A LA SOMBRA

1

La suposición del concejal Rennie de que nadie había visto a Brenda entrando en su casa esa mañana era correcta. Pero sí que la habían visto durante sus paseos matutinos, y no una sola persona, sino tres, incluida una que vivía en Mills Street. Si Big Jim lo hubiese sabido, ¿habría logrado esa información impedir sus actos? Dudosamente; en aquel momento ya se había fijado un rumbo y era demasiado tarde para dar marcha atrás. Sin embargo, podría haberle hecho reflexionar (ya que era un hombre reflexivo, a su manera) sobre las similitudes entre el asesinato y las patatas fritas Lay's: una vez has empezado, es muy difícil parar.

2

Big Jim no reparó en los que lo estaban mirando cuando bajó hasta la esquina de Mills Street con Main Street. Tampoco Brenda los había visto al subir por la cuesta del Ayuntamiento. Eso fue porque no querían ser vistos. Se habían refugiado en una de las entradas del Puente de la Paz, que resultaba ser una construcción clausurada. Sin embargo, eso no era lo peor. Si Claire McClatchey hubiese visto los cigarrillos, se habría quedado a cuadros. De hecho, podría haberse quedado a triángulos. Y está claro que no habría dejado que Joe siguiera siendo amigo de Norrie Calvert, por mucho que el destino del pueblo dependiera de su camaradería, porque había sido Norrie la que había llevado los pitis: unos Winston muy retorcidos y espachurrados que había encontrado en un estante del garaje. Su padre había dejado de fumar el año anterior y el paquete estaba cubierto de una fina gasilla de polvo, pero a Norrie le pareció que los cigarrillos que había dentro estaban en buen estado. Solo había tres, pero tres era perfecto: uno para cada uno. «Haremos que sea como un ritual de buena suerte», fueron sus instrucciones.

– Fumaremos como los indios cuando les rezan a los dioses para que les concedan una buena cacería. Después nos pondremos manos a la obra.

– Suena bien -dijo Joe. Siempre había sentido curiosidad por fumar. No lograba verle el atractivo, pero alguno debía de haber, porque un montón de gente seguía haciéndolo.

– ¿A qué dioses? -preguntó Benny Drake.

– A los dioses que tú quieras -respondió Norrie, mirándolo como si fuera la criatura más tonta del universo-. Dios dios, si ese es el que más te gusta. -Vestida con unos pantalones cortos de tela vaquera descolorida y una camiseta rosa sin mangas, el pelo suelto por una vez y enmarcando su astuta carita en lugar de estirado hacia atrás y recogido en esa habitual cola de caballo con la que trotaba por el pueblo, los dos chicos pensaban que estaba guapa. Totalmente espectacular, de hecho-. Yo le rezaré a la Mujer Maravilla.

– La Mujer Maravilla no es una diosa -dijo Joe mientras sacaba uno de los viejos Winston y lo enderezaba con suavidad-. La Mujer Maravilla es un superhéroe. -Lo pensó un momento-. O quizá una superhéroa.

– Para mí es una diosa -repuso Norrie con una sinceridad y una mirada grave que no admitían ser refutadas, y menos aún ridiculizadas. También ella enderezó su cigarrillo con cuidado. Benny dejó el suyo tal cual estaba; pensó que un cigarrillo retorcido le daba cierto aire guay-. Tuve los Brazaletes de la Mujer Maravilla hasta los nueve años, pero después los perdí. Creo que me los robó esa perra de Yvonne Nedeau.

Encendió una cerilla y la acercó primero al cigarrillo de Joe «el Espantapájaros», luego al de Benny. Cuando intentó usarla para encender el suyo, Benny la apagó.

– ¿Por qué has hecho eso? -preguntó ella.

– Tres con una cerilla. Mala suerte.

– ¿Crees en esas cosas?

– No demasiado -dijo Benny-, pero hoy vamos a necesitar toda la suerte que podamos reunir. -Miró hacia la bolsa de la compra que había en la cesta de su bicicleta, después le dio una calada al cigarrillo. Inhaló un poco y echó el humo tosiendo. Le lloraban los ojos-. ¡Esto sabe a cagarro de pantera!

– ¿Es que has fumado mucho de eso? -preguntó Joe. Dio una calada a su cigarrillo. No quería parecer un enclenque, pero tampoco quería ponerse a toser y a lo mejor acabar vomitando. El humo quemaba, pero de una forma medio buena. A lo mejor al final aquello tenía algo. Aunque ya se sentía un poco atontado.

Tranquilito cuando aspires, pensó. Desmayarte sería casi tan cutre como vomitar. A menos, quizá, que se desmayase en el regazo de Norrie Calvert. Eso sería una pasada.

Norrie rebuscó en el bolsillo de sus pantalones cortos y sacó el tapón de una botella de zumo Verifine.

– Podemos usar esto como cenicero. Quiero fumar para hacer el ritual indio, pero no quiero incendiar el Puente de la Paz. -Entonces cerró los ojos. Sus labios empezaron a moverse. Tenía el cigarrillo entre los dedos, cada vez con más ceniza.

Benny miró a Joe, se encogió de hombros y entonces él también cerró los ojos.

– GI Joe todopoderoso, por favor, escucha la súplica de tu humilde soldado raso Drake…

Norrie le dio una patada sin abrir los ojos.

Joe se levantó (algo mareado, aunque no demasiado; incluso se atrevió a dar otra calada cuando estuvo de pie) y caminó hasta más allá de donde habían aparcado las bicis, hacia el extremo de la pasarela cubierta que daba a la plaza del pueblo.

– ¿A dónde vas? -preguntó Norrie sin abrir los ojos.

– Rezo mejor mirando la naturaleza -respondió Joe, pero en realidad solo quería respirar un poco de aire fresco. No era por el humo del tabaco; eso más o menos le gustaba. Eran los demás olores del interior del puente: madera putrefacta, alcohol rancio y un agrio aroma químico que parecía subir desde el Prestile, debajo de ellos (un olor que, como le habría dicho el Chef, podías llegar a amar).

El aire del exterior tampoco era precisamente maravilloso; olía como a «usado», y a Joe le recordó la visita que había hecho con sus padres a Nueva York el año anterior. Allí el metro olía un poco así, sobre todo al final del día, cuando estaba repleto de gente que volvía a casa.

Se echó la ceniza en la mano. Al esparcirla, vio a Brenda Perkins subiendo por la cuesta.

Un momento después, una mano le tocó en el hombro. Demasiado ligera y delicada para ser la de Benny.

– ¿Quién es esa? -preguntó Norrie.

– La conozco solo de vista, no sé cómo se llama -dijo él.

Benny se les unió.

– Es la señora Perkins. La viuda del sheriff.

Norrie le dio un codazo.

– Jefe de policía, idiota.

Benny se encogió de hombros.

– Lo que sea.

La estuvieron observando, sobre todo porque no tenían a nadie más a quien mirar. El resto de la ciudad estaba en el supermercado celebrando la mayor guerra de comida del mundo, según parecía. Los tres niños habían ido a investigar, pero desde lejos; no necesitaron que nadie les convenciera de que no se acercaran, dado el valioso equipo que había sido confiado a su cuidado.

Brenda cruzó Main Street hacia Prestile Street, se detuvo frente a la casa de los McCain y después siguió hasta la de la señora Grinnell.

– ¿Por qué no nos vamos ya? -preguntó Benny.

– No podemos irnos hasta que se haya ido ella -respondió Norrie.

Benny se encogió de hombros.

– ¿Cuál es el problema? Si nos ve, no somos más que unos niños haciendo el ganso en la plaza del pueblo. Además, ¿sabéis qué? Seguramente no nos vería ni aunque nos estuviera mirando de frente. Los adultos nunca ven a los niños. -Pensó en eso-. A no ser que vayan en skate.

– O que estén fumando -añadió Norrie.

Todos miraron sus cigarrillos.

Joe enganchó con un pulgar el asa de la bolsa de la compra que estaba en la cesta del manillar de la Schwinn High Plains de Benny.

– También suelen ver a los niños que hacen el ganso con propiedad municipal de mucho valor.

Norrie se colocó el cigarrillo en la comisura de los labios. Parecía maravillosamente dura, maravillosamente hermosa y maravillosamente adulta.

Los chicos siguieron mirando. La viuda del jefe de policía se había puesto a hablar con la señora Grinnell. No fue una conversación muy larga. La señora Perkins había sacado un gran sobre marrón de su bolsa de tela mientras subía los escalones, y entonces vieron cómo se lo daba a la señora Grinnell. Unos segundos después, la señora Grinnell prácticamente le cerraba la puerta en las narices.

– Caray, qué maleducada -dijo Benny-. Una semana de castigo.

Joe y Norrie se rieron.

La señora Perkins se quedó un momento donde estaba, como desconcertada, después bajó los escalones. Esta vez caminaba de cara a la plaza, y los tres niños se retiraron instintivamente a las sombras de la pasarela. Eso hizo que la perdieran de vista, pero Joe encontró una rendija muy oportuna en el lateral de madera y pudo seguir espiando.

– Vuelve a Main -informó-. Vale, ahora está subiendo la cuesta… ahora cruza otra vez…

Benny hizo como que sostenía un micrófono imaginario.

– Las imágenes, en el informativo de las once.

Joe no le hizo caso.

– ¡Ahora va hacia mi calle! -Se volvió hacia Benny y Norrie-. ¿Creéis que irá a ver a mi madre?

– Mills Street tiene cuatro manzanas, colega -dijo Benny-. ¿Qué probabilidades hay?

Joe se sintió aliviado, aunque no se le ocurría ningún motivo por el que la visita de la señora Perkins a su madre pudiera ser algo malo. Solo que su madre estaba bastante preocupada porque su padre se encontraba fuera del pueblo, y a Joe no le apetecía verla más alterada de lo que ya estaba. Casi le había prohibido hacer esa expedición. Gracias a Dios que la señorita Shumway le había quitado aquella idea de la cabeza, sobre todo diciéndole que Dale Barbara había pensado específicamente en Joe para ese trabajo (en el cual Joe -igual que Benny y Norrie- prefería pensar como en «la misión»).

– Señora McClatchey -había dicho Julia-, Barbie cree que seguramente nadie puede hacer uso de ese artefacto mejor que su hijo. Podría ser muy importante.

Eso había hecho que Joe se sintiera bien, pero al mirar a su madre a la cara (preocupada, alicaída) de pronto se había sentido mal Ni siquiera habían pasado tres días desde que la Cúpula los había encerrado, pero ya había perdido peso. Y eso de que no soltara nunca la fotografía de su padre… eso también hacía que se sintiera mal. Era como si pensara que estaba muerto, en lugar de atrapado en un motel en alguna parte, seguramente bebiendo cerveza y viendo la HBO.

Su madre, sin embargo, había estado de acuerdo con la señorita Shumway.

– Es un chico muy listo y se le dan bien las máquinas, desde luego. Siempre se le han dado bien. -Lo había recorrido con la mirada de la cabeza a los pies y luego había suspirado-. ¿Cuándo te has hecho tan alto, hijo?

– No sé -había respondido él con total sinceridad.

– Si te dejo hacer esto, ¿tendrás cuidado?

– Y llévate a tus amigos contigo -dijo Julia.

– ¿A Benny y a Norrie? Claro.

– Otra cosa -había añadido Julia-, sed un poco discretos. ¿Sabes lo que significa eso, Joe?

– Sí, señora, claro que sí.

Significaba que no te pillaran.

3

Brenda desapareció tras la pantalla de árboles que bordeaban Mills Street.

– Vale -dijo Benny-. Vamos. -Aplastó con cuidado el cigarrillo en el cenicero improvisado y después sacó la bolsa de la compra de la cesta de la bici.

Dentro de la bolsa llevaban el anticuado contador Geiger de color amarillo que había pasado de Barbie a Rusty, a Julia… y finalmente a Joe y su pandilla.

Joe cogió el tapón de la botella de zumo y apagó también su cigarrillo; pensó que le gustaría probarlo otra vez cuando tuviera tiempo para concentrarse en la experiencia. Por otra parte, quizá fuera mejor no hacerlo. Ya era adicto a los ordenadores, las novelas gráficas de Brian K. Vaughan y el skate. A lo mejor con eso ya tenía bastantes monos de los que ocuparse.

– Va a venir gente -les dijo a Benny y a Norrie-, puede que un montón de gente, en cuanto se cansen de jugar en el supermercado. Lo único que podemos hacer es esperar que no se fijen en nosotros.

Por dentro, oyó a la señorita Shumway diciéndole a su madre lo importante que podría ser aquello para el pueblo. A él no tuvo que decírselo; seguramente Joe lo comprendía mejor que ellos mismos.

– Pero si se acerca algún poli… -dijo Norrie.

Joe asintió.

– Lo metemos otra vez en la bolsa. Y sacamos el Frisbee.

– ¿De verdad creéis que hay una especie de generador alienígena enterrado bajo la plaza del pueblo? -preguntó Benny.

– Yo he dicho que podría haberlo -respondió Joe, más brusco de lo que había sido su intención-. Todo es posible.

En realidad, Joe creía que era más que posible; lo creía probable. Si la Cúpula no tenía un origen sobrenatural, entonces era un campo de fuerza. Un campo de fuerza tenía que ser generado. A él le parecía una situación que solo requería confirmación, pero no quería que sus amigos se hicieran muchas ilusiones. Ni él mismo, para el caso.

– Empecemos a buscar -dijo Norrie. Salió colándose por debajo de la cinta amarilla de precinto policial-. Solo espero que los dos hayáis rezado lo suficiente.

Joe no creía en rezar por cosas que podía hacer él mismo, pero había elevado una breve oración por un tema algo diferente: que, si encontraban el generador, Norrie Calvert le diera otro beso. Uno chulo y largo.

4

Esa misma mañana, algo más temprano, durante su reunión preexploración en el salón de los McClatchey, Joe «el Espantapájaros» se había quitado la zapatilla derecha y luego el calcetín blanco de deporte que llevaba debajo.

– Truco o trato, huéleme el zapato, dame algo rico que comer dentro de un rato -entonó Benny con alegría.

– Calla, imbécil -repuso Joe.

– No llames imbécil a tu amigo -dijo Claire McClatchey, pero le dirigió a Benny una mirada de reproche.

Norrie, por su parte, no añadió ninguna réplica y se limitó a mirar con interés a Joe, que estaba colocando el calcetín sobre la alfombra del salón y lo alisaba con la palma de la mano.

– Esto es Chester's Mills -dijo Joe-. La misma forma, ¿verdad?

– Ahí le has dado -convino Benny-. Nuestro destino es vivir en un pueblo que se parece a uno de los calcetines de deporte de Joe McClatchey.

– O al zapato de la anciana del cuento -añadió Norrie.

– «Había una vez una anciana que vivía en un zapato» -recitó la señora McClatchey. Estaba sentada en el sofá con la fotografía de su marido en el regazo, igual que cuando la señorita Shumway se había presentado con el contador Geiger, ya entrada la tarde del día anterior-. «Tenía tantos hijos que no sabía qué hacer.»

– Muy buena, mamá -dijo Joe, intentando no reírse. La versión de instituto había modificado el cuento a: «Tenía tantos hijos que ya se le había caído el coño».

Volvió a mirar el calcetín.

– Bueno, ¿tiene centro un calcetín?

Benny y Norrie lo pensaron. Joe les dejó tiempo. El hecho de que tal pregunta pudiera interesarles era una de las cosas que le molaban de ellos.

– No como un círculo o un cuadrado -dijo Norrie al final-. Eso son formas geométricas.

Benny añadió:

– Supongo que un calcetín también es una forma geométrica, técnicamente, aunque no sé cómo se llamaría. ¿Un calcetágono?

Norrie rió. Incluso Claire sonrió un poco.

– En el mapa, Mills se parece más bien a un hexágono -dijo Joe-, pero eso no importa. Usemos solo el sentido común.

