DE TRES PARES DE CAJONES

1

Cuando Big Jim Rennie detuvo de un frenazo su Hummer H3 Alpha (color: Perla Negra; accesorios: todos los imaginables), iba unos buenos tres minutos por delante de la policía local, que era justo como a él le gustaba. Siempre por delante de la competencia, ese era el lema de Rennie.

Ernie Calvert seguía al teléfono, pero levantó una mano en un saludo algo torpe. Tenía todo el pelo alborotado y estaba tan alterado que casi parecía un loco.

– ¡Eh, Big Jim, los tengo al aparato!

– ¿A quiénes? -preguntó Rennie sin hacerle demasiado caso.

Estaba mirando la pira del camión maderero, que seguía ardiendo, y los restos de lo que sin duda era una avioneta. Aquello era un desastre, un desastre que podía dejarle un ojo morado al pueblo, sobre todo porque los dos nuevos y flamantes camiones de bomberos estaban en Castle Rock. En un simulacro al que él había dado el visto bueno… aunque era la firma de Andy Sanders la que figuraba en el impreso del permiso, porque Andy era el primer concejal. Eso estaba bien. Rennie creía mucho en lo que llamaba Coeficiente de Protegibilidad, y ser el segundo concejal era un excelente ejemplo de ese coeficiente en acción: tenías todo el poder (al menos cuando el primer concejal era un zopenco, como Sanders), pero rara vez tenías que cargar con la culpa cuando algo salía mal.

Y lo de allí delante era lo que Rennie -que había entregado su corazón a Jesús a la edad de dieciséis años y no decía palabrotas- llamaba «un lío de tres pares de cajones». Habría que tomar medidas. Habría que imponer orden, y no podía contar con ese vejestorio imbécil de Howard Perkins para conseguirlo. Puede que Perkins fuera un jefe de policía perfectamente capaz veinte años atrás, pero ya habían cambiado de siglo.

El ceño de Rennie se acentuó mientras estudiaba la escena. Demasiados curiosos. Claro que siempre había demasiados en situaciones como esa; a la gente le encantaba la sangre y la destrucción. Algunos parecían estar jugando a un juego de lo más extraño: ver hasta dónde eran capaces de inclinarse, o algo así.

Qué raro.

– ¡Ustedes, apártense de ahí! -gritó. Tenía buena voz para dar órdenes, fuerte y segura-. ¡Aparten!

Ernie Calvert -otro idiota, el pueblo estaba lleno de idiotas, Rennie suponía que como todos los pueblos- le tiró de la manga. Parecía más nervioso que nunca.

– He conseguido hablar con la GNA, Big Jim, y…

– ¿Con quién? ¿La qué? ¿De qué me hablas?

– ¡La Guardia Nacional del Aire!

De mal en peor. Gente que jugaba a saber a qué, y aquel imbécil llamando a la…

– Ernie, por el amor de Dios, ¿por qué tenías que llamar a la Guardia Nacional?

– Porque me ha dicho… ese hombre ha dicho que… -Pero Ernie no recordaba exactamente qué era lo que Barbie había dicho, así que se lo saltó-. Bueno, de todas formas, el coronel de la GNA ha escuchado lo que le he explicado y después me ha puesto en contacto con la oficina de Portland de Seguridad Nacional. ¡Me ha pasado directamente!

Rennie se dio una palmada en las mejillas con las dos manos, algo que solía hacer cuando estaba exasperado. En esos momentos parecía un Jack Benny de ojos fríos. Como el cómico, la verdad es que Big Jim de vez en cuando contaba chistes (siempre chistes inocentes). Tenía un repertorio de chistes porque vendía coches y porque sabía que se suponía que los políticos contaban chistes, sobre todo cuando se acercaban las elecciones. Así que había acumulado un pequeño stock rotativo de lo que él llamaba «gracietas» (como en «¿Queréis oír una gracieta, chicos?»). Los memorizaba igual que un turista en un país extranjero se queda con frases como «¿Dónde está el lavabo?» o «¿Hay un hotel con internet en este pueblo?».

Sin embargo, esta vez no estaba para chistes.

– ¡Seguridad Nacional! Pero, por todos los puñeteros del demonio, ¿por qué? -«puñetero» era, con diferencia, el reniego preferido de Rennie.

– Porque ese joven ha dicho que hay algo que obstruye la carretera. ¡Y lo hay, Jim! ¡Hay algo que no se ve! ¡La gente puede apoyarse en ello! ¿Lo ves? Lo están haciendo ahora mismo. Y… si le lanzas una piedra, ¡rebota! ¡Mira! -Ernie cogió una piedra y la lanzó. Rennie no se molestó en mirar hacia dónde iba; supuso que si le hubiera dado a alguno de aquellos mirones habrían soltado un grito-. El camión ha chocado con eso… sea lo que sea… ¡y la avioneta también! Y ese tipo me ha dicho que…

– Frena. ¿De qué tipo estamos hablando exactamente?

– Es un tío joven -dijo Rory Dinsmore-. Cocina en el Sweetbriar Rose. Si le pides una hamburguesa al punto, te la hace al punto. Mi padre dice que es muy difícil que te la sirvan al punto, porque nadie sabe cómo cocinarlas, pero ese tío sí. -Su rostro se iluminó con una sonrisa sumamente dulce-. Yo sé cómo se llama.

– Cierra el pico, Rory -le advirtió su hermano.

El rostro del señor Rennie se había ensombrecido. Por lo que Ollie Dinsmore sabía, ese era el aspecto que tenían los profesores justo antes de abofetearte con una semana de castigo.

Rory, sin embargo, no hizo ni caso.

– ¡Tiene nombre de chica! Se llama Baaarbara.

