6 El funeral de Caramon Majere

Con la salida del sol —un espléndido amanecer dorado y púrpura con intensos matices rojos— las gentes de Solace se reunieron en torno a la posada El Último Hogar en silenciosa vigilia, ofreciendo su cariño y su respeto al hombre valeroso, bueno y afable que yacía muerto dentro.

Apenas se hablaba. La gente callaba presagiando el gran silencio que antes o después nos llega a todos. Las madres tranquilizaban a los inquietos niños, que contemplaban la posada iluminada sin entender qué había ocurrido, sólo percibiendo que era algo importante y horrible, una sensación que dejaría impronta en sus mentes inmaduras y que recordarían hasta el fin de sus días.

—Lo siento muchísimo, Laura —le dijo Tas en la queda hora que precede al alba.

La mujer se encontraba al lado del banco donde Caramon acostumbraba tomar su desayuno, sin hacer nada, mirando al vacío, con el rostro pálido y demacrado.

—Caramon era mi amigo, el mejor del mundo —añadió Tas.

—Gracias. —Laura sonrió, aunque fue una sonrisa temblorosa. Tenía los ojos colorados de llorar.

—Tasslehoff —le recordó el kender, pensando que había olvidado su nombre.

—Sí. —Laura parecía inquieta—. Eh... Tasslehoff.

—Soy Tasslehoff Burrfoot. El original —agregó el kender al recordar a sus treinta y siete tocayos; treinta y nueve, contando los perros—. Caramon me reconoció. Me dio un abrazo y dijo que se alegraba de verme.

—Ciertamente pareces Tasslehoff —comentó Laura, que lo miraba con incertidumbre—. Claro que sólo era una niña la última vez que te vi, y todos los kenders se parecen, al fin y al cabo. ¡Y no tiene sentido! ¡Tasslehoff Burrfoot murió en la Guerra de Caos!

Tas le habría explicado todo sobre el artilugio para viajar en el tiempo y que Fizban lo había manipulado mal la primera vez, de modo que él había llegado tarde al primer funeral de Caramon para poder hacer su discurso, pero tenía un nudo en la garganta; un nudo tan grande que impedía que salieran las palabras.

Laura dirigió la vista hacia las escaleras de la posada, con los ojos llenos de lágrimas otra vez, y hundió la cara en las manos.

—Vamos, vamos —la consoló Tas mientras le daba palmaditas en el hombro—. Palin vendrá pronto. Él me conoce y podrá explicarlo todo.

—Palin no vendrá —sollozó Laura—. Me fue imposible enviarle un mensaje. ¡Es demasiado peligroso! Su padre ha muerto y no podrá acudir al funeral. Su esposa y mi querida hermana se hallan atrapadas en Haven, desde que el dragón cerró las calzadas. Sólo estoy yo para decirle adiós. ¡Es muy duro, demasiado para soportarlo!

—Pues claro que Palin vendrá —manifestó Tas mientras se preguntaba qué dragón había cerrado las calzadas y por qué. Tenía intención de preguntarlo, pero con tantas ideas que bullían en su mente, ésta no pudo abrirse paso para situarse por delante de las demás—. Está ese joven mago que se hospeda aquí, en la habitación diecisiete. Se llama... Bueno, lo he olvidado, pero le pedirás que vaya a la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth, donde Palin es el jefe de la Orden de los Túnicas Blancas.

—¿Qué torre de Wayreth? —inquirió Laura, que había dejado de llorar y parecía desconcertada—. Desapareció, igual que la de Palanthas. Palin era el jefe de la Escuela de Hechicería, pero ni siquiera eso le queda ya. Beryl, la gran Verde, la destruyó hace un año, casi por estas mismas fechas. Y no hay habitación diecisiete en la posada. No desde que se reconstruyó por segunda vez.

Tas, muy ocupado recordando, no la escuchó.

—Palin vendrá pronto y traerá a Dalamar, y también a Jenna. Palin enviará mensajes a lady Crysania, en el Templo de Paladine, y a Goldmoon y a Riverwind, en Que-shu, y a Laurana y a Gilthas y a Silvanoshei, en Silvanesti. Todos llegarán pronto, y entonces empezaremos...

Tas enmudeció. Laura lo miraba como si de repente le hubiesen crecido dos cabezas. Tas lo sabía porque había notado esa misma expresión en su propia cara cuando se hallaba frente a un troll al que le había pasado exactamente eso. Despacio, sin quitar ojo a Tas, Laura se apartó de él.

—Quédate sentado aquí —le dijo con una voz muy suave y amable—. Aquí mismo, y yo... te traeré un plato de...

—¿Patatas picantes? —acabó Tas, alegre. Si había algo que podía deshacer el nudo que tenía en la garganta, eran las patatas picantes de Otik.

—Sí, un gran plato rebosante de patatas picantes. Aún no hemos encendido los fogones esta mañana, y Guisa, la cocinera, estaba tan alterada que le di el día libre, así que quizá tarde un poco. Tú siéntate y prométeme que no irás a ninguna parte —dijo Laura al tiempo que se apartaba de la mesa y ponía una silla entre el kender y ella.

—Oh, no pienso ir a ningún sitio —prometió Tas mientras tomaba asiento—. Tengo que hablar en el funeral, ya sabes.

—Sí, claro. —Laura apretó los labios, sin decir nada durante unos instantes. Tras respirar hondo, añadió—: Tienes que hablar en el funeral. Quédate aquí, como un buen kender.

«Buen» y «kender» eran términos que rara vez, por no decir nunca, iban unidos, y Tasslehoff pasó el tiempo sentado a la mesa pensando qué podría ser un «buen kender» y preguntándose si él lo sería. Llegó a la conclusión de que probablemente sí, ya que era un héroe y todo lo demás. Tras resolver satisfactoriamente la cuestión, sacó sus notas y repasó el discurso mientras tarareaba entre dientes para hacerse compañía y ayudar a que la triste tarea le pasara por la garganta sin atascársele.

Oyó a Laura hablar con un hombre joven, tal vez el hechicero de la habitación diecisiete, pero no prestó mucha atención a lo que decía, ya que al parecer tenía que ver con una pobre persona «aquejada», alguien que se había vuelto loco y que tal vez podría ser peligroso. En cualquier otro momento, Tas habría sentido interés en ver a una persona peligrosa, aquejada y demente, pero tenía que ocuparse del discurso y, puesto que era la principal razón de su viaje —el segundo viaje, para ser exactos— se concentró en su tarea.

