17 Gilthas y La Leona

Gilthas, el «inútil hijo» de Laurana, se encontraba en ese momento descansando sus más que suficientes redaños en una silla de un cuarto subterráneo de una taberna, que era propiedad y estaba dirigida por enanos gullys. El establecimiento se llamaba Tragos y Eructos porque, según los gullys, era lo único que los humanos hacían en una taberna.

Tragos y Eructos estaba situada en un pequeño asentamiento aghar que ni siquiera merecía el nombre de «aldea», cercano a la fortaleza de Pax Tharkas. La taberna era el único edificio del asentamiento. Los gullys que dirigían el establecimiento vivían en cuevas, en las colinas que se alzaban detrás de la taberna, y bajo la cual se extendían unos túneles que eran los únicos caminos de acceso a dichas cuevas.

La comunidad gully se hallaba a unos ciento treinta kilómetros en línea recta desde Qualinost a vuelo de grifo, pero la distancia era mucho mayor si se viajaba por tierra. Gilthas había volado a lomos de un grifo cuya familia estaba al servicio de la Casa Real. La bestia había depositado al rey y a su guía en el bosque, y ahora aguardaba su regreso con menos impaciencia de la que podía esperarse en un ser de su clase. Kerian se había ocupado de proporcionar al grifo un venado recién muerto para que las largas horas de espera transcurrieran más placenteramente, así como para asegurarse de que el animal no se merendara a ninguno de sus huéspedes.

Sorprendentemente, Tragos y Eructos era muy popular. Tal vez no fuera tan sorprendente habida cuenta de que sus precios eran los más bajos de todo Ansalon. Con dos monedas de cobre podía tomarse cualquier cosa. El negocio lo inició el mismo gully que fue cocinero al servicio del difunto Señor del Dragón Verminaard.

A la gente que conoce a los gullys pero que nunca ha probado sus guisos le resulta imposible imaginar siquiera comer algo preparado por uno de estos enanos. Si se tiene en cuenta que uno de los platos preferidos —y que se considera una delicia— de los gullys es la carne de rata, hay quien equipara la idea de tener un cocinero aghar con el deseo de morirse.

Los gullys son los marginados de la raza enana. Aunque pertenecen a ella, los demás enanos lo niegan y hacen lo imposible por explicar por qué los gullys son enanos sólo de nombre. Los aghars son extremadamente estúpidos, al menos, así lo cree la mayoría de la gente. Son incapaces de contar más de dos, por lo que su sistema de cálculo se reduce a «uno» y «dos». Una enana gully llamada Bupu, convertida en una leyenda entre los aghars, de hecho llegó a contar más allá de dos en cierta ocasión, utilizando el término «un montón».

Los gullys no son conocidos precisamente por su interés en matemáticas superiores, sino por su cobardía, su suciedad, su afición por la miseria y —cosa chocante— su cocina. Resultan unos cocineros extraordinarios siempre y cuando el comensal establezca unas normas sobre qué se puede servir en la mesa y qué no, y se abstenga de entrar en la cocina para ver cómo se preparan los platos.

Tragos y Eructos servía un excelente asado de pierna de venado cubierta con cebolla y bañada en salsa de su propio jugo. La cerveza era aceptable, no tan buena como en otros establecimientos, pero su precio estaba en consonancia. El aguardiente enano, realmente excepcional, daba renombre a la taberna. Los gullys lo destilaban de los hongos cultivados en sus dormitorios. (Un buen consejo para quienes tomasen dicho brebaje sería que no pensaran demasiado en ese hecho.)

El establecimiento era frecuentado sobre todo por humanos que no podían permitirse pagar precios más altos, por kenders que se alegraban de encontrar a un tabernero que no los echase a la calle nada más verlos, y por los que actuaban al margen de la ley y que enseguida descubrían que los Caballeros de Neraka rara vez patrullaban por el camino carretero lleno de rodadas y mal llamado calzada que conducía a la taberna.

Tragos y Eructos era también la guarida y el cuartel general de la guerrera conocida como La Leona, una mujer que era asimismo, de haberlo sabido alguien, reina de Qualinesti, la esposa secreta del Orador de los Soles, Gilthas.

El soberano elfo se hallaba sentado en la penumbra del fondo de la taberna, intentando dominar su impaciencia. Los elfos nunca se impacientaban; muy longevos, sabían que el agua cocería, que la masa del pan subiría, que la encina germinaría, que el roble crecería y que todo ese afán, esa intranquilidad y esos intentos de apresurar el proceso de las cosas sólo servían para ocasionar trastornos en el estómago. Gilthas había heredado la impaciencia de su padre semihumano, y aunque se esforzaba en disimularlo, sus dedos tamborileaban en la mesa y su pie daba golpecitos en el suelo.

Kerian lo miró y sonrió. Una vela ardía entre ambos, sobre el tablero. La llama se reflejaba en los ojos castaños de ella, brillaba cálidamente en su tez suave y morena, y arrancaba destellos del lustroso cabello dorado. Kerian era una kalanesti o Elfa Salvaje, una raza de elfos que, a diferencia de sus parientes que moraban en las ciudades, los qualinestis y los silvanestis, vivía en plena naturaleza. Como no intentaban cambiarla o moldearla, estaban considerados como bárbaros por sus parientes más sofisticados, que incluso habían llegado a esclavizar a los kalanestis y los obligaban trabajar como sirvientes en las casas ricas; todo ello por su propio bien, naturalmente.

Kerian había sido esclava en la casa del senador Rashas y estaba presente cuando Gilthas fue llevado allí por primera vez, en apariencia como un huésped, pero en realidad como prisionero. Los dos se habían enamorado nada más verse, aunque pasaron meses, incluso años, antes de que se confesaran sus sentimientos e intercambiaran las promesas de su matrimonio secreto.

