25 Del día a la noche

Rostros.

Rostros flotando sobre él. Meciéndose y retirándose sobre una rizada superficie de dolor. Cuando Gerard emergía a esa superficie los rostros —extraños, inexpresivos, muertos, ahogados en el negro mar por el que flotaba— estaban muy próximos a él. El dolor era más intenso cerca de la superficie, y no le gustaba que aquellos rostros sin rostro se encontraran tan próximos al suyo, así que se hundía de nuevo en la oscuridad, donde estaba una parte de sí mismo que le susurraba que debía dejar de luchar, entregarse al mar y convertirse en uno más de los sin rostro.

Gerard lo habría hecho de no haber sido por una mano firme que asía la suya y le impedía hundirse cuando el dolor resultaba muy intenso. Lo habría hecho de no haber sido por una voz que era tranquila e imperiosa a la vez y le ordenaba permanecer a flote. Acostumbrado a acatar órdenes, Gerard obedeció a la voz y no se hundió, sino que siguió debatiéndose en las negras aguas, aferrándose a la mano que lo agarraba firmemente. Por fin, llegó hasta la orilla, salió del mar de dolor y, derrumbándose en la playa de la conciencia, durmió profunda y plácidamente.

Despertó hambriento y agradablemente amodorrado para preguntarse dónde se encontraba, cómo había ido a parar allí, qué le había ocurrido. Los rostros que se habían mecido alrededor durante su delirio se volvieron rostros reales, pero no eran mucho más reconfortantes que los de los ahogados de sus sueños. Eran rostros fríos, inexpresivos y desapasionados de hombres y mujeres vestidos con largas túnicas negras ribeteadas en plata.

—¿Cómo os sentís, señor? —preguntó una de las caras mientras se inclinaba sobre él y ponía una fría mano en su cuello para tomarle el pulso. El brazo de la mujer estaba cubierto por tela negra que caía sobre la cara de Gerard; éste comprendió entonces la imagen del agua oscura en la que había creído estar ahogándose.

—Mejor —contestó cautelosamente—. Tengo hambre.

—Buena señal. Vuestro pulso sigue siendo débil. Mandaré a un acólito para que os traiga un caldo de carne. Habéis perdido mucha sangre y la sustancia de carne os ayudará a recuperarla.

Gerard miró en derredor. Se hallaba tumbado en una de las camas que se alineaban en una amplia crujía, si bien casi todas las demás estaban vacías. Otras figuras vestidas de negro iban y venían por la estancia, moviéndose en silencio. Un olor intenso a hierbas impregnaba el aire.

—¿Dónde estoy? —preguntó, desconcertado—. ¿Qué ha pasado?

—Os encontráis en un hospital de nuestra Orden, señor caballero —contestó la sanadora—. En Qualinesti. Los elfos os tendieron una emboscada, al parecer. No sé mucho más de lo ocurrido. —A juzgar por su fría expresión, tampoco le importaba—. El gobernador militar Medan os encontró y os trajo aquí anteayer. Os salvó la vida.

—¿Me atacaron elfos? —preguntó, confuso, Gerard.

—Es lo único que sé —respondió la sanadora—. No sois mi único paciente. Tendréis que preguntar al gobernador. No tardará en llegar. Ha venido todas las mañanas desde que os trajo y se ha sentado a vuestro lado.

El caballero recordó la mano firme, la voz fuerte e imperiosa. Se giró lentamente, aguantando el dolor. Tenía vendadas las heridas y sus músculos se encontraban débiles por haber pasado tantas horas tumbado. Vio su armadura —negra, limpia y pulida— colocada cuidadosamente en una percha que había cerca de la cama.

Gerard cerró los ojos y soltó un gemido que debió de hacer pensar a la sanadora que había sufrido una recaída. Recordaba todo, o al menos gran parte, de lo ocurrido: la lucha contra dos Caballeros de Neraka, la flecha, un tercer caballero, al que desafió a combatir...

Pero no recordaba haber sido atacado por elfos.

Un hombre joven se acercó con una bandeja en la que traía un cuenco de caldo, un trozo de pan y una taza de agua.

—¿Os ayudo, señor? —preguntó cortésmente el joven.

Gerard se imaginó siendo alimentado con la cuchara como un niño.

—No —dijo y, a pesar del intenso dolor, se esforzó por sentarse en la cama.

El joven puso la bandeja en el regazo del caballero y se sentó en una silla junto a la cama.

