ORACIONES

1

Barbie y Julia Shumway no hablaron mucho; no había mucho que decir. Su coche, por lo que Barbie podía ver, era el único de la carretera, pero en cuanto dejaron atrás el pueblo vieron que había luz en las ventanas de casi todas las granjas. Allí, donde siempre había tareas de las que ocuparse y nadie se fiaba del todo de la compañía eléctrica de Western Maine, casi todo el mundo tenía un generador. Cuando pasaron por delante de la torre de emisión de la WCIK, las dos luces rojas de lo alto brillaban como siempre. La cruz eléctrica que había delante del edificio del pequeño estudio radiofónico también estaba encendida: un esplendoroso faro blanco en la oscuridad. Por encima de ella, las estrellas derramaban en el cielo su habitual derroche, una interminable catarata de energía que no necesitaba ningún generador para alimentarse.

– Solía venir por aquí a pescar -dijo Barbie-. Es muy tranquilo.

– ¿Había suerte?

– Mucha, aunque a veces el aire olía a los calzoncillos sucios de los dioses. A fertilizante o algo así. Nunca me atreví a comer lo que pescaba.

– A fertilizante no, a gilipolleces. También conocido como el olor de la superioridad moral.

– ¿Cómo dices?

Señaló la oscura silueta de un campanario que tapaba las estrellas.

– La iglesia del Santo Cristo Redentor -dijo-. Son los dueños de la WCIK, la acabamos de pasar. Conocida también como Radio Jesús.

Barbie se encogió de hombros.

– Supongo que debo de haber visto el campanario. Y conozco la emisora. No hay forma de escapar de ella si vives por aquí y tienes una radio. ¿Fundamentalistas?

– A su lado los baptistas de línea dura parecen unos blandos. Yo, personalmente, voy a la Congregación. No soporto a Lester Coggins, detesto todo eso del «Ja, ja, tú vas a ir al infierno y nosotros no». Estilos diferentes para personas diferentes, supongo. Aunque es cierto que a menudo me he preguntado cómo pueden permitirse una emisora de radio de cincuenta mil vatios.

– ¿Ofrendas de amor?

Julia resopló.

– A lo mejor debería preguntarle a Jim Rennie. Es diácono.

Conducía un elegante Prius Hybrid, un coche que Barbie jamás habría esperado de una acérrima republicana propietaria de un periódico (aunque suponía que sí pegaba con una feligresa de la Primera Iglesia Congregacional). Pero era silencioso y la radio funcionaba. El único problema era que allí fuera, al oeste de la ciudad, la señal de la WCIK era tan potente que era lo único que se podía sintonizar en la FM. Y esa noche estaban retransmitiendo una mierda sagrada de acordeón que a Barbie le producía dolor de cabeza. Sonaba a música de polca tocada por una orquesta agonizante por culpa de la peste bubónica.

– Prueba con la AM, ¿quieres? -dijo ella.

Así lo hizo, pero solo dio con un parloteo de medianoche hasta que encontró una emisora de deportes casi al final del dial. Allí oyó que, antes del partido de play-off Red Sox-Mariners, en Fenway Park se había guardado un minuto de silencio por las víctimas de lo que el comentarista llamó «el evento del oeste de Maine».

– Evento -dijo Julia-. Un término de radio deportiva como ningún otro. Para eso, más vale que la apagues.

Un kilómetro y medio más allá de la iglesia vieron un fulgor a través de los árboles. Tomaron una curva y salieron al resplandor de unos reflectores casi tan grandes como los típicos focos de noche de estreno de Hollywood. Dos apuntaban en dirección a ellos; otros dos estaban enfocados hacia arriba. Hasta el último bache de la carretera se destacaba en fuerte relieve. Los troncos de los abedules parecían estrechos fantasmas. Barbie se sentía como si estuvieran entrando en una película de cine negro de finales de los cuarenta.

– Para, para, para -dijo-. No te acerques más. Parece que ahí no haya nada, pero, hazme caso, sí lo hay. Seguramente se cargaría todo el circuito eléctrico de tu cochecito, si no algo más.

Julia detuvo el coche y bajaron. Por un momento se quedaron quietos delante del vehículo, mirando hacia la potente luz con los ojos entrecerrados. Julia alzó una mano para protegerse los ojos.

Aparcados al otro lado de los focos, morro con morro, había dos camiones militares con remolques cubiertos de lona marrón. Incluso habían colocado caballetes en la carretera por si acaso, con las patas sujetas por sacos de arena. Los motores rugían constantemente en la oscuridad; no solo un generador, sino varios. Barbie vio gruesos cables eléctricos que serpenteaban desde los focos y se adentraban en el bosque, donde había más luces que brillaban entre los árboles.

– Van a iluminar todo el perímetro -dijo, y giró un dedo en el aire, como cuando un árbitro pita un home run-. Luces alrededor de todo el pueblo, iluminando hacia el interior y hacia arriba.

– ¿Por qué hacia arriba?

– Para advertir al tráfico aéreo que no se acerque. Es decir, si es que alguien consigue acercarse. Supongo que sobre todo les preocupa esta noche. Mañana ya habrán sellado el espacio aéreo de Mills recosiéndolo como una bolsa de dinero del tío Gilito.

En la oscuridad del otro lado de los focos, pero visibles a causa del reflejo de la luz, media docena de soldados armados, en posición de «descansen», les daban la espalda. Por muy silencioso que fuera el coche tenían que haberlo oído acercarse, pero ninguno de ellos hizo siquiera el amago de volverse para mirar.

Julia exclamó:

– ¡Eh, amigos!

Nadie se volvió. Barbie no esperaba que lo hicieran -mientras iban hacia allí, Julia le había explicado lo que Cox le había dicho-, pero tenía que intentarlo. Y, puesto que podía leer sus insignias, sabía qué era lo que podía intentar. A lo mejor el ejército era el director de esa función -la implicación de Cox así lo sugería-, pero esos tipos no eran del ejército.

– ¡Eh, marines! -exclamó.

Nada. Barbie se acercó un poco más. Vio en el aire una oscura línea horizontal, por encima de la carretera, pero por el momento no le prestó atención. Estaba más interesado en los hombres que custodiaban la barrera. O la Cúpula. Shumway le había dicho que Cox la había llamado la Cúpula.

– Me sorprende ver en Estados Unidos a la Fuerza de Reconocimiento, chicos -dijo, acercándose algo más-. Ese problemilla de Afganistán ya está resuelto, ¿verdad?

Nada. Se acercó más. La arenilla del suelo parecía hacer mucho ruido bajo sus pies.

– Una cantidad impresionante de mariquitas en la Fuerza de Reconocimiento, o eso me han dicho. La verdad es que me siento aliviado. Si esta situación fuese grave de verdad, habrían enviado a los Rangers.

– Buscabroncas -masculló uno de ellos.

No era mucho, pero Barbie se animó.

– Rompan filas, amigos; rompan filas y vamos a hablarlo.

