11 El cántico de Lorac

Mientras Tasslehoff se hallaba a punto de morir de aburrimiento en la calzada que conducía a Qualinesti y al tiempo que sir Roderick regresaba a Sanction, completamente ignorante de que acababa de enviar a su superior a las fauces del dragón, Silvanoshei y Rolan iniciaban su periplo para sentar al joven príncipe en el trono de Silvanesti. El plan de Rolan era aproximarse a la capital, Silvanost, pero no entrar en ella hasta que se hubiese propagado por la ciudad la noticia de que el verdadero Cabeza de la Casa Real regresaba para reclamar su legítimo puesto como Orador de las Estrellas.

—¿Cuánto tardará en saberse? —inquirió Silvan con la impaciencia y la impetuosidad propias de la juventud.

—La noticia viajará más deprisa que nosotros, majestad —contestó Rolan—. Drinel y los otros Kirath que estaban con nosotros hace dos noches ya han partido para divulgarla. Se la comunicarán a todos los Kirath con los que se encuentren y a cualesquiera de los Montaraces en los que crean que pueden confiar. En su mayoría, los soldados son leales al general Konnal, pero hay unos pocos que empiezan a dudar de él. Todavía no manifiestan abiertamente su oposición, pero la llegada de vuestra majestad debería influir de manera notoria en que eso cambie. Los Montaraces siempre han jurado lealtad a la Casa Real. Como el propio Konnal no tendrá más remedio que hacer... O al menos fingir que lo hace.

—Entonces, ¿cuánto tiempo tardaremos en llegar a Silvanost? —quiso saber el joven príncipe.

—Dejaremos el camino y viajaremos en bote por el Thon-Thalas —dijo Rolan—. Me propongo llevaros a mi casa, que se encuentra en las afueras de la ciudad. Calculo que llegaremos en un par de días. Dedicaremos un tercero a descansar y a recibir los informes que para entonces habrán empezado a llegar. Si todo marcha bien, majestad, dentro de cuatro días entraréis triunfante en la capital.

—¡Cuatro días! —Silvan parecía escéptico—. ¿Se puede conseguir tanto en tan poco tiempo?

—Antaño, cuando luchábamos contra la pesadilla, los Kirath podíamos enviar un mensaje desde el norte de Silvanesti hasta los lejanos confines meridionales en una sola jornada. No exagero, majestad —añadió Rolan, que sonrió ante el obvio escepticismo de Silvanoshei—. Realizamos tal hazaña en muchas ocasiones. Por entonces estábamos muy bien organizados y éramos muchos más que ahora, pero, aun así, creo que quedaréis impresionado, majestad.

—Ya lo estoy, Rolan —repuso Silvan—. Me siento en deuda con vosotros. Hallaré el modo de compensaros por ello.

—Liberad a nuestro pueblo de este terrible azote, majestad —dijo Rolan, con los ojos ensombrecidos por la pena—. Eso será recompensa más que suficiente para nosotros.

A despecho de su elogio, Silvanoshei seguía albergando dudas, aunque se las guardó para sí. A pesar de tener su ejército bien organizado. Alhana hacía planes sólo para ver cómo se malograban. Mala suerte, un fallo en la comunicación, mal tiempo; cualquiera de esas cosas u otra de las numerosas adversidades posibles bastaba para convertir en desastre un día que parecía destinado al triunfo.

«Ningún plan subsistió jamás a los imprevistos», era una de las máximas de Samar; una máxima que había resultado trágicamente cierta.

Silvan preveía desastres que los retrasarían: el bote prometido por Rolan, si existía, tendría agujeros o habría sido presa del fuego; el río llevaría poco caudal o se habría desbordado por las crecidas; la corriente sería demasiado rápida o demasiado lenta; el viento los empujaría aguas arriba en lugar de aguas abajo, o aguas abajo si querían ir aguas arriba.

El joven elfo se quedó inmensamente sorprendido al encontrar el pequeño bote en el río, varado en la orilla, donde Rolan había dicho que lo hallarían, y en perfectas condiciones. Y no sólo eso; el bote estaba cargado con comida, metida en sacos impermeables y apilada ordenadamente en la proa.

—Como podéis ver, majestad, los Kirath han pasado por aquí antes que nosotros —comentó Rolan.

El río Thon-Thalas serpenteaba plácidamente en esa época del año. El bote, hecho con corteza de árbol, era pequeño y ligero y tenía tal estabilidad que uno habría de esforzarse para volcarlo. Consciente de que a Rolan jamás se le ocurriría pedir ayuda al futuro Orador de las Estrellas para remar, Silvan se ofreció a colaborar por propia iniciativa. El elfo mayor puso reparos al principio, pero tampoco podía discutir con su futuro soberano, de modo que finalmente accedió y le entregó a Silvanoshei un zagual. Silvan reparó en que se había ganado el respeto del otro elfo con aquel acto; fue un agradable cambio para el joven, quien, al parecer, nunca había conseguido lo mismo de Samar, sino todo lo contrario.

