7 El tajo de Beckard

Situada a orillas del Nuevo Mar, Sanction era la mayor ciudad portuaria del nordeste de Ansalon. Era una urbe antigua, establecida mucho antes del Cataclismo. Se sabía muy poco de su historia, excepto que antes de aquella gran hecatombe Sanction había sido un lugar agradable donde vivir.

Muchos se preguntaban la razón de que tuviese un nombre tan raro, que significaba «sanción». Según la leyenda, cuando no era más que un pequeño pueblo, vivía allí una humana de avanzada edad cuya opinión era respetada en todas partes. Disputas y desacuerdos sobre cualquier asunto, desde la propiedad de barcas hasta contratos matrimoniales, se le consultaban a la anciana. Ella escuchaba a todas las partes y después daba su veredicto, que siempre era justo e imparcial, sabio y acertado. «La anciana así lo ha sancionado», era la respuesta a sus sentencias y, en consecuencia, el pequeño pueblo en el que residía se hizo famoso como un lugar de autoridad y ley.

Cuando los dioses desataron su ira y arrojaron la montaña de fuego sobre el mundo, el continente de Ansalon se fraccionó. Las aguas del océano Turbulento, al que a partir de entonces se lo llamó mar de Sirrion, se vertieron en grietas y fisuras recién creadas en la masa continental y dieron lugar a un mar nuevo que la gente, con sentido práctico, dio en llamar precisamente así: el Nuevo Mar. Los volcanes de la cordillera de la Muerte entraron en erupción y vomitaron ríos de lava que fluyeron hacia Sanction.

Con la innata capacidad de recuperación del género humano, la población no tardó en convertir un desastre en algo de lo que se podía sacar ventaja, y quienes antaño labraban la tierra y recogían cosechas de alubias o cebada cambiaron el arado por la red y cosecharon los frutos del mar. Surgieron multitud de aldeas pesqueras a lo largo de la costa del Nuevo Mar.

Los vecinos de Sanction se trasladaron a las playas, donde la brisa marina arrastraba lejos los gases de los volcanes. La ciudad prosperó, pero no creció de manera significativa hasta la llegada de los grandes barcos. Marineros aventureros de Palanthas surcaron con sus naves el Nuevo Mar confiando en encontrar un paso fácil y rápido al otro lado del continente, a fin de evitar la ruta mucho más larga y peligrosa que discurría por el norte, a través del mar de Sirrion. La esperanza de los emprendedores marineros se truncó, ya que tal pasaje no existía. Sí descubrieron, sin embargo, que había un puerto natural en Sanction, una ruta por tierra que no era demasiado difícil, y mercados que necesitaban sus mercancías al otro lado de las montañas Khalkist.

La ciudad empezó a prosperar, a expandirse y, como cualquier criatura que se desarrolla, a soñar. Sanction se vio como una segunda Palanthas: famosa, respetable, consolidada y opulenta. Sin embargo, esos sueños no se materializaron. Los caballeros solámnicos velaban por Palanthas, la protegían y la dirigían conforme al Código y la Medida. Sanction pertenecía a quienquiera que tuviese la fuerza y el poder para gobernarla. La urbe creció como un niño testarudo y malcriado, sin reglas ni leyes y con dinero de sobra.

Sanction no se mostró quisquillosa con quienes llegaban hasta ella. Acogió de buen grado a gentes codiciosas, especuladoras, sin escrúpulos. Ladrones y forajidos, timadores y prostitutas, mercenarios y asesinos consideraban a Sanction su hogar.

Llegó el momento en que Takhisis, Reina de la Oscuridad, intentó regresar al mundo, y agrupó ejércitos para conquistar Ansalon en su nombre. Ariakas, general de dichos ejércitos, se dio cuenta del valor estratégico de Sanction para la ciudad sagrada de Takhisis, Neraka, así como para el puesto avanzado de Khur. Lord Ariakas marchó con sus tropas sobre Sanction y la conquistó, si bien apenas encontró resistencia. Construyó templos para su diosa y estableció su cuartel general allí.

Los Señores de la Muerte, tres volcanes que rodeaban Sanction, percibieron el ardor de la ambición de la Reina Oscura agitándose bajo ellos y despertaron de su prolongado letargo. Ríos de lava fluyeron desde los cráteres e iluminaron las noches de Sanction con un intenso resplandor. Los temblores de tierra se sucedían de continuo, y las tabernas de Sanction perdieron fortunas por la rotura de vajillas, de modo que empezaron a servir la comida en platos de estaño y la bebida en jarras de madera. El aire era ponzoñoso, cargado de gases sulfúricos, y los Túnicas Negras debían trabajar sin descanso para que la ciudad fuese habitable.

Takhisis se lanzó a la conquista del mundo, pero al final no pudo vencerse a sí misma; sus generales se enfrentaron y lucharon unos contra otros. El amor y el sacrificio generoso, la lealtad y el honor ganaron la batalla. Las ruinas de Neraka quedaron esparcidas y malditas en el sombrío valle que conducía a Sanction.

Los Caballeros de Solamnia marcharon contra Sanction y se apoderaron de ella tras librar una batalla con sus habitantes. Conscientes de la posición estratégica de la ciudad, así como de su importancia financiera para esa parte de Ansalon, los caballeros establecieron una fuerte guarnición en ella. Derribaron los templos dedicados al Mal, incendiaron los mercados de esclavos, arrasaron los burdeles. El Cónclave de Hechiceros envió magos para proseguir la labor de limpieza de la emponzoñada atmósfera.

Cuando los Caballeros de Takhisis empezaron a acumular poder, unos veinte años más tarde, Sanction se encontraba entre los primeros objetivos de una lista de prioridades. Y podrían haberla capturado sin demasiado esfuerzo, ya que los solámnicos se habían dejado envolver en el letargo de los años de paz y ya no estaban alertas en sus puestos. Pero antes de que los caballeros negros tuvieran ocasión de atacar Sanction, la Guerra de Caos ocupó la atención de los Caballeros de Takhisis y despertó a los solámnicos.

La Guerra de Caos finalizó y los dioses se marcharon. Los habitantes de Sanction acabaron comprendiendo que las deidades se habían ido. La magia —tal como la conocían— había desaparecido. Quienes sobrevivieron a la guerra se enfrentaron entonces a la muerte por asfixia a causa de los gases tóxicos. Huyeron de la ciudad hacia las playas para respirar el aire limpio del mar. Y así, durante un tiempo, Sanction volvió a sus comienzos.