Cuando ya creía que no volvería a ver a ese puñetero, va y vuelve a aparecer, pensó Rennie. Ese inútil de las narices que no vale para nada.

Se volvió hacia Ernie Calvert. La policía ya casi había llegado, pero Rennie pensó que aún tenía tiempo para poner fin a esa última locura provocada por Barbara. No lo veía por allí. Tampoco lo esperaba, la verdad. Era muy típico de Barbara remover el guiso, montar una buena y salir huyendo.

– Ernie -dijo-, te han informado mal.

Alden Dinsmore dio un paso al frente.

– Señor Rennie, no veo cómo puede decir eso cuando no sabe de qué información se trata.

Rennie sonrió. Bueno, en todo caso estiró los labios.

– Conozco a Dale Barbara, Alden. Esa es la información que tengo. -Se volvió otra vez hacia Ernie Calvert-. Ahora, si no te importa…

– Chis -dijo Calvert, levantando una mano-. Tengo a alguien.

A Big Jim Rennie no le gustaba que le mandasen callar, y menos aún un tendero retirado. Le quitó el teléfono de la mano como si Ernie fuese un ayudante que lo había estado sujetando solamente para eso.

Por el móvil, una voz dijo:

– ¿Con quién hablo? -Menos de cuatro palabras, pero bastaron para decirle a Rennie que se enfrentaba a un burocrático hijo de la Gran Bretaña. El Señor era testigo de que se las había visto con suficientes de ellos en sus tres décadas en el ayuntamiento, y que los federales eran los peores.

– James Rennie al habla, segundo concejal de Chester's Mills. ¿Quién es usted, señor?

– Donald Wozniak, Seguridad Nacional. Parece que tienen un problema en la carretera 119. Se ha producido algún tipo de interceptación.

¿Interceptación? ¡¿Interceptación?! ¿Qué clase de jerga federal era esa?

– Le han informado mal, señor -dijo Rennie-. Lo que tenemos es una avioneta (una avioneta civil, una avioneta local) que ha intentado aterrizar en la carretera y ha colisionado con un camión. La situación está completamente controlada. No requerimos la ayuda de Seguridad Nacional.

– Señor Rennie -dijo el granjero-, eso no es lo que ha pasado.

Rennie agitó una mano en su dirección, luego echó a andar hacia el primer coche patrulla, del que estaba bajando Hank Morrison. Un tipo grande, algo así como de un metro noventa y cinco, pero básicamente inútil. Y detrás de él, la chica del buen par de peras. Wettington, así se llamaba, y ella peor que inútil: una lengua insolente y una cabeza hueca. Sin embargo, detrás de la mujer llegaba Peter Randolph. Randolph era el ayudante del jefe, y un hombre muy del gusto de Rennie. Un hombre capaz de poner las cosas en su sitio. Si Randolph hubiera sido el oficial de guardia la noche que Junior se buscó problemas en ese estúpido bar que era un agujero del demonio, Big Jim dudaba de que esa mañana el señor Dale Barbara siguiera causando problemas en la ciudad. De hecho, el señor Barbara estaría ya entre rejas en The Rock. Lo cual a Rennie le parecería la mar de bien.

Entretanto, el hombre de Seguridad Nacional -¿cómo tenían el cuajo de llamarse a sí mismos «agentes»?- seguía cotorreando sin parar.

Rennie lo interrumpió.

– Gracias por su interés, señor Wozner, pero ya nos hemos hecho cargo. -Apretó el botón de colgar sin antes despedirse. Después volvió a endosarle el teléfono a Ernie Calvert.

– Jim, no creo que eso haya sido muy sensato.

Rennie no le hizo caso, observó cómo Randolph aparcaba detrás del coche patrulla de esa Wettington; las luces del techo lanzaban destellos. Pensó en acercarse para saludarlo, pero desechó la idea antes de que se hubiera formado del todo en su mente. Que se acercara Randolph. Así era como se suponía que tenían que funcionar las cosas. Y así acabarían funcionando, por Dios que sí.

2

– Big Jim -dijo Randolph-. ¿Qué ha pasado aquí?

– Me parece que es evidente -repuso Big Jim-. La avioneta de Chuck Thompson ha tenido una pequeña discusión con un camión maderero. Parece que la pelea ha acabado en tablas. -Entonces oyó las sirenas que venían desde Castle Rock. Casi seguro que serían los bomberos (Rennie esperaba que llegaran con los dos camiones nuevos… y espantosamente caros; todo iría mucho mejor si al final nadie se daba cuenta de que los nuevos camiones no estaban en la ciudad cuando se había organizado aquel lío de tres pares de cajones). Las ambulancias y la policía tampoco tardarían en llegar.

– Eso no es lo que ha pasado -dijo Alden Dinsmore con tozudez-. Yo estaba en el jardín lateral y he visto cómo la avioneta simplemente…

– Más vale que hagamos retroceder a toda esa gente, ¿no te parece? -preguntó Rennie a Randolph, señalando hacia los mirones.

Había unos cuantos en el lado del camión, prudentemente alejados de las llamas, y bastantes más en el lado de Mills. Aquello empezaba a parecer una convención.

Randolph se dirigió a Morrison y a Wettington.

– Hank -dijo, y señaló a los espectadores del lado de Mills.

Alguien había empezado a revolver entre los restos esparcidos de la avioneta de Thompson. Se oían gritos de horror a medida que descubrían pedazos de los cadáveres.

– Vale -dijo Morrison, y se puso en marcha.

Randolph señaló a Wettington los espectadores del lado del camión maderero.

– Jackie, ocúpate de… -Se quedó a media frase.

