El día siguiente de la batalla, Mina salió de la tienda con intención de hacer cola con los otros soldados que esperaban la comida. Al punto se vio rodeada por multitud de soldados y seguidores del ejército que querían tocarla para que les diese buena suerte o que deseaban ser tocados por la muchacha. Los soldados se mostraban respetuosos, casi sobrecogidos en su presencia. Mina habló con cada uno de ellos, siempre en nombre del único y verdadero dios. Pero el agolpamiento de hombres, mujeres y niños era abrumador y al ver que Mina estaba a punto de desplomarse por el agotamiento, sus caballeros, con Galdar a la cabeza, ahuyentaron a la gente. La joven regresó a la tienda; los caballeros se quedaron a guardar su reposo y el minotauro le llevó comida y bebida.
Al otro día, Mina celebró una audiencia formal. Galdar ordenó a los soldados que formaran en filas y la muchacha pasó entre ellos, dirigiéndose a muchos por su nombre y refiriéndose a su valentía en la batalla. Se marcharon encandilados, con el nombre de la joven en sus labios.
Tras pasar revista, visitó las tiendas de los místicos oscuros. Sus caballeros habían propagado la historia de cómo había devuelto el brazo a Galdar. Milagros de curaciones de ese tipo habían sido algo corriente antaño, en la Cuarta Era, pero no en la actualidad.
Los místicos de los Caballeros de Neraka, sanadores que habían robado los conocimientos de la curación de la Ciudadela de la Luz, habían sido capaces, años atrás, de realizar milagros curativos que rivalizaban con los que los propios dioses habían concedido a algunos mortales en la Cuarta Era. Pero, recientemente, los sanadores habían notado que empezaban a perder parte de sus poderes místicos. Todavía podían curar, pero hasta los conjuros más sencillos los dejaban exhaustos, casi a punto de desplomarse.
Nadie se explicaba esa extraña y grave circunstancia. Al principio, los sanadores culpaban a los místicos de la Ciudadela de la Luz, afirmando que habían encontrado un modo de impedir que los Caballeros de Neraka curaran a sus soldados. Pero muy pronto les llegaron informes de sus espías en la Ciudadela de que los místicos de Schallsea y otras poblaciones por todo Ansalon se enfrentaban al mismo fenómeno. También ellos buscaban respuestas pero, hasta el momento, en vano.
Abrumados por el gran número de heridos, obligados a conservar su energía, los sanadores prestaron auxilio a lord Aceñas y a su estado mayor en primer lugar, ya que el ejército necesitaba a sus oficiales superiores. Incluso entonces, no estuvo en sus manos hacer nada con las heridas graves; no podían devolver miembros amputados ni cortar hemorragias internas ni arreglar un cráneo partido.
Los ojos de los heridos se prendieron en Mina en el instante en que entró en la tienda de los sanadores. Incluso los que no veían por tener los ojos cubiertos con vendajes ensangrentados, volvieron su mirada ciega, instintivamente, en su dirección del mismo modo que buscaría el sol una planta que languidece en la sombra.
Los sanadores no interrumpieron su trabajo y simularon no haber advertido la aparición de Mina. Uno hizo un alto, sin embargo, para alzar la vista. Parecía a punto de ordenarle que se marchara, pero entonces vio a Galdar, que se encontraba detrás de ella y que había puesto la mano sobre la empuñadura de la espada.
—Estamos ocupados. ¿Qué quieres? —demandó groseramente el hombre.
—Ayudar —contestó Mina. Sus iris ambarinos recorrieron rápidamente la tienda—. ¿Qué es esa zona de ahí atrás, la que habéis separado con mantas?
El sanador miró de soslayo en aquella dirección. Se oían gemidos y lamentos detrás de las mantas que se habían colgado precipitadamente al extremo de la larga tienda.
—Los moribundos —respondió en tono frío, despreocupado—. No podemos hacer nada por ellos.
—¿No les dais nada para el dolor? —preguntó Mina.
—Ya no son de utilidad. —El sanador se encogió de hombros—. Andamos escasos de suministros, y los que hay son para los que tienen oportunidad de volver a la batalla.
—Supongo, entonces, que no os importará si les rezo mis plegarias.
El individuo resopló con desdén.
—No faltaba más. Ve a «orar» por ellos. Estoy seguro de que lo agradecerán.
—Sin duda lo harán —dijo gravemente la muchacha.
Se dirigió al fondo de la tienda, pasando ante hileras de camastros donde yacían los heridos. Muchos extendían las manos en su dirección o pronunciaban su nombre para que se fijase en ellos. Mina les sonrió y prometió regresar. Al llegar frente a las mantas detrás de las cuales yacían los moribundos, la muchacha las apartó, pasó y las dejó caer tras de sí.