Únicamente otras dos personas, Planchet y la madre de Gilthas, Laurana, sabían que el rey estaba casado con una muchacha que antaño había sido una esclava y que en la actualidad era conocida como La Leona, la intrépida cabecilla de los khansaris, o los Nocturnos.

Al advertir la mirada de Kerian, Gilthas cayó de inmediato en la cuenta de lo que estaba haciendo. Apretó los puños para dejar de tamborilear con los dedos y cruzó los pies a fin de obligarse a mantenerlos quietos.

—Ea —dijo, pesaroso—. ¿Mejor así?

—Acabarás mal de los nervios si no tienes cuidado —lo reprendió Kerian con una sonrisa—. El enano vendrá, dio su palabra.

—Es tanto lo que depende de eso —comentó Gilthas. Estiró las piernas para aliviar los músculos agarrotados por el desacostumbrado ejercicio—. Quizás incluso nuestra supervivencia como un... —Calló bruscamente y miró hacia el suelo—. ¿Has notado eso?

—¿El temblor? Sí. Los vengo sintiendo desde hace un par de horas. Seguramente son los gullys, que amplían sus túneles. Les encanta excavar. En cuanto a lo que decías, no hay «quizás» en lo relativo a nuestra total destrucción —repuso resueltamente.

Su voz, con aquel acento que los elfos civilizados consideraban tosco, era como el canto de un pájaro, de una dulzura conmovedora con una nota de melancolía.

—Los qualinestis han dado al dragón todo lo que les ha exigido. Han sacrificado su libertad, su orgullo, su honor. En ciertos casos, incluso han sacrificado a su propia gente. Todo a cambio de que el dragón les permita vivir. Pero llegará un momento en que Beryl hará una demanda que los tuyos no podrán cumplir, y cuando llegue ese día y la Verde vea contrariada su voluntad, destruirá Qualinesti.

—A veces me pregunto por qué te preocupa —dijo Gilthas, que observaba seriamente a su esposa—. Los qualinestis te esclavizaron, te arrancaron a la fuerza de tu familia. Tienes todo el derecho a sentir rencor, a desaparecer en los bosques y dejar a quienes te hicieron daño a su suerte, que tienen tan merecida. Pero no lo haces. Arriesgas la vida a diario luchando para obligar a nuestro pueblo a que vea la verdad por desagradable e ingrata que sea.

—Ése es el problema —contestó ella—. Debemos dejar de pensar en los elfos como «los tuyos» y «los míos». Esas distinciones y exclusiones son las que nos han llevado donde hoy estamos, las que fortalecen a nuestros enemigos.

—No veo intenciones de que cambien las cosas —adujo Gilthas en tono sombrío—. No a menos que se abata sobre nosotros una calamidad y nos obligue a ello, y puede que ni siquiera entonces lo hagamos. La Guerra de Caos, que tendría que habernos unido, sólo tuvo por resultado que nuestro pueblo se fragmentara más. No pasa un solo día en que algún senador no pronuncie un discurso sobre cómo nuestros parientes de Silvanesti nos han dejado fuera de su seguro refugio, bajo el escudo, y que lo que quieren es que todos muramos para así ocupar nuestra tierra. O que alguien se lance a una diatriba contra los kalanestis, de cómo sus costumbres bárbaras acabarán con todo aquello para lo que hemos tardado siglos en construir. Y están los que aprueban que el dragón haya cerrado las calzadas porque, según ellos, será mejor no tener contacto con los humanos. Los Caballeros de Neraka los animan, desde luego. Les encantan tales peroratas, porque les facilitan la labor a ellos.

—Por lo que he oído, quizá los silvanestis descubran que su tan cacareado escudo mágico es en realidad una tumba.

Gilthas reaccionó con sorpresa y se sentó más erguido.

—¿Dónde oíste eso? No me habías contado nada.

—Hace un mes que no te veía —contestó Kerian con un dejo amargo—. Sólo hace unos días que me llegó el rumor, de boca del corredor Kellevandros, a quien tu madre envía de manera regular para mantener el contacto con tu tía Alhana Starbreeze. Alhana y sus fuerzas se han instalado en la frontera de Silvanesti, cerca del escudo. Se han aliado con los humanos que pertenecen a la Legión de Acero. Según Alhana, la tierra que rodea el escudo se ha quedado yerma, la vegetación ha muerto y un horrible polvo gris lo cubre todo. Teme que esa misma enfermedad esté infectando todo el país.

—Entonces, ¿por qué nuestros parientes mantienen levantado el escudo? —se preguntó Gilthas.

—Porque tienen miedo del mundo exterior. Por desgracia, tienen razón en ciertos casos. Alhana y sus tropas libraron una batalla campal contra ogros hace poco tiempo, la noche de aquella terrible tormenta. La Legión de Acero acudió en su ayuda justo a tiempo de evitar que los arrasaran. En cualquier caso, Silvanoshei, el hijo de Alhana, fue capturado por los ogros, al menos eso es lo que piensa ella. No pudieron encontrar rastro del muchacho cuando la batalla terminó. Alhana lo llora como si hubiese muerto.

—Mi madre no me ha contado nada de todo esto —manifestó Gilthas, fruncido el entrecejo.

—Según Kellevandros, Laurana teme que el gobernador Medan incremente su vigilancia. Tu madre sólo se fía de quienes trabajan para ella; no se atreve a confiar en nadie de fuera. Cada vez que estáis juntos los dos, no le cabe duda de que se os espía y no quiere que los caballeros negros descubran que mantiene contacto con Alhana.

