La Orden de los Caballeros de Takhisis nació de un sueño de oscuridad y se fundó en una isla secreta y remota, en el extremo norte de Ansalon. Pero el cuartel general de la isla, el alcázar de las Tormentas, había sufrido graves desperfectos durante la Guerra de Caos. Las embravecidas aguas sumergieron completamente la fortaleza; algunos dijeron que a causa del dolor de la diosa del mar, Zeboim, por la muerte de su hijo, el fundador de la Orden, lord Ariakan. Aunque las aguas se retiraron, nadie regresó allí. El alcázar se consideraba un lugar demasiado lejano para que ser utilizado por los Caballeros de Takhisis, quienes salieron de la Guerra de Caos muy malparados, privados de su soberana y de su Visión, si bien con un contingente considerable, una fuerza a tener en cuenta.
Y por ello, una Dama de la Calavera, Mirielle Abrena, asistió al primer Consejo de los Últimos Héroes con la suficiente confianza en sí misma como para exigir que se concedieran tierras en el continente de Ansalon a los supervivientes de su Orden, a cambio de sus gestas heroicas durante el conflicto. El Consejo acordó que los caballeros conservaran los territorios que habían capturado, principalmente Qualinesti (como siempre, a pocos humanos les importaban los elfos), así como la comarca al nordeste de Ansalon que incluía Neraka y sus aledaños. Los caballeros negros aceptaron esa región, aunque partes de ella estaban malditas, y se lanzaron a la reconstrucción de la Orden.
Muchos de los asistentes a aquel Consejo albergaban la esperanza de que los caballeros se asfixiaran y perecieran con el aire cargado de azufre de Neraka, pero los caballeros negros no sólo no perecieron, sino que prosperaron. Esto se debió en parte al liderazgo de Abrena, Señora de la Noche, quien añadía a ese cargo militar el de gobernadora general de Neraka. Abrena implantó una nueva política de reclutamiento que no era tan exigente, restrictiva y selectiva como la antigua, de manera que los caballeros no tuvieron problemas en incrementar sus filas. En los oscuros días que siguieron a la Guerra de Caos, la gente se sintió sola y abandonada, y en Ansalon surgió con fuerza lo que podría llamarse el «ideal de superyó», cuyo precepto principal era «Nadie más importa. Sólo yo».
Al abrazar dicho precepto, los caballeros negros demostraron gran perspicacia para encauzar su cumplimiento. No permitían gran cosa en cuanto a libertades personales, pero sí fomentaban el comercio y los negocios. Cuando Khellendros, el gran Dragón Azul, conquistó la ciudad de Palanthas, puso a los caballeros negros a su cargo. Aterrorizados ante la idea de que aquellos crueles señores saquearan su ciudad, los vecinos de Palanthas se quedaron sorprendidos al descubrir que, de hecho, prosperaban bajo su mandato. Y aunque los palanthianos pagaban impuestos por el privilegio, podían guardar lo suficiente de sus beneficios como para opinar que la vida bajo el gobierno dictatorial de los caballeros negros no era tan mala. Los caballeros mantenían la ley y el orden, sostenían una lucha constante contra el Gremio de Ladrones, y se habían propuesto librar a la ciudad de los enanos gullys que residían en las alcantarillas.
Al principio, la Purga de los Dragones que siguió a la llegada de los grandes reptiles consternó y enfureció a los Caballeros de Takhisis, que perdieron a muchos de sus propios dragones en aquella matanza. Lucharon en vano contra la gran Roja, Malys, y sus parientes. Muchos miembros de la Orden perecieron, al igual que muchos dragones cromáticos. El astuto liderazgo de Mirielle logró convertir en un triunfo lo que casi fue un desastre. Los caballeros negros cerraron pactos secretos en los que se acordaba que trabajarían para los dragones recaudando tributos y manteniendo la ley y el orden en las tierras gobernadas por los reptiles. A cambio, éstos les darían carta blanca para hacer y deshacer y dejarían de matar a sus dragones supervivientes.
Las gentes de Palanthas, Neraka y Qualinesti ignoraban el pacto hecho entre los caballeros y los grandes reptiles. Sólo veían que, una vez más, los caballeros negros les habían defendido contra un terrible enemigo. Los Caballeros de Solamnia y los místicos de la Ciudadela de la Luz sabían o sospechaban la existencia de ese acuerdo, pero no podían probarlo.
