14 El baile de máscaras

Mientras el Azote de Ansalon era conducido al bosque, cubierto de ignominia además de por un saco, a sólo unos cuantos kilómetros de distancia, en Qualinost, el Orador de los Soles, soberano del pueblo qualinesti, ofrecía un baile de disfraces. Este tipo de acontecimientos era algo relativamente nuevo para los elfos, ya que se trataba de una costumbre humana implantada por su Orador, que llevaba una pequeña parte de esa raza en su sangre, una maldición transmitida por su padre, Tanis el Semielfo. Por lo general, los elfos despreciaban las costumbres de los humanos tanto como a ellos mismos, pero habían acogido con agrado la del baile de disfraces, que Gilthas había instaurado el año 21 con ocasión de celebrar el vigésimo aniversario de su ascensión al trono. Todos los años por esa misma fecha ofrecía un baile de máscaras, y en la actualidad se había convertido en el acontecimiento anual más destacado.

Las invitaciones para este importante acontecimiento eran codiciadas. Asistían los miembros de la Casa Real, los del Thalas-Enthia —el senado elfo—, las familias Cabezas de Casas, así como los oficiales de más alto rango de los caballeros negros, verdaderos dirigentes de Qualinesti. Además, concurrían veinte doncellas elfas cuidadosamente seleccionadas por el ilustre Palthainon, un antiguo miembro del senado elfo y recientemente designado prefecto por los Caballeros de Neraka para supervisar Qualinesti. Palthainon era nominalmente asesor y consejero de Gilthas, aunque en la capital se referían a él con el irónico apodo de «el titiritero».

El joven dirigente Gilthas no se había casado aún. No tenía heredero para el trono ni había perspectivas de que lo tuviese. Gilthas no sentía una particular aversión por el matrimonio, pero era incapaz de decidirse a dar ese paso, simplemente. Casarse era una decisión enormemente importante, argumentaba con sus cortesanos, y no debería tomarse sin la debida reflexión. ¿Y si cometía un error y elegía a la persona equivocada? Arruinaría toda su vida, así como la de la pobre mujer. En ningún momento se mencionó el amor. No se esperaba que el rey estuviese enamorado de su esposa. Su matrimonio sería únicamente por fines políticos; eso lo había establecido el prefecto Palthainon, quien había elegido varias candidatas idóneas entre las familias elfas más ilustres (y más ricas) de Qualinesti.

Todos los años, durante los últimos cinco, Palthainon había reunido a veinte de esas elfas cuidadosamente seleccionadas y las había presentado al Orador de los Soles para su aprobación. Gilthas bailaba con todas, manifestaba que todas eran de su agrado, que veía buenas cualidades en ellas, pero que no podía decidirse por ninguna. El prefecto controlaba gran parte de la vida del Orador —llamado desdeñosamente el «rey títere» por sus súbditos—, pero Palthainon no podía obligar a su majestad a tomar esposa.

Ahora, pasaba una hora de la medianoche; el Orador de los Soles había bailado con las veinte candidatas por deferencia al prefecto, pero no había bailado más de una vez con ninguna de las doncellas, ya que sería interpretado como una elección. Después de terminar cada baile, el rey se sentaba en el trono y contemplaba la celebración con aire meditabundo, como si la elección de la siguiente encantadora joven para el próximo baile supusiese un pesado deber para él, que echaba a perder totalmente su placer por la fiesta.

Las veinte doncellas lo observaban de reojo, cada una esperando alguna señal que indicara que era la preferida. Gilthas era apuesto. Su ascendencia humana no resultaba muy aparente en sus rasgos, excepto, conforme había madurado, por cierta angulosidad en la línea de la mandíbula y la barbilla que rara vez se veía en un varón elfo. Su cabello, del que se decía se sentía envanecido, le llegaba hasta los hombros y tenía un color rubio como la miel. Sus ojos eran grandes y almendrados. Su tez era pálida; se sabía que no gozaba de buena salud la mayor parte del tiempo. Rara vez sonreía y nadie podía culparlo por ello, ya que era de todos conocido que llevaba una vida como la de un pájaro enjaulado al que enseñan a repetir palabras y cuándo decirlas, y cuya jaula se cubre con un paño cuando debe guardar silencio.

