A las ocho menos cuarto, el Honda Odyssey Green casi nuevo de Linda Everett se acercó al muelle de carga de la parte de atrás de Almacenes Burpee. Thurse iba en el asiento del acompañante. Los niños (demasiado callados para ser unos niños que se habían embarcado en una aventura) ocupaban el asiento de atrás. Aidan se había abrazado a la cabeza a Audrey, que a buen seguro sentía el nerviosismo del pequeño y lo soportaba con paciencia.
A pesar de las tres aspirinas, Linda todavía notaba un dolor punzante en el hombro y no conseguía quitarse de la cabeza la cara de Carter Thibodeau. Ni su olor: una mezcla de sudor y colonia. Tenía miedo de que apareciera detrás de ella en cualquier momento con uno de los coches patrulla y les cortara la retirada. «La próxima descarga irá por la retaguardia. Y me dará igual que las niñas estén mirando.»
Y ese tipo era capaz. Lo haría. Aunque no podía largarse del pueblo, Linda estaba impaciente por alejarse todo lo posible del nuevo Yo Viernes de Rennie.
– Coge un rollo entero y las cizallas -le dijo a Thurse-. Están debajo de esa caja de leche. Eso me ha dicho Rusty.
Thurston abrió la puerta, pero se detuvo.
– No puedo hacerlo. ¿Y si alguien más lo necesita?
Linda no pensaba discutir; seguramente acabaría gritándole y asustando a los niños.
– Lo que tú quieras, pero date prisa. Esto es como una emboscada.
– Iré todo lo deprisa que pueda.
Aun así, pareció tardar una eternidad en recortar algunos trozos de lámina de plomo, y Linda tuvo que contenerse para no asomarse por la ventanilla y preguntarle si era una vieja remilgada ya de nacimiento o si se había convertido en una con los años.
Estate calladita. Anoche perdió a alguien a quien amaba.
Sí, y, si no se daban prisa, ella podía perderlo todo. En Main Street ya había gente que salía hacia la 119 y la granja lechera de Dinsmore, dispuestos a conseguir los mejores sitios. Linda daba un respingo cada vez que un altavoz de la policía vociferaba: «¡NO SE PERMITEN COCHES EN LA CARRETERA! A MENOS QUE SE ENCUENTREN FÍSICAMENTE IMPEDIDOS, DEBEN IR A PIE».
Thibodeau era listo, se había olido algo. ¿Y si regresaba y veía que su furgoneta ya no estaba? ¿Saldría a buscarla? Mientras tanto, Thurse no hacía más que cortar trozos de lámina de plomo para aislar tejados. Se volvió, y ella creyó que ya había terminado, pero solo estaba midiendo visualmente el parabrisas. Se puso a cortar otra vez. Arrancó otro trozo de un tirón. Tal vez sí que estaba intentando volverla loca. Una idea tonta, pero desde que se le había metido en la cabeza no había forma de hacerla desaparecer.
Todavía sentía a Thibodeau restregándose contra sus nalgas. El cosquilleo de su rastrojo de barba. Los dedos estrujándole los pechos. Se había dicho a sí misma que no miraría lo que le había dejado en la parte de atrás de los vaqueros cuando se los quitara, pero no pudo evitarlo. Lo que le vino a la mente fue «lefa», y había librado una breve y dura batalla por mantener el desayuno en el estómago. Lo cual a él, de haberlo sabido, le habría encantado.
El sudor afloró a su frente.
– ¿Mamá? -Judy, justo en su oído. Linda gritó al sobresaltarse. Lo siento, no quería asustarte. ¿Puedo comer algo?
– Ahora no.
– ¿Por qué no deja de hablar ese hombre por el altavoz?
– Cielo, ahora mismo no puedo estar por ti.
– ¿Estás agobiada?
– Sí. Un poco. Siéntate bien.
– ¿Vamos a ver a papá?
– Sí. -A no ser que nos atrapen y me violen delante de vosotros-. Siéntate bien.
Thurse por fin volvía. Gracias a Dios por los pequeños favores.
Parecía que llevaba suficientes recortes de plomo cuadrados y rectangulares como para blindar un tanque.
– ¿Lo ves? No ha sido tan terri… Ay, mierda.
Los niños estallaron en risitas; para Linda fueron gruesas limas que le rasparon el cerebro.
– Una moneda al bote de las palabrotas, señor Marshall -dijo Janelle.
Thurse miró hacia abajo divertido. Se había guardado las cizallas en el cinturón.
– Volveré a dejarlas bajo la caja de leche…
Linda se las arrebató antes de que pudiera terminar la frase, dominó el impulso momentáneo de hundírselas hasta el mango en su delgado torso (Un dominio admirable, pensó) y bajó para guardarlas ella misma.
Mientras lo hacía, un vehículo se colocó detrás de la furgoneta y les bloqueó el acceso a West Street, la única salida del callejón.
El Hummer de Jim Rennie estaba aparcado pero en marcha en lo alto de la cuesta del Ayuntamiento, justo por debajo de la intersección en Y donde se bifurcaban Highland Avenue y Main Street. Desde abajo llegaban amplificadas exhortaciones para que todo el mundo dejara los coches y fuese a pie, a menos que se encontrasen impedidos. Las aceras eran un río de gente, muchos de ellos con una mochila a la espalda. Big Jim los contemplaba con esa especie de sufrido desdén que sienten los cuidadores que hacen su trabajo no por amor sino por deber.
El que iba a contracorriente era Carter Thibodeau. Avanzaba a grandes pasos por el centro de la calle, apartando de vez en cuando a alguien de en medio. Cuando llegó al Hummer, subió al asiento del pasajero y se secó el sudor de la frente con el brazo.
– Vaya, qué bien sienta el aire acondicionado. No son ni las ocho de la mañana y ahí fuera debemos de estar ya a veinticuatro grados. Además, el aire huele como un jodido cenicero. Perdón por la palabrota, jefe.
– ¿Qué tal suerte has tenido?
– Más bien mala. He hablado con la agente Everett. Ex agente Everett. Los demás se han esfumado.
– ¿Sabe algo?
– No. No ha tenido noticias del médico. Y Wettington la ha tratado como a un champiñón: la ha tenido a oscuras y la ha alimentado con mierda.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
– ¿Sus hijas estaban con ella?
– Pues sí. Y también el hippy. El que le arregló a usted el corazón. Además de los dos niños que Junior y Frankie encontraron en el Pond. -Carter lo pensó un poco-. Ahora que la amiguita de él está muerta y el marido de ella desaparecido, ese tipo y Everett seguramente acabarán chingando como conejos antes de que termine esta semana. Si quiere que le dé otro repaso a esa mujer, jefe, lo haré.
Big Jim levantó un solo dedo del volante para indicar que no sería necesario. Había concentrado su atención en otro lugar.
– Míralos, Carter.
Carter no podía hacer otra cosa. La afluencia de gente que salía del pueblo era mayor a cada minuto que pasaba.
– Casi todos estarán en la Cúpula a eso de las nueve, y sus puñeteros familiares no llegarán hasta las diez. Como muy pronto. Para entonces ya empezarán a tener sed. A mediodía, los que no hayan pensado en llevar agua estarán bebiendo meados de vaca del estanque de Alden Dinsmore, Dios los bendiga. Y la verdad es que debe de haberlos bendecido, porque la mayoría son demasiado idiotas para trabajar y están demasiado nerviosos para robar.
Carter rió con un ladrido.
– Con eso tenemos que vérnoslas -dijo Rennie-. Con la turba. La dichosa muchedumbre. ¿Ellos qué quieren, Carter?
– No lo sé, jefe.
– Claro que sí. Quieren comida, Oprah, música country y una cama caliente donde trajinar cuando se pone el sol. Para poder fabricar más de su especie. Madre mía, ahí viene otro miembro de la tribu.
Era el jefe Randolph; subía la cuesta trabajosamente y se enjugaba la cara, de un rojo encendido, con un pañuelo.
Big Jim estaba completamente inmerso en su discurso.
– Nuestro trabajo, Carter, es cuidar de ellos. Puede que no nos guste, puede que no siempre creamos que lo merecen, pero es la labor que Dios nos ha encomendado. Solo que, para cumplirla, antes tenemos que ocuparnos de nosotros mismos, y por eso almacenamos gran cantidad de fruta y verdura fresca del Food City en el despacho del secretario del ayuntamiento hace dos días. No lo sabías, ¿verdad? Bueno, no pasa nada. Vas un paso por delante de ellos y yo voy un paso por delante de ti, y así es como se supone que ha de ser. La lección es sencilla: el Señor ayuda a quienes se ayudan a sí mismos.
– Sí, señor.
Llegó Randolph. Iba con la lengua fuera, tenía ojeras y parecía haber perdido peso. Big Jim pulsó el botón que bajaba su ventanilla.
– Entra, jefe, y disfruta de un poco de aire acondicionado. -Y, cuando Randolph fue hacia el asiento del acompañante, Big Jim añadió-: Ahí no, ahí está sentado Carter. -Sonrió-. Sube atrás.
No era un coche patrulla el que había aparcado detrás del monovolumen Odyssey; era una ambulancia del hospital. Dougie Twitchell iba al volante. Ginny Tomlinson ocupaba el asiento del acompañante con un bebé dormido en su regazo. Las puertas de atrás se abrieron y de allí salió Gina Buffalino. Todavía llevaba puesto el uniforme de enfermera voluntaria. La chica que la siguió, Harriet Bigelow, vestía vaqueros y una camiseta que decía EQUIPO OLÍMPICO DE BESOS DE ESTADOS UNIDOS.
– ¿Qué…? ¿Qué…? -Era lo único que Linda lograba decir. El corazón le iba a toda velocidad y la sangre le afluía a la cabeza con tanta fuerza que tenía la sensación de notar cómo le vibraban los tímpanos.
Twitch dijo:
– Rusty ha llamado y nos ha dicho que vayamos al campo de manzanos de Black Ridge. Yo ni siquiera sabía que hubiese un manzanar allí arriba, pero Ginny sí, y… ¿Linda? Cielo, estás blanca como un fantasma.
– Estoy bien -dijo ella, y se dio cuenta de que estaba a punto de desmayarse. Se pellizcó el lóbulo de las orejas, un truco que le había enseñado Rusty hacía mucho tiempo. Igual que muchos de los remedios caseros de su marido (aplastar los quistes sebáceos con el lomo de un libro contundente era otro), funcionó. Cuando volvió a hablar, su voz sonó más cercana y, en cierto modo, más real-. ¿Os ha dicho que vinierais antes aquí?
– Sí. Para cargar un poco de eso. -Señaló la lámina de plomo que había en el muelle-. Solo por curarnos en salud, es lo que ha dicho. Pero necesitaré esas cizallas.
– ¡Tío Twitch! -gritó Janelle, y corrió a sus brazos.
– ¿Qué pasa, bomboncito? -La abrazó, dio unas vueltas con ella en brazos y la dejó en el suelo. Janelle se asomó a la ventanilla del acompañante para ver al bebé.
– ¿Cómo se llama la niña?
– Es un niño -dijo Ginny-. Se llama Little Walter.
– ¡Qué guay!
– Jannie, vuelve al coche, tenemos que irnos -dijo Linda.
Thurse preguntó:
– ¿Quién cuida del fuerte, chicos?
Ginny parecía avergonzada.
– Nadie. Pero Rusty ha dicho que no nos preocupáramos a menos que hubiera alguien que necesitara cuidados continuados. Aparte de Little Walter, no había nadie más. Así que he cogido al bebé y nos hemos puesto en marcha. Twitch dice que a lo mejor podemos volver más tarde.
– Espero que alguien pueda hacerlo -dijo Thurse, pesimista. Linda se había fijado en que el pesimismo parecía ser la actitud por defecto de Thurston-. Tres cuartas partes de la ciudad van a pata hacia la Cúpula por la 119. La calidad del aire es mala y alcanzaremos los treinta grados a eso de las diez, que será más o menos la hora a la que llegarán los autobuses con los visitantes. Si Rennie y sus cohortes se han ocupado de preparar algún tipo de cobijo, yo no me he enterado. Seguramente antes de que se ponga el sol habrá un montón de enfermos en Chester's Mills. Con suerte solo serán golpes de calor y asma, pero también podría haber ataques al corazón.
– Chicos, quizá deberíamos volver -dijo Gina-. Me siento como una rata escapando de un barco que naufraga.
– ¡No! -gritó de repente Linda; todos, incluso Audi, la miraron-. Rusty ha dicho que va a pasar algo malo. Puede que no sea hoy… pero ha dicho que podría pasar. Cortad plomo para las ventanillas de la ambulancia y marchaos. Yo no me quedaría mucho más por aquí. Uno de los matones de Rennie ha venido a verme esta mañana y, si se pasa por casa y ve que el coche no está…
– Venga, poneos en camino -dijo Twitch-. Daré marcha atrás para que podáis salir. No te molestes en intentar ir por Main Street, ya es un caos.
– ¿Main Street, por delante del garito de la policía? -Linda casi se estremeció-. No, gracias. El taxi de mamá subirá por West Street hacia Highland.
Twitch se sentó al volante de la ambulancia y las dos jóvenes reclutas sanitarias volvieron a subir. Gina dirigió a Linda una última mirada dubitativa por encima del hombro.
Linda se detuvo, miró primero al niño dormido y sudoroso, después a Ginny.
– A lo mejor Twitch y tú podríais volver al hospital esta noche a ver cómo van las cosas por allí. Podéis decir que habíais salido a atender una llamada en algún lugar que quede lejos, que estabais en Northchester o algo así. Pero, hagáis lo que hagáis, no nombréis Black Ridge.
– No.
Ahora es fácil decirlo, pensó Linda. Si Carter Thibodeau te arrincona contra un fregadero, tal vez no te resulte tan fácil encubrirnos.
Empujó a Audrey, cerró la puerta corredera y subió al asiento del conductor de su Odyssey Green.
– Salgamos de aquí -dijo Thurse, ocupando el otro asiento-. No estaba tan paranoico desde mis días de «¡Muerte a los polis!».
– Bien -contestó ella-. Porque paranoia total significa concentración total.
Dio marcha atrás con el monovolumen, rodeó la ambulancia y enfiló West Street.
– Jim -dijo Randolph desde el asiento de atrás del Hummer-, he estado pensando en esa redada.
– Vaya, vaya… ¿Por qué no nos concedes el honor de compartir tus pensamientos, Peter?
– Soy el jefe de la policía. Si se trata de elegir entre controlar a la muchedumbre en la granja de Dinsmore y capitanear una redada en un laboratorio de drogas donde puede haber adictos armados protegiendo sustancias ilegales… bueno, tengo muy claro cuál es mi deber. Digámoslo así.
Big Jim descubrió que no quería discutir ese punto. Discutir con idiotas era contraproducente. Randolph no tenía ni idea de qué clase de armas podía haber almacenadas en la emisora de radio. A decir verdad, ni siquiera el propio Big Jim lo sabía (no tenía forma de saber lo que Bushey había cargado en la cuenta de la empresa), pero al menos podía imaginar lo peor; una hazaña mental de la que ese charlatán con uniforme parecía incapaz. ¿Y si le sucedía algo a Randolph…? Bueno, ¿acaso no había decidido ya que Carter sería un sustituto más que adecuado?
