26 Peón cuatro a caballero de rey

Ese día, Gerard se reuniría con el gobernador Medan y se vería coaccionado a servir al general de los Caballeros de Neraka. Ese día, Laurana descubriría que había albergado a un espía, quizás alguien de su propio servicio. Ese día, Tasslehoff se daría cuenta de que resultaba difícil estar a la altura de lo que se dice de uno después de morir. Ese día, el ejército de Mina penetraría en Silvanesti. Ese día, Silvanoshei jugaba con su primo a un juego de mesa.

Silvan era rey de Silvanesti; rey de su pueblo, igual que la pieza de alabastro adornada con gemas que representaba al rey en el tablero de xadrez. Un rey estúpido e inútil que sólo podía desplazarse un cuadro cada vez. Un rey al que tenían que proteger sus caballeros y sus ministros. Incluso los peones tenían una labor más importante que el rey.

—Mi reina toma tu torre —anunció Kiryn mientras movía una pieza ornamentada sobre el tablero verde y blanco de mármol—. Tu rey está perdido. Esto pone fin al juego, creo.

—¡Maldición! ¡Así es! —Silvan dio un empujón al tablero, irritado, y desperdigó las piezas—. Solía ser bueno en el xadrez. Mi madre me enseñó a jugar, e incluso podía ganar a Samar de vez en cuando. Eres bastante peor jugador que él. Sin ánimo de ofender, primo.

—Faltaba más —dijo Kiryn mientras se agachaba para recoger un peón que había huido del campo de batalla para refugiarse debajo de la cama—. Estás preocupado, eso es todo. No te concentras completamente en el juego.

—Oye, déjame recogerlas a mí —se ofreció Silvan, arrepentido—. Al fin y al cabo fui yo quien las tiró.

—Puedo ocuparme... —empezó Kiryn.

—¡No, al menos deja que haga algo de provecho! —Silvan se agachó debajo de la mesa para recoger un caballero, un hechicero y, tras buscar un momento, su asediado rey, que había buscado escapar a la derrota escondiéndose detrás de una cortina.

Tras recuperar las piezas, Silvan dispuso de nuevo el tablero.

—¿Quieres jugar otra partida? —preguntó su primo.

—¡No, estoy hasta la coronilla de este juego! —repuso, irritado.

Se alejó de la mesa de juego y se dirigió a la ventana; se asomó a ella unos segundos y luego, impaciente, desanduvo sus pasos.

—Dices que estoy preocupado, primo. No sé por qué. No hago nada.

Se encaminó hacia una mesa auxiliar sobre la que había cuencos con fruta escarchada, frutos secos, queso y una licorera. Partió unas nueces como si tuviese algo contra ellas y luego rebuscó la carne entre las cáscaras.

—¿Te apetece?

Kiryn sacudió la cabeza. Silvan tiró las cáscaras sobre la mesa y se limpió las manos.

—¡Detesto los frutos secos! —dijo y volvió a cruzar la habitación hacia la ventana—. ¿Cuánto hace que soy rey? —preguntó.

—Unas semanas, primo.

—Y, durante ese tiempo, ¿qué he logrado?

—Todavía es muy pronto, primo...

—Nada —se contestó a sí mismo, con énfasis—. Ni una sola maldita cosa. No me dejan salir de palacio por miedo a que coja esa plaga consumidora. No me permiten hablar con mi pueblo por miedo a los asesinos. Estampo mi firma en órdenes y edictos, pero no se me deja leerlos nunca por miedo a que me fatigue. Tu tío hace todo el trabajo.

—Y continuará haciéndolo mientras se lo consientas —respondió significativamente Kiryn—. Él y Glauco.

—¡Glauco! —repitió Silvan. Se volvió y miró a su amigo con desconfianza—. ¡Siempre estás a vueltas con Glauco! Pues te diré una cosa: si no fuese por él, ignoraría lo poco que sé de lo que ocurre en mi propio reino. ¡Mira! ¡Fíjate en eso! —Silvan señaló por la ventana—. Ahí tienes un ejemplo de lo que digo. Algo ocurre. Algo está pasando, y ¿sabré qué es? Me enteraré, sí —continuó amargamente—. ¡Pero sólo si pregunto a mis sirvientes!

