El general Medan rara vez visitaba su cuartel general de Qualinost. Construido por humanos, el fuerte era feo, feo a conciencia. Bajo y cuadrado, hecho de piedra arenisca gris, con rejas en las ventanas y puertas pesadas y reforzadas con bandas de hierro, el fuerte era feo a propósito, con intención de que resultara un insulto a los elfos y para dejar muy claro quién mandaba allí. Ningún elfo se acercaba a la construcción por propia voluntad, aunque muchos habían visto su interior, en especial el cuarto localizado a gran profundidad bajo tierra y al que eran llevados cuando se daba la orden de que se los sometiera a interrogatorio.
El gobernador militar había desarrollado un inmenso desagrado hacia aquel edificio, casi tan grande como el que sentían los elfos. Prefería ocuparse de las tareas en su casa, donde su zona de trabajo era una sombreada enramada por la que se colaba el sol. Prefería oír el canto de la alondra a los alaridos de los prisioneros torturados; prefería el aroma de sus rosas al olor de la sangre.
El infame cuarto apenas se utilizaba ahora. Los elfos de quienes se sospechaba que eran rebeldes o aliados de los rebeldes desaparecían como las sombras cuando el sol se oculta detrás de una nube antes de que los Caballeros de Neraka pudiesen arrestarlos. Medan sabía muy bien que se lo estaba sacando de la ciudad de algún modo, tal vez por túneles subterráneos. Antaño, cuando le fue encomendada la tarea de gobernar una nación ocupada, habría removido Qualinost de arriba abajo, habría ordenado excavar, habría mandado que los Caballeros de la Espina buscasen algún rastro de magia, habría dispuesto que se torturara a cientos de elfos. Ya no hacía nada de eso; se alegraba de que sus caballeros arrestaran a tan pocas personas. Había llegado a detestar las torturas y la muerte tanto como había llegado a amar a Qualinesti.
Medan amaba aquella tierra, su belleza, el tranquilo sosiego que serpenteaba a través de Qualinesti al igual que el arroyo que trazaba su sinuoso y chispeante camino a través de su jardín. Alexis Medan no amaba a los elfos; le resultaban totalmente incomprensibles. Habría sido tanto como decir que amaba el sol, la luna o las estrellas; sí los admiraba, al igual que admiraba la belleza de una orquídea, pero no los amaba. A veces envidiaba su longevidad y a veces los compadecía por la misma razón.
Gerard había llegado a la conclusión de que el gobernador no amaba a Laurana como a una mujer, sino como a la personificación de todo lo hermoso que había en su país de adopción.
El joven caballero se quedó sorprendido, estupefacto y pasmado la primera vez que entró en el hogar de Medan. Su sorpresa aumentó cuando el gobernador le dijo, enorgullecido, que había supervisado el proyecto de la casa y que el jardín se había diseñado enteramente a su gusto.
Los elfos no habrían vivido felices en la casa del gobernador; todo estaba demasiado ordenado y estructurado para el gusto elfo. A Medan no le gustaba la costumbre elfa de utilizar árboles vivos como muros ni ramas colgantes de enredaderas como cortinas, ni tampoco apreciaba que los techos fueran de hierba. Los elfos gustaban ser arrullados por los susurros nocturnos de las paredes vivas que los rodeaban, mientras que Medan prefería que sus paredes lo dejaran dormir. Su casa estaba construida en una roca toscamente tallada; cuidó mucho de que no se cortaran árboles, hecho que los elfos consideraban un grave delito.
Hiedra y campanillas se aferraban a la superficie rocosa de las paredes. La propia casa quedaba prácticamente oculta bajo un profuso manto de flores. Gerard no podía creer que alentara tanta belleza en el alma de aquel hombre, un reconocido seguidor de los preceptos de la Oscuridad.
El joven caballero se había trasladado a la casa del general el día anterior, por la tarde. Siguiendo las órdenes de Medan, los sanadores de los Caballeros de Neraka habían sumado sus menguadas energías para devolver casi por completo la salud al solámnico. Sus heridas se habían cerrado con sorprendente rapidez. Gerard sonrió para sus adentros al imaginar la ira que sentirían si supieran que habían gastado sus contadas energías en sanar a un enemigo.