Norrie señaló el lugar del calcetín donde el final de la forma del pie se unía a la recta de la pierna.

– Ahí. Ese es el centro.

Joe lo marcó con la punta de un rotulador.

– Me parece que esa mancha no saldrá, señorito. Claire suspiró-. Pero de todas formas necesitas unos nuevos, supongo. -Y, antes de que el niño pudiera hacer la siguiente pregunta, dijo-: En un mapa, eso sería más o menos donde está la plaza del pueblo. ¿Es ahí donde vais a buscar?

– Es donde buscaremos primero -dijo Joe, algo desinflado al ver que lo habían dejado sin su bomba informativa.

– Porque, si hay un generador -caviló la señora McClatchey-, crees que debería estar en el centro de la localidad. O lo más cerca posible del centro.

Joe asintió.

– Guay, señora McClatchey -dijo Benny, que levantó una mano-. Choque esos cinco, madre de mi hermano del alma.

Con una débil sonrisa, sosteniendo aún la fotografía de su marido, Claire McClatchey chocó los cinco con Benny. Después dijo:

– Al menos la plaza del pueblo es un lugar seguro. -Se detuvo a pensarlo; frunció un poco el ceño-. Eso espero, por lo menos, aunque en realidad, ¿quién sabe?

– No se preocupe -dijo Norrie-. Yo los vigilaré.

– Solo prometedme que, si al final encontráis algo, dejaréis que los expertos se ocupen de todo -dijo Claire.

Mamá, pensó Joe, me parece que a lo mejor resulta que los expertos somos nosotros. Pero no lo dijo. Sabía que eso la alteraría más aún.

– Tiene mi palabra -dijo Benny, y volvió a levantar la mano-. Esos cinco otra vez, oh, madre de mi…

Esta vez la mujer no despegó las manos de la fotografía.

– Te quiero, Benny, pero a veces me agotas.

El niño sonrió con tristeza.

– Eso mismo me dice mi madre.

5

Joe y sus amigos caminaron cuesta abajo hacia el quiosco de música que había en el centro de la plaza del pueblo. Detrás de ellos, el Prestile murmuraba. Ya estaba más bajo, la Cúpula hacía de presa en el punto por el que el río entraba en Chester's Mills, en el noroeste. Si la Cúpula seguía allí al día siguiente, Joe creía que aquello se convertiría en un barrizal.

– Vale -dijo Benny-. Ya basta de hacer el vago. Es hora de que los chicos de las tablas salven Chester's Mills. Dale caña a ese trasto.

Con cuidado (y con verdadera reverencia), Joe sacó el contador Geiger de la bolsa de la compra. Hacía tiempo que la pila que lo alimentaba era un soldado muerto y que los terminales estaban llenos de porquería, pero un poco de bicarbonato había dado cuenta de la corrosión, y Norrie había encontrado no solo una, sino tres pilas secas de seis voltios en el armario de las herramientas de su padre. «Es un bicho raro cuando se trata de pilas -había confesado Norrie-, y se matará intentando aprender a hacer skate, pero lo quiero.»

Joe puso el pulgar sobre el interruptor de encendido y luego los miró muy serio.

– ¿Sabéis? Podría ser que esto no detectara nada de nada y, aun así, que hubiera un generador, pero uno que emita ondas alfa o bet…

– ¡Dale ya, por el amor de Dios! -exclamó Benny-. Tanto suspense me está matando.

– Tiene razón -dijo Norrie-. Dale.

Pero sucedió algo interesante. Habían probado el contador Geiger un montón de veces por la casa de Joe y funcionaba bien: cuando lo probaron sobre un viejo reloj con esfera de radio, la aguja se había agitado considerablemente. Lo habían probado todos por turnos. Sin embargo, ahora que estaban ahí fuera (in situ, por así decir), Joe se quedó paralizado. Tenía la frente perlada de sudor. Sentía cómo las gotas aparecían y se preparaban para deslizarse.

Podría haberse quedado allí quieto un buen rato si Norrie no hubiera puesto una mano encima de la suya. Luego Benny añadió también la de él. Los tres acabaron pulsando juntos el interruptor. La aguja de la ventanilla CÓMPUTO POR SEGUNDO saltó de inmediato a +5, y Norrie le apretó el hombro a Joe. Después descendió hasta +2, y la niña aflojó la mano. No tenían experiencia con medidores de radiación, pero todos supusieron que no estaban viendo más que una medición de radiación de fondo.

Poco a poco, Joe caminó alrededor del quiosco de música alargando el sensor Geiger-Müller, sujeto por un cable en espiral estilo telefónico. La luz de encendido emitía una lucecita ámbar claro y la aguja bailaba un poco de vez en cuando, pero casi siempre estaba cerca del extremo cero del cuadrante. Los pequeños saltitos que veían debían de causarlos sus propios movimientos. Joe no estaba sorprendido (parte de él sabía que no iba a ser tan fácil), pero al mismo tiempo se sentía amargamente decepcionado. Era realmente asombroso lo bien que se complementaban la decepción y la ausencia de sorpresa; eran como Zipi y Zape.

– Déjame a mí -dijo Norrie-. A lo mejor tengo más suerte.

Joe se lo cedió sin protestar. Durante toda la hora siguiente, más o menos, peinaron la plaza del pueblo sosteniendo el contador Geiger por turnos. Vieron un coche que bajaba por Mills Street, pero no vieron a Junior Rennie (que volvía a encontrarse mejor) al volante. Tampoco él los vio a ellos. Una ambulancia bajó a toda pastilla por la cuesta del Ayuntamiento en dirección al Food City, con las luces del techo encendidas y la sirena aullando. A la ambulancia sí que le prestaron unos instantes de atención, pero volvían a estar absortos en lo suyo cuando Junior reapareció poco después, esta vez al volante del Hummer de su padre.

No llegaron a utilizar el Frisbee que habían llevado para disimular; estaban demasiado concentrados. Tampoco importó. Pocos de los vecinos que volvían a sus casas se molestaron en mirar hacia la plaza. Algunos estaban heridos. La mayoría acarreaban alimentos liberados, y algunos empujaban carritos de la compra cargados hasta los topes. Casi todos parecían avergonzados de sí mismos.

Hacia el mediodía, Joe y sus amigos estaban dispuestos a rendirse. También tenían hambre.

– Vamos a mi casa -dijo Joe-. Mi madre nos preparará algo de comer.

– Genial -dijo Benny-. Espero que sea chop suey. Tu madre hace un chop suey de muerte.

– Antes, ¿podemos cruzar por el Puente de la Paz e intentarlo en el otro lado? -preguntó Norrie.

Joe se encogió de hombros.

– Vale, pero allí no hay nada más que bosque. Además, nos alejaremos del centro.

– Sí, pero… -No acabó la frase.

– Pero ¿qué?

– Nada. Es solo una idea. Seguramente estúpida.

Joe miró a Benny. Benny se encogió de hombros y pasó el contador Geiger a Norrie.

Regresaron al Puente de la Paz y se colaron bajo la floja cinta de precinto policial. La pasarela estaba en penumbra, pero no tanto como para que Joe no pudiera mirar por encima del hombro de Norrie y ver que la aguja del contador Geiger empezó a moverse en cuanto pasaron de la mitad, caminando en fila india para no sobrecargar demasiado los tablones podridos. Cuando salieron por el otro lado, un cartel les informó: ESTÁN ABANDONANDO LA PLAZA DEL PUEBLO DE CHESTER'S MILL, CONST. 1808. Un sendero hollado subía por una ladera de robles, fresnos y hayas. Su follaje otoñal colgaba sin vida, parecía más sombrío que alegre.

Cuando llegaron al pie de ese sendero, la aguja de la ventanilla de CÓMPUTO POR SEGUNDO estaba entre +5 y +10. Más allá de +10, el calibrado del medidor ascendía abruptamente a +500 y luego a +1.000. El límite superior del cuadrante estaba marcado en rojo. La aguja estaba a kilómetros por debajo de eso, pero Joe estaba bastante seguro de que la posición de esos momentos indicaba algo más que un cómputo de radiación de fondo.

Benny miraba el temblor de la aguja, pero Joe miraba a Norrie.

– ¿Cuál era esa idea? -le preguntó-. No tengas miedo de soltarla, al final no parece que haya sido una idea tan estúpida.

– No -convino Benny. Dio unos golpecitos a la ventanilla de CÓMPUTO POR SEGUNDO. La aguja saltó, después volvió a estabilizarse en +7 o +8.

– Se me ha ocurrido que un generador y un transmisor son prácticamente lo mismo -dijo Norrie-. Y un transmisor no tiene por qué estar en el centro, solo ha de estar muy alto.

– La torre de la WCIK no lo está -dijo Benny-. Simplemente se halla en un claro, atronando a todo el mundo con su Radio Jesús. La he visto.

– Sí, pero esa cosa es…, no sé, superpoderosa -repuso Norrie-. Mi padre dijo que tiene cien mil vatios o algo así. A lo mejor lo que estamos buscando tiene un radio de acción más pequeño. Así que entonces he pensado: «¿Cuál es la parte más alta de la ciudad?».

– Black Ridge -dijo Joe.

– Black Ridge -repitió ella, y alzó un pequeño puño.

Joe lo golpeó con el suyo, luego señaló:

– Por allí, a un kilómetro y medio. Puede que dos. -Dirigió el sensor Geiger-Müller hacia aquel lugar y los tres contemplaron, fascinados, cómo la aguja subía a +10.

– No me jodas… -dijo Benny.

– Quizá cuando cumplas los cuarenta -dijo Norrie. Dura como siempre… aunque se había puesto colorada. Solo un poco.

– En Black Ridge Road hay un campo de árboles frutales -dijo Joe-. Desde allí se ve todo Chester's Mills… También el TR-90. Al menos eso es lo que dice mi padre. Podría estar allí. Norrie, eres un genio. -Al final no tuvo que esperar a que ella lo besara. Él mismo hizo los honores, aunque no se atrevió a acercarse más que a la comisura de sus labios.

A ella pareció gustarle, pero entre sus ojos seguía habiendo una línea ceñuda.

– A lo mejor no significa nada. Tampoco es que la aguja se esté volviendo loca. ¿Podemos ir hasta allí con las bicis?

– ¡Claro! -exclamó Joe.

– Después de comer -añadió Benny. Se consideraba el sensato del grupo.

6

Mientras Joe, Benny y Norrie estaban comiendo en casa de los McClatchey (sí que había chop suey) y Rusty Everett, con ayuda de Barbie y de las dos adolescentes, se ocupaba de los heridos de los disturbios del supermercado en el Cathy Russell, Big Jim Rennie estaba sentado en su estudio, repasando una lista en la que iba marcando los puntos solucionados.

Vio que su Hummer llegaba de nuevo por el camino de entrada y marcó otro punto: ya habían dejado a Brenda con los demás. Pensó que estaba preparado; al menos todo lo preparado que podía estar. Aunque la Cúpula desapareciera esa misma tarde, creía que tenía el trasero bien cubierto.

Junior entró y dejó las llaves del Hummer en el escritorio de Big Jim. Estaba pálido y le hacía falta un buen afeitado más que nunca, pero ya no parecía un muerto viviente. Tenía el ojo izquierdo rojo, pero no llameante.

– ¿Todo arreglado, hijo?

Junior asintió.

– ¿Iremos a la cárcel? -Hablaba casi con curioso desinterés.

– No -dijo Big Jim. La idea de que pudiera ir a la cárcel nunca se le había pasado por la cabeza, ni siquiera cuando esa bruja de Brenda Perkins se había presentado allí y había empezado a soltar acusaciones. Sonrió-. Pero Dale Barbara sí.

– Nadie creerá que ha matado a Brenda Perkins.

Big Jim siguió sonriendo.

– Lo creerán. Están asustados y lo creerán. Así funcionan estas cosas.

– ¿Cómo lo sabes?

– Porque soy un estudioso de la historia. Alguna vez deberías probarlo. -A punto estuvo de preguntarle a Junior por qué había dejado Bowdoin; ¿lo había dejado, lo habían suspendido o lo habían invitado a marcharse? Sin embargo, aquel no era el momento ni el lugar. En vez de eso, le preguntó a su hijo si podía hacerle otro recado.

Junior se frotó la sien.

– Supongo. Ya que estamos, uno más…

– Necesitarás ayuda. Imagino que podrás llevarte a Frank, aunque yo preferiría a ese tal Thibodeau, si es que hoy es capaz de moverse por ahí. Pero Searles no. Es buen tipo, pero es estúpido.

Junior no abrió la boca. Big Jim se preguntó otra vez qué le pasaba al chico. Aunque ¿de verdad quería saberlo? A lo mejor cuando esa crisis hubiera terminado. Mientras tanto, tenía muchas cazuelas en el fuego y la cena iba a servirse pronto.

– ¿Qué quieres que haga?

– Déjame comprobar antes una cosa. -Big Jim sacó su móvil. Cada vez que lo hacía, esperaba encontrarlo estropeado y tener que tirarlo a la basura, pero seguía funcionando. Al menos para realizar llamadas dentro del pueblo, que era lo único que le importaba.

Seleccionó el número de la comisaría. El teléfono sonó tres veces en el garito de la policía antes de que Stacey Moggin contestara. Parecía agobiada, no respondió con voz profesional como siempre. A Big Jim no le sorprendió, dado el jaleo de la mañana; de fondo se oía un buen alboroto.

– Policía -dijo ella-. Si no es una emergencia, por favor, cuelgue y llame más tarde. Estamos liadísim…

– Soy Jim Rennie, cielo. -Sabía que Stacey detestaba que la llamaran «cielo». Por eso lo hacía-. Ponme con el jefe. Y deposita.

– Ahora mismo está intentando separar a dos que se están peleando a puñetazos delante del mostrador -contestó ella-. A lo mejor podría llamar más tar…

– No, no puedo llamar más tarde -replicó Big Jim-. ¿Crees que estaría llamando si esto no fuese importante? Tú ve allí, cielo, y rocía al más agresivo de los dos con el spray de pimienta. Después envía a Pete a su despacho para que…

Stacey no le dejó terminar y tampoco lo puso en espera. El teléfono golpeó el mostrador con gran estrépito. Big Jim no perdió la compostura; cuando sacaba a alguien de sus casillas, le gustaba saberlo. Muy a lo lejos, oyó que alguien llamaba a alguien «hijoputa ladrón». Eso le hizo sonreír.

Un momento después sí que lo pusieron en espera, pero Stacey no se molestó siquiera en informarle. Big Jim escuchó un rato los instructivos consejos de McGruff, el Perro Comisario. Después alguien cogió el teléfono. Era Randolph, que parecía estar sin aliento.

– Habla deprisa, Jim, porque esto es una casa de locos. Los que no han acabado en el hospital con varias costillas rotas o algo parecido están que echan humo. Cada uno culpa al otro. Estoy intentando no ocupar las celdas de abajo, pero es como si la mitad de ellos quisieran acabar ahí metidos.

– ¿Aumentar los efectivos de la policía te parece mejor idea hoy, jefe?

– Sí, por Dios. Nos han dado una paliza. Tengo a uno de los nuevos agentes, esa Roux, en el hospital con la mitad inferior de la cara rota. Parece la novia de Frankenstein.

La sonrisa de Big Jim aumentó hasta convertirse en una mueca.

Sam Verdreaux lo había logrado. Pero, desde luego, eso era otra de las cosas que sucedían cuando lo estabas bordando; si había que pasar el balón, en esas raras ocasiones en que no podías lanzar tú mismo, siempre se lo pasabas a la persona adecuada.

– Alguien le ha dado con una piedra. También a Mel Searles. Ha estado un rato inconsciente, pero parece que ya está bien. La herida tenía mala pinta, así que lo he enviado al hospital para que lo remienden.

– Vaya, es una vergüenza -dijo Big Jim.