Aunque quedaban en las filas de los caballeros negros algunos que todavía se aferraban a las ideas de honor y sacrificio expuestas por el fundador, Ariakan, en su mayor parte pertenecían a la vieja guardia y se los consideraba anticuados, hombres desfasados que no habían sabido ajustarse a las circunstancias del mundo moderno. Una nueva Visión había sustituido a la antigua. Ésta se basaba en los poderes místicos del corazón, una técnica desarrollada por Goldmoon en la Ciudadela de la Luz y sustraída por varios Caballeros de la Calavera que se disfrazaron y entraron en el santuario a fin de aprender a utilizar esos poderes para sus propios fines ambiciosos. Los místicos de los caballeros negros salieron de allí dominando las artes curativas y, lo que era mucho más temible, la habilidad de manipular el pensamiento de sus seguidores.
Armados con la capacidad de controlar no sólo los cuerpos de quienes entraban en la caballería sino también sus mentes, los Caballeros de la Calavera ascendieron a los más altos rangos de la Orden. Aunque los caballeros negros seguían manteniendo de cara al público que la reina Takhisis iba a regresar, habían dejado de creerlo. Habían dejado de creer en todo salvo en su propio poder, y ello se reflejaba en la nueva Visión. Los Caballeros de la Calavera que dirigían la Visión eran expertos en escudriñar las mentes de los candidatos para descubrir sus más secretos terrores y explotarlos, mientras que al mismo tiempo les prometían sus más fervientes deseos, todo a cambio de una obediencia estricta.
El poder de los Caballeros de la Calavera creció tanto gracias al uso de la nueva Visión que los más allegados a Mirielle Abrena empezaron a mirarlos con desconfianza. En particular, advirtieron a la Señora de la Noche contra el líder de ese grupo, el magistrado, un hombre llamado Morham Targonne. Pero Abrena se mofó de sus advertencias.
—Targonne es un buen administrador —respondió—. Eso no os lo discuto. Pero, al fin y al cabo, ¿qué es un buen administrador? Nada más que un tenedor de libros con pretensiones. Eso es Targonne. Nunca me disputará el liderazgo. ¡Pero si se pone enfermo cuando ve sangre! Rehusa asistir a justas y torneos y se encierra en su pequeño y lúgubre despacho, absorto en sus debes y haberes. No tiene agallas para el combate.
Abrena tenía razón. Targonne no soportaba la batalla y jamás habría soñado disputar a Abrena el liderazgo en un combate honorable. Ver sangre le revolvía el estómago. En consecuencia, hizo que la envenenaran.
Como jefe de los Caballeros de la Calavera, Targonne anunció en el funeral de Abrena que era su legítimo sucesor. Nadie se opuso. Quienes podrían haberlo hecho —amigos y seguidores de Abrena— mantuvieron cerrada la boca para no ingerir la misma «carne en mal estado» que había acabado con su cabecilla. Con el tiempo, Targonne hizo que los mataran también, de modo que en la actualidad se hallaba bien afianzado en el poder. Él y los caballeros versados en el mentalismo —la disciplina de manipulación mental— usaban sus poderes para hurgar en los pensamientos de sus seguidores a fin de descubrir a traidores y descontentos.
Targonne provenía de una familia rica, con extensas propiedades en Neraka. Las raíces familiares se asentaban en Jelek, una ciudad al norte de donde antaño se alzaba la capital de Neraka. El lema de la familia Targonne era el del ideal de superyó, combinado con el igualmente importante ideal del «superbeneficio». Habían aumentado su poder y su riqueza con la ascensión de Takhisis, primero suministrando armas y pertrechos a los líderes de sus ejércitos, y después, cuando pareció que su bando perdería, suministrando armas y pertrechos a las fuerzas enemigas de Takhisis. Con el dinero obtenido gracias a la venta de armas, los Targonne compraron tierras, en especial los escasos y valiosos terrenos agrícolas de Neraka.
El vástago de la familia Targonne había tenido incluso la increíble suerte (él afirmaba que era presciencia) de sacar el dinero de la ciudad de Neraka sólo unos días antes de que el templo explotara. Después de la Guerra de la Lanza, durante los días en que Neraka era una país derrotado, plagado de grupos errabundos de soldados humanos, goblins y draconianos, él era el único que poseía las dos cosas que la gente necesitaba con más desesperación: grano y acero.