—Madre seguramente tiene razón —admitió Gilthas—. Mi sirviente, Planchet, es la única persona en que confío, y eso porque ha demostrado su lealtad hacia mí en infinidad de ocasiones. De modo que Silvanoshei ha muerto a manos de los ogros. Pobre muchacho. Debió de sufrir una muerte espantosa. Esperemos que fuera rápida.

—¿Llegaste a conocerlo?

—No. —Gilthas negó con la cabeza—. Nació en la posada El Último Hogar, en Solace, poco después de que Alhana fuese desterrada. No he vuelto a verla desde entonces. Mi madre me contó que el chico se parecía a mi tío Porthios.

—Su muerte te convierte en heredero de los dos reinos —observó Kerian—. En el Orador de los Soles y de las Estrellas.

—Lo que siempre quiso el senador Rashas —comentó en tono cáustico Gilthas—. En realidad, tal como van las cosas, no habrá más que el Orador de los Muertos.

—¡No pronuncies palabras de mal agüero! —instó Kerian al tiempo que hacía el signo contra el Mal, trazando con la mano un círculo en el aire con el que rodear la frase y dejarla encerrada en él—. Tú no... —empezó, pero se interrumpió y se volvió hacia un elfo que había entrado en el cuarto secreto—. ¿Sí, Ala de Plata, qué ocurre?

El elfo abrió la boca para decir algo, pero lo interrumpió un gully que parecía estar en un estado de gran excitación a juzgar por el olor.

—¡Mí dice! —gritó el gully, indignado, mientras apartaba al elfo de un empellón—. ¡Mí vigía! ¡Ella manda a mí! —Señaló a Kerian.

—Majestad. —El elfo hizo una precipitada reverencia a Gilthas antes de volverse hacia la mujer, su comandante, con la información—. El gran thane, rey de Thorbardin, ha llegado.

—Él aquí —anunció a voces el gully. Aunque no hablaba el idioma elfo, imaginó lo que el otro había dicho—. ¿Mí trae a él?

—Gracias, Padrote. —Kerian se puso de pie y se ajustó la espada a la cintura—. Saldré a recibirlo. Sería mejor que os quedaseis aquí, majestad —añadió. Su matrimonio era un secreto incluso para los elfos que estaban a su mando.

—Él, enano mucho quincalla hortera. ¡Llevar sombrero! —Padrote estaba impresionado—. ¡Llevar zapatos! —Añadió doblemente impresionado—. Mí nunca ve enano viste zapatos.

—El gran thane viene acompañado por cuatro guardias personales —informó el elfo a Kerian—. Como ordenaste, hemos vigilado sus movimientos desde que partieron de Thorbardin.

—Por su propia seguridad, así como por la nuestra, majestad —se apresuró a agregar Kerian al advertir que la expresión de Gilthas se ensombrecía.

—No se reunieron con nadie —dijo el elfo—, y nadie los siguió.

—Excepto nosotros —intervino Gilthas con sarcasmo.

—Nunca está de más ser precavido, majestad —adujo Kerian—. Tarn Granito Blanco es el nuevo gran thane, rey de los clanes de Thorbardin. Su gobierno no parece correr peligro, pero entre los enanos existen traidores, como ocurre entre los elfos.

—Ojalá llegue el día en que eso no sea así. —Gilthas exhaló un suspiro profundo—. Confío en que los enanos no hayan advertido que se los ha tenido bajo vigilancia.

—Vieron la luz de las estrellas, majestad —respondió el elfo, enorgullecido—. Oyeron el viento entre los árboles. Pero a nosotros no nos vieron ni nos oyeron.

—Él mucho gusta nuestro aguardiente —informó Padrote dándose importancia y con el rostro resplandeciendo de satisfacción, aunque también podría deberse a que lo llevaba pringado de la grasa con la que había untado el pato que cocinaba—. Decir que nosotros hace aguardiente mucho bueno. ¿Tú gusta probar? —le ofreció a Gilthas—. Hacer salir pelo sobre nariz.

Kerian y el elfo se marcharon y se llevaron al gully con ellos. Gilthas se quedó sentado, con la mirada fija en la llamita titilante de la vela. De nuevo sintió el extraño tremor del suelo bajo sus pies, como si el mundo temblara. Alrededor todo era oscuridad; la vela era la única fuente de luz y podía extinguirse con un soplido. Eran tantas las cosas que podían salir mal. Incluso en ese momento, el gobernador Medan podría estar entrando en el dormitorio del Orador, descubrir el truco de las almohadas, mandar que arrestasen a Planchet y exigir que se le informara del paradero del rey.

De repente se sintió muy cansado. Cansado de llevar una doble vida, de las mentiras y los engaños, de tener que interpretar un papel constantemente. Siempre se encontraba en el escenario, sin disponer de un solo momento de descanso. Ni siquiera dormía bien de noche, por miedo a decir algo en sueños que provocara su caída.

Y no porque él fuera a sufrir las consecuencias. El prefecto Palthainon se encargaría de eso. Y Medan. Ambos lo necesitaban en el trono, tirando de las cuerdas que manejaban. Si descubrían que había cortado esas cuerdas, se limitarían a atarlas de nuevo. Continuaría en el trono. Seguiría vivo. Planchet moriría, sometido a tortura hasta que revelara todo cuanto sabía. Es posible que a Laurana no la ejecutaran, pero sería exiliada, condenada a ser una elfa oscura, como su hermano. A Kerian podrían capturarla, y Medan había manifestado públicamente la terrible muerte que reservaba a La Leona si caía en sus manos.