Seguía en ello, al tiempo que daba buena cuenta de las patatas y una jarra de cerveza, cuando advirtió que una persona alta se hallaba plantada a su lado, con expresión sombría.

—Ah, hola —saludó Tas, al comprobar con alegría que era su gran amigo, el caballero que lo había arrestado el día anterior. Y siendo el caballero un buen amigo, era una lástima que Tas no recordase su nombre—. Siéntate, por favor. ¿Te apetecen unas patatas? ¿O tal vez huevos?

El caballero rehusó sus ofertas y cualquier otra cosa de comer o de beber. Tomó asiento enfrente de Tas y lo contempló con expresión muy seria.

—Tengo entendido que estás ocasionando problemas —dijo el caballero en un frío y desagradable tono de voz.

Justo cuando Tasslehoff se sentía muy orgulloso de sí mismo por no causar ningún problema. Había permanecido sentado a la mesa, en silencio, pensando ideas tristes sobre la marcha de Caramon y evocando otras alegres de los tiempos maravillosos que pasaron juntos. No había mirado siquiera si había algo interesante en la leñera. Había pasado por alto su habitual inspección del arcón de plata, y sólo había conseguido una bolsa de dinero que no conocía, y que a pesar de no recordar cómo había llegado a su poder, daba por sentado que se le había caído a alguien. Se aseguraría de devolvérsela a su dueño después del funeral.

En consecuencia, Tas se sintió ofendido con toda razón por el comentario del caballero, en el que clavó una mirada severa; puesto que el hombre mantenía la suya fija en Tas, el resultado fue un duelo de miradas.

—Estoy seguro de que no eres desagradable a propósito —dijo el kender—. Estás alterado, y lo comprendo.

El semblante del joven caballero adquirió un color peculiar, tan rojo que casi era púrpura. Intentó decir algo, pero su rabia era tal que cuando abrió la boca sólo logró farfullar.

—Oh, ya veo cuál es el problema —se corrigió Tas—. No me has entendido. Al decir «desagradable» me refería a tu talante, no a tu cara, que por cierto es bastante fea. Pero sé que eso no puedes arreglarlo, y que tal vez tampoco puedas hacer nada con respecto al carácter, siendo como eres un Caballero de Solamnia y todo lo demás, pero te equivocas. No he ocasionado problemas. He permanecido sentado a esta mesa todo el tiempo, comiendo patatas. Por cierto, están muy ricas, ¿seguro que no te apetece probarlas? En fin, si no quieres, las terminaré yo. ¿De qué hablábamos? Ah, sí. Que he estado aquí sentado, comiendo y trabajando en mi discurso. Para el funeral, ya sabes.

Cuando por fin el caballero fue capaz de hablar sin farfullar, su tono sonó aún más frío y desagradable que antes, si tal cosa era posible:

—La señora Laura me mandó recado con uno de los clientes de que la estabas asustando con tus comentarios irracionales y descabellados. Mis superiores me envían para que te lleve a prisión de nuevo. Y también les gustaría saber —agregó con un tono severo—, cómo te las arreglaste para escapar de la celda esta mañana.

—Me encantará volver contigo a la prisión. Es muy bonita —contestó Tas, cortés—. Nunca había visto una que fuera a prueba de kenders. Regresaré contigo nada más acabar el funeral. Me lo perdí una vez, ¿comprendes?, así que no puedo perdérmelo de nuevo. ¡Anda...! Lo había olvidado. —Tas suspiró—. No puedo ir contigo a la prisión. —Ojalá recordase el nombre del caballero. No quería preguntárselo, porque sería una falta de educación—. He de volver a mi propio tiempo enseguida. Le prometí a Fizban que no zascandilearía por ahí. Quizá tenga oportunidad de visitar vuestra cárcel en otro momento.

—Tal vez deberíais dejar que se quedara, sir Gerard —intervino Laura, que se acercó a la mesa, retorciendo el delantal entre las manos—. Parece completamente decidido, y no querría que ocasionara problemas. Además —las lágrimas empezaron a fluir de nuevo—, quizás esté diciendo la verdad. Después de todo, padre creyó que era Tasslehoff.

¡Gerard! Tas sintió un gran alivio. Ese era el nombre del caballero.

—¿Lo reconoció? —Gerard parecía escéptico—. ¿Lo dijo?

—Sí —respondió Laura mientras se secaba los ojos con el delantal—. El kender entró en la posada, fue directamente hacia papá, que estaba sentado aquí, como tenía por costumbre, y dijo «Hola, Caramon, he venido a hablar en tu funeral. He llegado un poco antes porque pensé que te gustaría oír lo que voy a decir». Y papá lo miró sorprendido. Al principio me parece que no le creyó, pero luego lo miró con más detenimiento y gritó «¡Tas!» y le dio un gran abrazo.

—Lo hizo, sí. —Tas sintió que iba a empezar a llorar—. Me abrazó y dijo que se alegraba de verme y que dónde había estado metido todo este tiempo. Le contesté que era una historia muy larga y que tiempo no era precisamente algo que le sobrara, así que antes quería que oyese el discurso. —Soltando el sollozo contenido hasta ese momento, Tas se limpió la nariz con la manga.

—Quizá deberíamos dejarlo quedarse para el funeral —sugirió Laura con timbre apremiante—. Creo que a papá le gustaría. Sólo que, si pudieseis... En fin... vigilarlo.

Las dudas de Gerard saltaban a la vista. Incluso intentó convencerla, pero Laura había tomado una decisión, y se parecía mucho a su madre. Cuando había decidido algo, ni un ejército de draconianos la haría cambiar de opinión.

La mujer abrió la puerta de la posada para que entrase el sol, la vida y todos aquellos que habían acudido a presentar sus respetos. Caramon Majere yacía en una sencilla caja de madera frente a la gran chimenea de la posada que tanto había amado. No había fuego en el hogar, sólo cenizas. Las gentes de Solace pasaron ante él, deteniéndose un instante para dejar su ofrenda: un adiós silencioso, una bendición queda, un juguete favorito, unas flores recién cortadas.

Los dolientes vieron que la expresión del anciano era plácida, incluso alegre; más alegre que la que había tenido desde que su amada Tika murió.