– Alguien iba a por mis agentes. Más de uno, creo. Big Jim, ¿de verdad podemos conseguir más voluntarios?

– Me parece que encontrarás un montón de voluntariosos reclutas entre los jóvenes íntegros de esta ciudad -dijo Big Jim-. De hecho, conozco a varios de la congregación de Cristo Redentor. Los chicos de los Killian, por ejemplo.

– Jim, los chicos de los Killian son más tontos que hechos de encargo.

– Ya lo sé, pero son fuertes y saben cumplir órdenes. -Hizo una pausa-. Además, saben disparar.

– ¿Vamos a darles armas a los nuevos agentes? -Randolph parecía dudoso y a la vez esperanzado.

– ¿Después de lo que ha pasado hoy? Desde luego. Yo estaba pensando en diez o doce buenos jóvenes de confianza para empezar. Frank y Junior pueden ayudar a elegirlos. Y necesitaremos a más aún si esto no se arregla para la semana que viene. Págales con vales. Dales primero vales de alimentos para cuando empiece el racionamiento, si es que empieza. Para ellos y para sus familias.

– De acuerdo. Envíame a Junior, ¿quieres? Frank está aquí, y también Thibodeau. Ha recibido unos cuantos golpes en el súper y le han tenido que cambiar el vendaje del hombro, pero está bien como para seguir en marcha. -Randolph bajó la voz-. Dice que el vendaje se lo ha cambiado Barbara. Y que ha hecho un buen trabajo.

– Qué encanto, pero nuestro señor Barbara no cambiará más vendajes en mucho tiempo. Y tengo otro trabajo para Junior. También para el agente Thibodeau. Envíamelo aquí.

– ¿Para qué?

– Si hiciera falta que lo supieras, te lo diría. Tú envíamelo. Junior y Frank ya harán una lista de posibles nuevos reclutas más tarde.

– Bueno… si tú lo di…

Randolph fue interrumpido por un nuevo alboroto. Algo se había caído o lo habían tirado al suelo. Se oyó un estrépito cuando alguna otra cosa se hizo añicos.

– ¡Parad de una vez! -rugió Randolph.

Sonriente, Big Jim se apartó el teléfono de la oreja. Aun así, podía oírlo a la perfección.

– ¡Coge a esos dos!… ¡Esos dos no, idiota, los OTROS dos!… ¡NO, no quiero que los arrestes! ¡Quiero verlos fuera de aquí, joder! Si no hay forma de que se larguen, ¡sácalos a patadas!

Un momento después volvía a hablar con Big Jim.

– Recuérdame por qué quería este trabajo, porque se me está empezando a olvidar.

– Se solucionará -lo tranquilizó Big Jim-. Mañana tendrás cinco agentes nuevos, jovencitos y la mar de frescos, y otros cinco para el jueves. Otros cinco como mínimo. Ahora envíame aquí al joven Thibodeau. Y asegúrate de que esa celda del fondo esté preparada para recibir a un nuevo ocupante. El señor Barbara va a necesitarla esta misma tarde.

– ¿Con qué cargos?

– ¿Qué te parecen cuatro asesinatos, más incitación a la violencia en el supermercado local? ¿Te sirve?

Colgó antes de que Randolph pudiera contestar.

– ¿Qué quieres que hagamos Carter y yo? -preguntó Junior.

– ¿Esta tarde? Primero, un poco de reconocimiento del terreno y planificación. Yo os ayudaré con la planificación. Después participaréis en la detención de Barbara. Lo disfrutaréis, creo.

– Claro que sí.

– En cuanto Barbara esté a la sombra, el agente Thibodeau y tú deberíais daros una buena cena, porque vuestro auténtico trabajo será el de esta noche.

– ¿Cuál?

– Incendiar las oficinas del Democrat… ¿Qué tal te suena?

Junior abrió los ojos como platos.

– ¿Por qué?

Le decepcionó que su hijo tuviera que preguntarlo.

– Porque, para el futuro inmediato, tener un periódico no es lo más conveniente para el pueblo. ¿Alguna objeción?

– Papá… ¿Alguna vez se te ha ocurrido que podrías estar loco?

Big Jim asintió.

– Como un genio -dijo.

7

– La de veces que he estado en esta sala -dijo Ginny Tomlinson con su nueva voz brumosa-, y ni una sola vez me había imaginado a mí misma en la camilla.

– Aunque lo hubieras hecho, seguramente no habrías imaginado que te estaría tratando el mismo tío que te sirve el filete y los huevos por las mañanas. -Barbie intentaba conservar el buen ánimo, pero no había parado de remendar y vendar desde que había llegado al Cathy Russell con el primer viaje de la ambulancia y se sentía cansado. Sospechaba que mucha culpa la tenía el estrés: le daba un miedo horrible dejar a alguien peor, en lugar de mejor de lo que estaba. Veía esa misma inquietud en los rostros de Gina Buffalino y Harriet Bigelow, y eso que ellas no tenían el reloj de Jim Rennie avanzando inexorablemente sobre sus cabezas para empeorar las cosas.

– Creo que pasará un tiempo antes de que sea capaz de comerme otro filete -dijo Ginny.

Rusty le había arreglado la nariz antes de atender a ningún otro paciente. Barbie le había ayudado sosteniendo la cabeza de Ginny por los lados con toda la suavidad de la que había sido capaz y murmurándole palabras de ánimo. Rusty le había metido unas gasas empapadas de cocaína medicinal por los orificios nasales, había dado diez minutos al anestésico para que hiciera efecto (tiempo aprovechado para tratar una muñeca con una grave distensión y colocar un vendaje elástico en la rodilla inflamada de una mujer obesa), después había sacado las tiras de gasa con unas pinzas y había empuñado un escalpelo. El auxiliar médico había sido admirablemente rápido. Antes de que Barbie pudiera pedirle a Ginny que dijera «treinta y tres», Rusty le había metido el mango del escalpelo por el orificio nasal más despejado, lo había presionado contra el tabique y lo había usado de palanca.

Como si hiciera palanca para sacar un tapacubos, pensó Barbie al percibir el crujido tenue pero perfectamente audible que hizo la nariz de Ginny al recuperar algo aproximado a su posición normal. No gritó, pero sus uñas abrieron agujeros en el papel protector que cubría la camilla y le cayeron lágrimas por las mejillas.

Ya estaba más calmada, porque Rusty le había dado un par de Percocets, pero todavía le caían lágrimas del ojo menos hinchado. Tenía las mejillas de un violeta inflamado. Barbie pensó que se parecía un poco a Rocky Balboa después de la pelea con Apollo Creed.

– Piensa en la parte buena -dijo.

– ¿Es que la hay?

– Sin duda. A esa Roux le espera un mes entero de sopas y batidos.

– ¿Georgia? He oído decir que le han dado con una piedra. ¿Está muy mal?

– Sobrevivirá, pero pasará mucho tiempo antes de que esté guapa.

– Esa nunca iba a ser Miss Flor de Manzano. -Y, en voz más baja-: ¿Era ella la que gritaba?

Barbie asintió. Por lo visto los alaridos de Georgia se habían oído en todo el hospital.

– Rusty le ha dado morfina, pero ha tardado mucho en caer. Debe de tener una constitución de caballo.

– Y una conciencia de caimán -añadió Ginny con su voz brumosa-. No le desearía a nadie lo que le ha pasado, pero aun así es un argumento de mil demonios en favor del castigo kármico. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? Esta mierda de reloj se ha roto.

Barbie consultó el suyo.

– Ahora son las catorce treinta. Así que supongo que llevas unas cinco horas y media en ruta hacia la recuperación. -Giró hacia uno y otro lado las caderas, oyó cómo le crujía la espalda y sintió que se le desentumecía un poco. Decidió que Tom Petty tenía razón: la espera era lo más duro. Supuso que se sentiría más tranquilo en cuanto estuviera en una celda. A menos que estuviera muerto. Se le había pasado por la cabeza que podía resultar conveniente que lo mataran mientras se resistía a la detención.

– ¿Por qué sonríes? -preguntó Ginny.

– Por nada. -Alzó unas pinzas-. Ahora estate quieta y déjame hacer esto. Cuanto antes empecemos, antes habremos terminado.

– Debería levantarme y echar una mano.

– Si lo intentas, el que te echará una mano seré yo: al cuello.

Ginny miró las pinzas.

– ¿Sabes lo que te haces con eso?

– Claro. Gané una medalla de oro en Extracción de Cristales categoría olímpica.

– Tu coeficiente de chorradas es aún mayor que el de mi ex marido. -Sonreía un poco.

Barbie supuso que le dolía, incluso a pesar del cargamento de analgésicos, y la mujer le gustó por ello.

– No serás una de esas pesadas del mundillo médico que se convierte en una tirana cuando le toca a ella recibir tratamiento, ¿verdad? -preguntó.

– Ese era el doctor Haskell. Una vez se clavó una astilla enorme bajo la uña del pulgar y, cuando Rusty se ofreció para quitársela, el Mago dijo que quería a un especialista. -Se rió, luego se estremeció y gimió.

– Por si te sientes mejor, al poli que te ha pegado el puñetazo le han dado con una piedra en la cabeza.

– Más karma. ¿Está levantado y en marcha?

– Pues sí. -Mel Searles había salido andando del hospital hacía dos horas con un vendaje alrededor de la cabeza.

Cuando Barbie se inclinó con las pinzas, ella apartó la cabeza instintivamente. Él la volvió de nuevo hacia sí, apretando la mano (con mucha delicadeza) contra la mejilla que tenía menos hinchada.

– Sé que tienes que hacerlo -dijo Ginny-, pero soy como una niña cuando se trata de los ojos.

– Viendo lo fuerte que te ha dado, has tenido suerte de que los cristales se te hayan clavado alrededor y no dentro.

– Ya lo sé. Pero no me hagas daño, ¿vale?

– Vale -respondió él-. Podrás levantarte dentro de nada, Ginny. Seré rápido.

Se pasó un trapo por las manos para asegurarse de que estaban secas (no había querido guantes, no se fiaba de lo torpe que era con ellos) y luego se inclinó. Ginny tenía media docena de pequeñas esquirlas de los cristales de sus gafas incrustadas en las cejas y alrededor de los ojos, pero lo que más le preocupaba era una daga en miniatura que se le había clavado justo debajo del ángulo exterior del ojo derecho. Barbie estaba seguro de que Rusty lo habría extraído él mismo de haberlo visto, pero se había concentrado en la nariz.

Hazlo rápido, pensó. El que duda está jodido.

Sacó el fragmento con las pinzas y lo dejó caer en una palangana de plástico que había en la repisa. Una minúscula perla de sangre afloró donde había estado alojado el cristal. Barbie respiró tranquilo.

– Vale. Los demás no son nada. Esto va a ser un paseo.

– Dios te oiga -dijo Ginny.

Acababa de extraer la última esquirla cuando Rusty abrió la puerta de la sala de diagnosis y le dijo a Barbie que necesitaba un poco de ayuda. Llevaba en una mano una cajita de metal de Sucrets, caramelos para la garganta.

– ¿Ayuda con qué?

– Con una hemorroide con patas -dijo Rusty-. Esa úlcera anal quiere marcharse de aquí con sus ganancias ilegítimas. En circunstancias normales me encantaría ver su miserable trasero saliendo por la puerta, pero ahora mismo es probable que lo necesite.

– ¿Estás bien, Ginny? -preguntó Barbie.

Ella hizo un gesto con la mano en dirección a la puerta. Él ya estaba allí, a punto de seguir a Rusty, cuando Ginny lo llamó:

– ¡Eh, guapo!

Barbie se volvió, y ella le lanzó un beso.

Barbie lo atrapó.

8

En Chester's Mills solo había un dentista. Se llamaba Joe Boxer. Su consulta estaba al final de Strout Lane y desde su gabinete dental se disfrutaba de una vista panorámica del arroyo Prestile y el Puente de la Paz. Lo cual era agradable si estabas sentado. La mayoría de los que visitaban el gabinete en cuestión estaban en posición reclinada, sin nada que mirar salvo las varias docenas de fotografías del chihuahua de Joe Boxer que había pegadas en el techo. «En una de ellas, parece que el puto perro esté cagando -le había dicho Dougie Twitchell a Rusty después de una visita-. A lo mejor solo es la forma de sentarse de ese tipo de perros, pero no lo creo. Me parece que me he pasado media hora mirando a una bayeta de cocina con ojos de soltar un cagarro mientras ese Box me arrancaba de la mandíbula dos muelas del juicio. Creo que con un destornillador, por el daño que me ha hecho.»

El cartel que colgaba junto a la puerta de la consulta del doctor Boxer era como unos pantalones de baloncesto lo bastante grandes para un gigante de cuento. Estaban pintados de dorado y verde chillón: los colores de los Mills Wildcats. En el cartel decía JOSEPH BOXER, DENTISTA. Y debajo de eso: ¡BOXER ES BREVE! Es cierto que era bastante rápido, en eso todo el mundo estaba de acuerdo, pero no trabajaba con ninguna mutua y solo aceptaba efectivo. Si un leñador entraba con las encías supurando y las mejillas infladas como las de una ardilla con la boca llena de nueces y empezaba a hablarle de su seguro dental, Boxer le decía que les sacara el dinero a Anthem o a Blue Cross o a quienesquiera que fuesen los del seguro y que luego volviera a verle.

Quizá un poco de competencia en la localidad le hubiera obligado a suavizar sus políticas draconianas, pero la media docena de dentistas que habían probado suerte en Mills desde principios de los noventa habían desistido. Se especulaba que Jim Rennie, buen amigo de Joe Boxer, podía haber tenido algo que ver con esa escasez de competencia, pero no había pruebas. Mientras tanto se podía ver a Boxer paseándose un día cualquiera en su Porsche, con la pegatina de ¡MI OTRO COCHE TAMBIÉN ES UN PORSCHE! en el parachoques.

Cuando Rusty llegó por el pasillo seguido de Barbie, Boxer iba de camino a las puertas de entrada. O lo intentaba; Twitch lo tenía agarrado del brazo. Colgando del otro brazo, el doctor Boxer llevaba una cesta llena de gofres Eggo. Nada más; solo paquetes y más paquetes de Eggos. Barbie se preguntó, y no por primera vez, si en realidad no estaría tirado en la acequia que corría detrás del aparcamiento del Dipper's, con los huesos molidos y viviendo una horrible pesadilla causada por las lesiones cerebrales.

– ¡Que no me quedo! -ladró Boxer-. ¡Tengo que llevarme esto a casa para meterlo en el congelador! De todas formas, lo que me estáis proponiendo no tiene casi ninguna posibilidad de funcionar, así que quítame las manos de encima.

Barbie observó el vendaje en mariposa que bisecaba una de las cejas de Boxer y la otra venda, más grande, que le cubría el antebrazo derecho. El dentista, por lo visto, había librado una encarnizada batalla por sus gofres congelados.

– Dile a este matón que me quite las manos de encima -le dijo a Rusty-. Ya me han atendido y ahora me voy a mi casa.

– Todavía no -dijo Rusty-. Le han atendido gratis, y yo espero que lo pague de alguna manera.

Boxer era un tipo bajito, de no más de uno sesenta y dos, pero se irguió cuan alto era y sacó pecho.

– Pues espera sentado. No veo yo que la cirugía dental (que, por cierto, el estado de Maine no me ha autorizado a practicar) sea un justo quid pro quo a cambio de un par de vendas. Yo me gano la vida trabajando, Everett, y espero que me paguen por mi trabajo.

– Se lo pagarán en el cielo -dijo Barbie-. ¿No es eso lo que diría su amigo Rennie?

– Él no tiene nada que ver con es…

Barbie se acercó un paso más y miró en la cesta de la compra de plástico verde que llevaba Boxer. Tenía las palabras PROPIEDAD DE FOOD CITY impresas en el asa. Boxer intentó, sin demasiado éxito, proteger la cesta de su mirada.