Ocupaba un ala de la casa que había estado vacía hasta ese momento, ya que el gobernador no había permitido que sus ayudantes vivieran en su casa desde que el último hombre que había contratado fue descubierto orinando en el estanque de los peces. Medan había destinado al sujeto al puesto más distante de la frontera elfa, un puesto construido al borde de las tierras baldías conocidas como Praderas de Arena; esperaba que el cerebro del hombre explotara por el calor.
Los aposentos de Gerard eran cómodos, aunque pequeños. Sus tareas hasta el momento —al cabo de dos días de tomar posesión del puesto— habían sido livianas. El gobernador era una persona madrugadora. Tomaba su desayuno en el jardín los días soleados, y comía en el porche que se asomaba al jardín los días de lluvia. Gerard se quedaba cerca, detrás de la silla del gobernador, para servirle el té y escuchar los problemas de su superior con quienes consideraba sus más implacables enemigos: áfidos, ácaros, orugas y pulgones. Se ocupaba de la correspondencia, anunciaba y registraba a las visitas y llevaba órdenes del gobernador desde la casa al detestado cuartel general. Allí era blanco de la envidia de los otros caballeros, que habían hecho comentarios groseros sobre el «advenedizo», el «pelota», el «lameculos».
Al principio, el joven caballero se había sentido incómodo y tenso. Eran muchas las cosas que habían ocurrido de repente. Cinco días antes era un invitado en casa de Laurana, y ahora se hallaba prisionero de los Caballeros de Neraka, y se le permitiría seguir vivo mientras Medan pensara que podía serle de utilidad.
Gerard decidió permanecer con el gobernador sólo hasta que descubriera la identidad de la persona que espiaba a la reina madre. Cuando lo hubiese conseguido, pasaría la información a Laurana e intentaría escapar. Tras haber tomado esa decisión, se relajó y se sintió mejor.
Una vez que Medan terminaba de cenar, Gerard volvía al cuartel general para recibir los informes diarios, así como la lista de prisioneros y el historial de aquellos que habían escapado y a los que ahora se buscaba como criminales. También se le entregaba cualquier despacho que hubiese llegado para el gobernador desde otras partes del continente. Por lo general eran contados, según le dijo el propio Medan. Al gobernador no le interesaban esas otras regiones y era pagado con la misma moneda. Aquella tarde sí había un despacho; lo traía un mensajero de Beryl, un draconiano.
Gerard había oído hablar de esos seres, las criaturas nacidas años atrás de los huevos de los dragones del Bien sometidos a una corrupta aberración producto de la magia, pero nunca había visto uno. Al contemplar a aquél —un corpulento baaz— pensó que aunque no hubiese visto ninguno en toda su vida no lo habría echado de menos.
El draconiano se sostenía sobre las piernas como un hombre, pero tenía el cuerpo cubierto de escamas. Sus manos eran grandes, escamosas, con los dedos rematados por afiladas garras. Su rostro recordaba el de un lagarto o una serpiente, con hileras de puntiagudos dientes y una larga lengua que dejaba a la vista al esbozar una horrenda sonrisa. Unas alas, cortas y atrofiadas, sobresalían de su espalda y se movían sin cesar, suavemente, agitando el aire a su alrededor.
El draconiano esperaba a Gerard dentro del cuartel general. El joven caballero vio a la criatura en el momento de entrar y no pudo evitar pararse en la puerta, vacilante, invadido por el asco. Los otros caballeros que se encontraban en la estancia, holgazaneando, lo observaron con aire enterado y sus muecas burlonas se ensancharon al reparar en su desagrado.
Furioso consigo mismo, Gerard entró en el edificio del cuartel con firmes zancadas. Pasó ante el draconiano, que se había levantado haciendo un ruido rasposo en el suelo con las garras de los pies.
El oficial al mando le entregó los informes diarios; Gerard los cogió e hizo intención de marcharse, pero el oficial lo detuvo.
—Eso también es para el gobernador. —Señaló con el pulgar al draconiano, que alzó la cabeza con aire malicioso—. Groul tiene un despacho para el gobernador.
