23 El laberinto de setos

El gnomo se había extraviado en el laberinto de setos, algo habitual ya que se perdía frecuentemente en él. De hecho, cada vez que alguien de la Ciudadela de la Luz quería algo del gnomo (cosa que ocurría de manera excepcional) y preguntaba dónde se encontraba, la respuesta era invariablemente: «Perdido en el laberinto de setos».

El gnomo no deambulaba por el laberinto sin ton ni son, todo lo contrario. Entraba allí a diario con un propósito específico, una misión: hacer un mapa del laberinto. El gnomo, que pertenecía al gremio de rompecabezas-adivinanzas-enigmas-jeroglíficos-logogrifos-monogramas-anagramas-acrósticos-crucigramas-dédalos-laberintos-paradojas-lógica-femenina-y-políticos, también conocido como P3 para abreviar, tenía la convicción de que si podía trazar el mapa del laberinto de setos hallaría en ese mapa la clave de los grandes misterios de la vida, entre los que se encontraban: ¿Por qué cuando lavas dos calcetines acabas sólo con uno? ¿Existe vida después de la muerte? ¿Dónde fue a parar el otro calcetín? El gnomo tenía la certeza de que si hallaba la respuesta a la segunda pregunta también daría con la respuesta a la tercera.

Los místicos de la Ciudadela intentaron en vano explicarle que el laberinto de setos era mágico. Quienes entraban en él agobiados por las preocupaciones o la tristeza encontraban alivio a sus males. A los que entraban buscando soledad y paz, nadie los molestaba por muchas personas que hubiese paseando entre los fragantes setos. Los que entraban buscando una solución a un problema descubrían que sus ideas se centraban progresivamente y sus mentes se aclaraban. Y quienes se adentraban en su místico viaje para subir la Escalera de Plata que se alzaba en el centro del laberinto se daban cuenta de que no caminaban a través de un laberinto de macizos de arbustos, sino a través del dédalo de sus propios corazones.

Aquellos que se aventuraban en el laberinto con el firme propósito de trazar un mapa, de intentar definirlo en forma de un número equis de hileras, giros a derecha e izquierda, longitudes y latitudes, grados y ángulos, radios y circunferencias, descubrían que allí las matemáticas no tenían aplicación. El laberinto se desplazaba bajo el compás, se deslizaba por debajo de la regla, desafiaba todo cálculo.

El gnomo, cuyo nombre (en la versión corta) era Acertijo, se negaba a oírlos. Entraba en el laberinto a diario, convencido de que aquél sería el día en que resolvería el misterio, en que cumpliría su Misión en la Vida y realizaría el mapa definitivo del laberinto de setos, mapa del que después haría copias para venderlas a grupos de excursionistas.

Con una pluma sujeta tras la oreja y otra clavada en la pechera de la túnica, de manera que parecía que le hubiesen atravesado el pecho con ella, el gnomo penetraba en el laberinto por la mañana y trabajaba febrilmente durante todas las horas de luz. Medía y contaba pasos, anotaba la altura del seto en el punto A, indicaba dónde convergía el punto A con el B, y acababa pringado de tinta y sudoroso. Al final de la jornada salía con cara radiante de satisfacción y ramitas de seto enganchadas en el cabello y en la barba, y mostraba, para ilustración del primer infeliz al que pudiera convencer de que echara un vistazo a su proyecto, un mapa del laberinto lleno de manchas de tinta y gotas de sudor.

Después se pasaba la noche copiando un borrador para que quedase perfecto, sin que faltase una ramita de un seto. A la mañana siguiente iba con el mapa al laberinto y volvía a perderse de inmediato e irremisiblemente. Se las arreglaba para hallar la salida más o menos a mediodía, lo que le dejaba horas de luz suficientes para volver a trazar el mapa. Y así un día y otro y otro... desde hacía un año aproximadamente.

Ese día, Acertijo se había ido abriendo paso a través del laberinto hasta, más o menos, la mitad. Se hallaba de rodillas, cinta métrica en mano, midiendo el ángulo entre zigzag y zigzag cuando reparó en un pie que se interponía en su camino. Estaba calzado con una bota que iba unida a una pierna, la cual a su vez iba unida a —según se alzaba la vista— un kender.

—Perdona —se disculpó cortésmente el hombrecillo—, pero me he perdido y me preguntaba si...

—¡Perdido! ¡Perdido! —Acertijo se incorporó con tal precipitación que volcó el tintero, de manera que dejó una gran mancha purpúrea en el herboso sendero. Sollozando, el gnomo se echó en brazos del kender—. ¡Qué gratificante! ¡Me alegro tanto! ¡Tanto! ¡No te lo imaginas!

—Vamos, vamos —lo consoló el hombrecillo mientras le daba palmaditas en la espalda—. No me cabe duda que lo que quiera que sea se arreglará. ¿Tienes un pañuelo? Toma, te presto el mío. A decir verdad es de Palin, pero supongo que no le importará.

—Gracias. —El gnomo se sonó la nariz.

Por lo general los gnomos hablaban muy, muy deprisa y comprimían todas las palabras, superponiendo unas sobre otras, en la creencia de que si uno no llegaba al final de la frase rápidamente, lo más probable era que no llegase nunca. Acertijo había vivido entre humanos el tiempo suficiente para aprender a expresarse con más lentitud y ahora lo hacía muy despacio y entrecortadamente, lo que daba pie a que los otros gnomos con los que se encontraba lo consideraran tonto de remate.