– Hablando de pagar, ¿ha pagado esos gofres?

– No sea ridículo. Todo el mundo se llevaba de todo. Yo no he cogido más que esto. -Miró a Barbie con actitud desafiante-. Tengo un congelador muy grande, y resulta que me gustan los gofres.

– «Todo el mundo se llevaba de todo» no será una defensa muy buena si le acusan de saqueo -dijo Barbie con gentileza.

Era imposible que Boxer se irguiera más de lo que se había erguido ya y, aun así, lo consiguió. Tenía la cara tan roja que casi estaba violeta.

– ¡Pues que me lleven a los tribunales! ¿Qué tribunales? ¡Caso cerrado! ¡Ja!

Iba a dar media vuelta cuando Barbie alargó la mano y lo agarró, no del brazo sino de la cesta.

– Entonces solo le confiscaré esto, ¿de acuerdo?

– ¡No puede hacer eso!

– ¿No? Pues que me lleven a los tribunales. -Barbie sonrió-. ¡Ah, se me olvidaba…! ¿Qué tribunales?

El doctor Boxer lo fulminó con la mirada, sus labios apretados dejaban ver las puntas de unos dientecillos perfectos.

– Tostaremos esos viejos gofres en la cafetería -dijo Rusty-. ¡Mmm! ¡Deliciosos!

– Eso mientras tengamos electricidad conque tostarlos -masculló Twitch-. Después, podemos clavarlos en tenedores y asarlos sobre el incinerador de la parte de atrás.

– ¡No podéis hacer eso!

Barbie dijo:

– Deje que me exprese con claridad: a menos que haga usted lo que sea que Rusty quiere que haga, no tengo ninguna intención de soltar sus Eggos.

Chaz Bender, que llevaba una tirita en el puente de la nariz y otra en un lado del cuello, rió. Y no con demasiada amabilidad.

– ¡Pague, Doc! -exclamó-. ¿No es eso lo que dice usted siempre?

Boxer se volvió y pasó a fulminar primero a Bender y luego a Rusty con la mirada.

– Lo que quieres apenas tiene probabilidades de funcionar. Debes saberlo.

Rusty abrió la cajita de Sucrets y se la tendió. Dentro había seis dientes.

– Torie McDonald los ha recogido en la entrada del supermercado. Se ha arrodillado y ha rebuscado entre charcos de sangre de Georgia Roux para encontrarlos. Y, si quiere usted desayunar Eggos en un futuro cercano, Doc, se los va a volver a colocar a Georgia en la boca.

– ¿Y si me voy?

Chaz Bender, el profesor de historia, dio un paso adelante. Tenía los puños cerrados.

– En ese caso, mi mercenario amigo, le daré una buena tunda en el aparcamiento.

– Yo le ayudo -dijo Twitch.

– Yo no -dijo Barbie-, pero miraré.

Se oyeron risas y algunos aplausos. Barbie sintió al mismo tiempo alegría y náuseas.

Boxer dejó caer los hombros. De repente no era más que un hombrecillo atrapado en una situación que le venía grande. Cogió la cajita de Sucrets y luego miró a Rusty.

– Un cirujano dental trabajando en condiciones óptimas podría conseguir reimplantar estos dientes, y puede que llegaran a enraizar, aunque tendría la precaución de no darle ninguna garantía al paciente. Si lo hago, tendrá suerte si recupera uno o dos. Lo más probable es que acaben cayéndole tráquea abajo y asfixiándola.

Una mujer corpulenta con una mata de pelo muy pelirrojo apartó a Chaz Bender de un codazo.

– Yo me sentaré junto a ella y me aseguraré de que eso no suceda. Soy su madre.

El doctor Boxer soltó un suspiro.

– ¿Está inconsciente?

Antes de que pudiera ir más lejos, dos unidades policiales de Chester's Mills, una de ellas el coche verde del jefe de policía, aparcaron en la zona de carga y descarga. Freddy Denton, Junior Rennie, Frank DeLesseps y Carter Thibodeau salieron del primer coche patrulla. El jefe Randolph y Jackie Wettington salieron del coche del jefe. La mujer de Rusty salió de la parte de atrás. Todos iban armados y, al acercarse a las puertas de la entrada del hospital, empuñaron las pistolas.

La pequeña muchedumbre que había presenciado la confrontación con Joe Boxer murmuró y se hizo atrás, algunos de ellos esperando sin duda que los arrestaran por robo.

Barbie se volvió hacia Rusty Everett.

– Mírame -dijo.

– ¿Qué quieres de…?

– ¡Que me mires! -Barbie levantó los brazos y los volvió para mostrar ambos lados. Después se levantó la camiseta, enseñando primero su vientre plano y luego volviéndose para exhibir su espalda-. ¿Ves marcas? ¿Contusiones?

– No…

– Asegúrate de que ellos lo sepan -dijo Barbie.

No tuvo tiempo para más. Randolph hizo entrar a sus agentes por la puerta.

– ¿Dale Barbara? Un paso al frente.

Antes de que Randolph pudiera levantar el arma para apuntarle, Barbie obedeció. Porque a veces suceden accidentes. A veces adrede.

Barbie vio el desconcierto de Rusty, y su ingenuidad hizo que le cayera aún mejor. Vio a Gina Buffalino y a Harriet Bigelow con los ojos muy abiertos. Pero reservó la mayor parte de su atención para Randolph y sus refuerzos. Todos los rostros eran de piedra, pero en el de Thibodeau y el de DeLesseps vio una innegable satisfacción. Para ellos, aquello representaba la revancha por la noche en el Dipper's. Y la revancha iba a ser una pesadilla.

Rusty se puso delante de Barbie, como para protegerlo.

– No hagas eso -murmuró Barbie.

– ¡Rusty, no! -gritó Linda.

– ¿Peter? -preguntó Rusty-. ¿De qué va esto? Barbie me ha estado ayudando, y ha estado haciendo un trabajo de miedo, joder.

A Barbie le daba miedo apartar a un lado al gran auxiliar médico, incluso tocarlo. En lugar de eso, levantó los brazos, muy despacio, con las palmas extendidas.

Al ver que alzaba los brazos, Junior y Freddy Denton se le echaron encima, y deprisa. Junior le dio un golpe a Randolph al pasar junto a él, y la Beretta que el jefe aferraba en su puño apretado se disparó. El sonido resultó ensordecedor en el vestíbulo de recepción. La bala se clavó en el suelo a unos ocho centímetros del zapato derecho de Randolph y abrió un agujero asombrosamente grande. El olor a pólvora fue inmediato y sorprendente.

Gina y Harriet gritaron y echaron a correr de vuelta al pasillo principal, saltando con agilidad por encima de Joe Boxer, que iba a gatas, con la cabeza gacha y el pelo -siempre tan bien peinado- colgándole por delante de la cara. Brendan Ellerbee, al que le habían recolocado la mandíbula ligeramente dislocada, dio una patada al dentista en el antebrazo al pasar junto a él en plena huida. La cajita de Sucrets salió volando de la mano de Boxer, chocó contra el mostrador principal y se abrió: los dientes que Torie McDonald tan cuidadosamente había recogido quedaron esparcidos por el suelo.

Junior y Freddy agarraron a Rusty, que no intentó resistirse. Parecía completamente desconcertado. Lo empujaron a un lado y enviaron al auxiliar médico tambaleándose por el vestíbulo principal, intentando mantener el equilibrio. Linda quiso sostenerlo y acabaron cayendo juntos al suelo.

– ¿Qué cojones? -vociferaba Twitch-. Pero ¿qué cojones?

Cojeando ligeramente, Carter Thibodeau se acercó a Barbie, que vio lo que se le venía encima pero siguió con las manos levantadas. Bajarlas podía significar su muerte. Y tal vez no solo la suya. Ahora que ya se había disparado un arma, las probabilidades de que se disparasen otras eran mucho mayores.

– ¿Qué hay, amiguito? -preguntó Carter-. Se ve que has estado bastante ocupado… -Le dio un puñetazo en el estómago.

Barbie había tensado los músculos anticipando el golpe, pero de todas formas se dobló por la mitad. Ese hijoputa estaba fuerte.

– ¡Parad! -bramó Rusty. Todavía parecía desconcertado, pero ahora también se lo veía enfadado-. ¡Parad ahora mismo, joder!

Intentó levantarse, pero Linda lo rodeó con los dos brazos y lo mantuvo en el suelo.

– No lo hagas -le dijo-. No lo hagas, es un tipo peligroso.

– ¿Qué? -Rusty volvió la cabeza y se la quedó mirando con incredulidad-. ¿Te has vuelto loca?

Barbie seguía con las manos en alto, mostrándoselas a los policías. Encorvado como estaba, parecía que les estuviera haciendo una reverencia.

– Thibodeau, atrás -ordenó Randolph-. Ya basta.

– ¡Guarda esa pistola, imbécil! -le gritó Rusty a Randolph-. ¿Quieres matar a alguien?

Randolph le dirigió una breve mirada de desdeñoso desprecio y después se volvió hacia Barbie.

– Enderézate, hijo.

Barbie obedeció. Le dolía, pero lo consiguió. Sabía que, si no se hubiera preparado para el puñetazo de Thibodeau en las tripas, se habría quedado hecho un ovillo en el suelo, boqueando para conseguir respirar. ¿Habría intentado Randolph que se pusiera de pie a patadas? ¿Se le habrían unido los demás agentes a pesar de que en el vestíbulo había testigos, algunos de los cuales ya volvían a acercarse a rastras para ver mejor? No era de extrañar, ya les bullía la sangre en las venas. Así eran esas cosas.

Randolph dijo:

– Quedas arrestado por los asesinatos de Angela McCain, Dorothy Sanders, Lester A. Coggins y Brenda Perkins.

Cada uno de esos nombres sorprendió a Barbie, pero el último fue el golpe más fuerte. El último fue un puñetazo. Esa dulce mujer. Había olvidado que debía ser prudente. Barbie no podía echarle la culpa (todavía estaba hundida a causa de la pena por la muerte de su marido), pero sí podía culparse a sí mismo por haber dejado que fuera a ver a Rennie. Por animarla.

– ¿Qué ha sucedido? -le preguntó a Randolph-. ¿Qué les han hecho, por el amor de Dios?

– Como si no lo supieras -le espetó Freddy Denton.

– ¿Qué clase de psicópata eres? -preguntó Jackie Wettington. Tenía la cara crispada en una máscara de odio, los ojos entornados con ira.

Barbie no les hizo caso. Estaba mirando fijamente a Randolph con las manos todavía levantadas por encima de la cabeza. Bastaría la menor de las excusas para que se le echaran encima. Incluso Jackie -normalmente una mujer de lo más agradable- podía unírseles, aunque le haría falta una razón, no solo una excusa. O tal vez no. A veces incluso la buena gente estallaba.

– Yo tengo una pregunta mejor -le dijo a Randolph-. ¿Qué le habéis permitido hacer a Rennie? Porque este jaleo es cosa suya, y lo sabes. Sus huellas están por todas partes.

– Calla. -Randolph se volvió hacia Junior-. Espósalo.

Junior fue a por Barbie, pero antes de que pudiera tocar siquiera una de las muñecas alzadas, Barbie puso las manos a la espalda y se volvió. Rusty y Linda Everett seguían en el suelo; Linda rodeaba el pecho de su marido con un abrazo de oso que lo tenía inmovilizado.

– Acuérdate -le dijo Barbie a Rusty mientras le ponían las esposas de plástico… y se las apretaban hasta que se hundieron en la escasa carne que tenía justo bajo la base de las palmas de las manos.

Rusty se puso de pie. Cuando Linda intentó impedírselo, él la apartó y le dirigió una mirada que su mujer no había visto antes. En ella había severidad, y reproche, pero también lástima.

– Peter -dijo, y cuando Randolph ya se volvía de espaldas, alzó la voz hasta gritar-: ¡Estoy hablando contigo! ¡Mírame cuando lo hago!

Randolph se volvió. Su rostro era de piedra.

– Barbara sabía que veníais a por él.

– Claro que lo sabía -dijo Junior-. Puede que esté loco, pero no es estúpido.

Rusty no le hizo caso.

– Me ha enseñado los brazos, la cara, se ha levantado la camisa para enseñarme la barriga y la espalda. No tiene una sola marca, a menos que le salga una donde Thibodeau le ha propinado ese golpe sucio.

Carter dijo:

– ¿Tres mujeres? ¿Tres mujeres y un predicador? Se lo merecía.

Rusty no apartó la mirada de Randolph.

– Esto es un montaje.

– Con el debido respeto, Eric, este asunto queda fuera de tu jurisdicción -dijo Randolph. Había enfundado el arma. Lo cual era todo un alivio.

– Es verdad -replicó Rusty-. Yo soy coseheridas, no policía ni abogado. Lo que te estoy diciendo es que, si tengo ocasión de volver a echarle un vistazo mientras esté bajo vuestra custodia y le han aparecido cortes y magulladuras, que Dios os asista.

– ¿Qué vas a hacer? ¿Llamar a la Unión Americana por las Libertades Civiles? -preguntó Frank DeLesseps. Tenía los labios pálidos de furia-. Aquí tu amigo ha matado de una paliza a cuatro personas. Brenda Perkins tiene el cuello roto. Una de las chicas era mi prometida, y sufrió abusos sexuales. Es probable que después de muerta además de antes, por lo que parece. -La mayor parte de la gente que se había dispersado con el disparo había vuelto arrastrándose para mirar, y entre ellos se alzó entonces un gemido tenue y horrorizado-. ¿Ese es el tío al que defiendes? ¡Tú mismo tendrías que ir a la cárcel!

– ¡Frank, cállate! -dijo Linda.

Rusty miró a Frank DeLesseps, el niño al que había atendido cuando tuvo varicela, sarampión, cuando pilló piojos en el campamento de verano, cuando se rompió la muñeca al lanzarse hacia una segunda base, y una vez, cuando tenía doce años, que llegó con un caso especialmente virulento de urticaria. Vio muy poco parecido entre aquel niño y ese hombre.

– ¿Y si me encerraran? Entonces, ¿qué, Frankie? ¿Y si tu madre tuviera otro ataque de vesícula biliar, como el año pasado? ¿Espero a que lleguen las horas de visita en la cárcel para tratarla?

Frank dio un paso adelante y levantó una mano para soltarle un bofetón o un puñetazo. Junior lo detuvo.

– Recibirá su merecido, no te preocupes. Como todos los del bando de Barbara. Cada cual a su tiempo.

– ¿Bandos? -Rusty parecía sinceramente desconcertado-. ¿De qué estás hablando? ¿Cómo que bandos? Esto no es un puto partido de fútbol.

Junior sonrió como si supiera un secreto.

Rusty se volvió hacia Linda.

– Los que hablan son tus compañeros. ¿Te gusta lo que están diciendo?

Por un momento no pudo mirarlo. Después, haciendo un esfuerzo, lo consiguió.

– Están furiosos, eso es todo, y no les culpo. También yo lo estoy. Cuatro personas, Eric… ¿Es que no lo has oído? Las ha matado, y es casi seguro que violó al menos a dos de las mujeres. He ayudado a sacarlas del coche fúnebre en la funeraria. He visto las manchas.

Rusty negó con la cabeza.

– Acabo de pasar toda la mañana con él, viendo cómo ayudaba a la gente, no cómo les hacía daño.

– Déjalo -dijo Barbie-. Quédate al margen, campeón. No es momen…

Junior le golpeó en las costillas. Con fuerza.

– Tienes derecho a permanecer en silencio, comemierda.

– Lo hizo él -dijo Linda. Alargó una mano hacia Rusty, vio que él no iba a cogérsela y la dejó caer a un lado-. Han encontrado su placa de identificación en la mano de Angie McCain.