Galdar se situó delante de las mantas, con la mano en la empuñadura de la espada y sin perder de vista a los sanadores. Simulaban ostentosamente no prestar atención, pero echaban ojeadas de soslayo hacia la zona aislada y después intercambiaban miradas.
El minotauro prestó oídos a lo que ocurría a su espalda. Se olía la peste de la muerte. Una rápida ojeada entre las mantas le bastó para ver a siete hombres y dos mujeres. Algunos yacían en catres, pero otros seguían tendidos sobre las toscas parihuelas en las que los habían transportado desde el campo de batalla. Sus heridas eran espantosas, al menos eso le pareció al minotauro en el rápido vistazo: carne abierta en tajos, órganos y huesos al aire. La sangre goteaba en el suelo y formaba charcos horripilantes. Un hombre tenía los intestinos desparramados como una grotesca sarta de salchichas. A una de las mujeres le faltaba la mitad de la cara, y el globo ocular le colgaba horriblemente por debajo de un vendaje empapado de sangre.
Mina se acercó al primero de los moribundos, la mujer que había perdido la cara. Tenía el otro ojo cerrado y su respiración era trabajosa. Parecía haber empezado ya el largo viaje. Mina puso la mano sobre la espantosa herida.
—Te vi combatir en la batalla, Durya —musitó la muchacha—. Luchaste con valentía, resististe con firmeza aunque los que estaban alrededor se batieron en retirada, presas del pánico. Debes suspender tu viaje, Durya. El único dios te necesita.
La respiración de la mujer se hizo más reposada. Su rostro destrozado se giró lentamente hacia Mina, que se inclinó y la besó.
Galdar oyó murmullos a su espalda y se volvió rápidamente. En la tienda de los sanadores reinaba un profundo silencio. Todos habían oído las palabras de Mina. Los sanadores ya no fingían que trabajaban. Todo el mundo observaba, esperaba.
El minotauro sintió el roce de una mano en el hombro. Pensando que era Mina, se volvió. En cambio vio a la mujer, Durya, que un momento antes yacía, a punto de expirar. Su rostro seguía cubierto de sangre y persistía una terrible cicatriz, pero la carne estaba intacta y el ojo había vuelto a su lugar. Dio un paso, sonrió, e inhaló trémulamente.
—Mina me trajo de vuelta —dijo en tono asombrado, reverencial—. Me trajo de vuelta para servirla. Y lo haré. Hasta el fin de mis días.
Emocionada, con el rostro radiante, Durya salió de la tienda. Los heridos aclamaron y empezaron a repetir el nombre de Mina una y otra vez en tanto que los sanadores seguían a Durya con la vista, estupefactos, sin dar crédito a sus ojos.
—¿Qué está haciendo ahí? —demandó uno de ellos mientras intentaba entrar.
—Rezando —repuso hoscamente Galdar, que le cerró el paso—. Le diste permiso, ¿lo recuerdas?
El sanador se puso rojo de ira y se marchó precipitadamente. Galdar vio que se dirigía hacia la tienda del comandante.
—Sí, ve y cuéntale a lord Aceñas lo que has visto —musitó entre dientes el minotauro, jubiloso—. Cuéntaselo y empuja un poco más la espina que tiene enconada en el pecho.
Mina curó a todos y cada uno de los moribundos. Sanó al jefe de garra que había recibido una lanza en el vientre. Al soldado de infantería al que habían machacado los cascos de un caballo de batalla. Uno tras otro, los moribundos se levantaron de sus catres y se unieron a las aclamaciones de los otros heridos. La alababan y la bendecían, pero Mina desestimaba sus muestras de agradecimiento.
—Dad las gracias y ofreced vuestra lealtad al único dios verdadero —les decía—. Es su poder el que os ha curado.
Ciertamente parecía que contaba con ayuda divina, pues no se cansó ni le fallaron las fuerzas por muchos heridos que trató. Y fueron muchísimos. Cuando acabó de ayudar a los moribundos, pasó de un herido a otro poniendo sus manos sobre ellos, besándolos, alabando sus hazañas en la batalla.
—El poder de curación no viene de mí —les decía—. Viene del dios que ha vuelto para cuidar de vosotros.
A media noche, la tienda de los sanadores se había quedado vacía.
Siguiendo las órdenes de lord Aceñas, los místicos oscuros vigilaron de cerca a Mina para intentar descubrir su secreto y así desacreditarla, denunciándola como charlatana. Afirmaban que debía de recurrir a trucos o a la prestidigitación. Pincharon con alfileres miembros que había recompuesto con el propósito de demostrar que eran simples ilusiones, con el único resultado de ver fluir sangre de verdad. Le enviaron pacientes aquejados de terribles enfermedades contagiosas y a los que los propios sanadores tenían miedo de acercarse. Mina se sentó junto a los dolientes, impuso sus manos sobre las llagas y pústulas supuratorias y los exhortó a curarse en nombre del único dios, con éxito.
