El cirio que llevaba la cuenta de las horas ardía junto a la cama de Silvan. El monarca yacía boca abajo, contemplando cómo se consumían las horas junto con la cera derretida. Una tras otra, las líneas que las marcaban desaparecieron hasta que sólo quedó la última. El cirio había sido hecho parar lucir durante doce horas, y Silvan lo había encendido a medianoche. Once horas habían sido devoradas por la llama; faltaba poco para mediodía, la hora fijada para la ejecución de Mina.
Silvan apagó el cirio de un soplo, se levantó y se vistió con sus mejores galas, atuendo que había llevado para lucirlo durante la marcha —una marcha triunfal— de regreso a Silvanost. El jubón, de un suave color gris perla, estaba bordado con hilo de plata. Las calzas, así como las botas, también eran de color gris. Un toque de puntilla blanca adornaba las bocamangas y el cuello.
—¿Majestad? —llamó una voz desde fuera de la tienda—. Soy Kiryn. ¿Puedo entrar?
—Pasa si quieres —repuso de manera cortante—, pero nadie más.
—Vine hace un rato —comentó Kiryn una vez que hubo entrado—. No contestaste. Debías de estar dormido.
—No he pegado ojo —dijo fríamente Silvan mientras se abrochaba el cuello del jubón.
Se hizo un silencio incómodo.
—¿Has desayunado? —preguntó Kiryn al cabo de unos instantes.
Silvan le asestó una mirada que habría sido como un golpe para cualquier otra persona. Ni siquiera se molestó en contestar.
—Primo, sé cómo te sientes —comentó Kiryn—. Lo que se proponen hacer es realmente monstruoso. He discutido con mi tío y con los demás hasta quedarme ronco, pero nada de lo que dije los hizo cambiar de opinión. Glauco aviva su miedo. Están todos que no les llega la camisa al cuerpo.
—¿No eres de su mismo parecer? —preguntó Silvan, volviéndose a medias.
—¡No, primo! ¡Por supuesto que no! —negó Kiryn, sorprendido—. ¿Cómo se te pasó siquiera por la cabeza? Es un asesinato, lisa y llanamente. Pueden llamarlo «ejecución» e intentar disfrazarlo como algo respetable, pero no pueden ocultar la horrible verdad. No me importa si esa joven es la humana más peligrosa y vil que jamás haya existido. Su sangre manchará para siempre el suelo donde se derrame, y esa mancha se extenderá como una llaga entre nosotros. —La voz de Kiryn bajó de tono y el joven elfo lanzó una mirada aprensiva hacia el exterior de la tienda.
»De hecho, primo, Glauco ya habla de traidores entre nuestra gente, de imponer el mismo castigo a elfos. Mi tío y los Cabezas de Casas se horrorizaron y se opusieron tajantemente a la idea, pero me temo que dejarán de alimentarse con miedo para empezar a devorarse unos a otros.
—Glauco —repitió quedamente Silvan. Podría haber añadido más, pero recordó la promesa hecha a Mina—. Coge mi peto, ¿quieres, primo? Y mi espada. Ayúdame a ponérmelos, por favor.
—Puedo llamar a tus ayudantes —ofreció Kiryn.
—No, no quiero verlos. —Silvan apretó los dientes—. Si uno de mis servidores dijera algo insultante sobre ella, podría... Podría hacer algo de lo que me arrepentiría después.
Kiryn lo ayudó con las hebillas de las correas.
—He oído que es bastante bonita. Para una humana, se entiende —puntualizó.
Silvan lanzó a su primo una mirada penetrante, desconfiada.
Kiryn no levantó la vista de lo que estaba haciendo. Mascullando entre dientes, simuló tener problemas con una hebilla recalcitrante. Más tranquilo, Silvan se relajó.
—Es la mujer más hermosa que he visto en mi vida, Kiryn. Tan frágil, tan delicada. ¡Y sus ojos! ¡Nunca había visto ojos así!
—Y, sin embargo, primo —lo reprendió suavemente el otro elfo—, es una Dama de Neraka.
—¡Por equivocación! —gritó Silvan, que pasó de la calma a la ira en un instante—. ¡Estoy convencido! Tiene que haber sido embrujada por los caballeros o... O tienen de rehenes a su familia o... ¡O cualquier otra razón de las muchas que puede haber! En realidad, vino aquí para salvarnos.
—Y por eso traía con ella un ejército —comentó secamente Kiryn.
—Ya lo verás, primo —pronosticó el rey—. Comprobarás que estoy en lo cierto. Te lo demostraré. —Se volvió hacia Kiryn—. ¿Sabes lo que hice? Anoche fui a su tienda para dejarla en libertad. ¡Lo hice, sí! Corté una raja en la lona e iba a quitarle las cadenas, pero ella se negó a marcharse.
—¿Que hiciste qué? —exclamó Kiryn, estupefacto—. Primo...
—Olvídalo —lo interrumpió Silvan, dándole la espalda de nuevo, apagada ya la llama de la ira y recobrada la fría serenidad—. No quiero discutirlo. No tendría que habértelo dicho, eres como los demás. ¡Fuera! Déjame solo.
Kiryn decidió que lo mejor era obedecer. Su mano tocaba la lona de la entrada para levantarla cuando Silvan lo agarró por el hombro, con fuerza.
—¿Irás corriendo a contarle a Konnal lo que te he dicho? Porque si es lo que piensas hacer...