Un hechicero extraño y misterioso, llamado Hogan Rada no sólo devolvió a Sanction su gloria pasada sino que consiguió que la ciudad se superase a sí misma. Hizo lo que ningún otro hechicero había sido capaz de lograr: limpió el aire y desvió el curso de los ríos de lava fuera de la urbe. El agua, fresca y pura, fluyó de las nevadas cumbres de las montañas. De hecho, era posible salir a la calle y respirar profundamente sin doblarse por la cintura, tosiendo y medio asfixiado.

Madura y más sabia, Sanction se volvió próspera, rica y respetable. Bajo la protección y el impulso de Rada, mercaderes honrados se trasladaron a la ciudad. Tanto los Caballeros de Solamnia como los Caballeros de Neraka entraron en contacto con Rada, cada bando ofreciendo instalarse en Sanction para protegerla del otro.

Rada no confiaba ni en unos ni en otros, de modo que se negó a permitir que entrara ninguno de los dos grupos. Furiosos, los Caballeros de Neraka argüyeron que Sanction era parte de las tierras que el Consejo les había entregado a cambio de sus servicios durante la Guerra de Caos. Los Caballeros de Solamnia no cejaron en su intento de negociar con Rada, que siguió rechazando todas sus ofertas de ayuda.

Entretanto, los caballeros negros, que ahora se llamaban a sí mismos Caballeros de Neraka, crecían en fuerza, riqueza y poder, ya que eran ellos quienes recaudaban los impuestos establecidos por los dragones y vigilaban Sanction del mismo modo que haría un gato con la madriguera de un ratón. Los Caballeros de Neraka codiciaban desde hacía mucho tiempo el puerto que les permitiría disponer de una base de operaciones desde la cual enviar sus naves y extender su dominio sobre todas las tierras costeras del Nuevo Mar. Al ver a los ratones muy ocupados mordiéndose y arañándose unos a otros, el gato se abalanzó sobre su presa.

Los Caballeros de Neraka pusieron sitio a Sanction; esperaban que fuera un asedio largo. Tan pronto como los caballeros negros atacaron la ciudad, las disensiones internas terminaron en favor de presentar una defensa común. No obstante, los caballeros eran pacientes. No podían rendir a la ciudad por el hambre, ya que se conseguía burlar el bloqueo para introducir suministros, pero sí estaba en sus manos cerrar todas las rutas terrestres de comercio. De ese modo, los Caballeros de Neraka estrangularon la economía de la ciudad de manera muy eficaz.

Presionado por las demandas de los ciudadanos, Hogan Rada accedió durante el transcurso del último año a permitir que los Caballeros de Solamnia enviaran una fuerza con la que reforzar las debilitadas defensas de la ciudad. Al principio, los caballeros fueron recibidos como salvadores; los vecinos de Sanction esperaban que los solámnicos pusieran fin de inmediato al cerco, pero los caballeros respondieron que debían estudiar la situación. Tras meses de ver a los solámnicos dedicados a lo mismo, la gente volvió a urgidos a romper el asedio. Los caballeros contestaron que sus tropas eran escasas para eso y que necesitaban refuerzos.

Todas las noches el ejército sitiador castigaba la ciudad lanzando piedras y balas de heno prendidas con catapultas. Las balas de heno provocaban incendios y las piedras abrían agujeros en los edificios. Murió gente, se destruyeron propiedades. Nadie podía dormir bien. Como los altos mandos de los Caballeros de Neraka habían previsto, el fervor y el entusiasmo puestos inicialmente por los residentes de la ciudad en su defensa contra el enemigo se enfriaron a medida que el asedio se prolongaba mes tras mes. Culparon a los solámnicos, a quienes acusaron de cobardía. Los caballeros replicaron que los ciudadanos eran unos exaltados que querían que murieran en vano. Informados por sus espías de que la unidad de la ciudad empezaba a resquebrajarse, los Caballeros de Neraka comenzaron a aumentar el número de sus efectivos con vistas a lanzar un ataque general. Los mandos sólo aguardaban la señal de que las fisuras habían llegado al corazón del enemigo.


Al este de Sanction existía una gran cañada conocida como valle de Zhakar. Poco después de establecerse el asedio, los Caballeros de Neraka se había apoderado de ese valle y de todos los pasos que conducían hasta él desde la ciudad. Situado en las estribaciones de las montañas Zhakar, los caballeros lo habían utilizado como puesto de parada para sus ejércitos.

—El valle de Zhakar es nuestro punto de destino —comunicó Mina a sus caballeros, aunque cuando le preguntaron el motivo y qué harían allí, la única respuesta de la mujer fue que allí habían sido convocados.

Mina y sus tropas llegaron a mediodía; el sol, alto en el despejado cielo, parecía observar cuanto ocurría debajo de él con ávida expectación; una expectación tal que no se movía el menor soplo de aire y la atmósfera estaba cargada, bochornosa.

Mina hizo que su pequeño grupo se detuviera a la entrada del valle. Justo enfrente de ellos, al otro lado del valle, había un paso conocido como tajo de Beckard. A través de la quebrada el grupo podía divisar la ciudad asediada, un pequeño tramo de la muralla que rodeaba Sanction. Entre ellos y la urbe se encontraba su propio ejército. En la cañada había crecido otra ciudad de tiendas, con lumbres, carretas, animales de tiro, soldados y la gente variopinta que sigue a los ejércitos.

Mina y sus caballeros habían llegado en un momento propicio, al parecer. En el campamento retumbaban los vítores, sonaba el toque de trompetas, los oficiales bramaban órdenes y las compañías formaban en la calzada. De hecho, las tropas de cabeza marchaban ya a través de la quebrada, hacia Sanction, y otras unidades las siguieron sin demora.

—Bien, hemos llegado a tiempo —dijo Mina.

Hizo que su corcel descendiera a galope la empinada calzada, con sus tropas detrás. Los hombres oían en las trompetas la melodía del cántico que habían percibido en sus sueños; sus corazones latieron con fuerza y su pulso se aceleró sin que supiesen el motivo.

—Entérate de qué ocurre —instruyó Mina a Galdar.

El minotauro abordó al primer oficial que encontró y le preguntó. Después regresó donde aguardaba Mina, sonriente y frotándose las manos.

—¡Los malditos solámnicos han abandonado la ciudad! —informó—. El hechicero que dirige Sanction los ha echado de una patada. Han hecho el equipaje. Si miras hacia allí —Galdar se giró para señalar hacia el tajo de Beckard—, verás sus barcos, aquellos puntitos blancos en el horizonte.

Los caballeros que estaban a las órdenes de Mina comenzaron a vitorear. La mujer observó los lejanos navios, pero no sonrió. Fuego Fatuo rebulló intranquilo, sacudió la crin y pateó el suelo.

—Nos has traído aquí en un buen momento, Mina —prosiguió Galdar, entusiasmado—. Se preparan para lanzar el ataque final. Hoy beberemos la sangre de Sanction. ¡Y esta noche beberemos su cerveza!