Gerard mojó el pan en el caldo y bebió el agua fresca de la taza mientras se preguntaba cómo descubrir la verdad.

—Me imagino que estoy prisionero —dijo al joven.

—¡Vaya, no, señor! —El acólito parecía sorprendido—. ¿Por qué ibais a estarlo? ¡Fuisteis emboscado por un grupo de elfos, señor! —El acólito lo miraba con obvia admiración—. El gobernador militar Medan le contó a todo el mundo lo ocurrido cuando os trajo aquí. Os llevaba en brazos, señor, y estaba cubierto de vuestra sangre. Dijo que erais un verdadero héroe y que se os debían prestar todos los cuidados, sin ahorrar esfuerzos. Tuvimos siete místicos oscuros trabajando en vos. ¿Un prisionero? ¿Vos? —El joven rió y sacudió la cabeza.

Gerard apartó el cuenco sin probar la sopa. Había perdido el apetito. Mascullando algo sobre que debía de estar más débil de lo que había supuesto, volvió a recostarse en las almohadas. El acólito se ocupó de él con muchos aspavientos, ajustó los vendajes y comprobó si alguna de las heridas se había abierto. Informó que todas estaban casi curadas y después se marchó, no sin antes aconsejar a Gerard que durmiese.

El caballero cerró los ojos, fingiendo que se entregaba al sueño, pero nada más lejos de la realidad. No tenía ni idea de lo que ocurría; supuso que el tal Medan se entretenía con algún juego sádico que acabaría con la tortura y la muerte de su prisionero.

Tras llegar a esa conclusión, se sintió en paz y se quedó dormido.

—No lo despiertes —dijo una voz profunda, familiar—. Sólo he venido para ver cómo se encuentra esta mañana.

Gerard abrió los ojos. Un hombre vestido con la armadura de un Caballero de Neraka y fajín de gobernador se encontraba de pie junto a la cama. Era un hombre de edad madura, con el rostro curtido por el sol, surcado de arrugas y gesto severo, pero no cruel. Era el semblante de un comandante que podría mandar a la muerte a hombres, pero sin que ello lo complaciera.

Lo reconoció de inmediato: el gobernador militar Medan.

Laurana había hablado de él con cierto respeto renuente, y ahora comprendía Gerard el porqué. Medan había gobernado a una raza hostil durante casi cuarenta años y no se habían establecido campos de exterminio, no se habían levantado horcas en la plaza del mercado, no se habían llevado a cabo incendios, pillajes o destrucciones gratuitas de propiedades y negocios elfos. Medan se ocupaba de que el tributo al dragón se recaudara y se pagara. Había aprendido a moverse en la política elfa y lo hacía bien, según Laurana. Tenía espías e informadores. Trataba con mano dura a los rebeldes, pero con el único propósito de mantener el orden y la estabilidad. Tenía bajo un riguroso control a sus tropas, un logro nada fácil en esos tiempos, cuando se recurría a la escoria de la sociedad para nutrir las filas de los Caballeros de Neraka.

A Gerard no le quedó más remedio que abandonar la idea de que ese hombre lo utilizaría para divertirse, que haría mofa de él y de su muerte. Pero, si eso era cierto, entonces ¿qué juego se traía entre manos Medan? ¿A qué venía esa historia del ataque de elfos?

El joven caballero se sentó trabajosamente en la cama y saludó lo mejor que pudo habida cuenta de que tenía el pecho y el brazo vendados. El gobernador sería un adversario, pero también era un general y Gerard estaba obligado a mostrarle el respeto debido a su rango.

El gobernador devolvió el saludo y le dijo que se tumbara y tuviera cuidado para no volver a abrirse las heridas. El joven caballero apenas lo escuchó; estaba pensando en otras cosas, recordando el ataque.

Medan los había emboscado por una razón: capturar a Palin y apoderarse del artefacto. Ello significaba que Medan sabía exactamente dónde encontrarlos, razonó Gerard. Alguien le había informado dónde iban a estar y cuándo.

Alguien los había traicionado, pero ¿quién? ¿Alguno de los sirvientes de Laurana? Costaba trabajo creer tal cosa, pero Gerard recordó al elfo que se había marchado para «cazar» y no había vuelto. Quizá lo habían matado los caballeros. O quizá no.

Su mente era un hervidero de ideas. ¿Qué había sido de Palin y el kender? ¿Habrían logrado ponerse a salvo? ¿O también los habían hecho prisioneros?

—¿Cómo te encuentras, caballero? —inquirió Medan, que miraba a Gerard con preocupación.