A él no le causarían daño, pero se vería obligado a presenciar cómo sufrían las personas a las que más amaba en el mundo, consciente de que no podría hacer nada para ayudarlas. Y eso, quizá, sería el mayor tormento de todos.

De la oscuridad salieron sus viejos compañeros: el miedo, la falta de confianza en sí mismo, el odio y el desprecio hacia su persona. Sintió que ponían sus frías manos sobre él, que penetraban en su interior, le retorcían las entrañas y hacían que un sudor helado cubriera su cuerpo. Percibió sus voces gemebundas gritándole advertencias de perdición y muerte, aullando profecías de destrucción. No estaba a la altura de la tarea que tenía asignada. No se atrevía a seguir aquel curso de acción. Era una imprudencia. Estaba poniendo en peligro a su pueblo. No le cabía duda que había sido descubierto. Medan lo sabía todo. Quizá si regresaba ahora aún tuviese tiempo de arreglarlo. Se metería en la cama y jamás se enterarían de que se había ausentado...

—Gilthas —llamó una voz severa.

El joven monarca sufrió un sobresalto; miró con expresión acorralada un rostro que le era desconocido.

—Esposo —musitó quedamente Kerian.

Gilthas cerró los ojos y un estremecimiento lo sacudió de pies a cabeza. Lentamente aflojó los puños que había estado apretando sin darse cuenta. Se obligó a relajarse, a que su cuerpo agarrotado aflojara la tensión y dejara de temblar. La oscuridad que lo había cegado momentáneamente se retiró y la llama de la vela que era Kerian resplandeció radiante, con fuerza. Inhaló profunda, temblorosamente.

—Ya me encuentro bien —dijo.

—¿Seguro? El gran thane aguarda en el cuarto adyacente. ¿Lo entretengo para ganar tiempo?

—No, el ataque ha pasado —insistió Gilthas; tragó saliva para librarse del amargo sabor a bilis que tenía en la boca—. Alejaste a los demonios. Concédeme un momento para estar presentable. ¿Qué aspecto tengo?

—Como si acabases de ver a un espectro —respondió Kerian—. Pero el enano no advertirá nada raro. A ellos todos los elfos les parecemos pálidos y demacrados.

Gilthas cogió a su esposa y la estrechó contra sí.

—¡Quieto! —protestó ella, medio en serio medio en broma—. No hay tiempo para eso ahora. ¿Y si nos ve alguien?

—Pues que nos vea —repuso él, dejando a un lado las precauciones—. Estoy harto de mentirle al mundo. Tú eres mi fuerza, mi salvación. Y no sólo salvaste mi vida, sino mi cordura. Cuando recuerdo lo que era, un prisionero de esos mismos demonios, me pregunto cómo pudiste enamorarte de mí.

—Miré a través de las rejas de la celda y vi al hombre encerrado tras ellas —contestó Kerian, que se abandonó al abrazo de su esposo aunque fuera sólo un momento—. Vi su amor por su pueblo. Vi cómo sufría con su sufrimiento y cómo se sentía incapaz de aliviar su dolor. El amor era la llave. Lo único que hice fue meterla en la cerradura y abrir la puerta. Tú hiciste el resto. —Se escabulló de entre sus brazos y, de nuevo, volvió a ser la reina guerrera—. ¿Estás dispuesto? No debemos hacer esperar más al gran thane.

—Lo estoy.

Hizo otra profunda inhalación, se echó el cabello hacia atrás sacudiendo la cabeza y entró en el otro cuarto caminando muy erguido.

—Su majestad, el Orador de los Soles, Gilthas de la Casa Solostaran —anunció formalmente Kerian.

El enano, que bebía con agrado una jarra de aguardiente, dejó el recipiente sobre la mesa e inclinó la cabeza en un gesto de respeto. Era alto para ser enano y parecía mucho mayor de lo que correspondía a su edad, ya que su cabello había encanecido prematuramente y en su barba había mechones blancos. Sin embargo, sus ojos poseían el brillo y la viveza de la juventud y su mirada era intensa y sagaz; la mantuvo fija en Gilthas y pareció penetrar a través del esternón del elfo, como si pudiese ver dentro de su corazón.

«Ha oído rumores sobre mí —se dijo Gilthas—. Se pregunta qué ha de creer, si soy una bayeta que cualquiera puede exprimir o si en realidad soy el dirigente de mi pueblo como él lo es del suyo.»

—El gran thane Tarn Granito Blanco, Rey Supremo de los Ocho Clanes —dijo Kerian.

El enano era mestizo; así como Gilthas tenía parte de ascendencia humana, Tarn era el resultado de una unión entre un hylar —la nobleza entre la raza enana— y una daergar, los enanos oscuros. Tras la Guerra de Caos, los enanos de Thorbardin habían trabajado con los humanos para reconstruir la fortaleza de Pax Tharkas. Parecía que por fin los Enanos de las Montañas volverían a mantener relaciones con otras razas, incluidos sus parientes, los Enanos de las Colinas, a quienes, a causa de una enemistad que se remontaba al Cataclismo, les habían cerrado las puertas del reino subterráneo.

Pero poco después, con la llegada de los grandes dragones y la muerte y destrucción que trajeron consigo, los enanos habían vuelto a encerrarse bajo la montaña. De nuevo sellaron las puertas de Thorbardin y el mundo perdió contacto con ellos. Los daergars habían aprovechado el tumulto desatado por Caos para intentar hacerse con el gobierno del reino, y habían provocado una sangrienta guerra civil. Tarn Granito Blanco fue un héroe en dicho conflicto, y cuando llegó el momento de recoger los pedazos, los thanes recurrieron a él buscando su liderazgo. Tarn se había encontrado con los clanes divididos y un reino al borde de la ruina cuando tomó el mando, pero había asentado el reino sobre unas bases sólidas, empezando por unir bajo su jefatura a los clanes enfrentados. Ahora estaba a punto de plantearse dar un nuevo paso que sería algo nuevo en los anales de los enanos de Thorbardin.

