La noche había caído sobre el campo de batalla, envolviendo como un sudario los cadáveres de los muertos que habían sido preparados ceremoniosamente para su inhumación. La misma noche cubría la capital elfa de Qualinost, también como una mortaja.
Había en ella algo de letal, o ésa era la impresión de Gerard, que recorría las calles de la ciudad elfa con la mano en la empuñadura de la espada, ojo avizor a un posible destello de acero en alguna esquina oscura, en las sombras de cualquier portal. Cruzaba de acera para evitar pasar por delante de callejones. Escudriñaba las cortinas de todas las ventanas de los pisos altos para ver si se movían, como harían si un arquero se encontrara apostado detrás, listo para disparar la flecha asesina.
Era consciente en todo momento de unos ojos vigilándolo, y en una ocasión se sintió tan amenazado que giró velozmente sobre sus talones, espada en mano, para desviar la supuesta puñalada en la espalda. Pero no vio nada, a pesar de tener la seguridad de que había habido alguien allí; alguien que quizá se había amilanado a la vista de la pesada armadura del caballero y su reluciente espada.
Gerard tampoco tuvo un momento de respiro cuando llegó a salvo al cuartel general de los Caballeros de Neraka. Allí, el peligro no acechaba, sigiloso, a su espalda; lo tenía delante y a cara descubierta.
Entró en el cuartel y encontró que sólo había un oficial de servicio; el draconiano dormía en el suelo.
—Aquí está la respuesta para Beryl del gobernador militar Medan —informó Gerard a la par que saludaba.
—¡Ya iba siendo hora! —gruñó el oficial—. ¡No imaginas lo fuerte que ronca esa cosa!
Gerard se acercó al draconiano, que se retorcía en sueños y emitía sonidos guturales, extraños.
—Groul —llamó, y alargó una mano para sacudir a la dormida criatura.
Un siseo, un gruñido, un brusco aleteo y garras arañando el suelo. Las manos garrudas se lanzaron hacia la garganta de Gerard.
—¡Eh! —gritó el joven, sorprendido por el ataque del draconiano—. Cálmate, ¿quieres?
Groul estrechó sus ojos de reptil y le asestó una mirada furibunda. Su lengua salió y entró entre las fauces. Apartó las manos del cuello de Gerard y se echó hacia atrás.
—Lo siento —masculló—. Me sobresaltaste.
Las garras de Groul le habían dejado marcas en la piel de la garganta que le escocían.
—Fue culpa mía —respondió en actitud tensa—. No debí despertarte con tanta brusquedad. —Le tendió el estuche de pergaminos—. Aquí está la respuesta del gobernador.
Groul lo cogió y lo examinó para asegurarse de que el sello estaba intacto. Satisfecho, se lo guardó debajo del cinturón de su correaje, se dio media vuelta y, con un gruñido, encaminó sus pasos hacia la puerta. La criatura no llevaba armadura, advirtió Gerard, que pensó con desánimo que el hombre-reptil no la necesitaba. La gruesa y escamosa piel ofrecía protección de sobra.
El joven respiró hondo, soltó el aire despacio y fue en pos del draconiano.
—¿Qué haces, nerakiano? —instó Groul, que había girado sobre sus talones.
—Estás en territorio hostil y es noche cerrada. Tengo órdenes de acompañarte hasta que llegues a salvo a la frontera —respondió Gerard.
—¿Vas a protegerme tú? —Groul soltó una especie de gorgoteo que debía de ser una risa—. ¡Bah! Vuelve a tu cálido lecho, nerakiano. No corro peligro. Sé cómo ocuparme de la escoria elfa.
—Tengo órdenes —insistió testarudamente Gerard—. Si te ocurriese algo, el gobernador me haría lo mismo a mí.
Los ojos de reptil de Groul centellearon con rabia.
—Tengo una cosa que nos haría más corto el viaje a los dos —agregó el joven caballero. Retiró un poco su capa y dejó a la vista una cantimplora colgada a la cadera.
El brillo de cólera en los ojos del draconiano se tornó en otro de ansia, pero Groul lo disimuló con presteza.
—¿Qué hay en esa cantimplora, nerakiano? —instó mientras su lengua salía y entraba con rapidez entre los afilados dientes.
—Aguardiente enano. Un regalo del gobernador militar. Quiere que, una vez que nos encontremos a salvo al otro lado de la frontera, nos unamos a él en un brindis por la caída de los elfos.