—Mucho mejor, milord, gracias —contestó—. Quiero deciros, señor, que ya no es necesario continuar con esta farsa que, tal vez, habéis improvisado porque os intranquilizara mi estado de salud. Sé que soy vuestro prisionero. No hay razón para que me creáis, pero quiero aseguraros que no soy un espía. Soy...

—Un Caballero de Solamnia —se adelantó Medan, sonriente—. Sí, me he dado cuenta de eso, caballero... —Hizo una pausa.

—Gerard Uth Mondor, milord —contestó el joven.

—Yo soy el gobernador militar Alexis Medan. Sí, sir Gerard, sé que eres un solámnico. —Medan acercó una silla y tomó asiento junto al lecho de Gerard—. Y sé que eres mi prisionero. Quiero que mantengas el tono de voz bajo. —Miró de soslayo a los místicos oscuros, que iban de un lado a otro, en el otro, al otro extremo de la habitación—. Esos dos datos serán nuestro pequeño secreto.

—¿Perdón, milord? —Gerard se había quedado boquiabierto. Si la hembra de dragón Beryl se hubiese lanzado en picado desde el cielo para aterrizar en su plato de sopa no se habría quedado más pasmado.

—Escúchame, sir Gerard —dijo Medan mientras ponía una firme mano sobre el brazo del solámnico—. Fuiste capturado vistiendo la armadura de un Caballero de Neraka. Afirmas no ser un espía, pero ¿quién te creería? Nadie. ¿Sabes la suerte que te esperaría como espía? Te interrogarían hombres muy diestros en el arte de hacer hablar a la gente. Estamos muy al día en esas técnicas aquí, en Qualinesti. Contamos con el potro, la rueda, tenazas al rojo vivo, aparatos para romper huesos... Tenemos la dama de hierro, con su doloroso y mortal abrazo. Tras unas semanas de esa clase de interrogatorios, estarías, creo, más que dispuesto a confesar todo cuanto supieras y mucho más que ignoras. Harías cualquier cosa con tal de acabar con el tormento.

Gerard abrió la boca para contestar, pero Medan apretó dolorosamente los dedos sobre su brazo y el joven guardó silencio.

—¿Y qué les contarías? Les hablarías de la reina madre, les dirías que Laurana daba refugio en su casa a un mago humano que había descubierto un valioso artefacto mágico. Y que gracias a la intervención de Laurana, ese mago y el artefacto se encuentran ahora a salvo, fuera del alcance de Beryl.

Gerard suspiró. Medan lo observaba atentamente.

—Sí, suponía que te alegraría saber eso —añadió el gobernador en tono seco—. El mago escapó. El deseo de Beryl de apoderarse de ese artilugio ha sido frustrado. Morirías, y te alegrarías de ello. Pero tu muerte no salvaría a Laurana.

Gerard guardó silencio para asimilar todo aquello. Se debatió y luchó contra la firme presa de la lógica de Medan, pero no vio salida. Le habría gustado pensar que sería capaz de aguantar cualquier tortura, de ir a la muerte sin confesar nada, pero no estaba seguro. Había oído hablar de los efectos del potro, de cómo tiraba de las articulaciones hasta descoyuntarlas, dejando tullido a un hombre ya que las lesiones nunca llegaban a curarse del todo. Había oído historias sobre los otros tormentos que se podían infligir a una persona; recordó las manos retorcidas de Palin, sus dedos deformados. Imaginó las manos de Laurana, blancas, esbeltas, aunque estropeadas por los callos dejados en la época en que empuñó la espada. Lanzó otra ojeada a los místicos oscuros y después volvió la vista hacia Medan.

—¿Qué queréis que haga, milord? —preguntó en voz queda.

—Secundarás la historia que he inventado sobre el combate contra los elfos. En premio a tu valerosa hazaña, te tomaré como mi ayudante. Necesito a mi lado alguien de confianza —comentó con acritud—. Creo que la vida de la reina madre corre peligro. Haré cuanto pueda para protegerla, pero tal vez no sea suficiente. Necesito un asistente que tenga tanta estima y consideración a la reina madre como le tengo yo.

—Sin embargo, milord —contestó Gerard, absolutamente perplejo—, vos también la espiáis.

—Por su propia seguridad —replicó Medan—. Créeme, no me gusta tener que hacerlo.

El joven caballero sacudió la cabeza y miró al gobernador.