—Están juntos, en alguna parte —comentaban, y sonreían en medio de sus lágrimas.

Laura se encontraba cerca de la puerta, recibiendo las condolencias. Vestía las mismas ropas que usaba para trabajar: blusa blanca, delantal limpio, falda de color azul cobalto, con enaguas blancas. A la gente le extrañó que no se hubiese puesto de negro de pies a cabeza.

—Padre no habría querido que lo hiciera —era su sencilla respuesta.

Los asistentes comentaron que era triste que Laura fuese el único miembro de la familia que se encontrara presente para sepultar a su padre. Dezra, su hermana, había viajado a Haven a comprar lúpulo para la famosa cerveza de la posada y había quedado atrapada en aquel lugar cuando Beryl atacó la ciudad. Se las había ingeniado para enviar noticias a su hermana de que se encontraba bien y a salvo, pero que no se atrevía a regresar ya que las calzadas no eran seguras para los viajeros.

En cuanto al hijo de Caramon, Palin, había partido de Solace a otro de sus misteriosos viajes. Si Laura sabía dónde se encontraba, no lo dijo. La esposa de Palin, Usha, retratista de cierto renombre, había acompañado a Dezra a Haven. Como había hecho retratos de las familias de algunos de los comandantes de los Caballeros de Neraka, estaba en negociaciones para intentar obtener un salvoconducto para Dezra y para ella. Los hijos de Usha y Palin, Ulin y Linsha, se hallaban ausentes en sus propias aventuras. Hacía muchos meses que no se tenían noticias de Linsha, una Dama de Solamnia, y Ulin se había marchado tras conocer un informe sobre un artefacto mágico que se creía se hallaba en Palanthas.

Tas se encontraba sentado en un banco, bajo vigilancia, con el caballero Gerard a su lado. Al ver entrar a la gente, el kender sacudió la cabeza.

—Te digo que el funeral de Caramon no tenía que ser así —repetía insistentemente.

—Cierra el pico, demonio —ordenó Gerard en voz baja y dura—. Esto ya es bastante duro para Laura y los amigos de su padre para que tú empeores las cosas con tus tonterías. —A fin de dar énfasis a sus palabras, asió fuertemente el hombro del kender y lo sacudió.

—Me haces daño —protestó Tas.

—Me alegro —gruñó Gerard—. Cállate de una vez y haz lo que se te dice.

Tas guardó silencio, lo que era un gran logro en él, si bien en ese momento le resultaba más fácil hacerlo de lo que sus amigos habrían esperado. Su desacostumbrado silencio se debía al nudo que tenía en la garganta y que no lograba quitarse. La tristeza se mezclaba con la confusión que ofuscaba su mente y le impedía pensar con claridad.

El funeral de Caramon no marchaba en absoluto como se suponía que debía ser. Tas lo sabía muy bien porque ya había asistido al funeral en otra ocasión y recordaba cómo había sido, y no se parecía en nada a éste. En consecuencia, el kender no se estaba divirtiendo ni mucho menos como había esperado.

Todo estaba mal. Muy mal. Rematadamente mal. Ninguno de los dignatarios que se suponía debían encontrarse allí se hallaba presente. Palin no había llegado y Tas empezaba a pensar que quizá Laura tenía razón y no iría. Lady Crysania no había acudido aún. Goldmoon y Riverwind faltaban también. Dalamar no aparecería de repente, materializándose en las sombras y dando un buen susto a los presentes. Tas notó que no podría pronunciar su discurso. El nudo de la garganta era demasiado grande y no lo dejaría. Y había algo más que no marchaba bien.

La multitud era numerosa, ya que todos los habitantes de Solace y los alrededores habían acudido a presentar sus respetos y a encomiar la memoria del hombre tan querido por todos. Pero no había tanta gente como en el primer funeral de su amigo.

Caramon fue enterrado cerca de la posada que tanto amó, próximo a las tumbas de su esposa y sus hijos. El retoño de vallenwood que él había plantado en recuerdo de Tika crecía verde y fuerte; los que había plantado para sus hijos caídos en combate ya eran árboles grandes, de porte orgulloso y erguido, como la guardia proporcionada por los Caballeros de Solamnia, que le concedieron un honor que rara vez se daba a un hombre que no fuese caballero: escoltar su ataúd hasta el lugar del sepelio. Laura plantó el retoño de vallenwood en memoria de su padre, en pleno centro de Solace, cerca del que él había plantado para su madre. La pareja había sido el corazón y el alma de la ciudad durante muchos años, y todos lo consideraron apropiado.

El arbolillo se alzaba inestable en la tierra recién removida, y daba la impresión de hallarse solo y perdido. La gente pronunció las palabras que les dictaba el corazón, rindieron homenaje, los caballeros envainaron las espadas con rostros solemnes, y el funeral terminó. Todo el mundo se marchó a cenar a sus casas.

La posada cerró por primera vez desde que el Dragón Rojo la asió en sus garras y la dejó caer, en la Guerra de la Lanza. Los amigos de Laura se ofrecieron a quedarse para hacerle compañía las primeras noches, pero la mujer rehusó argumentando que quería quedarse sola con su pena y llorar. Mandó a Guisa a su casa, ya que se encontraba en tal estado que cuando finalmente regresó al trabajo no necesito echar sal en la comida, de tantas lágrimas que le cayeron en ella. En cuanto al enano gully, no se había movido del rincón donde se derrumbó en el momento de enterarse de la muerte de Caramon. Yació hecho un ovillo, sollozando entre lamentos, hasta que, para alivio de todos, se quedó dormido por el agotamiento.

—Adiós, Laura —se despidió Tas mientras le tendía la mano. El kender y Gerard eran los últimos en marcharse; Tas se había negado a moverse de allí hasta que todos se hubiesen ido para estar completamente seguro de que nada ocurriría como se suponía que habría tenido que suceder—. Fue un funeral bonito. No tanto como el otro, pero no es culpa tuya. De verdad no entiendo qué está pasando. Quizá sea ésa la razón de que Caramon pidiese a Gerard que me llevara a ver a Dalamar, cosa que haría con gusto, pero me parece que Fizban podría considerar eso zascandilear. En fin, adiós y gracias.

Laura miró al kender, que ya no se mostraba desenfadado y alegre, sino triste, desolado y abatido. Inopinadamente, Laura se arrodilló a su lado y lo rodeó con los brazos.