No era pues de extrañar que Gilthas tuviese fama de indeciso, de irresoluto, amante de la soledad y de leer y escribir poesía, un arte que había empezado a desarrollar hacía tres años y para el que poseía un innegable talento. Sentado en su trono, un solio de manufactura y diseño antiguos, con el respaldo tallado y dorado a imagen del sol, Gilthas observaba a las parejas que bailaban con aire impaciente, dando la impresión de estar deseoso de regresar a la intimidad de sus aposentos y al placer de sus rimas.

—Su majestad parece inusitadamente animado esta noche —observó el prefecto Palthainon—. ¿Habéis reparado en cómo está pendiente de la hija mayor del jefe de gremio de la Casa de Orfebres?

—No en especial —contestó el gobernador militar Medan, cabecilla de las fuerzas de ocupación de los Caballeros de Neraka.

—Sí, os aseguro que lo hace —argumentó Palthainon con irritación—. Ved cómo la sigue con los ojos.

—A mí me parece que su majestad mira el suelo cuando no mira sus zapatos —comentó Medan—. Si queréis que haya un heredero al trono, Palthainon, tendréis que arreglar el enlace vos mismo.

—Lo haría con gusto —rezongó el prefecto—, pero la ley elfa establece que sólo la familia puede concertar un matrimonio, y su madre se niega categóricamente a intervenir a menos que el rey se decida.

—Entonces, más os vale esperar que su majestad viva mucho, mucho tiempo —dijo Medan—. Me decanto por que así será, ya que lo veláis con tanto celo y atendéis tan diligentemente sus necesidades. En realidad, no podéis culpar por ello al rey, Palthainon —añadió el gobernador militar—. Su majestad es, después de todo, exactamente lo que vos y el difunto senador Rashas habéis hecho de él: un joven que ni se atreve a hacer pis sin antes pediros permiso.

—La salud de su majestad es frágil —replicó, muy estirado, el prefecto—. Y es mi deber quitarle la carga de las preocupaciones y responsabilidades inherentes al gobierno de la nación élfica. Pobre joven. No puede evitar ser irresoluto, vacilar a la hora de tomar decisiones. Su ascendencia humana, ya sabéis, gobernador. Notoriamente débil —agregó, al parecer olvidando que su interlocutor era un humano—. Y ahora, si me disculpáis, iré a presentar mis respetos a su majestad.

El gobernador militar no dijo palabra e hizo una inclinación de cabeza mientras pensaba que la máscara de Palthainon era muy apropiada: una estilizada ave de presa. Lo siguió con la mirada mientras se dirigía hacia el joven monarca para picotearlo. Políticamente, el prefecto Palthainon le resultaba útil en extremo. Personalmente, Medan lo encontraba detestable.

El gobernador militar Alexius Medan era un hombre mayor. Había ingresado en la Orden de los Caballeros de Takhisis bajo el liderazgo de su fundador, lord Ariakan, antes de la Guerra de Caos, el conflicto que había puesto fin a la Cuarta Era de Krynn y dado inicio a la Quinta. Medan fue el general responsable de llevar a cabo la invasión de Qualinesti y el que aceptó la rendición de la nación élfica; había permanecido al mando desde entonces. Era estricto y gobernaba con mano dura cuando era necesario, si bien no actuaba con crueldad gratuita. Ciertamente, los elfos tenían muy pocas libertades personales, pero Medan no veía perjuicio alguno en esa carencia. A su entender, la libertad era una idea peligrosa que conducía al caos, a la anarquía, al desbarato de la sociedad.

Disciplina, orden y honor: ésos eran los dioses de Medan, ahora que Takhisis, con una absoluta falta de disciplina y honor, se había vuelto una traidora y había huido dejando a sus leales caballeros en una posición ridícula, como unos verdaderos necios. Medan imponía orden y disciplina en los qualinestis. Imponía orden y disciplina en sus caballeros. Por encima de todo, se imponía dichas pautas a sí mismo.

Medan observó con repugnancia cómo Palthainon se inclinaba ante el rey. Plenamente consciente de que la humildad del prefecto era puro teatro, el gobernador se dio la vuelta. Casi sentía lástima por el joven Gilthas.