Los groupies del desastre del lado sur del accidente estaban de pie en los pastos para las vacas que había a un lado de la carretera y metidos en la maleza hasta las rodillas al otro. Todos miraban boquiabiertos, lo cual les confería una expresión de estúpido interés con la que Rennie estaba muy familiarizado; la veía en algún que otro rostro todos los días, y en masa todos los meses de marzo, durante la asamblea municipal. Solo que esa gente no estaba mirando el camión en llamas. Y Peter Randolph, que no era ningún tonto (no es que fuera brillante, ni de lejos, pero por lo menos sabía cuál era la mano que le daba de comer), estaba mirando hacia el mismo sitio que todos los demás, con esa misma expresión de asombro y la mandíbula desencajada. Igual que Jackie Wettington.

Era el humo lo que todos miraban. El humo que ascendía desde el camión incendiado.

Era oscuro y oleoso. La gente que estaba situada de cara al viento tendría que estar medio asfixiada, sobre todo con la ligera brisa que llegaba del sur. Pero no les pasaba nada. Y entonces Rennie vio por qué. Costaba de creer, pero lo estaba viendo, no había duda. El humo se desplazaba hacia el norte, al menos al principio, pero entonces torcía en un ángulo muy pronunciado, casi recto, y ascendía verticalmente en una columna, como si fuera una chimenea. Al subir, además, dejaba un residuo marrón oscuro. Una mancha alargada que parecía flotar en el aire.

Jim Rennie sacudió la cabeza para que esa imagen desapareciera, pero seguía allí cuando dejó de hacerlo.

– ¿Qué es eso? -preguntó Randolph. El asombro le había suavizado la voz.

Dinsmore, el granjero, se colocó delante de él.

– Ese tipo -señaló a Ernie Calvert- tenía a Seguridad Nacional al teléfono, y este tipo -señaló a Rennie con un gesto teatral de tribunal, pero a Rennie no le importó lo más mínimo- le ha quitado el teléfono ¡y ha colgado! No tendría que haberlo hecho, Pete. Porque no ha habido ninguna colisión. La avioneta no estaba ni mucho menos cerca del suelo. Yo lo he visto. Estaba cubriendo las plantas por si llegan las heladas y lo he visto todo.

– Yo también lo he visto… -empezó a decir Rory, y esta vez fue su hermano Ollie el que le dio una colleja. Rory se puso a lloriquear.

Alden Dinsmore dijo:

– Se ha estrellado contra algo. Contra lo mismo que el camión. Está ahí, se puede tocar. Ese joven, el cocinero, ha dicho que deberían decretar una zona de exclusión aérea, y llevaba razón. Pero el señor Rennie -señalaba de nuevo a Rennie, como si se creyera un puñetero Perry Mason en lugar de un tipo que se ganaba el pan colocando ventosas en las tetas a las vacas- no ha querido ni hablar con ellos. Ha colgado así y punto.

Rennie no se rebajó a negarlo.

– Estás perdiendo el tiempo -le dijo a Randolph. Acercándose un poco más y hablando apenas en un susurro, añadió-: El jefe está al llegar. Te aconsejo que aceleres y controles el lugar de los hechos antes de que lo tengas aquí. -Dirigió al granjero una mirada fría y breve-. Ya interrogarás más tarde a los testigos.

Sin embargo, fue Alden Dinsmore, exasperante hasta la desesperación, quien dijo la última palabra.

– Ese tal Barber tenía razón. Él tenía razón y Rennie se equivoca.

Rennie apuntó mentalmente tomar medidas contra Alden Dinsmore en un futuro. Tarde o temprano los granjeros acudían a los concejales con el sombrero en la mano -en busca de una exención, una recalificación de terrenos, cualquier cosa-, y cuando el señor Dinsmore se viera en una de esas encontraría poco consuelo, si Rennie tenía algo que decir al respecto. Y normalmente así era.

– ¡Que controles el lugar de los hechos! -le dijo a Randolph.

– Jackie, aparta de ahí a esa gente -dijo el ayudante del jefe de policía señalando hacia los mirones que contemplaban el desastre desde el lado del camión maderero-. Establece un perímetro.

– Señor, me parece que esa gente en realidad está en Motton…

– No me importa, apártalos de ahí. -Randolph miró por encima del hombro a Duke Perkins, que estaba saliendo del coche patrulla del jefe de policía, un coche que Randolph suspiraba por ver en el camino de entrada de su casa. Y allí lo vería algún día, con la ayuda de Big Jim Rennie. Dentro de otros tres años, como mucho-. Los del departamento de policía de Castle Rock te lo agradecerán cuando lleguen, créeme.

– Pero ¿y…? -Señaló la mancha de humo, que seguía extendiéndose. Vistos a través de ella, los árboles, llenos de los colores de octubre, parecían de un gris oscuro y uniforme, y el cielo era de una malsana tonalidad azul amarillenta.

– No te acerques a eso -dijo Randolph, y después se fue a ayudar a Hank Morrison a establecer el perímetro del lado de Chester's Mills, aunque antes tenía que poner a Perk al tanto de todo.

Jackie se aproximó a la gente que estaba junto al camión maderero. La muchedumbre crecía a medida que los que llegaban daban parte por el móvil. Algunos habían apagado a pisotones algún pequeño fuego de los matorrales, lo cual estaba bien, pero luego se habían quedado merodeando, mirando como embobados. La agente recurrió a los gestos propios de quien espanta el ganado, los mismos de los que se valía Hank en el lado de Mills, y entonó su mismo mantra:

– Váyanse, señores, esto ya se ha acabado, aquí no hay nada que ver, nada que no hayan visto ya, despejen la calzada para permitir el paso de los camiones de bomberos y la policía, váyanse, despejen la zona, márchense a casa, váy…

Había chocado contra algo. Rennie no tenía ni idea de con qué, pero sí vio el resultado. El borde del sombrero de la agente fue lo primero que se topó con aquello. Se dobló y le cayó por la espalda. Un instante después sus insolentes peras -un par de puñeteros proyectiles, es lo que eran- quedaron aplastadas. Luego se le torció la nariz, que expulsó un chorro de sangre que salpicó sobre algo… y empezó a resbalar en goterones, como la pintura en una pared.