—Milord, ésta es mi respuesta: os pido que saquéis vuestra espada y me matéis. Aquí mismo, en esta cama donde yazgo. No puedo ofrecer resistencia. Os absuelvo de antemano del delito de asesinato. Mi muerte inmediata, aquí y ahora, resolverá todos nuestros problemas.

—Quizá no tantos como podría pensarse. Rehuso, desde luego. —El severo semblante de Medan se suavizó con una sonrisa—. Me caes bien, solámnico. ¡Ni por todas las riquezas de Qualinesti me habría perdido ese combate que libraste! La mayoría de los caballeros que conozco habrían tirado sus armas y puesto pies en polvorosa. —La expresión del gobernador se ensombreció y su tono se tornó agrio.

»Los días de gloria de nuestra Orden quedaron atrás hace mucho. Antaño nos dirigía un hombre de honor, arrojado. Un hombre que era hijo de un Señor del Dragón y de Zeboim, diosa del mar. ¿Quién es ahora nuestro cabecilla? —Sus labios se torcieron en un gesto de desprecio—. Un tenedor de libros. Un hombre que lleva un cinturón de dinero en lugar de un talabarte. Quienes ascienden a caballeros ya no se ganan sus puestos por su arrojo en la batalla o por hazañas valerosas, sino que se los compran con dinero contante y sonante.

Gerard pensó en su propio padre y se sintió enrojecer. Él no había comprado su acceso a la caballería; al menos tenía eso en su favor. Pero su padre sí había comprado la designación de su hijo a puestos cómodos y seguros.

—Los solámnicos no son mejores —masculló a la par que agachaba los ojos y alisaba las arrugas de la sábana empapada de sudor.

—¿De veras? Lamento oír eso —dijo Medan, que parecía sinceramente desilusionado—. Quizás, en estos últimos días, la batalla final se libre entre hombres que escojan el honor en lugar de elegir bandos. Así lo espero —musitó— o, de lo contrario, creo que todos estamos perdidos.

—¿Últimos días? —preguntó Gerard, inquieto—. ¿Qué queréis decir, milord?

Medan echó un vistazo a la habitación. Los místicos se habían marchado; estaban solos ellos dos.

—Beryl va a atacar Qualinesti —informó Medan—. Ignoro cuándo, pero está reuniendo sus ejércitos. Cuando lo haga, se me planteará una amarga elección. —Miró a Gerard intensamente—. No quiero que la reina madre sea parte de esa elección. Necesitaré a alguien en quien pueda confiar que la ayudará a escapar.

«¡Está enamorado de Laurana!», comprendió Gerard, sorprendido. Aunque, pensándolo bien, no era de extrañar. También él estaba algo enamorado de ella. Uno no podía encontrarse cerca de la elfa sin caer en el encanto de su belleza y su gracia. Con todo, Gerard vaciló.

—¿Me he equivocado contigo, caballero? —inquirió Medan, cuya voz sonó fría. Se puso de pie—. Quizá tienes tan poco honor como los demás.

—No, milord —protestó el joven. Por extraño que pudiera parecer, deseaba que el gobernador tuviera buena opinión de él—. Trabajé duro para convertirme en caballero. Leí libros sobre el arte de la guerra. Estudié estrategias y tácticas. He participado en justas y torneos. Me hice caballero para defender a los débiles, para alcanzar honor y gloria en la batalla y, en lugar de ello, por culpa de las influencias de mi padre... —Hizo una pausa, lleno de vergüenza—. Mi puesto era hacer guardia en una tumba de Solace.

Medan lo miró en silencio, aguardando a que tomara su decisión.

—Acepto vuestra propuesta, milord —dijo finalmente Gerard—. No os entiendo, pero haré cuanto pueda para ayudar a la reina madre y a los qualinestis —puntualizó de manera harto significativa.

—Conforme. —Tras una seca inclinación de cabeza, Medan se dio media vuelta y empezó a alejarse. Entonces se detuvo y miró hacia atrás por encima del hombro—. Entré en la caballería por las mismas razones que tú, joven —dijo y acto seguido se encaminó hacia la puerta, pisando fuerte y con la capa ondeando a su espalda—. Si los sanadores dictaminan que te encuentras bien ya, mañana te trasladarás a mi casa.

Gerard se recostó en las almohadas. No se permitiría el lujo de confiar en él o admirarlo. Podría estar mintiendo con respecto al dragón. «Quizá todo esto sea una trampa. Ignoro con qué fin, pero me mantendré alerta y sin bajar la guardia. Al menos —pensó, sintiendo una especie de extraña satisfacción—, haré algo más que liberar a un condenado kender que se ha quedado encerrado en una tumba.»