Silvanoshei disfrutó con el ejercicio, que quemó parte de su energía acumulada. El río discurría plácidamente y atravesaba la verde frescura de las florestas. Hacía buen tiempo, pero el joven no podía decir que fuese un día hermoso. El sol brillaba a través del escudo; Silvan alcanzaba a divisar el cielo azul, pero el astro que brillaba sobre Silvanesti no era la misma esfera ardiente de fuego anaranjado que brillaba sobre el resto de Ansalon, sino que era de un color amarillo enfermizo, el de una piel ictérica. Era como si estuviese mirando el reflejo del sol sumergido en una balsa de aguas estancadas y grasientas. El astro amarillento alteraba el color del éter de un azul celeste a otro azul verdoso con matices metálicos. Silvan apartó los ojos del cielo, prefiriendo contemplar los bosques.

—¿Sabes alguna canción que haga más ligero nuestro trabajo? —preguntó a Rolan, que iba delante.

El Kirath bogaba con paladas rápidas y fuertes, hundiendo profundamente el zagual en el agua. Silvan, mucho más joven, tenía que esforzarse de lleno para mantener el ritmo del elfo mayor. Rolan vaciló y echó una ojeada hacia atrás.

—Hay una canción que es la favorita de los Kirath, pero me temo que podría molestar a vuestra majestad. Es un canto que relata la historia de vuestro honorable abuelo, el rey Lorac.

—¿Acaso empieza «Corre la Era del Poder, la del Príncipe de los Sacerdotes y sus fanáticos adeptos»? —preguntó Silvan, entonando la melodía, titubeante. Sólo había oído la canción una vez.

—Así empieza, majestad.

—Cántala para mí —pidió el joven—. Mi madre me la cantó el día que cumplí treinta años. Fue la primera vez que oí la historia de mi abuelo. Mi madre no había hablado de él hasta ese momento ni volvió a hacerlo después. Por respeto a ella, ninguno de los otros elfos se refería a él nunca.

—También yo respeto a vuestra madre, que cogía rosas en los Jardines de Astarin cuando tenía vuestra edad. Y comprendo su dolor. Lo compartimos cada vez que entonamos esa canción, pues si Lorac, atrapado por su orgullo desmedido, llevó a su país a la destrucción, también nosotros, que optamos por el camino fácil, que huimos de nuestra tierra y lo dejamos solo en la lucha, somos culpables.

»Si todo nuestro pueblo se hubiese quedado para combatir, si todos nosotros, desde la Casa Real hasta la Casa de la Servidumbre, los de la Protectoría, la Casa de Mística, la Casa del Alarifazgo, si todos nos hubiésemos unido y hubiésemos cerrado filas, hombro con hombro, sin reparar en castas, contra los ejércitos de los Dragones, creo que podríamos haber salvado nuestro país. Pero oiréis toda la historia en la canción:

Cántico de Lorac

Corre la Era del Poder,

la del Príncipe de los Sacerdotes

y sus fanáticos adeptos.

Celoso de los magos, el Príncipe dice:

«Rendiréis vuestras altas torres,

me temeréis y me obedeceréis».

Y los magos capitulan y las rinden,

la de Palanthas la última.

Llega a Istar Lorac Caladon, rey de Silvanesti,

para someterse a la Prueba de magia

antes de que se clausure la torre.

En la Prueba, un Orbe de los Dragones,

temeroso de caer en manos

del Príncipe y sus secuaces,

le habla a Lorac:

«No debes dejarme aquí, en Istar.

Si lo haces, pereceré y el mundo sucumbirá».

Lorac obedece a la voz,

oculta el Orbe de los Dragones

y lo saca a escondidas de la torre,

lo lleva a Silvanesti,

lo guarda en secreto y encubre su secreto,

sin revelárselo a nadie.

Llega el Cataclismo. Y llega Takhisis, la Reina Oscura,

con sus dragones, imponentes y poderosos.

Llega la guerra. Alcanza a Silvanesti.

Lorac convoca a su pueblo, le ordena que parta,

que huya lejos de su patria,

Y le dice:

« Yo seré el salvador del reino.

Yo solo detendré a la Reina Oscura».

Se marcha el pueblo.

Se marcha la hija amada, Alhana Starbreeze.

Solo, Lorac oye la voz del Orbe que lo llama,

que lo incita a entrar en la oscuridad.

Lorac atiende al reclamo,

desciende a las tinieblas.

Pone las manos sobre el Orbe,

y el Orbe pone las suyas sobre Lorac.

Llega el sueño.

Se apodera de Silvanesti

la pesadilla del horror,

la pesadilla del miedo,

de árboles que exudan sangre elfa,

de lágrimas que forman ríos.

La pesadilla de la muerte.

Llega un dragón,

Cyan Bloodbane,

esbirro de Takhisis,

para musitar a su oído los terrores del sueño.

Para sisear, haciendo mofa de sus palabras:

«Sólo yo tengo poder para salvar al pueblo.

Sólo yo tengo en mis manos la salvación».

La pesadilla penetra en la tierra, la mata,

deforma los árboles, que sangran,

llena los ríos con las lágrimas del pueblo,

con las lágrimas de Lorac,

el rey subyugado por el Orbe

y por Cyan Bloodbane,

esbirro de Takhisis, servidor del Mal,

el único que detenta el poder.

—Entiendo perfectamente que a mi madre no le gustara oír ese cántico —comentó Silvan en voz queda cuando la última nota, dulce, triste y sostenida, se alejó flotando sobre la corriente y se repitió en el trino de un pájaro—. Y que a nuestro pueblo no le guste recordarlo.