Otra vez nada. Y estaba todo lo cerca que quería estar de la barrera (o de la Cúpula). No se le había puesto la carne de gallina y el pelo de la nuca no trataba de erizarse, pero sabía que aquella cosa estaba ahí. La sentía.

Y podía verla: esa línea que colgaba en el aire. No sabía de qué color sería a la luz del día, pero suponía que roja, el color del peligro. Era pintura en spray, y habría apostado el saldo entero de su cuenta bancaria (que en esos momentos era de poco más de cinco mil dólares) a que daba la vuelta a toda la barrera.

Como una banda en la manga de una camisa, pensó.

Cerró un puño y dio unos golpes en su lado de la línea, produciendo una vez más ese sonido de nudillos contra cristal. Uno de los marines se sobresaltó.

Julia empezó a decir:

– No estoy segura de que sea buena…

Barbie no le hizo caso. Estaba empezando a enfadarse. Parte de él llevaba todo el día esperando el momento de enfadarse, y allí tenía su oportunidad. Sabía que no serviría de nada estallar contra esos tipos -no eran más que figurantes sin frase-, pero era difícil reprimirse.

– ¡Eh, marines! Echadle una mano a un hermano.

– Déjalo, amigo. -Aunque el que hablaba no se volvió, Barbie supo que era el oficial al mando de esa pequeña pandilla feliz. Reconoció el tono, él mismo lo había usado. Muchas veces-. Tenemos órdenes, así que echa tú una mano a los hermanos. En otro sitio, en otro lugar, estaría encantado de invitarte a una cerveza o de patearte el culo. Pero no aquí, ni esta noche. ¿Qué? ¿Qué me dices?

– Te digo que vale -contestó Barbie-. Pero, visto que estamos todos en el mismo bando, no tiene por qué gustarme. -Se volvió hacia Julia-. ¿Tienes el teléfono?

Lo sacó.

– Deberías comprarte uno. Es un trasto muy útil.

– Ya tengo uno -dio Barbie-. Uno desechable que encontré de oferta en Best Buy. Casi nunca lo uso. Me lo dejé en el cajón cuando intenté escapar de la ciudad. No vi razón para no dejarlo allí esta noche.

Julia le alcanzó el suyo.

– Me temo que tendrás que marcar tú. Yo tengo trabajo que hacer. -Levantó la voz para que los soldados del otro lado de las luces deslumbrantes pudieran oírla-: Al fin y al cabo, soy la directora del periódico local y quiero sacar unas cuantas fotos. -Levantó la voz todavía un poco más-: Sobre todo de unos cuantos soldados dándole la espalda a un pueblo que está en apuros.

– Señora, preferiría que no lo hiciera -dijo el oficial al mando. Era un tipo corpulento de espaldas anchas.

– Impídamelo -lo retó ella.

– Me parece que sabe que no podemos hacerlo -repuso él-. En cuanto a lo de darles la espalda, son las órdenes que tenemos.

– Marine -dijo ella-, coja sus órdenes, enróllelas bien, agáchese y métaselas por donde el aire es de calidad dudosa.

En aquella luz resplandeciente, Barbie vio algo extraordinario: la boca de la mujer era una línea dura e implacable, y se le saltaban las lágrimas.

Mientras Barbie marcaba el número del extraño prefijo, ella empuñó la cámara y empezó a disparar. El flash no iluminaba mucho en comparación con los grandes focos alimentados por generador, pero Barbie vio que los soldados se estremecían cada vez que disparaba. Seguro que esperan que no se les vea esa puta insignia, pensó.

2

El coronel del ejército de Estados Unidos James O. Cox había dicho que estaría esperando con una mano sobre el teléfono a las diez y media. Barbie y Julia Shumway se habían retrasado un poco y Barbie no realizó la llamada hasta las once menos veinte, pero la mano de Cox debía de haber permanecido justo ahí, porque el teléfono solo sonó una vez antes de que el antiguo jefe de Barbie dijera:

– Diga, Ken al habla.

Barbie seguía cabreado, pero de todas formas se rió.

– Sí, señor. Y yo sigo siendo la furcia que siempre se queda con todo lo bueno.

Cox también rió, sin duda pensando que empezaban con buen pie.

– ¿Cómo está, capitán Barbara?

– Señor, estoy bien, señor. Pero, con todo mi respeto, ahora soy solo Dale Barbara. Lo único que capitaneo últimamente son las parrillas y las freidoras del restaurante del pueblo, y no estoy de humor para charlas intrascendentes. Me siento desconcertado, señor, y, como estoy mirando las espaldas de una panda de marines buscabroncas que no quieren darse la vuelta y mirarme a los ojos, también estoy bastante cabreado, joder.

– Comprendido. Y ahora es usted quien tiene que comprender una cosa. Si hubiera algo, cualquier cosa, que esos hombres pudieran hacer por ayudar o poner fin a esta situación, les estaría mirando la cara en lugar del culo. ¿Me cree?

– Le escucho, señor. -Lo cual no era exactamente una respuesta.

Julia seguía disparando. Barbie se trasladó al borde de la carretera. Desde su nueva posición podía ver una tienda de acampada más allá de los camiones. También podía ver lo que debía de haber sido un aparcamiento con más camiones. Los Marines estaban construyendo un campamento allí, y a buen seguro otros aún mayores en los puntos donde la 119 y la 117 abandonaban el pueblo. Aquello hacía pensar que iba para largo. El corazón le dio un vuelco.

– ¿Está ahí la mujer del periódico? -preguntó Cox.

– Está aquí. Haciendo fotografías. Y, señor, transparencia completa: todo lo que me diga, yo se lo digo a ella. Ahora estoy de este lado.

Julia dejó lo que estaba haciendo durante el tiempo suficiente para dedicarle a Barbie una sonrisa.

– Comprendido, capitán.

– Señor, llamándome así no ganará ningún punto.

– Está bien, dejémoslo en Barbie. ¿Mejor así?

– Sí, señor.

– Respecto a cuánto decida publicar la señora… espero por el bien de la gente de su pequeña ciudad que sea lo bastante sensata para saber elegir.

– Yo diría que lo es.

– Y si envía fotografías por correo electrónico a cualquiera del exterior (a alguna de esas revistas de información general o al New York Times, por ejemplo), puede ocurrir que su línea de internet siga el mismo camino que las líneas fijas.

– Señor, eso es una guarr…

– La decisión la tomarán mis superiores. Yo solo le informo.

Barbie suspiró.

– Se lo diré.

– ¿Decirme qué? -preguntó Julia.

– Que si intentas difundir esas fotografías, podrían hacérselo pagar al pueblo cortando el acceso a internet.

Julia hizo un gesto con la mano que Barbie no asociaba con bellas damas republicanas. Volvió a prestar atención al teléfono.

– ¿Cuánto puede explicarme?

– Todo lo que sé -dijo Cox.

– Gracias, señor. -Aunque Barbie dudaba que Cox realmente fuera a soltarlo todo. El ejército nunca explicaba todo lo que sabía. O creía que sabía.

