24 Duérmete amor, que todo duerme.

Había pasado más de una semana desde que Mina recibiera la orden de marchar contra Silvanesti. Durante ese tiempo, Silvanoshei había sido coronado soberano del reino silvanesti que se desmoronaba bajo su escudo protector, ignorante de la calamidad que se avecinaba.

Galdar había corrido durante tres días para llegar a Khur y entregar las órdenes de Mina al general Dogah, y empleó otros tres en viajar desde la ciudad hacia el sur siguiendo la ruta que la joven le había mostrado en el mapa, ansioso de reunirse con ella y sus tropas. Encontrarlas no era difícil, ya que había huellas de su paso a lo largo del camino: rodadas de carretas, pisadas, equipo abandonado. Si para él resultaba tan fácil, también lo sería para los ogros.

El minotauro marchaba ahora con la cabeza gacha, avanzando pesadamente entre el barro mientras la lluvia le resbalaba por los ojos y el hocico. Llevaba lloviendo dos días, desde que se reunió con la compañía, y no tenía visos de parar. No era un suave chaparrón de verano, sino un fuerte aguacero que helaba el alma y arrojaba una sombra de pesimismo sobre el corazón.

Los hombres estaban empapados, congelados y abatidos. La senda resultaba casi intransitable por el barro, que era tan resbaladizo que ningún hombre se sostenía en pie o tan pegajoso que se adhería a las botas con fuerza y había que hacer enormes esfuerzos para no dejarlas atrapadas en él. Las carretas cargadas a tope se atascaban al menos tres veces al día, obligando a los hombres a meter palos debajo de las ruedas y sacarlas a empujones. En esos percances, se requería la fuerza de Galdar; al minotauro le dolían la espalda y los hombros por el esfuerzo, ya que a menudo tenía que levantar en vilo la carreta para liberar las ruedas.

Los soldados empezaron a odiar la lluvia, a verla como el enemigo, no a los ogros. Su repiqueteo sobre los yelmos de los hombres sonaba como si alguien estuviese golpeando constantemente una olla de estaño, como rezongó uno de ellos. Al capitán Samuval y a sus arqueros les preocupaba que las flechas no volaran correctamente de tan mojadas que estaban las plumas de los penachos.

Mina exigía a las tropas que estuviesen en pie y en marcha con el amanecer, dando por supuesto que el sol había salido, ya que no lo habían visto en los últimos días. Caminaban hasta que la penumbra del crepúsculo era tan intensa que los oficiales temían que los conductores de las carretas se salieran de la calzada. La leña estaba tan mojada que ni siquiera los más experimentados en encender fuego eran capaces de hacerla arder. La comida sabía a barro; dormían sobre el lodo, con el fango como almohada y la lluvia como manta. A la mañana siguiente se levantaban y volvían a emprender la marcha. La marcha hacia la gloria con Mina. Así lo creían firmemente todos. Lo sabían.

Según los místicos, los soldados no tendrían la menor oportunidad de penetrar el escudo mágico; se encontrarían atrapados entre el yunque de la barrera ante ellos y el martillo de los ogros a su espalda. Perecerían ignominiosamente. Los soldados se mofaban de los pronósticos de los místicos. Mina levantaría el escudo; era capaz de derribarlo con sólo tocarlo. Creían en ella, así que la seguían. Ni un solo hombre desertó durante aquella larga y ardua marcha.

Protestaban —y lo hacían amargamente— por el barro, la lluvia, la pésima comida y la falta de descanso. Sus rezongos fueron subiendo de tono y Mina no pudo evitar escucharlos.

—Lo que quiero saber es esto —dijo uno de los hombres en voz alta para que se oyera por encima del chapoteo de las botas en el barro—. Si el dios al que seguimos quiere que ganemos, entonces ¿por qué el Innominable no nos envía buen tiempo y una calzada seca?

Galdar caminaba en su puesto habitual, al lado de Mina, y alzó la vista hacia ella. La joven había hecho caso omiso de los rezongos oídos en otras ocasiones, pero ésta era la primera vez que uno de los hombres ponía en tela de juicio a su dios.

Mina sofrenó su caballo y lo hizo dar media vuelta. Galopó a lo largo de la columna buscando al soldado que había hablado. Ninguno de los compañeros lo señaló, pero la mujer lo encontró y fijó en él sus ambarinos ojos.

—Suboficial Paregin, ¿no es así? —dijo.

—Sí, Mina —contestó, desafiante.

—Recibiste un flechazo en el pecho. Estabas moribundo y te devolví la vida —instó la joven, furiosa como nunca antes la habían visto.

Galdar se estremeció al recordar de repente la aterradora tormenta de la que surgió. Paregin se puso rojo de vergüenza, masculló algo mientras agachaba la vista, incapaz de mirarla.

—Escúchame bien, suboficial —continuó Mina en tono frío y seco—. Si marchásemos con buen tiempo, bajo un sol abrasador, no serían gotas de lluvia las que atravesarían tu armadura, sino lanzas de ogros. La penumbra es una cortina que nos oculta a la vista de nuestro enemigo. La lluvia borra todo rastro de nuestro paso. No cuestiones la sabiduría de dios, Paregin, sobre todo habida cuenta de que, según has demostrado, la tuya brilla por su ausencia.

—Perdóname, Mina —musitó el hombre, que se había quedado lívido—. No era mi intención mostrarme irrespetuoso. Honro a dios. Y a ti. —La contempló con adoración—. ¡Ojalá tenga la ocasión de demostrarlo!

La expresión de la joven se suavizó y sus ojos ambarinos, el único color en medio de la gris penumbra, brillaron.

—La tendrás, Paregin —respondió quedamente—. Te lo prometo.

Hizo volver grupas al caballo y regresó a la cabeza de la columna a galope, los cascos del animal lanzando barro al aire. Los hombres agacharon la cabeza para protegerse de la lluvia y se prepararon para reanudar la marcha.