Los canosos veteranos susurraban que era como los clérigos de antaño, a quienes los dioses otorgaban poderes maravillosos. Aquellos clérigos, decían, habían sido capaces incluso de hacer volver a la vida a los muertos. Sin embargo, Mina no podía o no quería realizar esa clase de milagro. Los fallecidos recibían una atención especial por su parte, pero no les devolvía la vida a pesar de que se le suplicaba a menudo que lo hiciese.
—Hemos venido a este mundo a servir al único dios verdadero —manifestaba—. Del mismo modo que le servimos en este mundo, también los muertos realizan un servicio importante en el siguiente. Sería una equivocación traerlos de vuelta.
Siguiendo sus órdenes, los soldados habían llevado los cadáveres del campo de batalla —tanto de compañeros como de enemigos— y los habían colocado en largas hileras sobre la hierba ensangrentada. Mina se arrodilló al lado de cada uno de ellos, rezó sin tener en cuenta en qué bando había combatido, y encomendó su espíritu al dios anónimo. Después mandó enterrarlos en una fosa común.
Tanto insistió Galdar que, al tercer día de la batalla, Mina celebró un consejo con los mandos de los Caballeros de Neraka. En el grupo se encontraban casi todos los oficiales que antes habían estado bajo las órdenes de lord Aceñas y que, como un solo hombre, pidieron a Mina que se hiciese cargo del asedio de Sanction para que los condujese a lo que sin duda habría de ser una victoria rotunda sobre los solámnicos.
Mina rechazó sus súplicas.
—¿Por qué? —demandó el minotauro aquella mañana, la del quinto día, cuando la joven y él se encontraron a solas. Se sentía frustrado por su negativa—. ¿Por qué no lanzas el ataque? ¡Si conquistas Sanction, lord Aceñas no podrá tocarte! ¡No tendrá más remedio que reconocerte como uno de sus más valiosos oficiales!
Mina se hallaba sentada a una mesa grande que había ordenado instalar en su tienda. Sobre el tablero aparecían extendidos mapas de Ansalon. La joven había estudiado aquellos mapas todos los días; mientras los examinaba, sus labios se movían pronunciando para sus adentros los nombres de ciudades, villas y pueblos a fin de memorizar su ubicación. Interrumpió su trabajo para alzar la vista hacia el minotauro.
—¿Qué temes, Galdar? —preguntó en tono afable.
El minotauro frunció el entrecejo, y la piel por encima del hocico se arrugó en profundos pliegues.
—Mi temor es por ti, Mina. Quienes representan una amenaza para Targonne acaban desapareciendo. Nadie está a salvo con él. Ni siquiera nuestra anterior cabecilla, Mirielle Abrena. Se corrió la voz de que había muerto tras ingerir carne en mal estado, pero todo el mundo sabe la verdad.
—¿Y cuál es esa verdad? —inquirió la muchacha con aire abstraído. De nuevo examinaba los mapas.
—Que él ordenó que la envenenaran, por supuesto. Pregúntaselo directamente si alguna vez tienes ocasión de conocerlo. No lo negará.
—Mirielle es afortunada —suspiró Mina—. Está con su dios. Aunque la Visión que proclamaba era falsa, ahora conoce la verdad. Ha sido castigada por su presunción y ahora lleva a cabo grandes gestas en nombre del que no puede nombrarse. —Mina alzó de nuevo la mirada de los mapas—. En cuanto a Targonne, sirve al Único en este mundo, de modo que, por el momento, se le permitirá permanecer en él.
—¿Targonne? —Galdar soltó un sonoro resoplido—. Y tanto que sirve a un dios: el dinero.
Mina sonrió para sus adentros.
—No he dicho que Targonne sepa que está sirviendo al Único, Galdar. Pero lo hace. Ésa es la razón por la que no atacaré Sanction. Serán otros quienes disputen esa batalla. Sanction no nos incumbe a nosotros. Estamos llamados a una gloria mayor.
—¿Una gloria mayor? —El minotauro no salía de su asombro—. ¡No sabes lo que dices, Mina! ¿Qué mayor gloria puede haber que la conquista de Sanction? ¡Entonces la gente sabría que los Caballeros de Neraka son de nuevo una fuerza poderosa en este mundo!
La muchacha trazó una línea en el mapa con el dedo; una línea que se detuvo cerca de la parte sur.
—¿Y qué me dices de conquistar el gran reino elfo Silvanesti?
—¡Ja, ja! —El minotauro rió a mandíbula batiente—. Ahí me has pillado, Mina. Lo admito, sí, eso sería una magnífica victoria. Y también sería magnífico ver caer la luna del cielo a mi plato de desayuno, lo cual es tan probable que ocurra como lo primero.