—No, primo. Mantendré tus confidencias en secreto. No es necesario que me amenaces —repuso sosegadamente Kiryn.
Silvan pareció avergonzarse. Masculló algo y le soltó el brazo para después darle la espalda.
Apenado, preocupado y asustado tanto por su pueblo como por su primo, Kiryn se quedó parado fuera de la tienda e intentó pensar qué hacer. No confiaba en la chica humana. No sabía mucho sobre los Caballeros de Neraka, pero no era lógico que ascendieran a rango de comandante a alguien que los servía de mala gana o por la fuerza. Y a pesar de que ningún elfo jamás hablaría bien de un humano, los soldados habían comentado, a regañadientes, la disciplina y la tenacidad en la lucha del enemigo. Hasta el general Konnal, que detestaba a los humanos, había tenido que admitir que aquellos soldados habían combatido bien y, a pesar de batirse en retirada, lo habían hecho en orden. Habían seguido a la chica a través del escudo, internándose en un reino bien defendido, en el que seguramente sabían que encontrarían la muerte. No, aquellos hombres no servían al mando de una comandante traidora.
No era la chica la que estaba embrujada, sino ella la que había realizado el hechizo. Saltaba a la vista que Silvan se había enamorado de ella. El joven monarca estaba en la edad en que los deseos empezaban a despertarse en los varones elfos, la edad en que un hombre se enamoraba del propio amor. La edad en que Silvan podría caer en la embriaguez de la veneración. «Amo amar a mi amor», era la primera estrofa del estribillo de una canción elfa popular. Lástima que el azar los hubiera unido, que hubiese arrojado literalmente a la exótica y bella humana en brazos del joven rey.
Silvan maquinaba algo. Kiryn no sabía qué, pero estaba muy angustiado. Apreciaba a su primo, consideraba que Silvanoshei tenía potencial para ser un buen rey. Esa locura podría mandar al traste su futuro. El hecho de que hubiese intentado liberar a esa chica, su mortal enemigo, bastaba para tildarlo de traidor si alguien llegaba a enterarse. Lo declararían «elfo oscuro» y lo exiliarían como habían exiliado a sus padres. El general Konnal sólo esperaba tener una excusa.
Kiryn no se planteó ni por un instante romper su promesa al rey. No le contaría a nadie lo que Silvan le había dicho. Ojalá no le hubiese hecho tal confidencia. Se preguntó tristemente qué planearía su primo y si él podría hacer algo para impedir que Silvan actuara de un modo estúpido, impulsivo y exaltado que sería su ruina. Lo mejor, lo único que podía hacer, era quedarse cerca de su primo y estar preparado para intentar detenerlo.
El sol se encontraba en su cénit cual un ojo ardiente que mirara iracundo la tierra a través de la tenue cortina del escudo, como si se sintiese frustrado por no tener una vista más clara de lo que pasaba. Sus rayos caían de lleno sobre el ensangrentado campo de batalla, preparado ya para recibir más sangre. El sol contemplaba fijamente, sin pestañear, a los sembradores de muerte, que plantaban cadáveres en la tierra en lugar de semillas. El Thon-Thalas se había teñido de rojo ayer por la sangre derramada. Nadie podía beber de él.
Los elfos habían recorrido el bosque para buscar un árbol caído que sirviera de estaca. Los moldeadores de árboles lo trabajaron para que quedara liso, recto y resistente. Lo clavaron en la tierra, le dieron martillazos para que penetrara más profundamente a fin de que quedara estable y no cayera.
El general Konnal, acompañado por Glauco, apareció en el campo. Llevaba armadura y espada. El gesto de su semblante era severo, mientras que Glauco denotaba complacencia y triunfo. Los oficiales hicieron formar en filas al ejército y los soldados se cuadraron a la orden de firmes. Más soldados rodeaban el campo, creando una barrera defensiva, alertas a la aparición de los humanos, a quienes se les habría podido ocurrir la idea de intentar rescatar a su comandante. Los Cabezas de Casas se reunieron. Los heridos que pudieron abandonar el lecho se alinearon para presenciar el acto.
Kiryn ocupó su lugar, al lado de su tío. El joven tenía tan mala cara que Konnal le aconsejó en voz baja que regresara a su tienda. Kiryn sacudió la cabeza y no se movió de donde estaba.
Se habían elegido siete arqueros para formar la unidad de ejecución y formaban en una línea, a unos veinte pasos de la estaca. Encajaron las flechas en las cuerdas y aprestaron los arcos.
Sonó una trompeta anunciando la llegada de su majestad, el Orador de las Estrellas. Silvanoshei se acercó al campo solo, sin escolta. Tenía pálido el semblante, tanto que corrió el rumor entre los Cabezas de Casas de que su majestad había resultado herido en la batalla y había perdido mucha sangre.
Silvan se detuvo al borde del campo, miró en derredor, a las tropas formadas, a la estaca, a los Cabezas de Casas, a Konnal y a Glauco. Se había colocado una silla para el rey en un extremo del campo, a una distancia segura del punto por donde la prisionera daría lo que serían sus últimos pasos. Silvan miró la silla y pasó de largo para situarse junto al general Konnal, entre él y Glauco. Aquello no fue del agrado del general.
—Hemos dispuesto una silla para vuestra majestad, en un lugar seguro.