—¡Mina! —llamó una voz a su espalda. Una figura corría hacia ella dando traspiés y resbalando.

La joven frenó a su montura y se volvió para ver qué pasaba.

—Es uno de los hombres de la retaguardia —informó Galdar.

—¡Mina! —El soldado llegó a su lado sin resuello—. ¡Dragones Azules! —jadeó—. Por el norte. —Miró hacia atrás, con el entrecejo fruncido—. ¡Lo juro, Mina! Los vi...

—¡Allí! —señaló el minotauro.

Cinco Dragones Azules surgieron entre las nubes, relucientes las escamas por la lluvia. La columna de hombres aminoró la marcha hasta detenerse; todos parecían alarmados.

Los reptiles eran criaturas inmensas, bellas y aterradoras. La lluvia brillaba en escamas tan azules como el hielo de un lago helado bajo un cielo invernal despejado. Cabalgaban sobre los vientos tormentosos sin temor, sostenidos por las enormes alas que apenas se movían. No le tenían miedo al relámpago zigzagueante, ya que ellos mismos expulsaban rayos por las fauces y podían derrumbar una torre o matar a un hombre que estuviese a gran distancia en el suelo.

Mina no dijo nada, no dio ninguna orden. Permaneció, impasible, sobre su caballo, que se asustó al divisar a los dragones. Los reptiles se aproximaron y entonces Galdar pudo distinguir jinetes vestidos con armaduras negras. Uno tras otro, en formación, los Dragones Azules descendieron para volar bajo sobre la columna de hombres. Los jinetes de los reptiles y sus monturas los observaron atentamente y luego los dragones batieron las alas y se remontaron hasta perderse de nuevo entre las nubes grises.

Aunque los reptiles se perdieron de vista, su presencia podía sentirse todavía estrujando los corazones y socavando el valor.

—¿Qué ocurre? —El capitán Samuval se acercó chapoteando en el barro. Al aparecer los dragones, sus hombres habían aprestado los arcos, listos para disparar—. ¿A qué viene todo esto?

—Espías de Targonne —gruñó Galdar—. A estas alturas debe de saber que has anulado su orden al general Dogah, cambiándola por otra tuya, Mina. Eso es traición. Te hará matar y descuartizar, y clavará tu cabeza en una pica.

—Entonces ¿por qué no nos han atacado? —demandó Samuval mientras observaba el cielo con expresión sombría—. Los dragones podrían habernos reducido a cenizas en un momento.

—Sí, pero ¿qué ganaría con ello? —contestó Mina—. No se beneficiaría con nuestra muerte, pero sí lo hará con nuestra victoria. Es corto de miras, avaricioso. Un hombre de su calaña no ha sido leal a nadie jamás y no puede creer que otra persona lo sea. Un hombre que sólo cree en el sonido de las monedas de acero apilándose unas sobre otras no puede entender la fe de otros. Al juzgar a los demás por su rasero, no comprende lo que está ocurriendo aquí y, en consecuencia, no sabe cómo manejar la situación. Le daré lo que desea. Nuestra victoria le hará ganar las riquezas de la nación silvanesti y el favor de Malystrix.

—¿Tan convencida estás de ganar, Mina? —preguntó Galdar—. No es que lo ponga en duda —se apresuró a añadir—. Pero ¿quinientos soldados contra toda la nación silvanesti? Y todavía tenemos que marchar a través de las tierras de los ogros.

—Por supuesto que ganaremos, Galdar —contestó la joven—. El Único así lo ha decretado.

Hija de la batalla, hija de la guerra, hija de la muerte, Mina siguió adelante y los hombres la siguieron bajo la incesante lluvia.

Las tropas de la mujer marcharon en dirección sur, a lo largo del río Thon-Thalas. Por fin dejó de llover, el sol apareció de nuevo y los hombres recibieron el cambio de buen grado, aunque tuvieron que pagar por el calor y la ropa seca doblando el número de patrullas ya que para entonces se encontraban en pleno territorio de ogros.

Éstos se hallaban ahora amenazados desde el sur por los elfos renegados y la Legión de Acero, y desde el norte por los que antaño fueran sus aliados. Conscientes de su incapacidad para desalojar a los Caballeros de Neraka en el norte, los ogros habían trasladado sus ejércitos desde ese frente al del sur, concentrando los ataques contra la Legión de Acero, a la que consideraban el enemigo más débil y, por consiguiente, el más fácil de derrotar.

Mina enviaba exploradores a diario; los batidores de larga distancia regresaron para informar de que un gran ejército de ogros se estaba reuniendo alrededor de la fortaleza de la Legión de Acero, cercana a la frontera de Silvanesti. Las tropas humanas y un ejército elfo, el cual se creía que se hallaba a las órdenes de la elfa oscura Alhana Starbreeze, estaban dentro de la fortificación, dispuestos a rechazar el ataque de los ogros. La batalla no había comenzado aún. Los ogros esperaban algo, tal vez más tropas o buenos augurios.

La joven recibió los informes de los exploradores por la mañana, antes de emprender la marcha de ese día. Los hombres recogían sus equipos, protestando como siempre pero con mejor ánimo desde que había dejado de llover. Los Dragones Azules que los seguían mantenían las distancias. De vez en cuando alguien vislumbraba fugazmente la sombra de unas alas o el destello del sol en escamas azules, pero los reptiles no se aproximaron más. Los soldados tomaron su magro desayuno y esperaron la orden de partir.

—Traéis buenas noticias, caballeros —les dijo Mina a los batidores—, pero no hay que bajar la guardia. ¿A qué distancia estamos del escudo, Galdar?

—Según los exploradores, a dos días de marcha, Mina.

Los ojos ambarinos de la muchacha miraron más allá del minotauro, más allá del ejército, de los árboles y el río, del propio cielo, o eso le pareció a él.