—¡Creo que eres Tasslehoff! —musitó con vehemencia—. Gracias por venir. —Lo estrechó con tal fuerza que lo dejó sin respiración y luego se volvió y corrió hacia la puerta que llevaba a la zona privada de la familia—. Por favor, atrancad la puerta al salir, sir Gerard —dijo sin apenas volver la cabeza antes de cerrar la otra puerta tras de sí.

El silencio se adueñó de la posada. Los únicos sonidos eran el murmullo de las hojas del vallenwood y el crujido de las ramas. El primero semejaba un llanto, y el segundo un lamento. Tas jamás había visto vacía la posada. Miró en derredor y recordó la noche en que los compañeros se habían reencontrado tras cinco años de separación. Podía ver el rostro de Flint y oír sus rezongos; veía a Caramon en actitud protectora junto a su gemelo; veía los penetrantes ojos de Raistlin observándolo todo. Casi podía oír de nuevo la canción de Goldmoon.

La vara refulge con luz azulada

y ambos desaparecen:

las llanuras han palidecido,

ha llegado el otoño.

—Todos han desaparecido —musitó Tas para sí y sintió la garganta contraída por otro sollozo.

—Vayámonos —dijo Gerard.

Con la mano sobre el hombro del kender, el caballero lo condujo hacia la puerta, donde lo hizo pararse para rescatar varios artículos de valor que, por casualidad, habían ido a parar a los saquillos de Tas. Gerard los dejó sobre el mostrador para cuando sus dueños los reclamaran. Hecho esto, cogió la llave que colgaba de un gancho en la pared, cerca de la puerta, y cerró ésta. Colgó la llave en otro gancho que había fuera de la posada, puesto allí por si alguien necesitaba un cuarto a altas horas de la noche, y luego empezó a descender la escalera con el kender.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tas—. ¿Qué hay en ese envoltorio que cargas? ¿Puedo mirar qué hay dentro? ¿Me llevas a visitar a Dalamar? Hace mucho que no lo veo. ¿Sabes la historia de cómo conocí al elfo oscuro? Caramon y yo estábamos...

—Cierra el pico, ¿quieres? —instó Gerard con brusquedad—. Tu cháchara me da dolor de cabeza. En cuanto adonde vamos, regresamos al fortín. Y respecto al envoltorio que llevo, si se te ocurre tocarlo te atravieso con la espada.

El caballero se negó a decir una sola palabra más, aunque Tas preguntó y preguntó e intentó hacer conjeturas y después inquirió si su suposición era acertada y, en caso contrario, si Gerard quería darle una pista. ¿Qué podía haber en un paquete más grande que una panera? ¿Era un gato? ¿Era un gato metido en una panera? De nada le sirvió. El caballero mantuvo su mutismo y la mano cerrada con fuerza en el hombro del kender.

Los dos llegaron al fortín solámnico. Los guardias que estaban de servicio saludaron a Gerard en actitud distante; él no devolvió el saludo, y les dijo que tenía que ver al Señor de los Escudos. Los guardias, que eran miembros del séquito personal del Señor de los Escudos, contestaron que su señoría acababa de regresar del funeral y había dado órdenes de que no se le molestara. Querían saber el motivo del requerimiento de Gerard.

—Es un asunto personal —contestó el caballero—. Decidle a su señoría que necesito un dictamen sobre la Medida. Y que es urgente.

Uno de los guardias se marchó; regresó poco después para anunciar de mala gana que sir Gerard podía entrar.

Éste dio un paso hacia el interior, seguido por Tas.

—No tan rápido, señor —dijo el guardia mientras obstruía el paso con su alabarda—. El Señor de los Escudos no habló nada sobre un kender.

—El kender está bajo mi custodia —replicó Gerard—, siguiendo las órdenes del propio comandante. No se me ha dado permiso para abandonar esa vigilancia. No obstante, accederé gustoso a dejarlo aquí, contigo, si garantizas que no causará ningún problema durante el tiempo que permanezca con su señoría, lo cual puede prolongarse varias horas ya que mi dilema es complejo, y que seguirá aquí a mi regreso.

El caballero de guardia vaciló.

—Estará encantado de relatarte la historia de cómo conoció al hechicero Dalamar —añadió secamente Gerard.

—Llévatelo —repuso el guardia.

Tas y su escolta entraron en el fortín pasando por las puertas que había en el centro de una cerca alta hecha con postes, los cuales acababan en puntas afiladas. Dentro del recinto había establos para los caballos, pequeños campos de entrenamiento con una diana instalada para las prácticas con arco, y varios edificios. El fortín no era grande; se había levantado para albergar a quienes guardaban la Tumba de los Últimos Héroes y se había ampliado para acomodar a los caballeros que se encargarían de lo que seguramente sería la última defensa de Solace si la hembra Verde, Beryl, atacaba.

Gerard había pensado con cierta euforia que sus días de guardar una tumba podrían estar llegando a su fin, que la batalla contra el dragón era inminente aunque todos los caballeros tenían la orden de no mencionar tal cosa a nadie. Carecían de pruebas que confirmasen que Beryl se preparaba para caer sobre Solace y no querían provocar un ataque por parte de la gran Verde. Empero, los altos oficiales solámnicos hacían planes en secreto.

Dentro de la empalizada, un edificio bajo y alargado servía de cuartel para los caballeros y los soldados bajo su mando. Además, había varias edificaciones anexas utilizadas como almacenes y oficinas administrativas, donde el jefe de la guarnición tenía su alojamiento, que a la vez utilizaba como despacho.

El ayudante de campo de su señoría recibió a Gerard y lo hizo pasar.

—Su señoría se reunirá enseguida con vos, sir Gerard —informó el edecán.

—¡Gerard! —exclamó una voz femenina—. ¡Qué placer verte! Me pareció oír tu nombre.

Lady Vivar seguía siendo una mujer bien parecida a pesar de rondar los sesenta años, con el cabello blanco y la tez de un tono dorado como el té. A lo largo de sus cuarenta años de matrimonio, había acompañado a su esposo en todos sus viajes. Su carácter era brusco y directo como el de cualquier soldado, sin embargo en ese momento llevaba un delantal manchado de harina. Besó a Gerard en la mejilla —el caballero se había cuadrado, con el yelmo debajo del brazo— y dirigió una mirada recelosa al kender.