Rusty se quedó sin habla. Solo pudo mirar mientras empujaban a Barbie hacia el coche patrulla del jefe de policía y lo encerraban en el asiento de atrás con las manos todavía esposadas a la espalda. En cierto momento, los ojos de Barbie se encontraron con los de Rusty. Barbie negó con la cabeza. Fue un único movimiento, pero fuerte y firme.

Después se lo llevaron.

El vestíbulo se quedó en silencio. Junior y Frank se habían ido con Randolph. Carter, Jackie y Freddy Denton se dirigieron hacia el otro coche patrulla. Linda miraba a su marido con cara suplicante y con rabia. Después la rabia desapareció. Caminó hacia él levantando los brazos, quería que la abrazara aunque fuera solo unos segundos.

– No -dijo él.

Linda se detuvo.

– ¿Qué te pasa?

– ¿Qué te pasa a ti? ¿Es que no has visto lo que acaba de ocurrir?

– ¡Rusty, la chica tenía su placa de identificación!

Él asintió, despacio.

– Muy oportuno, ¿no te parece?

El rostro de Linda, cuya expresión había sido de dolor y esperanza, se endureció. Se dio cuenta de que seguía con los brazos extendidos, y los bajó.

– Cuatro personas -dijo-, tres de ellas han recibido una paliza tan brutal que apenas se las reconoce. Sí que hay bandos, y tú vas a tener que pensar en cuál estás.

– Tú también, cielo -dijo Rusty.

Desde fuera, Jackie gritó:

– ¡Linda, vamos!

De pronto Rusty se dio cuenta de que tenían público y de que muchos de los presentes habían votado por Jim Rennie en repetidas ocasiones.

– Piénsalo, Lin, y piensa también para quién trabaja Pete Randolph.

– ¡Linda! -llamó Jackie.

Linda Everett salió con la cabeza gacha. No miró atrás. Rusty estuvo bien hasta que la vio subir al coche. Entonces empezó a temblar. Tenía la sensación de que, si no se sentaba pronto, podría derrumbarse.

Una mano cayó en su hombro. Era Twitch.

– ¿Estás bien, jefe?

– Sí. -Como si con decirlo fuese a ser cierto… Se habían llevado a Barbie a la cárcel y él había tenido la primera pelea de verdad con su mujer en… ¿cuánto?… ¿cuatro años? Más bien seis. No, no estaba bien.

– Tengo una pregunta -dijo Twitch-. Si esas personas han sido asesinadas, ¿por qué se han llevado los cadáveres a la Funeraria Bowie en lugar de traerlos aquí para que les hagan un examen post mórtem? ¿De quién ha sido esa idea?

Antes de que Rusty pudiera contestar, las luces se apagaron. El generador del hospital por fin se había secado.

9

Después de ver cómo los niños se pulían lo que quedaba del chop suey (que contenía su última hamburguesa), Claire les indicó con un gesto que se pusieran de pie delante de ella en la cocina. Los miró con solemnidad y ellos le devolvieron la mirada: tan jóvenes y resueltos que daba miedo. A continuación, con un suspiro, le entregó a Joe su mochila. Benny miró dentro y vio tres sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada, tres huevos duros con salsa picante, tres botellas de refresco de té Snapple y media docena de galletas de avena y pasas. Aunque todavía estaba lleno de la comida, se animó.

– ¡Esto es genial, señora McC.! Es usted una verdadera…

La mujer no le hizo caso; tenía puesta toda su atención en Joe.

– Comprendo que esto podría ser importante, así que voy con vosotros. Os llevaré en coche si…

– No tienes por qué, mamá -dijo Joe-. Es fácil llegar.

– Y también es seguro -añadió Norrie-. No hay casi nadie en las carreteras.

Los ojos de Claire no se apartaban de los de su hijo; era una de esas Miradas Maternas Mortales.

– Pero necesito que me prometáis dos cosas. Primera, que habréis vuelto antes de que anochezca… y no me refiero al último estertor del crepúsculo, me refiero a cuando el sol aún no se haya puesto. Segundo, que si encontráis algo, marcaréis el lugar y luego lo dejaréis absolutamente tal como esté. Acepto que a lo mejor resulta que vosotros tres sois los más adecuados para buscar ese lo que sea, pero hacerse cargo de ello es un trabajo para adultos. Así que ¿tengo vuestra palabra? O me la dais o tendré que acompañaros.

Benny parecía dudar.

– Yo nunca he estado en Black Ridge Road, señora McC., pero he pasado por allí al lado. No creo que su Civic estuviera, no sé, a la altura de las circunstancias.

– Bueno, pues prometédmelo u os quedáis aquí mismo, ¿qué te parece?

Joe lo prometió. También los otros dos niños. Norrie incluso se persignó.

Joe se echó la mochila al hombro y Claire le metió dentro su teléfono móvil.

– No lo pierdas, señorito.

– No, mamá. -Joe no podía quedarse quieto, estaba impaciente por salir.

– Norrie… ¿Puedo confiar en ti para que eches el freno si estos dos se vuelven locos?

– Sí, señora -dijo Norrie Calvert, como si no hubiera desafiado a la muerte o a la desfiguración un millar de veces solo en el último año con su tabla de skate-. Claro que sí.

– Eso espero -dijo Claire-. Eso espero. -Se frotó las sienes como si empezara a dolerle la cabeza.

– ¡Una comida fantástica, señora McC.! -exclamó Benny, y levantó la mano-. Choque esos cinco.

– Por Dios bendito, ¿qué estoy haciendo? -preguntó Claire. Después chocó esos cinco.

10

Detrás del mostrador principal del vestíbulo de la comisaría, un mostrador que llegaba a la altura del pecho y donde la gente iba a quejarse de problemas tales como robos, vandalismo y de que el perro del vecino no dejaba de ladrar, se encontraba la sala de agentes. En ella había escritorios, taquillas y un rincón cafetería donde un malhumorado cartel anunciaba que EL CAFÉ Y LOS DONUTS NO SON GRATIS. También era donde fichaban a los detenidos. Allí Freddy Denton fotografió a Barbie, y Henry Morrison le tomó las huellas dactilares mientras Peter Randolph y Denton hacían guardia junto a él empuñando sus armas.

– ¡Relaja, relaja los músculos! -gritó Henry. No era el mismo hombre al que le había gustado conversar con Barbie sobre la rivalidad entre los Red Sox y los Yankees durante la comida en el Sweetbriar Rose (siempre un sándwich de beicon, lechuga y tomate con unos cuantos pepinillos al eneldo como guarnición). Ese tipo parecía tener ganas de plantarle a Dale Barbara un puñetazo en toda la nariz-. ¡No los presionas tú, te los presiono yo, así que relaja los músculos!

Barbie pensó en decirle a Henry que era difícil relajar los dedos cuando se estaba tan cerca de hombres armados, sobre todo si sabías que esos hombres no tenían ningún problema en usar las armas. Pero en lugar de eso mantuvo la boca cerrada y se concentró en relajar los músculos para que Henry pudiera presionarle los dedos y sacarle las huellas. Y no se le daba nada mal, en absoluto. En otras circunstancias, Barbie podría haberle preguntado por qué se molestaban en todo aquello, pero se mordió la lengua y tampoco dijo nada de eso.

– Muy bien -dijo Henry cuando creyó que las huellas estaban bastante claras-. Lleváoslo abajo. Quiero lavarme las manos. Me siento sucio solo de tocarlo.

Jackie y Linda se habían mantenido algo apartadas. De pronto, cuando Randolph y Denton enfundaron las pistolas para agarrar a Barbie de los brazos, las dos mujeres sacaron las suyas. Apuntaban al suelo pero estaban listas.

– Si pudiera, vomitaría todo lo que me has dado de comer -dijo Henry-. Me das asco.

– No he sido yo -dijo Barbie-. Piénsalo, Henry.

Morrison simplemente miró a otro lado. Pensar es algo que hoy escasea por aquí, pensó Barbie. Lo cual, estaba convencido, era justo lo que quería Rennie.

– Linda -dijo-. Señora Everett.

– No me hables. -Tenía el rostro blanco como el papel, salvo por una oscuras medialunas violáceas debajo de los ojos. Parecían moratones.

– Vamos, chaval -dijo Freddy, y le hundió a Barbie un nudillo en la parte baja de la espalda, justo por encima del riñón-. Tu suite espera.

11

Joe, Benny y Norrie iban en sus bicis en dirección norte por la carretera 119. Era una tarde de calor estival, había bruma y el aire estaba cargado de humedad. No soplaba ni una ligera brisa. Los grillos cantaban adormilados entre la hierba alta que había a ambos lados de la carretera. El cielo, en el horizonte, era de un tono amarillento que Joe al principio creyó que estaba provocado por las nubes. Después se dio cuenta de que era la mezcla de polen y contaminación que había en la superficie de la Cúpula. Allí el arroyo Prestile corría muy cerca de la carretera, y tendrían que haber oído sus gorjeos mientras fluía en dirección sudeste, hacia Castle Rock, ansioso por unirse al poderoso Androscoggin, pero solo se oía a los grillos y a unos cuantos cuervos graznando con indolencia desde los árboles.

Pasaron de Deep Cut Road y llegaron a Black Ridge Road un kilómetro y medio más adelante. Era de tierra, tenía muchísimos baches y estaba señalizada por dos carteles inclinados y cuarteados a causa de las heladas. El de la izquierda decía SE RECOMIENDA TRACCIÓN A LAS 4 RUEDAS. El de la derecha añadía LÍMITE DE PESO EN EL PUENTE 4 TONELADAS AVISO PARA CAMIONES DE GRAN TONELAJE. Ambos carteles estaban acribillados de agujeros de bala.

– Me gustan los pueblos donde la gente hace prácticas de tiro -dijo Benny-. Hace que me sienta a salvo de El Caide.

– Es Al-Qaida, cazurro -le soltó Joe.

Benny negó con la cabeza, sonriendo con indulgencia.

– Hablo de El Caide, el terrible bandido mexicano al que trasladaron al oeste de Maine para evitar…

– Vamos a ver qué dice el contador Geiger -dijo Norrie, bajando de la bici.

El contador volvía a estar en la cesta de la High Plains Schwinn de Benny. Lo habían acomodado entre unas cuantas toallas viejas del cesto de ropa inservible de Claire. Benny lo sacó y se lo dio a Joe; su carcasa amarilla era lo más brillante en aquel neblinoso paisaje. La sonrisa de Benny había desaparecido.

– Hazlo tú. Yo estoy demasiado nervioso.

Joe se quedó mirando el contador Geiger y luego se lo pasó a Norrie.

– Caguetas -dijo ella, aunque sin mala intención, y lo encendió.

La aguja se puso inmediatamente a +50. Joe le clavó la mirada y sintió que de pronto el corazón le latía en la garganta en lugar de en el pecho.

– ¡Caray! -dijo Benny-. ¡Hemos despegado!

Norrie miró la aguja, que se mantenía estable (aunque todavía a medio cuadrante de distancia del color rojo), y luego miró a Joe.

– ¿Seguimos?

– Joder, claro -dijo él.

12

En la comisaría no había problemas con la electricidad; al menos todavía. Un pasillo de baldosas verdes recorría el sótano todo a lo largo, bajo unos fluorescentes que proyectaban una luz deprimente e inalterable. Al amanecer o en noche cerrada, allí abajo siempre había un resplandor de mediodía. El jefe Randolph y Freddy Denton escoltaban a Barbie (si es que podía usarse esa palabra, teniendo en cuenta que sus manos lo aferraban con fuerza de los brazos) mientras bajaba la escalera. Las dos agentes mujeres, empuñando aún sus armas, los seguían por detrás.

A la izquierda quedaba la sala de archivo. A la derecha había un pasillo con cinco celdas; dos a cada lado y una al fondo. Esa última era la más pequeña, con un estrecho camastro que prácticamente colgaba encima del retrete de acero inoxidable sin taza, y a esa era a la que lo arrastraban.

Siguiendo órdenes de Pete Randolph (que a su vez las había recibido de Big Jim), incluso los personajes más violentos de los disturbios del supermercado habían quedado en libertad bajo su propia responsabilidad (¿adónde iban a ir?), y se suponía que todas las celdas estaban vacías. De manera que fue una sorpresa que Melvin Searles saliera disparado de la número 4, donde había estado esperando agazapado. Tenía la venda de la cabeza medio caída y se había puesto unas gafas de sol para disimular dos ojos moradísimos. Con una mano blandía un calcetín de deporte que tenía dentro algo que lo lastraba en la punta: una cachiporra casera. La primera y borrosa impresión de Barbie fue que estaba a punto de ser atacado por el Hombre Invisible.

– ¡Cabrón! -gritó Mel, y asestó un golpe con su arma.

Barbie se agachó. La porra silbó por encima de su cabeza y le dio a Freddy Denton en el hombro. Freddy gritó y soltó a Barbie. Tras ellos, las mujeres chillaron.

– ¡Asesino de mierda! ¿A quién has pagado para que me abra la cabeza? ¿Eh? -Mel cogió impulso de nuevo y esta vez le dio a Barbie en el bíceps del brazo izquierdo. El brazo pareció caer inerte.

Dentro del calcetín no había arena, sino un pisapapeles o algo por el estilo. Algo de cristal o de metal, seguramente, pero al menos era redondeado. Si hubiese tenido algún ángulo, Barbie habría sangrado.

– ¡Cabronazo de mierda! -rugió Mel, y volvió a agitar su calcetín cargado.

El jefe Randolph se hizo atrás, soltando también al prisionero. Barbie agarró el calcetín por la parte vacía e hizo una mueca de dolor cuando el peso de dentro chocó contra su muñeca. Tiró con fuerza y consiguió arrebatarle a Mel Searles su arma casera. Al mismo tiempo, a Mel se le cayó la venda por encima de las gafas de sol y le tapó los ojos.

– ¡Basta, basta! -gritó Jackie Wettington-. ¡Detente, prisionero, solo te lo advertiré una vez!

Barbie sintió un pequeño círculo frío entre sus dos omóplatos. No lo veía, pero supo sin mirar que Jackie lo estaba apuntando con su arma. Si me dispara, la bala entrará por ahí. Y es capaz de disparar, porque en una pequeña localidad donde casi no saben lo que son los problemas de verdad, hasta los profesionales son aficionados.

Soltó el calcetín. Lo que fuera que tenía dentro cayó dando un golpe en el linóleo. Después levantó las manos.

– ¡Señora, ya lo he soltado! -dijo-. ¡Señora, voy desarmado, por favor, baje la pistola!

Mel se apartó de los ojos la venda, que le cayó por la espalda, desenrollándose como si fuera el extremo del turbante de un swami. Le dio dos golpes a Barbie, uno en el plexo solar y otro en el hueco del estómago. Esta vez Barbie no estaba preparado, y el aire salió de sus pulmones como con una explosión, produciendo un sonido áspero: ¡PAH! Se dobló sobre sí mismo, después cayó de rodillas. Mel le descargó un puñetazo en la nuca (o quizá fuera Freddy por lo que Barbie sabía, podría haber sido el Jefe Sin Miedo en persona) y él se desplomó mientras el mundo se hacía cada vez más vago e impreciso. Salvo por una muesca en el linóleo. Eso sí lo veía muy bien. Con una claridad sobrecogedora, de hecho, y ¿por qué no? Estaba a solo un par de centímetros de sus ojos.

– ¡Parad, parad, parad de pegarle! -La voz provenía de muy lejos, pero Barbie estaba bastante seguro de que era la de la mujer de Rusty-. Se ha desplomado, ¿no veis que se ha desplomado?

A su alrededor, varios pies se arrastraron ejecutando una complicada danza. Alguien le pisó el trasero, tropezó, gritó «¡Joder!» y luego le dieron una patada en la cadera. Todo sucedía muy lejos. Quizá más tarde le dolería, pero en ese momento no era para tanto.