—Estoy a vuestro lado, general —repuso Silvan, que volvió la vista hacia él—. No se me ocurre otro lugar más seguro para mí. ¿No opináis lo mismo?
Konnal enrojeció, agitado, y miró de reojo a Glauco, que se encogió de hombros como diciendo «No perdáis el tiempo discutiendo. ¿Qué más da?».
—¡Traed a la prisionera! —ordenó el general.
Silvan se mantenía erguido, con la mano sobre la empuñadura de la espada. Su expresión era fría, impasible, sin traslucir nada de lo que pensaba o sentía.
Seis guardias elfos, con las espadas desenvainadas, condujeron a la prisionera hacia el campo. Eran hombres de elevada estatura e iban equipados con cotas de malla. La chica vestía de blanco, un vestido sencillo, sin adornos, como un camisón de niña. Llevaba las manos y los tobillos encadenados. Parecía pequeña y débil, frágil y delicada, una chiquilla entre adultos. Adultos crueles.
Se alzó un murmullo entre los Cabezas de Casas; un murmullo de lástima y consternación mezclado con duda. ¿Ésa era la temida comandante? ¿Esa chica? ¿Esa muchachita? El murmullo fue contestado por un gruñido furioso de los soldados. Era una humana. Su enemiga.
Konnal giró la cabeza y acalló la consternación de unos y la ira de otros con una mirada torva.
—Traed a la prisionera ante mí —ordenó—, para que sepa los cargos por los que se le quita la vida.
Los guardias escoltaron a la prisionera, que debido a los grilletes caminaba lentamente, pero con porte regio, recta la espalda, la cabeza levantada y una sonrisa extraña y serena en sus labios. En contraste, sus guardianes parecían extremadamente incómodos. Mientras que los pasos de ella eran ligeros, dando la impresión de que apenas tocaba el suelo, los guardias caminaban trabajosamente por la tierra removida, como si fueran por un terreno escabroso. Para cuando llegaron con la chica ante el general, estaban sin aliento y exhaustos. Lanzaron ojeadas nerviosas y vigilantes a su prisionera, que no los miró una sola vez.
Mina tampoco miró a Silvanoshei, el cual la contemplaba poniendo en ello el corazón y el alma, deseando con todas su fuerzas que le diera la señal, dispuesto a luchar contra el ejército elfo al completo si así se lo pedía. Los ambarinos ojos de Mina se quedaron prendidos en el general, y aunque el elfo pareció resistirse un instante, no pudo evitar unirse a los otros insectos atrapados en la dorada resina.
Konnal se puso a lanzar un discurso en el que explicaba por qué era necesario ir en contra de la tradición y las convicciones elfas y arrebatar a esa persona su más preciado don: la vida. Era un buen orador y puso de relieve muchos puntos destacados. El discurso habría tenido buena acogida de haberlo pronunciado antes de que la gente hubiese visto a la prisionera. Tal como estaban las cosas, parecía un padre cruel imponiendo un castigo excesivo a una criatura indefensa. Konnal se dio cuenta de que perdía a su audiencia; muchos de los allí reunidos se mostraban inquietos e incómodos, reconsiderando su veredicto. Así pues, el general acabó su discurso de un modo rápido y algo brusco.
—Prisionera, ¿cómo te llamas? —instó en Común. Su voz, anormalmente alta, resonó en las montañas, que le devolvieron el eco.
—Mina —contestó la muchacha en un tono tan frío como las aguas enrojecidas del Thon-Thalas y con el mismo dejo a acero.
—¿Apellido? —preguntó—. Es para el acta.
—Mina es mi único nombre —contestó.
—Prisionera Mina —empezó severamente Konnal—, condujiste una fuerza armada a nuestro territorio sin motivo, ya que somos un pueblo amante de la paz. Como no existe una declaración de guerra formal entre nuestros países, se te considera una facinerosa, una malhechora, una asesina. En consecuencia, se te sentencia a muerte. ¿Tienes algo que alegar contra estos cargos?
—Sí —replicó la muchacha con adusta seriedad—. No vine aquí para luchar contra el pueblo qualinesti, sino a salvarlo.
Konnal soltó una risa seca e irritada.
—Sabemos muy bien que para los Caballeros de Neraka la palabra «salvación» es sinónimo de «conquista» y «opresión».
—Vine a salvar a vuestro pueblo —repitió Mina en tono quedo, suave—, y lo haré.
—Os está ridiculizando, general —susurró urgentemente Glauco al oído de Konnal—. ¡Acabad de una vez con esto!
Konnal no prestó atención a su consejero, salvo para hacer caso omiso de él y alejarse un paso.
—Una pregunta más, prisionera —continuó en tono solemne—. Responderla no te salvará de la muerte, pero las flechas podrían volar con más puntería y dar en el blanco a la primera si cooperas. ¿Cómo conseguiste atravesar el escudo?
—Os lo diré, y con mucho gusto —repuso Mina—. La mano del dios al que sirvo, la del único y verdadero dios del mundo y de todos sus pueblos, descendió del cielo y levantó el escudo para que yo y quienes me acompañaban pudiésemos entrar.
Un murmullo semejante a un viento helado que sopla inesperadamente en un día de verano se propagó de elfo a elfo, repitiendo sus palabras aunque no era necesario. Todos la habían oído claramente.
—¡Eso es una falacia, prisionera! —espetó Konnal, enfurecido—. Los dioses se marcharon para no volver.