—Oh, vaya —masculló—. ¡Cínife! —llamó volviendo la cabeza hacia la parte trasera de la casa, en un tono que habría llegado a todos los rincones de un campo de batalla—. ¡Guarda mis joyas bajo llave!

—Tasslehoff Burrfoot, señora —se presentó Tas mientras le tendía la mano.

—¿Y quién no lo es, hoy en día? —repuso lady Vivar, que se apresuró a meter las manos, en las que brillaban varios anillos, debajo del delantal—. ¿Cómo se encuentran tus queridos padres, Gerard?

—Muy bien, gracias, señora —contestó el caballero.

—Eres un chico malo —lo regañó la dama sacudiendo el índice frente al joven—. No sabes nada sobre su estado de salud, porque no has escrito a tu querida madre hace dos meses. Envió una carta a mi esposo para protestar y preguntarle, realmente afligida, si te encontrabas bien y si te cambiabas de botas cuando te mojabas los pies. ¡Qué vergüenza, preocupar de ese modo a tu pobre madre! Su señoría ha prometido que escribirías hoy mismo, así que no me sorprendería si te obliga a sentarte y a redactar esa carta mientras estás con él.

—Sí, señora —dijo Gerard.

—Podéis entrar —anunció el ayudante de campo, abriendo una puerta que conducía a la pieza principal del alojamiento del comandante.

Lady Vivar salió no sin antes pedir a Gerard que diera recuerdos de su parte a su madre, cosa que el caballero prometió en tono impasible, tras lo cual saludó con una inclinación de cabeza y fue en pos del edecán.

Un hombre corpulento, de mediana edad, con la oscura tez característica de las gentes de Ergoth del Norte, saludó afectuosamente al joven caballero.

—¡Me alegro de que decidieses pasarte por aquí, Gerard! —dijo lord Vivar—. Entra y siéntate. Así que éste es el kender ¿verdad?

—Sí, señor. Gracias, señor. Enseguida estoy con vos. —Gerard condujo a Tas hacia un sillón, lo sentó bruscamente en él y sacó un trozo de cuerda. El caballero, que actuó con tal rapidez que a Tas no le dio tiempo de protestar, le ató las muñecas a los brazos del mueble y utilizó un pañuelo para amordazarlo.

—¿Es necesario todo eso? —inquirió suavemente lord Vivar.

—Si queremos mantener algo parecido a una conversación racional, sí, señor —respondió Gerard mientras acercaba una silla. Dejó el misterioso envoltorio en el suelo, a sus pies—. De otro modo escucharíais la historia de que ésta es la segunda vez que Caramon Majere ha muerto. El kender os contaría la diferencia entre este funeral y el primero, y dudo que os interese escuchar la lista de las personas que acudieron la primera vez y que no aparecieron ésta.

—Vaya, vaya. —La expresión de lord Vivar se suavizó, tornándose compasiva—. Debe de ser uno de los aquejados. Pobrecillo.

—¿Qué es un aquejado? —quiso saber Tas, sólo que debido a la mordaza sus palabras salieron con un sonido áspero y quejoso, como si hablase en idioma enano con una parte considerable del lenguaje gnomo. En consecuencia, los dos hombres no le entendieron y tampoco se molestaron en responder.

Gerard y lord Vivar empezaron a hablar sobre el funeral. El caballero de más edad se refirió a Caramon en términos tan afectuosos que a Tas volvió a hacérsele un nudo en la garganta, con el resultado de que la mordaza dejó de ser necesaria para mantenerlo callado.

—Y bien, Gerard, ¿en qué puedo ayudarte? —preguntó lord Vivar, cuando el tema del funeral se agotó. Observaba al joven caballero con gran atención—. Mi edecán ha dicho que tenías una cuestión que plantear con respecto a la Medida.

—Sí, milord. Necesito vuestro dictamen.

—¿Tú, Gerard? —Lord Vivar enarcó una ceja—. ¿Desde cuándo te importa un ardite los preceptos de la Medida?

Gerard enrojeció y pareció sentirse incómodo; el comandante sonrió ante la turbación del joven caballero.

—Me han contado que manifiestas sin rebozo tu opinión sobre lo que consideras un modo de hacer las cosas anticuado y retrógrado.

—Señor —empezó Gerard, que rebulló en la silla—, es posible que alguna vez haya expresado mis dudas sobre ciertos preceptos de la Medida...

La ceja enarcada de lord Vivar se alzó un poco más y Gerard consideró que era un buen momento para cambiar de tema.

—Milord, ayer se produjo un incidente. Había varios civiles presentes y surgirán preguntas.

—¿Requerirá un Consejo de Caballeros? —El comandante adoptó una actitud seria.

—No, milord. Os tengo en gran estima y acataré vuestra decisión con respecto a este asunto. Se me ha encomendado una tarea y necesito saber si debo llevarla a cabo o puedo rehusarla sin faltar al honor.

—¿Quién te la encomendó? ¿Otro caballero? —Lord Vivar parecía inquieto. Sabía el rencor que existía entre Gerard y los restantes caballeros de la guarnición. Hacía mucho que temía que surgiera una disputa, quizá con el resultado de un absurdo desafío en el campo de honor.

—No, señor —contestó el joven sin alterarse—. Fue un hombre moribundo.

—¡Ah! —exclamó el comandante—. Caramon Majere.

—Sí, milord.

—¿Una última petición?

—Más que petición una misión, milord. Casi diría una orden, pero Majere no pertenecía a la caballería.

—Por nacimiento no, quizá —adujo suavemente el comandante—, pero en lo que atañe al espíritu no había mejor caballero.

—Sí, milord. —Gerard guardó silencio un instante y Tas vio, por primera vez, que el joven lamentaba sinceramente la muerte de Caramon Majere.

—La última voluntad de los moribundos es sagrada para la Medida, que establece que tales deseos han de cumplirse si es humanamente posible. La Medida no hace distinción si la persona moribunda pertenece o no a la caballería, si es hombre o mujer, humano, elfo, enano, gnomo o kender. Estás obligado por honor a realizar esa tarea, Gerard.

—Si es humanamente posible —adujo el joven.

—Sí —convino lord Vivar—. Así lo establece la Medida. Hijo, veo que todo este asunto te causa un profundo desasosiego. Si no significa violar una confidencia, cuéntame la naturaleza del último deseo de Caramon.