Un hombre vestido con el uniforme de los Kirath cruzaba a todo correr el anchuroso patio, con sus paseos y jardines, que rodeaban el palacio. Antaño, el frondoso parque había sido el lugar preferido por los ciudadanos de Silvanost para pasear, reunirse o almorzar en el verde césped que crecía bajo los sauces. Las parejas de enamorados montaban en las barcas con forma de cisne y bogaban por los resplandecientes arroyos que corrían a través de prados y arbolados. Los estudiantes acudían con sus maestros para sentarse en la hierba y enfrascarse en las charlas filosóficas que tanto gustaban a los elfos.

Eso era antes de que la letal enfermedad azotara Silvanost. Ahora mucha gente tenía miedo de salir de sus casas, de reunirse en grupo, por miedo a contagiarse. Los jardines se encontraban casi vacíos, con excepción de unos cuantos miembros del ejército que acababan de salir de su turno de servicio y regresaban a los cuarteles. Los soldados miraron sorprendidos al Kirath y se apartaron para dejarle paso. El explorador no se fijó en ellos y siguió corriendo; llegó a la ancha escalinata que conducía a palacio y desapareció de la vista.

—¡Ahí tienes! ¿Qué te decía, Kiryn? Algo importante está pasando. —Silvan se mordisqueó el labio inferior—. Pero ¿se presentará el mensajero ante mí? No. Irá directamente a tu tío. ¡El rey soy yo, no el general Konnal! —Silvan le dio la espalda a la ventana; su expresión era sombría—. Me estoy convirtiendo en lo que más detesto. ¡Soy otro primo Gilthas, una marioneta cuyas cuerdas manejan otros!

—Si eres una marioneta, Silvan, es porque quieres serlo —replicó osadamente Kiryn—. ¡La culpa es tuya, no de mi tío! No has mostrado interés en los asuntos cotidianos del reino. Podrías haber leído esos edictos, pero estabas demasiado ocupado aprendiendo los pasos de las danzas más actuales.

Silvan lo miró iracundo.

—¿Cómo osas hablarme así? Soy tu... —Se contuvo. Había estado a punto de decir «soy tu rey» pero, a la vista de la conversación, aquello habría sonado ridículo.

Además, tuvo que admitir, Kiryn sólo había dicho la verdad. Había disfrutado jugando a ser rey. Llevaba la corona sobre su cabeza, pero no se había echado sobre los hombros el manto de responsabilidad. Respiró hondo y soltó el aire muy despacio. Había actuado como un niño, así que lo habían tratado como tal. Pero eso se había acabado.

—Tienes razón, primo —manifestó en tono sosegado—. Si tu tío no me tiene respeto, es porque no hay motivos para que lo tenga. ¿Qué he hecho desde que llegué, aparte de esconderme en mi habitación, entretenido con juegos y comiendo dulces? El respeto hay que ganárselo. No puede imponerse. No he hecho nada para merecer su consideración, para demostrarles a él y a mi pueblo que soy rey. Pero eso se ha terminado. Hoy.

Silvan abrió de par en par las dobles puertas que conducían a sus aposentos, y lo hizo con tanta fuerza que las hojas golpearon contra las paredes. El sonido sobresaltó a los guardias, que dormitaban de pie en la tranquila tarde. Se pusieron firmes cuando Silvan cruzó el umbral y pasó ante ellos.

—¡Majestad! —llamó uno—. ¿Dónde vais? Majestad, no deberíais abandonar vuestros aposentos. El general Konnal ha ordenado... ¡Majestad! —El guardia se encontró con que le estaba hablando a la espalda del rey.

Silvan descendió la larga y ancha escalera de mármol a buen paso, con Kiryn pisándole los talones y los guardias siguiéndolos precipitadamente.

—¡Silvan! —protestó Kiryn cuando lo alcanzó—. Yo no quise decir que te pusieras al mando ahora mismo. Te queda mucho que aprender sobre Silvanesti y sus gentes. Nunca has vivido entre nosotros. Eres muy joven.

Silvan había entendido muy bien lo que su primo había querido decir. No le prestó atención y siguió caminando.

—A lo que me refería —continuó Kiryn mientras lo seguía—, era a que deberías interesarte más en los asuntos cotidianos del reino, hacer preguntas, visitar a la gente en sus hogares, ver cómo vive. Hay muchas personas sabias en nuestro pueblo que estarían encantadas de ayudarte a aprender. Rolan, de los Kirath, es uno de ellos. ¿Por qué no le pides consejo? Descubrirás que es mucho más sagaz que Glauco, ya que no tan complaciente.