—Os lo advertí —comentó Glauco con un suspiro. Dirigió a Mina una mirada inquieta—. ¡Ejecutadla! ¡Ya!
—No soy yo quien recurre a la falacia —intervino Mina—. No soy yo quien morirá hoy. No soy yo quien pagará con la vida. Oíd las palabras del dios único y verdadero. —Se volvió y miró directamente a Glauco.
»Intrigante ambicioso, coludiste con mis enemigos para robarme lo que es legítimamente mío. El castigo por traición es la muerte.
Mina alzó las manos al cielo. No había una sola nube, pero las manillas que ceñían sus muñecas se partieron como si les hubiese alcanzado un rayo y cayeron al suelo con gran ruido. Las cadenas que la retenían se fundieron, se disolvieron. Libre de las trabas de hierro, señaló a Glauco con el dedo, apuntando al corazón.
—¡Tu hechizo está roto! ¡La ilusión ha acabado! Ya no puedes ocultar tu cuerpo en el plano del encantamiento mientras tu alma se mueve dentro de otra forma. Deja que los elfos vean a su «salvador». Muéstrate como eres, Cyan Bloodbane.
Un vivísimo destello relampagueó en el pecho del elfo conocido como Glauco, que gritó de dolor e intentó desesperadamente aferrar el amuleto mágico, pero el cordón plateado del que colgaba en su cuello se había roto y, con él, el hechizo creado por el talismán.
Los elfos contemplaron una visión asombrosa. La forma de Glauco creció y creció de manera que en un segundo su cuerpo elfo se tornó inmenso, horrendo, contorsionado. Le brotaron alas. Escamas verdes crecieron por encima y por debajo de la boca, que se retorcía en un gesto de odio, y se extendieron por la nariz que se alargaba a ojos vista, así como las mandíbulas, de las que surgieron enormes colmillos; la veloz transformación impidió que fluyeran las horribles maldiciones que se formaban en su boca y en lugar de palabras expulsó vapores nocivos. Sus brazos y sus piernas se convirtieron en patas fuertes y musculosas, terminadas en afiladas garras. La inmensa cola se enroscó para azotar con la fuerza letal de un látigo gigantesco o la picadura de una serpiente al ataque.
—¡Cyan! —gritaron los elfos, aterrorizados—. ¡Es Cyan!
Nadie se movió. No podían. El miedo al dragón paralizaba sus miembros, sus corazones, los aferraba y los sacudía como haría un lobo con un conejo para romperle en espinazo.
Y, sin embargo, Cyan Bloodbane no se encontraba realmente entre ellos. Su alma y su cuerpo aún no se habían fusionado del todo. El dragón se hallaba en mitad de la transformación, vulnerable, y él lo sabía. Sólo se requerían unos segundos para lograr tal unión, pero tenía que disponer de esos preciosos instantes.
Se valió del miedo al dragón para ganar el tiempo que necesitaba, dejando indefensos a los elfos y consiguiendo que algunos se volvieran locos de miedo y desesperación. El general Konnal, aturdido por el insuperable horror de la destrucción que había desatado contra su propio pueblo, era como un hombre alcanzado por el rayo. Hizo un débil intento de desenvainar su espada, pero su mano derecha rehusó obedecer su orden.
Cyan hizo caso omiso de él. Se encargaría de ese despreciable gusano después. El dragón concentró su rabia y su ira sobre la única persona que representaba un verdadero peligro, la criatura que lo había desenmascarado. La que de algún modo se las había arreglado para romper el poderoso hechizo del amuleto, el cual había permitido que su cuerpo y su espíritu viviesen por separado, y que le fue entregado como regalo por su antiguo amo, el tristemente famoso hechicero Raistlin Majere.
Mina temblaba por el miedo al dragón. Ni siquiera su fe podía protegerla de él. Estaba desarmada, indefensa. Cyan aspiró su aliento venenoso, todavía débil al igual que lo eran aún sus poderosas mandíbulas. El gas letal inmovilizaría a esa patética humana y entonces sus mandíbulas serían lo bastante fuertes para arrancarle el corazón del pecho y descabezarla de un mordisco.
Silvan también había sucumbido al miedo al dragón; miedo, estupefacción, horror y una espantosa conclusión: Cyan Bloodbane, el dragón que había sido la maldición de su abuelo, era ahora la del nieto. Silvan se estremeció al pensar lo que habría llegado a hacer a instancias de Glauco si Mina no le hubiese abierto los ojos a la verdad.
¡Mina! Se volvió buscándola y la vio tambalearse, llevarse las manos a la garganta y desplomarse hacia atrás para quedar tendida en el suelo, inconsciente, a los pies del dragón, cuyas babeantes fauces se abrían de par en par.
El miedo por la joven, más fuerte y poderoso que el miedo al dragón, se apoderó de Silvan. El rey desenvainó la espada y saltó para plantarse protectoramente sobre ella, interponiendo su cuerpo entre la chica y la dentellada del reptil.
Cyan no habría querido que ese Caladon tuviese una muerte tan rápida. Había contemplado con ansiedad la perspectiva de atormentarlo durante años como había hecho con su abuelo. Era una verdadera lástima ver frustradas así sus esperanzas, pero no tenía remedio, Cyan exhaló su aliento ponzoñoso sobre el elfo.