Los bailarines danzaban cerca del gobernador militar disfrazados de cisnes, osos y otras variedades de ave o animal del bosque. Había muchos bufones y payasos vestidos con alegres colores variopintos. Medan asistía al baile de máscaras porque el protocolo lo exigía, pero se negaba a llevar disfraz ni máscara. Años antes, el gobernador militar había adoptado el estilo de vestimentas elfas, decantándose por túnicas largas, sueltas, elegantemente drapeadas sobre el cuerpo, por resultar más cómodas y prácticas en el clima cálido y templado de Qualinesti. Puesto que era la única persona con ropas elfas que asistía al baile de disfraces, el humano tenía la rara distinción de parecer más elfo que cualquiera de los presentes.

El gobernador militar abandonó el caluroso y ruidoso salón de baile y escapó, con alivio, al jardín. No llevaba guardia personal; a Medan le desagradaba ir seguido por caballeros con ruidosas armaduras, y no temía por su seguridad. Sin duda, los qualinestis no le tenían aprecio, pero Medan había sobrevivido a una veintena de intentos de asesinato. Sabía cuidar de sí mismo, probablemente mejor que cualquiera de sus caballeros. No le caían bien los hombres que eran aceptados en la caballería en la actualidad, y los consideraba un montón de ladrones, asesinos y matones indisciplinados y hoscos. A decir verdad, Medan se fiaba mucho más si eran elfos los que tenía a la espalda que si eran sus propios hombres.

La suave brisa nocturna estaba impregnada con el perfume de rosas, gardenias y azahares. Los ruiseñores cantaban en los árboles y sus trinos se mezclaban con la música de arpas y flautas. Medan reconoció la canción. A su espalda, en el salón de baile, encantadoras doncellas elfas interpretaban una danza tradicional. El gobernador militar hizo un alto y se giró un poco, tentado por la hermosa música de regresar. Las doncellas bailaban el Quanisho, La Rueda del Despertar, una danza de la que se decía que volvía locos de pasión a los elfos. Se preguntó si surtiría algún efecto en el rey. Quizá lo indujese a escribir un poema.

—Gobernador Medan —dijo una voz a su lado.

El caballero se volvió.

—Honorable madre de nuestro Orador —dijo al tiempo que inclinaba la cabeza.

Laurana extendió la mano, una mano blanca, tersa y fragante como la flor de la camelia. Medan la tomó en la suya y se la llevó a los labios.

—Oh, vamos, ahora nos encontramos solos —respondió ella—. Tales títulos protocolarios están de más entre quienes somos... ¿Cómo podría describirnos? ¿«Viejos enemigos»?

—Respetados adversarios —sugirió Medan, sonriente. Le soltó la mano, un poco a regañadientes.

El gobernador militar no estaba casado, salvo con su deber. No creía en el amor, al que consideraba como un defecto en la armadura de un hombre, que lo hacía vulnerable, expuesto a un ataque. Medan admiraba y respetaba a Laurana; le parecía hermosa, en el mismo sentido que le parecía hermoso su jardín. Le resultaba útil, porque lo ayudaba a desenvolverse en la tupida tela de araña que era la versión elfa del gobierno de una nación. La utilizaba y era plenamente consciente de que, a su vez, ella lo utilizaba a él. Un arreglo satisfactorio y lógico.

—Creedme, señora —comentó en voz queda—, prefiero vuestra animosidad a la amistad de otras personas.

Dirigió una mirada significativa al palacio, donde Palthainon se hallaba de pie junto al joven monarca, susurrando algo a su oído. Laurana siguió su mirada.

—Os comprendo, gobernador —contestó—. Sois el representante de una organización que, a mi modo de ver, se ha entregado por completo al Mal. Sois el conquistador de mi pueblo, el que nos tiene sojuzgados. Estáis aliado con nuestro peor enemigo, un dragón que se ha marcado como meta nuestra total destrucción. Sin embargo, confío en vos mucho más que en ese hombre. —Giró bruscamente sobre sus talones—. No me gusta la vista que hay desde aquí, señor. ¿Os importaría que diésemos un paseo hasta el invernáculo?

Medan estaba más que dispuesto a pasar una preciosa noche de luna en la tierra más encantadora de Ansalon en compañía de la mujer más cautivadora que conocía. Caminaron uno al lado del otro, en cordial silencio, por el paseo de mármol triturado que refulgía como queriendo imitar a las estrellas. El perfume de las orquídeas era embriagador.