Groul no puso más pegas a que Gerard lo acompañara y los dos emprendieron camino por las silenciosas calles de Qualinost. De nuevo, el caballero sintió unos ojos vigilándolos, pero nadie los atacó; no era de sorprender, ya que el draconiano resultaba un adversario temible.
Al llegar al bosque, Groul siguió uno de los senderos principales que penetraban en la fronda y luego, de una manera tan repentina que cogió por sorpresa a Gerard, se metió entre los árboles y tomó una ruta que sólo él conocía, o eso supuso el caballero. El draconiano tenía una capacidad visual nocturna excelente, a juzgar por la rapidez con que se movía entre la enmarañada maleza. La luna estaba menguante, pero las estrellas proporcionaban luz, así como el resplandor de las luces de Qualinost. Los arbustos y las enredaderas cubrían el suelo del bosque, y Gerard, entorpecido por la pesada armadura, avanzaba con dificultad. No tuvo que fingir cansancio cuando le dijo al draconiano que hiciesen un alto.
—No hay necesidad de matarnos de agotamiento —argumentó—. ¿Qué tal si descansamos un poco?
—¡Humanos! —se mofó Groul. Ni siquiera jadeaba, pero se detuvo y se volvió a mirar al caballero. O, más bien, miró la cantimplora—. Sin embargo, caminar da sed. No me vendría mal un trago.
—Mis órdenes... —empezó Gerard, vacilante.
—¡Al Abismo con tus órdenes! —espetó Groul.
—Supongo que no pasará nada por echar un traguito —aceptó Gerard. Cogió la cantimplora, le quitó el corcho y olisqueó. El acre, intenso y almizcleño olor a aguardiente enano le produjo escozor en las fosas nasales. Resopló y sostuvo la cantimplora con el brazo extendido—. Buena cosecha —manifestó, sintiendo que los ojos lagrimeaban.
El draconiano le arrebató la cantimplora y se la llevó a la boca. Echó un largo trago y después bajó el recipiente con expresión satisfecha.
—Sí, muy buena —convino en tono ronco, tras lo cual soltó un eructo.
—A tu salud —dijo Gerard, y se llevó la cantimplora a la boca. Mantuvo la lengua apretada contra la boca del recipiente y simuló beber—. Bueno —manifestó con fingida renuencia mientras le ponía el corcho—, ya es suficiente. Deberíamos reemprender la marcha.
—¡Eh, no tan rápido! —Groul se apoderó de la cantimplora y le quitó el corcho, que tiró al suelo—. Siéntate, nerakiano.
—Pero, tu misión...
—No hay ninguna prisa —dijo el draconiano, que se recostó cómodamente en un tocón—. Da igual si Beryl recibe este mensaje mañana o dentro de un año. Sus planes para los elfos ya están en marcha.
A Gerard le dio un vuelco el corazón.
—¿A qué te refieres? —preguntó, intentando que su voz sonase indiferente. Tomó asiento al lado del draconiano y alargó la mano hacia la cantimplora.
Groul se la tendió con evidente renuencia. Mantuvo la mirada en Gerard, calculando cada gota que, supuestamente, el caballero se bebía, y luego le arrebató el recipiente en el momento en que Gerard lo retiró de sus labios.
La criatura tragaba aguardiente como si en lugar de garganta tuviese un sumidero. Gerard estaba alarmado por la capacidad del draconiano para beber y se preguntó si con una cantimplora habría suficiente.
Groul suspiró, eructó y se limpió la boca con el dorso de la garruda mano.
—Me estabas hablando de Beryl —dijo Gerard.
—¡Ah, sí! —Groul sostuvo el recipiente en alto—. ¡Por mi señora, la encantadora hembra de dragón Beryl! ¡Y por la muerte de los elfos!
Bebió. Gerard fingió hacerlo.
—Sí —comentó el caballero—. El gobernador me lo contó. Les ha dado seis días a los elfos para...
—Ja, ja! —gorgoteó Groul, divertido—. ¡Seis días! ¡Los elfos no tienen ni seis minutos! ¡Seguramente las huestes de Beryl están cruzando la frontera en este mismo instante! Es un gran ejército, el mayor que se haya visto en Ansalon desde la Guerra de Caos. Draconianos, goblins, hobgoblins, ogros, mercenarios humanos. Nosotros atacamos Qualinost desde fuera mientras que vosotros, los Caballeros de Neraka, atacáis a los elfos desde dentro. Los qualinestis están cogidos entre fuego y agua, sin salida. Por fin veré amanecer el día en que no quedará vivo ninguno de esos gusanos de orejas puntiagudas.