Silvan tosió y sufrió arcadas. Los vapores le revolvían el estómago y sintió que se ahogaba en ellos. Debilitado, aún consiguió asestar una violenta estocada a la horrenda testa.
La hoja se hundió en la blanda carne debajo de la mandíbula y, aunque no causó verdadero daño, al dragón le dolió. Cyan echó la cabeza hacia atrás, con la espada todavía embebida en la herida, y arrancó el arma de la mano inerte de Silvan. Al sacudir la testa, el reptil salpicó sangre y la espada salió lanzada por el aire.
Cyan ya era un ser completo. Y poderoso. Estaba furioso y su odio hacia los elfos le hervía en las entrañas. Se proponía arrojar sobre ellos su veneno, contemplar cómo morían retorciéndose, asfixiándose. Extendió las alas y levantó el vuelo.
—¡Miradme! —bramó—. ¡Miradme, silvanestis! ¡Contemplad mi poderío y mi fuerza y contemplad vuestra propia perdición!
El general Konnal comprendió de repente todo el alcance del engaño de Glauco. Se había dejado embaucar por el dragón. Había sido el títere de Cyan Bloodbane tanto como el hombre al que él había despreciado: Lorac Caladon. En aquellos últimos instantes, Konnal vio la verdad. El escudo no los protegía; los estaba matando. Presa del espanto ante la idea del terrible mal que inconscientemente había acarreado a su pueblo, alzó la vista hacia el Dragón Verde que había sido su ruina. Abrió la boca para dar la orden de ataque pero, en ese momento, su corazón, rebosante de rabia y culpabilidad, estalló en su pecho. Se desplomó de bruces en el suelo.
Kiryn corrió hacia su tío, pero el general ya estaba muerto.
El dragón voló más y más alto, en círculos, batiendo el aire con sus inmensas alas, dejando que el miedo al dragón se apoderara de los elfos envolviéndolos como una niebla espesa, cegadora.
Silvan, cuya vista se nublaba más y más, se dejó caer en el suelo junto a Mina. Se sentía morir, pero aun así intentó proteger el cuerpo de la muchacha con el suyo.
—Mina —musitó, consciente de que serían las últimas palabras que pronunciaría—, te amo.
Se desplomó y todo fue oscuridad.
La muchacha oyó sus palabras y abrió los ojos ambarinos. Vio a Silvan tendido a su lado, con los ojos cerrados. No respiraba. Miró en derredor y divisó al dragón sobrevolando el campo de batalla, preparándose para lanzar su ataque. Los elfos estaban indefensos, paralizados por el miedo al dragón que se retorcía en sus entrañas y estrujaba sus corazones hasta dejarlos sin respiración, sin capacidad para moverse ni pensar en nada excepto la inminente y dolorosa muerte. Los arqueros elfos estaban de pie contemplando al reptil como hipnotizados, con las flechas encajadas y los arcos listos para disparar, pero sus manos temblorosas permanecían inertes en las cuerdas, sosteniendo el arma a duras penas.
Su general yacía muerto en el suelo.
Mina se inclinó sobre Silvanoshei y lo besó mientras musitaba:
—¡No puedes morir! ¡Te necesito!
Él empezó a respirar, pero no se movió.
—¡Los arqueros, Silvanoshei! —gritó—. ¡Ordénales que disparen! ¡Eres su rey, te obedecerán! —Lo sacudió—. ¡Silvanoshei!
El joven monarca rebulló y gimió, parpadeó levemente, pero a Mina se le acababa el tiempo. La muchacha se incorporó de un salto.
—¡Arqueros! —gritó en perfecto silvanesti—. ¡Sagasto! ¡Disparad!
Su estridente llamada penetró a través del miedo al dragón de un único arquero. El elfo no sabía quién había hablado, sólo oyó las palabras que parecían haber retumbado en su cerebro con la fuerza de un mazazo. Alzó el arco y apuntó al dragón.
—¡Sagasto! —gritó Mina—. ¡Matadlo! ¡Os ha traicionado!
Otro arquero oyó la orden y obedeció, y le siguió otro, y otro más. Dispararon las flechas y, al hacerlo, superaron el miedo al dragón que los había paralizado. Los elfos sólo veían ahora un enemigo, uno que podía morir, y cogieron prestamente flechas para encajarlas en sus arcos. Los primeros proyectiles disparados por dedos que seguían temblando no surcaron el aire con precisión, pero el blanco era tan inmenso que, por fuerza, hasta el peor disparo tendría que acertar, aunque quizá no donde se había apuntado. Dos flechas abrieron agujeros en las alas del reptil. Una acertó a dar en la ondeante cola, y otra golpeó las verdes escamas del tórax y salió rebotada para caer, sin haber causado daño, en el suelo.
Una vez superado el miedo al dragón, los elfos no caerían víctimas de él otra vez. Ahora los arqueros apuntaban hacia los puntos vulnerables del cuerpo del reptil, a la carne blanda que las escamas no cubrían, debajo de las patas delanteras, tan cerca del corazón. Apuntaron a las articulaciones donde las alas se unían al cuerpo. Apuntaron a los ojos.
Los otros elfos alzaron sus cabezas entonces. Unas docenas al principio y centenares después, se libraron del miedo al dragón y cogieron arcos y flechas, lanzas y venablos y se unieron a la batalla. Los gritos de terror se trocaron en otros de feroz exultación. Por fin eran capaces de enfrentarse al enemigo que había llevado la desesperación, la ruina y la muerte a su tierra y a sus compatriotas. El cielo se oscureció con flechas y con la sangre derramada del dragón.