—Lamento haberme venido abajo de ese modo —gimoteó el gnomo—, pero como llevo trabajando tanto tiempo y hasta ahora nadie había tenido el detalle de perderse... —Acertijo empezó a lloriquear otra vez.

—Me alegra haberte sido de ayuda —se apresuró a decir el kender—. Y ya que me he perdido, me pregunto si podrías mostrarme la salida. Verás, acabo de llegar por medios mágicos. —El kender se sentía muy orgulloso de eso, así que lo repitió para asegurarse de que al gnomo lo impresionaba el detalle—. Medios mágicos que son muy, muy secretos y misteriosos, de lo contrario te los explicaría. En cualquier caso, los asuntos que me traen son extremadamente urgentes. Busco a Goldmoon, y tengo la impresión de que debe de encontrarse aquí porque pensé en ella con todas mis fuerzas mientras el proceso mágico se realizaba. Por cierto, me llamo Tasslehoff Burrfoot.

—Acertijo Solitario —se presentó el gnomo a su vez, y los dos se estrecharon la mano; así, Tas acabó de estropear el pañuelo de Palin al utilizarlo para limpiarse la tinta que el gnomo le había dejado en los dedos.

—¡Puedo mostrarte la salida! —aseveró, muy excitado, Acertijo—. He dibujado este mapa, ¿ves?

Henchido de orgullo y con un gesto ostentoso lo señaló para que Tasslehoff reparara en él. Trazado en un inmenso pergamino, el mapa estaba extendido sobre el suelo de manera que no sólo tapaba el sendero entre dos hileras de setos, sino que se doblaba por los extremos. Era más grande que Acertijo, un gnomo más bien menudo, de piel atezada, barba larga y rala que probablemente era blanca pero que ahora aparecía manchada de púrpura debido a que la arrastraba invariablemente sobre la tinta húmeda cuando se ponía a gatas encima del mapa.

Éste era bastante complicado, con muchas equis, flechas, «no entrar» y «giro a la izquierda aquí» garabateado en Común por todas partes. Tasslehoff contempló el mapa, levantó la vista y observó el extremo del sendero en el que se hallaban. La hilera de setos se abría y alcanzó a ver varias cúpulas cristalinas en las que se reflejaban los rayos del sol de manera que la luz se descomponía en arco iris. Dos inmensos Dragones Dorados formaban un grandioso arco de entrada. Los jardines estaban verdes y rebosantes de flores y por ellos paseaban y charlaban en voz baja personas vestidas con ropajes blancos.

—¡Oh, ésa debe de ser la salida! —exclamó el kender—. Gracias de todos modos.

El gnomo miró primero el mapa y luego lo que, sin lugar a dudas, era la salida del laberinto de setos.

—Maldición —masculló y empezó a pisotear el pergamino.

—Lo siento mucho —se disculpó Tas, que se sentía culpable—. Era un mapa realmente bonito.

Acertijo continuaba saltando sobre el pergamino.

—En fin, perdona pero tengo que marcharme —añadió Tasslehoff al tiempo que avanzaba palmo a palmo, cautelosamente, hacia la salida—. Sin embargo, después de que haya hablado con Goldmoon me encantará regresar y perderme de nuevo, si eso te sirve de algo.

—¡Ah! —gritó el gnomo mientras le daba una patada al tintero y lo lanzaba contra el seto.

Antes de salir, Tas echó una última ojeada a Acertijo, que había vuelto al principio del laberinto y se medía el pie con la cinta métrica como parte de los preparativos para anotar la distancia exacta entre el primer giro y el segundo.

El kender caminó un buen trecho, dejando muy atrás el laberinto de setos. Iba a entrar en un encantador edificio hecho de resplandeciente cristal cuando oyó pasos a su espalda y sintió una mano en el hombro.

—¿Qué te trae por la Ciudadela, kender? —inquirió una voz en Común.

—¿La qué? —dijo Tas—. Oh, sí, por supuesto.

Más que acostumbrado a sentir el peso de la mano de la ley sobre su hombro, no le extrañó que lo detuviera una joven alta, de expresión severa, que lucía una cota de malla plateada que le cubría el torso y la cabeza; sobre la cota vestía un tabardo con el símbolo del sol y llevaba una espada con vaina de plata ceñida a la cintura.

—Vengo a ver a Goldmoon, señora —respondió cortésmente Tas—. Y es un asunto urgente. Muy urgente. Si me indicas dónde puedo...

—¿Qué ocurre aquí, guardiana? ¿Algún problema?

Tasslehoff giró la cabeza y vio a otra mujer vestida con armadura, ésta de los Caballeros de Solamnia, que se encaminaba hacia ellos flanqueada por otros dos caballeros.

—No estoy segura, lady Camilla —contestó la guardiana al tiempo que saludaba—. Este kender ha solicitado ver a Goldmoon.

Las dos mujeres intercambiaron una mirada y a Tas le pareció que una sombra cruzaba fugazmente el semblante de la comandante.

—¿Qué quiere un kender de la Primera Maestra?

—¿La qué? —preguntó, extrañado, Tas.

—La Primera Maestra. Goldmoon.

—Oh, soy un viejo amigo suyo —explicó el kender, que tendió la mano—. Me llamo... —Dejó la frase sin terminar. Empezaba a estar harto de que la gente lo mirara de manera rara cada vez que decía su nombre. Retiró la mano—. Eso no tiene importancia. Si me indicáis dónde puedo encontrar a Goldmoon...