La ambición de Abrena había sido construir una fortaleza para los caballeros negros, al sur de Neraka, cerca de la ubicación del antiguo templo. Hizo que se dibujaran planos y puso a trabajar cuadrillas en la construcción. Era tal el terror que inspiraban el valle maldito y su espeluznante Canto de los Muertos que las cuadrillas no tardaron en huir. La capital se trasladó a la zona septentrional del valle de Neraka, un lugar que seguía estando demasiado cerca del extremo meridional para que algunos se sintiesen cómodos.
Unas de las primeras disposiciones de Targonne fue trasladar la capital. La segunda fue cambiar el nombre de la Orden. Estableció el cuartel general de los Caballeros de Neraka en Jelek, cerca de los negocios familiares. Mucho más cerca de lo que la mayoría de los caballeros imaginaba.
Jelek era entonces una ciudad sumamente próspera en la que bullía una gran actividad, localizada en la intersección de dos calzadas principales que atravesaban el país. Ya se debiera a un increíble golpe de suerte o a tratos astutos, la ciudad había escapado de los estragos de los grandes dragones. Mercaderes procedentes de todo Neraka, incluso del lejano Khur al sur, se apresuraron a viajar a Jelek para emprender nuevos negocios o para expandir los ya existentes. Siempre y cuando se pararan para pagar las tasas establecidas a los Caballeros de Neraka y ofreciesen sus respetos al Señor de la Noche y gobernador general Targonne, los comerciantes eran bienvenidos.
Si esa presentación de respetos a Targonne tenía un fondo frío y sustancial, así como un claro sonido tintineante cuando se depositaba, junto con otras demostraciones de deferencia, en el gran cofre de dinero del Señor de la Noche, los mercaderes se guardaban mucho de protestar. Quienes lo hacían o los que consideraban que las muestras de respeto verbales bastaban, descubrían enseguida que sus negocios sufrían graves y repentinos reveses de fortuna. Si persistían en sus ideas erróneas, por lo general se los encontraba muertos en la calle por haber resbalado de manera accidental y haberse clavado una daga en la espalda al caer.
Targonne proyectó personalmente la fortaleza de los Caballeros de Neraka que se alzaba, prominente, sobre la ciudad de Jelek. Hizo que se construyese en el promontorio más alto de la urbe, desde el que ofrecía una estampa imponente y dominaba la ciudad y el valle.
La fortaleza era práctica en configuración y estructura: innumerables cuadrados y rectángulos encaramados unos sobre otros, con torres esquinadas. Las ventanas que había, no muchas, eran aspilleras. Tanto la muralla exterior como la interior tenían un estilo sencillo, sobrio. Tan austera y severa era su apariencia que a menudo quienes la visitaban la tomaban por una prisión o una contaduría, si bien la presencia de las figuras de armadura negra patrullando por las almenas enseguida corregía su primera impresión, que, después de todo, no era muy equivocada. El primer subterráneo de la fortaleza albergaba una extensa mazmorra; dos niveles más abajo, y mucho más protegida, se encontraba la tesorería.
El Señor de la Noche Targonne tenía su cuartel general y su alojamiento en la fortaleza. Ambos eran de estilo sobrio, estrictamente funcional, y si la fortaleza se confundía con una contaduría, a su comandante se lo confundía a menudo con un funcionario. Cualquier visitante del Señor de la Noche era conducido a un despacho pequeño, sin apenas espacio, con las paredes desnudas y escaso mobiliario, para que esperara; en él, un hombrecillo calvo y con lentes, que vestía ropas sobrias pero de buena confección, trabajaba anotando cifras en un libro contable de gran tamaño.
Creyendo encontrarse en compañía de un funcionario de segunda fila que finalmente lo conduciría en presencia del Señor de la Noche, a menudo el visitante paseaba, intranquilo, de un extremo a otro del cuarto mientras su mente vagaba de un pensamiento a otro. Aquellas ideas eran atrapadas, como mariposas en una telaraña, por el hombre sentado detrás del escritorio. Utilizaba sus poderes mentales para escudriñar hasta el fondo la mente del visitante. Tras pasar un buen rato, durante el cual la araña absorbía información hasta dejar seca a su presa, el hombre alzaba la calva cabeza, atisbaba a través de las lentes y ponía al corriente al estupefacto visitante de que se hallaba en presencia del Señor de la Noche Targonne.