Enloquecido por el dolor, Cyan Bloodbane cometió un error. No abandonó el combate. Podría haberse retirado, aun estando gravemente herido, y alejarse volando a una de sus muchas guaridas para curarse las lesiones. Pero no podía creer que aquellos seres patéticos, que habían estado sometidos a su voluntad durante tanto tiempo, fueran capaces de infligirle un daño mortal. Con un gran soplo de aliento venenoso los pondría en su sitio, acabaría con todos ellos.
Cyan inhaló y exhaló. Pero el aliento que debería haber sido una nube letal salió como un mero jadeo; el gas venenoso se redujo a poco más que una neblina que se disipó en la suave brisa. Su siguiente respiración sonó ronca y silbante; sintió flechas hincándose profundamente en sus entrañas, notó las afiladas puntas peligrosamente cerca del corazón, las sintió atravesándole los pulmones. Demasiado tarde, intentó abandonar la lucha, huir de sus verdugos. Sus alas rotas y desgarradas no retenían el aire; le era imposible mantener altura.
Cyan giró sobre sí mismo; estaba desplomándose y no podía detener la caída. Mientras se precipitaba al suelo, comprendió, en un instante de amarga desesperación, que sus últimos movimientos irregulares lo habían alejado del campo de batalla, donde su cuerpo, al estrellarse sobre los elfos, se habría llevado a muchos de sus enemigos con él. Se encontraba sobre el bosque.
Con un último y desafiante bramido de rabia, Cyan Bloodbane cayó sobre los árboles de Silvanesti, los mismos que había deformado y atormentado durante la pesadilla. Los árboles estaban esperando para recibirlo; álamos y robles, cipreses y pinos se erguían rectos, firmes, cual audaces piqueros. No se rompieron con su peso, sino que aguantaron sin ceder un ápice mientras su enemigo se estrellaba contra ellos. Los árboles atravesaron escamas, desgarraron carne, ensartaron las extremidades rotas. Los árboles de Silvanesti tomaron cumplida venganza.
Silvanoshei abrió los ojos y vio a Mina plantada protectoramente junto a él. Se incorporó a duras penas, aturdido y tambaleante, pero el malestar remitió por momentos. Mina contemplaba la batalla contra el dragón. Su semblante no reflejó emoción alguna cuando las flechas que estaban destinadas a traspasar su cuerpo se hundieron en el de su enemigo.
Silvan apenas reparó en el combate. Sólo era capaz de pensar en ella y de mirarla.
—Me devolviste a la vida —susurró, la voz enronquecida al tener la garganta en carne viva por el gas venenoso—. Estaba muerto. Sentí que mi alma se elevaba; vi mi propio cuerpo tendido en el suelo. Te vi darme un beso. ¡Me besaste y no pude dejarte! ¡Y por eso volví a vivir!
—El Único te devolvió la vida, Silvanoshei —repuso sosegadamente ella—. El Único tiene un designio para ti en esta vida.
—¡No, fuiste tú! —insistió el joven rey—. ¡Tú me diste vida! ¡Porque me amas! Ahora mi vida es tuya, Mina. Mi vida y mi corazón.
La muchacha sonrió, pero seguía pendiente de la batalla.
—Mira allí, Silvanoshei —señaló—. Hoy has derrotado a tu más terrible enemigo, Cyan Bloodbane, que te puso en el trono creyéndote débil como tu abuelo. Has demostrado que estaba equivocado.
—La victoria te la debemos a ti, Mina —manifestó, exultante—. Tú diste la orden de disparar. Oí tu voz a través de la oscuridad.
—Todavía no hemos alcanzado la victoria —dijo ella, y su mirada era ausente, abstraída—. Aún no. No ha terminado. Tu pueblo continúa en peligro, un peligro mortal. Cyan Bloodbane morirá, pero el escudo que levantó sobre vosotros sigue activo.
Silvan apenas podía oír su voz con los vítores de los suyos y los furiosos rugidos del dragón mortalmente herido. Rodeó la cintura de la joven con su brazo y la atrajo hacia sí para oírla mejor.
—Repítelo, Mina. Dime otra vez lo que me contaste antes sobre el escudo.
—No hay nada nuevo que añadir a lo que ya sabías. Cyan Bloodbane utilizaba el miedo que los elfos tienen al mundo en su contra. Imaginan que el escudo los protege cuando, en realidad, los está matando. La magia del escudo se nutre de la fuerza vital de tu gente para mantenerse vivo a su vez. Mientras siga activo, tu pueblo morirá lentamente hasta que al final no quede nadie. De ese modo Cyan Bloodbane se proponía destruiros a todos, disfrutando cada instante y riéndose porque los silvanestis se creían a salvo y protegidos cuando, en realidad, eran los artífices de su propia destrucción.
—Si eso es cierto, el escudo debe ser derribado —manifestó Silvan—. Pero dudo que ni siquiera nuestros hechiceros más poderosos sean capaces de anular su potente magia.
—No necesitas hechiceros, Silvan. Eres el nieto de Lorac Caladon. Puedes poner fin a lo que empezó tu abuelo. Tienes el poder de echar abajo el escudo. Ven conmigo. —Mina le tendió la mano—. Te enseñaré lo que tienes que hacer.