Ninguna de las mujeres contestó, pero Tas, que las observaba con gran atención, vio que la Dama de Solamnia dirigía una mirada de soslayo hacia la cúpula de cristal de mayor tamaño. Al momento dedujo que era allí donde debía ir.

—Parecéis estar muy ocupadas —dijo mientras se apartaba poco a poco—. Lamento haberos molestado. Si me disculpáis... —Y salió corriendo.

—¿Voy tras él, comandante? —oyó preguntar a la guardiana.

—No, déjalo —contestó lady Camilla—. La Primera Maestra siente debilidad por los kenders.

—Pero podría perturbar su soledad —argumentó la guardiana.

—Si lo hiciera, le daría treinta piezas de acero —repuso lady Camilla.

La comandante tenía cincuenta años y era una mujer atractiva, con una salud de hierro, aunque en su cabello negro había canas. De talante serio, gesto adusto y estoico, no parecía ser la clase de persona dada a exteriorizar emociones. Sin embargo, Tas la oyó suspirar tras decir aquello.


El kender llegó ante la puerta de la cúpula de cristal y se detuvo, esperando que alguien saliese para decirle que no debía estar allí. Salieron dos hombres con ropajes blancos, pero se limitaron a sonreírle y a desearle una buena tarde.

—Buenas tardes a vosotros, señores —contestó Tas, haciendo una reverencia—. Por cierto, me he perdido. ¿Qué edificio es éste?

—El Gran Liceo —contestó uno de ellos.

—Oh —dijo Tas con expresión enterada, aunque no tenía ni idea de qué era un liceo—. Cuánto me alegro de haberlo encontrado. Gracias.

El kender se despidió de los hombres y entró en el enorme edificio. Tras una minuciosa exploración consistente en abrir puertas e interrumpir clases, hacer innumerables preguntas y escuchar a escondidas conversaciones privadas, el kender descubrió que sus pasos lo habían llevado al Gran Salón Central, un lugar de reunión muy frecuentado por la gente que vivía, trabajaba y estudiaba en la Ciudadela de la Luz.

Al ser primera hora de la tarde, en el vasto recinto reinaba la tranquilidad, ya que había muy pocas personas leyendo o charlando en pequeños grupos. Por la noche estaría abarrotado debido a que se utilizaba de comedor para la Ciudadela y todo el mundo —maestros y alumnos por igual— se reunían allí para cenar.

Las estancias dentro de la cúpula de cristal resplandecían con el sol. Las sillas eran numerosas y cómodas, y en un extremo del inmenso salón había mesas alargadas. El olor a pan recién cocido llegaba de la cocina, que se hallaba en el nivel inferior. Las antesalas estaban al fondo, algunas de ellas ocupadas por estudiantes y sus maestros.

A Tasslehoff no le resultó difícil reunir información sobre Goldmoon. Todas las conversaciones que escuchó y la mitad de aquellas que interrumpió giraban en torno a la Primera Maestra. Al parecer, todo el mundo se sentía muy preocupado por ella.

—No puedo creer que los maestros hayan permitido que esto llegue tan lejos —decía una mujer a una visitante—. ¡Permitir que la Primera Maestra permanezca encerrada en su cuarto! Podría estar en peligro, o tal vez enferma.

—¿Ha intentado alguien hablar con ella?

—¡Por supuesto que lo hemos intentado! —La mujer sacudió la cabeza—. Nos tiene preocupados a todos. Desde la noche de la tormenta se ha negado a ver o hablar con nadie, ni siquiera con las personas más allegadas a ella. Por la noche se le deja comida y agua en una bandeja y por la mañana la bandeja está vacía, salvo por las notas en que nos asegura que se encuentra bien pero que nos ruega que respetemos su intimidad y no la molestemos.

«Yo no la molestaré —se dijo Tas para sus adentros—. Le contaré en tres palabras lo que ha ocurrido y luego me marcharé.»

—No podemos ir contra sus deseos —continuó la mujer—. La letra de las notas es de ella. En eso coincidimos todos.

—Pero eso no demuetra nada. Tal vez esté prisionera. Podría escribir las notas bajo coacción, en especial si teme que otras personas de la Ciudadela sufran daño por su causa.

—Pero ¿por qué motivo? Si alguien la tuviese como rehén, lo lógico es que hubiese pedido un rescate o hubiese planteado una demanda a cambio de su indemnidad, pero nadie nos ha exigido nada. Nadie nos ha atacado. La isla permanece todo lo tranquila que puede esperarse en estos días aciagos. Los barcos van y vienen. Llegan refugiados a diario. Nuestras vidas siguen con el mismo ritmo de actividad.

—¿Y qué pasa con el Dragón Plateado? —preguntó la otra mujer—. Espejo es uno de los guardianes de la isla de Schallsea y de la Ciudadela de la Luz. Suponía que el dragón, merced a su magia, sería capaz de descubrir si algo maligno se ha apoderado de la Primera Maestra.

—E indudablemente podría hacerlo, pero Espejo también ha desaparecido —explicó, desanimada, su amiga—. Alzó el vuelo en pleno auge de la tormenta y nadie lo ha visto desde entonces.

—En cierta ocasión conocí a un Dragón Plateado —comentó Tas, entrometiéndose en la conversación—. Era una hembra y se llamaba Silvara. Sin querer he oído lo que hablabais sobre Goldmoon. Es muy buena amiga mía y estoy terriblemente preocupado por ella. ¿Dónde dijisteis que se encuentran sus aposentos?

—En el último piso del Liceo, subiendo esa escalera —contestó una de las mujeres.

—Gracias. —Tas se encaminó en aquella dirección.