Los hombres rieron. Mina no dijo nada, pero su expresión no indicaba exaltación ni júbilo. Sus iris ambarinos recorrieron el campamento buscando algo sin, al parecer, encontrar lo que fuera, ya que una fina arruga se marcó entre sus cejas y sus labios se fruncieron en un gesto de desagrado. Finalmente su expresión cambió; la mujer asintió y dio unas palmadas en el cuello de Fuego Fatuo para calmar al animal.

—Galdar, ¿ves aquella compañía de arqueros? —preguntó. El minotauro miró hacia donde señalaba y respondió afirmativamente—. No visten el uniforme de los Caballeros de Neraka —comentó Mina.

—Son mercenarios —explicó Galdar—. Les pagamos nosotros, pero luchan al mando de sus propios oficiales.

—Excelente. Tráeme a su superior.

—Pero, Mina ¿por qué...?

—Haz lo que te he ordenado, Galdar.

Sus caballeros, agrupados detrás de ella, intercambiaron miradas sorprendidas y se encogieron de hombros, desconcertados. El minotauro iba a discutir, a pedirle que lo dejara unirse al ataque final y a la victoria, en lugar de enviarlo con un absurdo recado, pero una sensación dolorosa, una especie de hormigueo, le dejó insensible el brazo derecho, como si se hubiese dado un golpe en el hueso del codo. Durante un instante terrible fue incapaz de mover los dedos; los nervios se le agarrotaron. La sensación desapareció al momento y lo dejó tembloroso. Seguramente sólo había sido un pellizco en algún nervio, pero bastó para recordarle su deuda con la mujer. Galdar se tragó sus argumentos y partió a cumplir la orden.

Regresó con el oficial superior de la compañía de arqueros, un humano que rondaba los cuarenta, con los brazos extraordinariamente fuertes de los que manejan el arco. La expresión del hombre era hosca, hostil. No habría ido, pero resultaba muy difícil decirle que no a un minotauro que le sacaba dos palmos de altura, sin contar los cuernos, y que insistía en que lo acompañara.

Mina llevaba el yelmo con la visera echada; un gesto inteligente, pensó Galdar, ya que ocultaba su rostro de muchachita.

—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —inquirió la mujer. Su voz resonaba dentro del yelmo, fría y dura como el metal.

El hombre le dirigió una mirada en la que se advertía un atisbo de desdén, y sin asomo alguno de sentirse intimidado.

—No soy ningún maldito «jefe de garra», señor caballero —replicó con un énfasis sarcástico en el término «señor»—. Mi rango es el de capitán y no sigo órdenes de los de vuestra clase. Sólo cojo el dinero. Hacemos lo que nos parece bien.

—Habla con respeto al jefe de garra —gruñó Galdar, asestando un empellón al hombre que lo hizo tambalearse.

El tipo giró sobre sus talones, furioso, y llevó la mano a la espada corta. Galdar asió la empuñadura de la suya, y sus compañeros lo imitaron en medio de un sonido metálico. Mina no movió un músculo.

—¿Cuáles son tus órdenes, capitán? —volvió a preguntar.

Viéndose superado con creces, el oficial deslizó de nuevo la espada en la vaina; sus movimientos fueron deliberadamente lentos para demostrar que no se había achicado, sólo que no era estúpido.

—Esperar hasta que se lance el asalto y entonces disparar a los guardias de la muralla, señor —añadió hosco, en tono sombrío—. Seremos los últimos en entrar a la ciudad, lo que significa que sólo nos quedarán los despojos del saqueo.

—Sientes poco respeto por los Caballeros de Neraka o por nuestra causa —comentó Mina, dirigiéndole una mirada calculadora.

—¿Qué causa? —El oficial soltó una corta y seca carcajada—. ¿Llenar vuestros propios cofres? Es lo único que os importa. Vosotros y vuestras estúpidas visiones. —Escupió en el suelo.

—Sin embargo, antaño eras uno de los nuestros, capitán Samuval. Fuiste un Caballero de Takhisis —dijo Mina—. Renunciaste porque la causa por la que te uniste a nuestras filas había desaparecido. Renunciaste porque habías perdido la fe.

Los ojos del capitán se abrieron como platos.

—¿Cómo...? —Cerró la boca de golpe—. ¿Y qué, si así fuera? —gruñó—. No deserté, si es eso lo que piensas. Pagué para ser licenciado. Tengo papeles que...

—Si no crees en nuestra causa, ¿por qué sigues luchando para nosotros, capitán? —lo interrumpió Mina.

—Oh, pues claro que creo en vuestra causa —repuso el hombre con sorna—. Creo en el dinero, como todos vosotros.

Mina permanecía inmóvil sobre su montura, que estaba tranquila bajo la caricia de su mano, y escudriñó a través del tajo de Beckard la ciudad de Sanction. Galdar tuvo la repentina sensación de que la mujer podía ver a través de las murallas, de la armadura de sus defensores, de su carne y de sus huesos hasta llegar a sus corazones y a sus mentes, igual que lo había visto a él mismo y al capitán.

—Nadie entrará hoy en Sanction, capitán Samuval —anunció en voz queda Mina—. Serán las aves carroñeras las que tendrán despojos de sobra. Los barcos que ves navegando mar adentro no llevan Caballeros de Solamnia. Las tropas alineadas en sus cubiertas son simples muñecos de paja vestidos con las armaduras solámnicas. Todo es una trampa.

Galdar se quedó estupefacto. La creía; la creía como si hubiese mirado en los barcos, como si hubiese visto al enemigo oculto detrás de las murallas, listo para contraatacar.

—¿Cómo lo sabes? —demandó el capitán.

—¿Y si te diera algo en lo que creer, capitán Samuval? —preguntó ella a su vez, en lugar de contestar—. ¿Y si te convirtiera en el héroe de esta batalla? ¿Me jurarías lealtad? —Esbozó una sonrisa—. No tengo dinero que ofrecerte. Sólo tengo este conocimiento irrefutable que comparto libremente contigo: combate para mí y a partir de hoy conocerás al único y verdadero dios.

El capitán la contempló mudo de asombro. Parecía aturdido, como si lo hubiese alcanzado un rayo. Mina extendió las manos con las palmas desolladas hacia arriba.

—Se te ofrece una elección, capitán Samuval. En una mano está la muerte. En la otra, la gloria. ¿Cuál escogerás?

—Eres muy peculiar, jefe de garra. —Samuval se rascó la barba—. No te pareces a ninguno de los de tu clase. —Dirigió de nuevo la vista hacia el tajo de Beckard.