– Lo llamamos la Cúpula -dijo Cox-, pero no es una Cúpula. Al menos no creemos que lo sea. Creemos que es una cápsula cuyo perímetro se adapta exactamente a los límites de la localidad. Y digo exactamente.

– ¿Saben qué altura alcanza?

– Parece que el punto más alto está a catorce mil metros y pico. No sabemos si la cima es plana o redondeada. Por lo menos de momento.

Barbie no dijo nada. Estaba estupefacto.

– En cuanto a la profundidad… quién sabe. Lo único que podemos decir por ahora es que es de más de treinta metros. Esa es la profundidad actual de una excavación que estamos realizando en el límite entre Chester's Mills y el núcleo urbano del norte.

– El TR-90. -La voz de Barbie sonó apagada y apática a sus propios oídos.

– Como se llame. Aprovechamos una zanja de grava que ya bajaba hasta unos doce metros más o menos. He visto unas imágenes espectrográficas que son para alucinar. Largas capas de roca metamórfica han quedado partidas en dos. No hay espacio entre ellas, pero se ve un corrimiento en la parte norte de la capa, que ha caído un poco. Hemos comprobado los registros sismográficos de la estación meteorológica de Portland, y bingo. Hubo una sacudida a las once cuarenta y cuatro de la mañana. Dos punto uno en la escala de Richter. O sea que fue entonces cuando ocurrió.

– Genial -dijo Barbie. Suponía que lo había dicho con sarcasmo, pero estaba demasiado asombrado y perplejo para estar seguro.

– Nada de todo esto es concluyente, pero sí convincente. Desde luego, la exploración acaba de empezar, pero ahora mismo parece que esa cosa va tanto hacia abajo como hacia arriba. Y, si hacia arriba alcanza ocho kilómetros…

– ¿Cómo saben eso? ¿Por radar?

– Negativo, esa cosa no aparece en el radar. No hay forma de saber que está ahí hasta que la golpeas, o hasta que estás tan cerca que ya no puedes parar. El número de víctimas mortales desde que la cosa se levantó es sorprendentemente bajo, pero hay una barbaridad de pájaros muertos en todo el perímetro. Por dentro y por fuera.

– Lo sé. Los he visto. -Julia ya había terminado con sus fotografías. Estaba de pie junto a él, escuchando la conversación al lado de Barbie-. Entonces, ¿cómo saben la altura que tiene? ¿Láseres?

– No, la atraviesan. Hemos usado misiles con ojivas falsas. Desde las cuatro de esta tarde están despegando F-15A en misión de combate desde Bangor. Me sorprende que no los haya oído.

– Puede que haya oído algo -dijo Barbie-. Pero tenía la cabeza ocupada con otras cosas. -Cosas como la avioneta. Y el camión maderero. Los muertos de la 117. Parte de ese número de víctimas sorprendentemente bajo.

– Rebotaban… y luego, a más de catorce mil metros, bumba, para arriba y adiós muy buenas. Entre usted y yo: me sorprende que no hayamos perdido a ningún piloto de combate.

– ¿Ya han conseguido sobrevolarlo?

– Hace menos de dos horas. Misión cumplida.

– ¿Quién ha hecho esto, coronel?

– No lo sabemos.

– ¿Hemos sido nosotros? ¿Es esto un experimento que ha salido mal? O, que Dios nos asista, ¿alguna clase de prueba? Me debe la verdad. Le debe la verdad a este pueblo. La gente está cagada de miedo.

– Lo entiendo. Pero no hemos sido nosotros.

– Si hubiéramos sido nosotros, ¿lo sabría usted?

Cox dudó. Cuando volvió a hablar, lo hizo en voz más baja.

– En mi departamento tenemos buenas fuentes. Cuando alguien se tira un pedo en Seguridad Nacional, nosotros lo oímos. Y lo mismo pasa con el Grupo Nueve de Langley y un par de asuntillos más de los que usted nunca ha oído hablar.

Era posible que Cox estuviera diciéndole la verdad. Y también era posible que no. Al fin y al cabo, ese hombre era un animal de la profesión; si hubiera estado montando guardia allí, en la fría oscuridad otoñal, con el resto de los marines buscabroncas, también Cox les habría dado la espalda todo el rato. No le habría gustado, pero las órdenes eran las órdenes.

– ¿Hay alguna posibilidad de que sea una especie de fenómeno natural? -preguntó Barbie.

– ¿Que se adapta a la perfección a las fronteras trazadas por el hombre en toda una localidad? ¿A cada puto rincón y cada ranura? ¿Usted qué cree?

– Tenía que preguntarlo. ¿Es permeable? ¿Lo saben?

– El agua pasa -dijo Cox-. Al menos un poco.

– ¿Cómo es posible? -Aunque él mismo había visto el extraño comportamiento del agua; tanto él como Gendron lo habían visto.

– No lo sabemos, ¿cómo vamos a saberlo? -Cox parecía exasperado-. Llevamos menos de doce horas trabajando en esto. Aquí la gente se está dando palmaditas en la espalda solo por calcular la altura que alcanza. Podríamos especular, pero de momento no lo sabemos.

– ¿Y el aire?

– El aire lo atraviesa en mayor grado. Hemos instalado una estación de control donde su pueblo limita con… hummm… -Barbie oyó un ligero susurro de papeles- Harlow. Han llevado a cabo lo que llaman «espirometrías». Supongo que debe de medir la presión del aire saliente con el que es rechazado. En cualquier caso, el aire lo atraviesa, y con mucha más facilidad que el agua, pero de todas formas los científicos dicen que no del todo. Esto les va a joder la climatología pero bien, amigo, aunque nadie puede decir cuánto ni con qué consecuencias. Demonios, quizá convierta Chester's Mills en Palm Springs. -Rió sin muchas ganas.

– ¿Partículas?

– No -dijo Cox-. Las partículas de materia no la atraviesan. Al menos eso creemos. Y le interesará saber que eso ocurre en ambas direcciones. Las partículas no entran, pero tampoco salen. Eso quiere decir que las emisiones de los automóviles…

– No se puede ir muy lejos en coche. Chester's Mills debe de tener unos seis kilómetros y medio de lado a lado en su punto más ancho. Y en diagonal… -Miró a Julia.

– Once y poco, como máximo -añadió ella.

Cox dijo:

– No creemos que los contaminantes derivados del gasóleo para calefacción vayan a ser un gran problema. Estoy convencido de que en el pueblo todo el mundo tiene una bonita y cara caldera de gasóleo…, en Arabia Saudí últimamente los coches llevan pegatinas de «Yo Nueva Inglaterra» en los parachoques… Pero las calderas de gasóleo modernas necesitan electricidad para que les suministre una chispa constante. Sus reservas de combustible seguramente son buenas, teniendo en cuenta que la temporada de la calefacción doméstica aún no ha empezado, pero no creemos que les vaya a servir de mucho. A largo plazo, en lo que a contaminación respecta, eso puede ser bueno.