Gilthas se adelantó e hizo una profunda inclinación de cabeza, con sincero respeto.

—Gran thane —dijo, hablando impecablemente el idioma enano que había aprendido de su padre—. Me honra conoceros. Sé que no os agrada dejar vuestro hogar bajo la montaña y que vuestro viaje ha sido largo y peligroso, como lo son todos en estos tiempos difíciles.

Por lo tanto, os agradezco que hayáis venido, aceptando reuniros conmigo aquí hoy a fin de cerrar y sellar formalmente nuestro acuerdo.

El gran thane asintió con la cabeza mientras se daba tironcitos de la barba, señal de que le complacían las palabras. El hecho de que el elfo hablara el idioma enano ya había impresionado a Tarn. Gilthas tenía razón; el rey enano había oído rumores sobre el carácter débil y el temperamento indeciso del monarca elfo. Empero, Tarn había aprendido con los años que no era prudente juzgar a un hombre hasta que, como decían los enanos, se le hubiera visto el color de su barba.

—Fue un viaje agradable. Está bien respirar el aire de la superficie para variar —contestó Tarn—. Y ahora, vayamos al grano. —Dirigió una mirada astuta a Gilthas—. Sé que a los elfos os gustan las charlas largas llenas de palabrería, pero podemos dejar de lado esas sutilezas.

—Tengo parte de ascendencia humana —respondió Gilthas con una sonrisa—. La parte impaciente, según me dicen. Debo estar de vuelta en Qualinost antes del amanecer, de modo que empecemos. El asunto que nos ocupa ha estado sometido a negociaciones durante un mes. Sabemos el terreno que pisamos, si no me equivoco. ¿Ha cambiado algo?

—Nada por nuestra parte —repuso Tarn—. ¿Y por la vuestra?

—No, tampoco. Entonces, estamos de acuerdo. —Gilthas dejó a un lado el tono formal—. Habéis rehusado aceptar cualquier tipo de pago, señor. No permitiría algo así, pero sé que no hay riquezas suficientes en todo Qualinesti para compensaros a vos y a vuestro pueblo por lo que hacéis. Soy consciente de los riesgos que corréis y que este acuerdo ha causado controversias entre vuestra gente. Supongo que incluso ha hecho peligrar vuestro gobierno. Y no puedo daros nada a cambio excepto las gracias, nuestro eterno agradecimiento.

—No, joven Orador —dijo Tarn, sonrojado de vergüenza, ya que a los enanos no les gustaba que se los alabara—. Lo que hago repercutirá en favor de mi pueblo al igual que en el del vuestro. No todos lo ven así en este momento, pero lo harán. Hemos, vivido aislados bajo la montaña, apartados del mundo, demasiado tiempo. Lo comprendí cuando estalló la guerra civil en Thorbardin, al ocurrírseme la idea de que los enanos podríamos matarnos unos a otros hasta el exterminio y ¿quién lo sabría? ¿Quién lo lamentaría? Nadie en este mundo. Las cavernas de Thorbardin podrían sumirse en el silencio de la muerte, la oscuridad podría apoderarse del reino, y no habría nadie que pronunciara una palabra para romper ese silencio, nadie que encendiese una lámpara para ahuyentar la oscuridad. Las sombras se cerrarían sobre nosotros y caeríamos en el olvido.

»No estoy dispuesto a permitir que ocurra tal cosa. Los enanos regresarán al mundo. El mundo entrará en Thorbardin. Por supuesto —añadió con un guiño y haciendo una pausa para tomar un sorbo de aguardiente—, no puedo imponer semejante cambio a mi gente de la noche a la mañana. Me costó muchos años lograr que aceptasen mis ideas, y aun hoy muchos siguen sacudiendo la barba y pataleando por ello. Pero hacen lo que deben, de eso no me cabe duda. Ya hemos empezado a trabajar en los túneles —agregó, complacido.

—¿De veras? ¿Antes de que se firmase ningún papel? —se sorprendió Gilthas.

Tarn tomó un buen trago, soltó un eructo satisfecho y sonrió.

—¡Bah! ¿Qué es un papel? ¿Qué es una firma? Dadme la mano, rey Gilthas, y eso sellará nuestro trato.

—Os doy la mano, rey Tarn, y me honra hacerlo —contestó el Orador, profundamente conmovido—. ¿Hay algún punto que queráis que os aclare? ¿Tenéis alguna duda que plantearme?

—Sólo una. —Tarn dejó la jarra en la mesa y se limpió la barbilla con la manga—. Algunos clanes, en especial los neidars, un puñado de desconfiados si se me permite decirlo, han repetido hasta la saciedad que si dejamos entrar a los elfos en Thorbardin se volverán contra nosotros, se apoderarán del reino y lo convertirán en su nuevo hogar. Vos y yo sabemos que tal cosa no sucederá —Tarn levantó la mano para frenar la pronta protesta de Gilthas—, pero ¿qué les diríais a los míos para convencerlos de que esa tragedia no ocurriría?

—Pues les preguntaría si ellos construirían sus casas en árboles —contestó el elfo, sonriendo—. ¿Cuál creéis que sería su respuesta?

—¡Ja, ja! Antes se colgarían de sus propias barbas —repuso Tarn entre risas.