A Gerard se le hizo un nudo en el estómago. ¡El ejército de Beryl cruzando la frontera! ¡Tal vez a un día de marcha de Qualinost!
—¿Acudirá Beryl en persona para asegurar la victoria? —preguntó, confiando en que la ronquera de su voz se interpretara como secuela del ardiente licor.
—No, no. —Groul soltó una risotada—. Nos deja los elfos a nosotros. Ella vuela a Schallsea para destruir la llamada Ciudadela de la Luz. Y para capturar a ese miserable mago. ¡Vamos, nerakiano, deja de acaparar la cantimplora!
Groul se apoderó del recipiente y pasó la lengua por el borde del gollete.
Gerard asió la empuñadura del cuchillo que llevaba en el cinturón; despacio, sin hacer ruido, lo desenvainó. Esperó hasta que el draconiano levantara por segunda vez la cantimplora, que estaba casi vacía. Groul echó la cabeza hacia atrás para engullir hasta la última gota.
El caballero atacó, hundiendo el cuchillo con todas sus fuerzas en las costillas del draconiano, confiando en acertar en el corazón.
De haber sido un humano sí lo habría conseguido pero, al parecer, el corazón de un draconiano estaba en un sitio distinto. O quizás esas criaturas no tenían corazón, cosa que no habría sorprendido a Gerard.
Al comprender que su golpe no era mortal, Gerard sacó el arma ensangrentada de un tirón. Se incorporó precipitadamente al tiempo que desenvainaba la espada.
Groul estaba herido, pero no de gravedad. Su gruñido de dolor dio paso a un bramido de rabia; se levantó de un salto, rugiendo fuera de sí mientras la mano garruda buscaba su espada. El draconiano atacó con un violento golpe de arriba abajo destinado a partir en dos la cabeza de su adversario.
Gerard detuvo el ataque y se las arregló para desarmar al draconiano. La espada cayó en los arbustos, a los pies del caballero, que la apartó de una patada antes de que Groul pudiese recogerla. Gerard aprovechó para asestar un punterazo a la barbilla del draconiano; el impacto hizo recular a Groul, pero no lo derribó.
Groul sacó una daga de hoja curva y saltó por el aire, valiéndose de las cortas alas para situarse por encima de Gerard. Luego se lanzó sobre el caballero, asestando golpes con la daga.
El peso del draconiano y la fuerza de su arremetida derribaron a Gerard, que cayó pesadamente al suelo, de espaldas, con Groul encima de él, gruñendo y babeando mientras trataba de acuchillar al caballero. Batía frenéticamente las alas, que golpeaban a Gerard en la cara y levantaban un polvo cegador. El caballero luchó con la desesperación nacida del pánico y asestó puñaladas a Groul mientras intentaba inmovilizar la mano con que el draconiano empuñaba su daga.
Los dos rodaron por el suelo. Gerard notó que su cuchillo se hundía en su adversario más de una vez. Estaba cubierto de sangre, pero ignoraba si era suya o de Groul. A pesar de las heridas, el draconiano no moría, y las fuerzas de Gerard menguaban por momentos. Sólo la descarga de adrenalina lo ayudaba a resistir, y eso también empezaba a remitir.
De repente Groul se atragantó y sufrió una arcada. La sangre expulsada por la boca cayó encima de Gerard y lo cegó. Groul se puso rígido y lanzó un gruñido de rabia. Se irguió sobre Gerard y enarboló la daga. El arma cayó de la mano del draconiano, que se derrumbó encima del caballero otra vez, pero en esta ocasión no se movió. Estaba muerto.
Gerard se permitió una breve pausa para recobrar la respiración; una pausa que le costó cara. Demasiado tarde recordó la advertencia de Medan: un draconiano muerto es tan peligroso como uno vivo. Antes de que Gerard tuviese tiempo de quitarse el cadáver de encima, el cuerpo del baaz se convirtió en piedra. El caballero sintió como si tuviese la losa de una tumba sobre él; lo aplastaba contra el suelo y no lo dejaba respirar. Se estaba asfixiando lentamente. Luchó para apartarlo, pero era demasiado pesado. Hizo una inhalación entrecortada, dispuesto a emplear hasta la última partícula de sus fuerzas en un último intento.
El cuerpo de piedra se deshizo en polvo.