– Está bien, Pete -dijo-. Nada más lejos de mi intención que interponerme entre tu deber y tú. Eres el nuevo oficial al mando de la operación, con Fred Denton de segundo. ¿Te satisface eso?
– ¡Puedes estar seguro de que sí, puñetas! -Randolph sacó pecho. Parecía un gallo hinchado y a punto de cantar. Big Jim, aunque no era conocido por su sentido del humor, tuvo que ahogar una risa.
– Entonces, baja a la comisaría y empieza a organizar a tu equipo. Camiones municipales, recuerda.
– ¡Correcto! ¡El asalto será a mediodía! -Agitó un puño en el aire.
– Id por el bosque.
– Verás, Jim, yo quería hablar contigo de eso. Parece un poco complicado. Ese bosque de detrás de la emisora es bastante impenetrable, habrá hiedra venenosa… y zumaque venenoso, que es aún pe…
– Hay un camino de acceso -dijo Big Jim. Se le estaba agotando la paciencia-. Quiero que vayáis por allí. Que los ataquéis desde el lado ciego.
– Pero…
– Una bala en la cabeza sería mucho peor que la hiedra venenosa. Ha sido un placer hablar contigo, Pete. Me alegro de verte tan… -Pero ¿tan qué? ¿Presuntuoso? ¿Ridículo? ¿Imbécil?
– Tan absolutamente entusiasmado -dijo Carter.
– Gracias, Carter, justo lo que estaba pensando. Pete, dile a Henry Morrison que pasa a ser el encargado de controlar a la muchedumbre en la 119. ¡Y entrad por ese camino de acceso!
– De verdad, creo que…
– Carter, ábrele la puerta.
– Ay, Dios mío -dijo Linda, y giró bruscamente hacia la izquierda con el monovolumen, que dio un bote al subirse al bordillo a menos de cien metros del lugar en que se bifurcaban Main y Highland. Las tres niñas se rieron al sentir la sacudida, pero el pobrecillo Aidan puso cara de susto y volvió a agarrarse a la cabeza de la sufrida Audrey.
– ¿Qué?-soltó Thurse-. ¡¿Qué?!
Linda aparcó en el jardín de alguien, detrás de un árbol. Era un roble de buen tamaño, pero el monovolumen también era grande y el árbol había perdido la mayoría de sus hojas muertas. Ella quería creer que los ocultaba, pero no podía.
– El Hummer de Jim Rennie está ahí arriba, en mitad de ese maldito cruce de mierda.
– Has dicho una palabrota gorda -dijo Judy-. Dos monedas en el bote de las palabrotas.
Thurse estiró el cuello.
– ¿Estás segura?
– ¿Crees que alguien más en este pueblo tiene un vehículo tan descomunal?
– Joder -dijo Thurston.
– ¡Al bote de las palabrotas! -Esta vez Judy y Jannie lo dijeron a la vez.
Linda sintió que se le secaba la boca y que la lengua se le pegaba al paladar. Thibodeau bajó entonces por la puerta del acompañante y, si miraba hacia donde estaban ellos…
Si nos ve, lo atropello, pensó. La idea le infundió una calma aviesa.
Thibodeau abrió una de las puertas del Hummer. Peter Randolph bajó del coche.
– Ese hombre se está sacando los pantalones del trasero -informó Alice Appleton a todo el grupo-. Mi madre dice que eso es que buscas petróleo.
Thurston Marshall estalló en carcajadas, y Linda, que habría jurado que ya no quedaba risa en su interior, se unió a él. Pronto estuvieron todos riendo, incluso Aidan, que, evidentemente, no sabía qué era lo que les hacía tanta gracia. Linda tampoco estaba muy segura.
Randolph empezó a bajar la cuesta, tirándose todavía de los fondillos del pantalón de su uniforme. No había ningún motivo para que eso les hiciera reír, lo cual lo hacía más gracioso todavía.
Audrey, que no quería quedarse al margen, se puso a ladrar.
En algún lugar había un perro ladrando.
Big Jim lo oyó, pero no se molestó en buscarlo con la mirada. Ver a Peter Randolph marchar cuesta abajo lo llenaba de satisfacción.
– Mírelo cómo se saca los pantalones del trasero -comentó Carter-. Mi padre solía decir que eso es que estás buscando petróleo.
– Lo único que va a encontrar es la WCIK -dijo Big Jim- y, si no olvida esa cabezonería de realizar un asalto frontal, es muy probable que sea el último lugar al que vaya jamás. Bajemos al ayuntamiento a ver un rato ese carnaval por la tele. Cuando nos cansemos, quiero que vayas a buscar a ese médico hippy y le digas que, si intenta ir a algún sitio, nos lo llevaremos y lo encerraremos en la cárcel.
– Sí, señor. -Era un trabajo que no le importaba hacer. A lo mejor podía darle otro repaso a la ex agente Everett, esta vez quitándole antes los pantalones.
Big Jim puso la marcha y el Hummer empezó a moverse cuesta abajo, despacio, mientras él iba dando bocinazos a cualquiera que no se apartara enseguida de en medio.
En cuanto enfiló el camino de entrada del ayuntamiento, el monovolumen Odyssey cruzó la intersección y se alejó del pueblo. No había peatones en Upper Highland Street, así que Linda aceleró enseguida. Thurse Marshall empezó a entonar una canción infantil, «The Wheels on the Bus», y al cabo de nada todos los niños estaban cantando con él.
El día de Visita ha llegado a Chester's Mills y una impaciencia ansiosa impregna el ánimo de las personas que salen caminando por la carretera 119 hacia la granja de Dinsmore, donde tan mal terminó la manifestación de Joe McClatchey hace tan solo cinco días. Se sienten esperanzados (aunque no exactamente felices), a pesar de ese recuerdo; también a pesar del calor y el hedor del aire. El horizonte, más allá de la Cúpula, se ve ahora borroso, y por encima de los árboles el cielo se ha oscurecido a causa de las partículas de materia acumuladas. Cuando se mira directamente hacia arriba no se nota tanto, pero aun así el cielo no está del todo bien; el azul tiene un tinte amarillento, como una catarata cubriendo el ojo de un anciano.
– Así solía estar el cielo cuando las fábricas de papel funcionaban a pleno rendimiento allá por los años setenta -dice Henrietta Clavard (la del trasero no del todo roto). Le ofrece su botella de ginger ale a Petra Searles, que camina junto a ella.
– No, gracias -dice Petra-. He traído un poco de agua.
– ¿Está aliñada con vodka? -se interesa Henrietta-. Porque esta sí. Mitad y mitad, corazón; yo lo llamo «Bomba de Canadá Dry».
Petra acepta la botella y echa un buen trago.
– ¡Caray! -exclama.
Henrietta asiente con gesto profesional.
– Sí. No es sofisticado, pero le alegra a una el día.
Muchos de los peregrinos llevan pancartas que tienen pensado exhibir ante sus visitas del mundo exterior (y ante las cámaras, desde luego), como el público de un programa de las mañanas en directo de la televisión. Pero todos los carteles de los programas de
las
mañanas son alegres. La mayoría de estos no lo son. Algunos, reciclados de la manifestación del domingo pasado, dicen REVÉLATE CONTRA EL PODER y ¡¡DEJADNOS SALIR, JODER!! Hay algunos nuevos, que dicen EXPERIMENTO DEL GOBIERNO: ¿¿¿POR QUÉ???. FIN DEL SECRETISMO y SOMOS SERES HUMANOS, NO CONEJILLOS DE INDIAS. El de Johnny Carver dice ¡PARAD LO QUE ESTÁIS HACIENDO, EN EL NOMBRE DE DIOS! ¡¡ANTES D Q SEA DEMASIADO TARDE!! El de Frieda Morrison pregunta (agramatical pero apasionadamente) ¿POR CULPA DE CUÁLES CRÍMENES ESTAMOS MURIENDO? El de Bruce Yardley es el único que entona una nota completamente positiva. Va sujeto a una vara de dos metros envuelta con papel crepé azul (en
la
Cúpula sobresaldrá por encima de todos los demás) y dice ¡HOLA MAMÁ Y PAPÁ EN CLEVELAND! ¡OS QUEREMOS!
Unos nueve o diez carteles contienen referencias bíblicas. Bonnie Morrell, esposa del propietario del almacén de maderas del pueblo, lleva uno que proclama ¡NO LOS PERDONES, PORQUE SÍ SABEN LO QUE HACEN! En el de Trina Cole pone EL SEÑOR ES MI PASTOR debajo de un dibujo que probablemente sea un cordero, aunque es difícil asegurarlo.
El de Donnie Baribeau solo lleva escrito REZAD POR NOSOTROS.
Marta Edmunds, que a veces hace de canguro para los Everett, no se encuentra entre los peregrinos. Su ex marido vive en South Portland, pero duda que se presente, y ¿qué le diría si se presentara? ¿«Te estás retrasando con la pensión alimenticia, cabrón»? Sale por la Little Bitch en lugar de por la 119. La ventaja es que no tiene que caminar, va con su Acura (y pone el aire acondicionado a toda potencia). Su destino es la agradable casita donde Clayton Brassey ha pasado sus últimos años. Él es su tío bisabuelo segundo (o alguna chorrada por el estilo) y, aunque no está muy segura de su parentesco ni de su grado de separación, sí sabe que el viejo tiene un generador. Si todavía funciona, podrá ver la tele. También quiere asegurarse de que el tío Clayt sigue bien; o todo lo bien que se puede estar cuando se tienen ciento cinco años y el cerebro se te ha convertido en copos de avena Quaker.
No está bien. Clayton Brassey ya ha entregado el testigo de ser el habitante de mayor edad del pueblo. Está sentado en el salón, en su sillón preferido, con su orinal de esmalte desportillado en el regazo y el Bastón del Boston Post apoyado en la pared de al lado, y está frío como el hielo. No hay ni rastro de Nell Toomey, su tataranieta y principal cuidadora; la chica ha salido hacia la Cúpula con su hermano y su cuñada.
Marta dice:
– Oh, tío… Lo siento, pero seguramente ya era tu hora.
Entra en el dormitorio, saca una sábana limpia del armario y cubre al anciano con ella. El resultado se asemeja un poco a una pieza de mobiliario cubierta en una casa abandonada. Una cómoda alta, quizá. Marta oye el generador consumiendo combustible en la parte de atrás y piensa que qué demonios. Enciende el televisor, sintoniza la CNN y se sienta en el sofá. Lo que aparece en la pantalla casi consigue hacerle olvidar que está acompañada por un cadáver.
Es un plano aéreo tomado con un potente teleobjetivo desde un helicóptero que se cierne por encima del mercadillo de Motton, donde aparcarán los autobuses de las visitas. Los más madrugadores del interior de la Cúpula ya están allí. Detrás de ellos llega el haj: dos carriles de asfalto llenos de gente hasta el Food City. No puede pasarse por alto la similitud de los habitantes del pueblo con hormigas.
Un locutor no hace más que parlotear utilizando palabras como «maravilloso» y «sorprendente». La segunda vez que dice «Nunca había visto nada igual», Marta quita el sonido y piensa: Nadie había visto nunca nada igual, tonto del bote. Está pensando en levantarse a ver qué encuentra en la cocina para picar (a lo mejor no es apropiado, con un cadáver en la habitación, pero ella tiene hambre, joder), y entonces la imagen de la pantalla se divide. En la mitad izquierda, otro helicóptero sigue ahora la hilera de autobuses que salen de Castle Rock, y la leyenda de la parte inferior de la pantalla dice LOS VISITANTES LLEGARÁN POCO DESPUÉS DE LAS 10.00 H.
Al final tendrá tiempo de prepararse alguna cosilla. Marta encuentra galletitas saladas, mantequilla de cacahuete y (lo mejor de todo) tres botellas frías de Bud. Se lo lleva de vuelta al salón en una bandeja y se sienta.
– Gracias, tío -dice.
Aun sin sonido (sobre todo sin sonido), las imágenes yuxtapuestas son fascinantes, hipnóticas. Cuando la primera cerveza empieza a subírsele a la cabeza (¡qué felicidad!), Marta se da cuenta de que es como esperar que una fuerza irrefrenable se tope con un objeto inamovible, preguntándose si se producirá una explosión cuando se encuentren.
No muy lejos de la muchedumbre que se está reuniendo, en el montículo donde están cavando la tumba de su padre, Ollie Dinsmore se apoya en su pala y observa el gentío que se acerca: doscientos, después cuatrocientos, luego ochocientos. Ochocientos como mínimo. Ve a una mujer que lleva a un bebé a la espalda en una de esas mochilas para críos y se pregunta si está mal de la azotea, sacar a un niño tan pequeño con el calor que hace, sin un gorro siquiera para protegerle la cabeza. Los vecinos que van llegando se quedan de pie bajo el neblinoso sol, mirando y esperando con impaciencia los autobuses. Ollie piensa en lo lento y triste que será el paseo de vuelta, cuando la juerga haya terminado. Todo el trayecto hasta el pueblo bajo el calor abrasador de la tarde. Después retoma el trabajo que tiene entre manos.
Detrás de la creciente muchedumbre, en ambos arcenes de la 119, la policía (una docena de agentes, casi todos nuevos, comandados por Henry Morrison) aparca sus coches patrulla con las luces del techo encendidas. Los últimos dos vehículos llegan más tarde porque Henry les ha ordenado que carguen en el maletero garrafas de agua del caño que hay en el parque de bomberos, donde, según ha descubierto, el generador no solo sigue funcionando, sino que parece que aguantará un par de semanas más. No va a haber agua suficiente, ni mucho menos (es una cantidad absurdamente ridícula, de hecho, dado el gentío), pero es cuanto pueden hacer. La reservarán para los que se desmayen bajo el sol. Henry espera que no sean muchos, pero sabe que algunos caerán, y maldice a Jim Rennie por la falta de preparativos. Sabe que es porque a Rennie le importa un comino y, en opinión de Henry, eso hace que la negligencia sea aún más grave.
Él ha ido hasta allí con Pamela Chen, la única de los nuevos «ayudantes especiales» en quien confía por completo, y cuando ve esa afluencia de gente, le dice que llame al hospital. Quiere la ambulancia allí cerca, esperando. La chica vuelve cinco minutos después con una información que a Henry le resulta tan increíble como absolutamente esperable. Una paciente ha contestado al teléfono de recepción, dice Pamela, una joven que se ha presentado esa mañana con la muñeca rota. Dice que todo el personal médico se ha marchado y que la ambulancia tampoco está.
– Vaya, pues sí que estamos bien -dice Henry-. Espero que tengas frescos tus conocimientos de primeros auxilios, Pammie, porque a lo mejor vas a tener que ponerlos en práctica.
– Sé aplicar resucitación cardiopulmonar.