—Pero no se permite el paso a nadie —añadió la mujer en tono severo.

—Sí, claro. —El kender giró sobre sus talones—. Lo comprendo. Gracias.

Las dos amigas se alejaron sin dejar de conversar. Tasslehoff deambuló por la zona y admiró la escultura de un Dragón Plateado que ocupaba un lugar de honor en el centro del salón. Cuando las dos mujeres se perdieron de vista, Tas echó una ojeada alrededor. Tras comprobar que nadie se fijaba en él, empezó a subir la escalera.


Los aposentos de Goldmoon se hallaban en lo más alto del Gran Liceo; una escalera de caracol, de muchos cientos de peldaños, conducía hacia arriba a través de varios niveles. Era una ascensión larga, además de que los peldaños habían sido construidos para las largas piernas de los humanos, no las cortas de los kenders. Tas había empezado a subirlos con entusiasmo, pero después del escalón setenta y cinco se vio obligado a sentarse para darse un corto respiro.

—¡Caray! —resopló, jadeante—. Ojalá fuera un Dragón Plateado. Así al menos tendría alas.

El sol comenzaba a esconderse por el horizonte del mar para cuando Tas —tras unas cuantas paradas más para descansar— llegó a lo alto de la escalera.

Ésta terminaba allí, de modo que el kender supuso que había llegado al piso en que vivía Goldmoon. Todo parecía tranquilo y silencioso, al menos al principio. Al final del corredor había una puerta decorada con gavillas de trigo, enredaderas, frutas y flores en relieve; mientras se acercaba a ella, Tas percibió el llanto quedo de una persona.

El bondadoso kender olvidó sus propios problemas y llamó suavemente en la hoja de madera.

—Goldmoon, soy yo, Tasslehoff. ¿Te ocurre algo? Tal vez puedo ayudarte.

El llanto cesó de manera repentina, reemplazado por el silencio.

—Goldmoon —empezó Tas—. Tengo que hablar cont...

Una mano lo asió por el hombro; Tas brincó sobresaltado y se golpeó la cabeza contra la puerta antes de girarla bruscamente hacia atrás.

Palin lo miraba con expresión severa.

—Imaginé que te encontraría aquí —dijo el mago.

—No pienso volver —manifestó el kender mientras se frotaba la cabeza—. Todavía no. Antes he de hablar con Goldmoon. —Dirigió una mirada suspicaz a Palin—. ¿Por qué estás aquí?

—Nos tenías preocupados.

—Ya, me imagino —rezongó Tas. Se apartó de Palin y volvió a llamar a la puerta—. ¡Goldmoon! ¡Déjame pasar! ¡Soy yo, Tasslehoff!

—Primera Maestra —agregó Palin—, estoy aquí con Tas. Ha ocurrido algo muy raro y nos gustaría recibir tu sabio consejo.

Tras unos instantes de silencio, una voz apagada por el llanto respondió:

—Tendrás que disculparme, Palin, pero no recibo a nadie actualmente.

—Goldmoon —insistió el mago al cabo de un momento—, traigo una noticia muy triste. Mi padre ha muerto.

Hubo otro corto silencio y después sonó la misma voz, ahora forzada y susurrante:

—¿Que Caramon ha muerto?

—Hace unas semanas. Tuvo un tránsito tranquilo.

—Llegué a tiempo de hablar en su funeral, Goldmoon —agregó Tas—. Lástima que te perdieras mi discurso, pero lo repetiré si tú...

Un grito terrible resonó al otro lado de la puerta.

—¡Ah, hombre afortunado! ¡Dichoso de ti!

—¡Goldmoon! —gritó Palin con gesto sombrío—. ¡Por favor, déjame entrar!

Tasslehoff, deprimido y solemne, acercó la nariz al picaporte.

—Goldmoon —llamó, hablando a través de la cerradura—, siento mucho saber que has estado enferma, y también sentí mucho lo de la muerte de Riverwind, pero, por lo que me han contado, murió como un héroe y salvó a mi pueblo del dragón cuando a buen seguro hay bastante gente que opina que nosotros, los kenders, no merecíamos la pena que se nos salvara. Quiero que sepas que estoy agradecido y que me siento orgulloso de haber tenido como amigo a Riverwind.

—No está bien que intentes conmigo esa fea jugarreta, Palin —argüyó desde dentro la voz, furiosa—. Has heredado el talento de imitador de tu tío. Todo el mundo sabe que Tasslehoff está muerto.

—No, no lo estoy —replicó el kender—. Y ése es el problema. Al menos lo es para algunos. —Dirigió a Palin una mirada severa—. Soy yo de verdad, Goldmoon —continuó—. Si te asomas por el ojo de la cerradura me verás.

Dicho esto saludó con la mano. Sonó el chasquido del cerrojo y, lentamente, la puerta se abrió. Goldmoon apareció en el vano. Su habitación se hallaba alumbrada por numerosas velas, cuyo brillo creaba un halo alrededor. Dio un paso hacia el corredor, oscuro salvo por el fulgor de la estrella roja, y la mujer quedó envuelta en las sombras, de manera que Tas no pudo verla.

—Primera Maestra. —Palin adelantó un paso, con la mano extendida.

Goldmoon se giró de modo que la luz del cuarto cayó sobre su rostro.

—Ahora lo entenderás —musitó.