Unas manos lo agarraron y lo pusieron de pie. Barbie intentó levantar la cabeza, pero en general era más fácil dejarla colgando sin más. Lo empujaron casi a rastras por el pasillo hacia la celda del final, el linóleo verde resbalaba entre sus pies. ¿Qué había dicho Denton arriba? «Tu suite espera.»

Pero dudo que haya bombones en la almohada y que me hayan abierto las sábanas de la cama, pensó Barbie. Tampoco le importaba. Lo único que quería era que lo dejaran solo para lamerse las heridas.

A la entrada de la celda, alguien le puso un zapato en el culo para que se diera más prisa. Voló hacia delante, levantó el brazo derecho para evitar aterrizar de cara contra la pared de bloques de hormigón color verde. Intentó levantar también el brazo izquierdo, pero todavía lo tenía dormido desde el codo hacia abajo. Sin embargo, había conseguido protegerse la cabeza, y eso estaba bien. Rebotó, se tambaleó y después volvió a caer de rodillas, esta vez junto al catre, como si estuviera a punto de rezar antes de acostarse. Detrás de él, la puerta de la celda sonaba mientras se cerraba avanzando por su riel.

Barbie apoyó las manos en el camastro y se incorporó, el brazo izquierdo ya empezaba a funcionar un poco. Se volvió justo a tiempo para ver a Randolph alejándose con un agresivo paso jactancioso; los puños apretados, la cabeza gacha. Más allá de él, Denton estaba desenrollando lo que quedaba del vendaje de Searles mientras este lo fulminaba con la mirada (la fuerza de esa mirada perdía cierta efectividad debido a las gafas de sol, que se sostenían torcidas sobre su nariz). Más allá de los agentes varones, al pie de la escalera, estaban las mujeres. Ambas tenían idéntica expresión de consternación y confusión. El rostro de Linda Everett estaba más pálido que nunca, y Barbie creyó ver el brillo de las lágrimas en sus pestañas.

Intentó reunir toda su fuerza de voluntad y la llamó:

– ¡Agente Everett!

La mujer dio un respingo, sobresaltada. ¿La había llamado alguien agente Everett alguna vez? Puede que los niños del colegio, cuando le tocaba estar de servicio ayudándolos a cruzar la calle, lo cual seguramente había sido su mayor responsabilidad como policía de media jornada. Hasta esa semana.

– ¡Agente Everett! ¡Señora! ¡Por favor, señora!

– ¡Calla! -dijo Freddy Denton.

Barbie no le hizo caso. Creyó que iba a perder el conocimiento, o al menos la capacidad de reacción, pero de momento lograba aguantar con todas sus fuerzas.

– ¡Dígale a su marido que examine los cadáveres! ¡Sobre todo el de la señora Perkins! ¡Agente, tienen que examinar los cadáveres! ¡No los llevarán al hospital! ¡Rennie no dejará que…!

Peter Randolph se adelantó. Barbie vio lo que había sacado del cinturón de Freddy Denton e intentó levantar los brazos para protegerse la cara, pero le pesaban demasiado.

– Ya has dicho suficiente, hijo -dijo Randolph. Metió el spray de pimienta entre los barrotes y apretó el disparador.

13

Cuando iba por la mitad del oxidado puente de Black Ridge, Norrie detuvo la bicicleta y se quedó mirando el otro lado del precipicio.

– Será mejor que sigamos -dijo Joe-. Hay que aprovechar la luz mientras haya.

– Ya lo sé, pero mira -dijo Norrie, señalando.

Al otro lado, justo al pie de un terraplén muy escarpado, tirados en el lodazal que había acabado siendo el Prestile (antes de que la Cúpula empezara a asfixiarlo discurría bien caudaloso por ese lugar), había cuatro ciervos muertos: un macho, dos hembras y un cervatillo. Todos eran de buen tamaño; el verano había sido muy bueno en Mills y se habían alimentado bien. Joe vio nubes de moscas flotando sobre los cadáveres, incluso podía oír su zumbido somnoliento. Era un sonido que en un día normal habría quedado tapado por el del agua del río.

– ¿Qué les ha pasado? -preguntó Benny-. ¿Creéis que tiene algo que ver con lo que estamos buscando?

– Si te refieres a la radiación -dijo Joe-, no creo que afecte tan deprisa.

– A menos que sea una radiación alta de verdad -dijo Norrie, intranquila.

Joe señaló la aguja del contador Geiger.

– A lo mejor, pero esto todavía no ha subido mucho. Aunque llegara hasta el final del rojo, no creo que pudiera matar un animal tan grande como un ciervo en solo tres días.

Benny dijo:

– Ese ciervo tiene una pata rota, se ve desde aquí.

– Estoy bastante segura de que una de las hembras tiene rotas dos patas -dijo Norrie. Se protegía los ojos del sol con una mano-. Las delanteras. ¿Veis cómo están dobladas?

Joe pensó que parecía que la hembra había muerto mientras intentaba realizar un extenuante ejercicio gimnástico.

– Yo creo que han saltado -dijo Norrie-. Han saltado desde el borde, como hacen esa especie de ratas pequeñas.

– Los leggings -dijo Benny.

– ¡Lemmings, cabeza de chorlito! -dijo Joe.

– ¿Intentaban huir de algo? -preguntó Norrie-. ¿Era eso lo que hacían?

Ninguno de los chicos contestó. Los dos parecían ese día más jóvenes que la semana anterior, eran como niños obligados a escuchar una historia de campamento que les daba demasiado miedo. Los tres se quedaron de pie junto a sus bicicletas, mirando los ciervos muertos y escuchando el somnoliento zumbido de las moscas.

– ¿Seguimos? -preguntó Joe.

– A mí me parece que tendríamos que seguir -dijo Norrie. Pasó una pierna sobre la horquilla de la bici y se quedó de pie a horcajadas.

– De acuerdo -dijo Joe, y también él montó en su bicicleta.

– Ay, Ollie -dijo Benny-, en menudo lío me has vuelto a meter.

– ¿Qué dices?

– No importa -dijo Benny-. Tira, hermano del alma, tira.

Al llegar al otro lado del puente, vieron que todos los ciervos tenían alguna pata rota. El cervatillo, además, tenía el cráneo aplastado, seguramente porque había caído sobre una gran roca que en un día normal habría estado cubierta por el agua.

– Vuelve a probar el contador Geiger -dijo Joe.

Norrie lo encendió. Esta vez la aguja se movió hasta justo por debajo de +75.

14

Pete Randolph exhumó una vieja grabadora de casete de uno de los cajones del escritorio de Duke Perkins, la probó y vio que las pilas todavía funcionaban. Cuando Junior Rennie entró, Randolph apretó el REC y dejó la pequeña Sony en una esquina del escritorio, donde el joven pudiera verla bien.

La última migraña de Junior había remitido hasta convertirse en un murmullo sordo en la parte izquierda de la cabeza. Se sentía bastante tranquilo; su padre y él lo habían estado repasando y Junior sabía lo que tenía que decir. «Sólo será un paseo -había dicho Big Jim-. Una formalidad.»

Y así fue.

– ¿Cómo has encontrado los cadáveres, hijo? -preguntó Randolph, balanceándose hacia atrás en la silla giratoria, al otro lado del escritorio. Había retirado todos los objetos personales de Perkins y los había metido en un archivador que había en el otro extremo de la sala. Ahora que Brenda estaba muerta, suponía que podía tirarlos a la basura. Los efectos personales no servían de nada cuando no había familiares cercanos.

– Bueno -dijo Junior-, volvía de patrullar en la 117… Me he perdido todo lo del supermercado…

– Has tenido suerte -dijo Randolph-. Ha sido una buena tocada de pelotas, hablando en plata. ¿Café?

– No, gracias, señor. Padezco migrañas y el café por lo visto las empeora.

– De todas formas es una mala costumbre. No tanto como los cigarrillos, pero es malo. ¿Sabías que yo fumaba hasta que Dios me salvó?

– No, señor, no tenía ni idea. -Junior esperaba que ese idiota dejara de parlotear y le permitiera explicar su historia para poder largarse de allí.

– Pues sí, gracias a Lester Coggins. -Randolph se llevó las manos abiertas al pecho-. Una inmersión de cuerpo entero en el Prestile. Le entregué mi corazón a Jesús allí mismo, en aquel momento. No he sido un feligrés tan practicante como otros, está claro que no soy tan devoto como tu padre, pero el reverendo Coggins era un buen hombre. -Randolph agitó la cabeza-. Dale Barbara tiene mucho que cargar en su conciencia. Siempre suponiendo que lo haya hecho él solo.

– Sí, señor.

– Y también muchas preguntas que responder. Le he rociado con spray de pimienta, y eso no ha sido más que un pequeño adelanto de lo que le espera. Bueno. Volvías de tu patrulla ¿y?

– Y he recordado que alguien me había dicho que habían visto el coche de Angie en el garaje. Ya sabe, el garaje de los McCain.

– ¿Quién te había dicho eso?

– ¿Frank? -Junior se frotó una sien-. Creo que a lo mejor fue Frank.

– Sigue.

– Bueno, como sea, he mirado por una de las ventanas del garaje y resulta que su coche sí que estaba allí. He ido a la puerta principal y he tocado el timbre, pero no ha salido nadie a abrir. Después he dado la vuelta a la casa hasta la parte de atrás porque estaba preocupado. He notado… un olor.

Randolph asintió con comprensión.

– Básicamente, has seguido tu olfato. Ha sido un buen trabajo policial, hijo.

Junior miró a Randolph con dureza, preguntándose si era un chiste o una indirecta maliciosa, pero en los ojos del jefe no parecía haber nada más que sincera admiración. Junior se dio cuenta de que su padre quizá había encontrado un ayudante (en realidad, la primera palabra que le vino a la mente fue «cómplice») aún más imbécil que Andy Sanders. No lo habría creído posible.

– Sigue, termina. Sé que te resulta doloroso. Es doloroso para todos.

– Sí, señor. Básicamente es como usted ha dicho. La puerta trasera no estaba cerrada con llave y he seguido mi olfato directamente hasta la despensa. Casi no podía creer lo que he encontrado allí.

– ¿Ha sido entonces cuando has visto la placa de identificación?

– Sí. No. Más o menos. He visto que Angie tenía algo en la mano… con una cadena… pero no podía distinguir lo que era, y tampoco quería tocar nada. -Junior bajó la mirada con modestia-. Sé que solo soy un novato.

– Bien hecho -dijo Randolph-. Muy sensato. Ya sabes que, si estuviéramos en circunstancias normales, tendríamos aquí a todo un equipo de forenses de la oficina del Fiscal General del Estado. Tendríamos a Barbara bien trincado, pero no estamos en circunstancias normales. Aun así, yo diría que con lo que tenemos es suficiente. Ha sido un imbécil al no darse cuenta de lo de la placa.

– He cogido el teléfono móvil y he llamado a mi padre. Por todo lo que había oído por la radio, he supuesto que usted estaría ocupado aquí…

– ¿Ocupado? -Randolph puso los ojos en blanco-. Hijo, no sabes ni la mitad del asunto. Has hecho bien llamando a tu padre. Prácticamente es miembro del cuerpo.

– Mi padre ha llamado a dos agentes, Fred Denton y Jackie Wettington, y han ido a casa de los McCaine. Linda Everett se nos ha unido mientras Freddy fotografiaba el escenario del crimen. Después Stewart Bowie y su hermano se han presentado con el coche fúnebre. Mi padre ha creído que era lo mejor porque en el hospital había mucho jaleo con lo de los disturbios y eso.

Randolph asintió.

– Bien hecho. Ayudar a los vivos, retirar a los muertos. ¿Quién ha encontrado la placa?

– Jackie. Le ha abierto la mano a Angie con un lápiz y enseguida se ha caído al suelo. Freddy ha sacado fotos de todo.

– Será muy útil en el juicio -dijo Randolph-, y tendremos que celebrarlo nosotros mismos si esa Cúpula no desaparece. Pero podemos hacerlo. Ya sabes lo que dice la Biblia: con fe, podemos mover montañas. ¿A qué hora has encontrado los cadáveres, hijo?

– A eso del mediodía. -Después de tomarme un tiempo para despedirme de mis amigas.

– Y ¿has llamado a tu padre enseguida?

– Enseguida no. -Junior miró a Randolph con franqueza-. Primero he salido fuera a vomitar. Estaban muy desfigurados por las palizas. En toda mi vida había visto nada parecido. -Dejó escapar un suspiro y tuvo cuidado de añadir un ligero temblor. Seguramente la grabadora no registraría ese temblorcillo, pero Randolph sí que lo recordaría-. Cuando he acabado de devolver ha sido cuando he llamado a mi padre.

– Vale, creo que eso es todo lo que necesito. -Ninguna pregunta más sobre la secuencia temporal ni sobre su «patrulla matutina»; ni siquiera la petición de que Junior redactara un informe (lo cual estaba muy bien, porque últimamente cada vez que se ponía a escribir acababa doliéndole la cabeza). Randolph se inclinó hacia delante para apagar la grabadora-. Gracias, Junior. ¿Por qué no te tomas el resto del día libre? Vete a casa y descansa. Se te ve destrozado.

– Quisiera estar aquí cuando lo interroguen, señor. A Barbara.

– Bueno, no tienes que preocuparte por perderte eso hoy. Vamos a darle veinticuatro horas para que se torture un poco. Ha sido idea de tu padre, una buena idea. Lo interrogaremos mañana por la tarde o por la noche, y tú estarás aquí. Te doy mi palabra. Lo vamos a interrogar con ganas.

– Sí, señor. Bien.

– Nada de esa tontería de leerle sus derechos.

– No, señor.

– Y, gracias a la Cúpula, tampoco se lo entregaremos al sheriff del condado. -Randolph miró a Junior con entusiasmo-. Hijo, este caso va a ser de verdad uno de esos de «lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas».

Junior no sabía si responder a eso «Sí, señor» o «No, señor» porque no tenía ni idea de lo que le estaba diciendo el idiota del otro lado del escritorio.

Randolph le sostuvo la mirada con entusiasmo durante unos segundos, o incluso algo más, como para asegurarse de que se estaban entendiendo. Luego dio una palmada y se puso en pie.

– Vete a casa, Junior. Tienes que estar afectado.

– Sí, señor, lo estoy. Y creo que lo conseguiré. Descansar, quiero decir.

– Tenía un paquete de cigarrillos en el bolsillo cuando el reverendo Coggins me sumergió -dijo Randolph en un nostálgico tono de recuerdo. Pasó un brazo por los hombros de Junior mientras caminaban hacia la puerta. El joven mantuvo su expresión de respeto y atención, aunque el peso de ese brazo enorme le daba ganas de gritar. Era como llevar una corbata de carne-. Se deshicieron, por supuesto. Y nunca volví a comprar otro paquete. Salvado de la hierba del demonio por el Hijo de Dios. ¿Qué te parece esa gracia divina?

– Espectacular -logró decir Junior.

– Brenda y Angie serán las que más atención reciban, desde luego, y es natural. Una ciudadana prominente y una joven con toda la vida por delante. Pero el reverendo Coggins también tenía sus seguidores. Por no hablar de la numerosa congregación que tanto lo quería.

Junior veía la mano de dedos rechonchos de Randolph con el rabillo del ojo. Se preguntó qué haría el jefe de policía si de repente volviera la cabeza y se los mordiera. Si le arrancara de un mordisco esos dedos, tal vez, y los escupiera en el suelo.

– No se olvide de Dodee. -No tenía ni idea de por qué lo había dicho, pero funcionó. La mano de Randolph cayó de su hombro. El hombre parecía conmocionado. Junior se dio cuenta de que sí se había olvidado de Dodee.

– Ay, Dios mío -dijo Randolph-. Dodee. ¿Alguien ha llamado a Andy para decírselo?

– No lo sé, señor.

– ¿Tu padre no lo habrá hecho?

– Ha estado muy liado.