—Se nos convoca, Galdar. Noto una gran urgencia. Hemos de llegar a la frontera de Silvanesti esta misma noche.

El minotauro se quedó boquiabierto. Era leal a su comandante. Habría dado la vida por ella y lo habría considerado un privilegio. Sus estrategias no eran ortodoxas, pero habían resultado muy eficaces. Sin embargo, había cosas que ni siquiera ella era capaz de hacer. O su dios.

—No podemos, Mina —manifestó llanamente—. Los hombres hacen marchas de diez horas diarias, están agotados. Además, las carretas de suministro no pueden avanzar más deprisa. Míralos. —Hizo un gesto con la mano. Dirigidos por el jefe de intendencia, los hombres se afanaban en sacar una de las carretas que se había quedado atascada en el barro durante la noche—. No estarán preparados para partir hasta dentro de una hora, como poco. Pides lo imposible, Mina.

La llamada frenética de un cuerno hendió el aire, a sus espaldas.

La columna de tropas se extendía a lo largo de la calzada que se desplegaba sobre una colina, alrededor de un recodo, seguía por el valle y ascendía por otro cerro. Los hombres se pusieron de pie al oír el toque y volvieron la vista hacia la parte posterior de la columna. Los que se ocupaban de desatascar la carreta cesaron de trabajar.

Un explorador remontó la colina cabalgando a galope tendido. Las tropas se apartaron de la calzada para dejarle paso. Al parecer, preguntó a voces algo mientras galopaba, ya que muchos hombres señalaron hacia el frente. El explorador clavó espuelas para azuzar su montura.

Mina se situó en el centro de la calzada, esperando su llegada. Al localizarla, el explorador sofrenó su montura tan bruscamente que el animal se paró sobre las patas traseras.

—¡Mina! —El explorador se hallaba sin resuello—. ¡Ogros! ¡En las colinas que hay detrás de nosotros! ¡Se acercan muy deprisa!

—¿Cuántos son? —preguntó ella.

—Es difícil calcularlo, ya que avanzan desplegados, no en columna ni en ningún otro tipo de formación. Pero son muchos. Un centenar o más. Descienden de los cerros.

—Probablemente se trata de una partida merodeadora —gruñó Galdar—. Se habrán enterado de la gran batalla en el sur y han salido para reclamar su parte en el botín.

—No tardarán en agruparse cuando descubran nuestro rastro —pronosticó el capitán Samuval—. Y lo harán en cuanto lleguen al río.

—Pues al parecer ya han llegado —dijo Galdar.

Gritos rechinantes de rabia y júbilo resonaron entre los cerros. El destemplado toque de cuernos hendió el aire. Unos cuantos ogros los habían descubierto y llamaban a su compañeros a la batalla.

El informe del explorador se propagó con la rapidez de un fuego descontrolado a lo largo de la columna. Los soldados se incorporaron precipitadamente, desaparecidas la fatiga y la debilidad como hojas secas en las llamas. Los ogros eran enemigos terribles. Corpulentos, feroces y salvajes, un ejército de aquellos seres, dirigido por magos de su especie, operaba con una buena noción de estrategia y táctica, pero no así un grupo de merodeadores.

Esas partidas de ogros no tenían líderes. Expulsados de su propia y brutal sociedad, resultaban extremadamente peligrosos y caerían como alimañas incluso sobre sus propios congéneres. No se molestaban en organizar ataques en formación, sino que se lanzaban a la carga en el momento de tener a la vista al enemigo, confiando en su fuerza bruta y su ferocidad para superar al adversario.

Los ogros eran combatientes temerarios y, debido a su gruesa y velluda piel, no resultaba fácil matarlos. El dolor los volvía locos y los empujaba a una mayor ferocidad. Los grupos merodeadores no conocían la palabra «piedad» y hacían mofa del término «rendición», con respecto tanto a ellos mismos como al enemigo. Hacían pocos prisioneros, con el único propósito de tener diversión al caer la noche.

Un ejército disciplinado, bien armado y organizado podía rechazar un ataque de ogros. Al no contar con un cabecilla que los dirigiese, no era difícil conducirlos a trampas y a la derrota merced a sagaces estratagemas. No eran buenos arqueros, puesto que carecían de paciencia para hacer las prácticas de tiro que dicha disciplina requería. Manejaban enormes espadones y hachas, que utilizaban para despedazar a sus adversarios, o arrojaban lanzas, que con sus fuertes brazos alcanzaban grandes distancias y con mortífera precisión.

Al oír los salvajes gritos de los ogros y los toques de los cuernos, los oficiales de Mina empezaron a impartir órdenes a voces. Los caballeros hicieron volver grupas a sus monturas, dispuestos a galopar al encuentro del enemigo. Los encargados de las carretas manejaron los látigos y los caballos de tiro resoplaron por el esfuerzo al tirar de los vehículos.

—¡Adelantad esas carretas! —bramó Galdar—. Los soldados de infantería que formen una línea a través del camino, hasta la orilla del río. Capitán Samuval, que tus hombres tomen posiciones detrás de...

—No —dijo Mina y, a pesar de que no levantó la voz, el monosílabo resonó como un clarinazo que interrumpió en seco la actividad de los hombres. El clamor y el jaleo cesaron y los soldados se volvieron para mirarla—. No vamos a luchar contra los ogros. Huiremos de ellos.

—Nos perseguirán, Mina —protestó Samuval—. No conseguiremos dejarlos atrás. ¡Tenemos que quedarnos y luchar!

—Conductores de carreras —llamó la joven, que hizo caso omiso del capitán—, soltad los tiros de caballos.

—¡Pero, Mina, no podemos dejar las provisiones! —se sumó Galdar a la protesta de Samuval.