La luz de las velas refulgía en una mata de pelo abundante, dorada y lustrosa, en un semblante terso y suave, en unos ojos que, a pesar de estar rojos por el llanto, eran tan azules como el cielo matinal y resplandecían con el brillo de la juventud. Su cuerpo era fuerte como en los días en que la Hija de Chieftain se enamoró de un joven guerrero llamado Riverwind. Goldmoon tenía más de noventa años, pero su cuerpo, su cabello, sus ojos, su voz, sus labios y sus manos eran los de la mujer joven que había entrado en la posada El Último Hogar llevando consigo la Vara de Cristal Azul.

Se erguía ante ellos hermosa, afligida, con la cabeza inclinada como un capullo de rosa cortado.

—¿Qué es este milagro? —exclamó, sobrecogido, Palin.

—Milagro no, sino una maldición —replicó amargamente la mujer.

—¿Estás bajo una maldición? —inquirió Tas, interesado—. ¡Yo también!

Goldmoon se volvió hacia el kender y lo miró de arriba abajo.

—¡Eres tú! —musitó—. Reconocí tu voz. ¿Por qué estás aquí? ¿Dónde has estado? ¿Por qué has venido?

Tasslehoff tendió la mano y estrechó cortésmente la de ella.

—Me encantaría contártelo todo con pelos y señales, Goldmoon. Lo del primer funeral de Caramon y luego su segundo funeral y lo de mi maldición. Pero en este momento Palin intenta matarme y vine para ver si tú puedes decirle que lo olvide. Así que, si haces el favor de hablar con él, me marcharé.

Dicho y hecho, el kender corrió hacia la escalera y casi había llegado a ella y se disponía a bajar los peldaños de tres en tres cuando la mano de Palin lo asió por el cuello de la camisa.

Tas se retorció y forcejeó, poniendo en práctica varios trucos kenders desarrollados a lo largo de años de práctica huyendo del largo brazo de alguaciles iracundos y de tenderos furiosos. Utilizó el antiguo «giro y mordisco» y el siempre eficaz «pisotón y patada», pero Palin resultó ser inmune a ambos. Por último, verdaderamente desesperado, Tas ensayó el truco de la «lagartija», que consistía en deslizar los brazos por las mangas de la camisa y, aunque lamentaba tener que dejarse la prenda detrás, al igual que la lagartija renuncia a parte de su cola en manos del captor en ciernes, estaría libre.

—¿De qué habla? —inquirió Goldmoon, que miraba al kender sin salir de su asombro; sus ojos se desviaron hacia el mago—. ¿Es verdad que quieres matarlo?

—Por supuesto que no —contestó Palin, impaciente.

—¡Es verdad! —farfulló el kender, sin dejar de retorcerse.

—Escúchame, Tas, siento realmente lo que ocurrió en casa —dijo Palin.

Hizo intención de seguir hablando, pero entonces suspiró y agachó la cabeza. Parecía viejo, más de lo que Tas recordaba, y eso que lo había visto sólo unos instantes antes, las arrugas de su cara se habían profundizado. Parpadeó varias veces y se restregó los ojos, como si intentara ver a través de una película o de la niebla. El kender, listo para huir, se sintió conmovido por el mal rato que pasaba el mago y decidió que, al menos, podía quedarse y escuchar.

—Lo siento, Tas —dijo finalmente Palin, cuya voz sonó tensa—. Estaba trastornado y asustado. Jenna se enfadó mucho conmigo. Después de que te marcharas dijo que no te culpaba por salir huyendo, y tenía razón. Tendría que haberte explicado las cosas tranquila y racionalmente y no debí gritarte. Después de lo que vi, me dominó el pánico. —Bajó la vista hacia el kender y suspiró profundamente.

»Tas, ojalá existiera otra solución. Tienes que entenderlo. Intentaré explicarlo lo mejor posible. Tu destino era morir y, al no haber muerto, cabe la posibilidad de que ello sea la razón de que hayan ocurrido todas esas cosas horribles que le han pasado al mundo. Es decir, que si estuvieses muerto tal vez el mundo sería como lo viste la primera vez que acudiste al funeral de mi padre. ¿Lo entiendes?

—No.

Palin lo miró con evidente desilusión.

—Me temo que no sé explicarlo mejor. Tal vez tú, Goldmoon y yo deberíamos hablarlo. No tienes que salir huyendo otra vez. No te obligaré a regresar a tu tiempo.

—No quiero herir tus sentimientos, Palin —repuso Tas—, pero no está en tus manos obligarme a nada. Tengo el ingenio en mi poder, y tú no.

Palin miró al kender con creciente gravedad y entonces, inesperadamente, sonrió. No fue exactamente una sonrisa, sino más bien un cuarto de sonrisa, pues sólo se curvaron las comisuras de sus labios y el gesto no se reflejó en sus tristes ojos, pero al menos era un comienzo.

—Eso es verdad, Tas —dijo—. El ingenio lo tienes tú. Y tú sabes lo que está bien y lo que no. Sabes que hiciste una promesa a Fizban y que él confió en que la cumplirías. —Hizo una pausa antes de proseguir—. ¿Eres consciente, Tas, de que Caramon habló en tu funeral?

—¿De verdad? —El kender no salía de su asombro—. ¡Ni siquiera sabía que tuve un funeral! Imaginé que no había quedado mucho de mí, salvo un poco de pringue entre los dedos del pie del gigante. ¿Y qué dijo Caramon? ¿Asistió mucha gente? ¿Trajo Jenna sus pastelillos de hojaldre y queso?