—Se ha corrido el rumor entre los hombres de que la ciudad ha sido abandonada —dijo Mina—. Han oído que abrirá sus puertas para rendirse. Se han convertido en una turba. Corren hacia su propia destrucción.

Decía la verdad. Haciendo caso omiso de los gritos de los oficiales, que se esforzaban en vano para mantener cierta apariencia de orden, los soldados de infantería habían roto filas. Galdar observó cómo se desintegraba el ejército y en un instante pasaba a ser una horda indisciplinada que corría enloquecida a lo largo de la quebrada, ansiosa por matar, por saquear. El capitán Samuval escupió de nuevo, asqueado. Volvió el rostro, sombrío, hacia Mina.

—¿Qué quieres que haga, jefe de garra?

—Conduce a tu compañía de arqueros hacia aquel risco y os apostáis allí. ¿Ves dónde te digo? —Mina señaló una estribación que se asomaba sobre el tajo de Beckard.

—Lo veo —contestó el hombre—. ¿Y qué hacemos cuando lleguemos allí?

—Mis caballeros y yo tomaremos posiciones en ese lugar. Cuando lleguéis, esperarás mis órdenes —explicó Mina—. Y cuando dé esas órdenes, las obedecerás sin discusión.

Mina tendió su mano manchada de sangre. Galdar se preguntó si era la de la muerte o la que asía la vida. Tal vez el capitán se hizo la misma pregunta, pues vaciló un instante antes de estrecharla con la suya. La del hombre era grande, encallecida por la cuerda del arco, curtida y sucia. La de ella era pequeña, su tacto leve, y tenía la palma llena de ampollas y bordeada de sangre reseca. Empero, fue el capitán el que se encogió un poco cuando se estrecharon.

Se miró la mano cuando la mujer la soltó y se la frotó en el coselete de cuero como para aliviarla de una punzada dolorosa o una quemadura.

—Date prisa, capitán. No disponemos de mucho tiempo —ordenó Mina.

—¿Y quién eres tú, jefe de garra? —inquinó el capitán Samuval, que seguía frotándose la mano.

—Soy Mina —respondió la mujer.

Asió las riendas y tiró bruscamente de ellas. Fuego Fatuo volvió grupas. Mina clavó espuelas y galopó directamente hacia el risco que se asomaba sobre el tajo de Beckard, seguida de sus caballeros. Galdar corría junto a su estribo, apretando el ritmo para mantener el paso.

—¿Cómo sabes que el capitán Samuval te obedecerá, Mina? —inquirió en voz alta el minotauro para hacerse oír sobre el estruendo de los cascos.

La mujer bajó la vista hacia él y sonrió. Sus iris ambarinos relucían bajo la visera del casco.

—Obedecerá —afirmó—, aunque sólo sea para demostrar su desdén hacia sus superiores y sus absurdas órdenes. Pero el capitán es un hombre hambriento, Galdar. Ansia alimento, y ellos le han dado barro para llenarle la tripa, mientras que yo le daré carne. Carne para nutrir su alma.

Mina se inclinó sobre el cuello del caballo y lo urgió a galopar más deprisa.


La compañía de arqueros del capitán Samuval tomó posiciones al borde del risco desde el que se dominaba el tajo de Beckard. Estaba compuesta por un centenar de arqueros fuertes y bien entrenados que habían luchado en muchas otras guerras de Neraka anteriores. Utilizaban arcos largos elfos, tan preciados por quienes combatían con ese tipo de arma. Ocuparon sus puestos, alineados muy juntos, sin apenas espacio para maniobrar ya que el borde del risco no era muy largo. Estaban de pésimo humor; contemplaban el ejército de los Caballeros de Neraka lanzándose sobre Sanction y rezongaban que los dejarían sin nada, que se apoderarían de las mejores mujeres y saquearían las casas más ricas, así que tanto daría si se volvían a casa.

Por encima de sus cabezas las nubes se espesaron, un banco de nubes grises y amenazadoras que descendieron por las laderas de las montañas Zhakar.

El campamento del ejército se había quedado vacío, excepto por las tiendas, las carretas de suministro y unos pocos heridos que no habían podido ir con sus compañeros y maldecían su mala fortuna. El clamor de la batalla se iba alejando de ellos. Las montañas y las nubes bajas apagaban los sonidos del ejército atacante y en el valle reinó un silencio espeluznante.

Los arqueros miraron hoscos a su capitán, que a su vez observaba a Mina con impaciencia.

—¿Cuáles son tus órdenes, jefe de garra? —preguntó.

—Hemos de esperar.

Así lo hicieron. El ejército llegó a las murallas de Sanction y aporreó las puertas. El ruido y la conmoción sonaban lejanos, un retumbo distante. Mina se quitó el yelmo y se pasó los dedos por la rapada cabeza, cubierta por la leve sombra rojiza del pelo. Permaneció sentada en su caballo con la espalda muy recta y la barbilla bien levantada. No tenía puesta la mirada en Sanction, sino en el cielo azul que se oscurecía con rapidez.

Los arqueros la contemplaron de hito en hito, pasmados por su juventud, estupefactos ante su extraña belleza. Ella no advirtió sus miradas, no oyó sus comentarios toscos, que el silencio procedente del valle engulló. Los hombres percibían algo ominoso en aquella quietud. Los que continuaron mascullando comentarios lo hicieron por bravuconear y sus inquietos compañeros los instaron a callar casi de inmediato.

El silencio saltó hecho añicos por una explosión que sacudió el suelo alrededor de Sanction. La nubes bulleron en agitados remolinos y el sol desapareció tras ellas. Los gritos triunfantes del ejército de Neraka se cortaron de golpe y fueron sustituidos por otros de pánico.

—¿Qué ocurre? —demandaron los arqueros, a quienes se les desató la lengua, y hablaron todos a la vez—. ¿Veis algo?

—¡Silencio en las filas! —bramó el capitán Samuval.

Uno de los caballeros, que se encontraba apostado como observador al borde del risco, regresó galopando.

—¡Era una trampa! —empezó a gritar cuando todavía se hallaba a cierta distancia—. ¡Las puertas de Sanction se abrieron ante nuestro ejército, pero sólo para que salieran solámnicos en tropel! ¡Debe de haber miles, y a la cabeza cabalgan hechiceros que dan muerte con sus malditos conjuros! —El caballero sofrenó al excitado caballo—. ¡Tenías razón, Mina! —Su tono era sobrecogido, reverencial—. Una gran explosión mágica acabó con centenares de los nuestros en el primer momento. Sus cuerpos yacen carbonizados en el campo. ¡Nuestras tropas se baten en retirada! ¡Vienen hacia aquí, huyendo en desbandada por la quebrada! ¡Es una derrota aplastante!