– Bien. -Señala a Joe Boxer, el dentista con debilidad por los Eggo. Boxer lleva un brazalete azul y gesticula con arrogancia para que la gente se aparte hacia uno y otro lado de la carretera (la mayoría no le hacen caso)-. Y si a alguien le duele una muela, que se la arranque ese capullo engreído.
– Eso será si tienen dinero en metálico para pagarle -dice Pamela. Tuvo su experiencia con Joe Boxer cuando le salieron las muelas del juicio. El hombre le dijo algo de «intercambiar un servicio por otro» mientras le miraba los pechos de una forma que a ella no le gustó lo más mínimo.
– Me parece que tengo una gorra de los Red Sox en el asiento de atrás del coche -dice Henry-. Si la encuentras, ¿te importaría llevársela? -Señala a la mujer a la que Ollie ya ha visto, la del bebé con la cabeza descubierta-. Pónsela a la niña y dile a esa mujer que es idiota.
– Le llevaré la gorra, pero no pienso decirle nada por el estilo -contesta Pamela con tranquilidad-. Es Mary Lou Costas. Tiene diecisiete años, lleva un año casada con un camionero que casi le dobla la edad y seguramente espera que haya venido a verla.
Henry suspira.
– Aun así, sigue siendo una idiota, pero supongo que a los diecisiete todos lo somos.
Y siguen llegando. Ven a un hombre que no parece llevar agua, pero sí carga con un gran radiocasete que retransmite a todo volumen el góspel de la WCIK. Dos de sus amigos despliegan una pancarta. Las palabras están flanqueadas por unos bastoncillos de algodón gigantescos y torpemente dibujados. ¡X FAVOR, SALVADNOS!, dice.
– Esto va a acabar mal -dice Henry, y tiene razón, desde luego, solo que no sabe lo mal que va a acabar.
La creciente muchedumbre aguarda bajo el sol. Los que tienen la vejiga floja se acercan a los matorrales que quedan al oeste de la carretera para mear. La mayoría acaban llenos de arañazos antes de poder aliviarse. Una mujer obesa (Mabel Alston; también padece lo que ella llama «la diabetes») se hace un esguince en el tobillo y cae ahí mismo aullando hasta que un par de hombres se le acercan y consiguen que se tenga sobre el pie que le queda sano. Lennie Meechum, el jefe de la oficina de correos del pueblo (al menos hasta esa semana, cuando las entregas del servicio postal de Estados Unidos han quedado suspendidas hasta nuevo aviso), consigue que le presten un bastón. Después le dice a Henry que Mabel necesita que la lleven al pueblo. Henry dice que no puede proporcionarle un coche. Tendrá que descansar en la sombra, dice.
Lennie gesticula con los brazos hacia ambos lados de la carretera.
– Por si no te habías dado cuenta, hay pastos para las vacas a un lado y zarzas al otro. No hay ninguna sombra a la vista.
Henry señala el establo de ordeño de Dinsmore.
– Allí hay un montón de sombra.
– ¡Queda a más de cuatrocientos metros! -exclama Lennie, indignado.
Está a doscientos metros como mucho, pero Henry no se lo discute.
– Siéntala en el asiento del acompañante de mi coche.
– Hará un calor horroroso al sol -dice Lennie-. Habrá que poner el aire.
Sí, Henry sabe que la mujer necesitará el aire acondicionado, lo cual quiere decir poner el motor en marcha, lo que quiere decir más consumo de gasolina. Por el momento no hay escasez (suponiendo que puedan bombearla de los depósitos de Gasolina & Alimentación Mills, claro) e imagina que ya se preocuparán de eso más adelante.
– La llave está en el contacto -dice-. No lo pongas a mucha potencia, ¿entendido?
Lennie dice que sí y vuelve con Mabel, pero la mujer, aunque el sudor le cae por las mejillas y tiene la cara muy colorada, no está dispuesta a moverse.
– ¡Todavía no he hecho pis! -vocifera-. ¡Tengo que hacer pis!
Leo Lamoine, uno de los nuevos agentes, se acerca a Henry caminando con tranquilidad. Henry podría pasar perfectamente sin su compañía; el chico tiene el mismo cerebro que un rábano.
– ¿Cómo ha llegado esa mujer hasta aquí, compañero? -pregunta. Leo Lamoine es la clase de hombre que llama «compañero» a todo el mundo.
– No lo sé, pero ha llegado -dice Henry con hastío. Está empezando a dolerle la cabeza-. Reúne a unas cuantas mujeres para que la acompañen hasta detrás de mi coche patrulla y la sostengan mientras orina.
– ¿A cuáles, compañero?
– A las más grandes -dice Henry, y se aleja antes de que el repentino y fuerte impulso de darle un puñetazo en la nariz sea superior a él.
– ¿Qué clase de policía es esta? -pregunta una mujer mientras, junto con otras cuatro, escolta a Mabel hasta detrás de la unidad Tres, donde la señora hará pis apoyándose en el parachoques, con las demás de pie delante de ella por aquello del pudor.
Gracias a Rennie y a Randolph, nuestros intrépidos líderes, es una policía improvisada, le hubiera gustado contestar a Henry, pero no lo hace. Sabe que ya tuvo problemas por ser un bocazas anoche, cuando se pronunció a favor de que dejaran hablar a Andrea Grinnell. Lo que dice es:
– La única que tenemos.
Para ser justos, la mayoría de la gente, como la femenina guardia de honor de Mabel, está más que dispuesta a ayudar al prójimo. Los que se han acordado de llevar agua la comparten con los que no, y la mayoría beben con moderación. En toda muchedumbre hay idiotas, no obstante, y los de esta se dedican a tragar agua profusamente sin pararse a pensar. Hay quien mastica galletitas dulces y saladas que luego les darán más sed. La niña de Mary Lou Costas empieza a llorar con ansiedad bajo la gorra de los Red Sox, que le va demasiado grande. Mary Lou ha llevado una botella de agua y empieza a echarle gotitas en los mofletes sofocados y el cuello. La botella pronto estará vacía.
Henry agarra a Pamela Chen y vuelve a señalar a Mary Lou.
– Llévate esa botella y llénala con el agua que hemos traído. Intenta que no te vea mucha gente, o se nos habrá acabado toda antes del mediodía.
Ella cumple las órdenes, y Henry piensa: Al menos tengo a una persona que sí podría convertirse en una buena policía de pueblo, si es que algún día le interesa el trabajo.
Nadie se molesta en mirar adonde va Pamela. Eso está bien. Cuando lleguen los autobuses, esa gente se olvidará por completo de que tiene calor y sed. Durante un rato. Pero luego, en cuanto las visitas se hayan ido… y con una larga caminata de vuelta al pueblo por delante…
Henry tiene una idea. Echa un vistazo a sus «agentes» y ve a un montón de tarados pero a poca gente en quien confíe; Randolph se ha llevado a la mayoría de los medio decentes a una especie de misión secreta. Henry cree que tiene algo que ver con la fábrica de drogas que Andrea acusó a Rennie de haber montado, pero no le importa de qué se trata. Lo único que sabe es que no están ahí y que él no puede encargarse en persona de lo que se le ha ocurrido.
Pero sabe quién sí, y le hace una señal para que se acerque.
– ¿Qué quieres, Henry? -pregunta Bill Allnut.
– ¿Tienes las llaves de la escuela?
Allnut, que es el conserje de la escuela de secundaria desde hace treinta años, asiente con la cabeza.
– Aquí mismo. -El llavero que le cuelga del cinturón reluce bajo la neblinosa luz del sol-. Siempre las llevo encima, ¿por qué?
– Llévate la unidad Cuatro -dice Henry-. Vuelve al pueblo todo lo deprisa que puedas sin atropellar a ninguno de los rezagados. Coge uno de los autobuses escolares y tráelo aquí. Uno de esos de cuarenta y cuatro plazas.
Allnut no parece contento. Su mandíbula adopta una expresión yanqui que Henry (yanqui también) ha visto toda la vida, conoce bien y detesta. Es una expresión miserable que dice «Tengo c'ocuparme mis cosas, 'migo».
– No puedes meter a toda esta gente en un autobús escolar, ¿te has vuelto loco?
– A todos no -dice Henry-, solo a los que no puedan volver por su propio pie. -Está pensando en Mabel y en la niña sofocada de esa tal Corso, pero para las tres de la tarde habrá más personas que no puedan volver caminando hasta el pueblo, por supuesto. Que no puedan dar un paso siquiera, quizá.
La mandíbula de Bill Allnut adopta todavía mayor rigidez; ahora su barbilla sobresale como la proa de un barco.
– ¡No, señor! Van a venir mis dos hijos y sus mujeres, eso me han dicho. Traen a los niños. No quiero perdérmelos. Además, no pienso dejar sola a mi señora. Está muy afectada.
A Henry le gustaría zarandear a ese hombre por su cerrazón (y estrangularlo por su egoísmo). En lugar de eso, le pide a Allnut las llaves y que le enseñe cuál abre el garaje. Después le dice que vuelva con su mujer.
– Lo siento, Henry -se disculpa el hombre-, pero tengo que ver 'mis hijos y nietos. Me lo merezco. Yo no he pedido que vinieran los cojos, los impedidos y los ciegos, y no tengo por qué pagar por su'stupidez.
– Sí, eres un buen americano, de eso no hay duda -dice Henry-. Fuera de mi vista.
Allnut abre la boca para protestar, cambia de opinión (puede que sea por algo que ha visto en la expresión del agente Morrison) y se aleja arrastrando los pies. Henry llama a Pamela a gritos y la chica no protesta cuando le dice que tiene que volver al pueblo, solo pregunta adonde, qué y por qué. Henry se lo explica.
– Vale, pero… ¿esos autobuses escolares tienen palanca de cambios manual? Porque yo solo sé conducir automáticos.
Henry le repite la pregunta a voz en grito a Allnut, que está de pie junto a la Cúpula con su mujer, Sarah, ambos observando con impaciencia la carretera vacía del otro lado del límite municipal de Motton.
– ¡El número dieciséis tiene cambio manual! -exclama Allnut en respuesta-. ¡Todos los demás son automáticos! ¡Y dile que tenga en cuenta el bloqueo de seguridad! ¡Los buses no arrancan a menos que el conductor se abroche el cinturón!
Henry despide a Pamela diciéndole que se dé toda la prisa que le permita la prudencia. Quiere ese autobús allí cuanto antes.
Al principio la gente está de pie junto a la Cúpula, escrutando con impaciencia la carretera vacía. Después la mayoría se sientan. Los que han llevado mantas las extienden. Algunos se protegen la cabeza del neblinoso sol con sus carteles. La conversación empieza a decaer, y a Wendy Goldstone se la oye con bastante claridad cuando le pregunta a su amiga Ellen dónde están los grillos: no se los oye cantar en la alta hierba.
– ¿O es que me he quedado sorda?
No, no está sorda. Los grillos están callados o muertos.
En el amplio (y agradablemente fresco) espacio central de los estudios de la WCIK resuena la voz de Ernie «The Barrel» Kellogg y el Delight Trio interpretando su «I Got a Telephone Call from Heaven and It Was Jesus on the Line». Los dos hombres que hay allí no los están escuchando; están viendo la televisión, tan paralizados por la imagen dividida de la pantalla como Marta Edmunds (que va por su segunda Bud y se ha olvidado completamente de que el cadáver del viejo Clayton Brassey sigue bajo la sábana). Tan paralizados como todos los habitantes de Estados Unidos y, sí, del resto del mundo.
– Míralos, Sanders -jadea el Chef.
– Eso hago -dice Andy. Tiene a CLAUDETTE en su regazo. El Chef le ha ofrecido también un par de granadas de mano, pero esta vez Andy las ha rechazado. Tiene miedo de tirar de la anilla de una y luego no poder reaccionar. Lo vio una vez en una película-. Es asombroso, pero ¿no crees que será mejor que nos preparemos para recibir a nuestras visitas?
El Chef sabe que Andy tiene razón, pero cuesta mucho apartar la mirada del ángulo de la pantalla en el que se ven los autobuses y el gran camión de la prensa que encabeza el desfile, enfocados desde el helicóptero. Reconoce todos los lugares por los que van pasando; resultan identificables incluso vistos desde arriba. Los visitantes ya están cerca.
Todos estamos cerca, piensa.
– ¡Sanders!
– ¿Qué, Chef?
El Chef le ofrece una cajita de Sucrets.
– Ni la roca nos esconde de ellos, ni el árbol muerto ofrece cobijo, ni el grillo alivio alguno. No consigo recordar en qué libro sale eso.
Andy abre la cajita, ve los seis gruesos cigarrillos liados allí apretados y piensa: Son soldados del éxtasis. Es lo más poético que ha pensado en toda su vida, y le entran ganas de llorar.
– ¿Puedes darme un amén, Sanders?
– Amén.
El Chef apaga el televisor con el mando a distancia. Le gustaría ver llegar los autobuses (colocado o no, paranoico o no, las historias de felices reencuentros le gustan como al que más), pero esos hombres amargados podrían llegar en cualquier momento.
– ¡Sanders!
– Sí, Chef.
– Voy a sacar del garaje el cristiano camión de Comida Sobre Ruedas y lo aparcaré al otro lado del edificio de suministros. Puedo apostarme detrás de él y así tendré una visión clara del bosque. -Se hace con el GUERRERO DE DIOS. Las granadas sujetas al rifle oscilan y se balancean-. Cuanto más lo pienso, más seguro estoy de que es por ahí por donde vendrán. Hay un camino de acceso. Seguramente han pensado que no lo conozco, pero… -sus rojos ojos brillan-… el Chef sabe más de lo que la gente cree.
– Ya lo sé. Te quiero, Chef.
– Gracias. Yo también te quiero. Si vienen por el bosque, esperaré a que salgan a campo abierto y entonces los segaré como si fueran espigas de trigo en época de cosecha. Pero no podemos jugárnoslo todo a una sola carta. Así que quiero que vayas a la parte de delante, donde estuvimos el otro día. Si alguno viene por ahí…
Andy levanta a CLAUDETTE.
– Eso es, Sanders. Pero no te precipites. Deja salir a todos los que puedas antes de empezar a disparar.
– Así lo haré. -A veces Andy tiene la sensación de que está viviendo un sueño; esta es una de esas veces-. Como si fueran espigas de trigo en época de cosecha.
– Sí, en verdad te digo. Pero escucha, porque esto es importante, Sanders. No salgas enseguida si oyes que he empezado a disparar. Y yo no saldré enseguida si te oigo empezar a ti. Podrían descubrir que no estamos juntos, ese truco ya me lo sé. ¿Sabes silbar?
Andy se mete un par de dedos en la boca y profiere un silbido penetrante.
– Eso está muy bien, Sanders. Asombroso, de hecho.
– Aprendí a hacerlo en primaria. -Y no añade: Cuando la vida era mucho más sencilla.
– No lo hagas a menos que estés en peligro de caer. Entonces acudiré. Y, si tú me oyes silbar a mí, vente corriendo como un condenado para reforzar mi posición.