—Acudió una gran multitud —explicó Palin—. La gente vino de todos los puntos de Ansalon para rendir homenaje a un heroico kender. En cuanto a mi padre, dijo que eras «un kender grande entre los grandes», que ejemplificabas todo lo mejor de tu raza: eras noble, sacrificado, valiente y, por encima de todo, honrado.

—Quizá Caramon estaba equivocado conmigo —dijo Tas, incómodo, mientras miraba de reojo a Palin.

—Sí, quizá lo estaba.

A Tas no le gustaba el modo en que Palin lo miraba, como si fuera algo pringoso y estrujado, como una cucaracha despachurrada. No sabía qué hacer ni qué decir, una experiencia totalmente nueva para él.

No recordaba haber sentido aquello nunca y esperaba no volver a sentirlo jamás. El silencio se estiró hasta que el kender temió que si uno de ellos lo soltaba, el silencio retrocedería como una goma tensa y le daría a alguien en la cara. En consecuencia, sintió un gran alivio cuando sonó un alboroto en la escalera que distrajo a Palin y aflojó el tenso silencio.

—¡Primera Maestra! —llamó lady Camilla—. Creímos oír vuestra voz. Alguien dijo que vio a un kender subiendo hacia aquí...

Al llegar al descansillo la mujer vio a Goldmoon.

—¡Primera Maestra! —La dama solámnica se paró en seco y la miró de hito en hito. Los guardianes de la Ciudadela se apiñaron detrás de la comandante y miraron a Goldmoon boquiabiertos.

Ésta era la oportunidad que Tas esperaba para correr hacia la libertad. Nadie intentaría detenerlo porque nadie le prestaba la menor atención. Se escurriría entre ellos y escaparía. Casi con toda seguridad, Acertijo tendría algún tipo de navio, ya que los gnomos siempre tienen uno a mano. A veces eran naves que volaban, en lugar de navegar, aunque por lo general en tales casos el asunto acababa con una explosión.

«Sí —pensó el kender mientras observaba la escalera y la gente agolpada en ella con la boca abierta de par en par—. Eso haré. Me iré. Ahora mismo. Ya echo a correr. En cualquier momento mis pies correrán.»

Pero, al parecer, sus pies tenían otras ideas ya que permanecieron plantados firmemente en el suelo.

A lo mejor pensaban lo mismo que su cabeza, que estaba dándole vueltas a lo que Caramon había dicho sobre él. Aquellas palabras eran casi las mismas que había oído decir a la gente sobre Sturm Brightblade o Tanis el Semielfo. ¡Y las habían dicho sobre él, Tasslehoff Burrfoot! Sintió una cálida emoción en el corazón y al mismo tiempo otra clase de sensación en el estómago, una mucho más desagradable, una especie de retortijón, como si hubiese comido algo que no estaba conforme con encontrarse dentro de él. Tas se preguntó si serían las gachas.

—Perdona, Goldmoon —empezó, interrumpiendo la estupidez general de miradas desorbitadas y bocas abiertas de par en par que se desarrollaba alrededor—. ¿Te importa si entro en tu cuarto y me tiendo un poco? No me siento muy bien.

La mujer adoptó una postura erguida; tenía el semblante pálido y su voz sonó amarga.

—Sabía que ocurriría esto, que me miraríais como a un fenómeno en una barraca de feria.

—Perdonad, Primera Maestra —dijo lady Camilla, que bajó la vista, roja como la grana por la vergüenza—. Os pido disculpas, pero es que... En fin, este milagro...

—¡No es un milagro! —replicó en tono cortante Goldmoon. Irguió la cabeza y parte de su regia presencia, de su noble espíritu, surgió como un fogonazo de ella—. Lamento todos los problemas que he causado, lady Camilla. Sé que he sido motivo de desazón para muchos y te ruego que transmitas a todos en la Ciudadela que dejen de preocuparse por mí. Estoy bien. Me presentaré ante ellos enseguida, pero antes deseo hablar con mis amigos en privado.

—Desde luego, será un placer hacer cuanto gustéis ordenar, Primera Maestra —contestó lady Camilla. A pesar de todos sus esfuerzos por no mirarla fijamente, no pudo evitar contemplar con estupefacción el asombroso cambio experimentado por Goldmoon.

Palin tosió significativamente y la dama solámnica parpadeó.

—Lo siento, Primera Maestra, pero es que...

Sacudió la cabeza, incapaz de expresar verbalmente sus confusas ideas. Se dio media vuelta, aunque echó otro vistazo hacia atrás como para asegurarse de que lo que veía era cierto, y descendió apresuradamente la escalera de caracol. Los guardianes de la Ciudadela, tras un momento de vacilación, giraron sobre sus talones para ir en pos de la comandante. Tas alcanzó a oír sus voces exclamando una y otra vez la palabra «milagro».

—Todos reaccionarán igual —manifestó Goldmoon, angustiada, mientras regresaba a sus aposentos con gesto pensativo—. Me mirarán boquiabiertos y lanzarán exclamaciones de asombro. —Cerró la puerta en cuanto sus amigos hubieron pasado y se recostó en la hoja de madera.

—No puedes reprochárselo, Primera Maestra —adujo Palin.

—Sí, lo sé. Ésa era una de las razones por las que me encerré en este cuarto. Cuando ocurrió el cambio confié en que fuese... temporal. Sentaos, por favor —los invitó con un ademán—. Al parecer tenemos mucho de que hablar.

La estancia estaba amueblada sencillamente: una cama con el bastidor de simple madera, un escritorio, alfombras tejidas a mano y numerosos cojines repartidos por el suelo. En un rincón había un laúd. La única pieza más de mobiliario que tenía el cuarto, un espejo de cuerpo entero, se encontraba tirado en el suelo boca abajo. Los cristales rotos se habían barrido y apilado en un montón.