Gerard se armó de valor y con una actitud despreocupada, que esperaba no se notara lo falsa que era, se acercó a la repugnante criatura.
—Soy el ayudante del gobernador. Entrégame la carta.
Groul chasqueó los dientes de un modo desconcertante y levantó la mano en la que sostenía el estuche del pergamino, aunque no se lo dio a Gerard.
—Mis órdenes son entregarla personalmente al gobernador —manifestó.
Gerard había imaginado que el reptil tendría poca o ninguna inteligencia, que balbucearía un galimatías casi incoherente o, en el mejor de los casos, una jerga aberrante del Común. No esperaba que el ser se expresara tan bien y que, en consecuencia, fuera inteligente, así que tuvo que esforzarse por reajustar sus ideas acerca de cómo tratarlo.
—Le entregaré el despacho al gobernador —insistió—. Ha habido varios atentados contra su vida y, en consecuencia, no permite que entren extraños en su casa. Te doy mi palabra de honor de que se lo entregaré personalmente a él.
—¡Honor! Esto es lo que pienso de tu honor. —La lengua de Groul salió de su boca y se retrajo ruidosamente, salpicando de saliva a Gerard. El draconiano se acercó a él, haciendo ruidos rasposos en el suelo con las garras de los pies—. Escucha, caballero —siseó—. Me envía la excelentísima Berylinthranox. Me ha ordenado que entregue este despacho al gobernador militar Medan y que espere su respuesta. Es un asunto de máxima urgencia. Haré lo que se me ha mandado, así que condúceme ante el gobernador.
Gerard podría haber hecho lo que exigía el draconiano y ahorrarse, probablemente, un montón de problemas, pero tenía dos razones para negarse. La primera, que estaba decidido a leer el despacho de la Verde antes de entregárselo a Medan, cosa harto difícil de hacer con el papel asido firmemente en la garra del draconiano. La segunda era más sutil, y a Gerard le resultaba incomprensible, pero se sentía impelido a cumplirla: no le gustaba la idea de que aquella despreciable criatura entrara en la hermosa casa del gobernador, con sus garrudos pies abriendo agujeros en la tierra, destrozando los parterres, pisoteando las plantas, golpeando los muebles con su cola, babeándolo todo, y haciendo gala de aquel gesto malicioso, burlón.
Groul sostenía el estuche del pergamino en la mano derecha y llevaba una espada al costado izquierdo. Eso significaba que el ser era diestro, o eso esperaba Gerard, aunque siempre cabía la posibilidad de que los de su raza fueran ambidextros. Tras decidir que, si salía vivo de ésta, estudiaría a fondo las características de esa raza, el joven caballero desenvainó su espada con rapidez y se lanzó sobre Groul.
Sobresaltado, el draconiano reaccionó instintivamente; dejó caer al suelo el estuche del pergamino y llevó la mano derecha hacia su arma. Gerard giró sobre sí mismo, se agachó y se apoderó del estuche. Acto seguido, mientras se incorporaba, arremetió con el hombro, impulsado por todo el peso de su armadura, contra el diafragma del draconiano. Groul se desplomó y la espada y la vaina repicaron en el suelo mientras sus alas y sus manos se agitaban frenéticamente al perder la estabilidad. Fue a chocar contra un banco, que se hizo astillas.
El brusco movimiento y el ataque al draconiano abrieron varias de las heridas de Gerard, que aspiró sonoramente para contener el dolor. Lanzó una mirada furibunda a la criatura y después, resistiendo el impulso de comprobar la gravedad del daño sufrido, se volvió y caminó hacia la puerta.
Oyó el ruido de garras en el suelo y una maldición malsonante, así que giró velozmente sobre sus talones, espada en mano, dispuesto a acabar con la lucha si la criatura insistía. Para sorpresa de Gerard, tres de los Caballeros de Neraka habían desenvainado sus espadas y cerraban el paso al draconiano.