La agente cayó sobre su almohadillado trasero con expresión de asombro.

El granjero de las narices metió entonces su cuchara:

– ¿Lo ve? ¿Qué le había dicho?

Randolph y Morrison no lo habían visto. Perkins tampoco; los tres estaban conversando junto al capó del coche del jefe. A Rennie se le pasó por la cabeza la fugaz idea de acercarse a Wettington, pero ya lo estaban haciendo otros y, además, seguía demasiado cerca de aquello con lo que había chocado, fuera lo que fuese. Así que lo que hizo fue correr hacia los hombres, semblante adusto, barriga dura, proyectando la autoridad de quien sabe cómo poner las cosas en su sitio. De camino le dedicó una mirada fulminante al granjero Dinsmore.

– Jefe -dijo, metiéndose entre Morrison y Randolph.

– Big Jim -dijo Perkins, asintiendo-. Veo que no has perdido ni un momento.

Seguramente era una pulla, pero Rennie, pez viejo, no mordió el anzuelo.

– Me temo que aquí pasa algo más de lo que parece a primera vista. Creo que será mejor que alguien se ponga en contacto con Seguridad Nacional. -Hizo una pausa y adoptó una expresión apropiadamente grave-. No diré que esto sea cosa de los terroristas… pero tampoco diré lo contrario.

3

Duke Perkins miraba más allá de Big Jim. Ernie Calvert y Johnny Carver, que trabajaba en Gasolina & Alimentación Mills, estaban ayudando a Jackie a levantarse. La mujer parecía aturdida y le sangraba la nariz, pero por lo demás estaba bien. Sin embargo, había algo en todo aquello que le daba mala espina. Desde luego, los accidentes en los que se producían víctimas mortales transmitían hasta cierto punto esa sensación, pero allí había algo más que no cuadraba.

Para empezar, la avioneta no había intentado aterrizar. Había demasiados fragmentos y estaban diseminados en un área demasiado extensa. Y los curiosos. También en ellos se percibía algo extraño. Randolph no se había dado cuenta, pero Duke Perkins sí. Deberían haber formado un gran grupo diseminado. Era lo que hacían siempre, como para ofrecerse consuelo al encontrarse frente a la muerte. En cambio esos no habían formado un solo grupo, sino dos, y el del otro lado del cartel que marcaba el límite municipal de Motton estaba tremendamente cerca del camión, que seguía ardiendo. No es que hubiera peligro, por lo que juzgó… pero ¿por qué no se movían hacia aquí?

Los primeros camiones de bomberos doblaron a toda velocidad la curva que había al sur. Eran tres. Duke se alegró de ver que el segundo de la fila llevaba CUERPO DE BOMBEROS DE CHESTER'S MILL CAMIÓN N.° 2 escrito en letras doradas en el lateral. La muchedumbre retrocedió un poco más hacia la espesa maleza para dejarles sitio. Duke volvió a prestarle atención a Rennie.

– ¿Qué ha pasado aquí? ¿Lo sabes?

Rennie abrió la boca para contestar, pero, antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le quitó la palabra.

– Hay una barrera que cruza la carretera. No se ve, pero está ahí, jefe. El camión se ha estrellado contra ella. La avioneta también.

– ¡Es cierto, maldita sea! -exclamó Dinsmore.

– La agente Wettington también ha chocado con ella -dijo Johnny Carver-. Por suerte, iba más despacio. -Rodeaba a Jackie con un brazo; parecía aturdida.

Duke se fijó en que la sangre de la agente había manchado la manga de la chaqueta de LA GASOLINERA DE MILL ME PONE A TODO GAS que llevaba Carver.

Otro camión de bomberos llegó al lado de Motton. Los dos primeros habían bloqueado la carretera formando una V. Los bomberos bajaban en tropel y desplegaban las mangueras. Duke oyó el alarido de una ambulancia que venía de Castle Rock. ¿Y la nuestra?, se preguntó. ¿Había ido también a aquel condenado y estúpido simulacro? Quería pensar que no. ¿Quién en su sano juicio llevaría una ambulancia a una casa vacía en llamas?

– Parece que hay una barrera invisible… -empezó a decir Rennie.

– Sí, de eso ya me he enterado -dijo Duke-. No sé lo que significa, pero me he enterado.

Dejó a Rennie y se acercó a su agente herida; no vio el color rojo oscuro que tiñó las mejillas del segundo concejal tras su desplante.

– Jackie… ¿Estás bien? -preguntó Duke, agarrándola del hombro con dulzura.

– Sí. -Se tocó la nariz; el flujo de sangre empezaba a disminuir-. ¿Cree que está rota? No me parece que me la haya roto.

– No está rota, pero se te va a inflamar. Aunque creo que para el Baile de la Cosecha ya estarás bien.

La agente le ofreció una débil sonrisa.

– Jefe -dijo Rennie-, creo en serio que deberíamos llamar a alguien para informar de esto. Si no a Seguridad Nacional… pensándolo bien parece un poco exagerado… al menos sí a la policía del estado.

Duke lo apartó de en medio. Fue un gesto amable pero inequívoco. Casi un empujón. Rennie cerró los puños con fuerza y luego volvió a abrir las manos. Se había construido una vida en la que él era de los que empujan y no de los que se dejan empujar, pero eso no cambiaba el hecho de que únicamente los idiotas usaban los puños. Solo había que ver a su propio hijo. Bueno, daba igual, había que tomar nota de los desprecios y corregirlos, por lo general más tarde… pero a veces más tarde era mejor.