—Entonces, de igual modo, nosotros los elfos antes nos colgaríamos de las orejas que vivir en un agujero en el suelo. Lo digo sin ánimo de ofender a Thorbardin —agregó cortésmente.

—No lo tomo como ofensa. Repetiré a los neidars exactamente lo que habéis dicho. ¡Eso dejará sin espuma su cerveza! —Tarn siguió riendo de buena gana.

—Para dejarlo muy claro, juro por mi honor y mi vida que los qualinestis utilizarán los túneles sólo con el propósito de evacuar a aquellos que corran peligro por la ira del dragón. Hemos hecho preparativos con el pueblo de las Llanuras para que cobijen a los refugiados hasta el día en que podamos darles la bienvenida de vuelta a su hogar.

—Ojalá dicho día amanezca muy pronto —deseó en tono grave el enano, que había dejado de reír y miraba intensamente a Gilthas—. Os preguntaría por qué no enviáis a los refugiados a la tierra de vuestros parientes, en Silvanesti, pero he oído que no tenéis acceso a ella, que los elfos de allí han instalado una fortaleza mágica alrededor.

—Las fuerzas de Alhana Starbreeze siguen intentando encontrar el modo de penetrar el escudo —informó Gilthas—. Sólo nos queda esperar y desear que lo hallen, no sólo por nuestro propio bien, sino por el de ellos mismos. ¿Cuánto tiempo calculáis que se tardará en construir el túnel hasta Qualinost?

—Una quincena, no más —contestó con tranquilidad Tarn.

—¡Una quincena! ¿Excavar un túnel de cien kilómetros a través de sólida roca? Sé que los enanos son maestros en tales menesteres, pero he de confesar que esto me deja estupefacto.

—Como dije antes, ya hemos empezado a trabajar. Y contamos con ayuda —dijo Tarn—. ¿Habéis oído hablar de los urkhans? ¿No? Bueno, no me sorprende. Pocos forasteros saben de ellos. Los urkhans son gusanos gigantes que comen piedra. Les ponemos arreos y ellos mastican y se abren paso a través del granito como si fuese pan recién horneado. ¿Quiénes creéis que construyeron los miles de túneles de Thorbardin? —Tarn sonrió—. Los urkhans, por supuesto. ¡Los gusanos hacen el trabajo y nosotros, los enanos, nos llevamos los laureles!

Gilthas expresó su admiración por los extraordinarios gusanos y escuchó con cortesía las explicaciones sobre las costumbres de los urkhans, su naturaleza dócil y lo que ocurría con la piedra una vez que había pasado por el sistema digestivo de los gusanos.

—Bueno, dejemos el tema. ¿Os gustaría verlos en acción? —preguntó de repente el enano.

—Me encantaría, pero quizás en otro momento. Como he mencionado antes, he de regresar a Qualinost con las primeras luces del...

—Y lo haréis, joven Orador. Lo haréis —contestó Tarn con una amplia sonrisa—. Observad. —Dio dos golpes con el pie en el suelo.

Al cabo de un instante, sonaron otros dos golpes, procedentes del piso.

Gilthas miró a Kerian, que parecía enfadada y alarmada. Enfadada por no habérsele ocurrido investigar los extraños ruidos subterráneos, y alarmada porque, si aquello era una trampa, habían caído en ella de lleno. Tarn rió con ganas al advertir su inquietud.

—¡Los urkhans! —dijo, a modo de explicación—. ¡Están justo debajo de nosotros!

—¿Aquí? ¿De verdad? —Gilthas se quedó boquiabierto—. ¿Tan lejos han llegado ya? Noté que el suelo temblaba, pero...

El enano asentía con la cabeza, de manera que la barba se agitaba arriba y abajo.

—Y hemos llegado más lejos incluso. ¿Os gustaría bajar al túnel?

Gilthas miró a su esposa.

—En el resto de Qualinesti soy el rey, pero aquí es La Leona quien manda —adujo, sonriente—. ¿Qué decís vos, señora? ¿Bajamos a ver a esos fabulosos gusanos?

Kerian no hizo objeciones, aunque el inesperado giro de los acontecimientos había despertado su cautela. No dijo nada en ese momento que pudiese ofender a los enanos, pero Gilthas advirtió que cada vez que se encontraba con uno de los Elfos Salvajes le hacía una señal, ya fuese con una mirada, ladeando la cabeza o con un leve gesto de la mano. Los elfos desaparecían, pero Gilthas suponía que no se hallaban lejos y que estaban alertas, a la espera, con las manos en sus armas.

Salieron de Tragos y Eructos; resultaba obvio que algunos de los enanos de la escolta de Tarn lo hacían de mala gana, limpiándose los labios y lanzando suspiros impregnados de penetrante aroma del aguardiente. Tarn no siguió ningún sendero, sino que se abrió paso por el bosque apartando y pisando la maleza que se interponía en su camino. Gilthas echó un vistazo atrás y vio que los enanos dejaban a su paso una franja de ramas rotas, hierba pisoteada y enredaderas colgando.

Kerian miró a Gilthas y puso los ojos en blanco. El Orador sabía exactamente lo que la mujer estaba pensando. No había que preocuparse de que los enanos oyeran algún ruido de los sigilosos elfos que los seguían. Les habría costado oír un trueno con tanto pataleo y chasquidos de la vegetación. Tarn aminoró el paso, como si buscase algo. Les dijo unas palabras en el lenguaje enano a sus compañeros, quienes también empezaron a escudriñar en derredor.

—Busca la entrada al túnel —susurró Gilthas a Kerian—. Dice que se supone que los suyos tendrían que haber dejado una aquí, pero no la encuentra.