Pero el visitante que se encontraba en el despacho ahora sabía muy bien que el hombre de aspecto modesto que ocupaba el asiento frente a él era su señor y gobernador. Sir Roderick ocupaba el puesto de asistente de lord Aceñas, y aunque no se había entrevistado nunca con Targonne, lo había visto en ciertos actos oficiales de la Orden. El caballero permaneció firme hasta que el señor se diese por enterado de su presencia. Advertido sobre las habilidades mentales de Targonne, el caballero intentó mantener a raya sus pensamientos, aunque no tuvo mucho éxito. Antes incluso de que hubiese hablado, lord Targonne sabía ya gran parte de lo ocurrido en el asedio de Sanction. Sin embargo, no le gustaba hacer gala de sus poderes, de modo que pidió al caballero que se sentara con un tono afable.
Sir Roderick, que era un hombre alto y musculoso y podría haber alzado en vilo a Targonne por el cuello de la chaqueta sin apenas esfuerzo, tomó asiento en la otra silla que había en el despacho, al borde, tenso, rígido.
Tal vez debido al hecho de que había llegado a parecerse a lo que más amaba, los ojos de Morham Targonne semejaban dos monedas de acero: inexpresivos, brillantes y fríos. Al mirar aquellos ojos no se veía un alma, sino números y cifras en el libro contable de la mente de Targonne. Todo cuanto examinaban quedaba reducido a débitos y abonos, beneficios y pérdidas, pesado en la balanza, contado al céntimo y reflejado en una u otra columna.
Sir Roderick se vio a sí mismo reflejado en el brillante acero de aquellos ojos fríos y tuvo la sensación de ser trasladado a una columna de gastos superfluos. Se preguntó si sería cierto que aquellas lentes eran artefactos rescatados de las ruinas de Neraka y que daban a quien las llevara la capacidad de ver la mente de otros. Empezó a sudar bajo la armadura, a pesar de que en la fortaleza, con sus muros de macizos bloques de piedra, siempre hacía fresco, incluso durante los meses más calurosos del estío.
—Mi ayudante me ha informado que vienes de Sanction, sir Roderick —empezó Targonne con su voz de funcionario, modesta y agradable—. ¿Cómo va el asedio a la ciudad?
Habría que señalar en este punto que la familia Targonne poseía muchas propiedades en Sanction, las cuales había perdido cuando la ciudad cayó en manos del enemigo. Targonne había hecho de la toma de Sanction una de las prioridades de la Orden. Sir Roderick había ensayado su alocución durante el viaje de dos días a caballo desde Sanction a Jelek y estaba preparado para responder.
—Excelencia, he venido para informaros que en la mañana siguiente al Día del Solsticio Vernal se produjo un intento de romper el cerco de Sanction y ahuyentar a nuestro ejército. Los malditos Caballeros de Solamnia trataron de embaucar a mi comandante, lord Aceñas, incitándolo a atacar con la añagaza de hacerle creer que habían abandonado la plaza. Lord Aceñas adivinó el ardid y, a su vez, los atrajo a una trampa. Al lanzar un ataque contra la ciudad, lord Aceñas engatusó a los solámnicos para que saliesen a campo abierto. Entonces fingió una retirada. Los solámnicos se tragaron el anzuelo y persiguieron a nuestras fuerzas. En el tajo de Beckard, lord Aceñas ordenó a nuestras tropas que dieran media vuelta y opusieran resistencia. El enemigo sufrió una severa derrota, con muchos heridos y muertos. Se vieron obligados a retirarse tras las murallas de Sanction. Lord Aceñas tiene el placer de informaros, excelencia, que el valle en el que acampa nuestro ejército permanece a salvo y seguro.
Las palabras de sir Roderick entraron en los oídos de Targonne; sus pensamientos lo hicieron en la mente del Señor de la Noche. El caballero recordaba vividamente huir como alma que lleva el diablo delante de los arrasadores solámnicos, junto a lord Aceñas, quien, al dirigir el ataque desde la retaguardia, quedó atrapado en la desbandada. Y en otra parte de la mente del caballero había una imagen que Targonne encontró muy interesante y también inquietante. Era la de una joven con armadura negra, exhausta y manchada de sangre, que recibía homenaje y honores de las tropas de lord Aceñas. Oyó el nombre de la muchacha resonando en la mente de Roderick: «¡Mina! ¡Mina!».