El Invernáculo Real era un edificio de cristal, repleto de plantas que por su fragilidad y delicadeza no podían sobrevivir siquiera en el clima relativamente templado de los inviernos de Qualinesti. Se encontraba a cierta distancia del palacio, y Laurana no habló durante el largo paseo. Medan no se consideraba quien para romper el tranquilo silencio, de modo que tampoco dijo nada. Y así, los dos se acercaron al edificio de cristal, en cuyas múltiples facetas se reflejaba la luna, de manera que parecía que hubiese cientos de satélites en el cielo, en lugar de sólo uno.

Entraron por una puerta, también de cristal. La atmósfera estaba cargada de humedad por el vapor condensado en el proceso respiratorio de las plantas, que se agitaron y mecieron como si les diesen la bienvenida.

El sonido de la música y las risas se quedó fuera. Laurana suspiró hondo, inhaló profundamente el aroma que perfumaba el cálido y húmedo aire. Puso la mano sobre una orquídea y la volvió hacia la luz de la luna.

—Exquisita —dijo Medan, admirando la planta—. Mis orquídeas crecen con fuerza, en especial las que vos me disteis, pero no consigo flores tan magníficas.

—Es cuestión de tiempo y paciencia —repuso Laurana—. Como en todas las cosas. Y, continuando nuestra conversación anterior, gobernador, os diré por qué os respeto más que a Palthainon. Aunque en ocasiones no me resulta fácil escuchar lo que decís, sé que cuando habláis os sale del corazón. Jamás me habéis mentido, ni siquiera cuando una mentira habría sido más conveniente para vuestro propósito que la verdad. Las palabras de Palthainon resbalan de su boca y caen al suelo, para después deslizarse hacia la oscuridad.

Medan agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza, pero no pensaba entrar en una conversación que desacreditaba al hombre que lo ayudaba a mantener Qualinesti bajo control, así que cambió de tema.

—Habéis abandonado la fiesta a una hora temprana, señora. Confío en que no se deba a que os encontráis mal —manifestó cortésmente.

—No podía soportar el calor y el ruido —contestó Laurana—. Salí al jardín en busca de un poco de tranquilidad.

—¿Habéis cenado? ¿Queréis que mande a los sirvientes que traigan comida o vino?

—No, gracias, gobernador. Últimamente no tengo mucho apetito. Me serviréis mejor haciéndome compañía un rato, si vuestras obligaciones no os reclaman.

—Con una compañía tan encantadora, dudo que ni siquiera la propia muerte pudiera hacer que me ausentara.

Laurana miró al hombre con los párpados entrecerrados y esbozó una leve sonrisa.

—Por lo general, los humanos no son dados a pronunciar frases tan bonitas. Lleváis mucho tiempo viviendo entre elfos, gobernador. De hecho, creo que ahora sois más elfo que humano. Vestís nuestras ropas, habláis perfectamente nuestro idioma, disfrutáis con nuestra música y nuestra poesía. Habéis promulgado leyes que protegen nuestros bosques; unas leyes más estrictas de las que nosotros habríamos podido aprobar. Tal vez estaba equivocada —añadió en tono trivial—. Quizá sois vos el conquistado y nosotros los conquistadores.

—Me estáis tomando el pelo, señora, y probablemente os reiréis cuando os diga que no os equivocáis mucho. Antes de venir a Qualinesti no reparaba en la naturaleza. Un árbol era algo que utilizaba para construir la empalizada de un fortín o un mango para mi hacha de guerra. La única música que me gustaba era el redoble marcial de un tambor llamando a la batalla. La única lectura con la que disfrutaba eran los despachos del cuartel general. No tengo reparos en admitir que, cuando pisé esta tierra, si veía a un elfo hablar respetuosamente a un árbol o a una flor con ternura, me daba risa. Y entonces, una primavera, cuando llevaba unos siete años viviendo aquí, me sorprendí a mí mismo esperando con ansiedad el regreso de las flores a mi jardín, preguntándome cuáles florecerían primero o si daría rosas el rosal que el jardinero había plantado el año anterior. Más o menos por la misma época, descubrí que mi mente evocaba las melodías interpretadas por el arpista. Empecé a estudiar la poesía, a buscar el sentido de las palabras.