Silvan apretó los labios y continuó caminando.

—Sé lo que hago —dijo.

—Sí, y también lo sabía tu abuelo, Lorac. Escúchame, Silvan —pidió anhelante Kiryn—. No cometas el mismo error. La caída de tu abuelo no la provocó el dragón Cyan Bloodbane. Fueron su orgullo y su miedo. El dragón era la encarnación de ese orgullo y ese miedo. El orgullo le susurraba al oído que era más sabio que los sabios, que podía saltarse reglas y leyes. El miedo lo instaba a actuar solo, a rechazar la ayuda de otros, a hacer oídos sordos a los consejos.

Silvanoshei se detuvo.

—Toda mi vida, primo, he oído esa versión de la historia y la he aceptado. Me enseñaron a sentirme avergonzado de mi abuelo. Pero en los últimos días he oído otra versión, una parte de la historia que nadie menciona porque es fácil echar la culpa de sus problemas a mi abuelo. Los silvanestis sobrevivieron a la Guerra de la Lanza. Y si hoy siguen vivos es gracias a mi abuelo. Si no se hubiese sacrificado a sí mismo como lo hizo, tú y yo no estaríamos aquí discutiendo el asunto. El bienestar de sus súbditos era responsabilidad de Lorac, y él aceptó esa responsabilidad. Los salvó, y ahora, en lugar de bendecir su nombre, ¡lo denigran!

—¿Quién te ha dicho eso, primo?

Silvan no vio razón para contestar, así que se dio media vuelta y siguió caminando. Glauco había conocido a su abuelo, había estado muy cerca del rey. ¿Quién mejor que él para saber la verdad de lo ocurrido?

Kiryn adivinó el nombre que Silvan no pronunció. Caminó detrás del rey a varios pasos de distancia y no volvió a pronunciar palabra.

Silvan y su extraña escolta, compuesta por su primo y los alborotados guardias, avanzaron rápidamente por los corredores de palacio. El joven monarca pasó ante magníficas pinturas y maravillosos tapices sin dedicarles una sola mirada. Sus botas resonaban con fuerza en el suelo, denotando su prisa y su resolución. Acostumbrados al silencio en esa ala del palacio, los sirvientes acudían presurosos para ver qué ocurría.

«Majestad», murmuraban mientras se inclinaban ante él, sorprendidos, e intercambiaban miradas significativas una vez había pasado de largo mientras cundían comentarios como: «El pájaro ha volado de la jaula» o «El conejo ha escapado de la madriguera» o «Vaya, vaya. No es de extrañar, considerando que es un Caladon».

El monarca dejó atrás la zona de palacio destinada a los aposentos reales y entró en las dependencias públicas, que estaban abarrotadas de gente: mensajeros yendo y viniendo, lores y damas de la Casa Real reunidos en grupos y charlando, gente moviéndose de un lado a otro con libros de teneduría debajo del brazo o con rollos de pergamino en las manos. Allí estaba el verdadero corazón del reino; allí se llevaban a cabo los asuntos de la nación. Allí, en el ala de palacio opuesta a la que ocupaban los aposentos reales donde residía Silvan.

Los cortesanos oyeron el alboroto, hicieron un alto en sus conversaciones y se volvieron para ver qué pasaba; y cuando vieron a su rey se quedaron atónitos. Tanto que algunos lores olvidaron inclinarse ante él, y sólo recordaron hacerlo tarde y porque sus escandalizadas esposas les dieron codazos en las costillas.

Silvan reparó de inmediato en las diferencias existentes entre las dos alas de palacio. Apretó los labios, hizo caso omiso de los cortesanos y apartó sin miramientos a aquellos que intentaron hablarle. Rodeó una esquina y se acercó a otro juego de puertas dobles. Había guardias en ellas, pero éstos estaban alertas, no adormilados. Se pusieron firmes al acercarse el rey.

—Majestad —dijo uno mientras se desplazaba de sitio como si quisiera cerrarle el paso—. Disculpad, majestad, pero el general Konnal ha dado orden de que no se lo interrumpa.

