Epílogo

Lejos del lugar donde Mina dormía, guardada por sus tropas, Gilthas miraba desde una ventana de la Torre del Sol cómo el astro ascendía hacia su cénit. Imaginó sus rayos reflejándose en las lanzas de los ejércitos de Beryl mientras marchaban a través de la frontera de Qualinesti. El solámnico, Gerard, había propuesto un plan, un plan desesperado, y ahora el gobernador militar Medan y él esperaban a que Gilthas tomase una decisión que significaría la salvación de su pueblo o sería su total exterminio. El Orador tenía que decidir. Y lo haría porque era su rey, pero por ahora retrasaría ese momento; dedicaría ese corto aplazamiento a contemplar el brillo del sol en las verdes hojas de los árboles de su patria.


En Schallsea, Tasslehoff y Palin miraban a Beryl y a sus secuaces acercándose más y más. Oyeron el toque de trompetas, a la gente gritando aterrada, llamando desesperadamente a Goldmoon. Pero la Primera Maestra se había marchado. Los pedazos del ingenio mágico para viajar en el tiempo yacían desperdigados por el suelo, y el brillo de las gemas se había apagado por las sombras arrojadas por las alas de los dragones.


Goldmoon no vio el sol. No vio a los dragones. Se encontraba a gran profundidad en el océano, envuelta en su oscuridad. El gnomo protestaba y sudaba y corría de un sitio para otro recogiendo agua o limpiando un charco de aceite, girando manivelas o hinchando y plegando fuelles. Goldmoon no le prestaba la menor atención; la oscuridad la había arrastrado. Viajaba hacia el norte con el río de muertos.


Silvaoshei estaba solo en los Jardines de Astarin, junto al moribundo Árbol Escudo, viendo cómo el nuevo sol abrasador marchitaba las raíces del árbol.


Parado al borde de la frontera de Silvanesti, el general Dogah, de los Caballeros de Neraka, contemplaba el sol surgiendo de la crisálida del escudo derribado. A la mañana siguiente, cuando el sol hubiese ascendido en el cielo, cuando irradiara claro y brillante, daría la orden de marcha a su ejército.

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