Más dulce.

– ¡Peter! -Duke llamaba a Randolph-. ¡Dales un toque a los del centro de salud y pregúntales dónde narices está nuestra ambulancia! ¡Quiero verla aquí!

– Eso puede hacerlo Morrison -dijo Randolph. Había sacado la cámara de fotos de su coche y se disponía a hacer algunas fotografías del lugar de los hechos.

– Puedes hacerlo tú, ¡y ahora mismo!

– Jefe, no creo que Jackie esté tan hecha polvo, y no hay nadie más que…

– Cuando quiera tu opinión te la pediré, Peter.

Randolph iba a lanzarle una miradita cuando vio la expresión de Duke. Tiró la cámara al asiento delantero de su coche y cogió el móvil.

– ¿Qué ha sido, Jackie? -preguntó Duke.

– No lo sé. Primero he sentido un hormigueo, como cuando tocas sin querer las clavijas de un enchufe al enchufarlo. Y luego eso se ha pasado y me he dado contra… Dios, no sé contra qué me he dado.

Un «Ahhh» se alzó entre los espectadores. Los bomberos habían apuntado las mangueras hacia el camión maderero en llamas, pero parte del chorro rebotaba al otro lado del camión. Se estrellaba contra algo y salpicaba hacia atrás, creando un arco iris en el aire. Duke no había visto nada parecido en su vida… salvo, quizá, en el túnel de lavado, mirando el impacto de los chorros a presión contra el parabrisas.

Entonces vio un arco iris también en el lado de Mills: pequeño. Una de las espectadoras, Lissa Jamieson, la bibliotecaria del pueblo, se acercó caminando.

– ¡Lissa, aparta de ahí! -gritó Duke.

Ella no le hizo caso. Era como si estuviese hipnotizada. Se quedó a pocos centímetros de donde el chorro de agua a presión chocaba contra nada más que el aire y rebotaba hacia atrás, y extendió las manos. Duke vio unas gotitas de vapor reluciendo en su pelo, que llevaba recogido en un moño en la nuca. El pequeño arco iris se rompió y luego volvió a formarse detrás de ella.

– ¡No es más que vapor! -exclamó la chica; parecía extasiada-. Allí toda esa agua, ¡y aquí no hay más que vapor! Como el de un humidificador.

Peter Randolph alzó el teléfono móvil y sacudió la cabeza.

– Tengo señal, pero no consigo comunicar. Supongo que todos estos curiosos -dibujó un gran arco con el brazo- tienen las líneas colapsadas.

Duke no sabía si eso era posible, pero era cierto que allí casi todo el mundo estaba cotorreando o sacando fotos con un móvil. Excepto Lissa, mejor dicho, que seguía en su papel de ninfa de los bosques.

– Ve por ella -le dijo Duke a Randolph-. Apártala de ahí antes de que decida sacar sus cristales mágicos o algo así.

La cara de Randolph daba a entender que esos encargos quedaban muy por debajo de su rango salarial, pero se ocupó de ello. Duke soltó una carcajada. Fue breve pero auténtica.

– Por el amor de Dios, ¿qué ves ahí que te haga reír? -preguntó Rennie.

Más policías del condado de Castle iban llegando del lado de Motton. Si Perkins no se andaba con cuidado, los de Rock acabarían controlando aquello. Y llevándose todo el dichoso mérito.

Duke dejó de reír, aunque seguía sonriendo. Sin ningún reparo.

– Esto es un lío de tres pares de cajones -dijo-. ¿No es eso lo que dices tú, Big Jim? Y, por lo que he podido comprobar, a veces reírse es la única forma de enfrentarse a un lío de cajones.

– ¡No tengo ni idea de a qué te refieres! -repuso Rennie, casi gritando.

Los chicos de Dinsmore se apartaron de él y se colocaron al lado de su padre.

– Ya lo sé -contestó Duke con suavidad-. Y no pasa nada. Lo único que tienes que entender por ahora es que yo soy el principal representante y defensor de la ley en el lugar de los hechos, al menos hasta que llegue el sheriff del condado, y que tú eres un concejal de la ciudad. Aquí no tienes autoridad oficial, así que me gustaría que te retiraras.

Duke señaló hacia el lugar donde el agente Henry Morrison estaba colocando cinta amarilla alrededor de dos grandes fragmentos del fuselaje de la avioneta, y alzó la voz:

– ¡Me gustaría que todo el mundo se retirara y nos dejara hacer nuestro trabajo! Sigan al concejal Rennie. Él los llevará hasta el otro lado de la cinta amarilla.

– Eso no me ha gustado nada, Duke -dijo Rennie.

– Que Dios te bendiga, pero me importa un carajo -dijo Duke-. Sal de mi lugar de los hechos, Big Jim. Y ve con cuidado y rodea la cinta. Que Henry no tenga que colocarla dos veces.

– Jefe Perkins, quiero que recuerdes cómo me has hablado hoy. Porque yo lo recordaré.

Rennie caminó ofendido hacia la cinta. Los demás espectadores lo siguieron, la mayoría de ellos mirando por encima del hombro cómo el agua chocaba contra la barrera manchada de diesel y formaba una línea mojada en la carretera. Un par de ellos, los más listos (Ernie Calvert, por ejemplo), ya se habían dado cuenta de que esa línea marcaba con exactitud la frontera entre Motton y Chester's Mills.

Rennie sintió la infantil tentación de romper con el pecho la cinta que tan bien había colocado Hank Morrison, pero se contuvo. Sin embargo, lo que no pensaba hacer era dar toda la vuelta y acabar con un montón de bardanas enganchadas en sus pantalones de sport de Land's End. Le habían costado sesenta dólares. Pasó por debajo sosteniendo la cinta con una mano. Su barriga le impedía agacharse mucho.