—Entonces, todo está perdido —dijo el capitán Samuval, aunque miró a Mina de manera extraña—. Las fuerzas solámnicas empujarán al ejército hasta el valle. Nos encontraremos atrapados entre el yunque de las montañas y el martillo de los solámnicos.

Su pronóstico se cumplió. Los primeros soldados rasos entraban ya en tropel por el tajo de Beckard. Muchos no sabían hacia dónde iban, y su única idea era alejarse lo más posible de la sangre y la muerte. Unos pocos, los que conservaban la mente lo bastante despejada para pensar con claridad, se dirigían hacia la estrecha calzada que atravesaba las montañas de Khur.

—¡Un estandarte! —pidió Mina con urgencia—. ¡Encontrad un estandarte!

El capitán Samuval se quitó el sucio pañuelo blanco que llevaba alrededor del cuello y se lo tendió.

—Toma esto Mina, que te entrego con gusto.

La mujer cogió el pañuelo e inclinó la cabeza. Musitó unas palabras que nadie alcanzó a oír, besó el trozo de tela y se lo tendió a Galdar. El blanco estaba manchado ahora con la sangre de su palma en carne viva. Uno de los caballeros inclinó su lanza y Galdar ató el pañuelo en la punta, tras lo cual le entregó el arma a Mina.

Ésta hizo volver grupas a Fuego Fatuo y cabalgó risco arriba hasta un alto promontorio; una vez allí, enarboló bien alto el estandarte.

—¡A mí, soldados! ¡Aquí, con Mina!

Las nubes se abrieron y un rayo de sol se proyectó desde el cielo para caer sólo sobre la mujer montada en su corcel en lo alto del risco. La negra armadura resplandecía como si la envolviera el fuego, sus iris ambarinos centelleaban, iluminados por el ardor de la batalla. Su llamada, penetrante como la voz de la trompeta, consiguió que los soldados que huían se detuviesen. Alzaron la vista para ver de dónde provenía la llamada y divisaron a Mina, perfilada por el fuego, llameando como la hoguera de un faro en lo alto del promontorio. La contemplaron aturdidos, olvidada ya la huida en desbandada.

—¡A mí! —gritó de nuevo la mujer—. ¡Hoy la gloria es nuestra!

Los soldados vacilaron y luego uno corrió hacia ella y trepó a trompicones y resbalando por la cuesta. Otro lo siguió, y otro más, contentos de tener de nuevo un propósito y un rumbo marcado.

—Traed a esos hombres ante mí —ordenó Mina a Galdar, mientras señalaba a otro grupo de soldados en plena huida—. A todos los que podáis. Y aseguraos de que están armados. Situadlos en formación de combate allí, en las rocas de abajo.

Galdar hizo lo que le mandaba. Él y los otros caballeros cerraron el paso a los soldados que huían y les ordenaron reunirse con sus compañeros, quienes empezaban a agruparse cual un estanque oscuro a los pies de Mina. Más y más soldados entraban en tropel por la quebrada, entre ellos Caballeros de Neraka a caballo; algunos de los oficiales hacían un valeroso esfuerzo por frenar la desbandada, en tanto que otros se unían a los soldados de a pie en su huida para salvar la vida. Tras ellos venían los Caballeros de Solamnia con sus relucientes armaduras plateadas y los yelmos adornados con blancos penachos. Se descargaron rayos mortíferos y allí donde el fogonazo surgía, los hombres se retorcían hasta morir consumidos por el calor mágico. Los solámnicos entraron en la quebrada, azuzando a las fuerzas de los Caballeros de Neraka como si fuesen cabezas de ganado, conduciéndolos al matadero.

—¡Capitán Samuval! —gritó Mina al tiempo que descendía por la ladera, con el estandarte ondeando tras de sí—. Ordena a tus hombres que disparen.

—Los solámnicos no están aún a tiro —respondió el hombre, que sacudió la cabeza por la necedad de la mujer—. Cualquier estúpido se daría cuenta de eso.

—Los solámnicos no son nuestros blancos, capitán —replicó fríamente Mina. Señaló a las fuerzas de los Caballeros de Neraka y añadió—: Ellos lo son.

—¿Nuestros hombres? —Samuval la miró de hito en hito—. ¡Estás loca!

—Observa el campo de batalla, capitán —adujo Mina—. Es la única solución.

El capitán miró hacia allí. Se pasó la mano por la cara para limpiarse el sudor y luego dio la orden.

—Arqueros, disparad.

—¿A quiénes?

—¡Ya habéis oído a Mina! —espetó bruscamente el capitán. Tomó el arco de uno de sus hombres, encajó una flecha y disparó.

El proyectil atravesó la garganta de uno de los Caballeros de Neraka que huía. El hombre cayó del caballo hacia atrás y fue pisoteado por sus compañeros.

La compañía de arqueros disparó. Cientos de flechas —cada proyectil apuntado cuidadosamente a tiro directo— surcaron el aire con un mortífero zumbido. La mayoría dio en el blanco. Soldados de a pie se llevaron las manos al pecho y se desplomaron. Los astiles emplumados penetraron a través de las viseras echadas de los yelmos de los caballeros o se hincaron en sus cuellos.

—Seguid disparando, capitán —ordenó Mina.

Volaron más flechas y cayeron más cuerpos. Los aterrados soldados se dieron cuenta de que los proyectiles venían del frente. Vacilaron, se detuvieron e intentaron descubrir la posición de su nuevo enemigo. Sus compañeros chocaron contra ellos por detrás, enloquecidos por la proximidad de los solámnicos. Las escarpadas paredes del tajo de Beckard no ofrecían vía de escape alguna.

—¡Disparad! —gritó el capitán Samuval, atrapado en el ardor de la matanza—. ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —respondieron los arqueros, y dispararon.

Las flechas zumbaron hacia sus blancos con mortífera precisión. Los hombres gritaron y se desplomaron. Los moribundos empezaban a apilarse como un espantoso montón de leña cortada que formaba una barricada sangrienta.

Un oficial se aproximó al grupo de Mina, fuera de sí por la ira, espada en mano.

—¡Necio! —le gritó a Samuval—. ¿Quién te da órdenes? ¡Estáis disparando contra nuestros propios hombres!

—Yo le di la orden —dijo Mina, sosegada.

—¡Traidora! —la abordó, iracundo, el caballero, que enarboló su espada.

Mina permaneció inmóvil sobre su caballo; no hizo caso alguno al caballero, ya que toda su atención estaba puesta en la matanza que se producía abajo. Galdar descargó su enorme puño en el yelmo del caballero. El hombre, con el cuello roto, cayó rodando y dando tumbos ladera abajo. Galdar se chupó los nudillos magullados y alzó la vista hacia Mina.