—Lo verás, Galdar —dijo quedamente la joven—. Ven a informarme tan pronto como llegue el mensajero. Ah, otra cosa, Galdar...
—¿Sí, Mina? —El minotauro, que se había vuelto para marcharse, se detuvo.
—Ten cuidado —le advirtió. Sus iris ambarinos lo traspasaron como si fuesen puntas de flecha—. Tus mofas ofenden al Único. No vuelvas a cometer ese error.
Galdar sintió un intenso dolor en el brazo derecho; los dedos se le quedaron dormidos.
—Sí, Mina —murmuró. Salió de la tienda mientras se frotaba el brazo y dejó a la muchacha enfrascada en el mapa.
Galdar calculó que uno de los lacayos de Aceñas tardaría dos días en cabalgar hasta el cuartel general de los caballeros, en Jelek, otro para informar al Señor de la Noche Targonne, y dos más para el viaje de vuelta. Deberían tener alguna noticia ese día. Después de dejar la tienda de Mina, el minotauro deambuló por las inmediaciones del campamento, vigilando la calzada para ver llegar al jinete.
No estaba solo. El capitán Samuval y su compañía de arqueros se encontraban allí, así como muchos de los soldados al mando de Aceñas. Tenían prestas las armas. Habían jurado entre ellos que detendrían a cualquiera que intentase arrebatarles a Mina.
Todos los ojos permanecían fijos en el camino. Los piquetes que se suponía debían vigilar Sanction no dejaban de echar ojeadas en su dirección en lugar de mirar al frente, hacia la ciudad asediada. Lord Aceñas, que había hecho una incursión experimental fuera de su tienda tras la batalla y tuvo que regresar al interior rápidamente para esquivar una andanada de boñigas de caballo acompañada de abucheos y rechiflas, apartó las solapas de lona para otear con impaciencia la calzada, convencido en todo momento de que Targonne acudiría en ayuda de su comandante enviando tropas de apoyo para aplastar el motín.
Los únicos ojos en todo el campamento que no se volvieron hacia el camino fueron los de Mina. La muchacha permaneció en su tienda, absorta en su estudio de los mapas.
—¿Y ésa es la razón que dio para no atacar Sanction? ¿Que vamos a atacar Silvanesti? —comentó el capitán Samuval con Galdar mientras los dos seguían plantados junto a la calzada, esperando la llegada del mensajero. El capitán frunció el entrecejo—. ¡Qué disparate! No será que tiene miedo, ¿verdad?
Galdar se puso furioso y llevó la mano a la empuñadura de la espada, que desenvainó a medias.
—¡Debería cortarte la lengua por decir tal cosa! ¡La viste cabalgar sola contra la primera línea enemiga! ¿Dónde estaba su miedo entonces?
—Tranquilo, minotauro —dijo Samuval—. Guarda tu espada. No era mi intención faltarle al respeto. Sabes tan bien como yo que cuando la sangre hierve durante la batalla un hombre se cree invencible y realiza hazañas que jamás soñaría llevar a cabo en otro momento. Sería lógico que estuviese un poco asustada, ahora que ha tenido tiempo para asimilar la situación y darse cuenta de la enormidad de la tarea.
—No está asustada —gruñó Galdar mientras envainaba el arma—. ¿Cómo puede albergar miedo alguien que habla de la muerte con una expresión nostálgica e impaciente en los ojos, como si fuera a correr para abrazarla si pudiera, pero se ve obligada a seguir viviendo en contra de su deseo?
—Una persona puede sentir miedo de muchas cosas aparte de la muerte —arguyo Samuval—. Del fracaso, por ejemplo. Quizá teme que si conduce a sus fervientes seguidores a la batalla y falla, se vuelvan contra ella, como hicieron con lord Aceñas.
Galdar giró la astada cabeza para mirar hacia atrás, al lugar donde se encontraba la tienda de Mina, aislada, sobre una pequeña elevación, con el ensangrentado estandarte colgando delante. La tienda se hallaba rodeada de gente que aguardaba en silenciosa vigilia, confiando en verla fugazmente u oír su voz.
—¿La abandonarías ahora, capitán? —inquirió Galdar.
Samuval siguió la mirada del minotauro.
—No, no lo haría —contestó al cabo—. Y no sé por qué. Quizá me ha embrujado.
—Yo te diré la razón —manifestó el minotauro—. Es porque nos ofrece algo en que creer. Algo aparte de nosotros mismos. Me mofé de ese algo hace un rato —añadió humildemente mientras se frotaba el brazo, en el que todavía sentía un desagradable hormigueo—. Y lamento haberlo hecho.
