamente—. Tienes que estar equivocada. No puedo ser Tasslehoff y sentir miedo.

El kender parecía realmente alterado y eso saltaba a la vista. Laurana lo observó, pensativa.

—Sí, esto es diferente. Y muy extraño. Ya habías visto dragones antes, Tas.

—Toda clase de dragones —manifestó, orgulloso—. Azules y Rojos, Verdes y Negros, de Bronce y de Cobre, Plateados y Dorados. Incluso volé a lomos de uno. Fue fantástico.

—¿Y jamás experimentaste miedo al dragón?

—Recuerdo que pensé que los dragones eran hermosos a su manera. Y tuve miedo, pero por mis amigos, nunca por mí. O no mucho.

—Y debe de ser lo mismo que les ocurre a los otros kenders —reflexionó Laurana—, a los que ahora denominamos «aquejados». Algunos de ellos debieron de experimentar el miedo al dragón años atrás, durante la Guerra de la Lanza y posteriormente. ¿Por qué esa sensación es distinta ahora? Nunca se me ocurrió pensarlo.

—La gente no piensa en nosotros muy a menudo —adujo Tas en tono comprensivo—. No te preocupes.

—Pues sí que me preocupa. —Laura suspiró—. Deberíamos haber hecho algo para ayudar a los kenders. Lo que pasa es que han ocurrido tantas cosas que eran más importantes... O, al menos, nos parecían más importantes. Si este temor es distinto al miedo al dragón, me pregunto a qué puede deberse. ¿Un hechizo, quizá?

—¡Eso es! —exclamó Tas—. ¡Un hechizo! —convino, entusiasmado—. ¡Estoy bajo el influjo de la maldición del dragón! ¿Lo crees de verdad?

—Bueno, no sabría que... —empezó Laurana, pero el kender ya no la escuchaba.

—¡Una maldición! ¡Estoy embrujado! —Tas soltó un suspiro gozoso—. Los dragones me han hecho un montón de cosas, pero ésta es la primera vez que uno me echa una maldición. Es casi tan interesante como aquella ocasión en que Raistlin me transportó mágicamente a una charca de patos. Gracias, Laurana —dijo mientras estrechaba con fuerza su mano y le escamoteaba, de manera accidental, el último anillo—. No te imaginas qué peso me has quitado de encima. Ahora puedo ser Tasslehoff. ¡Un Tasslehoff embrujado! ¡Vayamos a contárselo a Palin!

»Oye, hablando de Palin —añadió en un penetrante susurro—. ¿Cuándo se convirtió en un Túnica Negra? La última vez que lo vi era el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. ¿Qué lo hizo cambiar? ¿Le pasó lo que a Raistlin? ¿Hay otro ser alojado en su interior como un parsári... partási... parásito?

—Túnicas Negras o Blancas o Rojas, la diferencia entre ellas ya no existe, Tas —dijo Laurana—. Palin viste de negro para pasar inadvertido en la noche. —Miró de forma rara al kender—. Palin jamás fue el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas. ¿Qué te hizo pensar lo contrario?

—Empiezo a preguntármelo. No me importa confesártelo, Laurana, pero me siento muy, muy confuso. Quizá también tengo a alguien alojado en mi interior —agregó, aunque sin demasiada esperanza.

Con tantas emociones extrañas y tantos nudos en la garganta, era imposible que hubiese hueco para alguien más allí dentro.

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