Silvan miró largamente al guardia y luego dijo:

—Dile al general que se lo interrumpirá. Que su rey está aquí para interrumpirlo.

El joven monarca disfrutó al advertir reflejada en el rostro del guardia la pugna que sostenía consigo mismo. El elfo tenía órdenes de Konnal, pero allí estaba su rey, revocándolas. Tenía que tomar una decisión. Miró el gesto firme y los ojos claros del joven monarca y vio en ellos el linaje que había gobernado Silvanesti durante generaciones. El guardia era un hombre mayor, y quizás había servido a las órdenes de Lorac. Quizá reconoció aquel pálido y frío fuego. Se inclinó con respeto y, abriendo las puertas. Anunció en tono firme:

—Su majestad, el rey.

Konnal alzó la vista, sorprendido. La expresión de Glauco también fue de sorpresa al principio, pero la sustituyó rápidamente por otra de secreto placer. Quizá también él había estado esperando el día en que el león rompiera sus cadenas. Hizo una reverencia mientras dirigía una mirada a Silvan que manifestaba claramente: «Disculpadme, majestad, pero estoy bajo el control del general».

—Majestad, ¿a qué debemos este honor? —preguntó Konnal, muy irritado por la interrupción. Saltaba a la vista que había recibido alguna noticia inquietante, ya que su semblante aparecía encendido y su entrecejo estaba fruncido. Tuvo que hacer un esfuerzo para mantener una fingida actitud de cortesía, pero aun así su voz sonaba fría. También Glauco estaba alterado por algo; su gesto era sombrío y parecía nervioso y preocupado.

Silvan no respondió a la pregunta del general, sino que se volvió hacia el elfo Kirath, que inmediatamente hizo una profunda inclinación.

—¿Eres portador de noticias? —inquirió imperativamente el rey.

—En efecto, majestad —contestó el Kirath.

—¿Nuevas importantes para el reino?

El Kirath miró de soslayo a Konnal, que por toda respuesta se encogió de hombros.

—De la máxima importancia, majestad —contestó el mensajero.

—¡Y no traes esas noticias a tu rey! —Silvan estaba pálido de ira.

—Majestad —intervino el general—, os habría puesto al corriente a su debido tiempo. Es un asunto extremadamente serio, y han de tomarse medidas de inmediato...

—De modo que pensasteis en hablarme del ello después de haber decidido el curso que seguirías —lo interrumpió Silvan, que volvió a mirar al Kirath—. ¿Cuáles son esas nuevas? ¡No lo mires a él! ¡Respóndeme! ¡Soy tu rey!

—Una fuerza de caballeros negros ha conseguido penetrar el escudo, majestad. Están dentro de las fronteras de Silvanesti y marchan hacia Silvanost.

—¿Caballeros negros? —repitió Silvan sin salir de su asombro—. Pero, ¿cómo...? ¿Estás seguro?

—Sí, majestad —reiteró el Kirath—. Los vi yo mismo. Habíamos recibido informes de que un ejército de ogros se estaba agrupando al otro lado del escudo y fuimos a investigar. Fue entonces cuando descubrimos a esa fuerza de unos cuatrocientos humanos dentro del escudo. Los oficiales son esos a los que conocemos como Caballeros de Takhisis. Reconocimos sus armaduras. Una compañía de arqueros, probablemente mercenarios, marcha con ellos. También hay un minotauro, que es el segundo al mando.

—¿Y quién es su cabecilla? —inquirió Silvan.

—No hay tiempo para... —empezó Konnal.

—Quiero saber todos los detalles —lo interrumpió fríamente Silvan.

—Lo del cabecilla es muy extraño, majestad —informó el Kirath—. Se trata de una mujer humana. Ello en sí mismo no tiene nada de raro, pero sí que sea casi una chiquilla. No debe de tener más de dieciocho años, alguien muy joven incluso para la raza humana. Es una dama oficial y está al mando de la fuerza. Viste la armadura negra, y los soldados acatan sus órdenes sin dudar, mostrando gran respeto.

—Qué extraño —comentó Silvan, frunciendo el entrecejo—. Me cuesta creerlo. Estoy familiarizado con la estructura militar de los caballeros negros, que ahora se llaman a sí mismos Caballeros de Neraka. No sé de nadie tan joven que haya sido ascendido a caballero, y mucho menos a oficial. —Silvan volvió la mirada hacia Konnal—. ¿Qué planeáis hacer al respecto, general?