– ¿Eso cree? Venga aquí cuando estemos a treinta bajo cero y el viento sople a… -Se detuvo un instante-. ¿Soplará el viento?

– No lo sabemos -dijo Cox-. Pregúntemelo mañana y a lo mejor por lo menos tengo una teoría.

– Podemos quemar madera -dijo Julia-. Díselo.

– La señorita Shumway dice que podemos quemar madera.

– La gente debe tener cuidado con eso, capitán Barbara… Barbie. Seguro que tienen muchísima madera guardada y no necesitan electricidad para encenderla y mantenerla ardiendo, pero la madera produce ceniza. Joder, produce carcinógenos.

– Aquí la temporada de la calefacción empieza… -Barbie miró a Julia.

– El quince de noviembre -dijo ella-. Más o menos.

– La señorita Shumway dice que a mediados de noviembre. Así que dígame que van a tener esto resuelto para entonces.

– Lo único que puedo decirle es que estamos trabajando en ello como locos. Lo cual me lleva al motivo de esta conversación. Los chicos listos, todos los que hemos conseguido reunir hasta ahora, coinciden en que nos enfrentamos a un campo de fuerza…

– Como en Star Trick -dijo Barbie-. Teletranspórtame, Snotty.

– ¿Cómo dice?

– No importa. Continúe, señor.

– Todos coinciden en que un campo de fuerza no aparece así sin más. Algo, ya sea cerca de su campo de acción ya sea en el centro de él, tiene que generarlo. Nuestros chicos creen que lo más probable es que sea en el centro. «Como el mango de un paraguas», ha dicho uno de ellos.

– ¿Cree que ha sido cosa de alguien de dentro?

– Creemos que es una posibilidad. Y resulta que tenemos a un soldado condecorado en el pueblo…

Ex soldado, pensó Barbie. Y las condecoraciones acabaron en el golfo de México hace dieciocho meses. Pero tenía la sensación de que acababan de prolongarle su período de servicio, le gustara o no. Prorrogado a petición del público, como suele decirse.

– … cuya especialidad en Iraq era destapar fábricas de bombas de Al-Qaida. Destaparlas y cerrarlas.

Bueno. Básicamente nada más que otro generador. Pensó en todos los que Julia Shumway y él se habían encontrado de camino hasta allí, rugiendo en la oscuridad, suministrando calor y luz. Tragando propano para todo ello. Se dio cuenta de que el propano y los acumuladores, más aún que los alimentos, se habían convertido en el nuevo patrón oro de Chester's Mills. De una cosa estaba seguro: la gente quemaría madera. Si llegaba el frío y el propano se acababa, quemarían muchísima. Madera noble, madera de coníferas, madera de desecho. Y a la mierda los carcinógenos.

– No será como los generadores que funcionan en su parte del mundo esta noche -dijo Cox-. Algo capaz de producir esto… no sabemos cómo puede ser ni quién puede haber construido algo así.

– Pero el Tío Sammy lo quiere -dijo Barbie. Apretaba el teléfono con una fuerza que casi habría bastado para romperlo-. Esa acaba siendo la prioridad, ¿verdad, señor? Porque algo así podría cambiar el mundo. La gente de este pueblo es algo estrictamente secundario. Daños colaterales, de hecho.

– Eh, no nos pongamos melodramáticos -dijo Cox-. Nuestros intereses coinciden en este asunto. Encuentre el generador, si es que lo hay. Encuéntrelo como encontraba esas fábricas de bombas, y después ciérrelo. Problema resuelto.

– Si es que lo hay.

– Si es que lo hay, recibido. ¿Lo intentará?

– ¿Tengo otra opción?

– No, que yo vea, pero yo soy militar de carrera. Para nosotros, el libre albedrío no es una opción.

– Ken, esto es un simulacro de incendio muy jodido.

Cox tardó en responder. Aunque la línea estaba en silencio (salvo por un tenue zumbido agudo que podía indicar que la conversación se estaba grabando), Barbie casi podía oírlo reflexionar. Entonces dijo:

– Es cierto, pero se sigue quedando usted con todo lo bueno, furcia.

Barbie rió. No pudo evitarlo.

3

En el trayecto de vuelta, al pasar por la oscura silueta de la iglesia del Santo Cristo Redentor, se volvió hacia Julia. Al resplandor de las luces del salpicadero, su rostro tenía un aspecto cansado y solemne.

– No te diré que mantengas en secreto nada de esto -dijo-, pero creo que deberías callarte una cosa.

– Ese generador que puede estar o no en el pueblo. -Apartó una mano del volante, estiró el brazo hacia atrás y acarició la cabeza de Horace como en busca de consuelo y calma.

– Sí.

– Porque si hay un generador que produce un campo de energía y crea esa Cúpula de tu coronel, entonces es que hay alguien que lo ha puesto en marcha. Alguien de aquí.

– Cox no ha dicho eso, pero estoy seguro de que lo piensa.

– Me lo callaré. Y no enviaré fotografías por correo electrónico.

– Bien.

– De todas formas, tendrían que aparecer primero en el Democrat, maldita sea. -Julia seguía acariciando al perro. A Barbie normalmente le ponía nervioso la gente que conducía con una sola mano, pero esa noche no. Tenían toda la Little Bitch Road y la 119 para ellos solos-. Además, comprendo que a veces el bien común es más importante que un gran artículo. Al contrario que el New York Times.

– ¡Muy buena! -dijo Barbie.

– Y, si encuentras el generador, no tendré que pasar muchos días comprando en el Food City. Detesto ese sitio. -De pronto pareció sobresaltarse-. ¿Crees que estará abierto mañana?

– Yo diría que sí. La gente suele adaptarse lentamente a una nueva situación cuando la vieja cambia.

– Creo que será mejor que haga una buena compra semanal -dijo, pensativa.

– Si vas, saluda a Rose Twitchell. Seguramente la acompañará el fiel Anson Wheeler. -Al recordar los consejos que le había dado a Rose, rió y dijo-: Carne, carne, carne.

– ¿Cómo dices?

– Si tienes un generador en casa…

– Claro que tengo, vivo encima del periódico. No es una casa sino un apartamento muy agradable. El generador fue un gasto deducible. -Eso lo dijo con orgullo.

– Pues compra carne. Carne y comida enlatada, comida enlatada y carne.

Julia lo pensó. El centro del pueblo quedaba allí delante. Había muchas menos luces que de costumbre, pero aun así eran unas cuantas. ¿Hasta cuándo se preguntó Barbie. Entonces Julia preguntó:

– ¿Te ha dado tu coronel alguna idea sobre dónde encontrar ese generador?

– No -dijo Barbie-. Encontrar basura solía ser mi trabajo. Él lo sabe. -Calló un momento y luego añadió-: ¿Crees que puede haber algún contador Geiger en el pueblo?

– Sé que hay uno. En el sótano del ayuntamiento. En realidad supongo que tú lo llamarías subsótano. Allí hay un refugio nuclear.

– ¡No me jodas!

Ella se rió.