—Las carretas nos retrasan —contestó la joven—. En cambio, haremos que frenen a los ogros.

Galdar la miró de hito en hito. Al principio no comprendió, pero después vio su plan.

—Podría funcionar —dijo mientras meditaba la estrategia de su comandante.

—Funcionará —intervino Samuval, exultante—. Arrojaremos las carretas a los ogros como se echaría comida a una manada de lobos hambrientos que te pisa los talones.

—Infantería, formación en columna de a dos. Preparados para partir —ordenó Mina a los soldados de a pie—. Correréis, pero no en desbandada. Y seguiréis corriendo hasta que no tengáis fuerza para dar un paso, y entonces correréis más deprisa.

—Quizá los dragones acudan en nuestra ayuda —comentó Samuval a la par que lanzaba una ojeada al cielo—. Si es que todavía siguen ahí.

—Siguen —gruñó Galdar—, pero no vendrán a rescatarnos. Si se nos extermina en territorio ogro, Targonne se ahorrará el trabajo de ejecutarnos.

—Nadie va a exterminarnos —manifestó, tajante, Mina—. ¡Llamad al suboficial Paregin!

—¡Aquí estoy, Mina! —El oficial se abrió paso entre sus hombres, que se situaban rápidamente en posición.

—Paregin, ¿me eres leal?

—Sí, Mina —aseveró sin vacilación.

—Te salvé la vida —dijo la joven. Los gritos y aullidos de los ogros sonaban cada vez más cerca y los hombres miraron hacia atrás con inquietud—. En consecuencia, tu vida me pertenece.

—Sí, Mina.

—Suboficial Paregin, tú y tus hombres os quedaréis aquí para defender las carretas. Contendréis a los ogros todo el tiempo posible para darnos tiempo a los demás a escapar.

El hombre tragó saliva.

—Sí, Mina —contestó, pero pronunció las palabras sin emitir sonido alguno.

—Rezaré por ti, Paregin —musitó la mujer, y le tendió la mano—. Y por todos aquellos que se quedan contigo. El Único os bendice y acepta vuestro sacrificio. Tomad posiciones.

El oficial asió su mano y la besó con reverencia, como sumido en un éxtasis. Cuando regresó a las líneas, habló a sus hombres en tono exaltado, como si les hubiese concedido un gran galardón. Galdar no les quitó ojo para asegurarse de que los hombres de Paregin lo obedecían y no intentaban escabullirse ante una orden que era una condena a muerte. Los soldados obedecieron, algunos con aire aturdido y otros, sombrío, pero todos ellos con gesto resuelto. Se situaron alrededor de las carretas de suministro que estaban llenas de barriles de carne y cerveza, sacos de harina, el equipo del herrero, espadas, escudos y armaduras, tiendas y cuerdas.

—Los ogros pensarán que Yule se ha adelantado —comentó Samuval.

Galdar asintió en silencio. Recordaba lo ocurrido en el tajo de Beckard, y a Mina ordenándole que mandara cargar más suministros de los necesarios. Un escalofrío le recorrió la espina dorsal e hizo que se le pusiera de punta la pelambre. ¿Acaso lo sabía desde el principio? ¿Se le habría dado a conocer que ocurriría esto? ¿Lo había presagiado todo? ¿Estaba determinado el fin de cada uno de ellos? ¿Había señalado a Paregin para morir el día que le salvó la vida? Galdar sintió un momento de pánico. De repente deseó cortar con todo y echar a correr sólo para demostrarse a sí mismo que podía hacerlo, que seguía siendo dueño de su propio destino, que no estaba atrapado como un insecto en el ámbar de aquellos ojos.

—Llegaremos a Silvanesti al caer la noche —dijo Mina.

Galdar alzó la vista hacia ella con el corazón constreñido por el miedo y el sobrecogimiento.

—Da la orden de partir, Galdar. Yo marcaré el paso.

Desmontó y entregó las riendas de su montura a uno de los caballeros. Se situó al frente de la columna y, con una voz que era dulce y fría como la plateada luz de la luna, gritó:

—¡A Silvanesti! ¡A la victoria!

Empezó a marchar a paso ligero, con zancadas largas, a un ritmo vivo pero fácil hasta que sus músculos se calentaran con el ejercicio. Los hombres, que oían el avance arrasador de los ogros en retaguardia, no necesitaron de estímulo para ir en pos de ella.

Galdar descubrió que podía escapar a las colinas u ofrecerse voluntario para quedarse con el pelotón condenado a morir en retaguardia o seguir a la joven mientras alentase vida en él; la decisión era suya. Se situó junto a ella y recibió una sonrisa como recompensa.

—¡Por Mina! —gritó el suboficial Paregin; plantado ante las carretas, lanzó el grito de guerra al oír el tumulto de los ogros a la carga.

Asió con firmeza su espada y aguardó la muerte.


Ahora que las tropas no tenían carretas que les retrasaran, el ejército de Mina avanzó con gran rapidez, sobre todo con los gritos y aullidos de los ogros azuzándolo. Todos oían el ruido de la batalla a sus espaldas e imaginaban lo que estaba ocurriendo; seguían el desarrollo del combate por los sonidos. Chillidos jubilosos; los de los ogros al descubrir las carretas. Silencio. Los ogros saqueaban las provisiones y descuartizaban los cuerpos de los que habían matado.

Los soldados corrieron como Mina les había dicho que harían. Corrieron hasta la extenuación y entonces la joven los instó a correr más deprisa. Quienes se desplomaron fueron dejados atrás. Mina no permitió que nadie los ayudara y ello fue otro incentivo más para que los hombres mantuviesen las doloridas piernas en movimiento. Cada vez que un soldado creía que ya no era capaz de continuar, sólo tenía que mirar la cabeza de la columna para ver a la esbelta muchacha de aspecto frágil, equipada con peto y cota de malla, dirigiendo la marcha sin flaquear, sin parar para descansar, sin mirar atrás para comprobar si alguien la seguía. Su aguerrido valor, su espíritu indomable y su fe conformaban el estandarte que los impulsaba a seguir adelante.