Medan se marchó del hospital muy complacido con la entrevista mantenida. No se fiaba del solámnico, por supuesto; en los tiempos que corrían, el gobernador no se fiaba de nadie. Vigilaría de cerca al hombre durante los próximos días para ver cómo se desenvolvía. Siempre le quedaba la alternativa de tomarle la palabra al solámnico y traspasarlo con su espada.

«Al menos no me cabe duda de su valor y su lealtad para con sus amigos —reflexionó el gobernador—. Eso ya me lo ha demostrado.»

Medan dirigió sus pasos hacia la casa de Laurana. Disfrutó del paseo; Qualinesti era hermoso en todas las épocas del año, pero el verano era su estación favorita, la de los festivales, con sus miríadas de flores, el suave aire impregnado de exquisitas fragancias, el verde plateado de las hojas y los maravillosos cantos de los pájaros.

No se apresuró, tomándose tiempo para inclinarse sobre los muros de jardines y admirar el encendido despliegue de los hemerocallis que alzaban sus corolas anaranjadas hacia el sol. Remoloneó en el sendero para contemplar una lluvia de capullos blancos arrancados de un mundillo por los aleteos de un petirrojo. Al cruzarse con un elfo perteneciente a la Casa de Arboricultura lo paró para charlar sobre un hongo que temía había enfermado a uno de sus rosales. El moldeador de árboles se mostró hostil y dejó claro que hablaba con Medan sólo porque no le quedaba más remedio. El gobernador, sin embargo, lo trató con educación y respeto, y las preguntas que le planteó fueron inteligentes. Poco a poco, el elfo se animó con el tema y, al final, prometió acercarse a la casa del gobernador para tratar al rosal enfermo.

Llegado ya a la casa de Laurana, Medan tocó las campanillas plateadas y escuchó con placer el dulce tañido mientras esperaba.

Un elfo acudió a la puerta e hizo una cortés reverencia; el gobernador lo miró atentamente.

—Kellevandros, ¿no es así? —preguntó.

—Sí, gobernador.

—Vengo a ver...

—¿Quién es, Kellevandros? —Laurana apareció en el vestíbulo—. Ah, gobernador Medan, bienvenido a mi casa. Entrad, por favor. ¿Os apetece un refresco?

—Gracias, señora, pero no puedo quedarme —rechazó cortésmente—. Me han llegado informes sobre una banda de rebeldes que opera en el bosque, no lejos de aquí. Uno de mis propios hombres fue brutalmente agredido. —La observó con atención—. Los rebeldes no deben de sentir mucho afecto por la familia real, si consideran a sus miembros colaboradores. Si, como afirmáis, no tenéis influencia alguna sobre esos rebeldes...

—Llevo una vida retirada, gobernador —dijo Laurana—. No voy a ninguna parte salvo a palacio para visitar a mi hijo. Aun así, siempre estoy bajo sospecha. Mi amor y mi lealtad son para mi país y mi pueblo.

—Soy consciente de eso, señora —repuso Medan con una fría sonrisa—. Por ello, hasta que hayamos capturado a esos rebeldes, no es seguro para vos abandonar vuestra casa. He de pediros a vos, y a quienes están a vuestro servicio, que no salgáis de ella. Tenéis permiso para visitar palacio, por supuesto, pero he de prohibir los desplazamientos a otras partes del reino.

—¿He de entender, pues, que estoy bajo arresto en mi hogar, gobernador? —demandó Laurana.

—Lo hago por vuestra propia seguridad, señora. —Medan alargó una mano para acercar hacia sí una lila del arbusto e inhaló su dulce fragancia—. Mis elogios para este bello lilo. Nunca había visto uno que floreciera entrado ya el verano. Os deseo un buen día, reina madre.

—Y yo a vos, gobernador Medan.

«¡Cómo detesto este juego!», se dijo para sus adentros el general. Mientras regresaba en su solitario paseo a su propio hogar, todavía podía oler el perfume del lilo.


—¡Cómo detesto este juego! —exclamó Laurana una vez cerró la puerta, apoyando la dorada cabeza en la hoja de madera.

La cascada entonaba una suave y dulce melodía y Laurana la escuchó, dejó que la tranquilizara, que le devolviera su habitual optimismo. No era dada a entregarse al desaliento. Había caminado en la oscuridad, la más profunda oscuridad que el mundo había conocido. Se había enfrentado cara a cara con la temida diosa Takhisis. Había visto que el amor superaba la oscuridad y triunfaba. Creía que incluso la noche más negra acababa dando paso al amanecer.