Se quedó estupefacto al ver que las lágrimas corrían por sus mejillas sin rebozo; sus manos se cerraban, crispadas, sobre el medallón y sus labios se movían, como si estuviese rezando.

Atacados por el frente y por la retaguardia, los soldados atrapados en el tajo de Beckard empezaron a arremolinarse sin saber qué hacer. Detrás de ellos, sus compañeros afrontaban una terrible elección: podían acabar ensartados por la espalda por las lanzas solámnicas o podían dar media vuelta y luchar. Giraron para hacer frente al enemigo y batallaron con la ferocidad de los desesperados, de los acorralados.

Los solámnicos continuaron luchando, pero el ímpetu de su carga aminoró y, al cabo de un rato, se frenó por completo.

—¡Dejad de disparar! —ordenó Mina. Tendió el estandarte a Galdar, asió su maza y la alzó bien alto—. ¡Caballeros de Neraka! ¡Ha llegado nuestra hora! ¡Hoy cabalgamos hacia la gloria!

Fuego Fatuo dio un gran salto y partió a galope tendido ladera abajo, llevando a Mina directamente hacia la vanguardia de los Caballeros de Solamnia. Tan veloz galopaba el corcel, tan repentina fue la maniobra de Mina, que la mujer dejó atrás a sus hombres.

—¡La muerte es segura! —bramó el minotauro—. ¡Pero también lo es la gloria! ¡Por Mina!

—¡Por Mina! —corearon los caballeros con voces profundas y severas, tras lo cual espolearon a sus caballos ladera abajo.

—¡Por Mina! —gritó el capitán Samuval, que tiró su arco y desenvainó la espada corta. Él y toda la compañía de arqueros se lanzaron a la refriega.

—¡Por Mina! —bramaron los soldados que se habían agrupado alrededor de su estandarte. Unidos a su causa, corrieron tras ella cual una oscura cascada de muerte que descendía, retumbante, por la cara del cerro.

Galdar apretó el paso, desesperado, para alcanzar a la mujer, para protegerla y defenderla. Nunca había tomado parte en una batalla, no se había entrenado para combatir. La matarían. Rostros enemigos surgieron ante el minotauro; las espadas se descargaban sobre él, las lanzas arremetían contra su cuerpo, las flechas silbaban en sus oídos. Galdar desvió las espadas a golpes, rompió las lanzas, no hizo caso de los aguijonazos de las flechas. El enemigo era una molestia que le impedía llegar a su meta. Perdió de vista a Mina y luego volvió a localizarla, rodeada por el enemigo.

Galdar vio a un caballero intentar atravesar a la mujer con su espada. Ella desvió la arremetida y descargó la maza sobre él. El primer golpe partió el yelmo; el segundo, machacó la cabeza. Pero mientras luchaba contra ese caballero, otro se acercaba para atacarla por detrás. Galdar gritó para advertirle, aunque sabía que no lo oiría. Batalló ferozmente para llegar junto a ella, sin reparar ya en los rostros, sólo las sangrientas cuchilladas propinadas por su espada.

Mantuvo la vista fija en la mujer; una rabia abrasadora se apoderó de él, y su corazón cesó de latir cuando vio que la desmontaban del caballo. Luchó con redoblada ferocidad, frenético para acudir en su auxilio. Un golpe por detrás lo aturdió y cayó de rodillas. Intentó incorporarse, pero los salvajes golpes consecutivos cayeron sin piedad sobre él y el minotauro perdió la conciencia.


La batalla acabó cerca del ocaso. Los Caballeros de Neraka resistieron y conservaron el dominio del valle. Los solámnicos y los soldados de Sanction se vieron obligados a retirarse hacia la ciudad amurallada, una ciudad conmocionada y asolada por la aplastante derrota. Habían sentido los laureles de la victoria sobre sus cabezas, y entonces se los habían quitado bruscamente para pisotearlos en el barro. Descorazonados, anonadados, los caballeros solámnicos atendieron sus heridas y quemaron en piras los cadáveres de sus compañeros muertos. Habían pasado meses proyectando el plan, considerándolo la única oportunidad que tenían de romper el asedio de Sanction. Se preguntaban una y otra vez cómo habían podido fracasar.

Un solámnico habló de un guerrero que había caído sobre él como la ira de los dioses ausentes. Otro también había visto a ese guerrero; y varios más lo confirmaron. Algunos aseguraban que era un joven, pero otros decían que no, que era una muchacha, una chica con un rostro por el que un hombre moriría. Había cabalgado al frente de la carga, cayendo como un rayo sobre sus filas, combatiendo sin yelmo ni escudo, con una maza como única arma, un lucero del alba que goteaba sangre. Desmontada de su caballo, luchó sola y a pie.

—Debe de haber muerto —manifestó uno de ellos, iracundo—. La vi caer.

—Cierto, cayó, pero su caballo la protegió —informó otro—, y descargaba coces a cualquiera que osara acercarse.

Sin embargo, nadie sabía a ciencia cierta si aquella hermosa destructora había perecido o había sobrevivido. Las tornas cambiaron en la batalla, el combate llegó hasta ella, la rodeó y se abalanzó sobre los solámnicos, quienes se vieron forzados a retirarse hacia la ciudad combatiendo por sus vidas.


—¡Mina! —llamó con voz ronca Galdar—. ¡Mina!

No hubo respuesta.

Desesperado, consternado, el minotauro siguió buscando.

El humo de las piras funerarias flotaba sobre el valle. Aún no había caído la noche, y el aire, cargado de humo y pavesas anaranjadas, pintaba de gris el ocaso. El minotauro se dirigió a las tiendas de los místicos oscuros, que se ocupaban de los heridos, y tampoco la encontró allí. Buscó entre los cadáveres alineados para ser incinerados en las piras; era una ardua tarea. Levantó un cuerpo y le dio la vuelta, miró el rostro, sacudió la cabeza y pasó al siguiente.

No se encontraba entre los muertos; al menos, entre los que habían llevado al campamento hasta ese momento. El trabajo de trasladar los cadáveres desde la quebrada empapada de sangre duraría toda la noche y parte del día siguiente. Los hombros del minotauro se hundieron. Estaba herido, exhausto, pero también decidido a seguir buscándola. Llevaba consigo, en la mano derecha, el estandarte de Mina, que había dejado de ser blanco; ahora tenía un color marrón rojizo y se había quedado tieso por la sangre reseca.

Galdar se culpaba de lo ocurrido. Debería haber estado a su lado. Entonces, aunque no hubiese podido protegerla, al menos habría muerto con ella. Había fracasado; lo golpearon por la espalda y cuando recobró la conciencia se encontró con que la batalla había terminado. Le dijeron que habían vencido.