»La verdad, mi señora Lauralanthalasa, es que amo vuestra tierra. Y es por ello —añadió, ensombrecida su expresión—, por lo que hago todo cuanto está en mi mano para mantenerla a salvo de la ira del dragón, y por lo que he de castigar duramente a aquellos de los vuestros que se rebelan contra mi autoridad. Beryl sólo espera tener una excusa para destruiros a vosotros y a vuestro reino. Al persistir en su resistencia, al cometer actos de terrorismo y sabotaje contra mis fuerzas, esos desatinados rebeldes están provocando que la destrucción se abata sobre todos vosotros.

Medan ignoraba qué edad tenía Laurana; cientos de años, quizás. Aun así, era tan bella y parecía tan joven como en los tiempos en que era el Áureo General y dirigía los ejércitos de la Luz contra las fuerzas de la Reina Oscura, durante la Guerra de la Lanza. El gobernador conocía viejos soldados que todavía se hacían lenguas de su valor en la batalla, de su empuje, que levantó el ánimo de unas tropas desmoralizadas por las derrotas sufridas y las había conducido a la victoria. Habría querido conocerla entonces, aunque se habrían encontrado en bandos opuestos. Ojalá la hubiese visto cabalgando hacia la batalla a lomos de su dragón, con el dorado cabello ondeando al viento cual estandarte luminoso al que sus tropas seguían.

—Decís que confiáis en mi honor, señora —continuó y, llevado por su fervor, le tomó la mano—. Entonces debéis creerme cuando os digo que trabajo día y noche para intentar salvar Qualinesti. Esos rebeldes no me facilitan la labor. El dragón se ha enterado de sus ataques, de sus desafíos, y su cólera está a punto de estallar. Se pregunta en voz alta por qué pierde tiempo y dinero en gobernar a unos súbditos tan conflictivos. Hago cuanto está a mi alcance para aplacarla, pero está perdiendo la paciencia.

—¿Por qué me contáis todo esto, gobernador Medan? —preguntó Laurana—. ¿Qué tiene que ver conmigo?

—Señora, si ejercéis alguna influencia sobre esos rebeldes, haced que interrumpan sus hostilidades, por favor. Decidles que aunque sus actos de terrorismo pueden causarnos ciertos daños a mis hombres y a mí, a quien perjudican a la larga es a su propio pueblo.

—¿Y qué os hace pensar que yo, la reina madre, tengo algo que ver con los rebeldes? —inquirió Laurana. Sus mejillas se sonrojaron; sus ojos refulgieron.

Medan la miró con silenciosa admiración durante un instante antes de contestar.

—Digamos que me resulta difícil creer que alguien que combatió contra la Reina Oscura y sus seguidores tan tenazmente hace setenta años, durante la Guerra de la Lanza, haya dejado de luchar.

—Os equivocáis, gobernador —protestó Laurana—. Soy mayor, demasiado, para esas cosas. No, señor caballero —se anticipó—. Sé lo que vais a decir: que parezco tan joven como una doncella que asiste a su primer baile. Guardad vuestros bonitos cumplidos para quienes desean oírlos. No es ése mi caso. Ya no tengo ánimos ni empuje para luchar. Se quedaron, junto con mi corazón, en la tumba donde mi querido esposo, Tanis, está enterrado. Mi familia es lo único que me importa ahora. Quiero ver a mi hijo felizmente casado. Quiero sostener en mis brazos a mis nietos. Quiero que nuestro país viva en paz y estoy dispuesta a pagar el tributo al dragón para que siga así.

Medan la miró con escepticismo. Percibía un tono de sinceridad en su voz, pero no estaba diciendo toda la verdad. Laurana había sido una hábil diplomática en los días posteriores a la guerra. Estaba acostumbrada a decir a la gente lo que ésta quería oír y, al mismo tiempo, convencerla sutilmente para que creyera lo que ella deseaba que creyera. Con todo, habría sido muy descortés por su parte manifestar abiertamente sus dudas sobre lo que decía. Y, si hablaba en serio, entonces la compadecía. El hijo al que adoraba era un encogido sin carácter que tardaba horas en decidir si pedía fresas o arándanos para la comida. No parecía probable que Gilthas diese alguna vez el importante paso de decidir casarse. A menos, claro, que otra persona escogiese la novia por él.