—El ayudante del gobernador tiene razón —dijo uno, un hombre maduro, que llevaba sirviendo en Qualinesti muchos años y había tomado una esposa elfa—. Nos han contado cosas de ti, Groul. Tal vez lleves un despacho de Beryl, como afirmas, o quizás el dragón te ha dado órdenes de «despachar» a nuestro general. Te aconsejo que te sientes en lo que has dejado de banco y esperes. Si el gobernador desea verte, vendrá en persona.
Groul vaciló y dirigió una mirada torva a los caballeros. Dos de los guardias sacaron sus espadas y se unieron a sus oficiales. El draconiano maldijo de nuevo y, con un gruñido de rabia, envainó el arma. Luego, mascullando algo sobre que necesitaba aire fresco, se acercó a la ventana y se quedó mirando a través de ella.
—Ve —le dijo el caballero a Gerard—. Nosotros lo tendremos vigilado.
—Sí, señor. Gracias, señor.
El caballero gruñó y volvió a sus tareas.
Gerard salió del cuartel a toda prisa. La calle en que se hallaba el edificio estaba vacía, ya que los elfos no se acercaban allí por voluntad propia. La mayoría de los soldados estaban de servicio o acababan de salir de él y ahora dormían.
Una vez que dejó atrás la calle, Gerard entró en la ciudad propiamente dicha o, más bien, en el extrarradio. Ahora caminaba entre sus habitantes y se enfrentaba a otro peligro. Medan le había advertido que llevara el peto y el yelmo y que regresara del cuartel antes de que cayese la noche. Reparó en los hermosos rostros, en los ojos almendrados que lo contemplaban con abierto odio o que miraban a otro lado a propósito, como para no estropear la belleza del crepúsculo veraniego con la imagen de su feo semblante humano.
También fue consciente de su singularidad. Su cuerpo parecía pesado y torpe en comparación con los esbeltos y delicados de los elfos; su cabello del color de la paja, un tono poco habitual entre elfos, sin duda era visto como algo estrafalario. Sus rasgos toscos, llenos de cicatrices, que incluso los humanos consideraban feos, a los elfos debían de parecerles espantosos.
El caballero comprendía por qué algunos humanos habían llegado a odiar a los elfos. Él mismo se sentía inferior en todo: en apariencia, en cultura, en sabiduría, en modales. El único modo que tenían algunos humanos para sentirse superiores a los elfos era conquistándolos, subyugándolos, torturándolos y matándolos.
Gerard giró en el camino que llevaba a la casa de Medan. Una parte de él suspiró pesarosa cuando dejó atrás las calles donde los elfos vivían y trabajaban, como si hubiese despertado de un sueño encantador para encontrarse en la cruda realidad. Otra parte sintió alivio. Dejó de echar ojeadas hacia atrás constantemente para ver si alguien se deslizaba a su espalda con una daga empuñada.
Tenía un paseo de más de un kilómetro hasta la retirada casa del gobernador. El camino serpenteaba entre susurrantes álamos, chopos y sauces, cuyas ramas se extendían por encima de un cantarín arroyo. Hacía un buen día, con la temperatura algo fresca para esa época del año, como si anunciara un temprano otoño. Llegado a la mitad del recorrido, Gerard escudriñó a uno y otro extremo del camino; escuchó atentamente para percibir ruidos de pasos. Al no ver a nadie ni oír nada, salió del sendero y caminó hacia el arroyo. Se puso en cuclillas como si fuese a beber y examinó el estuche del pergamino.
Estaba sellado con cera, pero ése era un problema sencillo de resolver. Sacó su cuchillo y apoyó la hoja sobre una roca lisa que todavía conservaba el calor del sol vespertino. Cuando el metal se hubo calentado, Gerard pasó cuidadosamente el filo de la hoja alrededor del sello de cera. Retiró éste intacto y lo dejó sobre un trozo de corteza de árbol. Luego observó el estuche e iba a abrirlo cuando vaciló.
Estaba a punto de leer un despacho enviado a su superior. Cierto, Medan era el enemigo, no su comandante en realidad, pero el despacho era privado, dirigido exclusivamente a Medan. Ningún hombre de honor leería la correspondencia de otro. Ciertamente, un caballero solámnico no caería tan bajo. La Medida no aceptaba la utilización de espías, considerando esa práctica como algo «deshonroso, traicionero». Recordaba un párrafo en particular.