Mina concedió únicamente a los soldados un breve descanso, de pie, para que echaran un trago de agua. No les permitió sentarse ni tumbarse por temor a que los músculos se les agarrotaran y fuesen incapaces de continuar. Los que desfallecieron quedaron tendidos donde habían caído para que siguieran a la columna cuando se recuperaran, si es que lo hacían.

Las sombras se alargaron. Los hombres seguían corriendo, con los oficiales marcando el ritmo del extenuante paso con canciones al principio, si bien después a nadie le sobraba un soplo de aliento para emplearlo en otra cosa más que en respirar. Sin embargo, con cada zancada se acercaban más a su destino: el escudo que protegía las fronteras de Silvanesti.

Galdar advirtió con alarma que las fuerzas de la propia Mina comenzaban a flaquear. La joven trastabilló en varias ocasiones y luego, finalmente, cayó. El minotauro se plantó a su lado de un salto.

—No —jadeó ella mientras apartaba su mano. Se incorporó, dio unos cuantos pasos vacilantes y volvió a caer.

—Mina, tu caballo, Fuego Fatuo, está ahí, listo para llevarte. No hay nada de vergonzoso en que vayas montada.

—Mis soldados corren —contestó débilmente—, así que correré con ellos. ¡No les pediré que hagan lo que yo no pueda hacer!

Intentó levantarse, pero las piernas no la sostenían. Con gesto severo, comenzó a avanzar a gatas por el camino. Algunos soldados lanzaron vítores, pero otros lloraron.

Galdar la cogió en brazos. Mina protestó, le ordenó que la soltara.

—Si lo hago, volverás a caer. Entonces serás tú quien nos retrase —argumentó el minotauro—. Los hombres no te abandonarán y no llegaremos a la frontera de Silvanesti al anochecer. La elección es tuya.

—De acuerdo —aceptó la muchacha tras un instante de amargo debate consigo misma y su debilidad—. Cabalgaré.

Galdar la ayudó a montar en Fuego Fatuo. Mina se derrumbó sobre la silla, tan agotada que por un instante temió ser incapaz siquiera de mantenerse sobre ella. Después apretó los dientes, enderezó la espalda y se sentó erguida.

Bajó la mirada hacia el minotauro; sus ojos ambarinos eran fríos.

—No vuelvas a desacatar mis órdenes, Galdar —dijo—. Puedes servir al Único tanto vivo como muerto.

—Sí, Mina —contestó en voz queda.

La muchacha asió las riendas y azuzó al caballo para que emprendiera galope.


La predicción que había hecho Mina se cumplió. El ejército de los caballeros alcanzó los bosques adyacentes al escudo antes de que se pusiera el sol.

—Nuestra marcha acaba aquí por esta noche —dijo la muchacha mientras bajaba del agotado caballo.

—¿Qué le ocurre a este sitio? —preguntó Galdar al observar los árboles muertos, las plantas descompuestas y los cadáveres de animales tendidos a lo largo del camino—. ¿Está maldito?

—En cierto modo, sí. Nos encontramos cerca del escudo —repuso Mina que contemplaba con atención cuanto la rodeaba—. La devastación que ves es la marca de su presencia.

—¿El escudo provoca la muerte? —inquirió el minotauro, alarmado.

—A todo aquello que toca.

—¿Y hemos de abrirnos paso a través de él?

—No podemos cruzarlo. —Mina se mostraba tranquila—. Ninguna arma puede penetrarlo. Ninguna fuerza, ni siquiera la magia del dragón más poderoso, puede romperlo. Los elfos a las órdenes de su reina bruja han arremetido contra él durante meses sin hacer mella alguna en su resistencia. La Legión de Acero ha enviado a sus caballeros, que lo han acometido sin resultado. Mira —señaló—. El escudo se alza justo delante de nosotros. Puede verse, Galdar. El escudo y, detrás de él, Silvanesti y la victoria.

Galdar estrechó los ojos para resguardarlos del resplandor. El agua reflejaba el fulgor rojizo del sol poniente y convertía al Thon-Thalas en un río de sangre. Al principio no alcanzó a distinguir nada, pero luego los árboles que tenía al frente ondearon como si se reflejasen en el agua enrojecida. El minotauro se frotó los ojos, achacando a la fatiga aquel efecto óptico. Parpadeó, miró fijamente y volvió a verlos ondear; entonces comprendió que lo que veía era una distorsión en el aire creada por el escudo mágico.

Se aproximó más, fascinado. Ahora que sabía dónde mirar se le antojó que vislumbraba el propio escudo. Era translúcido, pero con una transparencia oleosa, como una burbuja de jabón. Todo cuanto había dentro de él —árboles y rocas, arbustos y hierba— parecía trémulo e insustancial.

«Igual que el ejército elfo», pensó el minotauro y al punto interpretó aquello como un buen presagio. Empero, todavía tenían que traspasar el escudo.

Los oficiales hicieron detenerse a las tropas. Muchos hombres se desplomaron de bruces en el suelo tan pronto como se dio la orden de interrumpir la marcha. Algunos yacieron sollozando por falta de resuello o por el dolor de los espasmos musculares en sus piernas. Otros se quedaron tendidos en silencio y muy quietos, como si la maldición de muerte que aquejaba a los árboles alrededor también los hubiese afectado a ellos.

—En resumen —rezongó Galdar entre dientes al capitán Samuval, que estaba a su lado, jadeante—. De poder escoger entre atravesar ese escudo o luchar contra los ogros, creo que elegiría lo último. Al menos sabría a qué me enfrentaba.