Laurana giró la cabeza, pero no antes de que Medan viera el brillo de las lágrimas en sus ojos almendrados. En consecuencia, retomó la conversación sobre las orquídeas. Intentaba cultivar en su jardín una nueva variedad, con escaso éxito. Se extendió sobre ese tema para dar a Laurana la oportunidad de recobrar la compostura. Tras un rápido toque de los dedos en sus ojos, la elfa recuperó el control de sí misma. Le recomendó a su propio jardinero, un maestro con las orquídeas.

Medan aceptó su oferta, sumamente complacido. Los dos permanecieron una hora más en el invernáculo, hablando de raíces fuertes y flores delicadas del color y la textura de la cera.


—¿Dónde está mi honorable madre, Palthainon? —preguntó Gilthas, Orador de los Soles—. No la he visto en la última media hora.

El rey iba disfrazado como un soldado elfo de las frondas, las ropas en tonos pardos y verdes, unos colores que lo favorecían. Gilthas ofrecía un aspecto magnífico, aunque pocos soldados de los bosques realizarían su cometido vestidos con polainas y túnicas de la mejor seda y chaleco de cuero repujado en oro, con botas a juego. Sostenía una copa de vino en la mano, pero sólo se mojaba los labios por cortesía. Todo el mundo sabía que el vino le producía dolor de cabeza.

—Creo que vuestra madre está paseando por el jardín, majestad —contestó el prefecto, a quien no se le pasaba por alto ninguna de las idas y venidas de los miembros de la Casa Real—. Dijo que necesitaba un poco de aire fresco. ¿Queréis que mande a buscarla? Vuestra majestad no tiene buen aspecto.

—No me encuentro bien —dijo Gilthas—. Gracias por vuestra amable oferta, Palthainon, pero no la molestéis. —Sus ojos se oscurecieron y contempló a los danzantes con tristeza y envidia—. ¿Creéis que alguien se tomará a mal si me retiro a mis aposentos, prefecto? —inquirió en voz baja.

—Quizás un baile animaría a vuestra majestad —sugirió Palthainon—. Ved cómo os sonríe la preciosa Amiara. —El prefecto se inclinó para susurrar al oído del monarca—. Su padre es uno de los elfos más acaudalados de todo Qualinesti. Orfebre, ya sabéis. Y la joven es absolutamente encantadora...

—Sí, lo es —convino con desinterés Gilthas—. Pero no estoy en condiciones de bailar. Me siento mareado, con náuseas. Realmente creo que debo retirarme.

—Si vuestra majestad no se encuentra bien, por supuesto —comentó de mala gana Palthainon. Medan tenía razón. Si se le había privado de carácter, no se podía reprochar al joven rey su languidez—. Vuestra majestad debería permanecer en cama mañana. Yo me encargaré de los asuntos de estado.

—Gracias, Palthainon —susurró Gilthas—. Si no me necesitáis, pasaré el día trabajando en el duodécimo canto de mi nuevo poema.

Se puso de pie; la música cesó de repente y los danzantes se interrumpieron en mitad de un giro. Los hombres hicieron una inclinación de cabeza y las mujeres una reverencia. Las doncellas lo miraron con expectación. Gilthas pareció azorarse al advertirlo. Agachó la cabeza, bajó del estrado y se encaminó a paso rápido hacia la puerta que conducía a sus aposentos privados. Su sirviente personal lo acompañó, yendo delante con un candelabro encendido para alumbrar el camino a su majestad. Las doncellas elfas se encogieron de hombros y miraron en derredor recatadamente, buscando nuevas parejas de baile. La música se reanudó y el baile prosiguió.

El prefecto, mascullando imprecaciones, fue hacia la mesa equipada con refrescos y dulces.

Gilthas miró hacia atrás fugazmente antes de abandonar el salón y sonrió para sus adentros. Luego siguió el suave brillo del candelabro a través de los oscuros pasillos de su palacio. Allí no había cortesanos halagando y adulando; no se permitía la entrada a nadie que no tuviera el permiso de Palthainon, que vivía en un constante temor de que algún día cualquier otro pudiese arrebatarle los hilos de la marioneta. Había kalanestis montando guardia en todas las entradas.