Hay quienes afirman que los espías son útiles, que la información que recogen por medios bajos y subrepticios podría conducirnos a la victoria. Nosotros, los caballeros, respondemos que una victoria obtenida con tales medios no es una victoria en absoluto, sino la derrota definitiva, pues si renunciamos a los principios de honor por los que luchamos, ¿qué nos diferenciaría de nuestro enemigo?
—Sí, ¿qué? —se preguntó Gerard, que seguía con el estuche en la mano, sin abrirlo—. Nada, supongo. —Con un giro rápido abrió la tapa y, tras echar una última ojeada en derredor, sacó el pergamino, lo desenrolló y empezó a leer.
Una sensación de debilidad se apoderó de él. Se le heló la sangre. Sentándose pesadamente en la orilla, continuó leyendo sin dar crédito a sus ojos. Finalizada la lectura, consideró qué hacer. Su primera idea fue quemar la terrible misiva para que así no llegase nunca a su destinatario, pero comprendió que sería absurdo. Demasiada gente lo había visto coger el mensaje. Después se le ocurrió quemarla y sustituirla por otra, aunque lo descartó de inmediato. No tenía papel, ni pluma ni tinta. Y quizá Medan conocía la letra del escriba que redactaba los mensajes por orden del dragón.
Razonó, angustiado, que no le quedaba más opción que entregar el despacho. Hacer lo contrario lo pondría en peligro, y quizás él era la única persona que podía desbaratar el perverso plan del dragón.
Medan se estaría preguntando qué le habría ocurrido, ya que se había retrasado bastante en su horario habitual. Se apresuró a enrollar el pergamino, lo guardó en el estuche, colocó con todo cuidado el sello de cera y se aseguró de que estuviese bien pegado. Tras guardárselo debajo del cinturón, reacio a tocarlo más de lo estrictamente necesario, emprendió el regreso a la casa del gobernador a todo correr.
Gerard encontró al gobernador paseando por el jardín, un ejercicio que realizaba a diario después de la cena. Al oír pisadas en el camino, Medan se volvió.
—Ah, Gerard. Te has retrasado. Empezaba a temer que te hubiese ocurrido algo. —El gobernador observó atentamente el brazo del joven caballero—. Sí, te ha pasado algo. Estás herido.
Gerard se miró la manga de la camisa y vio que estaba mojada de sangre. Distraído por el mensaje, había olvidado sus heridas, el enfrentamiento con el draconiano.
—Hubo un altercado en el cuartel —contestó, sabedor de que Medan acabaría enterándose de lo ocurrido—. Aquí tenéis los informes diarios. —Los puso sobre la mesa que había debajo de un enrejado por el que el gobernador había dirigido pacientemente una parra para que creciera hasta formar una frondosa enramada—. Y hay este despacho, que envía la hembra de dragón Beryl.
Medan cogió el estuche con una mueca, si bien no lo abrió de inmediato. Estaba más interesado por la lucha.
—¿Qué clase de altercado, sir Gerard?
—El mensajero draconiano se obstinaba en traer el despacho en persona. Vuestros caballeros no lo consideraban necesario e insistieron en que aguardara allí vuestra respuesta.
—Fue cosa tuya, creo —comentó Medan con una sonrisa—. Hiciste bien. Estoy harto de Groul. ¿Quién sabe qué elucubra ese cerebro de lagarto suyo? No es de fiar.
Volvió su atención al despacho y Gerard saludó, dispuesto a marcharse.
—No, no, será mejor que esperes. Tendré que redactar el borrador de la respuesta... —Guardó silencio y empezó a leer.
Gerard, que sabía de memoria cada línea porque estaban como grabadas a fuego en su cerebro, pudo seguir el avance de Medan en la lectura del despacho observando la expresión de su rostro. Sus labios se apretaron y las mandíbulas se pusieron tensas. De haber mostrado satisfacción o alegría, Gerard había decidido matar al gobernador allí mismo, sin importarle las consecuencias.