– Vale.
– Sellémoslo con un cigarrillo, Sanders, ¿qué me dices?
Andy secunda la moción.
En Black Ridge, junto al campo de manzanos de McCoy, las siluetas de diecisiete exiliados del pueblo se recortan en el horizonte emborronado como indios en un western de John Ford. La mayoría contemplan en fascinado silencio el mudo desfile de personas que avanza por la carretera 119. Están a casi diez kilómetros de distancia, pero es tal la muchedumbre que es imposible no verla.
Rusty es el único que se ha fijado en algo que queda más cerca y que le llena de un alivio tan grande que parece cantar en su interior. Una furgoneta Odyssey plateada se acerca a toda velocidad por Black Ridge Road. Cuando el vehículo se aproxima a la linde del bosque y el cinturón de luz, que ahora vuelve a ser invisible, Rusty aguanta la respiración. Ha llegado el momento de pensar en lo horrible que sería que quienquiera que vaya conduciendo (supone que es Linda) perdiera el conocimiento y el monovolumen se estrellara, pero pasan enseguida el punto de mayor peligro. Puede que se haya producido un ligerísimo viraje, pero Rusty sabe que hasta eso podrían haber sido imaginaciones suyas. Pronto habrán llegado.
Todos ellos se encuentran unos noventa metros a la izquierda de la caja; aun así, a Joe McClatchey le parece sentirla: una pequeña pulsación que se hunde en su cerebro cada vez que destella esa luz color lavanda. Tal vez solo sea su mente, que le juega una mala pasada, pero no lo cree.
Barbie está junto a él, rodeando con el brazo a la señorita Shumway. Joe le da unos golpecitos en el hombro y dice:
– Esto me da mala espina, señor Barbara. Toda ese gente reunida. Me pone los pelos de punta.
– Sí -dice Barbie.
– Nos están observando. Los cabeza de cuero. Los siento.
– Yo también -dice Barbie.
– Y yo -añade Julia con una voz tan débil que apenas se oye.
En la sala de plenos del ayuntamiento, Big Jim y Carter Thibodeau miran en silencio cómo la pantalla dividida de la televisión da paso a un plano tomado a nivel del suelo. Al principio la imagen aparece entrecortada, como el vídeo de un tornado que se acerca o los instantes inmediatamente posteriores a la explosión de un coche bomba. Se ve el cielo, gravilla, pies que corren. Alguien farfulla: «¡Vamos, deprisa!».
Wolf Blitzer dice:
«Ya ha llegado el camión de la prensa. Está claro que van todo lo deprisa que pueden, pero seguro que en un momento… sí. Madre mía, miren eso.»
La imagen de la cámara se estabiliza y enfoca a los cientos de habitantes de Chester's Mills que esperan en la Cúpula justo cuando todos se ponen en pie. Es como ver a un gran grupo de fieles levantándose tras sus oraciones al aire libre. Los de más atrás empujan contra la Cúpula a los que están delante; Big Jim ve narices, mejillas y labios aplastados, como si los vecinos estuvieran apretados contra una pared de cristal. Siente un momento de vértigo y entonces comprende por qué: es la primera vez que lo está viendo desde el exterior. Por primera vez toma conciencia de la enormidad y la realidad del asunto. Por primera vez está asustado de verdad.
Tenuemente, algo amortiguado por la Cúpula, llega el sonido de unos disparos de pistola.
«Creo que oigo un tiroteo -dice Wolf-. Anderson Cooper, ¿has oído tiros? ¿Qué está sucediendo?»
Tenuemente, como el sonido de una llamada por teléfono vía satélite que llega desde lo más profundo del outback australiano, Cooper contesta:
«Wolf, todavía no hemos llegado, pero tengo un pequeño monitor y parece que…»
«Ahora lo veo -dice Wolf-. Parece ser…»
– Es Morrison -dice Carter-. Ese tío tiene agallas, solo digo eso.
– A partir de mañana está despedido -contesta Big Jim.
Carter lo mira levantando las cejas.
– ¿Por lo que dijo anoche en la asamblea?
Big Jim lo señala con un dedo.
– Sabía que eras un chico listo.
En la Cúpula, Henry Morrison no está pensando en la asamblea de anoche, ni en ser valiente, ni siquiera en cumplir con su deber; está pensando que la gente se va a aplastar contra la Cúpula si no hace algo, y deprisa. Así que dispara su pistola al aire. Imitando su ejemplo, muchos otros policías (Todd Wendlestat, Ranee Conroy y Joe Boxer) hacen lo propio.
Las voces que gritan (y los alaridos de dolor de la gente de las primeras filas, que está quedando aplastada) dan paso a un silencio de estupefacción. Henry hace uso de su megáfono:
– ¡DISPÉRSENSE! ¡DISPÉRSENSE, MALDITA SEA! ¡HAY SITIO PARA TODOS, SOLO TIENEN QUE SEPARARSE UN POCO, JODER!
Ese reniego tiene entre ellos un efecto más aleccionador que los disparos, y aunque los más tozudos se quedan en la carretera (Bill y Sarah Allnut son algunos de los más destacados; al igual que Johnny y Carrie Carver), los demás empiezan a repartirse a lo largo de la Cúpula. Algunos van hacia la derecha, pero la mayoría se desplaza hacia la izquierda, al campo de Alden Dinsmore, donde resulta más fácil avanzar. Henrietta y Petra están entre ellos, tambaleándose un poco a causa de las generosas dosis de «Bomba de Canadá Dry».
Henry enfunda su arma y les dice a los demás agentes que hagan lo mismo. Wendlestat y Conroy obedecen, pero Joe Boxer continúa empuñando su 38 de nariz respingona: una Saturday-Night Special, si la vista no engaña a Henry.
– Oblígame -dice con sorna, y Henry piensa: Todo esto es una pesadilla. Pronto despertaré en mi cama, me acercaré a la ventana y me quedaré allí mirando el bonito y nítido día de otoño.
Muchos de los que han preferido no acercarse a la Cúpula (una cantidad inquietante de personas se han quedado en el pueblo porque empiezan a tener problemas respiratorios) lo pueden ver por televisión. Treinta o cuarenta han ido al Dipper's. Tommy y Willow Anderson están en la Cúpula, pero han dejado el bar abierto y la gran pantalla de televisión encendida. Todos los que se han reunido sobre el suelo de madera del local para ver la tele están tranquilos, aunque algunos lloran. Las imágenes de la pantalla de alta resolución son muy nítidas. Son desoladoras.
Ellos no son los únicos a quienes afecta la visión de ochocientas personas repartidas a lo largo de una barrera invisible, algunas con las manos plantadas en lo que parece no ser más que aire. Wolf Blitzer dice:
«Nunca había visto tanta nostalgia en unos rostros humanos. Yo… -Se queda sin voz-. Creo que será mejor dejar que las imágenes hablen por sí mismas.»
Se queda callado, y eso está bien. La escena no necesita comentarios.
En la rueda de prensa, Cox había dicho: «Los visitantes podrán acercarse a dos metros de la Cúpula. Consideramos que se trata de una distancia segura». No es eso lo que sucede, por supuesto. En cuanto las puertas de los autobuses se abren, la gente baja en tropel gritando los nombres de sus seres queridos. Algunos se caen y son pisoteados con fuerza (en esa estampida, una persona morirá y catorce resultarán heridas, media docena de ellas de gravedad). Los soldados que intentan hacer respetar la zona muerta de delante de la Cúpula son arrollados y se hacen a un lado. Las cintas amarillas de PROHIBIDO EL PASO caen y desaparecen en el polvo que levantan los pies al correr. La marabunta de recién llegados avanza y se extiende por su lado de la Cúpula, la mayoría llorando y todos llamando a su esposa, marido, abuelo, hijo, hija, prometido. Cuatro personas han mentido acerca de sus aparatos médicos electrónicos o no se han acordado de ellos. Tres de esas personas mueren inmediatamente; la cuarta, un hombre que no ha visto en la lista de dispositivos prohibidos su audífono implantado (que funciona a pilas), pasará una semana en coma y fallecerá a causa de hemorragias cerebrales múltiples.
Poco a poco se dispersan, y las cámaras de televisión de la prensa lo ven todo. Observan a los vecinos del pueblo y a los visitantes uniendo sus manos con la barrera invisible de por medio; los captan intentando besarse; examinan a hombres y mujeres que lloran al mirarse a los ojos; toman nota de los que se desmayan, tanto dentro como fuera de la Cúpula, y de los que caen de rodillas y se ponen a rezar unos frente a otros levantando las manos unidas; graban al hombre del exterior que empieza a dar puñetazos contra esa cosa que lo separa de su esposa embarazada, y golpea hasta que la piel se le abre y su sangre queda suspendida en el aire en forma de gotas; espían a la anciana que intenta acariciar la frente de su llorosa nieta con los dedos (las yemas blancas a causa de la presión que ejerce contra la superficie invisible que las separa).
El helicóptero de la prensa despega y sobrevuela la zona, enviando imágenes de una doble serpiente humana que se extiende a lo largo de cuatrocientos metros. Del lado de Motton, el follaje encendido baila y reluce con los colores de finales de octubre; del lado de Chester's Mills, las hojas penden inertes. Detrás de los vecinos del pueblo (en la carretera, en los campos, enredados en los arbustos) hay decenas de carteles abandonados. En ese momento de la reunión (o casi reunión), la política y las protestas han quedado olvidadas.
Candy Crowley dice:
«Wolf, este es, sin lugar a dudas, el acontecimiento más triste y más extraño del que he sido testigo en todos mis años como reportera.»
Sin embargo, los seres humanos son, ante todo, adaptables, y poco a poco el nerviosismo y la extrañeza empiezan a desvanecerse. La muchedumbre se concentra en el acto de la visita en sí. Todos los que no han resistido la impresión (a ambos lados de la Cúpula) son apartados del gentío. En el lado de Mills no hay ninguna tienda de la Cruz Roja a la que arrastrarlos. Los policías los van llevando a la escasa sombra que proyectan los coches patrulla, a la espera de que Pamela Chen llegue con el autobús escolar.
En comisaría, el equipo de la redada está viendo la televisión con la misma muda fascinación que todos los demás. Randolph les deja; todavía tienen algo de tiempo. Comprueba los nombres en su carpeta sujetapapeles y después hace una señal a Freddy Denton para que salga con él a los escalones de la entrada. Había creído que a Freddy le molestaría que le hubiera quitado el papel de mandamás principal (Peter Randolph lleva toda la vida juzgando a los demás según su propio rasero), pero de eso nada. Esta operación es algo muchísimo más grande que echar a viejos borrachos asquerosos de la tienda 24 horas, y Freddy está encantado de ceder la responsabilidad. No le importaría llevarse los méritos si las cosas salen bien, pero ¿y si no es así? Randolph no tiene ese tipo de reparos. ¿Un parado alborotador y un farmacéutico afable que no diría «mierda» ni aunque se la encontrase en los cereales? ¿Qué puede salir mal?
Y Freddy, de pie en los escalones por los que cayó Piper Libby no hace mucho, descubre que no va a conseguir librarse del todo de su responsabilidad. Randolph le da una hoja de papel. En ella hay siete nombres. Uno es el de Freddy. Los otros seis son Mel Searles, George Frederick, Marty Arsenault, Aubrey Towle, Stubby Norman y Lauren Conree.
– Tú te llevarás a este destacamento por el camino de acceso -dice Randolph-. ¿Sabes cuál digo?
– Sí, el que sale de la Little Bitch Road de este lado del pueblo. El padre de Sam «el Desharrapado» abrió ese pequeño cam…
– No me importa quién lo abrió -dice Randolph-, tú llévalos hasta el camino. A mediodía, tus hombres y tú cruzaréis el bosque por allí. Iréis a parar a la parte de atrás de la emisora de radio. A mediodía, Freddy. Eso no quiere decir ni un minuto antes ni un minuto después.
– Pensaba que iríamos todos por ahí, Pete.
– Los planes han cambiado.
– ¿Sabe Big Jim que han cambiado?
– Big Jim es concejal, Freddy. Yo soy el jefe de la policía. También soy tu superior, así que ¿quieres hacer el favor de callar y prestar atención?
– Lo sieeento -dice Freddy, y se lleva las manos a las orejas, haciendo bocina de una forma que como poco resulta insolente.
– Yo estaré aparcado en la carretera, delante de la emisora. Tendré conmigo a Stewart y a Fern, y también a Roger Killian. Si Bushey y Sanders son tan imbéciles como para ofreceros resistencia (en otras palabras, si oímos disparos procedentes de la parte de atrás de la emisora), los cuatro correremos en vuestra ayuda y los atacaremos desde atrás. ¿Lo tienes?
– Sí. -La verdad es que a Freddy le parece muy buen plan.
– Está bien, sincronicemos los relojes.
– Hum… ¿Cómo?
Randolph suspira.
– Debemos asegurarnos de que tenemos la misma hora, así será mediodía en el mismo momento para los dos.
Freddy todavía parece perplejo, pero accede.
Desde el interior de la comisaría, alguien (parece que Shubby) grita:
– ¡Eh, otro que muerde el polvo! ¡A los que se desmayan los van apilando detrás de esos coches como si fueran leños! -El comentario es recibido con risas y aplausos. Todos están exultantes, entusiasmados por haber sido convocados a lo que Melvin Searles llama «Operación con posible tiroteo».
– Saldremos a las once y cuarto -le dice Randolph a Freddy-. Eso nos deja casi cuarenta y cinco minutos para ver el espectáculo por la tele.
– ¿Quiere palomitas? -pregunta Freddy-. Tenemos montones en el armario de encima del microondas.
– Bueno, puede que sí.
Fuera, en la Cúpula, Henry Morrison se acerca a su coche y bebe un trago de agua fresca. Lleva el uniforme empapado de sudor y no recuerda haberse sentido nunca tan cansado (piensa que en gran parte se debe a la mala calidad del aire; le parece que no consigue respirar del todo bien), pero en general está satisfecho con sus hombres y consigo mismo. Han logrado evitar que la muchedumbre acabe aplastada contra la Cúpula, en su lado nadie ha muerto (todavía) y la gente se está tranquilizando. En el lado de Motton, media docena de cámaras de televisión corren de aquí para allá, grabando todas las enternecedoras estampas de reencuentro que pueden. Henry sabe que es una invasión de la intimidad, pero supone que Estados Unidos y el resto del mundo tienen derecho a verlo. Además, en general no parece que a nadie le moleste. A algunos incluso les gusta; están disfrutando de sus quince minutos de fama. Henry no tiene tiempo de buscar a sus propios padres, aunque no le sorprende no verlos; viven en Derry, en el quinto infierno, y ya empiezan a ser mayores. Duda que hayan incluido siquiera sus nombres en el sorteo de las visitas.