Gerard se levantó trabajosamente y se sentó, desfallecido, contra un árbol. Se limpió la sangre de Groul de los ojos, escupió para aclararse la boca y sufrió arcadas. Descansó unos instantes, esperando a que el corazón dejara de latirle como si quisiera salírsele del pecho, hasta que el ardor de la lucha se disipara y se aclarara su vista. Cuando pudo ver de nuevo, manoseó torpemente el correaje del draconiano, encontró el estuche del mensaje y lo cogió.
Echó una última ojeada al montón de polvo que había sido Groul y después, todavía escupiendo, todavía intentando librarse del repugnante gusto en la boca, el caballero giró sobre sus talones y volvió cansinamente sobre sus pasos en medio de la noche, de regreso a las titilantes luces de Qualinost. Luces que empezaban a perder intensidad con la llegada del alba.
En el palacio del Orador de los Soles, los primeros rayos de sol penetraban a través de las cristaleras. La dorada luz bañaba a Gilthas, que se encontraba sentado, absorto en su trabajo. Escribía otro poema, éste sobre las aventuras de su padre durante la Guerra de la Lanza; un poema que también contenía mensajes cifrados para dos familias elfas que estaban bajo sospecha de simpatizar con los rebeldes.
Casi lo había terminado y planeaba enviar a Planchet a entregar la poesía a quienes mostraban interés en la actividad literaria del rey, cuando de repente se estremeció de la cabeza a los pies. La mano que sostenía la pluma tembló y cayó una gran gota de tinta sobre la escritura; el monarca soltó la pluma apresuradamente; un sudor frío perlaba su frente.
—¿Majestad? ¿Qué os ocurre? —preguntó, alarmado, Planchet—. ¿Os sentís mal? —Dejó su tarea de ordenar los papeles del soberano y se acercó a él con premura—. ¿Majestad? —repitió con tono ansioso.
—He tenido una sensación de lo más extraña —respondió Gilthas en voz baja—. Como si alguien hubiese pisado sobre mi tumba.
—¡Vuestra tumba, majestad! —se escandalizó Planchet.
—Es un dicho humano, amigo mío. —Gilthas sonrió—. ¿No lo habías oído? Mi padre solía decirlo. Con él se describe esa sensación que experimentas cuando, sin haber razón para ello, un escalofrío te pone la carne de gallina y el vello de punta. Eso es exactamente lo que sentí hace un momento. ¡Y es aun más extraño porque en ese instante se me vino a la mente la imagen de mi primo, Silvanoshei! Lo vi con toda claridad, como ahora te veo a ti.
—Silvanoshei ha muerto, majestad —le recordó Planchet—. Asesinado por ogros. Quizás era su tumba sobre la que pisaba alguien.
—Qué extraño —dijo, pensativo, Gilthas—. El aspecto de mi primo no era el de un muerto, ni mucho menos. Vestía armadura plateada, del estilo que utilizan los guerreros silvanestis. Vi humo y sangre y una feroz batalla disputándose alrededor, pero sin afectarlo a él. Se encontraba al borde de un precipicio. Alargué la mano, aunque no sé si era para agarrarlo o para empujarlo.
—Espero que fuera para lo primero, majestad —comentó Planchet, que parecía un tanto escandalizado.
—Sí, también yo lo espero. —Gilthas frunció el entrecejo y sacudió la cabeza—. Recuerdo que me sentía muy furioso y asustado. Qué extraño. —Se encogió de hombros—. Fuera lo que fuese, la sensación ha pasado ya.
—Vuestra majestad debe de haber dado una cabezada. Últimamente apenas dormís y...
Planchet enmudeció e hizo un gesto a Gilthas para que guardara silencio; luego cruzó sigilosamente la estancia y acercó la oreja a la puerta.
—Alguien viene, majestad —informó, hablando en Común.
—¿A esta hora de la mañana? No espero a nadie. Confío en que no sea Palthainon, pero si es él, dile que no quiero ser molestado ahora. Aún no he acabado el poema.
—¡Dejadme pasar! —se oyó una voz de elfo en el exterior, dirigiéndose a los guardias. Era tranquila pero se advertía una nota de tensión en ella—. Traigo un mensaje para el rey de su madre.
Uno de los guardias llamó a la puerta. Planchet lanzó una mirada de advertencia a Gilthas, que regresó a la silla y comenzó a escribir de nuevo.
—¡Esconde esas prendas! —susurró en tono urgente el soberano a la par que hacia un gesto.
Sus ropas de viaje se encontraban pulcramente dobladas sobre un arcón, preparadas para otra escapada nocturna. Planchet las metió en el baúl y cerró éste a continuación. Luego echó la llave en un jarrón grande que tenía rosas recién cortadas. Hecho esto, fue a abrir la puerta.