Herido y mareado, Galdar se encaminó, tambaleándose, hacia donde la había visto por última vez. Los cuerpos de sus enemigos yacían amontonados en el suelo, pero ella no apareció.

No se encontraba entre los vivos; tampoco entre los muertos. Galdar empezaba a pensar que la había imaginado, que era producto de su propia ansia de creer en alguien o en algo, cuando sintió un leve roce en su brazo.

—Minotauro —dijo el hombre—. Lo siento, no recuerdo tu nombre.

Galdar no identificó de momento al soldado, que tenía el rostro casi tapado por un vendaje ensangrentado. Entonces reconoció al capitán de la compañía de arqueros.

—La estás buscando, ¿verdad? —preguntó Samuval—. A Mina.

¡Por Mina! El eco del grito resonó en su corazón. Asintió en silencio. Se sentía demasiado cansado, demasiado abatido para hablar.

—Ven conmigo —le dijo Samuval—. Tengo que enseñarte algo.

Los dos cruzaron el valle hacia el campo de batalla. Los soldados que habían salido ilesos del combate se afanaban en reconstruir el campamento, que había quedado destrozado a causa de la caótica retirada. Los hombres trabajaban con un fervor insólito, sin el incentivo del látigo o de las amenazas de sus superiores. Galdar había visto a esos mismos hombres en anteriores batallas, acurrucados junto a las lumbres, con talante hosco, lamiéndose las heridas, consumiendo aguardiente enano, bravuconeando y alardeando de pasar por las armas a los heridos del enemigo.

Ahora, pasaba ante grupos de hombres que clavaban las estacas de las tiendas, o arreglaban a martillazos las abolladuras de petos y escudos, o recogían flechas tiradas en el suelo o se ocupaban de muchos otros quehaceres. Galdar escuchaba sus conversaciones. No hablaban sobre sí mismos, sino de ella, la bendecida, la elegida: Mina.

Su nombre estaba en boca de los soldados; sus hazañas se contaban una y otra vez. Un nuevo espíritu reinaba en el campamento, como si la tormenta de la que había salido Mina hubiese soltado descargas de energía que pasaban de hombre a hombre.

Galdar escuchó y se maravilló, pero no dijo nada. Acompañó al capitán Samuval, que no parecía sentirse inclinado a hablar de nada y rehusó contestar a sus preguntas. En cualquier otro momento, el frustrado minotauro le habría atizado en la cabeza al humano, pero no ahora. Habían compartido un instante de triunfo y exaltación que jamás habían experimentado en ninguna batalla. Ambos habían llegado a trascenderse a sí mismos. Habían realizado actos de valor y heroísmo que jamás se creyeron capaces de acometer. Habían luchado por una causa y, contra todo pronóstico, habían vencido.

Cuando el capitán tropezó, Galdar alargó el brazo y sostuvo al humano. Cuando el minotauro resbaló en un charco de sangre, Samuval lo agarró para que no cayera. Los dos llegaron al extremo del campo de batalla; el humano escudriñó entre el humo que flotaba sobre el valle. El sol se había escondido tras las montañas y su arrebol teñía el cielo con una pincelada de color rojo desvaído.

—Allí —señaló el capitán.

El viento se había levantado con la puesta del sol y deshacía el humo en jirones que ondeaban como pañuelos de seda. De repente, dejaron a la vista un corcel y una figura arrodillada a unos cuantos pasos del animal.

—¡Mina! —exclamó Galdar. El alivio debilitó todos los músculos de su cuerpo. Unas lágrimas ardientes escocieron sus ojos; Galdar las atribuyó al humo, ya que los minotauros nunca lloran. Se las enjugó—. ¿Qué hace? —preguntó un instante después.

—Reza —contestó Samuval.

Mina se encontraba arrodillada junto al cadáver de un soldado. La flecha que lo había matado había traspasado limpiamente su pecho y lo había clavado al suelo. La mujer levantó una mano del muerto y la puso sobre su corazón mientras agachaba la cabeza. Si dijo algo. Galdar no la oyó, pero el minotauro sabía que Samuval tenía razón: estaba rezando a ese dios suyo, el único y verdadero dios. Aquel que había previsto la trampa y había conducido a la muchacha hasta allí para transformar la derrota en una gloriosa victoria.

Finalizada su plegaria, Mina dejó la mano del hombre sobre la terrible herida. Se inclinó sobre él, le besó la frente y se puso de pie.

Apenas tenía fuerza para caminar; estaba cubierta de sangre, suya en parte. Se detuvo, el cuerpo encorvado, gacha la cabeza. Entonces la levantó hacia el cielo, del que pareció sacar fuerzas ya que irguió los hombros y echó a andar con paso firme.

—Desde que el resultado de la batalla quedó claro, ha ido de un cadáver a otro —dijo Samuval—. En particular, aquellos que cayeron bajo nuestras flechas. Se para y se arrodilla en el fango ensangrentado y eleva una plegaria. Jamás había visto nada igual.

—Es justo que les rinda honores —manifestó Galdar en voz ronca—. Esos hombres nos dieron la victoria con su sangre.

—Ella nos dio la victoria con la sangre de esos hombres —corrigió el capitán, enarcando la ceja que se veía bajo el vendaje.

Un sonido se alzó a espaldas de Galdar. Le recordó el Gamashinock el Canto de los Muertos. Sin embargo, esta salmodia provenía de gargantas de seres vivos; empezó muy bajo, entonada sólo por unos pocos. Más voces se unieron a las primeras, y se fue propagando más y más, del mismo modo que los hombres habían recogido las espadas tiradas en el suelo y se habían lanzado a la batalla.

—Mina... Mina...

La salmodia creció; aunque al principio tenía un aire reverente, ahora sonaba como una marcha triunfal, un himno festivo acompañado por el golpeteo de espadas contra escudos, de pies pateando el suelo y palmas marcando el ritmo.

—¡Mina! ¡Mina! ¡Mina!

Galdar se volvió y observó lo que quedaba del ejército reunido al borde del campo de batalla. Los heridos que no podían caminar por su propio pie eran sostenidos por aquellos que sí podían. Los soldados, andrajosos y ensangrentados, entonaban el nombre de la mujer.

El minotauro alzó la voz en un grito ensordecedor y levantó el estandarte de Mina. El cántico se convirtió en un vítor que retumbó en las montañas como un trueno e hizo que temblase el suelo en el que se apilaban los cadáveres.

Mina iba a arrodillarse de nuevo, pero el cántico la detuvo. Se volvió lentamente hacia la enfervorizada multitud. Tenía el rostro muy pálido, sus ojos aparecían bordeados por oscuras ojeras causadas por la fatiga, sus labios estaban secos y agrietados, manchados por los besos a los muertos. Recorrió con la mirada a los miles de vivos que gritaban y coreaban su nombre.