—¿Qué te ha pasado, Primera Maestra? —preguntó Palin—. ¿Esta transformación es de naturaleza mágica?

—¡Lo ignoro! ¡Ojalá encontrara una explicación! —respondió con impotencia—. Ocurrió la noche de la tormenta.

—La tormenta —musitó Palin, y miró a Tas—. Muchas cosas extrañas sucedieron durante esa tormenta, al parecer. El kender llegó esa noche.

—La lluvia repicaba sobre el tejado —continuó Goldmoon como si no lo hubiese oído—. El viento aullaba y golpeaba contra el cristal como si fuera a romperlo. Un relámpago iluminó toda la habitación con más intensidad que el sol más radiante. Su fulgor fue tan grande que me cegó. Durante un tiempo no pude ver nada en absoluto. Después, la ceguera desapareció y contemplé mi imagen reflejada en el espejo.

»Pensé que una extraña había entrado en el cuarto. Me giré, pero no había nadie detrás. Y fue entonces, al volverme, cuando me reconocí. No era como un momento antes, canosa, arrugada y vieja, sino joven como el día de mi boda...

Cerró los ojos y las lágrimas se deslizaron por sus mejillas.

—El estruendo que oyeron abajo lo provocaste tú al romper... —dedujo Palin.

—¡Sí! —gritó la mujer, prietos los puños—. ¡Me faltaba tan poco para encontrarme con él, Palin! ¡Tan poco! Riverwind y yo nos habríamos reunido muy pronto. Me ha esperado pacientemente porque sabía que tenía importantes tareas que cumplir, pero mi trabajo ha concluido ya. Lo oía llamándome. Estaríamos juntos para siempre. Por fin iba a caminar de nuevo al lado de mi amado y ahora... ¡Ahora, esto!

—¿De verdad no tienes ni idea de cómo ha pasado? —vaciló Palin, frunciendo el entrecejo—. Tal vez un secreto anhelo de tu corazón. O alguna poción. O un artefacto mágico.

—En otras palabras, ¿que yo deseaba esto? —replicó Goldmoon con voz fría—. No, no lo deseaba. Me sentía satisfecha. Mi trabajo ha terminado. Existen otros con la fuerza y el empuje necesarios para continuarlo. Sólo quiero descansar de nuevo en brazos de mi esposo, Palin. Quiero caminar con él en la siguiente fase de existencia. Riverwind y yo solíamos hablar sobre ese nuevo paso en nuestro gran viaje. Me fue dado contemplarlo fugazmente durante el tiempo que estuve con Mishakal, cuando la diosa me entregó la Vara. No puedo describir la belleza de ese lugar lejano.

»Estoy cansada. ¡Muy cansada! Tendré aspecto de joven, pero no me siento así, Palin. Este cuerpo es como un disfraz para un baile, una simple máscara, salvo que no puedo quitármela. ¡Lo he intentado en vano!

Goldmoon se llevó las manos a las mejillas y apretó. Su rostro mostraba arañazos secos y Tas comprendió, conmocionado, que en su desesperación la mujer había tratado de arrancarse la suave y tersa carne.

—Por dentro sigo siendo vieja, Palin —continuó con voz hueca y entrecortada—. He vivido el tiempo que me fue asignado. Mi esposo me ha precedido en ese viaje y mis amigos han muerto. Estoy sola. Oh, sí, ya sé. —Alzó la mano para acallar las objeciones del mago—. Sé que tengo amigos aquí, pero no son de mi época. Ellos no... No cantan las mismas canciones que yo.

Se volvió hacia Tas con una sonrisa dulce pero tan triste que los ojos del kender se llenaron de lágrimas.

—¿Es esto culpa mía, Goldmoon? —preguntó, acongojado—. ¡No era mi intención hacer que te sintieses desdichada! ¡De verdad!

—No, mi querido kender. —Goldmoon lo acarició para tranquilizarlo—. Tu presencia me ha proporcionado una alegría, y también me ha planteado un enigma. —Se volvió hacia Palin—. ¿Cómo es que se encuentra aquí? ¿Ha estado deambulando por el mundo estos últimos treinta y tantos años mientras los demás lo dábamos por muerto?

—Llegó la noche de la tormenta merced a un artefacto mágico, Goldmoon —explicó Palin en voz queda—. El ingenio para viajar en el tiempo. Un objeto que antaño perteneció a mi padre. ¿Recuerdas haber oído contar cómo viajó hacia el pasado con lady Crysania?

—Sí, lo recuerdo —dijo Goldmoon, ruborizada—. He de admitir que me costaba trabajo dar crédito a su historia. De no ser porque lady Crysania la corroboró...

—No tienes que disculparte —la interrumpió Palin—. También a mí me costaba trabajo creerlo, pero se me presentó la ocasión de hablar con Dalamar sobre ello hace años, antes de la Guerra de Caos. Y también lo comenté con Tanis el Semielfo. Ambos confirmaron la historia de mi padre. Además, leí las notas de Par-Salian en las que explicaba cómo llegó a la decisión de enviar a mi padre al pasado. Y tengo una amiga, la señora Jenna, que estaba presente en la Torre de la Alta Hechicería cuando mi padre le entregó el ingenio a Dalamar para que estuviera a buen recaudo. Puesto que lo había visto antes, Jenna lo reconoció. Y, por encima de todo, cuento con mi propia experiencia para demostrar que Tasslehoff llevaba consigo el artefacto mágico que mi padre utilizó para viajar a través del tiempo. Lo sé porque yo mismo lo he utilizado.