—No obstante, debería hacerlo —adujo Rolan—. Debería cantarse a diario, si de mí dependiese. ¿Quién sabe si el canto sobre este tiempo actual no será igualmente trágico, terrible? No hemos cambiado. Lorac Caladon se creyó suficientemente fuerte para dominar el Orbe de los Dragones, a pesar de que todos los sabios le previnieron en contra. Por ello quedó atrapado y provocó su caída. Nuestro pueblo, inducido por el miedo, prefirió huir en lugar de quedarse y luchar. Y así, por el miedo, hoy nos agazapamos bajo este escudo y sacrificamos las vidas de algunos de los nuestros a fin de salvar un sueño.

—¿Un sueño? —preguntó Silvan, que pensaba en el de Lorac, en el de la canción.

—No me refiero a los susurros del dragón —aclaró Rolan—. Ese sueño acabó, pero el durmiente se niega a despertar y, en consecuencia, otro sueño lo ha reemplazado. Uno del pasado. Uno de días gloriosos que han quedado atrás. No los culpo —añadió, suspirando—. También a mí me encanta evocar esas cosas de antaño y añoro recobrarlas. Pero quienes luchamos junto a vuestro padre sabemos que no se puede, ni se debe, volver al pasado. El mundo ha cambiado y nosotros debemos cambiar con él. Hemos de ser parte de él o, de lo contrario, enfermaremos y moriremos en la prisión en la que nos hemos recluido. —Rolan dejó de remar un momento y se volvió hacia Silvan—. ¿Entendéis lo que estoy diciendo, majestad?

—Creo que sí —respondió prudentemente el joven—. Pertenezco al mundo, por así decirlo. Vengo del exterior. Soy el que puede conducir a nuestro pueblo al mundo para unirse a él.

—Sí, majestad. —Rolan sonrió.

—Siempre y cuando evite el pecado del orgullo desmedido —añadió Silvan, que dejó de bogar, agradeciendo el respiro. Había esbozado una sonrisa al pronunciar la frase, queriendo hacer un comentario divertido, pero al pensarlo se puso serio—. El orgullo, el punto débil de la familia —musitó, casi para sí—. Me doy por advertido y, según dicen, hombre prevenido vale por dos.

Tomó de nuevo el zagual y se puso a remar con energía, como impulsado por un propósito.

El pálido sol se escondió detrás de los árboles. El día languidecía, como si fuese también una de las víctimas de la enfermedad consumidora, y Rolan examinó la orilla, buscando un punto adecuado para amarrar durante la noche. Silvan, que iba mirando la otra orilla, reparó en algo que al Kirath le había pasado por alto.

—¡Rolan! —llamó en un susurro urgente—. ¡Dirígete a la ribera occidental! ¡Aprisa!

—¿Qué ocurre, majestad? —Rolan advirtió la alarma en la voz del joven—. ¿Qué habéis visto?

—¡Allí! ¡En la orilla oriental! ¿No los ves? ¡Deprisa! ¡Casi estamos al alcance de sus flechas!

Rolan dejó de remar y se volvió, sonriente, hacia Silvan.

—Ya no estáis entre los perseguidos, majestad. Esos elfos que están reunidos en la orilla son de los nuestros. Han venido a veros y a rendiros homenaje.

—Pero... —Silvan no salía de su asombro—. ¿Cómo lo saben?

—Los Kirath han pasado por aquí, majestad.

—¿Tan pronto?

—Os dije que la noticia se propagaría con rapidez.

—Lo siento, Rolan —se disculpó el joven, enrojeciendo—. No era mi intención dudar de ti. Es sólo que... Mi madre utiliza corredores. Viajan en secreto llevando mensajes entre mi madre y su cuñada, Laurana, en Qualinesti. Así nos mantenemos informados de lo que ocurre con nuestra gente en ese reino. Pero tardan muchos días en cubrir el mismo número de kilómetros... Pensé que...

—Pensasteis que exageraba. No tenéis que disculparos por eso, majestad. Estáis acostumbrado al mundo fuera del escudo, un mundo que es grande y está lleno de peligros que crecen y menguan de día en día, como la luna. Aquí, en Silvanesti, los Kirath conocemos cada camino, cada árbol que se alza junto a ese camino, cada flor que crece a sus orillas, cada ardilla que lo cruza, cada pájaro que canta en cada rama, de tantas veces que los hemos recorrido. Si ese pájaro lanza una nota disonante, si esa ardilla agita las orejas con alarma, lo advertimos. Nada puede sorprendernos. Nada puede detenernos. —Rolan frunció el entrecejo—. Por esa razón a los Kirath nos preocupa que el dragón Cyan Bloodbane nos haya eludido durante tanto tiempo. Es imposible que pudiera hacerlo. Y, sin embargo, es posible que lo haya hecho.

El río los acercó hacia los elfos que esperaban en la orilla oriental. Sus casas se encontraban en los árboles; unas casas que probablemente un humano jamás habría visto, ya que estaban hechas con los árboles vivos, cuyas ramas habían sido dirigidas amorosamente para crear paredes y techos. Se veían redes extendidas en el suelo para secarse, y los botes habían sido sacados a la orilla. No había muchos elfos, ya que era un pueblo de pescadores, y, sin embargo, resultaba obvio que toda la población se hallaba presente. Incluso los enfermos habían sido transportados al borde del río, donde yacían envueltos en mantas y recostados en almohadas.