– No jodo, Sherlock. Escribí un reportaje sobre el asunto hace tres años. Pete Freeman hizo las fotografías. En el sótano hay una gran sala de plenos y una pequeña cocina. El refugio queda medio tramo de escaleras por debajo de la cocina. Es de un tamaño considerable. Lo construyeron en los cincuenta, cuando los entendidos nos estaban todo el día encima, dando la lata.

– La hora final.

– Sí, lo veo y subo a Alas, Babylon. Es un sitio bastante deprimente. Las fotos de Pete me recordaron el búnker del Führer justo antes del final. Hay una especie de despensa… estantes y estantes llenos de comida enlatada… y media docena de camastros. También el equipo suministrado por el gobierno. El contador Geiger, por ejemplo.

– La comida en lata debe de estar deliciosa después de cincuenta años.

– La verdad es que reponen las reservas a menudo. Incluso hay un pequeño generador que bajaron después del 11 de Septiembre. Si consultas las Actas Municipales verás una partida presupuestaria para el refugio cada cuatro años más o menos. Solía ser de unos trescientos dólares. Ahora es de seiscientos. Ya tienes tu contador Geiger. -Lo miró un instante-. Desde luego, James Rennie considera que todo lo del ayuntamiento, desde el ático hasta el refugio nuclear, es de su propiedad, así que querrá saber para qué lo quieres.

– Big Jim Rennie no va a saberlo -repuso él.

Ella lo aceptó sin ningún comentario.

– ¿Quieres venirte a las oficinas conmigo? ¿A ver el discurso del presidente mientras empiezo a compaginar el periódico? Será un trabajo rápido y sucio, eso te lo aseguro. Un artículo, media docena de fotos para consumo local, ningún anuncio de las Rebajas de Otoño de Burpee's.

Barbie lo pensó. Al día siguiente iba a estar muy ocupado, no solo cocinando, sino haciendo preguntas. Empezando otra vez con su viejo trabajo, a la vieja usanza. Por otra parte, si volvía a su apartamento encima del Drugstore, ¿conseguiría dormir?

– Vale. Seguramente no debería decirte esto, pero tengo unas aptitudes excelentes como chico para todo. También preparo un café estupendo.

– Caballero, queda usted aceptado. -Levantó la mano derecha del volante y Barbie y ella chocaron los cinco-. ¿Puedo hacerte otra pregunta? Quedará entre nosotros.

– Claro -dijo él.

– Ese generador de ciencia ficción… ¿crees que lo encontrarás?

Barbie lo estuvo pensando mientras ella aparcaba junto a los ventanales de las oficinas del Democrat.

– No -dijo al cabo-. Eso sería demasiado fácil.

Julia suspiró y asintió. Después le apretó los dedos.

– ¿Crees que ayudaría que rezáramos para conseguirlo?

– No hará ningún mal -dijo Barbie.

4

Solo había dos iglesias en Chester's Mills el día de la Cúpula: ambas ofrecían productos de la gama protestante (aunque de estilos muy diferentes). Los católicos iban a Nuestra Señora de las Aguas Serenas, en Motton, y aproximadamente la docena de judíos que vivían en el pueblo iban a la Congregación Beth Shalom de Castle Rock cuando necesitaban consuelo espiritual. En su día hubo también una iglesia Unitaria, pero murió por dejadez a finales de los ochenta. De todas formas, todo el mundo coincidía en que había sido una especie de chifladura hippy. El edificio albergaba ahora a Libros Nuevos y Usados Mills.

Esa noche los dos reverendos de Chester's Mills estaban -usando una expresión que a Big Jim le gustaba, «hincados de rodillas», pero su forma de dirigirse a sus fieles, su estado mental y sus expectativas eran muy diferentes.

La reverenda Piper Libby, que guiaba a su rebaño desde el púlpito de la Primera Iglesia Congregacional, ya no creía en Dios, aunque ese era un dato que no había compartido con sus congregantes. Lester Coggins, por otro lado, creía hasta el punto del martirio o la locura (dos palabras para designar una misma cosa, tal vez).

La reverenda Libby, que seguía llevando su ropa de estar por casa -y que a sus cuarenta y cinco años seguía siendo lo bastante guapa para estar estupenda así vestida-, se arrodilló ante el altar en una oscuridad casi total (la Congregación no tenía generador), con Clover, su pastor alemán, tumbado detrás de ella, el morro apoyado en las patas y los ojos a media asta.

– Hola, Inexistencia -dijo Piper. Inexistencia era el nombre que le daba últimamente a Dios en privado. A principios de otoño había sido El Gran Quizá. Durante el verano había sido El Tal Vez Omnipotente. Ese le gustaba; tenía cierta cadencia-. Ya sabes la situación en la que me encuentro… O deberías saberlo, te he dado bastante la lata con todo ello… Pero no es por eso por lo que quiero hablar contigo esta noche, lo cual seguramente será un alivio para ti.

Suspiró.

– Aquí tenemos un buen lío, amigo mío. Espero que Tú lo entiendas, porque está claro que yo no. Pero ambos sabemos que mañana este sitio estará lleno de gente en busca de ayuda celestial ante el desastre.

La iglesia estaba en silencio, y el silencio también reinaba fuera. «Demasiado silencio», como decían en las películas antiguas. ¿Alguna vez se había oído tanto silencio en Chester's Mills un sábado por la noche? No había tráfico, y faltaba el martilleo del bajo del grupo que tocara ese fin de semana en el Dipper's (a los que siempre anunciaban como llegados ¡DIRECTOS DESDE BOSTON!).

– No voy a pedirte que me transmitas tu voluntad porque ya no estoy segura de que tengas de verdad una voluntad. Pero, por si al final resulta que sí existes (es una posibilidad, y me alegro mucho de admitirlo), por favor, ayúdame a decir algo útil. A dar esperanza, pero no en el Cielo, sino aquí abajo, en la Tierra. Porque…

No le sorprendió darse cuenta de que se había echado a llorar. Últimamente sollozaba muy a menudo, aunque siempre en privado. La gente de Nueva Inglaterra desaprobaba las lágrimas en público de pastores y políticos.

Clover, al sentir su inquietud, aulló. Piper le ordenó que callara y luego se volvió otra vez hacia el altar. A menudo pensaba en la cruz que había allí como en la versión religiosa de la pajarita de Chevrolet, un logo que había sido creado porque un tipo lo había visto en el papel de pared de una habitación de hotel de París hacía cien años y le había gustado. Si considerabas que esos símbolos eran divinos, seguramente era que estabas chalado.

De todas formas, insistió.

– Porque, como sin duda sabrás, la Tierra es lo que tenemos. De lo que estamos seguros. Yo quiero ayudar a mi gente. Ese es mi trabajo, y sigo queriendo hacerlo. Suponiendo que existas y que te importe (son suposiciones poco sólidas, lo admito), ayúdame, por favor. Amén.

Se levantó. No llevaba linterna, pero no creyó que fuese a tener problemas para encontrar la salida con las espinillas intactas. Conocía aquel lugar paso a paso y obstáculo a obstáculo. Y también lo amaba. No se engañaba ni con su falta de fe ni con su testarudo amor por la idea misma.