Goldmoon abrió los ojos de par en par. Aspiró suavemente, como un suspiro.

—¿Me estás diciendo que el kender ha llegado aquí desde el pasado? ¿Que ha viajado a través del tiempo? ¿Que has viajado en el tiempo?

—Tasslehoff, cuéntale a Goldmoon lo que me relataste a mí sobre el funeral de mi padre. Me refiero al primero. Sé lo más breve y conciso posible.

Puesto que «breve» y «conciso» eran términos que no existían en el vocabulario kender, el relato de Tasslehoff resultó considerablemente extenso y complejo, saliéndose de la trama central varias veces y perdiéndose por completo en una ocasión en una maraña de palabras de la que sacaron al kender con infinita paciencia. Sin embargo, Goldmoon, que se había sentado a su lado entre los cojines, escuchó con gran atención y sin pronunciar palabra.

Cuando Tas contó que Riverwind y ella habían asistido al primer funeral de Caramon, él canoso y algo encorvado, el orgulloso jefe de las tribus unidas de las Llanuras, acompañados por su hijo y sus hijas, sus nietos y bisnietos, las lágrimas de Goldmoon fluyeron de nuevo. Lloró en silencio, no obstante, y no apartó ni un instante su mirada embelesada del kender.

Tasslehoff hizo un alto, principalmente porque le falló la voz. Le dieron un vaso de agua y lo obligaron a recostarse en los cojines.

—Bien ¿qué te parece la historia, Primera Maestra? —preguntó Palin.

—Un tiempo en el que Riverwind no moría —musitó Goldmoon—. Un tiempo en el que nos hacíamos viejos juntos. ¿Es posible?

—Usé el ingenio —dijo Palin—. Viajé al pasado con la esperanza de descubrir el momento en el que cambiamos un futuro por otro. Confiaba hallarlo con la idea de poder efectuar un cambio.

—Eso sería muy peligroso —adujo la mujer con un tono cortante.

—Sí, bueno, aunque poco importa que lo sea o no —repuso el mago—. No encontré pasado alguno.

—¿Qué quieres decir?

—Regresé en el tiempo —explicó Palin—. Vi el final de la Guerra de Caos y presencié la marcha de los dioses. Pero cuando miré más allá, cuando intenté vislumbrar los acontecimientos que habían sucedido antes de ese momento, no vi nada excepto una vasta y vacía negrura, como si me asomara a un inmenso pozo.

—¿Qué significa eso? —preguntó Goldmoon.

—Lo ignoro, Primera Maestra. —Palin miró al kender—. Lo que sí sé es esto: hace muchos años, Tasslehoff Burrfoot murió. O, al menos, se suponía que debía morir y, como verás, se encuentra sentado aquí, vivito y coleando.

—Y por esa razón querías enviarlo al pasado para que muriese —musitó Goldmoon mientras contemplaba pesarosa a Tas.

—Tal vez me equivoque. Tal vez eso no cambie nada. Soy el primero en admitir que lo de viajar al pasado escapa a mi comprensión —manifestó el mago, compungido—. Sólo una persona de nuestra Orden podría sacarnos de la duda, y es Dalamar, pero nadie sabe si está vivo o muerto ni dónde encontrarlo si es que sigue con vida.

—¡Dalamar! —La expresión de Goldmoon se ensombreció—. Cuando me enteré de su desaparición y de la destrucción de la Torre de la Alta Hechicería recuerdo que pensé que era maravilloso que al menos saliese algo bueno de la maldad de estos tiempos que vivimos. Sé que otros lo apreciaban y confiaban en él. Tanis, por ejemplo, y tu padre. Sin embargo, cada vez que lo encontraba, lo veía caminando entre sombras y, lo que es más, le gustaba la oscuridad. Se envolvía en ella, ocultando sus actos. Creo que tenía embaucados a Tanis y a tu padre y, en lo que a mí respecta, espero que haya abandonado este mundo. Por mal que estén las cosas, sería mucho peor si él se hallara aquí. Confío en que no tengas nada que ver con él si por casualidad volviese a aparecer —añadió secamente.

—No parece muy probable que Dalamar tome parte en esto —replicó Palin con impaciencia—. Si no está muerto, se encuentra allí donde difícilmente podremos hallarlo. Ahora que he hablado contigo, Primera Maestra, lo que me parece realmente singular es que todos estos extraños acontecimientos hayan ocurrido la noche de la tormenta.

—Había una voz en esa tormenta —manifestó Goldmoon, temblorosa—. Me llenó de terror a pesar de que no pude entender qué decía. —De nuevo miró al kender—. La cuestión es ¿qué vamos a hacer?

—Eso depende de Tas —contestó Palin—. El destino del mundo está en manos de un kender. —Su expresión no podía ser más sombría.

Tasslehoff se puso de pie con actitud digna.

—Pensaré en ello seriamente —anunció—. No es una decisión fácil. He de considerar un montón de cosas. Pero antes de que me retire para meditarlo y de que ayude a Acertijo a trazar el mapa del laberinto de setos, cosa que prometí que haría antes de marcharme, quiero decir una cosa. Si desde el principio los demás hubieseis dejado el destino del mundo en manos de los kenders, probablemente no os encontraríais metidos en este lío.

Tras dejar aquella espina clavada en el pecho de Palin, Tasslehoff Burrfoot salió de la habitación.

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