—No es nada confidencial, señor. En cualquier caso he de decíroslo, ya que si he de llevar a cabo la misión necesitaré vuestro permiso para ausentarme de mi puesto. Caramon Majere me pidió que llevase a este kender que he traído conmigo, un kender que afirma ser Tasslehoff Burrfoot, muerto en la Guerra de Caos, a ver a Dalamar.

—¿Al hechicero? —preguntó el comandante sin dar crédito a sus oídos.

—Sí, milord. Ocurrió así. Cuando estaba a punto de morir, Caramon habló de reunirse con su esposa muerta. Luego pareció buscar a alguien entre la multitud que se había agolpado alrededor y preguntó dónde estaba Raistlin.

—Debía de referirse a su gemelo —lo interrumpió lord Vivar.

—Sí, señor. Después añadió: «Dijo que me esperaría». Con ello quería decir que Raistlin había accedido a esperarlo antes de pasar de este mundo al siguiente, según me contó Laura. Caramon solía repetir que, puesto que eran gemelos, el uno no podía entrar sin el otro al reino bienaventurado.

—Dudo que a Raistlin Majere se le permitiera entrar a ningún «reino bienaventurado» —adujo secamente lord Vivar.

—Cierto, señor. —Gerard esbozó una mueca desganada—. Si existe un reino bienaventurado, cosa que dudo, entonces...

Hizo una pausa y tosió ligeramente. Lord Vivar tenía fruncido el entrecejo y un aire severo. Gerard prefirió soslayar una discusión filosófica y prosiguió con su relato.

—Caramon añadió, si no recuerdo mal: «Raistlin debería encontrarse aquí, como Tika. No lo entiendo. Algo no va bien. Tas... Todo lo que dijo Tas... Un futuro diferente...». Entonces me pidió que le hiciese una promesa por mi honor como caballero y, cuando le pregunté qué era, me contestó que Dalamar sabría qué pasaba y que llevase a Tasslehoff a ver al hechicero. Se encontraba muy alterado y me pareció que no moriría en paz a menos que se lo prometiera, de modo que lo hice.

—¡El hechicero Raistlin lleva muerto más de cincuenta años! —exclamó el comandante.

—Sí, señor. Y hace décadas que el supuesto héroe Burrfoot murió, de modo que es imposible que éste sea él. Además, el hechicero Dalamar ha desaparecido. Nadie lo ha visto ni se sabe nada de él desde que se destruyó la Torre de la Alta Hechicería. Corre el rumor de que ha sido declarado legalmente muerto por los miembros del Ultimo Cónclave.

—Esos rumores son ciertos. Me lo confirmó Palin Majere. Sin embargo no existen pruebas de que tal cosa sea cierta, y tenemos el último deseo de un moribundo que ha de tomarse en consideración. No estoy seguro de qué dictamen dar en este asunto.

Gerard guardó silencio. Tas habría intervenido de no ser por la mordaza y por la certeza de que dijese lo que dijese daría igual. En realidad, Tasslehoff no sabía qué hacer. Había recibido órdenes estrictas de Fizban de ir al funeral y regresar cuanto antes. «¡Y nada de zascandilear!», habían sido las palabras exactas del viejo mago, cuyo talante era muy grave cuando las pronunció. Tas mordisqueó la mordaza sin darse cuenta, absorto en cavilaciones sobre el significado exacto del término «zascandilear».

—He de enseñaros algo, milord —manifestó Gerard—. Con vuestro permiso...

Recogió el envoltorio, lo puso sobre el escritorio del comandante y empezó a desanudar la cuerda que lo ataba.

Entretanto, Tas se las había ingeniado para soltarse las manos de las ataduras. Ahora podría quitarse la mordaza y ponerse a explorar esa estancia realmente interesante, en la que había varias espadas excelentes colgadas en la pared, así como un escudo y una gran caja de mapas.

El kender contempló, anhelante, aquellos pergaminos y faltó poco para que sus pies lo llevaran en esa dirección, pero sentía una gran curiosidad por ver qué guardaba el caballero en el paquete.

A Gerard le estaba costando mucho desatarlo; al parecer tenía dificultades con los nudos.

Tas se habría ofrecido a ayudarlo, pero hasta el momento, cada vez que lo había hecho, Gerard no se había mostrado muy agradecido. Así pues, se dedicó a observar cómo caían los granos de arena desde la ampolleta superior del reloj a la inferior y a intentar contarlos mientras caían. No era tarea fácil, ya que los granos pasaban muy deprisa y justo cuando por fin conseguía distinguirlos y empezaba a contarlos uno a uno, entonces caían dos o tres a la vez y echaban a perder sus cálculos.

Tas se encontraba más o menos entre cinco mil setecientos treinta y seis y cinco mil setecientos treinta y ocho cuando la arena se acabó. Gerard seguía manoseando torpemente los nudos; lord Vivar alargó la mano y dio la vuelta al reloj, de modo que Tas empezó a contar otra vez para sus adentros: «uno, dos, trescuatrocinco...».

—¡Por fin! —rezongó Gerard y soltó la cuerda.

El kender interrumpió la cuenta de granos de arena y se sentó tan derecho como pudo para ver mejor.

El joven caballero tiró de los pliegues de la bolsa pasándolos alrededor del objeto con cuidado —advirtió Tas— de no tocarlo. Piedras preciosas centellearon bajo los rayos del sol poniente. El kender se sentía tan excitado que saltó de la silla y se arrancó la mordaza.

—¡Eh! —gritó al tiempo que alargaba la mano hacia el objeto—. ¡Es igual que el mío! ¿De dónde lo has sacado? ¡Oye! —exclamó al examinar con mayor detenimiento el objeto—. ¡Es el mío!

Gerard asió la mano del kender, que se encontraba ya a escasos centímetros del enjoyado objeto. Lord Vivar lo contemplaba boquiabierto.

—Encontré esto en un saquillo del kender, señor —informó Gerard—. Anoche, cuando lo registré antes de encerrarlo en prisión. Prisión que, he de añadir, no es a prueba de kenders, como creíamos. No estoy seguro, ya que no soy hechicero, señor, pero parece que es mágico. Muy mágico.

—Porque lo es —manifestó, enorgullecido, Tas—. Así es como vine aquí. Antes era propiedad de Caramon, pero siempre estaba preocupado porque tenía miedo de que alguien lo robara e hiciese mal uso de él. No entiendo que alguien hiciese algo así, de verdad. En fin, me ofrecí a guardarlo yo, pero Caramon dijo que no, que debería encontrarse en algún lugar completamente seguro, y Dalamar dijo que él se encargaría, así que Caramon se lo dio y él... —Tas se calló porque habían dejado de prestarle atención.