Un nuevo helicóptero llega zumbando desde el oeste y, aunque Henry no lo sabe, en él va el coronel James Cox, que tampoco está del todo descontento con la forma en que se está desarrollando el día de Visita. Le han dicho que no parece que en el lado de Chester's Mills se estén preparando para dar una rueda de prensa, pero eso ni le sorprende ni le incomoda. Basándose en los extensos informes que ha ido acumulando, le habría sorprendido más que Rennie hubiera hecho acto de presencia. Cox se las ha visto con muchos hombres a lo largo de los años y puede oler a un charlatán cobarde a varios kilómetros.
Entonces ve la larga hilera de visitantes y vecinos atrapados, unos frente a otros. Esa imagen le hace que olvide a James Rennie.
– ¿No es increíble? -murmura-. ¿No es lo más increíble que se haya visto nunca?
En el lado de la Cúpula, el ayudante especial Toby Manning grita:
– ¡Ya llega el autobús!
Aunque los civiles apenas se dan cuenta (están ensimismados, hablando con sus familiares o buscándolos todavía), los policías estallan de júbilo.
Henry se dirige a la parte de atrás de su vehículo y, ciertamente, ve un gran autobús escolar amarillo pasando justo por delante de Coches de Ocasión Jim Rennie. Puede que Pamela Chen no pese más de cuarenta y siete kilos ni calada hasta los huesos, pero llega montada en el tren del éxito, bueno, en el autobús.
Henry consulta su reloj y ve que pasan veinte minutos de las once. Lo conseguiremos, piensa. Conseguiremos salir bien parados de esta.
En Main Street, tres grandes camiones de color naranja se dirigen hacia la cuesta del Ayuntamiento. Peter Randolph va apretujado en el tercero junto a Stew, Fern y Roger (que apesta a pollos). Mientras salen por la 119 en dirección norte hacia la Little Bitch y la emisora de radio, Randolph se acuerda de algo y casi no consigue contenerse y darse una palmada en la frente.
Tienen mucha potencia de fuego, pero se han olvidado los cascos y los chalecos antibalas.
¿Y si vuelven a buscarlos? Si lo hacen, no estarán en su posición hasta las doce y cuarto o incluso más tarde. Además, de todas formas seguramente los chalecos resultarán una precaución innecesaria. Son once contra dos, y seguro que esos dos están colocados hasta las cejas.
Debería ser un paseo, la verdad.
Andy Sanders estaba apostado detrás del mismo roble que había utilizado para ponerse a cubierto en la primera visita de los hombres amargados. Aunque no había cogido ninguna granada, en la parte de delante de su cinturón guardaba seis cargadores de munición, llevaba cuatro más remetidos en la espalda y, en la caja de madera que tenía a sus pies, había otras dos docenas. Suficiente para plantar cara a un ejército… aunque suponía que, si Big Jim enviaba de verdad un ejército, lo eliminarían en un periquete. A fin de cuentas, él no era más que un recetapastillas.
Una parte de él no podía creer que estuviera haciendo eso, pero otra parte (un aspecto de su carácter que jamás habría sospechado que existiera sin la metanfetamina) estaba más que encantada. E indignada también. Los Big Jims del mundo no podían tenerlo todo, no podían llevárselo todo. Esta vez no habría negociación, ni politiqueo, ni vuelta atrás. Apoyaría a su amigo. A su hermano del alma. Andy comprendía que su estado mental era nihilista, pero no le importaba. Había pasado toda la vida calculando las consecuencias, y el «me importa una mierda» que le hacía sentir el cuelgue era un delirante cambio para mejor.
Oyó que se acercaban unos camiones y consultó su reloj. Se había parado. Miró arriba, al cielo, y por la posición de ese goterón blanco amarillento que antes era el sol dedujo que debía de ser cerca del mediodía.
Prestó atención al creciente sonido de los motores diesel y, cuando el ruido se bifurcó, Andy supo que su compadre se había olido bien la jugada: se la había olido con tanto acierto como buen jugador de la línea defensiva en una tarde de domingo. Algunos camiones estaban dando la vuelta hacia la parte de atrás de la emisora y el camino de acceso que había allí.
Andy dio otra profunda calada al petardo, contuvo la respiración todo lo que pudo y luego exhaló. Con pesar, tiró la colilla y la pisó. No quería que el humo (por muy deliciosamente que lo despejara) delatara su posición.
Te quiero, Chef, pensó Andy Sanders, y quitó el seguro de su Kalashnikov.
Una delgada cadena cerraba el paso al camino de acceso, lleno de surcos. Freddy, que iba al volante del primer camión, no lo dudó, simplemente la embistió y se la llevó por delante. Su camión y el que lo seguía (pilotado por Mel Searles) se internaron en el bosque.
Stewart Bowie conducía el tercer vehículo. Lo detuvo en mitad de la Little Bitch Road, señaló la torre de radio de la WCIK y luego miró a Randolph, que estaba apretado contra la puerta con su HK semiautomática entre las rodillas.
– Continúa otros ochocientos metros -ordenó Randolph-, después aparca y apaga el motor. -Eran solo las once treinta y cinco. Fantástico. Tenían muchísimo tiempo.
– ¿Cuál es el plan? -preguntó Fern.
– El plan es esperar hasta el mediodía. Cuando oigamos tiros, nos acercamos corriendo y atacamos desde atrás.
– Estos camiones son bastante escandalosos -dijo Roger Killian-. ¿Y si esos tipos los oyen llegar? Perderemos el… como-se-llama… el tractor sorpresa.
– No nos oirán -dijo Randolph-. Estarán en la emisora, viendo la televisión la mar de a gusto con el aire acondicionado. No sabrán lo que se les viene encima.
– ¿No tendríamos que habernos puesto los chalecos antibalas o algo? -preguntó Stewart.
– ¿Por qué cargar con tanto peso en un día de tanto calor? Dejad de preocuparos. Esos dos hippies fumados de ahí dentro estarán en el infierno antes de que se enteren de que han muerto.
Poco antes de las doce, Julia miró alrededor y vio que Barbie no estaba. Cuando volvió a la granja, lo encontró cargando latas de comida en la parte de atrás de la furgoneta del Sweetbriar Rose. También había metido muchas bolsas en la furgoneta robada de la compañía telefónica.
– ¿Qué estás haciendo? Las descargamos anoche…
Barbie se volvió hacia ella con una expresión tensa y nada sonriente.
– Ya lo sé, y me parece que nos equivocamos al hacerlo. No sé si es porque estamos muy cerca de la caja, pero de repente me parece sentir ese cristal de lupa del que hablaba Rusty justo encima de la cabeza, y dentro de nada saldrá el sol y sus rayos empezarán a abrasarnos a través de él. Espero equivocarme.
Julia lo miró con detenimiento.
– ¿Quedan más cosas? Si es así, te ayudaré. Siempre podemos volver a descargarlo después.
– Sí -dijo Barbie, y le dirigió una sonrisa tensa-. Siempre podemos volver a descargarlo después.
Al final del camino de acceso había un pequeño claro con una casa abandonada desde hacía mucho tiempo. El equipo de la redada aparcó allí los dos grandes camiones de color naranja y desmontó. En grupos de dos, fueron descargando largos y pesados sacos de lona con las palabras SEGURIDAD NACIONAL pintadas con plantilla. En uno de los sacos, algún gracioso había añadido en rotulador RECORDAD EL ÁLAMO. Dentro había más HK semiautomáticas, dos escopetas Mossberg con capacidad para ocho cartuchos y munición, munición, munición.
– Hum, Fred… -Era Stubby Norman-. ¿No tendríamos que ponernos chalecos o algo así?
– Vamos a asaltarles desde atrás, Stubby. No te preocupes. -Freddy esperaba haber transmitido más tranquilidad de la que sentía. Tenía el estómago lleno de mariposas.
– ¿Les damos una oportunidad para rendirse? -preguntó Mel-. Quiero decir que como el señor Sanders es concejal y todo eso…
Freddy ya había pensado en eso. También había pensado en el Muro de Honor, donde colgaban las fotografías de los tres policías de Chester's Mills que habían muerto en el cumplimiento del deber desde la Segunda Guerra Mundial. No tenía ninguna prisa por ver su fotografía en ese muro y, puesto que el jefe Randolph no le había dado órdenes específicas en cuanto a eso, se sintió libre de dar las suyas.
– Si levantan las manos, viven -dijo-. Si no van armados, viven. En cualquier otro caso, joder, mueren. ¿Alguien tiene algún problema con eso?
Nadie lo tenía. Eran las once cincuenta y seis. Casi la hora de levantar el telón.
Pasó revista con la mirada a sus hombres (y a Lauren Conree, que con sus duros rasgos y su pequeño busto casi podría haber pasado por uno), respiró hondo y dijo:
– Seguidme. En fila india. Nos detendremos en la linde del bosque a echar un vistazo.
Los reparos de Randolph en cuanto a la hiedra y el zumaque venenosos resultaron infundados, y los árboles estaban lo suficientemente espaciados para que pudieran avanzar con facilidad incluso cargados con pertrechos. Freddy pensó que su pequeño destacamento se movía entre los matojos de enebro con una agilidad y un sigilo admirables. Estaba empezando a sentir que aquello saldría bien. De hecho, casi tenía ganas de que empezara la acción. Ahora que ya estaban en marcha, las mariposas de su estómago se habían ido volando a otro lado.
Con calma, pensó. Con calma y en silencio. Y entonces, ¡bang! Ni siquiera sabrán qué les ha caído encima.
El Chef, agazapado detrás del camión azul de reparto que había aparcado en la hierba alta de la parte de atrás del edificio de suministros, los oyó casi en cuanto salieron del claro, donde la casa del viejo Verdreaux se hundía poco a poco en la tierra. Para sus oídos aguzados por la droga y su cerebro con Aviso de Amenaza Grave, eran como una manada de búfalos buscando el abrevadero más cercano.
Caminó con sigilo hacia el morro del camión y se arrodilló con el arma apoyada en el parachoques. Las granadas que colgaban del cañón del GUERRERO DE DIOS habían quedado en el suelo, detrás de él. El sudor brillaba en su espalda escuálida y plagada de granos. Llevaba el mando de la puerta colgado del cinturón de su pijama de ranas.
Ten paciencia, se aconsejó a sí mismo. No sabes cuántos son. Deja que salgan a campo abierto antes de empezar a disparar, después siégalos a todos sin perder tiempo.
Esparció ante sí unos cuantos cargadores de más para el GUERRERO DE DIOS y esperó, pidiéndole a Dios que Andy no tuviera que silbar. Pidiéndole que tampoco él tuviera que hacerlo. Todavía era posible que lograran salir de esa y vivir para luchar otro día.
Freddy Denton llegó a la linde del bosque, apartó una rama de abeto con el cañón de su fusil y miró fuera. Vio un campo de heno crecido con la torre de la radio en el centro; emitía un leve zumbido, y a Freddy le parecía que lo sentía en los empastes de las muelas. Estaba rodeada por una valla en la que había colgados carteles que decían ALTO VOLTAJE. A la izquierda de su posición, más allá, se hallaba el edificio de ladrillo de un piso que albergaba la emisora, pero antes había un gran cobertizo rojo. Supuso que era un almacén. O un laboratorio de drogas. O las dos cosas.
Marty Arsenault llegó junto a él. Unos círculos de sudor manchaban la camisa de su uniforme. Tenía una mirada aterrorizada.
– ¿Qué hace ahí ese camión? -preguntó, señalando con el cañón del fusil.
– Es el camión de Comida Sobre Ruedas -dijo Freddy-. Para enfermos confinados en su casa y gente así. ¿No lo has visto por el pueblo?
– Lo he visto y he ayudado a cargarlo -dijo Marty-. Dejé a los católicos por el Cristo Redentor el año pasado. Tendría que estar aparcado en el cobertizo, ¿no? -Dijo ese «naaa» yanqui que sonaba como el balido de una oveja descontenta.
– ¿Cómo voy a saberlo? Y, además, ¿a mí qué me importa? -preguntó Freddy-. Ellos están en el estudio.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque ahí es donde está el televisor, y el gran espectáculo de la Cúpula sale en todas las cadenas.
Marty levantó su AK.
– Déjame descargarle varios tiros a ese camión, solo para asegurarnos. Podría ser una trampa. Podrían estar ahí dentro.
Freddy le bajó el cañón.
– Dios nos proteja, ¿te has vuelto loco? No saben que estamos aquí ¿y tú quieres delatarnos? ¿Tu madre tuvo algún hijo que no fuera tonto?
– Que te jodan -dijo Marty. Lo pensó un momento-. Y que jodan a tu madre también.
Freddy miró hacia atrás por encima del hombro.
– Vamos, chicos. Atajaremos por el campo en dirección al estudio. Mirad por las ventanas de atrás para confirmar su posición. -Sonrió-. Será coser y cantar.
Aubrey Towle, hombre de pocas palabras, dijo:
– Ya veremos.
En el camión que se había quedado en la Little Bitch Road, Fern Bowie dijo:
– No oigo nada.
– Ya lo oirás -contestó Randolph-. Tú espera.
Eran las doce y dos minutos.
El Chef seguía vigilando cuando los hombres amargados salieron al descubierto y empezaron a avanzar en diagonal cruzando el campo hacia la parte de atrás del estudio. Tres de ellos vestían incluso el uniforme de la policía; los otros cuatro llevaban una camisa azul que el Chef supuso que debía de pasar por uniforme. Reconoció a Lauren Conree (antigua cliente en sus días de camello de maría) y a Stubby Norman, el trapero del pueblo. También reconoció a Mel Searles, otro antiguo cliente y amigo de Junior. Amigo también del difunto Frank DeLesseps, lo cual seguramente quería decir que era uno de los tíos que habían violado a Sammy. Bueno, pues después de esa mañana, ya no violaría a nadie más.
Siete. Al menos por ese lado. Por el de Sanders, a saber.
Esperó por si veía a otros y, como no salió nadie más, se puso de píe, plantó los codos en el capó del camión de reparto y gritó:
– ¡HE AQUÍ LLEGADO EL DÍA DEL SEÑOR, DÍA CRUEL, CON FURIA Y ARDIENTE IRA, PARA CONVERTIR EN DESOLACIÓN LA TIERRA!
Volvieron la cabeza al instante, pero por un momento se quedaron paralizados, no intentaron levantar las armas ni dispersarse. El Chef supo entonces que no eran policías; solo eran pajarillos en el suelo, demasiado tontos para echar a volar.
– ¡Y EXTERMINAR DE ELLA A SUS PECADORES! ¡ISAÍAS TRECE! ¡SELAH, HIJOS DE PUTA!
Con esa homilía y ese llamamiento a la conciencia de cada cual, el Chef abrió fuego y los barrió de izquierda a derecha. Dos de los policías de uniforme y Stubby Norman salieron volando hacia atrás como muñecas rotas y embadurnaron los hierbajos con su sangre. La parálisis de los supervivientes terminó. Dos de ellos dieron media vuelta y huyeron hacia el bosque. Conree y el último de los polis de uniforme corrieron hacia los estudios. El Chef los siguió y abrió fuego otra vez. El Kalashnikov eructó una breve ráfaga y el cartucho se acabó.