– Vamos, Clover -dijo-. El presidente hablará dentro de media hora. La otra Gran Inexistencia. Podemos escucharlo en la radio del coche.

Clover la siguió con placidez, nada inquieto por cuestiones de fe.

5

En la Little Bitch Road (a la que los feligreses del Cristo Redentor llamaban siempre Número Tres) estaba teniendo lugar una escena mucho más dinámica y bajo relucientes luces eléctricas. La casa de culto de Lester Coggins poseía un generador tan nuevo que tenía todavía las etiquetas de envío pegadas en su reluciente lateral naranja. Y tenía su propia cabaña, pintada también de naranja, junto al almacén situado detrás de la iglesia.

Lester era un hombre de cincuenta años en tan buena forma -gracias a su genética y a sus extenuantes esfuerzos por cuidar del templo de su cuerpo- que no aparentaba más de treinta y cinco (en ese aspecto, unas sensatas aplicaciones de Just For Men resultaban útiles). Esa noche solo llevaba unos pantalones cortos de deporte con ORAL ROBERTS GOLDEN EAGLES estampado en la pernera derecha, y se le marcaban casi todos los músculos del cuerpo.

Durante los oficios (cinco cada semana), Lester rezaba con un extático trémolo de telepredicador evangelista, convirtiendo el nombre del Gran Amigo en algo que sonaba como si saliera de un pedal wah-wah: no «Dios», sino «¡DI-OH-OH-OH-OS!». En sus oraciones privadas, a veces adoptaba esa misma cadencia sin darse cuenta. Pero cuando estaba profundamente preocupado, cuando de verdad necesitaba consejo del Dios de Moisés y Abraham, del que viajaba como columna de humo en el día y como columna de fuego en la noche, Lester pronunciaba su parte de la conversación con un gruñido grave que lo hacía parecer un perro a punto de atacar a un intruso. Él no era consciente de eso porque en su vida no había nadie que lo oyera rezar. Piper Libby era una viuda que había perdido a su marido y a sus dos hijos pequeños en un accidente hacía tres años; Lester Coggins era un solterón que de adolescente había tenido pesadillas en las que se masturbaba y, al levantar la vista, veía a María Magdalena en la puerta de su habitación.

La iglesia era casi tan nueva como el generador y estaba construida con madera de arce rojo muy cara. También era sencilla, rayando en la austeridad. Tras la espalda desnuda de Lester, una triple hilera de bancos se extendía bajo un techo de vigas vistas. Delante de él se hallaba el púlpito: nada más que un atril con una Biblia y una gran cruz de secuoya colgada sobre un manto drapeado de regio púrpura. La galería del coro estaba arriba a la derecha, con instrumentos musicales -incluida la Stratocaster que el propio Lester tocaba a veces- agrupados en un extremo.

– Dios, escucha mi súplica -dijo Lester con su grave gruñido de «estoy rezando de verdad». En una mano aferraba un pesado trozo de cuerda en el que había hecho doce nudos, uno por cada discípulo. El noveno nudo (el que representaba a Judas) estaba pintado de negro-. Dios, escucha mi súplica, te lo ruego en nombre de Jesús, crucificado y resurrecto.

Empezó a latigarse la espalda con la cuerda, primero por encima del hombro izquierdo y después por encima del derecho, alzando y flexionando su brazo con soltura. Sus bíceps y deltoides, nada despreciables, comenzaron a manar sudor. Cuando golpeaba su piel, llena ya de cicatrices, la cuerda anudada producía el sonido de un sacudidor de alfombras. Lo había hecho muchas veces antes, pero nunca con tanta fuerza.

– ¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica! ¡Dios escucha mi súplica!

Zas y zas y zas y zas. Un ardor como de fuego, como de ortigas. Se iba hundiendo por las autopistas y las sendas de sus miserables nervios humanos. Horrible y a la vez horriblemente placentero.

– Señor, en este pueblo hemos pecado y yo soy el mayor de los pecadores. Escuché a Jim Rennie y creí sus mentiras. Sí, creí, y este es el precio, y sucede ahora como sucedió antaño. No es uno solo quien paga el pecado de ese uno, sino muchos. Tu ira es lenta, pero cuando llega, tu ira es como las tormentas que arrasan un campo de trigo: aplastan no solo un tallo o una veintena, sino todos. He sembrado vientos y recojo tempestades, no solo para uno sino para muchos.

Había otros pecados y otros pecadores en Mills -lo sabía, no era tan inocente, maldecían y bailaban y practicaban el sexo y tomaban drogas de las que él sabía demasiado-, y estaba claro que merecían ser castigados, ser flagelados, pero eso sucedía en todos los pueblos, sin duda, y aquel era el único que había sido designado para ese terrible acto de Dios.

Y aun así… aun así… ¿era posible que esa extraña maldición no hubiera sido causada por el pecado que él había cometido? Sí. Posible. Aunque no probable.

– Señor, necesito saber qué debo hacer. Me hallo en una encrucijada. Si tu voluntad es que mañana por la mañana me suba a este púlpito y confiese lo que ese hombre me contó… los pecados en los que hemos participado juntos, los pecados en los que he participado yo solo… entonces lo haré. Pero eso sería el final de mi sacerdocio, y me resulta difícil creer que sea esa tu voluntad en un momento tan crucial. Si tu voluntad es que espere… que espere a ver qué sucede a continuación… que espere y rece junto a mi rebaño para vernos libres de esta carga… entonces lo haré. Tu voluntad se cumplirá, Señor. Ahora y siempre.

Detuvo sus flagelaciones (sentía unos hilillos cálidos y reconfortantes que le corrían por la espalda desnuda; varios nudos de la cuerda habían empezado a teñirse de rojo) y alzó su rostro cubierto de lágrimas, hacia el techo de vigas vistas.

– Porque esta gente me necesita, Señor. Tú sabes que me necesitan, ahora más que nunca. Así que… si tu voluntad es que aparte este cáliz de mis labios… por favor, hazme una señal.

Esperó. Y he aquí lo que Dios nuestro Señor le dijo a Lester Coggins:

– Te daré una señal. Ve a esa tu Biblia, tal como hacías cuando niño, después de esos sucios sueños tuyos.

– Ahora mismo -dijo Lester-. Ya mismo.

Se colgó la cuerda anudada al cuello, donde imprimió una herradura de sangre que le bajaba por los hombros y el pecho, después subió al púlpito; sangre se deslizaba por el surco de la columna y humedecía la cinturilla elástica de los pantalones.

En el púlpito, se colocó como para dar el sermón (aunque ni en sus peores pesadillas había soñado con predicar con tan escaso atuendo), cerró la Biblia que estaba allí abierta, luego cerró los ojos.

– Señor, hágase tu voluntad… Te lo ruego en el nombre de Tu Hijo, muerto en la cruz con deshonra y resurrecto con gloria.