Cohibido, Silvan dejó de remar y soltó el zagual en el fondo del bote.

—¿Qué hago, Rolan? —preguntó, nervioso.

El otro elfo miró hacia atrás y le dirigió una sonrisa tranquilizadora.

—Sed vos mismo, majestad, nada más. Es lo que esperan.

Rolan viró hacia la orilla. El río parecía discurrir más rápido allí y empujó a Silvan hacia la gente que aguardaba antes de que el joven estuviese del todo preparado para el encuentro. Había desfilado con su madre para pasar revista a las tropas y entonces experimentó la misma desazón e inseguridad que lo asaltaban ahora y que lo hacían sentirse indigno de tal honor.

El río lo condujo a la altura de los suyos. Silvan los miró e hizo una leve inclinación de cabeza al tiempo que alzaba la mano en un tímido saludo. Nadie respondió al gesto. Nadie vitoreó, como Silvan casi esperaba que hicieran. Lo contemplaron en silencio mientras pasaba flotando sobre el río; un silencio emocionado que conmovió a Silvan más profundamente que la aclamación más entusiasta. Vio en sus ojos y oyó en su silencio un anhelo contenido, una esperanza en la que no querían creer porque ya la habían albergado antes sólo para verse defraudados.

Profundamente emocionado, Silvan dejó de agitar la mano y la tendió hacia ellos, como si los estuviera viendo hundirse y quisiera mantenerlos a flote. El río lo alejó de ellos, giró en la curva de un recodo y los perdió de vista.

Invadido por una sensación de humildad, el joven se acurrucó en la popa, sin moverse, sin hablar. Por primera vez fue plenamente consciente de la inmensa carga que había echado sobre sus hombros. ¿Qué podía hacer por ellos? ¿Qué esperaban de él? Demasiado, quizá. Más que demasiado.

Rolan echaba ojeadas hacia atrás de vez en cuando, preocupado, pero no pronunció palabra, no hizo comentario alguno. Siguió remando solo hasta que halló un lugar apropiado para varar el bote. Silvan salió de su ensimismamiento y saltó al agua para ayudarlo a arrastrar la canoa ribera arriba. El agua estaba helada y fue una agradable sacudida. El joven dejó que el Thon-Thalas se llevara sus preocupaciones y los temores sobre su propia incompetencia, contento de tener algo que hacer que lo mantuviese ocupado.

Acostumbrado a la vida al aire libre, Silvan sabía qué había que hacer para instalar un campamento. Descargó las provisiones, extendió los petates y empezó a preparar una cena ligera, compuesta de fruta y pan cenceño, mientras Rolan aseguraba el bote. Comieron en silencio casi todo el tiempo, Silvan porque seguía apabullado por la enorme responsabilidad que tan despreocupadamente había aceptado dos noches antes, y Rolan por respetar el mutismo de su soberano. Se acostaron temprano, envueltos en las mantas, y dejaron que los animales del bosque y los pájaros nocturnos velaran su sueño.

Silvan se durmió mucho antes de lo que esperaba. El ululato de un buho lo despertó en mitad de la noche y se sentó, sobresaltado, pero Rolan lo tranquilizó diciendo que el buho sólo llamaba a un vecino para compartir los chismorreos nocturnos.

Silvan permaneció despierto, escuchando la lastimera e inquietante llamada y su respuesta, un eco solemne en alguna parte distante del bosque. Estuvo en vela largo rato, contemplando el incierto brillo de las estrellas a través del escudo, mientras el Cántico de Lorac fluía veloz en su mente como la corriente del río.

... con las lágrimas de Lorac,

el rey subyugado por el Orbe

y por Cyan Bloodbane,

esbirro de Takhisis, servidor del Mal,

el único que detenta el poder.

En ese mismo momento, la letra y la música del canto se repetían en boca de una juglaresa, que cantaba para entretenimiento de los invitados a una fiesta en la capital elfa, Silvanost.

La velada se celebraba en los Jardines de Astarin, dentro del recinto de la Torre de las Estrellas, donde habría vivido el Orador si hubiese habido uno. El escenario era bellísimo. La Torre de las Estrellas estaba construida con mármol moldeado por la magia, ya que los elfos jamás cortarían ni dañarían de cualquier otro modo ninguna parte de la tierra, y, así, la Torre tenía la apariencia de algo fluido, orgánico, casi como si alguien la hubiese formado con cera derretida. Durante la pesadilla de Lorac, la Torre había sufrido una espantosa transformación, al igual que todas las demás estructuras de Silvanost. Los magos elfos trabajaron largos años en devolverle su forma original. Volvieron a poner miríadas de gemas en sus muros, que antaño capturaban la luz de la luna plateada, Solinari, y de la luna roja, Lunitari, y al irradiar esa bendita luz iluminaban el interior de la Torre, de manera que ésta parecía bañada en plata y fuego. Las lunas eran ya un recuerdo del pasado. Un único satélite brillaba sobre Krynn actualmente, y, por alguna razón que los sabios elfos no alcanzaban a entender, la pálida luz de esa luna solitaria relucía en cada gema como un ojo inmóvil que no proporcionaba iluminación alguna a la Torre; por ello, a los elfos no les quedó más remedio que recurrir a velas y antorchas.