Sonó un toque de trompeta. Los piquetes apostados en la entrada del valle anunciaban así al campamento que el esperado correo se aproximaba. Todos dejaron lo que tenían entre manos, aguzaron el oído y estiraron el cuello para ver mejor. Una gran multitud obstruía la calzada, y se apartó a los lados para dejar paso al mensajero, que llegaba a galope tendido. Galdar se apresuró a llevar la noticia a Mina.
Lord Aceñas salió de su tienda de mando en el mismo momento en que la muchacha abandonaba la suya. Seguro de que el jinete era mensajero de la ira de Targonne y de la promesa de una fuerza de caballeros armados para prender y ejecutar a la impostora, el comandante asestó una mirada feroz y triunfal a Mina. No le cabía duda de que su caída era inminente.
La muchacha ni siquiera le dirigió una ojeada; se limitó a quedarse fuera de su tienda, a la espera del desarrollo de los acontecimientos con impasible calma, como si supiera de antemano el desenlace.
El correo bajó del caballo y contempló con sorpresa a la multitud reunida alrededor de la tienda de Mina; se alarmó al reparar en que lo observaban con aire amenazador y torvo. No dejó de echar vistazos a su espalda mientras se acercaba para entregar un estuche de pergaminos a lord Aceñas. Los seguidores de Mina no le quitaron ojo de encima ni apartaron las manos de las empuñaduras de sus espadas.
Lord Aceñas arrebató el estuche de la mano del correo. Tan seguro estaba del contenido que no se molestó en retirarse al interior de su tienda para leerlo. Abrió el estuche de cuero, sencillo y sin adornos, sacó la misiva, rompió el sello y desenrolló el pergamino con un movimiento brusco. Incluso había cogido aire para anunciar el arresto de la advenediza.
Soltó el aire con un sonido silbante, como el de una vejiga de cerdo al romperse. Su rostro se tornó pálido y después, ceniciento. Brotaron gotitas de sudor en su frente; se pasó la lengua por los labios varias veces. Luego, arrugó la misiva y, tanteando como un ciego, manoseó las solapas de lona en un vano intento de abrirlas. Un asistente se adelantó para ayudarlo, pero lord Aceñas lo apartó de un empellón a la par que soltaba un gruñido salvaje y entraba en la tienda, cerrando tras de sí y atando las solapas.
El mensajero se volvió hacia la multitud.
—Busco a la jefe de garra llamada «Mina» —anunció en voz alta.
—¿Qué quieres de ella? —bramó un gigantesco minotauro que se adelantó entre la muchedumbre y se plantó ante el correo, desafiante.
—Traigo órdenes para ella del Señor de la Noche Targonne —repuso el mensajero.
—Dejadlo pasar —instó Mina.
El minotauro actuó como escolta del jinete y la multitud que le cerraba el paso se apartó y abrió un hueco que conducía desde la tienda de lord Aceñas hacia la de la muchacha.
El mensajero recorrió el paso jalonado de soldados, todos con las armas a mano y observándolo con aire poco amistoso. El hombre mantuvo la vista al frente, aunque no le resultaba nada cómodo puesto que miraba directamente los hombros, la espalda y el grueso cuello del enorme minotauro, pero siguió adelante, consciente de su deber.
—Se me envía a buscar a una dama oficial llamada Mina —repitió el correo, que puso énfasis en el título. Miró de hito en hito, un tanto desconcertado, a la muchacha que tenía ante sí—. ¡Pero si eres poco más que una niña!
—Una niña de la guerra. De la batalla. De la muerte. Soy Mina —contestó ella, y no hubo duda en su aire de autoridad, en el sosegado conocimiento del mando que ejercía.
El mensajero saludó con una inclinación de cabeza y le tendió otro estuche de pergaminos. Éste iba forrado en elegante cuero negro, con el sello de la calavera y el lirio de la muerte repujado en plata. Mina lo abrió y sacó el pergamino. Se hizo un profundo silencio, como si la multitud contuviese la respiración. El correo miró en derredor, cada vez más sorprendido. Posteriormente informaría a Targonne que se había sentido como si se hallase dentro de un templo, no en un campamento militar.
La muchacha leyó la misiva, manteniendo el rostro inexpresivo. Cuando terminó, se la tendió a Galdar. El minotauro la leyó a su vez y se quedó tan boquiabierto que dejó a la vista los dientes e incluso la lengua. Releyó el mensaje y después dirigió su mirada estupefacta hacia la joven.
—Perdóname, Mina —dijo en tono quedo mientras le devolvía el pergamino.
—No me pidas perdón a mí, Galdar —repuso ella—. No es de mí de quien dudaste.
—¿Qué dice el mensaje, Galdar? —demandó, impaciente, el capitán Samuval, y la muchedumbre se hizo eco de su pregunta.
Mina alzó la mano y los soldados obedecieron al instante su callada orden. Volvió a caer sobre ellos el profundo silencio que recordaba el de un templo.