Detrás de él, Duke se acercó despacio al lugar donde Jackie se había dado el golpe. Extendió una mano, como un ciego que anda a tientas por una habitación que no conoce.

Ahí era donde se había caído… y ahí…

Sintió el hormigueo que ella le había descrito, pero, en lugar de pasar, se intensificó hasta convertirse en un dolor abrasador por debajo de la clavícula izquierda. Le dio tiempo de recordar lo último que Brenda le había dicho -«Ten cuidado con tu marcapasos»- y entonces le explotó en el pecho con fuerza suficiente para abrirle la sudadera de los Wildcats que se había puesto esa mañana en honor al partido de la tarde. Sangre, jirones de algodón y trozos de carne salpicaron la barrera.

La muchedumbre soltó un «Ahhh».

Duke intentó pronunciar el nombre de su mujer y no lo consiguió, pero mentalmente vio su rostro con claridad. Sonrió.

Después, oscuridad.

4

El chaval era Benny Drake, catorce años, y un Razor. Los Razors eran un club de skate pequeño pero entregado al que las fuerzas del orden locales miraban con reprobación pero sin llegar a proscribirlos, y eso a pesar de los llamamientos de los concejales Rennie y Sanders pidiendo tal medida (en la asamblea municipal del marzo anterior, ese mismo dúo dinámico había conseguido desestimar un punto del presupuesto que habría sufragado una zona segura para practicar skate en la plaza del pueblo, detrás del quiosco de música).

El adulto era Eric «Rusty» Everett, treinta y siete años, auxiliar médico que trabajaba con el doctor Ron Haskell, en quien Rusty a menudo pensaba como en el Mago de Oz. Porque, habría explicado Rusty (si hubiese tenido a alguien más, aparte de a su mujer, a quien poder confesarle semejante deslealtad), muchas veces se queda detrás de la cortina mientras yo hago todo el trabajo.

En esos momentos estaba comprobando cuándo se había puesto la última vacuna del tétanos el joven señorito Drake. Otoño de 2009, muy bien. Sobre todo teniendo en cuenta que el joven señorito Drake se había dado un batacazo mientras rodaba sobre el cemento y se había hecho una buena raja en la pantorrilla. No era un desastre total, pero sí mucho peor que una simple quemadura por el restregón con el asfalto.

– Ha vuelto la luz, tío -informó el joven señorito Drake.

– Es el generador, tío -dijo Rusty-. Suministra al hospital y también al centro de salud. Brutal, ¿eh?

– Un clásico -convino el joven señorito Drake.

Por un momento, adulto y adolescente miraron sin decir nada el tajo de quince centímetros de la pantorrilla de Benny Drake. Limpio de suciedad y sangre, el corte tenía un aspecto desgarrado pero ya no era lo que se dice horrible. La alarma de la ciudad había dejado de sonar, pero a lo lejos aún se oían sirenas. Entonces oyeron la de los bomberos y los dos pegaron un bote.

La ambulancia va a echar humo, pensó Rusty. Como que sí. Twitch y Everett vuelven al ataque. Será mejor que me dé prisa con esto.

Solo que la cara del chico estaba bastante blanca, y a Rusty le pareció verle lágrimas en los ojos.

– ¿Tienes miedo? -preguntó.

– Un poco -dijo Benny Drake-. Mi madre me va a castigar.

– ¿Eso es lo que te da miedo? -Porque él creía que a Benny Drake ya lo habían castigado unas cuantas veces. Como que a menudo, tío.

– Bueno… ¿cuánto va a dolerme?

Rusty había estado escondiendo la jeringuilla. En ese momento le inyectó tres centímetros cúbicos de xilocaína y epinefrina (un compuesto insensibilizador al que él llamaba novocaína). Se tomó su tiempo para anestesiar la herida y no hacerle al chico más daño del estrictamente necesario.

– Así, más o menos.

– Uau -dijo Benny-. Dese prisa, doctor. Código azul.

Rusty se rió.

– ¿Has conseguido hacer un full pipe antes del batacazo? -como skater retirado hacía tiempo, sentía sincera curiosidad.

– Solo un half pipe, ¡pero ha sido la bomba! -dijo Benny, y se le iluminó la cara-. ¿Tú cuántos puntos crees? A Norrie Calvert le pusieron doce cuando se la pegó en Oxford el verano pasado.

– No tantos -dijo Rusty. Conocía a Norrie, una minigótica cuya mayor aspiración parecía ser matarse con un skate antes de dar a luz a su primer ilegítimo. Presionó cerca de la herida con la aguja de la jeringuilla-. ¿Notas esto?

– Sí, tío, del todo. ¿No has oído algo así como un tiro ahí fuera? -Benny señaló vagamente hacia el sur mientras se sentaba en la camilla, en calzoncillos y sangrando sobre el papel que la cubría.

– Pues no -dijo Rusty.

En realidad había oído dos: no tiros sino, mucho se temía, explosiones. Tenía que acabar enseguida con aquello, y ¿dónde estaba el Mago? Según Ginny, haciendo la ronda. Lo cual seguramente significaba que se estaba echando una siesta en la sala de médicos del Cathy Russell. Allí era donde el Mago de Oz hacía casi todas sus rondas últimamente.

– ¿Lo sientes ahora? -Rusty volvió a apretar con la aguja-. No mires, mirar es trampa.

– No, tío, nada. La estás cagando conmigo.

– Que no. Estás dormido. -En más de un sentido, pensó Rusty-. Vale, allá vamos. Túmbate, relájate y disfruta del vuelo con Aerolíneas Cathy Russell. -Frotó la herida con solución salina aséptica, desbridó y luego cortó con su fiel escalpelo n.° 10-. Seis puntos con mi mejor nailon cuatro-cero.