Libre de la música y las luces, del gorjeo de risitas vanas, cuchicheos y murmuraciones, Gilthas exhaló un suspiro de alivio mientras avanzaba por los bien vigilados corredores. El palacio del Orador de los Soles, de reciente construcción, era una residencia espaciosa formada por árboles vivos que habían sido alterados por la magia y transformados con amoroso cuidado en techos y paredes. Los tapices estaban hechos de flores y plantas, inducidas para que formaran bellas obras de arte que cambiaban a diario, dependiendo de lo que florecía en cada momento. Los suelos de algunas estancias, como el salón de baile y la cámara de audiencias, eran de mármol. La mayoría de las habitaciones y pasillos de la zona privada, que se amoldaban al contorno de los troncos, estaban alfombradas con plantas fragantes.

El palacio se consideraba una maravilla entre el pueblo qualinesti. Gilthas había insistido en que todos los árboles utilizados se conservaran con las formas y en el lugar donde habían crecido y no permitió que los moldeadores de árboles los indujeran a doblarse en posturas forzadas para acomodar escaleras ni que desviaran las ramas a fin de proporcionar más luz. Su propósito con tales disposiciones era mostrar su respeto a los árboles, a los que al parecer les complacía su gesto, ya que medraban y crecían con fuerza. No obstante, el resultado era un laberinto irregular de corredores frondosos, en los que los nuevos en palacio se perdían a menudo durante horas enteras.

El rey caminaba en silencio, con la cabeza gacha y las manos enlazadas en la espalda. Era una actitud en la que se lo veía con frecuencia mientras deambulaba sin descanso por las estancias de palacio. Todos sabían que en esos momentos el joven monarca cavilaba algún verso o intentaba discurrir la rima de una estrofa, y los sirvientes se guardaban mucho de molestarlo. Los que se cruzaban con él hacían una profunda reverencia sin pronunciar palabra.

Esta noche reinaba la quietud en el palacio; la música del baile se oía, pero lejana y apagada por el suave murmullo del denso follaje que formaba el techo del corredor por el que caminaban. El rey alzó la cabeza y miró alrededor. Al no ver a nadie, se acercó un paso más a su sirviente.

—Planchet —dijo en voz baja y utilizando el idioma humano, conocido sólo por muy pocos elfos—, ¿dónde está el gobernador Medan? Me pareció verlo salir al jardín.

—Lo hizo, majestad —contestó el sirviente en la misma lengua y en tono quedo, sin volverse a mirar al monarca por si había alguien observándolos. Los espías de Palthainon estaban por todas partes.

—Qué inoportuno —manifestó Gilthas, ceñudo—. ¿Y si aún sigue por ahí fuera?

—Vuestra madre lo advirtió y fue en pos de él de inmediato, majestad. Lo mantendrá ocupado.

—Tienes razón. —Gilthas esbozó una sonrisa que únicamente las contadas personas que gozaban de su confianza conocían—. Medan no nos molestará esta noche. ¿Está todo listo?

—Hemos preparado suficiente comida para una jornada de viaje, majestad. La mochila está escondida en la gruta.

—¿Y Kerian? ¿Sabe dónde ha de reunirse conmigo?

—Sí, majestad. Dejé el mensaje en el sitio habitual. No estaba allí a la mañana siguiente, cuando fui a comprobarlo. En su lugar había una rosa roja.

—Lo has hecho muy bien, como siempre, Planchet. No sé cómo me las arreglaría sin ti. Por cierto, quiero esa rosa.

—La guardé en la mochila de vuestra majestad —indicó el sirviente.

Dejaron de hablar. Habían llegado a los aposentos del Orador. Los guardias kalanestis del rey —en apariencia su guardia personal, pero en realidad carceleros— saludaron al acercarse el joven monarca. Gilthas no les hizo caso alguno. Estaban a sueldo de Palthainon e informaban de todos sus movimientos al prefecto. En el dormitorio esperaban sirvientes para ayudar al rey a desvestirse y a prepararse para irse a la cama.

—Su majestad no se siente bien —anunció Planchet a los criados mientras dejaba el candelabro sobre una mesa—. Yo me ocuparé de atenderlo. Podéis marcharos.