—Tengo órdenes de marchar hacia el sur, invadir, tomar y ocupar el reino elfo de Silvanesti.
Un retumbo apagado y furioso, como el de un trueno lejano anunciando la tormenta, resonó en las gargantas de los soldados.
—¡No! —gritaron varios, indignados—. ¡No pueden hacer esto! ¡Ven con nosotros, Mina! ¡Al Abismo con Targonne! ¡Marcharemos sobre Jelek! ¡Sí, eso haremos, marcharemos sobre Jelek!
—¡Escuchadme! —gritó Mina para hacerse oír sobre el clamor—. ¡Estas órdenes no vienen del general Targonne! Él sólo es la mano que las ha escrito, pero vienen del Único. Es la voluntad de nuestro dios que ataquemos Silvanesti para demostrar a todo el mundo su regreso. ¡Marcharemos sobre Silvanesti! —La voz de Mina se alzó en un grito incitador—. ¡Y venceremos!
—¡Hurra! —aclamaron los soldados, que empezaron a repetir:— ¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!
El correo miraba alrededor, estupefacto. Todo el campamento, millares de voces, clamaban el nombre de la muchacha. El sonido levantó ecos en las montañas y se alzó, atronador, hacia el cielo. El cántico se oyó en Sanction, donde los habitantes temblaron y los caballeros solámnicos asieron sus armas, sombríos, al imaginar que anunciaba un terrible destino a la ciudad asediada.
Un grito espantoso, un ahogado borboteo, se alzó por encima del cántico, acallando a algunos, aunque los que estaban más alejados continuaron, ajenos a todo. El grito procedía de la tienda de lord Aceñas.
Tan horrendo fue que los que se encontraban cerca retrocedieron y miraron la tienda con alarma.
—Ve a ver qué ha ocurrido —ordenó Mina.
Galdar hizo lo que le mandaba. El mensajero lo acompañó, consciente de que a Targonne le interesaría saber el desenlace. El minotauro sacó la espada y cortó las lazadas de cuero que cerraban la solapa de la tienda. Entró y salió al cabo de un momento.
—Su señoría ha muerto —anunció—, por su propia mano.
Los soldados comenzaron a vitorear otra vez y muchos abuchearon entre risotadas.
Mina se volvió hacia los que se encontraban cerca de ella; la ira hacía brillar sus iris ambarinos con un pálido fuego interior. Los soldados dejaron de aclamar, temblando de pavor. La muchacha no pronunció palabra y pasó entre ellos con la barbilla alzada y la espalda muy recta, para detenerse ante la entrada de la tienda.
—Mina —dijo Galdar, sosteniendo en alto el mensaje manchado de sangre—. Este desgraciado intentó que te enviaran a la horca. La prueba está aquí, en la respuesta de Targonne.
—Lord Aceñas se encuentra ahora en presencia del Único, Galdar —manifestó la muchacha—, donde todos estaremos algún día. No nos corresponde a nosotros juzgarlo.
Le cogió el pergamino manchado de sangre, se lo guardó debajo del cinturón y entró en la tienda. Cuando el minotauro hizo intención de seguirla, ella le ordenó que se quedara y cerró las solapas tras de sí.
Galdar atisbo por la rendija de las lonas, sacudió la cabeza, se volvió y montó guardia en la entrada.
—Id a ocuparos de vuestros asuntos —ordenó el minotauro a los soldados que se arremolinaban delante de la tienda—. Hay mucho que hacer si vamos a marchar sobre Silvanesti.
—¿Qué hace ahí dentro? —inquirió el mensajero.
—Reza —fue la escueta respuesta del minotauro.
—¡Reza! —repitió, asombrado, el correo. El hombre montó de nuevo en su caballo y partió a galope, ansioso por informar al Señor de la Noche sobre los extraordinarios acontecimientos sin perder un minuto.
—Bien, ¿qué ha ocurrido? —quiso saber el capitán Samuval, que se había acercado a Galdar.
—¿Te refieres a Aceñas? —gruñó el minotauro—. Se cayó sobre su espada. Encontré un mensaje en su mano. Como imaginamos que haría, envió un informe con un montón de mentiras a Targonne, explicando cómo Mina había estado a punto de perder la batalla y que él, Aceñas, remedió el desastre. Targonne será un bastardo asesino y maquinador, pero no es estúpido. —Galdar hablaba con admiración a su pesar—. Se dio cuenta de las mentiras de Aceñas y le ordenó que informara personalmente de su «victoria» a la gran Roja, Malystrix.
—No es de extrañar que eligiese esta salida —comentó Samuval—. Pero ¿por qué enviar a Mina a Silvanesti? ¿Qué pasa, entonces, con Sanction?
—Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que parta desde Khur y se haga cargo del asedio de Sanction. Como he dicho, Targonne no es estúpido. Sabe que Mina y sus prédicas sobre el único dios verdadero son una amenaza para él y para las falsas «Visiones» que ha estado impartiendo. Pero también sabe que desatará una rebelión entre las tropas si intenta hacer que la arresten. Malystrix lleva mucho tiempo irritada con Silvanesti y el hecho de que los elfos hayan encontrado un modo de burlarla escondiéndose tras su escudo mágico. De este modo, Targonne puede aplacar a la gran Roja por un lado, informándole que ha enviado una fuerza para atacar Silvanesti, y al mismo tiempo librarse de una amenaza peligrosa para su autoridad.
—¿Sabe Mina que para llegar a Silvanesti hemos de atravesar Blode? —demandó el capitán Samuval—. ¿Un país ocupado por los ogros? Ya están furiosos porque les quitamos parte de su tierra. Cualquier incursión en su territorio agravará ese resentimiento. —Samuval sacudió la cabeza—. ¡Es un suicidio! Jamás llegaremos a ver Silvanesti. Hemos de intentar convencerla de que es una locura, Galdar.
—No soy quien para cuestionar sus decisiones —respondió el minotauro—. Esta mañana, ella ya sabía que iríamos a Silvanost, antes de que el mensajero llegara. ¿Recuerdas, capitán? Te lo dije yo mismo.
—¿De veras? —caviló Samuval—. Con tanto jaleo lo he olvidado. Me pregunto cómo lo supo.
Mina salió de la tienda de Aceñas. La joven estaba muy pálida.
—Sus pecados han sido perdonados y su alma ha sido aceptada. —Suspiró al tiempo que miraba en derredor y pareció desilusionada de encontrarse de nuevo entre mortales—. ¡Cómo lo envidio!
—Mina, ¿cuáles son tus órdenes? —preguntó Galdar.
La joven lo miró sin reconocerlo al principio; sus iris ambarinos seguían contemplando visiones que a ningún otro mortal le era dado ver. Luego sonrió tristemente, volvió a suspirar y fue consciente de cuanto lo rodeaba de nuevo.
—Reunid a las tropas. Capitán Samuval, serás el encargado de dirigirte a ellas. Les dirás sin tapujos que la misión es peligrosa. Algunos la calificarían de «suicida». —Sonrió a Samuval—. No ordenaré a ningún hombre que emprenda esta marcha. Cualquiera que venga lo hará por propia voluntad.
—Todos querrán ir, Mina —dijo quedamente Galdar.
La muchacha lo miró con ojos luminosos, radiantes.
—Si eso es cierto, entonces sería una fuerza demasiado numerosa, difícil de manejar. Hemos de movernos deprisa y mantener en secreto la maniobra. Mis propios caballeros me acompañarán, desde luego. Seleccionarás quinientos de los mejores soldados de infantería, Galdar. Los demás se quedarán aquí, con mis bendiciones. Deben continuar el asedio de Sanction.
—Pero, Mina, ¿no lo sabes? —El minotauro parpadeó, desconcertado—. Targonne ha cursado órdenes al general Dogah para que se ocupe del asedio de Sanction.
—El general Dogah recibirá nuevas órdenes para que cambie de rumbo y conduzca a sus fuerzas hacia el sur para marchar sobre Silvanesti lo más deprisa posible —manifestó Mina, sonriendo.
—Pero... ¿de quién vendrán esas órdenes? —inquirió, boquiabierto, Galdar—. No de Targonne, a buen seguro. ¡Nos ha ordenado que marchemos contra Silvanesti para librarse de nosotros, nada más!
—Como ya te dije, Galdar, Targonne actúa en favor del Único, lo sepa o no. —Mina se llevó la mano al cinturón, donde había guardado la misiva con las órdenes que Aceñas había recibido de Targonne. Sostuvo el pergamino en alto; el nombre del Señor de la Noche resaltaba, grande y negro, al pie del documento, en tanto que su sello relucía rojizo. La muchacha señaló con el dedo las palabras escritas en la hoja, una hoja manchada con la sangre de Aceñas.
—¿Qué dice ahí, Galdar?
Perplejo, el minotauro miró la hoja y empezó a leer, igual que había hecho antes.
—«Por la presente se ordena a lord Aceñas...»
De repente, las palabras empezaron a retorcerse y a bailar ante sus ojos. Galdar los cerró, se los frotó y volvió a abrirlos. La escritura seguía retorciéndose y las palabras empezaron a desplazarse sobre el papel, el negro de la tinta mezclándose con el rojo de la sangre de Aceñas.
—¿Qué dice, Galdar? —insistió Mina.
El minotauro se quedó sin resuello. Intentó leer claramente en voz alta, pero lo único que consiguió fue articular en un ronco susurro:
—«Por la presente se ordena a lord Dogah que cambie el rumbo y dirija a sus tropas hacia el sur, a la mayor velocidad posible, para marchar sobre Silvanesti.» Y lo firmaba Targonne.