Eso era cierto. Big Jim estaba en casa, en su estudio, preparando su discurso para la asamblea municipal del jueves por la noche. El que pronunciaría justo antes de que los vecinos votaran los poderes que tendrían los concejales en el gobierno de emergencia que se instauraría hasta que terminase la crisis.

– Será mejor que le llame -dijo Randolph-. Aunque quizá sería mejor que antes rezara por ellos. ¿Quieres arrodillarte conmigo, hijo?

Junior habría preferido verterse líquido de mechero en los pantalones y prenderse fuego en las pelotas, pero no lo dijo.

– Habla con Dios a solas, y le oirás responder con más claridad. Es lo que dice siempre mi padre.

– De acuerdo, hijo. Es un buen consejo.

Antes de que Randolph pudiera decir nada más, Junior salió raudo de allí, primero del despacho, luego de la comisaría. Se fue a casa caminando, absorto en sus pensamientos, lamentándose por las amigas que había perdido y preguntándose si podría encontrar a alguna otra. Tal vez más de una.

Bajo la Cúpula, todo tipo de cosas eran posibles.

15

Pete Randolph sí que intentó rezar, pero tenía demasiadas cosas en la cabeza. Además, el Señor ayudaba a quienes se ayudaban a sí mismos. No creía que la Biblia dijera eso, pero de todas formas era cierto. Marcó el número del móvil de Andy Sanders, que figuraba en una lista de teléfonos que colgaba de una chincheta en el tablón de anuncios de la pared. Deseó que no le respondiera nadie, pero el concejal contestó al primer tono; ¿acaso no ocurría eso siempre?

– Hola, Andy. Soy el jefe Randolph. Tengo una noticia algo dura para ti, amigo. Quizá sea mejor que te sientes.

Fue una conversación difícil. Endemoniada, de hecho. Cuando por fin terminó, Randolph se quedó sentado, tamborileando con los dedos sobre su escritorio. Pensó (de nuevo) que no lamentaría demasiado si Duke Perkins todavía estuviera sentado tras esa mesa. Puede que no lo lamentara en absoluto. Había resultado ser un trabajo mucho más duro y sucio de lo que había imaginado. La obligación de solucionar tantos follones no compensaba el hecho de tener un despacho privado. Ni siquiera el coche verde de jefe de policía lo compensaba; cada vez que se ponía al volante y su trasero se colocaba en el hueco que las carnosas ancas de Duke habían dejado antes que él, pensaba lo mismo: No estás a la altura.

Sanders iba a pasarse por allí. Quería vérselas con Barbara. Randolph había intentado disuadirlo, pero justo cuando estaba sugiriéndole que haría mejor en emplear su tiempo arrodillándose para rezar por las almas de su esposa y su hija (y pedir fuerzas para soportar su cruz, desde luego), Andy cortó la conversación telefónica.

Randolph suspiró y marcó otro número. Después de dos tonos, la malhumorada voz de Big Jim resonó en su oído:

– ¿Qué? ¡¿Qué?!

– Soy yo, Jim. Sé que estás trabajando y siento muchísimo interrumpirte, pero ¿podrías venir? Necesito ayuda.

16

Los tres niños estaban inmóviles en la luz casi abismal de la tarde, bajo un cielo que a esas horas se había decidido por un tinte amarillento, y miraban al oso muerto que había al pie del poste de teléfonos. El poste estaba peligrosamente torcido. A poco más de un metro de su base, la madera con creosota estaba astillada y embadurnada de sangre. Y también de otras cosas. Algo blanco que Joe supuso que serían fragmentos de hueso. Algo grisáceo y harinoso que tenía que ser cerebr…

Se volvió e intentó controlar las náuseas. Y casi lo había conseguido, pero entonces Benny vomitó (con un fuerte sonido acuoso: yurp) y Norrie le siguió enseguida. Joe se rindió y se unió al club.

Cuando volvieron a recuperar el control, Joe se quitó la mochila, sacó las botellas de Snapple y las repartió. Utilizó el primer trago para enjuagarse y lo escupió. Norrie y Benny hicieron lo mismo. Después bebieron. El té dulce estaba caliente, pero de todas formas a Joe y a su garganta irritada les supo a gloria.

Norrie dio dos pasos cautelosos hacia la mole negra cubierta de moscas zumbantes que había al lado del poste de teléfonos.

– Igual que los ciervos -dijo-. El pobre no tenía ningún río al que saltar, así que se ha destrozado los sesos dándose contra el poste de teléfonos.

– A lo mejor tenía la rabia -dijo Benny, apenas sin voz-. A lo mejor los ciervos también.

Joe supuso que técnicamente era una posibilidad, pero no lo creía probable.

– He estado pensando en eso del suicidio. -No le gustó nada el temblor que oyó en su propia voz, pero no parecía que pudiera evitarlo-. Las ballenas y los delfines lo hacen… se embarrancan, lo he visto en la tele. Y mi padre dice que los calamares también.

– Pulpos -dijo Norrie-. Son los pulpos.

– Lo que sea. Mi padre me dijo que, cuando su entorno se contamina, se comen sus propios tentáculos.

– Tío, ¿quieres hacerme potar otra vez? -preguntó Benny con voz quejumbrosa y cansada.

– ¿No es eso lo que está pasando aquí? -dijo Norrie-. ¿Qué el entorno está contaminado?

Joe levantó la mirada hacia el cielo amarillento. Después señaló hacia el sudoeste, donde el negro residuo del incendio provocado por el impacto del misil emborronaba el aire. La mancha parecía estar a entre sesenta y noventa metros de altura y a kilómetro y medio de distancia. Puede que más.

– Sí -se respondió ella misma-, pero es diferente. ¿Verdad?

Joe se encogió de hombros.

– Si vamos a sentir una necesidad repentina de matarnos, a lo mejor deberíamos volver -dijo Benny-. Yo tengo mucho por lo que vivir. Todavía no he conseguido pasarme Warhammer.

– Prueba el contador Geiger en el oso -dijo Norrie.

Joe acercó el tubo del sensor al cadáver del oso. La aguja no bajó, pero tampoco subió más.

Norrie señaló hacia el este. Por delante de ellos, la carretera salía de la espesa franja de robles negros que daban nombre a la cresta de Black Ridge. En cuanto estuvieran fuera del bosque, Joe creía que alcanzarían a ver el campo de manzanos que había en lo alto.

– Sigamos al menos hasta salir de los árboles -dijo la chica-. Desde allí haremos una lectura y, si sigue subiendo, volveremos a la ciudad y se lo diremos al doctor Everett, o a ese Barbara, o a los dos. Y que ellos decidan.

Benny parecía dudoso.

– No sé…

– Si sentimos cualquier cosa extraña, daremos la vuelta enseguida -dijo Joe.

– Si va a servir de algo, deberíamos seguir -dijo Norrie-. Yo quiero salir de este pueblo antes de que me vuelva loca de atar.

Sonrió para demostrar que aquello era un chiste, pero no había sonado a chiste, y Joe no se lo tomó como tal. Un montón de gente hacía bromas sobre lo pequeño que era Chester's Mills -seguro que por eso allí había tenido tanto éxito la canción de James McMurtry-, y lo era, intelectualmente hablando, eso suponía él. También demográficamente. Solo era capaz de recordar a una chica de origen asiático (Pamela Chen, que a veces ayudaba a Lissa Jamieson en la biblioteca) y no había ni un solo negro desde que la familia Laverty se mudó a Auburn. No había ningún McDonald's, menos aún un Starbucks, y el cine había cerrado. Sin embargo, hasta entonces siempre le había parecido geográficamente grande, había tenido la sensación de disponer de un montón de espacio por el que pasearse. Era sorprendente lo mucho que había encogido en su cabeza en cuanto se había dado cuenta de que su madre, su padre y él no podrían subir al coche familiar y desplazarse hasta Lewiston para disfrutar de unas almejas fritas y un helado en Yoder's. Además, el pueblo tenía muchísimos recursos, pero no durarían eternamente.

– Tienes razón -dijo-. Es importante. Vale la pena arriesgarse. Al menos eso creo. Puedes quedarte aquí si quieres, Benny. Esta parte de la misión es estrictamente voluntaria.

– No, yo también voy -dijo Benny-. Si os dejo ir sin mí, colegas, os cachondearéis de mí.

– ¡Eso ya lo hacemos! -gritaron Joe y Norrie al unísono. Después se miraron y se echaron a reír.

17

– ¡Eso es, llora!

La voz procedía de muy lejos. Barbie intentaba volverse hacia ella, pero le costaba abrir los ojos, le ardían.

– ¡Tienes muchísimo por lo que llorar!

Parecía que el hombre que hacía esas declaraciones también estuviera llorando. Y la voz le resultaba familiar. Barbie intentó mirar, pero sentía los párpados hinchados y pesados. Los ojos, debajo de ellos, le latían al ritmo del corazón. Tenía los senos tan obstruidos que los oídos le crujían al tragar.

– ¿Por qué la has matado? ¿Por qué has matado a mi niña?

Algún hijoputa me ha tirado spray. ¿Denton? No, Randolph.

Barbie consiguió abrir los ojos apretándose las cejas con la base de las manos y tirando hacia arriba. Vio a Andy Sanders de pie al otro lado de los barrotes, con lágrimas en las mejillas. ¿Qué veía Sanders? Un tipo en una celda; un tipo en una celda siempre parecía culpable.

Sanders gritó:

– ¡Era todo lo que me quedaba!

Randolph, con gesto abochornado, estaba detrás de él y no dejaba de arrastrar los pies, como un niño al que hacía veinte minutos que deberían haber dejado ir al baño. A pesar de que le escocían los ojos y le martilleaban los senos frontales, a Barbie no le sorprendió que Randolph hubiese dejado bajar a Sanders allí. No porque Sanders fuera el primer concejal de la ciudad, sino porque a Peter Randolph le resultaba casi imposible decir que no.

– Bueno, Andy -dijo Randolph-. Ya basta. Querías verlo y te he dejado, aunque va en contra de lo que me dicta el sentido común. Ahora está a la sombra y pagará por lo que ha hecho. Así que vamos arriba y te serviré una taza de…

Andy agarró a Randolph por la pechera del uniforme. Era diez centímetros más bajo que él, pero aun así Randolph parecía asustado. Barbie no podía culparle. Veía el mundo a través de una película de color rojo oscuro, pero podía distinguir la furia de Andy Sanders con bastante claridad.

– ¡Dame tu pistola! ¡Un juicio sería demasiado bueno para él! ¡De todas formas, seguro que se libra! Tiene amigos en las altas esferas, ¡eso dice Big Jim! ¡Quiero una reparación! ¡Merezco una reparación, así que dame tu pistola!

Barbie no creía que el deseo de Randolph de ser complaciente llegara tan lejos como para entregarle un arma a Andy y que este pudiera dispararle en esa celda como a una rata en un depósito de aguas pluviales, pero no estaba completamente seguro; a lo mejor había alguna otra razón, además de la cobarde compulsión de complacer, para que Randolph hubiese dejado bajar allí a Sanders, y que lo hubiese dejado bajar solo.

Se puso en pie como pudo.

– Señor Sanders. -Parte del spray le había entrado en la boca. Tenía la lengua y la garganta hinchadas, su voz era un graznido nasal nada convincente-. Yo no he matado a su hija, señor. No he matado a nadie. Si lo piensa bien, se dará cuenta de que su amigo Rennie necesita a un cabeza de turco y que yo soy el más oportuno…

Pero Andy no estaba en condiciones de pensar nada. Sus manos se abalanzaron sobre la pistolera de Randolph y empezó a tirar de la Glock. Alarmado, Randolph luchó porque no la sacara de donde estaba.

En ese momento, una figura de gran barriga bajó la escalera moviéndose con gracia a pesar de su gran mole.

– ¡Andy! -vociferó Big Jim-. Andy, amigo… ¡Ven aquí!

Extendió los brazos. Andy dejó de pelearse por la pistola y corrió hacia él como un niño lloroso hacia los brazos de su padre. Big Jim lo estrechó en un abrazo.

– ¡Quiero una pistola! -farfulló Andy alzando su rostro cubierto de lágrimas y de mocos hacia Big Jim-. ¡Consígueme una pistola, Jim! ¡Ya! ¡Ahora mismo! ¡Quiero pegarle un tiro por lo que ha hecho! ¡Como padre tengo ese derecho! ¡Ha matado a mi niñita!

– Puede que no solo a ella -dijo Big Jim-. Puede que tampoco solo a Angie, a Lester y a la pobre Brenda.

Eso detuvo la cascada de palabras. Andy alzó la mirada hacia la losa que era el rostro de Big Jim, atónito. Fascinado.

– Puede que también a tu mujer. A Duke. A Myra Evans. A todos los demás.

– ¿Qué…?

– Alguien es el responsable de esta Cúpula, amigo… ¿Tengo razón?

– S… -Andy no fue capaz de más, pero Big Jim asintió con benevolencia.

– Y a mí me parece que la gente que lo haya hecho debe de tener como mínimo a un infiltrado aquí dentro. Alguien que remueva el guiso. Y ¿quién mejor para remover el guiso que un cocinero? -Le pasó un brazo por los hombros y guió a Andy hacia el jefe Randolph. Big Jim se volvió y miró a Barbie a la cara, roja e hinchada, como si estuviera mirando a alguna especie de insecto-. Encontraremos las pruebas. No me cabe ninguna duda. Ya ha demostrado que no es lo bastante listo para encubrir sus huellas.

Barbie centró su atención en Randolph.

– Esto es un montaje -dijo con su vozarrón nasal-. Puede que empezara solo porque Rennie tenía que salvar el culo, pero ahora ya es un golpe de estado en toda regla. Puede que usted no sea prescindible todavía, jefe, pero cuando lo sea, también usted caerá.

– Calla -dijo Randolph.

Rennie le acariciaba el pelo a Andy. Barbie pensó en su madre y en cómo solía acariciar a su cocker spaniel, Missy, cuando la perra se hizo mayor, estúpida e incontinente.

– Pagará por ello, Andy, tienes mi palabra. Pero antes vamos a descubrir todos los detalles: el qué, el dónde, el porqué y quién más está metido en esto. Porque no está solo, puedes apostar tu bala a que es cierto. Tiene cómplices. Pagará por ello, pero antes le sacaremos toda la información.

– ¿Cómo pagará? -preguntó Andy. Miraba a Big Jim casi en estado de éxtasis-. ¿Cómo pagará por ello?

– Bueno, si sabe cómo levantar la Cúpula, y yo no lo veo descabellado, supongo que tendremos que contentarnos con verlo encerrado en Shawshank. Cadena perpetua sin fianza.

– Eso no es suficiente -susurró Andy.

Rennie seguía acariciándole la cabeza.

– ¿Si la Cúpula no desaparece? -Sonrió-. En ese caso tendremos que juzgarlo nosotros mismos. Y cuando lo declaremos culpable, lo ejecutaremos. ¿Te gusta más eso?

– Mucho más -susurró Andy.

– A mí también, amigo.

Caricia. Caricia.

– A mí también.

18

Salieron del bosque en fila de a tres, se detuvieron y alzaron la mirada hacia el campo de manzanos.

– ¡Allí arriba hay algo! -dijo Benny-. ¡Lo veo! -Su voz sonaba exaltada, pero a Joe, además, le pareció que procedía de extrañamente lejos.

– Yo también -dijo Norrie-. Parece un… un… -«Radiofaro» era la palabra que quería decir, pero no logró pronunciarla. Solo consiguió emitir un sonido de rrr-rrr-rrr, como un niño pequeño jugando con cochecitos sobre un montón de arena. Después se cayó de la bici y quedó tendida en el camino sufriendo convulsiones en brazos y piernas.

– ¿Norrie? -Joe se la quedó mirando (más con asombro que con alarma), y luego miró a Benny.