Se habían colocado sillas entre las plantas de los Jardines de Astarin; las plantas parecían estar floreciendo y su fragancia impregnaba el aire. Sólo Konnal y sus jardineros sabían que las plantas del jardín no habían crecido en él, sino que los moldeadores de árboles las habían llevado de sus propios jardines, ya que nada crecía ni duraba vivo mucho tiempo en los Jardines de Astarin. Nada, salvo un árbol, un árbol rodeado de una mágica barrera, que era conocido como el Árbol Escudo, pues se decía que de sus raíces había brotado el escudo mágico que protegía Silvanesti.

La juglaresa entonaba el Cántico de Lome a petición de uno de los invitados. Terminó la canción con una nota triste, su mano rozando levemente las cuerdas del laúd.

—¡Bravo! ¡Bien cantado! Que la repita —clamó una voz musical, procedente de las últimas filas de sillas.

La juglaresa miró al anfitrión con incertidumbre. La audiencia elfa era demasiado cortés y bien educada como para demostrar abiertamente su horror ante tal petición, pero un artista aprendía a advertir el estado de ánimo del público merced a detalles sutiles, y la juglaresa reparó en las mejillas tenuemente sonrojadas y las azoradas miradas de soslayo dirigidas al anfitrión. Con una vez, era más que suficiente.

—¿Quién ha dicho eso? —El general Reyl Konnal, gobernador militar de Silvanesti, se giró en su asiento.

—¿No lo imaginas, tío? —repuso su sobrino, con gesto serio, desde el asiento que había detrás—. La misma persona que pidió que se cantara la primera vez. Tu amigo Glauco.

El general Konnal se levantó bruscamente, un gesto que ponía fin a la actuación musical. La juglaresa hizo una reverencia, agradecida de verse excusada de la ingrata tarea de tener que volver a interpretar esa canción. La audiencia aplaudió cortésmente, pero sin entusiasmo. Un suspiro general que podría expresar alivio se unió a la brisa nocturna que susurraba entre los árboles, cuyas ramas entrelazadas formaban un ralo dosel sobre los asistentes, ya que muchas hojas se habían caído. De las ramas colgaban lámparas de plata afiligranadas que alumbraban la noche. Los invitados abandonaron el pequeño anfiteatro y se trasladaron a una mesa, situada junto a un estanque reflectante, para cenar frutas confitadas y panecillos mantecados y beber vino frío.

Reyl Konnal invitó a la juglaresa a compartir el tentempié de última hora y la escoltó personalmente a la mesa. El elfo llamado Glauco, que había solicitado la canción, ya se encontraba allí, con una copa de vino en la mano. Hizo un brindis por la juglaresa y fue pródigo en elogios.

—Lástima que no se os permitiera cantarla de nuevo —añadió mientras dirigía una mirada de soslayo al general—. Jamás me canso de oír esa música. ¡Y la letra! Mi fragmento favorito es cuando...

—¿Puedo ofreceros algo de beber, señora? —preguntó el sobrino de Konnal, en respuesta a un codazo de su tío.

La juglaresa le dedicó una mirada agradecida y aceptó su invitación. El elfo la condujo a la mesa, donde fue recibida afablemente por los otros invitados. La zona de césped donde se encontraban Glauco y el general no tardó en quedarse vacía. A pesar de que a muchos de los invitados les habría gustado deleitarse con la presencia del encantador y atractivo Glauco y cumplir con su parte en los halagos a Konnal, saltaba a la vista que el general estaba furioso.

—No sé por qué te invito a estas fiestas, Glauco —dijo Konnal, echando chispas—. Siempre haces algo que me abochorna. ¡No contento con pedirle que cantara esa pieza, solicitas que la repita!

—Considerándolo bajo la perspectiva de los rumores que han llegado a mis oídos hoy, pensé que la canción sobre Lorac Caladon era muy apropiada —respondió lánguidamente el otro elfo.

Konnal asestó a su amigo una mirada cortante, fruncido el entrecejo.

—He sabido que... —Calló y echó un vistazo a sus invitados—. Ven, demos un paseo alrededor del estanque.

Los dos se apartaron de los otros invitados. Libres ahora de la coercitiva presencia del general, los elfos se reunieron en pequeños grupos, sus voces sibilantes por la contenida excitación, ansiosos por hablar de los rumores que eran la comidilla de la capital.

—No era necesario que nos apartásemos —observó Glauco mientras miraba hacia la mesa con las viandas—. Todo el mundo ha oído lo mismo.

—Sí, pero se refieren a ello como un rumor. Yo tengo la confirmación —añadió, sombrío, Konnal.

—¿Lo sabéis a ciencia cierta? —inquirió Glauco.

—Tengo mis fuentes de información entre los Kirath. El hombre lo vio, habló con él. Al parecer, el joven es la viva imagen de su padre. Es Silvanoshei Caladon, hijo de Alhana Starbreeze y nieto del difunto y no llorado rey Lorac.