Pero Medan no estaba alegre. Todo lo contrario. Su tez palideció y adquirió un tono cetrino, ceniciento. Acabó de leer la misiva y después, con deliberada calma, la repasó. Terminada la segunda lectura, estrujó el papel en sus dedos y, mascullando una maldición, lo tiró al suelo.
Cruzado de brazos, se volvió de espaldas y se quedó mirando al vacío hasta lograr recuperar la compostura en cierta medida. Gerard se mantuvo callado. Éste sería un buen momento para ausentarse, pero estaba desesperado por saber qué se proponía hacer Medan.
Finalmente, el gobernador se dio la vuelta. Miró el pergamino arrugado que había tirado al suelo y luego alzó la vista hacia Gerard.
—Léelo —dijo.
—Señor, no soy quién para... —balbuceó el joven, que enrojeció.
—¡Léelo, maldita sea! —gritó Medan. Recuperó la calma merced a un gran esfuerzo y añadió:— Total, qué más da. He de pensar qué hacer, qué responder a Beryl y cómo decirlo. Con mucho cuidado —se instó a sí mismo en voz queda—. ¡He de proceder con extremado cuidado o todo estará perdido!
Gerard recogió el despacho y alisó el papel.
—Léelo en voz alta —ordenó Medan—. Tal vez lo he entendido mal, he interpretado erróneamente parte del mensaje. —Su tono sonaba irónico.
Gerard pasó por alto la frase inicial con el tratamiento formal a su destinatario y empezó:
—«Me he enterado, a través de alguien que vela por mis intereses, de que el hechicero proscrito Palin Majere ha descubierto un ingenio mágico de gran valor mientras se encontraba ilegalmente en mi territorio. En consecuencia, considero que ese objeto me pertenece. Debo tenerlo, y lo tendré.
»"Los informadores me dicen que Palin Majere y el kender han huido con el ingenio a la Ciudadela de la Luz. Doy al rey elfo, Gilthas, tres días para que recupere el objeto y a los incriminados que lo tienen en su poder, y otros tres para que me los entregue.
»"Además, el rey elfo también me enviará la cabeza de la elfa Lauranathalasa, que albergó al hechicero y al kender en su casa y que los ayudo y secundó en su huida.
»"Si al cumplirse el plazo de esos seis días no he recibido la cabeza de esa traidora elfa y si el artefacto y quienes lo robaron no están en mi poder, ordenaré la destrucción de Qualinesti como primera medida. Todos los hombres, mujeres y niños de esa miserable nación serán pasados a cuchillo o quemados vivos. Nadie sobrevivirá. En cuanto a las personas de la Ciudadela de la Luz que han osado dar cobijo a esos criminales, las destruiré, reduciré a cenizas la Ciudadela y recuperaré el ingenio mágico de entre las cenizas y los huesos».
Gerard agradeció haber leído antes la misiva. De no estar preparado, habría sido incapaz de leerla con toda la calma que pudo. Aun así, hubo un momento que enmudeció al verse obligado a ocultar sus emociones con una tos ronca. Acabó de leer y alzó la vista; Medan lo observaba atentamente.
—Bien, ¿qué te parece? —demandó el gobernador.
—Creo que es una impertinencia por parte del dragón daros órdenes, milord —contestó tras aclararse la garganta—. Los Caballeros de Neraka no son su ejército personal.
La expresión severa de Medan se suavizó; de hecho, casi sonrió.
—Un excelente argumento, Gerard. ¡Ojala fuese cierto! Por desgracia, el alto mando se arrastra a los pies de Beryl desde hace años.
—La Verde no puede hablar en serio —adujo, cauteloso, el joven—. No haría algo así. No extinguiría a toda una raza...
—Puede hacerlo y lo hará —lo interrumpió, sombrío—. Recuerda lo que pasó en Kendermore. Los pequeños latosos murieron a miles. Tampoco es que sea una gran pérdida, pero ello demuestra que un dragón, en este caso Beryl, puede llevar a cabo su amenaza.
Gerard había oído a otros caballeros solámnicos referirse a la matanza de los kenders, y recordaba haberse sumado a sus risas. Sabía de algunos solámnicos a quienes no les desagradaría ver desaparecer del mundo a los elfos.