Alzó las manos y las voces callaron al instante. Incluso los gemidos de los heridos cesaron. El único sonido era el eco de su nombre repetido por las montañas, y también eso acabó desapareciendo a medida que el silencio se adueñaba del valle.

Mina montó en su caballo para que la multitud que se había reunido al borde del campo de batalla, llamado ahora Gloria de Mina, pudiese verla y oírla bien.

—¡Hacéis mal en honrarme! —les dijo—. Yo sólo soy un instrumento. El honor y la gloria de este día pertenecen al dios que me guía a lo largo del camino que recorro.

—¡El camino de Mina es el nuestro! —gritó alguien.

Las aclamaciones comenzaron de nuevo.

—¡Escuchadme! —gritó la mujer, cuya voz sonó con autoridad y poder—. ¡Los antiguos dioses se marcharon! Os abandonaron. Jamás volverán. Un dios ha acudido en su lugar. Un dios para gobernar el mundo. Un único dios. ¡A ese dios único es al que debemos tributo y lealtad!

—¿Cuál es su nombre? —inquirió alguien.

—No lo pronunciaré —respondió Mina—. Es demasiado sagrado, demasiado poderoso.

—¡Mina! —clamó un soldado—. ¡Mina, Mina!

La muchedumbre se unió al cántico y, una vez que empezó, no hubo modo de detenerlo.

La mujer pareció exasperada un momento, incluso furiosa. Alzó la mano y cerró los dedos sobre el medallón que llevaba al cuello. Su expresión se suavizó.

—¡Está bien! ¡Pronunciad mi nombre! —gritó—. ¡Pero sabed que lo hacéis en nombre de mi dios!

El clamor era tan intenso que parecía que resquebrajaría las rocas de las montañas. Olvidado su propio dolor, Galdar la aclamó con entusiasmo. Reparó entonces en que su compañero guardaba silencio, con el gesto sombrío y la mirada enfocada hacia otra parte.

—¿Qué pasa? —inquirió a voz en cuello Galdar para hacerse oír sobre el tumulto—. ¿Ocurre algo?

—Mira allí —indicó el capitán—. La tienda del comandante.

No todo el mundo en el campamento vitoreaba. Un grupo de Caballeros de Neraka se agrupaba alrededor de su cabecilla, un Señor de la Calavera. Sus gestos eran ceñudos y tenían cruzados los brazos sobre el pecho.

—¿Quién es ése? —preguntó el minotauro.

—Lord Aceñas —contestó Samuval—. El que ordenó ese desastre. Como verás salió bien de la refriega. Ni una mota de sangre en su excelente y brillante armadura.

Lord Aceñas intentaba atraer la atención de sus soldados. Agitaba los brazos y gritaba algo que nadie podía oír. Ni un solo hombre le hacía caso. Finalmente se dio por vencido. El minotauro esbozó una mueca.

—Me pregunto cómo se tomará el tal Aceñas que su mando se va por el agujero de la letrina.

—Supongo que mal —dijo el capitán.

—Él y los otros caballeros consideran que se han quitado de encima a los dioses, cosa que les complace —comentó Galdar—. Ha pasado mucho tiempo desde que dejaron de hablar del regreso de Takhisis. Hace dos años, el Señor de la Noche, Targonne, cambió el nombre oficial de la Orden por el de Caballeros de Neraka. Antaño, cuando un caballero recibía la Visión, se le daba a conocer su puesto y su misión en el gran plan de la diosa. Después de que Takhisis abandonase el mundo, los mandos intentaron durante algún tiempo mantener la Visión mediante diversos medios místicos. Los caballeros todavía se someten al rito de la Visión, pero ahora sólo pueden estar seguros de lo que Targonne y los de su ralea les inculcan.

—Una de las razones por las que me marché —comentó Samuval—. Targonne y oficiales como ese Aceñas disfrutan de ser los que están al mando, para variar, y no les gustará la idea de que los derriben de la cumbre a la que se han encaramado. Puedes tener por seguro que Aceñas enviará noticias al cuartel general sobre esta advenediza.

Mina desmontó y condujo a Fuego Fatuo por las riendas fuera del campo de batalla, hasta el interior del campamento. Los hombres vitoreaban y aclamaban hasta que Mina se hallaba cerca; entonces, movidos por un impulso que no entendían, callaban y caían de hinojos ante la mujer. Algunos alargaban la mano para tocarla cuando pasaba ante ellos, otros le pedían que los mirara y les diera la bendición.

Lord Aceñas contempló la marcha triunfal de la mujer con el rostro torcido en un gesto de desagrado. Giró sobre sus talones y entró en la tienda de mando.

—¡Bah! ¡Que maquinen y acechen en la sombra! —dijo Galdar, eufórico—. Ahora ella tiene un ejército. ¿Qué pueden hacerle?

—Algo traicionero y poco limpio, no te quepa duda —contestó Samuval, que dirigió una fugaz ojeada al cielo—. Tal vez sea verdad que haya alguien velando por ella desde arriba, pero necesita amigos que la protejan aquí abajo.

—Dices bien —convino Galdar—. ¿Estás, pues, con ella, capitán?

—Hasta el fin de mis días o del mundo, cualquiera de las dos cosas que ocurra antes —respondió Samuval—. Mis hombres también. ¿Y tú?

—Yo he estado con ella siempre —dijo Galdar, y en verdad le parecía que así era.

Minotauro y humano se dieron un apretón de manos. Después, Galdar alzó el estandarte de Mina con orgullo y se situó junto a ella mientras realizaba su marcha triunfal a través del campamento. El capitán Samuval caminaba detrás, puesta la mano en la empuñadura de la espada, guardándole la espalda. Los caballeros de Mina cabalgaban tras su estandarte. Todos lo que la habían seguido desde Neraka habían sufrido alguna herida, pero ninguno de ellos había perecido. Corrían ya historias de milagros.

—Una flecha volaba directa hacia mí —decía uno—, y supe que podía darme por muerto. Pronuncié el nombre de Mina y la flecha cayó al suelo, a mis pies.

—Uno de los malditos solámnicos acercó su espada a mi cuello —contaba otro—. Apelé a Mina y la hoja enemiga se partió en dos.

Los soldados le ofrecían comida, otros le daban vino o agua. Varios hombres echaron de la tienda a uno de los oficiales de Aceñas y la prepararon para la mujer. Varios cogieron palos encendidos de las lumbres y los alzaron como antorchas para alumbrar el recorrido de Mina bajo el crepúsculo. A medida que pasaba, pronunciaban su nombre como si fuese un conjuro con poderes mágicos.

—Mina —gritaban los hombres y el viento y la oscuridad—. ¡Mina!

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