Gilthas, pálido y lánguido, se enjugó los labios con el pañuelo de puntillas y se tumbó de inmediato en el lecho, sin molestarse siquiera en quitarse las botas. Planchet se encargaría de ello. Los sirvientes, acostumbrados a la mala salud del rey y a su deseo de soledad, no esperaban otra cosa tras los rigores de una fiesta, de modo que hicieron reverencias y se marcharon.

—Que nadie moleste a su majestad —ordenó Planchet, que acto seguido cerró la puerta con llave. Los guardias tenían una, pero rara vez la utilizaban en la actualidad. Tiempo atrás sí lo hacían para controlar al monarca a intervalos regulares; siempre lo encontraban donde se suponía que debía estar, enfermo en la cama o absorto en sus poemas, y finalmente dejaron de vigilarlo.

Planchet escuchó junto a la puerta unos instantes hasta oír que los guardias kalanestis se relajaban y volvían a sus juegos de azar, con los que mataban el aburrimiento de las largas y tediosas horas. Satisfecho, cruzó el dormitorio, abrió las puertas que daban al balcón y se asomó a la noche.

—Todo en orden, majestad.

Gilthas se incorporó de un salto de la cama y se encaminó hacia los ventanales.

—¿Sabes lo que tienes que hacer?

—Sí, majestad. Están preparadas las almohadas que ocuparán el sitio de vuestra majestad en la cama. Yo he de encargarme de fingir que os encontráis en el dormitorio, y no permitiré que nadie os visite.

—Muy bien. No has de preocuparte por Palthainon. No aparecerá por aquí en todo el día. Estará muy ocupado firmando con mi nombre y poniendo mi sello en documentos importantes.

Gilthas se detuvo junto a la balaustrada, a la que Planchet ató firmemente una cuerda.

—Que tengáis un provechoso viaje, majestad. ¿Cuándo regresáis?

—Si todo va bien, Planchet, estaré de vuelta mañana a medianoche.

—Todo irá bien —afirmó el elfo. Era varios años mayor que Gilthas y había sido escogido personal y cuidadosamente por Laurana para que entrara al servicio de su hijo. El prefecto había aprobado la elección; si se hubiese molestado en investigar a Planchet y su vida precedente, que incluía muchos años de leales servicios al elfo oscuro Porthios, el prefecto no habría dado su consentimiento—. La suerte sonríe a vuestra majestad.

Gilthas, que escudriñaba el jardín en busca de alguna señal de movimiento, le dirigió una breve ojeada.

—Hubo un tiempo en que te habría discutido esa afirmación, Planchet. Solía considerarme el ser más infortunado de este mundo, pillado en la trampa de mi propia vanidad y presunción, presa de mi propio miedo. Sí, hubo un tiempo en que veía la muerte como mi única salida. —Siguiendo un impulso asió la mano de su sirviente.

»Tú me obligaste a apartar la mirada del espejo, Planchet. Me empujaste a que dejara de contemplarme a mí mismo y volviese los ojos hacia el mundo. Cuando lo hice, vi a mi pueblo sufriendo, aplastado bajo el tacón de negras botas, viviendo bajo la sombra de negras alas, enfrentándose a un futuro sin esperanza y a una destrucción segura.

—Ya no vive sin esperanza —musitó Planchet mientras retiraba suavemente su mano, azorado por la consideración del rey—. El plan de vuestra majestad tendrá éxito.

—Esperemos que sí, Planchet. —Gilthas suspiró—. Esperemos que la suerte no sólo me sonría a mí. Esperemos que sonría a mi pueblo.

Descendió por la cuerda con destreza, palmo a palmo, y saltó al jardín sin hacer ruido. Planchet lo siguió con la mirada desde el balcón hasta que desapareció en la noche. Después cerró el ventanal y regresó junto a la cama, sobre la que arregló las almohadas y la colcha de manera que, si alguien se asomaba, viera lo que parecía un cuerpo tendido en ella.

—Y ahora, majestad —dijo en voz alta mientras cogía una pequeña arpa y tañía ligeramente las cuerdas—, tomaos vuestra pócima para dormir. Yo tocaré una música suave para arrullaros hasta que llegue el sueño.

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