– Genial -dijo el chico. Después-: Creo que a lo mejor devuelvo.

Rusty le pasó una palangana para vómitos, conocida en esas circunstancias como el plato de la pota.

– Vomita aquí. Si te desmayas, te quedas solo.

Benny no se desmayó. Tampoco devolvió. Rusty estaba aplicando unas gasas estériles sobre la herida cuando se oyeron unos golpes suaves en la puerta, a los que siguió la cabeza de Ginny Tomlinson.

– ¿Puedo hablar contigo un momento?

– Por mí no os preocupéis -dijo Benny-. Yo aquí estoy súper bien.

Menudo sinvergüenza.

– ¿En el pasillo, Rusty? -dijo Ginny. Ni siquiera miró al chico.

– Ahora mismo vuelvo, Benny. Quédate ahí sentado y tómatelo con calma.

– Rollo chill-out. No hay problema.

Rusty siguió a Ginny al pasillo.

– ¿Toca ambulancia? -preguntó.

Detrás de Ginny, en la soleada sala de espera, la madre de Benny leía muy seria un libro de bolsillo con portada romántico-salvaje.

Ginny asintió.

– En la 119, en el límite municipal de Tarker´s. Hay otro accidente en el otro límite municipal, el de Motton, pero me han dicho que en ese todos los implicados son MA. -Muertos en el Acto-. Choque camión-avioneta. La avioneta intentaba aterrizar.

– ¿Me tomas el pelo?

Alva Drake miró en derredor, frunció el ceño y regresó a su libro de bolsillo. Al menos a mirarlo mientras se preguntaba si su marido la apoyaría en su decisión de castigar a Benny hasta que cumpliera los dieciocho.

– No es ninguna tomadura de pelo, es lo que ha pasado -dijo Ginny-. También me están llegando avisos de otras colisiones…

– Qué raro.

– … pero el tío del límite municipal de Tarker's sigue vivo. Un camión de reparto que ha volcado, creo. Andando, que es gerundio. Twitch te espera.

– ¿Acabas tú con el crío?

– Sí. Anda vete.

– ¿Y el doctor Rayburn?

– Tenía pacientes en el Stephens Memorial. -Ese era el hospital de Norway-South Paris-. Va de camino, Rusty. Ve para allá.

Antes de salir se detuvo para decirle a la señora Drake que Benny estaba bien. Alva no pareció alegrarse demasiado de la noticia, pero le dio las gracias. Dougie Twitchell -Twitch- estaba sentado en el parachoques de la anticuada ambulancia que Jim Rennie y demás concejales seguían sin reemplazar; fumaba un cigarrillo y tomaba un poco el sol. Llevaba un walkie-talkie de radioaficionado que no dejaba de parlotear: voces que saltaban como palomitas de maíz y chocando unas contra otras.

– Tira esa papeleta para el sorteo de un cáncer de pulmón y pongámonos en marcha -dijo Rusty-. Sabes a dónde hay que ir, ¿verdad?

Twitch tiró la colilla. A pesar de su apodo -Twitch, «tic nervioso»-, era el enfermero más calmado que Rusty había conocido, y eso era mucho decir.

– Sé lo mismo que te ha dicho Gin-Gin: límite municipal Tarker's-Chester's, ¿no?

– Sí. Un camión volcado.

– Sí, bueno, pues los planes han cambiado. Tenemos que ir en la otra dirección. -Señaló al horizonte sur, donde se alzaba una espesa columna de humo negro-. ¿Nunca has deseado ver un accidente aéreo?

– Ya lo he visto -dijo Rusty-. En el servicio militar. Dos tipos. Podrías haber untado en una rebanada lo que quedó de ellos. Ya tuve bastante con eso, vaquero. Ginny dice que allí están todos muertos, así que ¿por qué…?

– Puede que sí, puede que no -dijo Twitch-, pero ahora también ha caído Perkins, y a lo mejor él no está muerto.

– ¿El jefe Perkins?

– El mismísimo. Me parece que si el marcapasos ha explotado y le ha abierto el pecho, que es lo que afirma Peter Randolph, el pronóstico no es bueno, pero es el jefe de la policía. Líder intrépido.

– Twitch. Colega. Un marcapasos no puede explotar. Es completamente imposible.

– Entonces a lo mejor sigue vivo y podemos hacer una buena acción -repuso Twitch. Mientras rodeaba el capó de la ambulancia, sacó el paquete de tabaco.

– No vas a fumar en la ambulancia -dijo Rusty.

Twitch lo miró con tristeza.

– A menos que compartas, claro.

Twitch suspiró y le pasó el paquete.

– Ah, Marlboro -dijo Rusty-. Los que más me gusta gorronear.

– Me parto contigo -dijo Twitch.

5

Cruzaron a toda velocidad el semáforo del centro del pueblo en el que la 117 desembocaba en la 119; con la sirena aullando, los dos fumando como posesos (con las ventanillas bajadas, que era el Procedimiento Operativo Estándar) y escuchando la cháchara de la radio. Rusty no pillaba gran cosa, pero había algo que tenía claro: le iba a tocar trabajar hasta muy pasadas las cuatro.

– Tío, no sé qué ha ocurrido -dijo Twitch-, pero esto es lo que hay: vamos a ver un auténtico accidente aéreo. Bueno, el después del accidente, cierto, pero no se puede tener todo.

– Twitch, eres un puto chacal.

Había mucho tráfico, sobre todo en dirección sur. Puede que algunos de esos tipos estuvieran realmente de camino a los recados que tuvieran que hacer, pero Rusty tenía la sensación de que la mayoría eran moscas humanas atraídas por el olor de la sangre. Twitch adelantó a cuatro de una vez sin ningún problema; el carril en dirección norte de la 119 estaba extrañamente vacío.