Conree se llevó la mano plana a la nuca, como si le hubiera picado algo, cayó de bruces sobre la hierba, dio dos patadas y quedó inmóvil. El otro (un tipo calvo) consiguió llegar a la parte de atrás de los estudios. Al Chef no le preocupaban demasiado los dos que habían huido hacia el bosque, pero no iba a dejar que el calvito se le escapara. Si el calvito daba la vuelta por la esquina del edificio, seguramente vería a Sanders y le dispararía por la espalda.
El Chef se hizo con un cargador nuevo y lo encajó con la base de la mano.
Frederick Howard Denton, conocido también como «el calvito», no tenía pensado ningún plan cuando llegó a la parte de atrás de los estudios de la WCIK. Había visto a esa chica, Conree, caer con la garganta reventada, y en ese momento habían terminado todas sus consideraciones racionales. Lo único que sabía era que no quería que su fotografía colgara en el Muro de Honor. Tenía que ponerse a cubierto, y eso quería decir entrar en el edificio. Había una puerta. Tras ella se oía a un grupo de góspel cantando «We'll Join Hands Around the Throne».
Freddy agarró el pomo, pero no había forma de hacerlo girar.
Estaba cerrado con llave.
Tiró el arma, levantó la mano con la que la había sostenido y gritó:
– ¡Me rindo! ¡No dispares, me rin…!
Recibió tres puñetazos en la parte baja de la espalda. Vio que una salpicadura de color rojo manchaba la puerta y le dio tiempo a pensar: Tendríamos que habernos acordado de traer los chalecos. Después se desmoronó, aferrando todavía el pomo con una mano mientras el mundo se alejaba de él a toda prisa. Todo lo que era y todo lo que había conocido jamás se redujo a un único punto de luz ardiente. Entonces se apagó. Su mano resbaló del pomo. Murió de rodillas, apoyado contra la puerta.
Melvin Searles tampoco pensó en nada. Había visto cómo segaban a Marty Arsenault, a George Frederick y a Stubby Norman delante de él, había sentido el siseo de por lo menos una bala justo delante de sus putos ojos, y esa clase de cosas no fomentaban la reflexión.
Mel se limitó a correr.
Se zambulló de nuevo en el bosque sin hacer caso de las ramas que le azotaban la cara, cayó y volvió a levantarse, y finalmente llegó al claro donde estaban los camiones. Poner uno en marcha y alejarse de allí habría sido la salida más razonable, pero Mel y la razón habían roto relaciones. Seguramente habría echado a correr por el camino de acceso hasta la Little Bitch Road si el otro superviviente del equipo de la redada no lo hubiera agarrado del hombro y lo hubiera lanzado contra el tronco de un gran pino.
Era Aubrey Towle, el hermano del dueño de la librería; un hombretón desgarbado y pálido que a veces ayudaba a su hermano Ray a llenar las estanterías pero que rara vez decía algo. En el pueblo había gente que pensaba que Aubrey era un poco simple, pero en ese momento no lo parecía. Tampoco parecía asustado.
– Voy a volver a por ese hijo de perra -informó a Mel.
– Que tengas buena suerte, amigo. -Se apartó del árbol y se giró de nuevo hacia el camino de acceso.
Aubrey Towle volvió a empujarlo, esta vez con más dureza. Se apartó el pelo de los ojos y luego apuntó al estómago de Mel con su fusil Heckler & Koch.
– Tú no vas a ninguna parte.
A lo lejos sonó otra ráfaga de disparos. Y gritos.
– ¿Oyes eso? -preguntó Mel-. ¿Quieres volver a meterte ahí?
Aubrey lo miró con paciencia.
– No tienes que venir conmigo, pero vas a cubrirme. ¿Lo entiendes? O lo haces o te disparo yo mismo.
La cara del jefe Randolph se partió en una tensa sonrisa.
– El enemigo está ocupado en la retaguardia de nuestro objetivo. Todo va según el plan. Tira, Stewart. Por el camino de entrada. Nos apearemos y atajaremos por los estudios.
– ¿Y si están en el almacén? -preguntó Stewart.
– Aun así, de todas formas podremos atacarles desde atrás. ¡Venga, tira! ¡Antes de que perdamos la oportunidad!
Stewart Bowie tiró.
Andy oyó los disparos de la parte de atrás del edificio del almacén, pero el Chef no había silbado, así que se quedó donde estaba, agazapado tras su árbol. Esperaba que todo estuviera yendo bien ahí atrás, porque ahora él tenía sus propios problemas: un camión municipal se disponía a torcer por el camino de entrada de la emisora.
Andy rodeó su árbol mientras se acercaban, siempre con el roble entre el camión y él. El vehículo se detuvo. Las puertas se abrieron y bajaron cuatro hombres. Andy estaba bastante seguro de que tres de ellos eran los mismos que ya habían estado allí antes… Sobre el señor Pollo no tenía ninguna duda. Habría reconocido esas botas de goma verdes y llenas de mierda en cualquier lugar.
Hombres amargados. No iba a dejar que atacaran al Chef por el lado ciego.
Salió de detrás del árbol y echó a andar por el centro mismo del camino, aferrando a CLAUDETTE cruzada delante del pecho en posición de «presenten armas». Sus pasos crujían sobre la gravilla, pero otros muchos ruidos lo cubrían: Stewart había dejado el camión en marcha, y de la emisora salía música góspel a todo volumen.
Levantó el Kalashnikov, pero se obligó a esperar. Deja que se agrupen, si ese es su plan. Cuando se acercaron a la puerta de entrada de los estudios ya se habían agrupado.
– Vaya, pero si tenemos aquí al señor Pollo y a todos sus amigos -dijo Andy arrastrando las palabras en una aceptable imitación de John Wayne-. ¿Qué tal va todo, muchachos?
Los hombres hicieron amago de volverse. Por ti, Chef, pensó Andy, y abrió fuego.
Con la primera descarga mató a los dos hermanos Bowie y al señor Pollo. A Randolph solo lo hirió. Andy extrajo el cargador tal como el Chef le había enseñado, se sacó otro de la cinturilla de los pantalones y lo encajó en su sitio. El jefe Randolph se arrastraba hacia la puerta de los estudios, le sangraban el brazo y la pierna izquierda. Miró hacia atrás por encima del hombro, unos ojos fijos, muy abiertos y brillantes en un rostro sudado.
– Por favor, Andy -susurró-. Teníamos órdenes de no hacerte daño, solo de llevarte de vuelta para que pudieras trabajar con Jim.
– Seguro -dijo Andy, e incluso se rió-. No intentes tirarte un farol conmigo. Queríais llevaros todo esto…
Una larga y tableteante ráfaga de fusil estalló tras los estudios. Tal vez el Chef tenía problemas, podía necesitarlo. Andy levantó a CLAUDETTE.
– ¡Por favor, no me mates! -gritó Randolph, tapándose la cara con una mano.
– Tú solo piensa en el rosbif que cenarás hoy con Jesús -dijo Andy-. Caray, dentro de tres segundos estarás desdoblando la servilleta.
La prolongada ráfaga del Kalashnikov empujó a Randolph casi hasta la puerta del estudio. Después, Andy corrió hacia la parte de atrás del edificio. Mientras avanzaba, expulsó el cargador gastado en parte e insertó uno nuevo.
Desde el campo de heno llegó un silbido agudo y penetrante.
– ¡Ya voy, Chef! -gritó Andy-. ¡Aguanta, ya voy!
Se oyó una explosión.
– Tú cúbreme -dijo Aubrey, sombrío, en la linde del bosque. Se había quitado la camisa, la había partido en dos y se había atado una mitad alrededor de la frente, por lo visto quería parecerse a Rambo-. Y si estás pensando en joderme, será mejor que te salga bien a la primera, porque, si no, volveré y te cortaré tu maldito pescuezo.
– Te cubriré -prometió Mel. Y pensaba hacerlo. Allí, en la linde del bosque, al menos estaba a salvo.
Seguramente.
– Ese drogadicto loco no va a salirse con la suya -dijo Aubrey. Respiraba muy deprisa, mentalizándose-. Ese fracasado. Ese capullo yonqui. -Y, levantando la voz, dijo-: ¡Voy a por ti, capullo yonqui tarado!
El Chef había salido de detrás del camión de Comida Sobre Ruedas para localizar a su presa. Redirigió su atención hacia el bosque justo en el momento en que Aubrey Towle salía de allí gritando con todas sus fuerzas.
Entonces Mel empezó a disparar y, aunque la ráfaga no pasó ni mucho menos cerca de él, el Chef se agachó instintivamente. Al hacerlo, el mando de la puerta del garaje cayó de la cinturilla suelta de su pijama a la hierba. Se agachó para recogerlo y fue entonces cuando Aubrey abrió fuego con su fusil automático. Los agujeros de bala dibujaron una trayectoria demencial en el lateral del camión de Comida Sobre Ruedas, haciendo un hueco repiqueteo metálico, y la ventanilla del acompañante quedó convertida en destellantes añicos. Una bala gimió al rozar el embellecedor de metal del parabrisas.
El Chef pasó del mando de la puerta del garaje y correspondió al fuego, pero el factor sorpresa había desaparecido y Aubrey Towle ya no era un patito en una galería de tiro. Corría en zigzag hacia la torre de la radio. No le serviría para ponerse a cubierto, pero así le dejaría libre la línea de fuego a Searles.
A Aubrey se le agotó el cargador, pero su última bala hizo una muesca en el lado izquierdo de la cabeza del Chef. La sangre empezó a manar, y un mechón de pelo cayó sobre uno de sus escuálidos hombros, donde se quedó pegado por el sudor. El Chef se desplomó sobre su trasero y por un momento perdió el control del GUERRERO DE DIOS. Después lo recuperó. No creía que la herida fuera grave, pero ya era hora de que Sanders llegara, si es que todavía podía hacerlo. Chef Bushey se metió dos dedos en la boca y silbó.
Aubrey Towle llegó a la valla que rodeaba la torre de la radio justo cuando Mel abría fuego otra vez desde la linde del bosque. En esta ocasión, el blanco de Mel era la parte trasera del camión de Comida Sobre Ruedas. Los impactos abrieron ganchos y flores de metal. El depósito del combustible explotó y la mitad trasera del camión se alzó sobre un colchón de llamas.
El Chef sintió que un calor monstruoso le abrasaba la espalda, pero tuvo tiempo de acordarse de las granadas. ¿Explotarían? Vio al hombre que lo estaba apuntando junto a la torre de la radio y de repente comprendió claramente su disyuntiva: corresponder al fuego o recuperar el mando del garaje. Escogió el mando del garaje y, mientras su mano se cerraba con fuerza sobre él, de pronto el aire a su alrededor se llenó de zumbantes abejas invisibles. Una le picó en el hombro; otra se le hendió en el costado y le recolocó los intestinos. Chef Bushey se tambaleó y cayó rodando, de manera que volvió a perder el mando. Intentó alcanzarlo de nuevo, pero otro enjambre de abejas invadió el aire a su alrededor. Se arrastró hacia la hierba alta, dejando el mando donde estaba y esperando solamente la llegada de Sanders. El hombre de la torre de la radio {Un solo valiente entre siete hombres amargados, pensó el Chef, sí, en verdad) caminaba hacia él. El GUERRERO DE DIOS le pesaba mucho, todo su cuerpo pesaba, pero el Chef consiguió ponerse de rodillas y apretar el gatillo.
No sucedió nada.
O el cargador estaba vacío o se había atascado.
– Eh, colgado de mierda -dijo Aubrey Towle-. Yonqui tarado. Colócate con esto, gili…
– ¡Claudette! -gritó Sanders.
Towle giró en redondo, pero ya era demasiado tarde. Una breve y dura ráfaga de disparos y cuatro balas chinas 7.62 le arrancaron casi toda la cabeza de encima de los hombros.
– ¡Chef! -gritó Andy, y corrió hasta donde estaba su amigo, arrodillado en la hierba y sangrando del hombro, el costado y la sien. El Chef tenía todo el lado izquierdo de la cara rojo y húmedo-. ¡Chef! ¡Chef! -Cayó de rodillas y lo abrazó. Ninguno de los dos vio a Mel Searles, el último que quedaba en pie, salir del bosque y acercarse a ellos sigilosamente.
– El disparador -susurró Chef.
– ¿Qué? -Andy bajó la mirada un momento hacia el gatillo de CLAUDETTE, pero era evidente que el Chef no se refería a eso.
– El mando del garaje -susurró el Chef. Su ojo izquierdo se ahogaba en sangre; el otro lo miraba con una intensidad brillante y lúcida-. El mando del garaje, Sanders.
Andy vio el mando de la puerta del garaje tirado en la hierba. Lo recogió y se lo dio al Chef, que lo envolvió con su mano.
– Tú… también… Sanders.
Andy cerró su mano sobre la del Chef.
– Te quiero, Chef -dijo, y besó los labios secos y salpicados de sangre de Bushey.
– Yo… también… te quiero… Sanders.
– ¡Eh, maricas! -gritó Mel con una jovialidad algo delirante. Estaba de pie a solo nueve metros-. ¡Buscaos una habitación! ¡No, espera, tengo una idea mejor! ¡Que os den una en el infierno!
– Ahora… Sanders… ¡Ahora!
Mel abrió fuego.
Las balas abatieron a Andy y a Chef, pero, antes de separarse, sus manos unidas apretaron el botón blanco marcado con la palabra ABRIR.
La explosión fue blanca y omnipotente.
Junto al campo de manzanos, los exiliados de Chester's Mills están disfrutando de una comida estilo picnic cuando estallan los disparos; no en la 119, donde las visitas siguen su curso, sino en el sudoeste.
– Eso ha sido en la Little Bitch Road -dice Piper-. Dios, ojalá tuviéramos unos prismáticos.
Pero no los necesitan para ver la flor amarilla que se abre cuando explota el camión de Comida Sobre Ruedas. Twitch está comiendo pollo picante con una cuchara de plástico.
– No sé qué está pasando ahí abajo, pero aquello es la emisora de radio, seguro -dice.
Rusty aferra el hombro de Barbie.
– ¡Ahí es donde está el propano! ¡Lo habían acumulado para el laboratorio de las drogas! ¡Ahí es donde está el propano!
Barbie vive un momento de claro terror premonitorio; un momento en el que lo peor está aún por llegar. Entonces, a algo más de seis kilómetros de distancia, una brillante chispa blanca destella en el cielo brumoso, como un relámpago que se dirige hacia arriba en lugar de hacia abajo. Un instante después, una titánica explosión abre un agujero justo en mitad del día. Una bola de fuego rojo arrasa primero la torre de la radio, luego los árboles que hay más allá y después el horizonte entero, a medida que se extiende hacia el norte y el sur.