Lord Vivar había retirado las manos del escritorio. El objeto tenía el tamaño de un huevo, plagado de gemas incrustadas que centelleaban. Un examen más detenido revelaba que estaba formado por millares de pequeñas piezas, las cuales daban la impresión de que podían ser manipuladas, que se las podía mover. Lord Vivar lo contempló con desconfianza mientras Gerard seguía asiendo firmemente al kender.

El sol se aproximaba al horizonte y brillaba intensamente a través de la ventana. El despacho permanecía fresco y umbrío, con el objeto reluciendo cual un pequeño astro.

—Jamás había visto nada igual —manifestó lord Vivar, sobrecogido.

—Tampoco yo, señor —convino Gerard—. Pero Laura, sí.

El comandante alzó la vista, sobresaltado, y el joven caballero prosiguió:

—Dijo que su padre tenía un objeto así y que lo guardaba bajo llave en un lugar secreto, dentro de una habitación de la posada dedicada a la memoria de su hermano gemelo, Raistlin. Laura recordaba muy bien el día, unos meses antes de la Guerra de Caos, en que Caramon sacó el objeto de su escondrijo y se lo dio a...

—¿Dalamar? —inquirió lord Vivar, estupefacto. Volvió a mirar el objeto—. ¿Le explicó su padre lo que hacía? ¿El tipo de magia que poseía?

—Dijo que el objeto se lo había dado Par-Salian y que había viajado al pasado merced a su magia.

—Es verdad —intervino Tasslehoff—. Yo fui con él. Por eso sabía cómo funcionaba el ingenio. Veréis, se me ocurrió que quizá no sobreviviese a Caramon...

Entonces Lord Vivar pronunció una única palabra, y lo hizo con énfasis y sinceridad. Tas se quedó impresionado. Por lo general, los caballeros no utilizaban esa clase de lenguaje.

—¿Crees que es posible? —El comandante había desviado de nuevo la mirada y ahora observaba a Tas como si de pronto le hubiese crecido una segunda cabeza.

Obviamente él nunca había visto a un troll. En verdad los caballeros deberían viajar más, fue la conclusión del kender.

—¿Crees que éste es el verdadero Tasslehoff Burrfoot? —inquirió el comandante a su subordinado.

—Caramon Majere creía que lo era, milord.

Lord Vivar dirigió de nuevo la vista hacia el objeto.

—Evidentemente es antiguo. Ningún hechicero posee la destreza necesaria para crear objetos mágicos así en la actualidad. Incluso yo percibo su poder, y desde luego no soy un mago, por lo cual le doy las gracias a los hados. —De nuevo, miró a Tas—. No, no lo creo posible. Este kender lo robó y se ha inventado esa historia descabellada para ocultar su delito.

»Debemos devolvérselo a los hechiceros, por supuesto, aunque, en mi opinión, no a Dalamar. —Lord Vivar frunció el entrecejo—. Como mínimo habría que alejar el objeto de las manos del kender. ¿Dónde está Palin Majere? Creo que es la persona adecuada a quien consultar.

—No podréis impedir que el artilugio vuelva a mis manos —señaló Tas—. Siempre regresa a mí, y lo hará, tarde o temprano. Par-Salian, el gran maestro a quien conocí personalmente, ¿sabéis?, se mostraba muy respetuoso con los kenders. Mucho. —Tas dirigió una mirada severa a Gerard con la esperanza de que el caballero cogiera la indirecta—. En fin, como decía, Par-Salian le explicó a Caramon que el ingenio estaba diseñado mágicamente para que volviera siempre a la persona que lo utilizaba. Es una medida de precaución para que uno no se quede atrapado en otro tiempo sin medios para regresar a casa. Una medida muy útil, por cierto, ya que tengo tendencia a perder cosas. Una vez se me extravió un mamut lanudo. Ocurrió que...

—Estoy de acuerdo, milord —dijo Gerard—. Cierra el pico, kender. Habla sólo cuando se te pregunte algo.

—Disculpadme —intervino Tas, que empezaba a aburrirse—, pero si no vais a prestarme atención, ¿podría ir a ver esos mapas? Me encantan los mapas.

Lord Vivar hizo un gesto de aquiescencia con la mano y Tas se alejó; al cabo de unos instantes se hallaba absorto en el examen de los mapas, que eran realmente preciosos pero que, cuanto más los miraba, más desconcertado se sentía.

Gerard bajó el tono de voz hasta el punto de que a Tas le costó un gran esfuerzo oírlo.

—Por desgracia, milord, Palin Majere se encuentra en una misión secreta en el reino de Qualinesti, con el propósito de consultar con los hechiceros elfos. Dichas reuniones fueron prohibidas por Beryl, y si llega a sus oídos dónde ha ido, su represalia sería terrible.

—Con todo, opino que Palin Majere debe saber esto de inmediato —argumentó el comandante.

—Y también debe ser informado de la muerte de su padre. Si me dais vuestro permiso, milord, me encargaré de escoltar al kender y de llevar este artefacto hasta Qualinesti, para poner ambos en manos de Palin Majere y para comunicarle la triste nueva. Le explicaré la petición de su padre a la hora de su muerte y le pediré que juzgue si es oportuno, o no, cumplir su voluntad. No me cabe duda de que me exonerará del compromiso.

La expresión preocupada de lord Vivar se desvaneció.

—Tienes razón. Deberíamos poner el asunto en manos de su hijo. Si decide que la última voluntad de su padre es imposible de cumplir, podrás, sin menoscabo a tu honor, declinarla. Pero ojalá no tuvieses que viajar a Qualinesti. ¿No sería más prudente esperar hasta el regreso del mago?

—Ignoramos cuándo regresará, milord. Sobre todo ahora que Beryl ha cerrado todos los caminos. Considero este asunto de suma urgencia, aparte de que —bajó el tono de voz— tendríamos problemas para retener indefinidamente al kender.

—Fizban me ordenó que regresara de inmediato a mi propio tiempo —informó Tas—. No debo zascandilear. Sin embargo, me encantaría ver a Palin y preguntarle por qué todo fue tan mal en el funeral. ¿Creéis que eso podría considerarse «zascandilear»?