«Nos consideramos mucho mejores, más éticos y honorables que los caballeros negros —se dijo para sus adentros—. En realidad, la única diferencia está en la armadura. Plateada o negra, encubre los mismos prejuicios, la misma intolerancia, la misma estrechez de miras.» De repente, Gerard se sintió profundamente avergonzado.
Medan había empezado a pasear por el sendero, de arriba abajo.
—¡Condenados elfos! ¡Todos estos años esforzándome por salvarlos y ahora todo ese trabajo para nada! ¡Y condenada reina madre! ¡Si me hubiese hecho caso! Pero, no, tenía que asociarse con rebeldes y gentuza por el estilo. Y ahora ¿cuál es el resultado? Que se ha condenado a sí misma y a su pueblo. A menos que...
Interrumpió su ir y venir, con las manos asidas a la espalda, rumiando para sus adentros. Las ropas que vestía, de confección, corte y diseño elfos, caían flojamente sobre su cuerpo. El repulgo, orlado con cinta de seda, rozaba sus pies. Gerard guardó silencio, absorto en sus propios pensamientos, sumido en un tumulto de rabia contra la Verde por querer destruir a los elfos y rabia contra sí mismo y los de su raza por mantenerse al margen y no hacer nada en todos esos años para detenerla.
Medan alzó la cabeza. Había tomado una decisión.
—El día ha llegado antes de lo que preveía. No tomaré parte en un genocidio. No tengo ningún reparo en matar a otro guerrero durante la batalla, pero no masacraré civiles inocentes que no tienen medios para defenderse. Hacerlo sería el colmo de la cobardía, y una matanza tan sin sentido rompería el juramento que hice cuando me convertí en caballero. Tal vez haya un modo de detener al dragón, pero necesitaré tu ayuda.
—Contad con ella, milord —contestó Gerard.
—Tendrás que confiar en mí. —Medan enarcó una ceja.
—Y vos en mí, milord —repuso Gerard, con una sonrisa.
Medan asintió con un cabeceo. Hombre de acción, resuelto y expeditivo, no malgastó saliva en cháchara innecesaria y se sentó a la mesa. Cogió pluma y papel.
—Debemos ganar tiempo —dijo mientras escribía rápidamente—. Entregarás mi respuesta a Groul, pero el draconiano nunca debe llegar a presencia de Beryl. ¿Comprendes?
—Sí, milord.
El gobernador terminó de escribir, esparció arena sobre el papel para que la tinta se secara, lo enrolló y se lo entregó a Gerard.
—Mételo en el mismo estuche. No es necesario sellarlo. El mensaje dice que soy el obediente siervo de su excelencia y que llevaré a cabo sus órdenes. —Medan se levantó—. Cuando hayas cumplido tu tarea, ve directamente al palacio. Daré órdenes para que se te admita en él. Debes apresurarte. Beryl es artera y pérfida, y no hay que fiarse de ella. Puede que ya haya decidido actuar por sí misma.
—Sí, milord. ¿Y dónde estaréis vos? ¿Que pensáis hacer?
—Arrestar a la reina madre —contestó Medan con una sonrisa desganada.
El gobernador militar caminaba por el sendero que conducía a través del jardín al edificio principal de la modesta finca de Laurana. La noche había caído, de modo que llevaba una antorcha para alumbrarse el camino. La llama chamuscaba las flores colgantes bajo las que pasaba y hacía que las hojas se ennegrecieran y retorcieran. Los insectos volaban hacia la antorcha y Medan oía el siseo cuando se abrasaban.
El gobernador no llevaba sus ropas elfas, sino que vestía la armadura completa ceremonial. Kellevandros, que respondió a la llamada en la puerta, advirtió enseguida el cambio y contempló al hombre con recelo.
—Gobernador Medan, bienvenido. Entrad, por favor. Informaré a la señora que tiene visita. Os recibirá en el invernáculo, como siempre.
—Prefiero quedarme donde estoy —repuso el gobernador—. Informa a vuestra señora que se reúna conmigo aquí. Dile —añadió con voz rasposa—, que debería vestirse para viajar. Necesitará una capa, ya que el aire nocturno es frío. Y dile que se dé prisa.