La escritura era del Señor de la Noche, sin lugar a dudas. Su firma aparecía estampada al pie de la página, así como su sello.
—Quiero que despaches esas órdenes en persona, Galdar. Después nos alcanzarás en la calzada hacia el sur. Te mostraré la ruta que vamos a seguir. Samuval, serás el segundo al mando hasta que Galdar se reúna con nosotros.
—Puedes contar conmigo y con mis hombres, Mina —contestó el capitán—. Te seguiremos hasta el Abismo.
La joven lo miró, pensativa.
—El Abismo ya no existe, capitán. Los muertos tienen su propio reino ahora. Un reino en el que se les permite seguir al servicio del Único.
Su mirada se desvió hacia las montañas, al valle, a los soldados que se afanaban en levantar el campamento.
—Partiremos por la mañana. La marcha nos llevará un par de semanas, así que imparte las instrucciones necesarias. Quiero que nos acompañen dos carros de abastecimiento. Cuando esté todo preparado, avísame.
Galdar ordenó a los oficiales que llamaran a formar a los hombres. Luego entró en la tienda de Mina y la encontró inclinada sobre uno de los mapas, colocando piedrecillas sobre varias localidades. El minotauro vio que los guijarros se concentraban todos en el área marcada con el nombre de «Blode».
—Te reunirás con nosotros aquí —dijo la joven mientras señalaba un punto del mapa, marcado con una piedrecilla—. Calculo que tardarás dos días en llegar hasta el general Dogah, y otros tres para alcanzarnos. Que el Único haga raudo tu viaje, Galdar.
—Que el Único sea contigo hasta que volvamos a vernos, Mina —respondió el minotauro.
Se proponía partir de inmediato, ya que aún podía cubrir muchos kilómetros antes de que llegara la oscuridad. Pero descubrió cuan difícil resultaba marcharse. No podía imaginar un solo día sin ver sus ojos ambarinos ni oír su voz. Se sentía tan despojado como si de repente le hubiesen pelado el lanudo vello y lo hubiesen abandonado desvalido, tembloroso y débil como un becerro recién nacido.
Mina posó su mano sobre la del minotauro, la que le había devuelto.
—Estaré contigo allí donde vayas, Galdar —dijo.
El minotauro hincó rodilla en tierra y se llevó la mano de la joven a la frente. Tras guardar en su memoria el tacto de la muchacha como un amuleto, dio media vuelta y salió de la tienda.
El capitán Samuval entró a continuación para informar de que, como habían previsto, tocios los soldados del campamento se habían ofrecido voluntarios para la misión. Había elegido a los quinientos que en su opinión eran los mejores, y ahora esos hombres eran la envidia del resto.
—Me temo que los que se quedan desertarán para seguirte, Mina —comentó Samuval.
—Hablaré con ellos —anunció la joven—. Les diré que deben mantener el asedio a Sanction, sin expectativas de refuerzos. Les explicaré cómo pueden hacerlo. Entenderán que es su deber. —Siguió colocando guijarros sobre el mapa.
—¿Qué es eso? —se interesó el capitán.
—La ubicación actual de las fuerzas de los ogros —contestó Mina—. Fíjate, capitán. Si marchamos por aquí, directamente al este de las montañas Khalkist, ganaremos bastante tiempo dirigiéndonos hacia el sur a través de los llanos de Khur. Así evitaremos las principales concentraciones de sus tropas, que se encuentran aquí, en el extremo meridional de la cordillera, combatiendo contra la Legión de Acero y las fuerzas de la bruja elfa, Alhana Starbreeze. Intentaremos ganarles por la mano viajando por esta ruta, a lo largo del río Thon-Thalas. Me temo que en algún momento habremos de luchar contra los ogros, pero si mi plan funciona, sólo nos enfrentaremos a una fuerza reducida. Con la ayuda de dios, la mayoría de nosotros alcanzaremos nuestro punto de destino.
¿Y qué ocurriría una vez que hubiesen llegado allí? ¿Cómo se proponía atravesar el escudo mágico que hasta el momento había frustrado todos los intentos de penetrarlo? Samuval no se lo preguntó; tampoco le preguntó cómo sabía las posiciones de las tropas de los ogros o que sostenían combates con la Legión de Acero y los elfos oscuros. Los Caballeros de Neraka habían enviado exploradores a territorio ogro, pero ninguno regresó vivo para informar de lo que había visto. El capitán no le preguntó a Mina cómo se proponía ocupar Silvanesti con un contingente tan reducido, una fuerza que estaría diezmada para cuando llegara a su destino. Samuval no le hizo ninguna de esas preguntas.
Tenía fe. No necesariamente en aquel dios único, pero sí en Mina.