Gilthas jugueteó con la pluma y adoptó una actitud pensativa, recostado en el respaldo de la silla y con los pies sobre un cojín, mientras se pasaba por los labios las barbillas de la pluma y alzaba la vista al techo.
—El corredor Kellevandros —anunció el guardia—, pide ver a su majestad.
—Dejadlo pasar —respondió lánguidamente Gilthas.
Kellevandros entró en la estancia rápidamente. Iba embozado en una capa, oculta la cara. Planchet cerró la puerta a su espalda y Kellevandros se retiró la capucha. Estaba mortalmente pálido.
Gilthas se incorporó bruscamente de manera instintiva.
—¿Qué...?
—Vuestra majestad no debe excitarse —le reconvino Planchet al tiempo que echaba una ojeada a la puerta para recordarle al rey que los guardias podían oírlo.
—¿Qué ocurre, Kellevandros? —preguntó en actitud indolente—. Parece que hubieses visto un fantasma.
—¡Majestad, la reina madre ha sido arrestada! —informó él elfo en voz baja y temblorosa.
—¿Arrestada? —repitió Gilthas, estupefacto—. ¿Por orden de quién? ¿Quién osaría hacer tal cosa y por qué? ¿Cuáles son los cargos?
—Fue el gobernador militar Medan, majestad. —Kellevandros tragó saliva—. No sé como decir esto...
—¡Habla de una vez, hombre! —instó, cortante, Gilthas.
—Anoche, el gobernador arrestó a vuestra honorable madre. Tiene órdenes del dragón, Beryl, de... De ejecutar a la reina madre.
Gilthas se quedó mirándolo en silencio, mudo de asombro. Su semblante se quedó lívido, sin gota de sangre, como si alguien lo hubiese degollado. Su palidez era tan intensa y temblaba de tal modo que Planchet abandonó su puesto junto a la puerta y se apresuró a ir a su lado; puso sobre el hombro de Gilthas la mano en actitud reconfortante.
—Intenté impedírselo, majestad —añadió Kellevandros, desconsolado—. Pero fracasé.
—¡Anoche! —gritó Gilthas, angustiado—. ¿Por qué no me avisaste de inmediato?
—Intenté hacerlo, majestad, pero los guardias no me dejaron pasar sin permiso de Palthainon.
—¿Dónde ha llevado Medan a la reina madre? —inquirió Planchet—. ¿Que cargos hay contra ella?
—Se la acusa de dar refugio al hechicero Palin y de ayudarlo a huir con el ingenio mágico traído por el kender. Ignoro dónde ha llevado Medan a mi señora. Primero fui al cuartel general de los caballeros, pero si estaba retenida allí nadie quiso decírmelo. He tenido gente buscándola toda la noche, con orden de informar a Kalindas si descubren algo. Mi hermano se ofreció a quedarse en la casa por si llegaba alguna noticia. Por fin, uno de los guardias de palacio, que apoya nuestra causa, me ha dejado entrar y he venido directamente a veros. ¿Así que no sabíais nada? —Kellevandros observó con ansiedad al rey.
—No —repuso Gilthas. La palabra salió de sus labios sin emitir sonido alguno.
—Creo que estamos a punto de enterarnos de algo más —anunció Planchet, aguzando el oído—. Ésos son los fuertes pasos de Medan en la escalera. Resuenan en toda la casa, y viene con prisa.
Oyeron el ruido de los pies de los guardias al ponerse firmes, así como el golpe seco del extremo de las lanzas contra el suelo. Uno de los guardias llamó a la puerta, pero sólo tuvo tiempo de dar con los nudillos en la hoja de madera una vez. Medan, acompañado por uno de sus guardias personales —éste equipado con yelmo y armadura completa—, abrió bruscamente la puerta y entró en la habitación.
—Majestad...
Gilthas saltó de la silla y cubrió la distancia que lo separaba del gobernador en dos zancadas. Agarró a Medan por el cuello con tal ímpetu que el hombre chocó contra la pared. Por su parte, Planchet se encargó del guardia; asió el brazo del humano y se lo retorció hacia la espalda mientras le ponía un cuchillo en el cuello.
—¿Qué le habéis hecho a mi madre? —demandó el rey con voz dura y severa—. ¡Decídmelo! —Apretó más los dedos en torno al cuello de Medan—. ¡Hablad!