En todo momento observó atentamente el jardín, prestando especial atención a las zonas ocultas por las sombras.
—La señora querrá saber por qué —adujo, vacilante, Kellevandros.
Medan le propinó un empellón que lo hizo recular a trompicones.
—Ve a buscar a tu señora —ordenó.
—¿Viajar? —repitió Laurana, estupefacta. Se encontraba sentada en el invernáculo, simulando prestar atención a Kalindas, que leía en voz alta un antiguo texto elfo, aunque en realidad no escuchaba una sola palabra—. ¿Dónde voy?
—El gobernador no me lo dijo, señora. —Kellevandros sacudió la cabeza—. Se comporta de un modo muy extraño.
—No me gusta, señora —manifestó Kalindas, que apoyó el libro en su regazo—. Primero, arrestada en vuestra casa, y ahora esto. No deberíais ir con él.
—Estoy de acuerdo con mi hermano, señora —abundó Kellevandros—. Le diré que no os encontráis bien. Haremos lo que habíamos planeado. Esta noche os sacaremos clandestinamente de la ciudad por los túneles.
—No pienso hacerlo —rehusó Laurana en actitud resuelta—. ¿Queréis que me ponga a salvo mientras el resto de mi pueblo se ve obligado a quedarse? Trae mi capa.
—Señora —osó insistir Kellevandros—, por favor...
—Trae mi capa —repitió Laurana, cuyo tono, afable pero firme, no dejaba lugar a discusión.
Kellevandros hizo una reverencia, sin pronunciar palabra, y Kalindas fue a buscar la capa. Entretanto, su hermano acompañaba a Laurana hasta la puerta principal, donde el gobernador seguía de pie. Al verla, se irguió.
—Lauralanthalasa de la Casa Solostaran —comenzó formalmente—, estáis bajo arresto. Os entregaréis sin resistencia, como mi prisionera.
—¿De veras? —Laurana parecía muy tranquila—. ¿Con qué cargos? ¿O es que no hay ninguno? —inquirió. Se volvió de manera que Kalindas pudiera echarle la capa sobre los hombros.
El elfo empezó a hacerlo, pero Medan le quitó la prenda de las manos. El gobernador, cuyo semblante exhibía una expresión grave, cubrió los hombros de la reina madre con la capa.
—Los cargos son numerosos, señora. Acoger a un hechicero humano que está reclamado por los Túnicas Grises. Ocultar la existencia de un ingenio mágico muy valioso que el hechicero tenía en su poder, cuando, conforme a la ley, todos los objetos mágicos localizados en Qualinesti han de ser entregados al dragón. Ayudar y respaldar al hechicero proscrito en su huida de Qualinesti con dicho artefacto.
—Entiendo.
—Intenté advertiros, señora, pero no me hicisteis caso.
—Sí, lo intentasteis, gobernador, y os estoy agradecida por ello. —Laurana abrochó la capa con un prendedor de gemas. Sus manos no temblaban en absoluto—. ¿Y qué se supone que tenéis que hacer conmigo?
—Mis órdenes son ejecutaros, señora. He de enviar vuestra cabeza al dragón.
Kalindas soltó una exclamación ahogada mientras Kellevandros emitía un grito ronco y se abalanzaba sobre Medan con intención de estrangularlo.
—¡Detente, Kellevandros! —ordenó Laurana mientras se interponía entre el elfo y el gobernador—. ¡Así no me ayudarás! ¡Déjate de locuras!
Kellevandros retrocedió, jadeante, y asestó una mirada de odio a Medan. Kalindas agarró a su hermano por el brazo, pero Kellevandros se soltó bruscamente, con rabia.
—Venid, señora —dijo el gobernador mientras le ofrecía su brazo. La antorcha chisporroteaba y humeaba; los pétalos de las orquídeas que crecían sobre la puerta se habían retorcido por el calor.
Laurana puso la mano sobre el brazo del hombre. Volvió la cabeza para mirar a los dos hermanos que, con el semblante pálido y una expresión sombría en los ojos, presenciaban cómo la conducían a la muerte.
«¿Cuál de ellos es? —se preguntó la reina madre, llena de angustia—. ¿Cuál?»