—Has dicho una gran verdad, amigo —convino Samuval cuando recuperó el aliento suficiente para poder hablar—. Este lugar produce una sensación extraña. —Señaló con la cabeza el aire titilante—. Sea lo que sea que tengamos que hacer, cuanto antes nos pongamos a ello, mejor. Es posible que hayamos sacado alguna ventaja a los ogros, pero nos alcanzarán enseguida.

—Calculo que por la mañana —convino Galdar mientras se dejaba caer pesadamente al suelo. En toda su vida había estado tan cansado—. Conozco bien cómo operan las partidas de ogros. Saquear las carretas y masacrar a nuestros hombres los tendrá ocupados un tiempo, pero enseguida buscarán más diversión y más pillaje. Apuesto a que ya están sobre nuestro rastro.

—Y nosotros estamos demasiado agotados para ir a ninguna parte, aun en el caso de que tuviésemos a donde ir —dijo Samuval mientras se sentaba cansadamente a su lado—. No sé tú, pero yo ni siquiera tengo fuerzas para espantar a un mosquito, cuanto menos para arremeter contra un condenado escudo mágico.

Miró de soslayo a Mina, que era la única que continuaba de pie. La joven contemplaba intensamente el escudo o, al menos, miraba en esa dirección; la noche se cerraba sobre ellos con rapidez y ya no resultaba fácil distinguir la distorsión del aire.

—Creo que esto es el fin, amigo mío —susurró el capitán Samuval al minotauro—. No podemos entrar en el escudo y los ogros llegarán aquí por la mañana. Los ogros en la retaguardia, el escudo al frente y nosotros atrapados en medio. Tengo la sensación de que toda esa loca carrera no ha servido de nada.

Galdar no contestó. No había perdido la fe, pero estaba demasiado cansado para discutir. A buen seguro, Mina tenía un plan. No los habría conducido a un callejón sin salida para quedar atrapados en él y ser masacrados por los ogros. El minotauro ignoraba cuál sería ese plan, pero confiaba en la muchacha y tenía suficientes pruebas de las facultades de la joven y del poder de su dios como para creerla capaz de hacer lo imposible.

Mina se abrió paso entre los grises y muertos árboles y se encaminó directamente hacia el escudo. Las ramas podridas se desprendían alrededor; las hojas secas crujían bajo sus botas. Un polvo como ceniza caía sobre sus hombros y su rapada cabeza cual un manto gris perla. Caminó hasta que no pudo avanzar más, hasta que chocó contra un muro invisible.

La joven adelantó la mano, empujó el escudo y Galdar tuvo la impresión de que la insustancial y aceitosa burbuja tendría que ceder a su presión. La muchacha retiró la mano con presteza, como si hubiese tocado un espino y se hubiese pinchado. Al minotauro le pareció ver una ligera ondulación en el escudo, aunque también podría haber sido producto de su imaginación. Mina empuñó su maza y la descargó contra la mágica barrera. El arma escapó de entre sus dedos debido a la fuerza del impacto. Tras encogerse de hombros, Mina recogió la maza; habiendo confirmado los rumores sobre la impenetrabilidad del escudo, se volvió y regresó por el bosque muerto hasta donde estaba su ejército.

—¿Cuáles son tus órdenes, Mina? —preguntó Galdar.

Ella miró en derredor a las tropas desperdigadas sobre el suelo grisáceo como otros cadáveres más.

—Los hombres lo han hecho bien —dijo—. Están exhaustos, así que acamparemos aquí. Creo que es lo bastante cerca —añadió mientras se volvía a mirar el escudo—. Sí, debería ser suficiente.

Galdar ni siquiera se molestó en preguntar «¿Lo bastante cerca de qué?», pues ni siquiera tenía fuerza para hacerlo. Se incorporó con trabajo.

—Iré a organizar los turnos de guardia... —empezó.

—No —lo cortó Mina mientras ponía la mano en su hombro—. No habrá puestos de guardia esta noche. Todo el mundo dormirá.

—¿Sin centinelas? —protestó el minotauro—. Pero, Mina, los ogros nos persiguen...

—No nos alcanzarán hasta la mañana —volvió a interrumpirlo—. Los hombres deben comer si tienen hambre y después han de dormir.

«¿Comer qué?», se preguntó Galdar. Sus víveres llenaban ahora los vientres de los ogros. Aquellos que iniciaron la loca carrera cargados con paquetes de vituallas los habían tirado en el camino muchas horas atrás. Sin embargo, se guardó mucho de discutir con ella.

Tras reunir a los oficiales, comunicó las órdenes de Mina. Para sorpresa del minotauro, apenas hubo protestas ni argumentos. Los hombres estaban demasiado cansados; todo les daba igual. En cualquier caso, como dijo uno de los soldados, montar guardia no serviría de mucho. Los ogros se encargarían de despertarlos; despertarlos a tiempo para morir.

El estómago de Galdar resonó, pero el minotauro se encontraba demasiado agotado para buscar comida. Además, no probaría bocado de nada de aquel maldito bosque, eso por descontado. Se preguntó si la magia que había consumido la vida de los árboles actuaría del mismo modo sobre ellos durante la noche. Imaginó a los ogros llegando por la mañana para encontrarse únicamente con unos cadáveres secos. La idea lo hizo sonreír.

La noche era oscura como la muerte. Enredadas en las negras ramas de los esqueléticos árboles, las estrellas parecían pequeñas y débiles. Galdar estaba demasiado atontado por la fatiga para recordar si la luna saldría o no esa noche. Esperó que no lo hiciera. Cuanto menos viese aquel bosque fantasmagórico, mucho mejor. Pasó a trompicones sobre los cuerpos desmadejados de los soldados. Unos cuantos gruñeron y unos pocos lo maldijeron, y ése fue el único modo de saber que seguían vivos.