Silvan agarró la mano fina y pequeña de la muchacha, se acercó a ella y buscó sus ojos. Se vio a sí mismo, reluciendo entre el ámbar.
—Tienes que besarme —dijo Mina y le ofreció los labios.
Silvan obedeció prestamente. Su boca se unió a la de ella y saboreó la dulzura que tanto ansiaba.
No muy lejos, Kiryn montaba guardia junto al cadáver de su tío. Había visto caer a Silvanoshei y supo que su primo estaba muerto, ya que nadie sobrevivía al aliento letal del dragón. Kiryn lloró la muerte de ambos, la de su primo y la de su tío. Los dos se habían dejado engañar por Glauco y lo habían pagado. Kiryn se había arrodillado al lado de su tío parar esperar la muerte, a que el dragón acabara con todos ellos.
Entonces presenció, estupefacto, que la joven humana, Mina, levantaba la cabeza y se sentaba. Estaba fuerte, alerta, y el veneno no parecía haberla afectado. Bajó la vista hacia Silvanoshei, tendido a su lado; ella le besó los exánimes labios y, para sorpresa de Kiryn, su primo volvió a respirar.
Kiryn vio a Mina actuar para sacar del desaliento a los arqueros elfos. Oyó su voz, gritando la orden de disparar en el idioma elfo. Vio cómo su gente se agrupaba, recobraba el ánimo; los vio combatir con su enemigo. Vio morir al dragón.
Lo contempló todo con infinita alegría, una alegría que le saltó las lágrimas, pero a la vez experimentó una sensación de incertidumbre.
¿Por qué había hecho eso la humana? ¿Qué motivos tenía? ¿Por qué había dirigido a su ejército para matar elfos un día y, al siguiente, actuaba para salvarlos?
Fue testigo del beso entre Silvan y ella. Kiryn habría querido correr hacia allí y arrancar a su primo de los brazos de la chica. Deseaba sacudirlo, hacer que recobrara algo de sensatez. Pero Silvan no lo escucharía.
«¿Y por qué iba a hacerme caso?», pensó.
Él mismo se sentía desconcertado, aturdido por los asombrosos acontecimientos del día. ¿Por qué iba a escuchar Silvan sus palabras de advertencia cuando la única prueba que podía ofrecer de su veracidad era una oscura sombra que pasaba por su alma cada vez que miraba a Mina? Kiryn se volvió de espaldas a la pareja. Se agachó y cerró los ojos de su tío con suavidad. Su deber, como sobrino de Konnal, era para con los muertos.
—Acompáñame, Silvan —instó Mina, moviendo suavemente sus labios contra la mejilla del elfo—. Hazlo por tu pueblo.
—Lo hago por ti, Mina —susurró Silvan; cerró los ojos y puso sus labios en los de ella.
Su beso era miel pero, aun así, lo hirió. Bebió de la dulzura y se encogió por el lacerante dolor. Mina lo arrastró a la oscuridad, una negrura semejante a la noche de la tormenta. Su beso fue como el rayo que lo cegó y lo arrojó rodando por el precipicio, y él no pudo detener la caída. Se estrelló contra las rocas, sintió sus huesos rompiéndose, su cuerpo magullado y dolorido. El dolor era atroz y, a la vez, el éxtasis. Deseaba tanto que terminara que habría acogido de buen grado la muerte, y al mismo tiempo ansiaba que el dolor durara por siempre jamás.
Los labios de Mina se apartaron de los suyos; el hechizo se rompió.
Como si hubiese vuelto de entre los muertos, Silvan abrió los ojos y se maravilló de ver el sol, el sol rojo intenso del crepúsculo. Y, sin embargo, había sido poco después del mediodía cuando se besaron. Al parecer habían transcurrido horas, pero ¿en qué se le habían ido? Perdido en ella, olvidado en ella. Alrededor todo era silencio. El dragón había desaparecido y las tropas no se veían por ningún lado. Su primo tampoco estaba. Poco a poco, Silvan se dio cuenta de que ya no se encontraba en el campo de batalla, sino en un jardín; un jardín que reconoció vagamente a la menguante luz del ocaso.
«Conozco este sitio —pensó, aturdido—. Me resulta familiar, pero ¿dónde estoy? ¿Y cómo he llegado aquí? ¡Mina!» Durante un instante fue presa del pánico al creer que la había perdido.
Sintió la mano de ella cerrarse sobre la suya y suspiró profundamente mientras la asía con fuerza.
«Estoy en los Jardines de Astarin —comprendió—. El parque de palacio, el que veo desde la ventana de mi habitación. Vine aquí una vez y lo odié. Este sitio me ponía carne de gallina. Allí hay una planta muerta. Y otra y otra. Un árbol se está muriendo ahora mismo, ante mis propios ojos, sus hojas se enroscan y se retuercen como si sufrieran un gran dolor, se ponen grises y caen. La única razón de que queden plantas vivas aquí es porque los jardineros y los moldeadores de árboles reemplazan las muertas por otras vivas de sus propios jardines. Aunque traer algo vivo a este sitio es sentenciarlo a muerte.