Se había aferrado a aquella convicción en todos los momentos de sufrimiento y penalidades de su vida: cuando las maquinaciones políticas de su propio pueblo le arrebataron a su hijo; cuando perdió a su amado esposo, Tanis, que murió defendiendo la Torre del Sumo Sacerdote contra los caballeros negros, con una espada clavada en la espalda. Lo lloró, lo echó de menos terriblemente, construyó un panteón para él en su corazón, pero no dejó que su muerte provocara la suya propia. No enterró su corazón en la tumba de Tanis. Hacerlo habría sido negar la vida de su esposo, echar por tierra todo lo bueno que él había hecho. Continuó luchando por las causas que ambos habían defendido.

Hubo quienes se ofendieron por eso. Pensaban que debería haberse vestido de luto y retirarse del mundo. Les molestaba que riera o que escuchara con placer la canción de un juglar.

—Es muy triste que vuestro esposo tuviera una muerte tan sin sentido —comentaban.

—Decidme, señor —contestaba Laura, o—: Decidme, señora. ¿A qué consideráis vos una muerte con sentido?

Luego, sonriendo para sus adentros por la incomodidad que se reflejaba en sus rostros, percibía la risa de Tanis en su corazón. Hubo un tiempo, poco después de su muerte, en el que podía oír su voz y percibir su presencia, observándola, no de forma protectora, sino respaldándola, confiriéndole seguridad. Sin embargo, hacía mucho que ya no la sentía. La única explicación que se le ocurría era que había pasado al siguiente estadio de existencia. Eso no la entristecía, porque sabía que se reuniría con él cuando le llegara la hora de dejar esta vida. Se encontrarían, aunque los separara toda una eternidad. Entretanto, los muertos no la necesitaban, pero los vivos, sí.

—Milady —dijo suavemente Kellevandros—, no permitáis que os afecten las amenazas del gobernador. Lo burlaremos. Siempre lo hemos hecho.

Laurana levantó la cabeza y sonrió.

—Sí, lo haremos. Qué suerte que hayas regresado de la misión, Kellevandros. Medan podría haber notado tu ausencia y eso habría complicado las cosas. Debemos tomar más precauciones de ahora en adelante. Gilthas me ha informado que los túneles de los enanos están casi terminados. Ahora utilizarás esa ruta. Te apartará de tu camino habitual, pero será más seguro. ¡Kalindas! ¡No deberías haberte levantado!

El elfo se tambaleaba en el vano de la puerta. Tenía la cabeza cubierta con vendajes y su semblante estaba tan pálido que la piel parecía translúcida. Laurana podía distinguir las venas azules de su cara. Kellevandros acudió en ayuda de su hermano, lo rodeó con el brazo y lo condujo hasta un diván. Lo acomodó en él con todo cuidado mientras le regañaba por dejar la cama y preocupar así a la señora.

—¿Qué me ha pasado? —preguntó, aturdido, Kalindas.

—¿No lo recuerdas? —preguntó Laurana.

—No. —Se llevó la mano a la cabeza.

—Kelevandros, ve a la puerta principal —ordenó Laurana—. Asegúrate de que el gobernador se ha marchado.

—Los pájaros cantan en los árboles —informó el elfo a su regreso—. Las abejas zumban entre las flores. No hay nadie por los alrededores.

—Veamos, Kalindas —empezó Laurana, volviéndose hacia él—. ¿Recuerdas haber guiado a maese Palin, a Gerard y al kender al punto de reunión con los grifos?

—Vagamente, señora —contestó, tras pensar un poco.

—Alguien te atacó en el bosque —informó Laurana mientras colocaba bien los vendajes de la cabeza del elfo—. Hemos estado muy preocupados por ti. Al ver que no regresabas, le pedí a La Leona que enviara a su gente a buscarte. Los rebeldes te encontraron tendido en el suelo, herido. Te trajeron de vuelta ayer. ¿Por qué te has levantado? ¿Necesitas algo?

—No, señora, gracias. Perdonadme por haberos alarmado. Oí la voz del gobernador y pensé que quizá podríais necesitarme. Creí encontrarme lo bastante bien para dejar la cama. Al parecer, me equivoqué.

Kelevandros colocó a su maltrecho hermano en una postura más cómoda en el diván mientras Laurana lo cubría con su propio chal para que no cogiese frío.