El repentino ataque del rey había cogido por sorpresa al gobernador, que no intentó resistirse. Los dedos del joven monarca eran excepcionalmente fuertes y, al parecer, Gilthas sabía exactamente dónde y cómo ejercer presión.
Empero, Medan no estaba asustado en absoluto. Tenía la mano en la empuñadura de su cuchillo y en cualquier momento podía sacar el arma y clavarla en el estómago del rey. Sin embargo, no era eso a lo que había ido el gobernador.
Miró fijamente a Gilthas durante unos larguísimos segundos, en silencio, y luego dijo, hablando lo mejor que pudo al tener oprimida la garganta:
—O el cachorro se ha convertido en un lobo o me hallo en presencia de un actor consumado. —Al reparar en la fiera determinación reflejada en los ojos del joven elfo, en el gesto resuelto de su mandíbula, en la firmeza de los dedos y la pericia de su presa en el cuello, Medan supo la respuesta—. Me inclino por lo segundo —jadeó.
—¡Mi madre, señor! —instó Gilthas con los dientes prietos—. ¿Dónde está?
—Aquí, hijo —contestó Laurana, cuya voz resonó dentro del yelmo de los Caballeros de Neraka.
—¡Reina madre! —exclamó, boquiabierto, Planchet, que tiró el cuchillo y se hincó de rodillas—. ¡Perdonadme! No tenía ni idea...
—Se supone que no debías tenerla, Planchet —dijo Laurana, que se quitó el yelmo—. Suelta al gobernador, Gilthas. Estoy a salvo. Por el momento. Tanto como cualquiera de nosotros.
Gilthas hizo lo que le mandaba su madre, y Medan se apartó de la pared mientras se frotaba la garganta.
—Madre ¿te encuentras bien? —demandó Gilthas—. ¿Te ha hecho daño? Porque si te lo ha hecho, juro que...
—¡No, hijo mío, no! —le aseguró Laurana—. El gobernador me ha tratado con todo respeto. Incluso con amabilidad. Me llevó a su casa anoche, y esta mañana me proporcionó este disfraz. El gobernador teme que mi vida corra peligro. Me tomó bajo su custodia por mi propia seguridad.
Gilthas frunció el entrecejo como si le costaba creer aquello.
—Madre, siéntate, pareces exhausta. Planchet, trae un poco de vino para mi madre.
Mientras el sirviente iba a buscar el vino, el gobernador se dirigió a la puerta, la abrió bruscamente y salió al pasillo. Los guardias se pusieron firmes.
—Soldados, se ha informado que la fuerza rebelde se encuentra dentro de los límites de la ciudad. La vida de su majestad corre peligro. Haced que salga el personal de palacio, que todo el mundo vaya a sus casas. Todos. Que no quede nadie, ¿está claro? Quiero centinelas apostados en todas las entradas. Que no se deje pasar a nadie, con excepción de mi ayudante. Enviadlo de inmediato a los aposentos del rey en cuanto llegue. ¡Moveos!
Al cabo de un instante, en palacio reinaba un silencio fuera de lo normal, casi sepulcral. Medan entró de nuevo en la estancia.
—¿Dónde crees que vas? —increpó a Kellevandros cuando topó con él en la puerta, dispuesto a salir.
—He de informar de esto a mi hermano, milord —respondió el elfo—. Está muerto de preocupación y...
—No vas a informar ni a tu hermano ni a nadie. Siéntate y guarda silencio.
Laurana levantó rápidamente la vista al oír aquello y observó intensamente a Kellevandros. El elfo la miró con incertidumbre y luego hizo lo que le mandaban. Medan dejó abierta la puerta.
—Quiero oír qué pasa fuera —dijo—. ¿Os encontráis bien, señora?
—Sí, gracias, gobernador. ¿Queréis tomaros una copa de vino conmigo?
—Con el permiso de su majestad. —El gobernador hizo una ligera reverencia.
—Planchet, sirve una copa al gobernador —ordenó Gilthas, que permanecía al lado de su madre en actitud protectora, y seguía lanzando miradas fulminantes a Medan.
—Os felicito, majestad. —El general levantó la copa en un brindis—. Es la primera y única vez en mi vida que he sido embaucado. Esa actuación vuestra de una persona débil, vacilante, amante de la poesía, me ha engañado totalmente. Llevaba mucho tiempo preguntándome cómo y por qué se malograban tantos de mis mejores planes. Creo que ahora conozco la respuesta. A vuestra salud, majestad.
Medan bebió vino y Gilthas le dio la espalda al humano.
—Madre ¿qué está pasando aquí?