El Señor de la Noche se rascó el bigotillo que cubría su labio superior con la punta de la pluma.
—Vaya. Parece una gran victoria. Habrá que felicitar a lord Aceñas.
—Sí, excelencia. —Sir Roderick sonrió complacido—. Gracias, excelencia.
—Habría sido una victoria mayor si lord Aceñas hubiese tomado Sanction como se le ordenó, pero supongo que se ocupará de ese pequeño asunto cuando lo crea conveniente.
Sir Roderick había dejado de sonreír. Empezó a hablar, tosió, y pasó unos segundos carraspeando.
—A decir verdad, excelencia, a buen seguro habríamos podido tomar la ciudad de no ser por los actos de amotinamiento de uno de nuestros oficiales jóvenes. En contra de las órdenes de lord Aceñas, esa joven oficial retiró del combate a toda una compañía de arqueros, de manera que no tuvimos la cobertura necesaria para lanzar un ataque contra las murallas de Sanction. Y, por si eso fuera poco, llevada por el pánico ordenó a los arqueros que dispararan cuando nuestros soldados se encontraban todavía en línea de tiro. Las bajas que sufrimos se deben completamente a la incompetencia de esa oficial. En consecuencia, lord Aceñas no creyó oportuno proceder con el ataque.
—Vaya, vaya —repitió Targonne—. Confío en que se haya castigado de manera sumarísima a esa oficial.
Sir Roderick se lamió los labios. Ésa era la parte difícil.
—Lord Aceñas lo habría hecho, excelencia, pero le pareció aconsejable consultarlo antes con vos. Ha surgido una situación que plantea dificultades y lord Aceñas no sabe cómo actuar. La joven ejerce una influencia mágica y extraña sobre los soldados, excelencia.
—¿De veras? —Targonne parecía sorprendido. Cuando habló en su voz había una nota de dureza—. Las últimas noticias que tengo son que a nuestros hechiceros les estaban fallando sus poderes mágicos. No sabía que una de nuestras hechiceras poseyera tanto talento.
—No es hechicera, excelencia. O al menos eso es lo que dice ella. Afirma ser la mensajera enviada por un dios, el único y verdadero dios.
—¿Y cómo se llama ese dios? —preguntó Targonne.
—¡Ah, en eso es muy lista, excelencia! Mantiene que el nombre del dios es demasiado sagrado para pronunciarlo.
—Las deidades van y vienen —manifestó Targonne con impaciencia. Estaba viendo una imagen asombrosa e inquietante en la mente de sir Roderick, y quería oírlo en labios del hombre—. Nuestros soldados no se dejarían engañar con semejantes paparruchas.
—Excelencia, la mujer no se limita a hablar. Realiza milagros. Milagros de curación como no se han visto en los últimos años debido a la debilitación de los poderes de nuestros místicos. Esa chica devuelve miembros amputados. Impone las manos sobre el pecho de un hombre y el agujero de la herida se cierra solo. Le dice a un hombre que tiene la espalda rota que puede levantarse, ¡y se incorpora! El único milagro que no realiza es devolver la vida a los muertos. En esos casos, reza junto a los cadáveres.
El crujido de una silla hizo que sir Roderick alzara los ojos y observara los iris acerados de Morham Targonne centelleando de manera desagradable.
—Por supuesto —se apresuró a corregir su error—, lord Aceñas sabe que no se trata de milagros, excelencia. Sabe que es una charlatana. Lo que pasa es que no consigue descubrir cómo lo consigue —agregó sin convicción— Y los hombres están entusiasmados con ella.
Targonne comprendió, alarmado, que todos los soldados de infantería y la mayoría de los caballeros se habían amotinado, que se negaban a obedecer a Aceñas. Habían trasladado su lealtad a una mocosa de cabeza rapada vestida con armadura negra.
—¿Qué edad tiene esa chica? —preguntó, frunciendo el entrecejo.
—Se le calculan unos diecisiete años, excelencia.
—¡Diecisiete! —Targonne no salía de su asombro—. ¿Qué indujo a Aceñas a nombrarla oficial, para empezar?
—No lo hizo, excelencia. No forma parte de nuestra ala. Ninguno de nosotros la había visto antes de su llegada al valle, justo antes de la batalla.
—¿Podría ser una solámnica disfrazada? —sugirió Targonne.