Y el Señor dijo:

– Abre Mi Libro y mira qué ves.

Lester obedeció sus órdenes (con cuidado de no abrir la gran Biblia demasiado cerca de la mitad; aquel era un trabajo para el Antiguo Testamento como no había habido otro). Hundió el dedo en la página sin verla, después abrió los ojos y se inclinó a mirar. Era el vigésimo octavo capítulo del Deuteronomio, versículo veintiocho. Rezaba:

– «El Señor te herirá con locura, ceguera y turbación de espíritu.»

La turbación de espíritu seguramente era algo bueno, pero en general aquello no resultaba alentador. Ni claro. Entonces el Señor le habló de nuevo, diciendo:

– No te detengas ahí, Lester.

Leyó el versículo veintinueve.

– «Y palparás a mediodía…»

»Sí, Señor, sí -suspiró, y siguió leyendo.

– «… como palpa el ciego en la oscuridad, y no serás prosperado en tus caminos; y no serás sino oprimido y robado todos los días, y no habrá quien te salve.»

»¿Me quedaré ciego? -preguntó Lester, alzando ligeramente su voz ronca de rezo-. Oh, Dios, por favor, no hagas eso… aunque, si esa es tu voluntad…

El Señor volvió a dirigirse a él, diciendo:

– ¿Es que hoy te has levantado tonto, Lester?

Abrió los ojos como platos. La voz de Dios, pero una de las frases preferidas de su madre. Un auténtico milagro.

– No, Señor, no.

– Pues vuelve a mirar. ¿Qué te estoy mostrando?

– Es algo sobre la locura. O la ceguera.

– ¿Cuál de las dos consideras tú que podría ser?

Lester repasó los versículos. La única palabra que se repetía era «ciego».

– ¿Es esa… Señor, es esa mi señal?

Y el Señor respondió, diciendo:

– En verdad lo es, pero no tu propia ceguera; pues ahora tus ojos ven con mayor claridad. Busca al ciego que ha caído en la locura. Cuando lo veas, debes decirle a tu congregación lo que Rennie ha estado obrando aquí, y cuál ha sido tu parte. Ambos deberéis explicaros. Hablaremos más de esto, pero de momento, Lester, ve a la cama. Estás poniendo el suelo perdido.

Lester obedeció, pero antes limpió las pequeñas salpicaduras de sangre que había dejado en la madera noble de detrás del púlpito. Lo hizo de rodillas. No rezó mientras trabajaba, pero sí meditó sobre los versículos. Se sentía mucho mejor.

Por el momento hablaría solo de forma general acerca de los pecados que podían haber hecho caer esa desconocida barrera entre Mills y el mundo exterior; pero buscaría la señal. Un hombre o una mujer ciegos que se hubieran vuelto locos, sí, en verdad.

6

Brenda Perkins escuchaba la WCIK porque a su marido le gustaba (o le había gustado), pero jamás habría puesto un pie dentro de la iglesia del Cristo Redentor. Ella era de la Congregación hasta la médula, y se ocupaba de que su marido la acompañara.

O se había ocupado. Howie solo entraría una vez más en la Congregación. Yacería allí tumbado, sin saberlo, mientras Piper Libby pronunciaba su panegírico.

Brenda de pronto comprendió ese hecho, crudo e inmutable. Por primera vez desde que le habían dado la noticia, se soltó y se echó a llorar. A lo mejor porque en ese momento podía. En ese momento estaba sola.

En la televisión, el presidente -solemne y terriblemente viejo- estaba diciendo:

«Compatriotas americanos, queréis respuestas. Y yo prometo ofrecéroslas en cuanto las tenga. No habrá secretismo en esta cuestión. Lo que yo sepa sobre estos acontecimientos será lo que vosotros sabréis sobre estos acontecimientos. Esa es mi solemne promesa…»

– Sí, véndeme la moto -dijo Brenda, y eso la hizo llorar aún con más ganas, porque esa era una de las frases preferidas de Howie.

Apagó la tele, después tiró el mando al suelo. Le entraron ganas de pisotearlo y hacerlo pedazos, pero no lo hizo, sobre todo porque podía ver a Howie sacudiendo la cabeza y diciéndole que no fuera tonta.

Lo que hizo fue ir al pequeño estudio de su marido, con la intención de tocarlo de algún modo mientras su presencia allí todavía estuviese fresca. Necesitaba tocarlo. Fuera, en la parte de atrás, el generador seguía ronroneando. «Orondo y feliz», habría dicho Howie. A ella no le había gustado nada el gasto que había supuesto aquel trasto cuando Howie lo encargó después del 11-S («Solo por si acaso», le había dicho), pero ahora lamentaba hasta la última palabra crítica que había pronunciado al respecto. Echarlo de menos en la oscuridad habría sido aún más horrible, la soledad habría sido aún mayor.

En su escritorio no había nada más que su portátil, que estaba abierto. Como salvapantallas tenía una fotografía de un partido de la liga de béisbol infantil de hacía tiempo. Tanto Howie como Chip, que por entonces tenía once o doce años, vestían la camiseta verde de los Monarchs del Drugstore de Sanders; la foto era del año en que Howie y Rusty Everett habían llevado al equipo de Sanders a la final del estado. Chip rodeaba con los brazos a su padre y Brenda los abrazaba a ambos. Un buen día. Pero frágil. Tan frágil como una copa de cristal. ¿Quién lo hubiera dicho en aquella época, cuando todavía podían estrecharse un poco más?

Aún no había conseguido dar con Chip, y la idea de hacer esa llamada -suponiendo que fuera capaz de hacerla- la destrozaba por completo. Se arrodilló entre sollozos junto al escritorio de su marido. No entrelazó las manos, sino que unió palma con palma, como hacía de niña, arrodillada con su pijama de franela junto a la cama para recitar el mantra de «Dios bendiga a mamá, Dios bendiga a papá, Dios bendiga a mi pececito, que todavía no tiene nombre».

– Dios, soy Brenda. No quiero que me lo devuelvas… Bueno, sí, pero ya sé que eso no puedes hacerlo. Solo dame fuerza para soportarlo, ¿quieres? Y me pregunto si quizá… No sé si será una blasfemia o no, seguramente lo es, pero me pregunto si podrías dejarle hablar conmigo una vez más. O a lo mejor dejar que me toque una vez más, como ha hecho esta mañana.

Al pensarlo -los dedos de él sobre su piel a la luz del sol- lloró más fuerte.

– Ya sé que lo tuyo no son los espíritus… salvo, claro está, el Espíritu Santo… pero ¿y en un sueño? Sé que es mucho pedir, pero… ay, Dios, esta noche siento dentro un vacío enorme. No sabía que una persona pudiera albergar tales vacíos, y me da miedo caer en él. Si haces esto por mí, yo haré algo por ti. Lo único que tienes que hacer es pedírmelo. Por favor, Dios, solo una caricia. O una palabra. Aunque sea en un sueño. -Una inspiración profunda, llorosa-. Gracias. Hágase tu voluntad, desde luego. Me guste a mí o no. -Rió con debilidad-. Amén.