La gente de Black Ridge grita, pero no pueden oír sus propios gritos por encima del descomunal, chirriante y creciente rugido que se produce cuando treinta y seis kilos de explosivo plástico y treinta y ocho mil litros de propano sufren una transformación fulminante. Se cubren los ojos y se tambalean hacia atrás, pisotean los sándwiches y derraman la bebida. Thurston estrecha a Alice y a Aidan contra sí y, por un momento, Barbie ve su rostro contra el cielo que se oscurece: el rostro alargado y aterrado de un hombre que ve abrirse las Puertas del Infierno y el océano de fuego que aguarda tras ellas.
– ¡Tenemos que volver a la granja! -grita Barbie.
Julia está aferrada a él, llorando. Junto a ella, Joe McClatchey trata de ayudar a su llorosa madre a levantarse. Esa gente no va a ir a ningún sitio, al menos durante un buen rato.
Hacia el sudoeste, donde la mayor parte de la Little Bitch dejará de existir en el transcurso de los siguientes tres minutos, el cielo azul amarillento se está volviendo negro, y Barbie, con una calma total, tiene tiempo de pensar: Ahora sí que estamos bajo la lupa.
La onda expansiva destroza todas las ventanas del centro, casi desierto, y hace volar postigos, inclina postes telefónicos, arranca puertas de sus bisagras, aplasta buzones. En todo Main Street saltan las alarmas de los coches. Big Jim y Carter Thibodeau sienten como si la sala de plenos se hubiese visto sacudida por un terremoto.
La televisión sigue encendida. Wolf Blitzer, en tono de verdadera alarma, pregunta:
«¿Qué es eso? ¿Anderson Cooper? ¿Candy Crowley? ¿Chad Myers? ¿Soledad O'Brien? ¿Alguien sabe qué narices ha sido eso? ¿Qué está pasando?»
En la Cúpula, las más recientes estrellas de la televisión estadounidense miran en derredor, mostrando únicamente la espalda a las cámaras mientras se protegen los ojos con las manos y miran hacia el pueblo. Una cámara enfoca un momento hacia arriba y muestra una monstruosa columna de humo negro y escombros que se arremolinan en el horizonte.
Carter se levanta. Big Jim le agarra de la muñeca.
– Un vistazo rápido -dice Big Jim-. Para ver lo grave que es. Después vuelve a traer tu trasero aquí abajo. Puede que tengamos que ir al refugio nuclear.
– Vale.
Carter sube la escalera corriendo. Los cristales rotos de la puerta de entrada, prácticamente desintegrada, crujen bajo sus botas mientras cruza a la carrera el vestíbulo. Lo que ve cuando sale a los escalones supera tantísimo cualquier cosa que haya podido imaginar que le hace retroceder a la infancia y, por un momento, se queda paralizado donde está, pensando: Es como la tormenta más grande y más horrible que nadie haya visto jamás, solo que peor.
El cielo, hacia el oeste, es un infierno rojo anaranjado rodeado por gigantescas nubes del ébano más profundo. El aire apesta a propano líquido quemado. El sonido es como el rugido de una docena de plantas de laminación de acero funcionando a toda potencia.
Justo encima de él, los pájaros que huyen han oscurecido el cielo.
Esa visión -pájaros que no tienen adónde ir- es lo que hace reaccionar a Carter. Eso y el viento creciente que siente contra la cara. En Chester's Mills no ha habido viento desde hace seis días, y este es caliente y repugnante, apesta a gas y a madera carbonizada.
Un enorme roble arrancado de cuajo aterriza en Main Street, llevándose por delante varios cabos de cable eléctrico muerto.
Carter vuelve corriendo por el pasillo. Big Jim está en lo alto de la escalera, su gruesa cara pálida parece asustada y, por una vez, indecisa.
– Abajo -dice Carter-. Al refugio. Viene hacia aquí. El fuego viene y, cuando llegue, se va a comer vivo este pueblo.
Big Jim gime.
– ¿Qué han hecho esos idiotas?
A Carter no le importa. Sea lo que sea lo que han hecho, hecho está. Si no se mueven con rapidez, tampoco ellos tendrán vuelta atrás.
– ¿Hay alguna máquina para purificar el aire ahí abajo, jefe?
– Sí.
– ¿Conectada al generador?
– Sí, claro.
– Gracias a Dios. Quizá tengamos una posibilidad.
Mientras ayuda a Big Jim a bajar la escalera para que vaya más deprisa, Carter solo espera que no queden cocinados vivos ahí dentro.
Las puertas del Dipper's, junto a la carretera, se mantenían abiertas gracias a unas cuñas, pero la fuerza de la explosión las ha roto y las cierra de golpe. El cristal se rompe y las astillas salen disparadas hacia el interior, donde se clavan en muchas de las personas que estaban al fondo de la pista de baile. Al hermano de Henry Morrison, Whit, le seccionan la yugular.
La gente corre en estampida hacia las puertas, olvidando por completo la gran pantalla de televisión. Pisotean al pobre Whit Morrison, que agoniza en el suelo sobre el creciente charco de su propia sangre. Llegan a las puertas, donde más gente resulta herida al intentar salir por los cortantes agujeros irregulares que se han abierto en el cristal.
– ¡Pájaros! -grita alguien-. ¡Oh, Dios mío, mirad todos esos pájaros!
Pero la mayoría de ellos miran al oeste en lugar de hacia arriba: al oeste, donde la muerte abrasadora rueda hacia ellos bajo un cielo que es ya de un negro medianoche, lleno de aire envenenado.
Los que pueden, siguen el ejemplo de los pájaros y echan a correr, a trotar o a galopar directamente por el centro de la 117. Muchos otros se abalanzan hacia sus coches, y se producen varios topetazos en el aparcamiento de grava donde, érase una vez, en un tiempo muy lejano, Dale Barbara recibió una paliza. Velma Winter sube a su vieja furgoneta Datsun y, después de sortear a los autos de choque del aparcamiento, descubre que la salida a la carretera está bloqueada por los peatones que huyen. Mira a la derecha -a la tormenta de fuego que se les acerca, creciendo como un gigantesco vestido de llamas, devorando los bosques que hay entre la Little Bitch Road y el centro del pueblo- y acelera a ciegas, hacia delante, a pesar de la gente que se interpone en su camino. Atropella a Carla Venziano, que huía con su bebé en brazos. Velma siente cómo la furgoneta se bambolea al pasar por encima de sus cuerpos y decide hacer oídos sordos a los chillidos de Carla cuando se le parte la columna y su pequeño Steven muere aplastado bajo ella. Velma solo sabe que tiene que salir de allí. De alguna forma tiene que salir de allí.
En la Cúpula, un aguafiestas apocalíptico ha puesto fin a los reencuentros. Ahora mismo, los que están dentro tienen algo más importante de lo que ocuparse que de sus parientes: la nube con forma de hongo gigante que está creciendo al noroeste de donde se encuentran, alzándose sobre una columna de fuego que ya tiene kilómetro y medio de alto. La primera brizna de viento (el viento que ha impulsado a Carter y a Big Jim a correr en busca del refugio nuclear) llega hasta ellos, que se encogen contra la Cúpula, la mayoría sin pensar ya en la gente que tienen detrás. En cualquier caso, la gente que tienen detrás está retrocediendo. Tienen suerte; ellos pueden.
Henrietta Clavard siente que una mano fría se cierra sobre la suya. Se vuelve y ve a Petra Searles. El pelo de Petra ha perdido las horquillas que lo sujetaban y cuelga lacio sobre sus mejillas.
– ¿Tienes un poco más de ese zumo de la alegría? -pregunta Petra, y consigue esbozar una espectral sonrisa de «Vámonos de fiesta».
– Lo siento, se me ha terminado -dice Henrietta.
– Bueno… Seguramente no importa.
– No te separes de mí, cielo -dice Henrietta-. Tú no te separes de mí. No nos va a pasar nada.
Pero, cuando Petra se asoma al fondo de los ojos de la anciana, no ve en ellos convicción ni esperanza. La fiesta casi ha llegado a su fin.
Ahora mira esto; fíjate bien. Ochocientas personas se aprietan contra la Cúpula, la cabeza levantada hacia arriba y los ojos muy abiertos, mirando cómo su inevitable final se acerca a toda velocidad.
Ahí están Johnny y Carrie Carver, y Bruce Yardley, que trabajaba en el Food City. Ahí están Tabby Morrell, propietario de un almacén de maderas que pronto habrá quedado reducido a remolinos de cenizas, y su mujer, Bonnie; Toby Manning, que despachaba en los almacenes; Trina Cole y Donnie Baribeau; Wendy Goldstone con su amiga, y profesora como ella, Ellen Vanedestine; Bill Allnut, que no ha querido ir a buscar el autobús, y su mujer, Sarah, que grita «Por el amor de Dios» mientras ve venir el fuego. Ahí están Todd Wendlestat y Manuel Ortega, alzando el rostro bobamente hacia el oeste, donde el mundo desaparece entre todo ese humo. Tommy y Willow Anderson, que nunca volverán a traer a ningún grupo de Boston a su local. Contémplalos a todos, un pueblo entero de espaldas a una pared invisible.
Detrás de ellos, los visitantes pasan de retroceder a batirse en retirada, y de la retirada a la huida. No se detienen en los autobuses e invaden la carretera en dirección a Motton. Unos cuantos soldados mantienen su posición, pero la mayoría tiran las armas, echan a correr tras la muchedumbre y no miran atrás más de lo que Lot miró atrás huyendo de Sodoma.
Cox no huye. Cox se acerca a la Cúpula y grita:
– ¡Eh, oiga! ¡Agente al mando!
Henry Morrison se vuelve, camina hacia donde está el coronel y apoya las manos en una dura e inescrutable superficie que no puede ver. Respirar se ha hecho muy difícil; un viento viciado, impulsado por la tormenta de fuego, golpea la Cúpula y se arremolina allí antes de rebotar otra vez hacia ese gigante ávido que se aproxima: un lobo negro con ojos rojos. Aquí, en el límite municipal de Motton, está el redil de corderos en el que saciará su apetito.
– Ayúdenos -dice Henry.
Cox mira hacia la tormenta de fuego y calcula que no tardará más de quince minutos en llegar al emplazamiento actual de la multitud, puede que no más de tres. No es un incendio ni una explosión; en ese ecosistema cerrado y ya contaminado, es un cataclismo.
– Señor, no puedo hacer nada -responde él.
Antes de que Henry logre decir algo más, Joe Boxer lo agarra del brazo y farfulla algo atropelladamente.
– Déjalo, Joe -dice Henry-. No tenemos adonde huir, lo único que podemos hacer es rezar.
Pero Joe Boxer no reza. Todavía tiene en la mano esa estúpida pistolita de casa de empeños y, tras dirigir una última mirada enajenada al averno que se avecina, se lleva el arma a la sien como si estuviera jugando a la ruleta rusa. Henry intenta arrebatársela, pero es demasiado tarde. Boxer aprieta el gatillo. No muere al instante, aunque de un lado de su cabeza sale volando un cuajaron de sangre. Se aleja tambaleándose, agitando la estúpida pistolita como si fuera un pañuelo, gritando. Después cae de rodillas, lanza las manos hacia arriba, hacia el cielo que se oscurece, como si quisiera obtener una revelación del Altísimo, y se desploma de bruces sobre la truncada línea blanca de la carretera.
Henry vuelve su rostro perplejo de nuevo hacia el coronel Cox, que está simultáneamente a un metro y a un millón de kilómetros de él.
– Lo siento mucho, amigo -dice Cox.
Pamela Chen llega dando bandazos.
– ¡El autobús! -le grita a Henry por encima del creciente estruendo-. ¡Tenemos que coger el autobús y atravesar el fuego a toda velocidad! ¡Es nuestra única alternativa!
Henry sabe que eso no es una alternativa, pero asiente y le dirige al coronel una última mirada (Cox jamás olvidará los ojos infernales y desesperados del policía), aferra la mano de Pammie Chen y la sigue hacia el autobús 19 mientras la mole negra humeante se abalanza hacia ellos.
El fuego alcanza el centro del pueblo y recorre Main Street como la llama de un soplete en el interior de un tubo. El Puente de la Paz queda desintegrado. Big Jim y Carter se encogen en el refugio nuclear mientras el ayuntamiento hace implosión por encima de ellos. La comisaría succiona sus propias paredes de ladrillo y luego las vomita hacia lo alto del cielo. En el Monumento a los Caídos, la estatua de Lucien Calvert es arrancada de cuajo. Lucien vuela hacia el agujero negro de fuego empuñando el fusil con valentía. En el césped de la biblioteca, el pelele de Halloween con su gracioso sombrero de copa y sus manos hechas de palas de jardín sucumbe a las llamas. Se ha levantado un fuerte bufido (suena como si fuera la aspiradora de Dios), y el fuego, ávido de oxígeno, inhala todo el aire bueno para llenar su único pulmón ponzoñoso. Los edificios de Main Street explotan uno detrás de otro, expulsan al aire sus tablones y su contenido, sus placas y sus cristales, como confeti en la noche de Fin de Año: el cine abandonado, el Drugstore de Sanders, Almacenes Burpee, Gasolina & Alimentación Mills, la librería, la tienda de flores, la barbería. En la funeraria, las últimas incorporaciones a la lista de difuntos empiezan a tostarse en sus compartimientos metálicos como pollos en una olla de hierro colado. El fuego termina su desfile triunfal por Main Street devorando el Food City, después sigue camino hacia el Dipper's, donde quienes todavía están en el aparcamiento gritan y se abrazan unos a otros. La última imagen que ven en este mundo es la de un muro de llamas de casi cien metros de alto que corre ansioso por llegar hasta ellos, cual Albión hacia su amada. Ahora las llamas avanzan por las carreteras principales, hirviendo el asfalto hasta convertirlo en sopa. Al mismo tiempo se está extendiendo hacia Eastchester, tragándose tanto los hogares de los yuppies como a los pocos yuppies que aguardan dentro, encogidos de miedo. Michaela Burpee pronto correrá hacia el sótano, pero será demasiado tarde; la cocina explotará a su alrededor y lo último que verá en esta vida será su nevera Amana, derritiéndose.
Los soldados que están apostados en el límite Tarker-Chester (los que están más cerca del origen de la catástrofe) se tambalean hacia atrás cuando el fuego golpea la Cúpula con sus puños impotentes y la tiñe de negro. Los soldados sienten que el calor traspasa y eleva veinte grados la temperatura en cuestión de segundos, rizando las hojas de los árboles más cercanos. Uno de ellos dirá más adelante: «Fue como estar delante de una bola de cristal con una explosión nuclear dentro».
La gente arrinconada contra la Cúpula empieza a ser bombardeada por pájaros muertos y agonizantes a medida que gorriones, petirrojos, zanates, cuervos, gaviotas e incluso gansos se estrellan contra esa barrera que tan pronto habían aprendido a esquivar. Desde el otro lado del campo de Dinsmore llegan en estampida todos los perros y los gatos del pueblo. También hay mofetas, marmotas, puercoespines. Entre ellos saltan ciervos, varios alces galopan con torpeza y, desde luego, las reses de Alden Dinsmore, con los ojos desorbitados y mugiendo de inquietud. Cuando llegan a la Cúpula chocan con ella. Los animales más afortunados mueren. Los que no tienen tanta suerte quedan tirados sobre acericos de huesos rotos, ladrando, chillando, maullando y bramando.