—Lo dudo, excelencia. Gracias a ella los solámnicos perdieron la batalla —contestó sir Roderick, sin percatarse de que lo que acababa de decir no encajaba con lo que había dicho antes.
Targonne advirtió la contradicción, pero se hallaba demasiado absorto en el tintineo del abaco de su mente como para prestar atención a otra cosa, aparte de tomar nota de que Aceñas era un incompetente chapucero al que había que reemplazar cuanto antes. El Señor de la Noche hizo sonar una campanilla que había sobre el escritorio; la puerta del despacho se abrió, dando paso a su ayudante.
—Busca en el registro de alistamiento de caballería —ordenó Targonne—. Localiza a... ¿Cómo se llama? —preguntó a Roderick a pesar de que podía oír el nombre resonando en la mente del caballero.
—Mina, excelencia.
—Mina —repitió el Señor de la Noche, como si lo saboreara—. ¿Nada más? ¿Ningún apellido?
—No que yo sepa, excelencia.
El ayudante se marchó y envió a varios funcionarios a realizar el encargo. Los dos caballeros guardaron silencio mientras se llevaba a cabo la búsqueda, y Targonne aprovechó el tiempo para seguir escudriñando la mente de Roderick, con lo que ratificó su conjetura de que el asedio a Sanction estaba en manos de un papanatas. De no haber sido por esa chica, el sitio se habría roto, los caballeros negros habrían sido derrotados, aniquilados, y los solámnicos ocuparían Sanction, triunfantes y sin trabas. El ayudante regresó.
—No encontramos a nadie llamado Mina en las listas, excelencia. Ni siquiera un nombre que se parezca.
Targonne despidió al ayudante con un ademán y el hombre salió.
—¡Brillante, excelencia! —exclamó sir Roderick—. Es una impostora. Podemos arrestarla y ejecutarla.
El Señor de la Noche resopló con desdén.
—¿Y qué crees que harán los soldados en esas circunstancias. Roderick? —instó—. ¿Esos a los que ella ha curado? ¿Esos a los que ha conducido a la victoria contra el detestado enemigo? Para empezar, las tropas de Aceñas estaban bajas de moral. —Targonne señaló con un gesto un montón de papeles—. He leído los informes. El porcentaje de deserciones entre las tropas de Aceñas es cinco veces superior al de cualquier otro comandante del ejército.
»Dime una cosa —instó el Señor de la Noche, observando al caballero con astucia—. ¿Te sientes capaz de arrestar a esa tal Mina? ¿Tienes guardias que obedezcan esa orden? ¿O crees más probable que arresten en cambio a lord Aceñas?
Sir Roderick abrió la boca y volvió a cerrarla sin haber pronunciado una sola palabra. Recorrió con la mirada el cuarto, la alzó al techo, la dirigió hacia cualquier parte salvo a aquellos ojos acerados que las gruesas lentes aumentaban de tamaño de un modo horrible, pero aun así los sentía perforando su cráneo.
Targonne pasó las cuentas de su abaco mental. La chica era una impostora que se hacía pasar por una oficial de caballería. Había llegado en el momento en que más se la necesitaba. Ante lo que se perfilaba como una terrible derrota había alcanzado una aplastante victoria. Realizaba «milagros» en nombre de un dios desconocido.
¿Sería un activo o un pasivo?
En caso de ser pasivo, ¿se la podría cambiar como activo?
Targonne aborrecía el despilfarro. Excelente administrador y astuto negociador, sabía dónde y cómo se gastaba hasta la última moneda de acero. No era un avaro. Se aseguraba de equipar a la caballería con armamento y armaduras de la mejor calidad, y que los reclutas y mercenarios recibieran buena paga. Se mostraba inflexible respecto a que sus oficiales llevaran un libro con anotaciones exactas del dinero que gastaban.
Los soldados querían seguir a la tal Mina. Muy bien. Que la siguieran. Targonne había recibido esa misma mañana un mensaje de la gran Roja Malystrix exigiendo saber por qué se permitía que los silvanestis desafiaran sus edictos manteniendo un escudo mágico sobre su reino y negándose a pagar tributo. Targonne había preparado una misiva en respuesta, en la que explicaba a la hembra de dragón que atacar Silvanesti sería una pérdida de tiempo y de recursos humanos que podían utilizarse en cualquier otra parte con mayor provecho. Los exploradores enviados a investigar el escudo habían informado que era imposible de atravesar, que ningún tipo de arma —ya fuera de acero o mágica— le hacía mella. Según los exploradores, aunque se lanzara todo un ejército contra él no se lograría nada.