—Movilizaremos al ejército de inmediato, majestad —respondió, envarado, el susodicho—. Ya he dado las órdenes oportunas. Los Kirath vigilan el avance del enemigo a través de nuestra tierra. Saldremos a su encuentro, lo rechazaremos y lo destruiremos. Sólo son cuatrocientos, no cuentan con suministros ni tienen medios de obtenerlos. Están aislados. La batalla no durará mucho.

—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra los Caballeros de Neraka, general? —preguntó Silvan.

El semblante de Konnal se ensombreció y sus labios se apretaron.

—No, majestad, no la tengo.

—¿Tenéis alguna experiencia en combatir contra cualquier enemigo, aparte del originado por la pesadilla? —insistió Silvan.

Konnal estaba realmente furioso; tanto que se puso pálido, con excepción de los pómulos arrebolados. Se incorporó como impulsado por un resorte y golpeó con las manos en la mesa.

—Pequeño bas...

—¡General! —Glauco salió de su abstracción para intervenir a tiempo—. Es vuestro rey.

Konnal masculló algo que sonó como «Él no es mi rey», pero lo dijo tan bajo que apenas se entendieron sus palabras.

—Yo sí he luchado contra esos caballeros y sus fuerzas, general —prosiguió Silvan—. Mis padres lucharon contra los caballeros negros en los bosques de Qualinesti. Yo he combatido contra ogros y contra partidas de forajidos humanos. Y también me he enfrentado a elfos, como seguramente sabréis, general.

Los elfos a los que se refería habían sido asesinos enviados, antes de que se levantara el escudo, para matar a Porthios y a Alhana, declarados elfos oscuros, tal vez por orden del propio general.

—Aunque no luché personalmente —admitió Silvan, que se sentía obligado a ser sincero—, he presenciado muchas de esas batallas. Además, he tomado parte en reuniones en las que mis padres y sus oficiales planeaban su estrategia.

—Y, sin embargo, los caballeros negros consiguieron apoderarse de Qualinesti a despecho de todos los esfuerzos de vuestro padre —apuntó Konnal, con los labios ligeramente curvados en un gesto despectivo.

—En efecto, señor —replicó seriamente Silvan—, y ésa es la razón por la que os advierto que no los subestiméis. Estoy de acuerdo con vuestra decisión, general. Enviaremos una fuerza para combatirlos. Me gustaría ver un mapa de la zona.

—Majestad —empezó, impaciente, Konnal, pero Silvanoshei ya extendía el mapa sobre el escritorio.

—¿Dónde se encuentran los caballeros negros? —preguntó.

El Kirath se adelantó y señaló con el dedo la localización de las tropas enemigas.

—Como podéis ver, majestad, al seguir el curso del Thon-Thalas penetraron el escudo aquí, en la frontera silvanesti, donde los dos se cruzan. Nuestros informes indican que avanzan pegados a la orilla del río, y no tenemos razones para pensar que se desviarán de esa ruta, ya que los conducirá directamente a Silvanost.

—Coincido con el Kirath en que seguramente no abandonarán el camino que discurre a lo largo del río —manifestó Silvan tras estudiar el mapa—. Hacerlo sería correr el riesgo de perderse en tierras agrestes desconocidas para ellos. Saben que han sido localizados, de modo que no hay razón para que se oculten y sí para avanzar lo más deprisa posible. Su única esperanza es atacarnos mientras, supuestamente, aún nos estamos tambaleando por la impresión de haberlos encontrado dentro de nuestras fronteras. —Miró significativamente a Konnal mientras decía esto último. El rostro del general parecía tallado en piedra, pero el elfo no dijo nada.

»Sugiero que éste —Silvan puso el índice sobre el mapa— sería un punto excelente para entablar combate con ellos. El enemigo bajará de las colinas y se encontrará con nuestras fuerzas desplegadas en este valle. Quedarán atrapados entre el río por un lado y las colinas en el otro, lo que dificultará el despliegue de sus hombres. Mientras la infantería los ataca por el frente, una compañía de caballería puede rodearlos y caer sobre ellos por la retaguardia. Cerraremos gradualmente las fauces de nuestro ejército —movió el pulgar, que representaba a los soldados de a pie, hacia el índice, que representaba a la caballería, y formó un semicírculo—, y nos los tragaremos.