—Siéntate, Gilthas, y te lo contaré —contestó Laurana—. O, mejor aún, léelo tú mismo.
Miró a Medan, que buscó debajo de su armadura y sacó el pergamino enviado por la hembra de dragón. El general se lo tendió al rey con una nueva y notoria actitud de respeto.
Gilthas se acercó a la ventana y desenrolló el pergamino. Lo sostuvo a la media luz del amanecer y leyó lenta y detenidamente.
—Beryl no puede decir esto en serio —manifestó con voz tensa.
—Desde luego que sí —repuso sombríamente Medan—. No lo dudéis un solo momento, majestad. Beryl lleva mucho tiempo esperando tener cualquier excusa para destruir Qualinesti. Los ataques de los rebeldes se han vuelto más osados. La Verde cree que los elfos colaboran para impedirle descubrir la Torre de Wayreth. La infortunada coincidencia de que se descubriera a Palin Majere escondido en la casa de la reina madre simplemente ha confirmado sus sospechas de que los elfos y los hechiceros están en connivencia para robarle su magia.
—Le pagamos el tributo... —empezó Gilthas.
—¡Bah! ¿Qué le importa a ella el dinero? Exige el tributo sólo porque le complace pensar que así os ocasiona penurias. La magia es lo que ansia, la del mundo antiguo, la de los dioses. Es una lástima que ese maldito artilugio llegara a esta tierra. Y también que intentaseis ocultarme su existencia, señora. —La voz del gobernador sonaba severa—. Si me lo hubieseis entregado, tal vez esta tragedia se habría podido evitar.
Laurana bebió un sorbo de vino y no contestó. Medan se encogió de hombros antes de proseguir.
—Pero no lo hicisteis. Se ha levantado la liebre, como suele decirse, y ahora tendréis que recuperar ese artefacto. Debéis recobrarlo, señora —repitió—. He hecho todo lo posible para ganar tiempo, pero mi maniobra dilatoria sólo nos dará unos pocos días. Enviad a vuestro grifo mensajero a la Ciudadela. Dad instrucciones a Palin Majere para que devuelva el objeto y al kender que lo tiene en su poder. Se los llevaré personalmente al dragón. Tal vez pueda evitar la mortal amenaza que pende sobre nosotros.
—¡Nosotros! —gritó, enfurecido, Gilthas—. ¡Vos sostenéis el hacha ejecutora, gobernador! ¡Y el hacha pende sobre nuestras cabezas, no sobre la vuestra!
—Disculpad, majestad —contestó Medan, que hizo una profunda reverencia—. Llevo viviendo tanto tiempo en esta tierra que he llegado a creer que es la mía.
—Sois nuestro conquistador. —Gilthas habló muy despacio, dando a cada palabra un énfasis de amargura—. Sois nuestro amo, nuestro carcelero. Qualinesti jamás puede ser vuestra patria, señor.
—Supongo que no, majestad —dijo Medan tras una corta pausa—. No obstante, me gustaría que tuvieseis en cuenta que escolté a vuestra madre hasta palacio, cuando podría haberla conducido al cadalso. He venido para advertiros de las intenciones de Beryl, cuando podría haber llevado prisioneros a la plaza del mercado para que sirviesen de diana a mis arqueros.
—¿Y qué nos costará esa generosidad? —demandó Gilthas con voz fría—. ¿Cuál es el precio que ponéis a nuestras vidas, gobernador?
—Me gustaría morir en mi jardín, majestad —dijo Medan tras esbozar una ligera sonrisa—. De viejo, si ello fuera posible. —Se sirvió otro vaso de vino.
—No confiéis en él, majestad —advirtió en voz queda Planchet, que se acercó para servir una copa de vino a su señor.
—No te preocupes —repuso el rey mientras hacía girar el frágil pie de la copa entre sus dedos.
—Y ahora, señora, no nos queda mucho tiempo —apuró el gobernador—. Aquí tenéis papel y pluma. Redactad la carta para Majere.
—No, gobernador —se negó categóricamente Laurana—. He meditado sobre este asunto largo y tendido. Beryl jamás debe apoderarse del artilugio. Antes preferiría morir cien veces.
—Sin duda lo haríais, señora —adujo Medan—, pero ¿qué me decís de la muerte, no de cientos, sino de miles de elfos? ¿Qué me decís de vuestra gente? ¿Sacrificaríais a los vuestros por un simple juguete de hechicero?