A ello se añadía el hecho de que un ejército que marchase hacia Silvanesti tendría que atravesar previamente Blode, el país de los ogros. Antiguos aliados de los caballeros negros, los ogros se habían enfurecido cuando los Caballeros de Neraka se expandieron hacia el sur y ocuparon sus mejores tierras, obligándolos a retirarse a las montañas y matando a centenares de ellos en el proceso. Existían informes de que los ogros estaban persiguiendo a la elfa oscura Alhana Starbreeze y a sus fuerzas, en algún punto cercano al escudo. Pero si los caballeros entraban en las tierras de los ogros, éstos se sentirían más que satisfechos de abandonar el ataque a los elfos —cosa que podrían reanudar en cualquier momento— y cobrarse venganza del aliado que los había traicionado.
La carta se hallaba sobre su escritorio, a falta de su firma. Llevaba allí varias horas. El Señor de la Noche era plenamente consciente de que esa misiva de rechazo enfurecería al dragón, pero estaba mucho mejor preparado para afrontar la ira de Malys que para desperdiciar recursos valiosos en una causa perdida. Cogió la carta y lenta, cuidadosamente, la rompió en pedacitos.
El único dios en el que Targonne creía era uno pequeño y redondo que podía apilarse en ordenados montones en la tesorería. No había creído ni por un momento que esa chica fuera una mensajera de los dioses. No creía en sus milagros curativos ni en el otro milagro de su don de mando. A diferencia del maldito e imbécil sir Roderick, Targonne no sentía la necesidad de entender cómo había hecho esa chica lo que había hecho. Lo único que necesitaba saber era qué hacía en beneficio de los Caballeros de Neraka, porque lo que era beneficioso para éstos también lo era para Morham Targonne.
Le daría una oportunidad de realizar un «milagro». Enviaría a la impostora y a los cabezas huecas de sus seguidores a atacar y tomar Silvanesti. Así, con una pequeña inversión de soldados, Targonne complacería a Malys, la tendría contenta. La peligrosa Mina y sus fuerzas serían aniquiladas, pero la pérdida se compensaría con la ganancia. Que muriese en tierras agrestes, que algún ogro masticara sus huesos para cenar. Ello pondría fin a la mocosa y a su dios anónimo.
Targonne sonrió a sir Roderick e, incluso, se levantó para acompañar al caballero hasta la puerta. Lo siguió con la mirada hasta que la figura con armadura negra se perdió de vista por los vacíos pasillos de la fortaleza, en los que resonaban sus pisadas. Acto seguido llamó a su ayudante.
Le dictó una carta a Malystrix en la que explicaba su plan para la conquista de Silvanesti. Despachó una orden al comandante de los Caballeros de Neraka en Khur para que marchara con sus fuerzas hacia el oeste, al sitio de Sanction, y sustituyera a lord Aceñas en el mando. Cursó órdenes de que el jefe de garra Mina y una compañía de soldados, cuidadosamente seleccionados, marcharan hacia el sur y atacaran y conquistaran la gran nación elfa de Silvanesti.
—¿Y que pasa con lord Aceñas, excelencia? —preguntó el ayudante—. ¿Se le asigna un nuevo destino? ¿Adónde se lo envía?
Targonne meditó sobre ello. Estaba de un humor excelente, una sensación que normalmente experimentaba al cerrar un trato comercial extraordinariamente bueno.
—Envía a Aceñas a informar personalmente a Malystrix. Así podrá contarle la historia de su gran «victoria» sobre los solámnicos. No me cabe duda de que la gran Roja se mostrará muy interesada en escuchar cómo cayó en una trampa del enemigo y por ello estuvo a punto de perder todo por lo que habíamos luchado con tanto empeño y teníamos ganado.
—Sí, excelencia. —El ayudante recogió sus papeles y se dispuso a regresar a su escritorio para despachar los documentos—. ¿Borro a lord Aceñas del rol de alistamiento? —preguntó, como una ocurrencia en el último momento.
Targonne había regresado a sus libros de cuentas. Se ajustó las lentes cuidadosamente sobre la nariz, cogió la pluma, hizo un ademán despreocupado de aquiescencia y se enfrascó de nuevo en sus activos y pasivos, sus sumas y sus restas.