—¡Pero eso es imposible! —manifestó Glauco—. Las últimas noticias que teníamos sobre el paradero de esa maldita bruja, su madre, eran que pululaba por el exterior del escudo y que su hijo se encontraba con ella. Nada ni nadie puede penetrar el escudo. —El elfo se mostró firme en su aserto.

—Entonces, su llegada debe de ser un milagro, como afirman —instó secamente Konnal mientras señalaba con un ademán a sus cuchicheantes invitados.

—¡Bah! Debe de tratarse de un impostor. Vaya, sacudís la cabeza. —Glauco contemplaba al gobernador con incredulidad—. ¡Os habéis tragado ese cuento!

—Mi fuente de información es Drinel. Como ya sabes, posee gran destreza con la sonda de la verdad —replicó el general—. No cabe duda. El joven pasó la prueba. Drinel vio en su corazón. Al parecer, sabe más sobre lo que le ha ocurrido que el mismo joven.

—Y ¿qué es lo que le pasó? —inquinó Glaucos, enarcando levemente su delicada ceja.

—La noche de la terrible tormenta, Alhana y sus rebeldes se preparaban para lanzar un ataque general contra el escudo cuando su campamento fue asaltado por ogros. El joven corrió a pedir ayuda a lo humanos de la Legión de Acero, prueba de lo bajo que ha caído esa mujer. Entonces le cayó cerca un rayo. El chico resbaló y rodó por un barranco. Perdió el sentido. Al parecer, cuando volvió en sí, se encontraba dentro del escudo.

Glauco se frotó el mentón con gesto pensativo. La barbilla era delicada, su rostro hermoso. Los ojos almendrados eran grandes y penetrantes. Cualquier movimiento que hiciera resultaba garboso, elegante Su cutis no tenía tacha, con la piel tersa y pálida. Sus rasgos estaban perfectamente formados.

A los ojos humanos, todos los elfos eran hermosos. Los sabios decían que eso explicaba la animosidad existente entre ambas razas. Los humanos, incluso los más agraciados, no podían evitar sentirse feos en comparación. Los elfos, que veneraban la belleza, veían gradación de hermosura entre su propia raza, pero ya fuese mayor o menor, siempre veían belleza. Y en una tierra de beldad, Glauco era el más hermoso.

En ese momento, la apostura de Glauco, su perfección, irritaban a Konnal lo indecible.

El general desvió la mirada hacia el estanque. Dos nuevos cisnes se deslizaban sobre la espejada superficie. Konnal se preguntó cuánto vivirían, confió en que duraran más que la pareja anterior. Se estaba gastando una fortuna en cisnes, pero el estanque parecía lóbrego y vacío sin ellos.

Glauco era un favorito de la corte, cosa extraña habida cuenta de que era el responsable de que muchos miembros de la corte elfa hubiesen perdido su posición, su influencia y su poder. Claro que nadie lo culpó jamás a él, sino a Konnal, el responsable de su destitución.

«Mas, ¿qué otra cosa podía hacer? —se preguntó el general—. Esas personas no eran dignas de confianza. ¡Incluso algunas conspiraban contra mí! De no ser por Glauco, quizá no me habría enterado nunca.»

Nada más introducirse en el séquito de Konnal, Glauco empezó a sacar a la luz algo malo de todos aquellos en quienes el general confiaba. A un ministro se lo había oído defender a Porthios. De otra, se contaba que antaño, cuando era joven, había estado enamorada de Dalamar el Oscuro. A otro se lo convocó para dar explicaciones por haber manifestado su desacuerdo con Konnal en relación con un asunto de impuestos. Y llegó el día en que el general cayó en la cuenta de que sólo le quedaba un consejero, y ése era Glauco.

La excepción era Kiryn, su sobrino. Glauco no ocultaba su afecto por el joven, lo halagaba, le compraba pequeños obsequios, reía de buena gana con sus chistes y lo colmaba de atenciones. Los cortesanos que buscaban el favor de Glauco le tenían una gran envidia. Por su parte, Kiryn habría preferido con mucho no ser santo de su devoción; desconfiaba de Glauco, aunque no habría sabido decir por qué.

Sin embargo, el joven no osaba pronunciar una sola palabra en su contra. Nadie osaba decir nada contra Glauco. Era un hechicero poderoso, el más poderoso habido jamás en Silvanesti, incluido el elfo oscuro Dalamar.

Glauco había llegado a Silvanost poco después de que empezara la Purga de Dragones. Dijo ser un representante de los elfos que servían en la torre de Shalost, un monumento erigido en la zona occidental de Silvanesti, donde yacía el cuerpo del druida Waylorn Wyvernsbane. A pesar de que los dioses de la magia se habían marchado, el encantamiento se mantenía en torno al ataúd de cristal en que el héroe de los elfos se conservaba como una reliquia. Con cuidado de no perturbar el descanso del muerto, los hechiceros elfos, desesperados por recobrar su magia, habían intentado tomar y utilizar parte del encantamiento.

—Tuvimos éxito —había informado Glauco al general—. Es decir —añadió con apropiada modestia—, lo tuve yo.