El minotauro regresó al lugar donde había dejado a Mina, pero la muchacha no se encontraba allí. La buscó pero no logró localizarla en la oscuridad y el corazón se le encogió con un miedo indefinible, como el que siente un niño al descubrir que está solo y perdido en la noche. Tampoco se atrevió a llamarla. Había en el silencio, profundo como el de un templo, algo de atroz que no deseaba alterar, pero tenía que encontrarla.

—¡Mina! —siseó con un susurro penetrante.

Rodeó un grupo de árboles muertos y la halló sentada sobre la rama desgajada que había caído de un gigantesco roble. Su rostro brillaba pálido, más luminoso que la luz de la luna, y el minotauro se extrañó de no haberla visto antes.

—Cuatrocientos cincuenta hombres, Mina —informó. Se tambaleó mientras hablaba.

—Siéntate —ordenó ella.

—Faltan los treinta que se quedaron con las carretas, y otros veinte que cayeron en el camino. Quizás algunos de ésos nos alcancen si los ogros no los encuentran antes.

Ella asintió en silencio y Galdar se sentó pesadamente en el suelo. Los músculos le dolían. Mañana estaría agarrotado y con agujetas, y no sería el único.

—Todos duermen ya. —Dio un tremendo bostezo.

—También tú deberías dormir, Galdar.

—¿Y qué me dices de ti?

—Estoy desvelada. Me quedaré sentada un rato. No mucho, no te preocupes por mí.

El minotauro se acostó a sus pies, con la cabeza recostada en un montón de hojas secas que crujían cada vez que se movía. Durante toda la infernal carrera, lo único en lo que había sido capaz pensar era en la bendita noche, cuando podría tumbarse, descansar, dormir. Estiró los miembros, cerró los ojos y vio el sendero bajo sus pies. El camino se extendía y se extendía, interminable. Él corría sin parar, pero nunca llegaba al final. El camino se onduló, se retorció y se enroscó en torno a sus piernas como una serpiente. Lo hizo caer de cabeza a un río de sangre.

Galdar se despertó con un grito ahogado, sobresaltado.

—¿Qué pasa? —Seguía sentada sobre la rama. No se había movido.

—¡Esa maldita carrera! —imprecó el minotauro—. ¡Veo la calzada en mis sueños! No puedo dormir. Es inútil.

No era el único. A su alrededor, de todas partes, llegaban sonidos de respiraciones pesadas, jadeantes, del inquieto rebullir de cuerpos, de gemidos y toses, de susurros de miedo, de desaliento, de impotencia. Mina escuchó, sacudió la cabeza y suspiró.

—Túmbate, Galdar —dijo—. Acuéstate y yo te cantaré una nana. Así te dormirás.

—Mina... —Abochornado, el minotauro carraspeó—. No es necesario. No soy un niño.

—Lo eres, Galdar —respondió suavemente ella—. Todos lo somos. Hijos del Único. Acuéstate y cierra los ojos.

Galdar hizo lo que le mandaba. Se tumbó y cerró los ojos; la calzaba se extendía a sus pies y él corría como si la vida le fuera en ello.

Mina empezó a cantar. Su voz era grave, sin educar, ronca y, sin embargo, poseía una dulzura y una claridad que llegaban al alma.

Llega inevitable el fin de la jornada.

La flor en sus pétalos se encierra.

Es la hora en que la luz mengua.

La hora en la que el día cae inerte.

Envuelve la noche en su negro manto

las estrellas, los astros recién hallados,

tan distantes de este mundo limitado

de tristeza, temor y muerte.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

La creciente negrura nuestras almas toma,

y entre sus fríos pliegues nos arropa

con la más profunda nada de la Señora

en cuyas manos nuestro destino pende.

Soñad, guerreros, con la celeste negrura.

Sentid de la noche consorte la dulzura,

la redención que en su amor procura

a los que en su seno abrigados tiene.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Cae en brazos de la oscuridad silente.

Velará tu alma la noche vigilante.

Duérmete, amor, que todo duerme.

Galdar sintió que el letargo se apoderaba de él, una languidez semejante a la que experimentan quienes mueren desangrados. Sus miembros se tornaron pesados, igual que su cuerpo, tanto que empezó a hundirse en el suelo, en la tierra esponjosa y la ceniza de las plantas muertas, y las hojas secas empezaron a caer sobre él, cubriéndolo como una capa de tierra arrojada en su tumba.

Estaba en paz. No sabía qué era el miedo. Perdió la conciencia de cuanto lo rodeaba.

Los enanos lo llamaban Gamashinoch. El Canto de los Muertos.


Los jinetes de los dragones de Targonne se levantaron antes del amanecer y volaron bajo sobre los bosques del territorio ogro de Blode. Habían observado los acontecimientos de la víspera desde el aire. Habían visto correr al pequeño ejército perseguido por la partida de ogros. Los soldados habían huido llevados por el pánico, a entender de los jinetes, abandonando las carretas de provisiones. Uno de los jinetes comentó con gesto sombrío que a Targonne no le complacería saber que un equipo de varios cientos de monedas de acero había pasado a manos de los ogros.

La patulea había corrido ciegamente, aunque consiguió mantener la formación. Sin embargo, su enloquecida huida no los había llevado a ninguna parte, ya que habían ido a parar de cabeza al escudo mágico que rodeaba Silvanesti. El ejército se había detenido allí al caer el día. Los soldados estaban agotados y no podían continuar aun en el caso de que hubiesen tenido a dónde ir, cosa que no era así.

Saquear las carretas había tenido ocupada a la partida de ogros durante un par de horas, pero cuando ya no quedaba nada que comer y se hubieron apoderado de todo cuanto podían robar, los ogros se encaminaron hacia el sur siguiendo el rastro de los humanos, en pos del detestado efluvio que los enfurecía y los empujaba a la lucha desenfrenada.