—Qualinesti se encuentra en pleno territorio de Beryl —decía lord Vivar—, y es jurisdicción de los Caballeros de Neraka, quienes se sentirían sumamente complacidos de echar mano a uno de nuestra Orden. Y si los Caballeros de Neraka no te prenden y te ejecutan por espía, lo harán los elfos. Un ejército de los nuestros no podría entrar en ese reino y sobrevivir.

—No pido un ejército, milord, ni escolta alguna —respondió Gerard con firmeza—. Preferiría viajar solo. Realmente lo prefiero —dijo, poniendo énfasis en sus palabras—. Solicito vuestro permiso para dejar el servicio en la guarnición durante un tiempo, milord.

—Lo tienes, desde luego. —Lord Vivar sacudió la cabeza—. Aunque no sé qué dirá tu padre de todo esto.

—Dirá que se siente orgulloso de su hijo, porque le comunicaréis que he emprendido una misión de suma importancia, que lo hago para satisfacer la última voluntad de un moribundo.

—Correrás peligro, y eso no le gustará —adujo el comandante—. En cuanto a tu madre... —Frunció el entrecejo en un gesto ominoso.

Gerard adoptó una actitud firme y seria.

—Hace diez años que soy caballero, milord, y todo lo que tengo para demostrarlo es el polvo de una tumba en mis botas. Merezco que se me dé esta oportunidad, señor.

—Bien, éste es mi dictamen —anunció lord Vivar mientras se ponía de pie—. La Medida establece que el último deseo de un moribundo es sagrado. El honor nos obliga a realizarlo si es humanamente posible. Irás a Qualinesti y consultarás el asunto con el hechicero Palin. Lo tengo por un hombre con buen criterio y sentido común... para ser un mago, se entiende. No se puede esperar mucho de ellos. Aun así, creo que puedes confiar en él para que te ayude a determinar lo que es correcto, o, al menos, para dejar en sus manos al kender y el artilugio mágico robado.

—Gracias, milord. —Gerard parecía complacido en extremo.

«¿Y quién no? —pensó Tas—. Viaja hacia un territorio dominado por un dragón que ha cerrado todas las calzadas, y tal vez lo capturen los caballeros negros, que pensarán que es un espía, y si eso no funciona, entrará al reino elfo y verá a Palin, Laurana y Gilthas.»

El placentero cosquilleo tan conocido para un kender, un cosquilleo al que esa raza tenía una grave adicción, empezó a dejarse notar en las inmediaciones de la columna vertebral de Tas; después se abrió camino hasta sus pies, que empezaron a picarle, se extendió por los brazos hasta los dedos, los cuales comenzaron a moverse, y subió hasta su cabeza. Tas notó que el cabello se le erizaba por la excitación.

Finalmente, el cosquilleo se enroscó en los oídos de Tasslehoff y, debido al aumento de riego sanguíneo en la cabeza, el kender reparó en que la advertencia de Fizban de que regresara enseguida empezaba a perderse entre ideas de caballeros oscuros, espías y, lo más importante, la calzada abriéndose ante él.

«Además —se dio cuenta Tas de repente—, sir Gerard cuenta con que lo acompañe. No puedo decepcionar a un caballero. Y tampoco puedo dejar tirado a Caramon. Caray, qué expresión tan poco afortunada. El pobre se cayó rodando por la escalera y se golpeó la cabeza.»

—Iré contigo, sir Gerard —anunció Tas con aire magnánimo—. Lo he meditado seriamente y no me parece que eso sea zascandilear, sino una misión. Estoy seguro de que a Fizban no le importará si emprendo una pequeña aventura.

—Pensaré algo que decirle a tu padre para apaciguarlo —decía en ese momento lord Vivar—. ¿Necesitas que te proporcione algo para esa misión? ¿Cómo viajarás? Sabes que, de acuerdo con la Medida, no te está permitido disimular tu verdadera identidad.

—Viajaré como caballero, milord —respondió Gerard al tiempo que aparecía una leve arruga en su entrecejo—. Os doy mi palabra.

—Tramas algo —manifestó lord Vivar, que lo observaba con intensidad—. No, no me lo digas. Cuanto menos sepa sobre eso, mejor. —Echó una ojeada al ingenio, que resplandecía sobre la mesa, y suspiró—. Magia y un kender. Una combinación funesta, a mi entender. Mis bendiciones van contigo.

Gerard envolvió el objeto cuidadosamente. El comandante acompañó a Gerard a la puerta del despacho, recogiendo a Tas en el camino. El joven caballero le retiró varios mapas de los más pequeños que, a saber cómo, habían ido a parar debajo de la pechera de su camisa.

—Los cogí para rectificarlos —explicó Tas, que dirigió una mirada acusadora a lord Vivar—. En verdad empleáis cartógrafos muy malos. Han cometido varios errores garrafales. Los caballeros negros ya no ocupan Palanthas. Los expulsamos dos años después de la Guerra de Caos. ¿Y por qué hay ese extraño círculo, parecido a una burbuja, dibujado alrededor de Silvanesti?

Los dos caballeros seguían enfrascados hablando de temas que les concernían, algo relacionado con la misión de Gerard, y no le hicieron caso. Tas sacó otro mapa que, de algún modo, se había abierto camino hacia el interior de sus calzas y que en ese momento se le estaba clavando en una parte muy sensible de su anatomía. Cambió el mapa de los calzones a una bolsa y, mientras lo hacía, sus nudillos rozaron algo duro, con forma de huevo.

Era el ingenio para viajar en el tiempo. El artilugio que lo devolvería a su tiempo y que había regresado a él, como no podía ser de otro modo. De nuevo se encontraba en su poder. La severa orden de Fizban pareció retumbar con fuerza en sus oídos.

Tas miró el artilugio, pensó en Fizban y reflexionó sobre la promesa que había hecho al viejo mago. Obviamente, sólo había un modo de proceder.

Asió con firmeza el ingenio, con cuidado de no activarlo de manera accidental, y siguió a Gerard, que seguía enfrascado en la conversación con lord Vivar. A fuerza de soltar una esquina del envoltorio que llevaba el caballero más joven, con la destreza y el sigilo que sólo un kender sabe emplear, Tasslehoff deslizó el ingenio de vuelta al interior del paquete.

—¡Y quédate ahí! —le ordenó, severo.

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