Por temor a los grandes dragones, que estaban diezmando al resto de Ansalon, Glauco había trabajado con los moldeadores de árboles para discurrir un medio que protegiese a Silvanesti de la rapacidad de los reptiles. Los moldeadores, actuando bajo la dirección de Glauco, habían hecho crecer el que se daría en llamar el Árbol Escudo. Rodeado por su propia barrera mágica a través de la cual nada podía penetrarla para dañarlo, el árbol se plantó en los Jardines de Astarin y allí fue objeto de gran admiración.

Cuando Glauco propuso al gobernador y general que se levantase un escudo mágico sobre todo Silvanesti, Konnal experimentó una abrumadora sensación de alivio y agradecimiento. Fue como si le quitasen un gran peso de encima. La nación quedaría protegida, verdaderamente a salvo. A salvo de dragones, ogros, humanos, elfos oscuros; a salvo del resto del mundo. Lo había sometido a votación de los Cabezas de Casas; la aprobación de la propuesta fue unánime.

Glauco levantó el escudo y se convirtió en el héroe de los elfos, algunos de los cuales hablaban ya sobre erigirle un monumento. Entonces las plantas de los Jardines de Astarin empezaron a marchitarse; llegaban informes de que árboles, plantas y animales que vivían en los límites de la barrera mágica también estaban pereciendo. Los habitantes de Silvanost y de otras poblaciones elfas empezaron a caer víctimas de una extraña enfermedad que parecía consumirlos hasta que morían. Los Kirath y otros rebeldes sostenían que era a causa del escudo. Glauco respondió que era una plaga traída al país por los humanos antes de instalar la barrera, y que sólo ésta impediría que el resto de la población sucumbiese.

Y ahora, Konnal no podía prescindir de Glauco. Era su amigo, su consejero —el único consejero—, su hombre de confianza. La magia de Glauco era responsable de la colocación del escudo sobre Silvanesti, y el mago podía hacer uso de sus poderes para retirarlo en cualquier momento que quisiera. Retirar el escudo y dejar a los silvanestis a merced de los terrores del mundo exterior.

—Perdona, ¿qué decías? —El general Konnal dejó de pensar en los cisnes y prestó atención a Glauco, que no había dejado de hablar durante todo ese tiempo.

—Decía que no me estáis haciendo caso —respondió el otro elfo con una dulce sonrisa.

—No, lo siento. Hay algo que quiero saber, Glauco. ¿Cómo entró ese joven a través del escudo? —Bajó el tono de voz a un susurro, a pesar de que no había nadie cerca que pudiese escuchar—. ¿Acaso su magia está fallando también?

—No —fue la rotunda respuesta de Glauco, cuyo gesto se ensombreció.

—¿Por qué estás tan seguro? —demandó el general—. Respóndeme con sinceridad. ¿No has notado debilitarse tus poderes durante los últimos años? A todos los demás magos les ha ocurrido.

—A ellos puede ser, pero no a mí —dijo fríamente el hechicero.

Konnal observó fijamente a su amigo. Glauco evitó sus ojos y el general dedujo que el mago mentía.

—Entonces ¿qué explicación tiene ese fenómeno?

—Una muy simple —contestó, imperturbable, Glauco—. Que yo lo hice entrar.

—¿Tú? —La sorpresa del general era tan inmensa que gritó la palabra. Muchos invitados interrumpieron las conversaciones para volverse y mirarlos atentamente.

Glauco les dedicó una sonrisa tranquilizadora, agarró a su amigo por el brazo y lo condujo a una zona más recoleta del jardín.

—¿Por qué? ¿Qué planeas hacer con ese joven, Glauco? —demandó el general.

—Lo que tendríais que haber hecho vos —repuso el hechicero mientras se arreglaba las amplias mangas de la blanca túnica—. Poner a un Caladon en el trono. Os recuerdo, amigo mío, que si hubieseis proclamado Orador a vuestro sobrino, como os aconsejé, ahora no tendríamos un problema con Silvanoshei.

—Sabes perfectamente bien que Kiryn rehusó aceptar el puesto —replicó Konnal.

—A causa de una equivocada lealtad a su tía Alhana. —El mago suspiró—. He intentado aconsejarlo en ese asunto, pero se niega a escucharme.

—Y tampoco querrá escucharme a mí, si es eso lo que insinúas, amigo mío. Y he de añadir que ha sido tu insistencia en mantener el derecho de la familia Caladon al trono de Silvanesti lo que nos ha puesto en este brete. Yo mismo pertenezco a la Casa Real...

—Vos no sois un Caladon, Reyl —murmuró Glauco.

—¡Mi linaje es más antiguo que el de los Caladon! —espetó Konnal, indignado—. ¡Se remonta a Quinari, esposa de Silvanos! Tengo tanto derecho al trono como los Caladon. Puede que más.

—Lo sé, mi querido amigo. —Glauco posó su mano sobre el brazo de Konnal para apaciguarlo—. Pero tendríais grandes dificultades para persuadir a los Cabezas de Casas.

—Lorac Caladon hundió en la ruina a esta nación —prosiguió el general con acritud—. Su hija, Alhana Starbreeze, casi nos llevó de la ruina a la destrucción con su matrimonio con Porthios, un qualinesti. Si no hubiésemos actuado rápidamente para librarnos de esas dos víboras, Silvanesti habría acabado bajo la bota del idiota mestizo que nombraron Orador de los Soles, Gilthas, hijo de Tanis. ¡Y sin embargo la gente sigue insistiendo en que un Caladon debería sentarse en el trono! ¡No lo comprendo!