– ¡Mira! -dijo Twitch, señalando-. ¡Un helicóptero de la tele! ¡Saldremos en las noticias de las seis, Gran Rusty! Heroicos enfermeros luchan para…

Pero ahí terminó el vuelo imaginario de Dougie Twitchell. Por delante de ellos -en el lugar del accidente, supuso Rusty-, el helicóptero hizo un quiebro. Por un instante Rusty pudo leer el número 13 en un lateral y vio el ojo de la CBS. Después explotó y derramó una lluvia de fuego desde el cielo sin nubes de primera hora de la tarde.

– ¡Dios mío, lo siento! -exclamó Twitch-. ¡No lo decía en serio! -Y después, como un niño, destrozándole el corazón a Rusty aun a pesar de estar conmocionado-: ¡Lo retiro!

6

– Tengo que volver -dijo Gendron. Se quitó la gorra de los Sea Dogs y se limpió con ella el rostro ensangrentado, mugriento, pálido. La nariz se le había hinchado tanto que parecía el pulgar de un gigante. Sus ojos espiaban desde unos círculos oscuros-. Lo siento, pero me duele un huevo la napia y… bueno, ya no soy tan joven como antes. Además… -Alzó los brazos y los dejó caer. Estaban uno frente al otro; Barbie le habría dado un abrazo y una buena palmada en la espalda si hubiera sido posible.

– Estás hecho polvo, ¿eh? -preguntó.

Gendron respondió con una risotada.

– Ese helicóptero ha sido lo que me faltaba. -Y los dos miraron hacia la nueva columna de humo.

Barbie y Gendron habían seguido camino desde el accidente de la 117 después de asegurarse de que los testigos ya estaban pidiendo ayuda para Elsa Andrews, la única superviviente. Al menos ella no parecía muy malherida, aunque estaba claramente destrozada por la muerte de su amiga.

– Pues vuelve. Despacio. Tómate tu tiempo. Descansa cuando lo necesites.

– ¿Tú sigues?

– Sí.

– ¿Todavía crees que encontrarás el final de esto?

Barbie guardó silencio un momento. Al principio estaba seguro, pero a esas alturas…

– Eso espero -dijo.

– Bien, pues buena suerte. -Gendron se tocó la visera de la gorra a modo de despedida y luego se la recolocó-. Espero estrecharte la mano antes de que acabe el día.

– Yo también -dijo Barbie. Se detuvo. Había estado pensando-. ¿Puedes hacer algo por mí, si consigues recuperar tu móvil?

– Claro.

– Llama a la base del Ejército de Fort Benning. Pregunta por el oficial de enlace y dile que necesitas ponerte en contacto con el coronel James O. Cox. Dile que es urgente, que le llamas de parte del capitán Dale Barbara. ¿Te acordarás?

– Dale Barbara. Ese eres tú. James Cox, ese es él. Lo tengo.

– Si consigues hablar con él… no estoy seguro de que lo consigas, pero si lo haces… explícale lo que está pasando. Dile que, si nadie se ha puesto en contacto con Seguridad Nacional, él es el indicado. ¿Podrás hacerlo?

Gendron asintió.

– Si puedo, lo haré. Buena suerte, soldado.

Barbie podría haber seguido con su vida sin que volvieran a llamarlo así, pero levantó un dedo para tocarse la frente. Después continuó andando en busca de lo que ya no creía que fuese a encontrar.

7

En el bosque dio con un camino que corría más o menos paralelo a la barrera. Estaba abandonado e invadido por la maleza, pero era mucho mejor que abrirse paso entre los matorrales. De vez en cuando se desviaba hacia el oeste y palpaba la muralla que separaba Chester's Mills del mundo exterior. Siempre estaba ahí.

Barbie se detuvo en cuanto llegó al lugar donde la 119 cruzaba hacia la localidad hermana de Chester's Mills, Tarker's Mills. Algún buen samaritano se había llevado al conductor del camión de reparto volcado al otro lado de la barrera, pero el camión seguía allí, bloqueando la carretera como un enorme animal muerto. Las puertas traseras se habían abierto a causa del impacto. El asfalto estaba cubierto de pastelitos Devil Dogs, Ho Hos, Ring Dings, Twinkies y galletitas de mantequilla de cacahuete. Un joven con una camiseta de George Strait estaba sentado en el tocón de un árbol comiendo una de esas galletas. Tenía un teléfono móvil en la mano. Miró a Barbie.

– Eh. ¿Vienes de…? -Señaló vagamente hacia detrás de Barbie. Parecía cansado, asustado y desilusionado.

– Del otro lado de la ciudad -dijo Barbie-. Sí.

– ¿Hay barrera invisible por todas partes? ¿La frontera está cerrada?

– Sí.

El joven asintió y apretó un botón del móvil.

– ¿Dusty? ¿Ya estás ahí? -Escuchó, luego dijo-: Vale. -Cortó la llamada-. Mi amigo Dusty y yo hemos empezado a caminar al este de aquí. Nos hemos separado. Él ha ido hacia el sur. Estamos en contacto por teléfono. Bueno, cuando podemos comunicar. Ahora está donde se ha estrellado el helicóptero. Dice que no para de llegar gente.

Barbie estaba seguro de que así era.

– ¿Esta cosa no tiene ninguna brecha por tu lado? El joven sacudió la cabeza. No dijo más, tampoco hacía falta. Podían haber pasado por alto alguna brecha, Barbie sabía que era posible, agujeros del tamaño de una ventana o una puerta, pero lo dudaba.

Pensó que estaban incomunicados.

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