Los jinetes de los dragones habrían podido ocuparse de los ogros. Los Azules habrían acabado en un abrir y cerrar de ojos con la partida de merodeadores. Pero sus órdenes eran otras. Tenían que vigilar a la rebelde oficial y su ejército de fanáticos. No debían intervenir. A Targonne no se lo podría responsabilizar si los ogros destruían la fuerza destacada para la invasión de Silvanesti. Targonne le había repetido a Malys hasta la saciedad que debía expulsarse a los ogros de Blode, exterminarlos como a los kenders. Quizá la próxima vez le hiciera caso.

—Ahí siguen —dijo uno de los jinetes mientras su dragón giraba lentamente en círculo—. En Tierra Muerta, donde los dejamos anoche. No se han movido. Tal vez estén muertos también. Es lo que parece.

—Y si no es así, pronto lo estarán —comentó su comandante.

Los ogros formaban una oscura masa que se movía como fango a lo largo de la calzada que se internaba en lo que el jinete había llamado Tierra Muerta, la zona gris que señalaba el borde del escudo, la frontera de Silvanesti.

Los jinetes observaron interesados, esperando con ansiedad la batalla que pondría fin a su aburrida misión y les permitiría regresar a sus barracones en Khur.

Los caballeros se dispusieron a presenciar cómodamente los acontecimientos.

—¿Veis eso? —dijo uno de repente mientras se echaba hacia adelante en la silla.

—Volad más bajo —ordenó el comandante.

Los dragones descendieron en un suave picado, aprovechando la brisa del amanecer. Los jinetes miraban asombrados el espectáculo que se desarrollaba allá abajo.

—Me parece, caballeros, que deberíamos volar de regreso a Jelek e informar de esto a Targonne nosotros mismos —dijo el comandante tras un instante de estupefacción—. De otro modo, podrían no creernos.

El toque de cuerno despertó a Galdar y lo hizo ponerse de pie mientras buscaba a tientas la espada antes de estar consciente del todo.

—¡Los ogros atacan! ¡Agrupaos, soldados! ¡Formad filas! —gritaba el capitán Samuval con voz enronquecida mientras propinaba patadas a los hombres de su compañía para despertarlos.

—¡Mina! —Galdar buscó a la muchacha, resuelto a protegerla o, si eso no era posible, decidido a matarla para que no cayera viva en manos de los ogros—. ¡Mina!

La halló en el mismo sitio en que la había dejado, sentada en la rama de roble muerta. Su arma, el «lucero del alba», reposaba sobre su regazo.

—¡Aprisa, Mina! —El minotauro se acercó pisoteando ceniza y hojas secas—. Todavía puede haber una oportunidad para que escapes...

Ella lo miró y rió con ganas.

Galdar estaba estupefacto. Nunca la había oído reír. Era un sonido dulce y alegre, la risa de una joven que corre al encuentro de su amado. Mina se encaramó al tocón de un árbol muerto.

—¡Guardad vuestras armas, soldados! —gritó—. Los ogros no pueden tocarnos.

—Se ha vuelto loca —manifestó Samuval.

—No —lo contradijo Galdar—. Mira.

Los ogros habían formado una línea de batalla a menos de tres metros de distancia y se agitaban como posesos. Bramaban, aullaban, rechinaban los dientes, babeaban y maldecían. Se encontraban tan cerca que su horrible pestilencia llegaba a sus narices. Saltaban, daban patadas y puñetazos y blandían sus armas con letal ferocidad.

Con rabiosa frustración. Tenían al enemigo a la vista pero habría dado igual si se hubiese encontrado entre las estrellas, en algún lugar lejano del universo. Los árboles que separaban a Galdar de los ogros ondeaban con la tenue luz del alba, ondulaban y se mecían como la risa de Mina en el aire del gris amanecer. Los ogros arremetían con la cabeza contra el escudo, una barrera invisible, mágica. Una barrera que no podían traspasar.

Galdar los miró fijamente para asegurarse de que no podían llegar hasta sus compañeros y él. Le parecía imposible que no fueran capaces de cruzar a través de esa barrera extraña e invisible, pero finalmente no tuvo más remedio que admitir lo que su mente consideraba inverosímil. Muchos ogros se retiraron del escudo, alarmados y asustados por la magia. Unos pocos parecieron cansarse de asestar cabezazos contra el aire. Uno tras otro, todos volvieron sus velludas espaldas al ejército humano que tenían a la vista pero al que no podían alcanzar. Sus gritos empezaron a remitir. Con gestos groseros y amenazadores, se alejaron desordenadamente y desaparecieron en el bosque.

—¡Estamos dentro del escudo, soldados! —anunció en tono triunfante Mina—. ¡Os halláis a salvo tras la frontera de Silvanesti! ¡Sed testigos del poder del único y omnipotente dios!

Los hombres miraban sin salir de su asombro, incapaces al principio de asimilar el milagro que les había sucedido. Parpadearon, boquiabiertos, y a Galdar le recordaron prisioneros que hubiesen pasado casi toda la vida encerrados en celdas oscuras y que de repente se los liberara para que caminaran bajo la radiante luz del sol. Unos pocos lanzaron vítores, pero en voz queda, como si les diese miedo romper el hechizo. Algunos se frotaban los ojos, otros dudaban de estar en su sano juicio, pero ante sí tenían el hecho innegable de la retirada de los ogros que les confirmaba que no se habían vuelto locos, que no veían cosas raras. Uno tras otro, los hombres cayeron de hinojos ante Mina y hundieron los rostros en la gris ceniza. Esta vez no entonaron su nombre en tono triunfal. Era un momento demasiado sagrado para eso. Le rindieron homenaje en silencio, con reverente sobrecogimiento.

—¡En pie, soldados! —gritó Mina—. Empuñad las armas. Hoy marchamos sobre Silvanost. ¡Y no existe fuerza en el mundo capaz de detenernos!

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