Sus ojos se encontraron solo un momento, y entonces también Benny se desplomó y la bicicleta se le cayó encima. Empezó a sacudirse y a apartar la High Plains a patadas. El contador Geiger cayó en la cuneta con el cuadrante hacia abajo.

Joe corrió hasta él y extendió un brazo que parecía estirarse como si fuera de goma. Dio la vuelta al cajetín amarillo. La aguja había saltado a +200, justo por debajo de la zona roja de peligro. El niño lo vio y acto seguido cayó en un agujero negro lleno de llamas de color naranja. Le pareció que procedían de un enorme montón de calabazas: una pira funeraria de ardientes linternas de Halloween. En algún lugar había voces que gritaban: perdidas y aterradas. Después se lo tragó la oscuridad.

19

Cuando Julia llegó a las oficinas del Democrat después de marcharse del supermercado, Tony Guay, el antiguo reportero de deportes que había pasado a componer el departamento de redacción al completo, estaba escribiendo en su portátil. Ella le dio la cámara y dijo:

– Deja lo que estés haciendo y revela esto.

Se sentó frente a su ordenador para escribir el artículo. Lo había estado repasando mentalmente durante todo el trayecto por Main Street: «Ernie Calvert, antiguo gerente de Food City, hizo un llamamiento para que la gente entrara por la parte de atrás. Dijo que les había abierto las puertas, pero para entonces ya era demasiado tarde. Los disturbios estaban servidos». Era un buen comienzo. El problema era que no lograba escribirlo. No hacía más que apretar las teclas equivocadas.

– Ve arriba y acuéstate -dijo Tony.

– No, tengo que redactar…

– No vas a redactar nada en ese estado. Estás temblando como un flan. Es por el susto. Acuéstate una hora. Yo revelaré las fotografías y las dejaré en el escritorio de tu ordenador. También transcribiré tus notas. Venga, ve arriba.

A Julia no le gustaba lo que estaba diciendo Tony, pero reconocía que era lo más sensato. Solo que al final resultó ser más de una hora. Llevaba desde la noche del viernes sin dormir bien, lo cual parecía que había sido hacía un siglo, y no tuvo más que apoyar la cabeza en la almohada para quedar profundamente dormida.

Al despertar, vio con pavor que las sombras de su dormitorio eran muy alargadas. Era por la tarde. ¡Y Horace! Se habría orinado en cualquier rincón y la miraría con ojos abochornados, como si fuera culpa de él y no de ella.

Se enfundó las zapatillas y corrió a la cocina, pero su corgi no estaba junto a la puerta, gimiendo para que lo dejaran salir, sino apaciblemente dormido en su camita de mantas, entre la cocina y la nevera. En la mesa de la cocina había una nota apoyada contra el salero y el pimentero.


las 3 de la tarde

Julia:

Pete F. y yo hemos colaborado para redactar el artículo del supermercado. No es una maravilla, pero lo será cuando tú le añadas tu toque. Las fotos que has sacado tampoco están mal. Rommie Burpee se ha pasado por aquí y dice que todavía le queda mucho papel, así que todo OK en cuanto a eso. Además, dice que tienes que escribir un editorial sobre lo que ha pasado. «Ha sido totalmente innecesario», ha dicho. «Y totalmente negligente. A menos que quisieran que pasara. Yo a ese tipo lo veo capaz, y no me refiero a Randolph.» Pete y yo estamos de acuerdo en que debería salir un editorial, pero tenemos que andarnos con ojo hasta que se conozcan todos los hechos. También estábamos de acuerdo en que necesitabas dormir un poco para poder escribir esto como hay que escribirlo. ¡Más que bolsas tenías maletas bajo los ojos, jefa! Me voy a casa a pasar un rato con mi mujer y mis niños. Pete se ha ido a comisaría. Dice que ha ocurrido «algo gordo» y quiere averiguar el qué.


Tony G.


¡PD! He sacado a pasear a Horace. Ha hecho todas sus cositas.


Julia, que no quería que Horace olvidara que ella formaba parte de su vida, lo despertó un momento, justo para que engullera media Beggin' Strip, y después bajó para teclear la noticia y escribir el editorial que le habían sugerido Tony y Pete. Acababa de empezar cuando le sonó el móvil.

– Shumway, el Democrat.

– ¡Julia! -Era Pete Freeman-. Me parece que será mejor que vengas. Marty Arsenault está en el mostrador de la comisaría y no quiere dejarme pasar. ¡Me ha dicho que espere fuera, joder! No es policía, no es más que un imbécil que conduce camiones madereros y se saca un dinero extra dirigiendo el tráfico en verano, pero ahora se porta como si fuera el Jefe Gran Polla de Montaña Cachonda.

– Pete, tengo una tonelada de cosas que hacer aquí, así que a menos que…

– Brenda Perkins está muerta. Y también Angie McCain, Dodee Sanders…

– ¡¿Qué?! -Se levantó tan deprisa que volcó la silla.

– … y Lester Coggins. Los han matado. Y agárrate: han detenido a Dale Barbara por los asesinatos. Está abajo, encarcelado.

– Voy ahora mismo.

– Aaah, joder -dijo Pete-. Ahora llega Andy Sanders, y viene llorando como un condenado. ¿Intento conseguir alguna declaración o…?

– No. El hombre ha perdido a su hija tres días después de perder a su mujer. No somos el New York Post. Ahora mismo voy.

Colgó el teléfono sin esperar una contestación. Al principio se mantuvo bastante calmada. Incluso se acordó de cerrar la oficina con llave, pero en cuanto estuvo en la acera, al sentir el calor y verse bajo el emborronado cielo color tabaco, perdió la calma y echó a correr.

20

Joe, Norrie y Benny estaban tirados en la Black Ridge Road, sacudiéndose bajo una luz demasiado difusa. Un calor demasiado ardiente se vertía sobre ellos. Un cuervo, ni mucho menos suicida, se posó en un cable telefónico y los observó con ojos brillantes, inteligentes. Graznó una vez, después se alejó aleteando por el extraño aire de la tarde.

– Halloween -musitó Joe.

– Que dejen de gritar -gimió Benny.

– No hay sol -dijo Norrie. Sus manos intentaban agarrar el aire. Estaba llorando-. No hay sol, ay Dios mío, ya no hay sol.

En lo alto de Black Ridge, en el campo de manzanos desde el que se dominaba todo Chester's Mills, se produjo un fogonazo de una intensa luz malva.

Cada quince segundos, el resplandor se repetía.

21

Julia subió corriendo los peldaños de la comisaría, todavía tenía la cara hinchada a causa del sueño, y el pelo alborotado por detrás. Cuando Pete consiguió alcanzarla, Julia sacudió la cabeza.

– Tú mejor quédate aquí. Puede que te llame cuando consiga la entrevista.

– Me encanta el pensamiento positivo, pero será mejor que esperes sentada -dijo Pete-. No mucho después de Andy ha aparecido… ¿adivinas quién? -Señaló al Hummer aparcado delante de la boca de incendios.

Linda Everett y Jackie Wettington estaban allí cerca, enfrascadas en una conversación. Las dos mujeres parecían más que asustadas.

Dentro de la comisaría, lo primero que sorprendió a Julia fue el calor que hacía; habían apagado el aire acondicionado, seguramente para ahorrar combustible. Lo siguiente fue la cantidad de jóvenes que había sentados por allí, incluidos dos de los hermanos Killian, que a saber cuántos eran; no había confusión posible con esas napias y esas cabezas apepinadas. Todos los chicos parecían estar rellenando formularios.

– ¿Y si no tienes un último puesto de trabajo? -le preguntó uno a otro.

Desde abajo llegaban gritos llorosos: Andy Sanders.

Julia se fue directa a la sala de los agentes; la había visitado con frecuencia a lo largo de los años, incluso había contribuido al bote para café y donuts (una cestita de mimbre). Nunca antes le habían impedido el paso, pero esta vez Marty Arsenault dijo:

– No puede usted entrar ahí, señorita Shumway. Órdenes. -Lo dijo con una voz conciliadora que seguramente no había usado con Pete Freeman. Como pidiendo disculpas.

Justo entonces, Big Jim Rennie y Andy Sanders subieron por la escalera desde lo que los agentes de la policía de Mills llamaban el Gallinero. Andy lloraba. Big Jim lo rodeaba con un brazo y le hablaba para tranquilizarlo. Peter Randolph subió tras ellos. El uniforme de Randolph estaba resplandeciente, pero el rostro del que lo vestía era el de un hombre que ha escapado por muy poco de la explosión de una bomba.

– ¡Jim! ¡Pete! -exclamó Julia-. ¡Quiero hablar con vosotros, para el Democrat!

Big Jim se volvió el tiempo suficiente para dirigirle una mirada que decía que las almas condenadas en el infierno también querían agua helada. Después se llevó a Andy hacia el despacho del jefe de policía. Rennie le estaba diciendo que rezarían.

Julia intentó pasar corriendo al otro lado del mostrador. Aún con cara de disculpa, Marty la agarró del brazo.

Julia dijo:

– Cuando me pediste que no sacara en el periódico aquel pequeño altercado con tu mujer, Marty, lo hice. Porque, si no, habrías perdido tu trabajo. Así que, si tienes una pizca de gratitud, suéltame.

Marty la soltó.

– He intentado detenerla pero no ha querido hacerme caso -masculló-. Recuérdelo.

Julia cruzó la sala de los agentes a la carrera.

– Solo un minuto, maldita sea -le dijo a Big Jim-. El jefe Randolph y tú sois funcionarios municipales y vais a hablar conmigo.

Esta vez, la mirada que le lanzó Big Jim fue furiosa además de despectiva.

– No. No vamos a hablar. No tienes nada que hacer aquí.

– ¿Y él sí? -preguntó, y señaló a Andy Sanders con la cabeza-. Si lo que he oído decir de Dodee es cierto, es la última persona a la que debería permitírsele estar ahí abajo.

– ¡Ese hijo de puta ha matado a mi preciosa niña! -bramó Andy.

Big Jim apuntó a Julia con un dedo.

– Tendrás tu historia cuando estemos listos para dártela. No antes.

– Quiero ver a Barbara.

– Está arrestado por cuatro asesinatos. ¿Te has vuelto loca?

– Si el padre de una de sus supuestas víctimas puede bajar a verlo, ¿por qué yo no?

– Porque no eres una víctima ni un familiar -dijo Big Jim. Su labio superior se retrajo y dejó a la vista sus dientes.

– ¿Ya tiene abogado?

– He terminado de hablar contigo, muj…

– ¡No hay que buscarle ningún abogado, hay que ahorcarlo! ¡HA MATADO A MI PRECIOSA NIÑA!

– Vamos, amigo -dijo Big Jim-. Se lo contaremos al Señor en nuestras oraciones.

– ¿Qué clase de pruebas tenéis? ¿Ha confesado? Si no ha confesado, ¿qué clase de coartada ha presentado? ¿Cómo concuerda con las horas de las muertes? ¿Sabéis siquiera a qué horas se produjeron las muertes? Si acaban de descubrirse los cuerpos, ¿cómo podéis saberlo? ¿Fue con arma de fuego, con arma blanca o…?

– Pete, encárgate de esta mala púa -dijo Big Jim sin volverse-. Si no quiere marcharse ella sola, la echas. Y dile a quienquiera que esté en el mostrador que está despedido.

Marty Arsenault se estremeció y se pasó una mano por los ojos. Big Jim acompañó a Andy al despacho del jefe y cerró la puerta.

– ¿Está acusado? -le preguntó Julia a Randolph-. No podéis acusarlo sin un abogado, ya lo sabes. No es legal.

Y aunque todavía no parecía peligroso, solo aturdido, Pete Randolph dijo algo que le heló el corazón.

– Hasta que la Cúpula desaparezca, Julia, supongo que es legal todo lo que nosotros decidamos que lo es.

– ¿Cuándo los mataron? Dime eso por lo menos.

– Bueno, parece que las dos chicas fueron las pri…

La puerta del despacho se abrió y Julia no tuvo ninguna duda de que Big Jim había estado de pie al otro lado, escuchando. Andy estaba sentado detrás de lo que ahora era el escritorio de Randolph, con la cara hundida entre las manos.

– ¡Sácala de aquí! -rugió Big Jim-. No quiero tener que repetírtelo.

– ¡No podéis tenerlo incomunicado y no podéis negarle la información a la gente de este pueblo! -gritó Julia.

– Te equivocas en ambas cosas -dijo Big Jim-. ¿Alguna vez has oído ese dicho de «Si no eres parte de la solución, eres parte del problema»? Bueno, pues no solucionas nada estando aquí. Eres una metomentodo muy pesada. Siempre lo has sido. Y, si no te marchas, vas a acabar arrestada. Estás advertida.

– ¡Genial! ¡Arréstame! ¡Enciérrame en una celda ahí abajo! -Extendió las manos con las muñecas juntas, como para que la esposaran.

Por un momento creyó que Jim Rennie iba a pegarle. En su rostro se veía claramente el deseo de hacerlo. En lugar de eso, Big Jim habló con Pete Randolph.

– Por última vez, saca de aquí a esta metomentodo. Si se resiste, échala a patadas. -Y cerró de un portazo.

Sin mirarla a los ojos y con las mejillas del color de un ladrillo recién cocido, Randolph la agarró del brazo. Esta vez, Julia no se resistió. Al pasar junto al mostrador, Marty Arsenault, más con desconsuelo que con ira, dijo:

– ¡Ahora mira! He perdido mi trabajo y se lo darán a uno de estos catetos que no saben distinguirse el codo del culo.

– No vas a perder el trabajo, Marts -dijo Randolph-. Puedo convencerlo.

Un momento después, Julia estaba fuera, parpadeando a la luz del sol.

– Bueno -dijo Pete Freeman-. ¿Qué tal ha ido?

22

Benny fue el primero en recuperarse. Y, aparte del calor que tenía -la camiseta se le había pegado a su nada heroico torso-, se encontraba bien. Se arrastró hasta Norrie y la zarandeó. La niña abrió los ojos y lo miró aturdida. Tenía el pelo pegado a las sudorosas mejillas.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó-. Debo de haberme quedado dormida. He tenido un sueño, pero no recuerdo qué era. Aunque era algo malo. Eso sí lo sé.

Joe McClatchey se dio la vuelta y consiguió ponerse de rodillas.

– ¿Estás bien, Jo-Jo? -preguntó Benny. No llamaba Jo-Jo a su amigo desde que iban a cuarto.

– Sí. Las calabazas ardían.

– ¿Qué calabazas?

Joe sacudió la cabeza. No lo recordaba. Lo único que sabía era que quería buscar una sombra y beberse el resto de su Snapple. Después pensó en el contador Geiger. Lo rescató de la cuneta y vio con alivio que seguía funcionando; por lo visto, en el siglo XX se fabricaban cosas muy resistentes.

Le enseñó a Benny la lectura de +200 e intentó enseñársela también a Norrie, pero ella estaba mirando colina arriba, hacia el campo de manzanos que había en lo alto de Black Ridge.

– ¿Qué es eso? -preguntó, y señaló.

Al principio Joe no vio nada. Después se produjo un fogonazo de una luz púrpura muy brillante. Casi resplandecía demasiado para mirarla directamente. Poco después volvió a encenderse otra vez. Joe consultó su reloj para intentar cronometrar los fogonazos, pero su reloj se había detenido a las 16.02.

– Me parece que es lo que estábamos buscando -dijo mientras se ponía de pie. Esperaba sentir las piernas como de goma, pero no fue así. Salvo por el exceso de calor, se encontraba bastante bien-. Larguémonos de aquí antes de que esa cosa nos deje estériles o algo parecido.

– Tío -dijo Benny-. ¿Quién quiere tener hijos? Podrían salirme como yo. -Aun así, se montó en la bicicleta.

Volvieron por el mismo camino por el que habían llegado y no pararon para descansar ni para beber hasta que cruzaron el puente y se encontraron otra vez en la 119.

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