Silvan alzó la vista. Konnal contemplaba el mapa con el entrecejo fruncido y las manos enlazadas a la espalda.

—Es un buen plan, majestad —manifestó Glauco, que parecía impresionado.

—¿General? —demandó Silvan.

—Podría funcionar —admitió a regañadientes Konnal.

—Lo único que me preocupa es que los caballeros se oculten en el bosque —agregó Silvan—. Si hacen tal cosa, tendremos problemas para hacerlos salir.

—¡Bah! Los encontraremos —manifestó Konnal.

—Por lo visto vuestros hombres son incapaces de encontrar a un inmenso Dragón Verde, general —replicó Silvan—. Han buscado a Cyan Bloodbane durante treinta años, sin resultado. Si este ejército de humanos se dispersara, podríamos pasarnos un siglo intentando dar con ellos.

Glauco se echó a reír, ganándose por ello una mirada funesta del general.

—No le veo la gracia —espetó Konnal—. ¿Cómo pudo esa fuerza del Mal penetrar a través de tu precioso escudo, Glauco? ¿Me puedes contestar a eso?

—Os aseguro, general, que no lo sé —respondió el hechicero, cuyo semblante volvió a denotar preocupación—. Todavía no. Aquí ha entrado en juego algo que provoca el fallo de la magia. Puedo olerlo.

—Pues yo lo único que huelo es el hedor de los humanos —replicó secamente Konnal.

—Sugiero que intentemos capturar con vida a esa extraña muchacha que los dirige. Me gustaría mucho hablar con ella, ya lo creo que sí —añadió Glauco, ceñudo.

—Estoy de acuerdo con Glauco, general. —Silvan se volvió hacia Konnal—. Daréis las órdenes oportunas para conseguir capturarla. Y haced los preparativos necesarios para que yo acompañe al ejército.

—Eso ni pensarlo —dijo tajantemente el general.

—Iré —insistió Silvan en actitud imperiosa mientras sostenía la mirada de Konnal, retándolo a que desafiara su autoridad—. Haréis los arreglos oportunos, señor. ¿Queréis que me esconda debajo de la cama mientras mi pueblo lucha para defender sus hogares?

Konnal reflexionó unos instantes y después hizo una fría reverencia al rey.

—De acuerdo, si vuestra majestad insiste, me ocuparé de ello.

Silvan giró sobre sus talones y salió de la habitación a buen paso. Kiryn lanzó una mirada pensativa a Glauco y luego siguió al rey. Los guardias cerraron las puertas cuando hubieron salido y ocuparon sus posiciones.

—Me gustaría saber por qué habéis cambiado de opinión, general —musitó el hechicero en voz queda.

—Hay riesgo en las batallas —respondió Konnal, encogiéndose de hombros—. Nadie sabe cómo pueden terminar ni quién puede caer víctima del enemigo. Si su majestad sufriese algún percance...

—Haríais un mártir de él —se adelantó Glauco—, como ocurrió con sus padres. Se os echaría la culpa, no lo dudéis. No deberíais permitirle que fuera. —El mago hablaba muy serio, encerrándose en sí mismo una vez más—. Tengo el presentimiento de que si lo hace ocurrirá algo horrible.

—¡Ya ha ocurrido algo horrible, por si no te has dado cuenta! —espetó, furioso, Konnal—. ¡Tu magia está fallando, Glauco! ¡Como la de todos los demás! ¡Admítelo!

—Es vuestro miedo el que habla, amigo mío, no vos —adujo el mago—. Lo comprendo, y os perdono por poner en duda mi capacidad mágica. Sí, por esta vez os perdonaré. —Su voz se suavizó—. Pensad bien lo que he dicho. Intentaré por todos los medios persuadir a su majestad de que no vaya a la guerra. Si fracaso, dejad que vaya, pero mantenedlo a salvo.

—¡Márchate! —instó duramente Konnal—. No necesito que un hechicero me diga lo que tengo que hacer.

—Me iré, pero recordad esto, general: me necesitáis. Estoy entre Silvanesti y el mundo. Si me dais de lado, descartáis toda esperanza. Soy el único que puede salvaros.

Konnal no pronunció palabra ni levantó la vista.

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