—Ni la encontrará —manifestó, ceñuda, la elfa, que seguía irritada por el hecho de que los enanos la hubiesen engañado—. Conozco cada palmo de esta tierra, y si hubiese habido cualquier clase de... —Enmudeció, con la mirada fija en un punto.

—¿De entrada? —finalizó Gilthas, divertido—. La habrías descubierto, claro.

Habían llegado a un amplio afloramiento granítico de unos diez metros de altura, que emergía del suelo del bosque y cuyas estrías se extendían en diagonal. Pimpollos, flores silvestres y hierba crecían entre las capas rocosas. Numerosos pedruscos, partes del afloramiento que se habían resquebrajado y habían caído rodando, yacían amontonados a su pie. Eran de gran tamaño; algunos le llegaban a Gilthas a la cintura y muchos superaban en altura a los enanos. Sin salir de su asombro, el elfo vio a Tarn trepar por uno de ellos, poner la mano en su superficie y empujar. El peñasco se desplazó hacia un lado, como si estuviese hueco.

Y así era.

Tarn y sus compañeros despejaron el aparente derrumbe y dejaron a la vista un enorme agujero abierto en el afloramiento.

—¡Por aquí! —gritó Tarn agitando la mano.

Gilthas miró a Kerian, que se limitó a negar con la cabeza y a esbozar una sonrisa desganada. Se paró para examinar el peñasco, al que se había vaciado por dentro como una sandía en un festín.

—¿Los gusanos hicieron esto? —inquirió, asombrada.

—Los urkhans, sí —asintió, orgulloso, Tarn—. Los pequeños —añadió—. Ellos mordisquean. Los grandes se habrían tragado el peñasco entero. No son muy listos, me temo, y siempre tienen mucho apetito.

—Enfócalo por el lado positivo, querida —dijo Gilthas a su mujer mientras pasaban del bosque iluminado por las estrellas a la frescura de la cueva excavada por los enanos—. Si los enanos han logrado ocultar la entrada del túnel a ti y a los tuyos, no les costará ningún esfuerzo evitar que lo descubran los malditos caballeros.

—Cierto —admitió Kerian.

Dentro de la gruta, Tarn volvió a dar dos fuertes golpes con el pie en lo que aparentemente no era más que la tierra del suelo. Otros dos golpes le respondieron desde abajo y, acto seguido, en la tierra se formaron grietas; se abrió una trampilla ingeniosamente disimulada y por ella asomó la cabeza de un enano y fluyó luz de su interior.

—Visitas —anunció Tarn en lenguaje enano.

El otro asintió y su cabeza desapareció. Se oyó el ruido de sus pesadas botas al descender los travesaños de una escalerilla.

—Majestad —invitó Tarn con un ademán cortés.

Gilthas no vaciló un instante. Hacerlo habría implicado que no confiaba en el gran thane, y el monarca elfo no tenía la menor intención de perder el apoyo de su nuevo aliado. Descendió ágilmente por la tosca escalerilla hasta llegar, cuatro metros y medio más abajo, a la lisa superficie del suelo. El túnel estaba bien iluminado por lo que a primera vista Gilthas creyó que eran linternas.

No obstante, le parecieron raras y se acercó más a una de ellas. No irradiaba calor; la observó con más detenimiento y, para su sorpresa, descubrió que la luz no procedía de la combustión de aceite, sino del cuerpo de lo que parecía la larva de un gran insecto. La larva yacía enroscada, hecha un ovillo, en el fondo de una jaula de hierro que estaba colgada de un gancho, en la pared del túnel; cada pocos metros, había más jaulas iguales, y el brillo de las dormidas larvas alumbraba el túnel como si fuese de día.

—Incluso las crías de los urkhans nos son de utilidad —comentó Tarn al llegar al pie de la escalerilla—. Las larvas brillan así durante un mes y luego se ponen oscuras. De todos modos, para entonces son demasiado grandes para caber en las jaulas, así que las reemplazamos. Afortunadamente, siempre hay una tanda nueva de urkhans para sustituir a la anterior. Pero tenéis que verlos. Por aquí, venid.

Los condujo a lo largo de túneles y al girar en un recodo se hallaron ante un espectáculo asombroso. Un cuerpo enorme, ondulante, cubierto de baba, de color pardo rojizo, ocupaba casi la mitad del túnel. Los enanos encargados del animal caminaban al lado del gusano y lo guiaban con las riendas acopladas a correajes que se ceñían alrededor del cuerpo de la criatura; le daban golpes con las manos o con varas cuando el gusano empezaba a desviarse del curso marcado o a rodar sobre sí mismo, con peligro de aplastar a sus cuidadores. La mitad del túnel ya había sido excavada por otro gusano que iba por delante, y este segundo venía detrás para ampliar lo ya construido.

El colosal gusano avanzaba con increíble rapidez. Gilthas y Kerian se maravillaron de su tamaño. El diámetro del cuerpo de la criatura igualaba la altura de Gilthas y, según Tarn, el gusano en cuestión medía diez metros de longitud. Montones de roca triturada y medio digerida cubrían el suelo detrás del gusano, y unos enanos se ocupaban de apartarlos a un lado con palas a la par que estaban ojo avizor por si había pepitas de oro o gemas en bruto entre el cascajo.

El elfo caminó a lo largo del gusano hasta llegar a la cabeza. No tenía ojos, ya que no los necesitaba pues pasaba la vida abriéndose paso bajo tierra. Le sobresalían dos cuernos de la parte superior de la testa, sobre los cuales los enanos habían colocado un arnés de cuero. Del arnés salían unas riendas hacia atrás, que asía un enano sentado en un gran cesto, el cual iba atado con correas al cuerpo del gusano. El enano guiaba a la criatura desde el cesto, tirándole de la cabeza en la dirección hacia donde quería dirigirla.