»Sólo un árbol sobrevive en el jardín, en su mismo centro, el que llaman Árbol Escudo, porque en un tiempo lo rodeaba un escudo luminoso que nada podía penetrar. Glauco afirmaba que la magia del árbol mantenía activo el escudo. Y así es, pero sus raíces no se alimentan de la tierra, sino que están arraigadas en los corazones de todos los elfos de Silvanesti.»
Sintió las raíces del árbol enroscándose dentro de él.
Cogido de la mano de Mina, Silvanoshei condujo a la joven a través del moribundo jardín hasta el árbol que crecía en su centro. El Árbol Escudo estaba vivo, crecía con fuerza, tenía las hojas verdes y saludables; verdes como las escamas del dragón. El tronco era de un color rojo intenso y parecía rezumar sangre. Sus ramas se contorsionaban y se retorcían como serpientes.
«Tengo que arrancar el árbol de raíz. Soy el nieto de Lorac. He de desarraigar sus raíces de los corazones de mis súbditos y así los liberaré. Empero, la idea de tocar esa cosa maligna me repugna. Encontraré un hacha y lo talaré.»
Aunque lo cortases cien veces —susurró una voz en su mente—, cien veces volvería a crecer.
«Morirá, ahora que Cyan Bloodbane ha muerto. Era él quien lo mantenía vivo.»
No. Eres tú el que lo hace medrar. —Mina no pronunció palabra, pero puso la mano sobre el corazón del rey—. Tú y tu pueblo. ¿Es que no sientes sus raíces enroscándose y retorciéndose dentro de ti, absorbiendo tu energía, robándote la fuerza vital?
Silvan sentía algo estrujándole el corazón, pero no sabía discernir si era la maldad del árbol o el contacto con la mano de Mina.
Se la llevó a los labios y la besó. Dejó a la joven en el sendero, entre las plantas moribundas, y se encaminó hacia el árbol vivo. Éste percibió el peligro. Los zarcillos de unas enredaderas grises empezaron a enroscarse en los tobillos del monarca; ramas muertas cayeron sobre él golpeándolo en la espalda y en un hombro. Silvan pisoteó los zarcillos y aparcó bruscamente las ramas.
Al aproximarse al árbol sintió la debilidad, que aumentaba cuanto más cerca se encontraba. El árbol se proponía matarlo al igual que había hecho con tantos otros antes. Su savia corría roja merced a la sangre de su pueblo. Cada una de las hojas brillantes era el alma de un elfo asesinado.
El árbol era alto, pero tenía el tronco largo y fino. Silvan podía rodearlo con sus manos sin dificultad. El joven monarca se encontraba débil y tembloroso por los efectos secundarios del veneno, y se preguntó si tendría fuerza suficiente para arrancarlo de la tierra.
La tienes. Sólo tú.
Silvan cerró las manos alrededor del tronco; éste se retorció a su contacto cual una serpiente, y el elfo se estremeció por la horrible sensación. Lo soltó y retrocedió un paso.
«Si el escudo cae —pensó, asaltado de repente por la duda—, nuestro país quedará desprotegido.»
La nación silvanesti ha resistido orgullosamente durante siglos y siglos protegida por el valor y la destreza de sus guerreros. Esos días de gloria volverán; esos días en los que el mundo respetaba a los elfos, los honraba y temía. Serás rey de una nación poderosa, de un pueblo poderoso.
«Seré rey —se repitió Silvan a sí mismo—. Ella me verá majestuoso e imponente y me amará.»
Plantó firmemente los pies en el suelo, aferró el escurridizo tronco con resolución y, sacando fuerzas de su entusiasmo, su amor, su ambición, sus sueños, propinó un enérgico tirón.
Con un seco chasquido, se desprendió una única raíz. Quizás era la que estaba arraigada en su propio corazón porque, al soltarse, su fuerza y su voluntad se incrementaron. Tiró y tiró con ahínco; los músculos de sus hombros estaban tirantes por la enorme tensión. Sintió que más raíces cedían y redobló sus esfuerzos.
—¡Por Mina! —dijo entre dientes.
Las raíces cedieron tan repentinamente que Silvan cayó hacia atrás y el árbol se desplomó encima de él. El joven elfo no estaba herido, pero no podía ver nada a causa de las hojas y las ramas que lo tapaban.
Furioso, sintiéndose como un estúpido, salió arrastrándose de debajo del árbol. Encendido el rostro por la sensación de triunfo y también de vergüenza, se limpió la tierra y el barro de las manos.
El sol brillaba caliente sobre su cara. Silvan alzó la vista y vio el astro refulgir con un intenso color rojo. Ningún velo translúcido enturbiaba sus rayos; ningún halo rielante filtraba su luz. Descubrió que no podía mirarlo directamente, ni siquiera en ningún punto próximo al ardiente orbe. Le hacía daño en los ojos. Parpadeó para librarse de las lágrimas; todo cuanto veía era un punto negro: la imagen del astro grabada todavía en sus retinas.
—¡Mina! —llamó mientras entrecerraba los párpados, intentando localizarla—. ¡Mina, Mina! Tu dios tenía razón. ¡El escudo ha caído!
Silvan salió al sendero dando traspiés, ya que todavía no veía con claridad.
—¿Mina? —gritó—. ¡Mina!
Silvan la llamó una y otra vez. Lo estuvo haciendo hasta mucho después de que el sol se hubiese metido, mucho después de que oscureciera. Gritó su nombre hasta quedarse sin voz, y después lo susurró.
—¡Mina!
No hubo respuesta.