—Olvida a Medan y sus hombres. Bastante te han hecho sufrir —dijo la elfa con voz tensa por la ira—. Tienes suerte de que no te mataran.

—No tenían necesidad de matarme —repuso amargamente Kalindas—. Debieron de golpearme por la espalda. ¿Consiguieron escapar maese Palin y el kender con el ingenio mágico?

—Eso creemos. Los rebeldes no encontraron rastro de ellos y no hemos recibido informes de que hayan sido capturados.

—¿Y el solámnico?

—La Leona comunicó que había señales de lucha. Dos de los Caballeros de Neraka resultaron muertos. No encontraron el cuerpo de Gerard, así que suponen que lo hicieron prisionero. —Laurana suspiró—. Si tal cosa es cierta, casi desearía que hubiese muerto por su propio bien. Los rebeldes cuentan con espías en el ejército que están intentando obtener información sobre él. Sabemos que no se encuentra en prisión, pero eso es todo.

»En cuanto a Palin, Kellevandros acaba de volver de una reunión con los grifos, que eran portadores de un mensaje, el cual espero que sea de Palin.

—Aquí lo tengo, señora —dijo Kellevandros; sacó un rollo de pergamino de una de sus botas y se lo tendió a Laurana.

—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó la elfa a Kalindas mientras cogía el mensaje—. ¿Quieres que te traigan un vaso de vino?

—Por favor, leed la carta, señora —respondió el elfo—. No os preocupéis por mí.

Tras dirigirle otra mirada preocupada, Laurana se encaminó al escritorio y tomó asiento. Kellevandros encendió una vela y la llevó al escritorio. La reina madre desenrolló el pergamino, que estaba casi cubierto por el extenso mensaje y tenía un ligero olor a limón. Lo escrito en la carta parecía intrascendente; un antiguo vecino le contaba a Laurana cómo había ido la cosecha, lo mucho que habían crecido los niños, que recientemente se había comprado un caballo estupendo en la feria del Día del Solsticio Vernal. Después se interesaba por su salud y decía que esperaba que se encontrara bien.

Laurana sostuvo el pergamino encima de la llama de la vela, con cuidado de no acercarlo demasiado para no quemarlo ni chamuscarlo. Poco a poco, empezaron a aparecer otras palabras en el papel escritas entre las líneas caligrafiadas con tinta. Pasó el papel atrás y adelante sobre la llama hasta que el mensaje oculto se hizo visible.

Luego lo puso sobre la mesa y leyó la carta en silencio. La letra no era de Palin, y Laurana se preguntó sorprendida quién lo habría escrito, de modo que miró al pie del pergamino para ver la firma.

—Ah, Jenna —murmuró.

Siguió leyendo y su sorpresa fue en aumento con cada línea.

—¿Qué pasa, señora? —pregunto Kalindas, alarmado—. ¿Qué ha ocurrido?

—Qué extraño —musitó la elfa—. No puedo creerlo. Viajar hacia atrás en el tiempo para descubrir que el pasado ya no existe. No lo entiendo. —Siguió con la lectura del mensaje—. Tasslehoff desaparecido. Aquí no ha venido.

Continuó leyendo mientras los hermanos intercambiaban una mirada. Una arruga se marcaba en su frente, y su entrecejo se frunció. Acabó de leer el mensaje y se quedó mirando al vacío largos instantes, como si deseara que en la carta pusiera algo distinto a lo que decía. Luego soltó la parte inferior del pergamino, que se enrolló sobre sí mismo y quedó colgando flojamente de su mano.

—Al parecer se nos ha estado espiando —dijo, y su tono era deliberadamente sosegado e inexpresivo—. Un dragón, uno de los esbirros de Beryl, persiguió a Palin y a Tasslehoff. Palin cree que el reptil iba detrás del artefacto, y eso significa que Beryl está enterada de su existencia y de que ha sido encontrado. Los Caballeros de Neraka no toparon por casualidad con vosotros cuatro, Kalindas. Os tendieron una emboscada.

—¡Un espía! En vuestra propia casa. ¿Quizás uno de nosotros? Eso es imposible, señora —manifestó acaloradamente Kellevandros.

—De todo punto —abundó Kalindas.

—Espero que tengáis razón —repuso seriamente Laurana—. Un elfo capaz de traicionar a su propio pueblo... —Sacudió la cabeza y su voz sonó apesadumbrada—. Cuesta creer que pueda existir tanta maldad. Sin embargo, ya ha ocurrido antes.