Daba la impresión de que el gusano ni siquiera sabía que el enano se encontraba allí; su única idea era comer. Escupió líquido sobre la roca que tenía delante, y dicho líquido debía de ser alguna clase de ácido ya que siseó al tocar la piedra. Varios pedazos grandes se resquebrajaron y cayeron. La boca del animal se abrió, cogió uno de los pedruscos, y se lo tragó.

—¡Impresionante! —manifestó Gilthas con tanta sinceridad que el gran thane se sintió sumamente complacido, en tanto que los restantes enanos se mostraron satisfechos.

Sólo había un inconveniente. A medida que el gusano masticaba y se abría paso a través de la roca, su cuerpo se arqueaba y ondulaba, con el resultado de que el suelo se sacudía. Acostumbrados a ello, los enanos no prestaban atención a los temblores, sino que caminaban con la soltura de unos marineros sobre una cubierta de un barco que se balancea. Gilthas y Kerian tenían más dificultades y chocaban entre sí o contra la pared.

—¡Los caballeros negros notarán esto! —observó la elfa en voz alta para hacerse oír sobre los chasquidos de la roca al quebrarse y los gritos y maldiciones de los enanos encargados del animal—. Cuando el lecho de Medan empiece a brincar y a desplazarse por el dormitorio y él oiga gritos sonando debajo del suelo, sospechará.

—Tarn, con respecto a estos temblores y ruidos —dijo Gilthas, hablando junto a la oreja del enano—, ¿puede hacerse nada para reducirlos? A buen seguro los caballeros negros lo oirán o, al menos, lo sentirán.

—¡Imposible! —gritó el enano—. No hay que olvidar que los gusanos son más silenciosos que una cuadrilla de enanos excavando con picos y martillos.

El elfo no pareció muy convencido. Tarn hizo una seña y los tres retrocedieron por el túnel dejando atrás a los gusanos y el jaleo. Treparon por la escalera de mano y salieron a la noche, que ya no era tan oscura como cuando descendieron bajo tierra. El alba se aproximaba y Gilthas tendría que partir muy pronto.

—Mi idea es no excavar el túnel hasta la propia Qualinost —explicó Tarn mientras regresaban a Tragos y Eructos—. Ahora nos encontramos a unos sesenta y cinco kilómetros, y abriremos el túnel hasta unos ocho kilómetros de los límites de la ciudad, distancia suficiente para que los Caballeros de Neraka no sepan lo que nos traemos entre manos. Además, así habrá menos probabilidades de que descubran las entradas.

—¿Y qué ocurrirá si las descubren? —quiso saber Gilthas—. Podrían utilizar los túneles para invadir Thorbardin.

—Antes los derrumbaríamos —repuso Tarn sin rodeos—. Los hundiríamos sobre sus cabezas y, probablemente, sobre las de unos cuantos de nosotros también.

—Cada vez entiendo mejor los muchos riesgos que corréis por nosotros —comentó Gilthas—. No hay modo de agradeceros lo que hacéis.

Tarn Granito Blanco desestimó sus palabras con un ademán; se lo veía incómodo y asombrado, por lo que el joven monarca creyó conveniente cambiar de tema.

—¿Cuántos túneles habrá en total, señor? —inquirió.

—Disponiendo de tiempo suficiente, construiremos tres —contestó el enano—. Por el momento, tenemos éste casi terminado y podréis empezar a evacuar a algunos de los vuestros muy pronto. No muchos, ya que las paredes aún no están completamente apuntaladas, pero no habrá problemas con un número reducido. En cuanto a los otros dos túneles, necesitaremos dos meses al menos.

—Esperemos disponer de ese plazo —adujo quedamente el elfo—. Entretanto, hay gente en Qualinost que ha quebrantado las leyes de los Caballeros de Neraka, y el castigo para los transgresores es rápido y cruel. La más pequeña infracción de una de sus muchas leyes conlleva la prisión o la muerte. Con este túnel, podremos salvar a quienes de otro modo habrían perecido.

»Decidme, gran thane, ¿sería posible evacuar a toda la población de Qualinost por este túnel? —preguntó; aunque sabía la respuesta de antemano, necesitaba oírla.

—Sí, eso creo —respondió Tarn—. Siempre y cuando dispongamos de una quincena para hacerlo.

Dos semanas. Si el dragón y los Caballeros de Neraka atacaban, tendría unas cuantas horas como mucho para evacuar a los ciudadanos. Al cabo de quince días no quedaría nadie vivo a quien evacuar. Gilthas suspiró profundamente.

Kerian se acercó a él y le puso la mano en el brazo. Sus dedos apretaron con firmeza en un gesto animoso. Se le había dado más de lo que jamás soñó que tendría; ya no era un niño para llorar pidiendo las estrellas cuando le habían regalado la luna. Dirigió una mirada significativa a su esposa.

—Habrá que aflojar la presión y ser discretos para no provocar la ira del dragón al menos durante un mes.

—¡Mis guerreros no se quedarán mano sobre mano, si es eso lo que tienes en mente! —replicó, cortante, Kerian—. Además, si interrumpimos todos los ataques de repente, los caballeros sospecharán que nos traemos algo entre manos y empezarán a indagar qué es. De ese modo distraeremos su atención.

—Un mes —musitó para sí Gilthas, como una plegaria a quienquiera que hubiese allá arriba, si es que había alguien—. Dadme sólo un mes. Dadle a mi gente ese plazo.

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