—No es un juguete, gobernador Medan. —Laurana estaba pálida pero resuelta—. Si Palin tiene razón, es uno de los ingenios mágicos más poderosos de todos los tiempos. Qualinesti puede arder hasta los cimientos antes de que le entregue ese objeto a Beryl.
—Explicadme, pues, la naturaleza de ese artefacto —pidió Medan.
—No puedo, gobernador. Malo es ya que Beryl conozca su existencia, así que no pienso darle más información. —Alzó sus azules ojos y sostuvo sosegadamente la mirada iracunda del humano—. Veréis, señor, tengo motivos para creer que se me está espiando.
Medan enrojeció. Pareció a punto de decir algo, pero cambió de opinión y se volvió bruscamente para dirigirse al rey.
—Majestad, ¿qué decís vos?
—Estoy de acuerdo con mi madre. Me habló de ingenio y me describió sus poderes. No se lo entregaré a la Verde.
—¿Sois conscientes de lo que hacéis? ¡Sentenciáis a muerte a vuestra nación! Ningún objeto mágico vale tanto —protestó, furioso, Medan.
—Éste sí, gobernador —repuso Laurana—. Creedme.
Medan la miró intensamente. La elfa sostuvo su mirada sin parpadear ni encogerse.
—¡Chist! —advirtió Planchet—. Se acerca alguien.
Oyeron pisadas en la escalera; quien fuera las subía de dos en dos.
—Es mi ayudante —informó Medan.
—¿Es de fiar? —preguntó Laurana.
—Juzgad por vos misma, señora —contestó el gobernador con una sonrisa desganada.
Un caballero entró en la habitación. Su armadura negra aparecía cubierta de sangre y de polvo gris. Se quedó parado unos instantes, jadeando, con la cabeza gacha, como si subir aquellos escalones hubiese consumido toda su energía. Finalmente, levantó la cabeza y extendió la mano para tenderle a Medan un estuche de pergaminos.
—Lo tengo, señor. Groul ha muerto.
—Bien hecho, sir Gerard —felicitó el gobernador mientras cogía el estuche. Miró al caballero, reparando en la sangre de su armadura—. ¿Estás herido? —preguntó.
—Para ser sincero, milord, no lo sé —repuso Gerard con una mueca—. No hay un solo centímetro de mi cuerpo que no me duela. Pero si estoy herido, no es grave, o de otro modo estaría tirado en la calle, muerto.
Laurana lo miraba con los ojos muy abiertos, sorprendida.
—Reina madre —saludó Gerard, haciendo una reverencia.
Laurana pareció a punto de hablar, pero, tras lanzar una mirada de soslayo a Medan, se contuvo.
—No creo que nos conozcamos, señor —manifestó fríamente.
El semblante manchado de sangre de Gerard se relajó con una débil sonrisa.
—Gracias, señora, por intentar protegerme, pero el gobernador sabe que soy un Caballero de Solamnia. De hecho, soy prisionero del gobernador.
—¿Un solámnico? —Gilthas no salía de su asombro.
—El joven del que te hablé —aclaró Laurana—. El caballero que acompañaba a Palin y al kender.
—Entiendo. Así que eres prisionero del gobernador. ¿Te ha hecho él eso? —demandó enfurecido Gilthas.
—No, majestad —contestó Gerard—. Fue un draconiano, el mensajero de Beryl. O, mejor dicho, el difunto mensajero de Beryl. —Se dejó caer pesadamente en una silla, suspiró y cerró los ojos.
—Trae vino —ordenó Medan al sirviente—. La Verde no recibirá más información de Qualinesti —añadió con satisfacción—. Beryl esperará al menos un día a recibir mi respuesta. Cuando no le llegue, tendrá que enviar a otro mensajero. Al menos hemos ganado un poco de tiempo.
Le entregó a Gerard el vaso de vino que sirvió Planchet.
—No, milord —lo contradijo Gerard, que aceptó la copa pero no bebió—. No hemos conseguido nada. Beryl nos engañó. Su ejército está en marcha. Groul calculaba que debía de encontrarse ya cruzando la frontera. Según él, es el ejército más grande que se ha reunido desde la Guerra de Caos, y marcha sobre Qualinesti.
Un profundo silencio cayó sobre la estancia. Todos los presentes oyeron la noticia sin moverse, asimilándola. Nadie buscó la mirada de los demás. Nadie quería ver en los ojos de los otros el reflejo de su propio miedo.
El gobernador Medan sonrió tristemente y sacudió la cabeza.
—Por lo visto no voy a morir de viejo, después de todo —comentó, y se sirvió otra copa de vino.