—Sabéis que ninguno de vuestros servidores os traicionaríamos —reiteró Kalindas con énfasis.

—No sé qué creer. —La reina madre suspiró—. La señora Jenna sugiere que quizás haya un mentalista entre los Caballeros de Neraka, alguien que ha aprendido a ver en nuestras mentes y leer nuestros pensamientos. ¡A qué extremo hemos llegado! ¡Ahora hemos de tener cuidado con lo que pensamos! —Se guardó la misiva bajo el cinturón de oro que le ceñía el talle—. Kellevandros, tráeme un poco de jugo de limón y después prepara a Ala Brillante para que lleve un mensaje a los grifos.

El elfo salió de la habitación en silencio para hacer lo que le habían mandado. Intercambió una última mirada con su hermano antes de marcharse. Los dos se habían dado cuenta de que Laurana no había respondido a su pregunta sobre Palin, que había puesto gran cuidado en cambiar de tema. Al parecer, ni siquiera confiaba en ellos. Una sombra había caído sobre la tranquila morada; una sombra que no pasaría pronto ni fácilmente.

La respuesta de Laurana a la misiva fue corta:

«Tasslehoff no se encuentra aquí. Vigilaremos por si aparece. Gracias por vuestra advertencia sobre los espías. Estaré alerta».

Enrolló prietamente el papel para que cupiese en el fino tubo de cristal que se ataría a la pata del halcón.

—Perdonad que os moleste, señora —dijo Kalindas—, pero el dolor de cabeza se ha intensificado. Kellevandros me dijo que el sanador habló de extracto de adormideras. Creo que podría ayudarme si mi hermano me trae un poco.

—Mandaré llamar al sanador de inmediato —dijo Laurana, preocupada—. Quédate tumbado ahí hasta que tu hermano venga a recogerte.


El gobernador Medan paseó hasta muy tarde por su jardín. Disfrutaba contemplando el milagro de las flores nocturnas que evitaban el sol y abrían sus corolas a la pálida luz de la luna. Se encontraba solo. Había despedido a su ayudante, ordenándole que recogiera sus cosas y se las llevara. El solámnico llegaría al día siguiente para ocuparse de sus nuevas tareas.

Medan se había parado para admirar una orquídea blanca que parecía brillar bajo la luz de la luna, cuando oyó una voz siseando desde los arbustos.

—¡Gobernador! ¡Soy yo!

—¿De veras? Y yo que pensaba que era una serpiente. Me tienes harto. Regresa bajo tu piedra hasta mañana.

—Tengo información importante que no puede esperar —dijo la voz—. Información que Beryl encontrará muy interesante. El mago Palin Majere ha utilizado el ingenio para viajar hacia atrás en el tiempo. Es un objeto mágico muy poderoso, quizás el más poderoso que se haya descubierto en el mundo.

—Quizá —dijo el gobernador, evasivo. Tenía muy mala opinión de los hechiceros y de la magia—. ¿Dónde se encuentra el artefacto?

—No lo sé con certeza —repuso el elfo—. La carta a mi señora decía que el kender había huido con él. Majere cree que el kender ha ido a la Ciudadela de la Luz y se dirige allí para intentar recuperarlo.

—Por lo menos no ha regresado aquí —musitó Medan, soltando un suspiro de alivio—. Adiós y en buena hora a él y al condenado ingenio.

—Esta información vale mucho —sugirió el elfo.

—Se te pagará, pero por la mañana —repuso Medan—. Ahora lárgate antes de que tu señora te eche en falta.

—No lo hará. —La voz del elfo sonaba petulante—. Duerme profundamente. Muy profundamente. Eché extracto de adormideras en su té de la noche.

—He dicho que te marches —instó secamente el gobernador—. Te deduciré una moneda de acero por cada segundo que sigas en mi presencia. Ya has perdido una.

Oyó ruido entre los arbustos. Esperó unos segundos más para asegurarse de que el elfo se había ido. La luna se metió detrás de una nube y el jardín se sumergió en la oscuridad. La pálida orquídea brillante desapareció de su vista.

Parecía una señal. Un augurio.

—Sólo es cuestión de tiempo —se dijo a sí mismo—. Días, tal vez, no más. Esta noche he tomado mi decisión, he elegido el curso que seguiré; ahora sólo me queda esperar.

Echado a perder el placentero paseo nocturno, Medan regresó a la casa, forzado a caminar a tientas en la oscuridad ya que el sendero había dejado de verse.

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