—Amigo mío, ese linaje ha reinado en Silvanesti durante cientos de años —adujo suavemente Glauco—. La gente aceptaría de buen grado a otro Caladon como gobernante, sin la menor objeción. En cambio, si os postuláis como candidato al trono, habría meses o incluso años de interminables discusiones y envidias, de investigaciones de linajes, puede que incluso surgiera algún rival para disputaros el trono. ¿Quién sabe si podría destacarse alguna figura poderosa que os deshancara del cargo y se hiciera con el control? No, no. De las posibles soluciones factibles, ésta es la mejor. Os recuerdo de nuevo que vuestro sobrino es un Caladon y que sería la elección perfecta. La gente vería con buenos ojos que Kiryn asumiera el puesto. Su madre, vuestra hermana, se emparentó con los Caladon al casarse. Es un arreglo que los Cabezas de Casas aceptarían.

»Pero todo eso es ya agua pasada. Dentro de dos días, Silvanoshei Caladon llegará a Silvanost. Habéis dicho públicamente que apoyaríais a un miembro de la familia Caladon como Orador de las Estrellas.

—¡Porque tú me aconsejaste que lo hiciera! —protestó el general.

—Tenía mis razones. —Glauco echó una ojeada a los invitados, que seguían hablando; el tono de las voces había subido por la excitación. El nombre de Silvanoshei podía oírse ahora, llegando hasta los dos amigos a través de la noche estrellada—. Razones que algún día entenderéis, amigo mío. Debéis confiar en mí.

—De acuerdo, ¿qué me recomiendas que haga con respecto a Silvanoshei?

—Nombrarlo Orador de las Estrellas.

—¿Qué dices? —instó Konnal, estupefacto—. Ese... Ese hijo de elfos oscuros... Orador de las Estrellas...

—Calmaos, querido amigo —advirtió Glauco con tono apaciguador—. Seguiremos el ejemplo de Qualinesti en este asunto. Silvanoshei será rey sólo de nombre. Vos seguiréis como general de los Montaraces, conservaréis el control sobre todo el ejército. Seréis el verdadero soberano de Silvanesti. Y en el ínterin, Silvanesti tendrá un Orador de las Estrellas. La gente se sentirá jubilosa. La ascensión al trono de Silvanoshei pondrá fin al descontento que ha ido creciendo últimamente. Una vez logrado su objetivo, las facciones militantes entre nuestro pueblo, en especial los Kirath, dejarán de ocasionar problemas.

—No puedo creer que hables en serio, Glauco. —Konnal sacudió la cabeza.

—En mi vida he hablado tan en serio, querido amigo. A partir de ahora, la gente llevará sus cuitas y tribulaciones ante el Orador, en lugar de a vos. Quedaréis libre para encargaros de la verdadera tarea de gobernar Silvanesti. Alguien ha de ser nombrando regente, desde luego. Silvanoshei es joven, demasiado para semejante responsabilidad.

—¡Ah! —La expresión de Konnal se tornó avisada—. Empiezo a ver lo que tienes en mente. Supongo que yo...

Calló al ver que Glauco negaba con la cabeza.

—No podéis ser regente y general de los Montaraces —dijo el mago.

—¿Y a quién sugieres? —inquirió Konnal.

—Me ofrezco para el puesto. —Glauco inclinó la cabeza con elegante humildad—. Asumiré la responsabilidad de asesorar al joven rey. Mis consejos os han sido muy útiles de vez en cuando, creo.

—¡Pero tú no estás cualificado! —protestó Konnal—. No perteneces a la Casa Real. No has servido en el senado. Anteriormente eras un hechicero en la torre de Shalost —puntualizó bruscamente.

—Oh, pero vos mismo me recomendaréis para el cargo —adujo Glauco mientras ponía la mano sobre el brazo del general.

—¿Y qué alegaré para justificar esa recomendación?

—Sólo esto: les recordaréis que el Árbol Escudo crece en los Jardines de Astarin, los cuales están bajo mi supervisión. Les recordaréis que soy quien ayudó a plantarlo. Les recordaréis que soy el responsable de mantener el escudo operativo.

—¿Es una amenaza? —gruñó el general.

Glauco miró largamente a Konnal, que empezó a sentirse incómodo.

—Es mi sino que siempre se desconfíe de mí —dijo finalmente el mago—. Que se pongan en tela de juicio mis motivos. Muy bien, lo acepto como un sacrificio que hago al servicio de mi pueblo.

—Lo siento —se disculpó ásperamente Konnal—. Es sólo que...

—Disculpas aceptadas. Y ahora —continuó Glauco—, deberíamos hacer los preparativos para dar la bienvenida al joven rey a Silvanost. Declararéis fiesta nacional ese día. No repararemos en gastos. La gente necesita celebrar algo. Contrataremos a esa juglaresa que cantó esta noche para que entone algo en honor de nuestro nuevo Orador. ¡Qué voz tan bella tiene!

—Sí —aceptó, absorto, Konnal. Empezaba a pensar que el plan de Glauco no era tan malo, después de todo.

—Oh, qué lástima, amigo mío —dijo el mago mientras señalaba hacia el estanque—. Uno de nuestros cisnes se está muriendo.

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