Ollie Dinsmore ve a Dolly, la preciosa vaca Brown Swiss con la que una vez ganó un primer premio de 4-H (el nombre se lo puso su madre porque le parecía que Ollie y Dolly sonaba gracioso). Dolly galopa pesadamente hacia la Cúpula mientras el weimeraner de alguien le mordisquea las patas, que ya le sangran. La vaca choca contra la barrera produciendo un crujido que Ollie no puede oír por encima del fuego que se acerca… pero en su mente sí lo oye, y, en cierta forma, ver a ese perro igualmente condenado abalanzarse sobre la pobre Dolly y empezar a desgarrarle las indefensas ubres es aún peor que haber encontrado muerto a su padre.
Ver agonizar a la que fue su vaca preferida hace reaccionar al chico. Ni siquiera sabe si existe la más remota posibilidad de sobrevivir a ese día terrible, pero de repente con una nitidez total ve dos cosas. Una es la botella de oxígeno con la gorra de los Red Sox de su difunto padre encima. La otra es la mascarilla de oxígeno del abuelito Tom colgando del gancho de la puerta del baño. Mientras Ollie corre hacia la granja en la que ha vivido toda su vida (la granja que pronto dejará de existir), solo tiene un pensamiento completamente coherente: el sótano de las patatas. Enterrado bajo el establo, internándose en el subsuelo de la colina que hay detrás de la casa, el sótano de las patatas podría ser un lugar seguro.
Los expatriados siguen de pie junto al campo de manzanos. Barbie no ha conseguido que lo escuchen, y mucho menos ponerlos en marcha. Sin embargo, debe llevarlos de vuelta a la granja y los vehículos. Enseguida.
Desde allí gozan de una vista panorámica de todo el pueblo, y Barbie puede anticipar la trayectoria que seguirá el fuego, igual que un general podría anticipar la ruta más probable de un ejército invasor gracias a las fotografías aéreas. La explosión arrasa hacia el sudeste y podría detenerse en la orilla oeste del Prestile. El río, a pesar de estar seco, debería actuar como cortafuegos natural. El vendaval explosivo generado por el incendio también ayudará a mantenerlo alejado del cuadrante más septentrional del pueblo. Si las llamas lo arrasan todo hasta la Cúpula en los límites municipales de Castle Rock y Motton (el talón y la suela de la bota), las partes de Chester's Mills que limitan con el TR-90 y el norte de Harlow podrían salvarse. Al menos del fuego. Sin embargo, no es el fuego lo que preocupa a Barbie.
Lo que le preocupa es el viento.
Lo siente; sopla sobre sus hombros y entre sus piernas separadas, con fuerza suficiente para hacer ondear su ropa y alborotar la melena de Julia alrededor de su cara. Se aleja de ellos para alimentar el fuego y, puesto que Mills es ahora un ecosistema casi herméticamente sellado, quedará muy poco aire saludable para reemplazar el que está siendo consumido. Barbie tiene una visión salida de una pesadilla: pececillos de colores muertos, flotando en la superficie de un acuario en el que se ha agotado el oxígeno.
Julia se vuelve hacia él antes de que Barbie pueda impedírselo, le señala algo a lo lejos, abajo: una figura que avanza con dificultad por Black Ridge Road, tirando de un objeto con ruedas. A esa distancia, Barbie no es capaz de distinguir si el refugiado es un hombre o una mujer, y además no importa. Quien sea morirá de asfixia casi con toda seguridad mucho antes de llegar a algún punto elevado.
Estrecha la mano de Julia y acerca los labios a su oído.
– Tenemos que irnos. Dale la mano a Piper, y que ella se la dé a quien tenga al lado. Así todo el mundo.
– ¿Y ese de ahí? -grita ella, señalando todavía a la figura que avanza lentamente. Puede que lo que arrastra tras de sí sea una carretilla de niño. Está cargada con algo que debe de ser pesado, porque la figura avanza muy inclinada y se mueve muy despacio.
Barbie tiene que hacérselo comprender, porque ahora el tiempo apremia.
– No te preocupes por él. Volvemos a la granja. Ahora mismo. Que todo el mundo se dé la mano para que nadie se quede atrás.
Ella intenta volverse y mirarlo a los ojos, pero Barbie le impide moverse. Quiere estar cerca de su oído (literalmente), porque debe hacérselo comprender.
– Si no nos marchamos ahora mismo, podría ser demasiado tarde. Nos quedaremos sin aire.
En la 117, la furgoneta Datsun de Velma Winter encabeza un desfile de vehículos a la fuga. Lo único en lo que consigue pensar la mujer es en el fuego y el humo que ocupan todo su espejo retrovisor. Va a ciento diez cuando choca contra la Cúpula, cuya existencia ha olvidado por completo a causa del pánico (no es más que otro pájaro, dicho de otro modo, solo que en el suelo). La colisión tiene lugar en el mismo lugar en el que Billy y Wanda Debec, Nora Robichaud y Elsa Andrews cayeron en desgracia hace una semana, poco después de que apareciera la Cúpula. El motor de la furgoneta ligera de Velma sale propulsado hacia atrás y la secciona por la mitad. El segmento superior de su cuerpo atraviesa el parabrisas, deja un rastro de intestinos cual serpentinas, y se estrella contra la Cúpula igual que un jugoso gusano. Es el comienzo de un accidente en cadena de doce vehículos en el que mueren muchas personas. La mayoría solo resultan heridas, pero no sufrirán durante mucho tiempo.
Henrietta y Petra sienten el calor que se abalanza sobre ellas, igual que lo sienten los cientos de personas que se aprietan contra la Cúpula. El viento les alborota el pelo y les arruga la ropa, que pronto estará en llamas.
– Dame la mano, cielo -dice Henrietta, y Petra lo hace.
Ven que el gran autobús amarillo da un amplio giro de borracho. Se tambalea a lo largo de la cuneta, donde esquiva por muy poco a Richie Killian, que primero se hace a un lado y luego salta hacia delante con agilidad para agarrarse a la puerta trasera cuando el autobús pasa junto a él. Levanta los pies y se sube en cuclillas al parachoques.
– Espero que lo consigan -dice Petra.
– Yo también, cielo.
– Pero no creo que vaya a ser así.
Ahora, algunos de los ciervos que huyen dando saltos de la conflagración que se acerca también están en llamas.
Es Henry el que va al volante del autobús. Pamela está junto a él, agarrada a un poste de cromo. Los pasajeros son una docena de vecinos del pueblo, la mayoría de ellos ya habían subido antes porque sufrían algún problema físico. Entre ellos están Mabel Alston, Mary Lou Costas y su niña, que todavía lleva puesta la gorra de béisbol de Henry. El temible Leo Lamoine también va a bordo, aunque su problema parece ser más emocional que físico: está aullando de terror.
– ¡Písale fuerte y ve hacia el norte! -grita Pamela. El fuego casi ha llegado hasta ellos, está a menos de quinientos metros por delante y el sonido que produce hace temblar el mundo-. ¡Acelera como un cabrón y no te pares por nada!
Henry sabe que es inútil, pero también sabe que prefiere intentar escapar así que quedarse indefensamente encogido con la espalda contra la Cúpula, así que enciende las luces y pisa el acelerador. Pamela sale lanzada hacia atrás y cae en el regazo de Chaz Bender, el maestro (a Chaz lo han llevado al autobús cuando ha empezado a sentir palpitaciones), que agarra a Pammie para sujetarla bien. Se oyen chillidos y gritos de alarma, pero Henry apenas los percibe. Sabe que enseguida perderá de vista la carretera a pesar de los faros, pero ¿y qué? Como policía, ha recorrido en coche ese tramo un millar de veces.
Usa la fuerza, Luke, piensa, e incluso llega a reírse mientras se lanza hacia la llameante oscuridad con el pedal del acelerador pisado hasta el fondo. Colgado de la puerta trasera del autobús, Richie Killian de repente no puede respirar. Todavía le da tiempo de ver que tiene fuego en el brazo. Un momento después, la temperatura en el exterior del autobús se eleva hasta los cuatrocientos veinte grados y el chico queda calcinado en su pescante como un resto de carne en la parrilla caliente de una barbacoa.
Las luces que recorren el techo del autobús están encendidas y proyectan un brillo débil, como de cafetería a medianoche, sobre los rostros aterrorizados y bañados en sudor de los pasajeros, pero el mundo de ahí fuera se ha vuelto mortalmente negro. Torbellinos de cenizas se revuelven en los haces de luz radicalmente escorzados de los faros. Henry conduce de memoria, preguntándose cuándo reventarán los neumáticos bajo él. Sigue riendo, aunque no puede oírse por encima del chirrido de gato escaldado que hace el motor del 19. Se mantiene en la carretera; al menos eso sí lo consigue. ¿Cuánto tiempo falta para que pasen al otro lado del muro de fuego? ¿Cabe la posibilidad de que logren atravesarlo? Está empezando a pensar que podría ser. Dios bendito, ¿cuánto puede tener de ancho?
– ¡Lo vas a conseguir! -grita Pamela-. ¡Lo vas a conseguir!
A lo mejor, piensa Henry. A lo mejor sí. Pero, por Dios, ¡qué calor! Alarga la mano hacia la ruedecilla del aire acondicionado con la intención de girarla hasta MAX. FRÍO, y entonces las ventanas hacen implosión y el autobús se llena de fuego. Henry piensa: ¡No! ¡No! ¡Ahora que estamos tan cerca, no!
Sin embargo, cuando el autobús carbonizado sale de entre el humo, no ve más que un erial negro. Los árboles han quedado calcinados y convertidos en tocones brillantes, la carretera misma es una zanja burbujeante. Entonces, un abrigo de fuego le cae encima desde atrás, y Henry Morrison deja de ser consciente de nada. El 19 resbala sobre los restos de la carretera y vuelca mientras escupe llamas por todas las ventanas rotas. El cartel que rápidamente se ennegrece en la parte de atrás dice: ¡DESPACIO, AMIGO! ¡AMAMOS A NUESTROS NIÑOS!
Ollie Dinsmore corre hacia el establo todo lo deprisa que puede. Con la mascarilla de oxígeno del abuelito Tom colgando del cuello y cargando con dos botellas gracias a una fuerza que no sabía que tenía (la segunda la ha encontrado al atajar por el garaje), el chico corre hacia la escalera que lo llevará al sótano de las patatas. Desde arriba llegan ruidos de resquebrajamientos y gruñidos cuando el techo empieza a arder. En el lateral occidental del establo, las calabazas también empiezan a quemarse; un olor intenso y empalagoso, como Halloween en el infierno.
El fuego avanza hacia el sur de la Cúpula y acelera en los últimos cien metros; cuando se destruyen los establos de ordeño de Dinsmore se oye una explosión. Henrietta Clavard contempla el fuego que se acerca y piensa: Bueno, soy vieja. He tenido una vida. Eso es más de lo que puede decir esta pobre chica.
– Date la vuelta, cielo -le dice a Petra-, y apoya la cabeza en mi pecho.
Petra Searles levanta hacia Henrietta un rostro muy joven y surcado de lágrimas.
– ¿Dolerá?
– Solo un segundo, cielo. Cierra los ojos y, cuando los abras, estarás refrescándote los pies en un riachuelo.
Petra pronuncia sus últimas palabras:
– Eso suena bien.
Cierra los ojos; Henrietta hace lo mismo. El fuego las alcanza. Están ahí y, un segundo después… ya no están.
Cox sigue cerca, al otro lado de la Cúpula, y las cámaras continúan rodando desde la seguridad de su emplazamiento, en el solar del mercadillo. En Estados Unidos todo el mundo lo está viendo con una fascinación horrorizada. Los comentaristas se han quedado mudos de asombro y lo único que se oye es el fuego, que tiene mucho que decir.
Cox todavía ve por un momento la larga serpiente humana, aunque las personas que la componen no son más que siluetas recortadas contra el fuego. La mayoría de ellas (igual que los expatriados de Black Ridge, que por fin van de camino a la granja y sus vehículos) se dan la mano. Después, el fuego hierve contra la barrera y acaba con ellos. Como para compensar su desaparición, la Cúpula misma se hace visible: una enorme pared calcinada que sube hacia el cielo. Contiene casi todo el calor en su interior, pero una buena cantidad sale en un fogonazo que obliga a Cox a dar media vuelta y echar a correr. Se arranca la camisa humeante a la carrera.
El fuego ha avanzado siguiendo la diagonal que ha anticipado Barbie, ha arrasado Chester's Mills de noroeste a sudeste. Cuando se extinga, lo hará con una rapidez pasmosa. Lo que se ha llevado consigo es el oxígeno; lo que ha dejado tras de sí es metano, formaldehído, ácido hidroclórico, dióxido de carbono, monóxido de carbono y gases residuales igual de nocivos. También asfixiantes nubes de partículas de materia: casas desintegradas, árboles y, desde luego, personas.
Lo que ha dejado tras de sí es veneno.
Un convoy de veintiocho exiliados y dos perros se dirigía hacia el lugar en el que la Cúpula limitaba con el TR-90, conocido por los más viejos como Canton. Iban apretados en tres furgonetas, dos coches y la ambulancia. Cuando llegaron, el día se había oscurecido y el aire era cada vez más difícil de respirar.
Barbie pisó el freno del Prius de Julia hasta el fondo y corrió hacia la Cúpula, donde un preocupado teniente coronel del ejército y media docena de soldados se adelantaron para encontrarse con él. La carrera fue corta, pero cuando llegó a la franja pintada con spray rojo estaba sin aliento. El aire bueno desaparecía como el agua en un fregadero.
– ¡Los ventiladores! -gritó, jadeando, al teniente coronel-. ¡Enciendan los ventiladores!
Claire McClatchey y Joe bajaron de la furgoneta de los almacenes, ambos tambaleándose y respirando con mucho esfuerzo. La furgoneta de la compañía telefónica fue la siguiente en llegar. Ernie Calvert bajó, dio dos pasos y cayó de rodillas. Norrie y su madre intentaron ayudarlo a ponerse en pie. Las dos estaban llorando.
– Coronel Barbara, ¿qué ha sucedido? -preguntó el teniente coronel. Según la insignia de su uniforme de faena, se llamaba STRINGFELLOW-. Informe.
– ¡A la mierda su informe! -gritó Rommie. Llevaba en brazos a un niño semiinconsciente (Aidan Appleton). Thurse Marshall llegó tropezando tras él. Rodeaba con un brazo a Alice, que tenía toda la camiseta salpicada de purpurina pegada al cuerpo; la parte de delante estaba vomitada-. ¡A la mierda su informe, encienda esos ventiladores de una vez!
Stringfellow dio la orden y los refugiados se arrodillaron con las manos apoyadas en la Cúpula, inspirando con avidez la leve brisa de aire limpio que los enormes ventiladores conseguían hacer pasar a través de la barrera.
Detrás de ellos, el fuego arreciaba.