Abrió los ojos y se puso en pie agarrándose al escritorio para no caerse. Una mano rozó el ordenador y la pantalla se encendió al instante. Él siempre olvidaba apagarlo, pero al menos lo dejaba enchufado para que no se le agotara la batería. Y tenía el escritorio mucho más ordenado que ella, siempre abarrotado de descargas y notas adhesivas electrónicas. En el portátil de Howie solo había tres carpetas ordenadamente dispuestas bajo el icono del disco duro: ACTUAL, donde guardaba los informes de las investigaciones abiertas; TRIBUNALES, donde guardaba una lista de quién (él incluido) tenía que ir a testificar, y dónde, y por qué. La tercera carpeta era RECTORÍA MORIN ST., donde guardaba todo lo que tuviera que ver con la casa. Se le ocurrió que si abría esa última a lo mejor encontraba algo sobre el generador; necesitaba informarse para poder mantenerlo en funcionamiento tanto tiempo como fuera posible. Henry Morrison, de la policía, seguramente estaría encantado de cambiarle la bombona de propano, pero ¿y si no tenía de repuesto? Si se daba el caso, compraría más en Burpee's o en la gasolinera antes de que se acabaran todas.

Puso el dedo en el botón del ratón, después se detuvo. En la pantalla había una cuarta carpeta acechando mucho más abajo, en la esquina de la izquierda. Nunca la había visto. Brenda intentó recordar la última vez que había echado un vistazo en el escritorio de ese ordenador, pero no lo consiguió.

VADER, ponía en la carpeta.

Bueno, solo había una persona en el pueblo a quien Howie llamara Vader (de Darth Vader): Big Jim Rennie.

Con curiosidad, movió el cursor hasta esa carpeta e hizo doble clic en ella, preguntándose si estaría protegida con una contraseña.

Lo estaba. Lo intentó con WILDCATS, que era la que abría la carpeta de ACTUAL (Howie no se había molestado en proteger TRIBUNALES), y funcionó. En la carpeta había dos archivos. Uno tenía por nombre «Investigación abierta». El otro era un documento PDF titulado «Carta del FGEM». En la jerga de Howie, eso significaba Fiscal General del Estado de Maine. Hizo doble clic.

Brenda ojeó la carta del FG con creciente asombro mientras las lágrimas se le secaban en las mejillas. Lo primero en lo que se detuvo su mirada fue en el saludo: nada de «Estimado jefe Perkins», sino «Querido Duke».

Aunque la carta estaba redactada en jerga legal y no en la de Howie, había ciertas frases que saltaban a los ojos como si estuvieran escritas en negrita. Malversación de bienes y servicios municipales era la primera. La implicación del concejal Sanders parece prácticamente segura era la siguiente. Después, Esta conducta criminal está más extendida y arraigada de lo que podíamos haber imaginado hace tres meses.

Y cerca del final, con aspecto de estar escrito no solo en negrita sino en mayúsculas: FABRICACIÓN Y VENTA DE ESTUPEFACIENTES ILEGALES.

Parecía que sus oraciones habían sido respondidas, y de una forma completamente inesperada. Brenda se sentó en la silla de Howie, hizo clic sobre «Investigación abierta», dentro de VADER, y dejó que su difunto marido le hablara.

7

El presidente puso punto final a su discurso -generoso en consuelo, escaso en información- a las 00.21 de la noche. Rusty Everett estuvo viéndolo en la sala del tercer piso del hospital, comprobó los cuadros clínicos una última vez y se fue a casa. A lo largo de su carrera médica había vivido días en los que había terminado más cansado que ese, pero nunca se había sentido más desalentado ni preocupado por el futuro.

La casa estaba a oscuras. Linda y él habían hablado el año anterior (y el anterior) de comprar un generador, porque Chester's Mills siempre se quedaba sin electricidad cuatro o cinco días todos los inviernos, y normalmente un par de veces en verano; la compañía eléctrica de Western Maine no era el proveedor de servicios más fiable del mundo. La conclusión había sido que no podían permitírselo. Tal vez si Lin estuviera a tiempo completo en la poli… pero ninguno de los dos quería eso con las niñas todavía pequeñas.

Al menos tenemos una buena caldera y un montonazo de leña. Si la necesitamos.

En la guantera había una linterna, pero cuando la encendió solo emitió un débil haz durante cinco segundos y luego se apagó. Rusty masculló una obscenidad y se recordó que al día siguiente tenía que hacer acopio de pilas… al día siguiente no, ese día, en ese momento. Suponiendo que las tiendas estuvieran abiertas.

Si después de doce años no soy capaz de moverme por aquí, es que soy un poco burro.

Sí, bueno. Sí que se sentía un poco burro esa noche. Y estaba claro que también olía a animal. A lo mejor una ducha antes de acostarse…

Pero no. No había corriente, no había agua caliente.

Era una noche despejada y, aunque no había luna, sí había mil millones de estrellas encima de la casa, y tenían el mismo aspecto de siempre. A lo mejor allí arriba no había barrera. El presidente no había dicho nada al respecto, así que a lo mejor la gente que estaba al cargo de la investigación aún no lo sabía. Si Mills se encontraba en el fondo de un pozo recién creado en lugar de atrapado bajo una extraña campana de vidrio, a lo mejor habría solución. El gobierno podría lanzarles suministros por vía aérea. Seguro que si el país podía gastarse cientos de miles de millones en rescatar a empresas en apuros, también podría permitirse lanzar en paracaídas unos cuantos pastelitos prehorneados Pop-Tarts y un par de generadores.

Subió los escalones del porche mientras sacaba las llaves de casa, pero al llegar a la puerta vio algo colgando encima de la cerradura. Se inclinó para acercarse, entrecerrando los ojos, y sonrió. Era una minilinterna. En las Ofertas del Final del Verano de Burpee's, Linda había comprado seis por cinco pavos. En ese momento a él le había parecido un gasto tonto, aún recordaba haber pensado: Las mujeres compran cosas en los saldos por la misma razón por la que los hombres escalan montañas: porque están ahí.

Del extremo de la linterna colgaba una cadenilla metálica. Atado a ella había un cordón de una de sus viejas zapatillas de tenis. Había una nota sujeta al cordón. La arrancó y enfocó la linterna hacia ella.


Hola, cielo. Espero que estés bien. Las dos J por fin han caído rendidas para toda la noche. Estaban preocupadas e inquietas, pero al final se han quedado KO. Mañana estaré de servicio todo el día, y será todo el día, de 7 a 7, eso me ha dicho Peter Randolph (nuestro nuevo jefe, GRRR). Marta Edmunds ha dicho que se puede quedar con las niñas, así que bendita sea Marta. Intenta no despertarme. (Aunque igual no estoy dormida.) Me temo que nos esperan días difíciles, pero intentaremos superarlo. En la despensa hay un montón de comida, gracias a Dios.

Cariñín, sé que estás cansado, pero ¿sacarás a pasear a Audrey? Todavía hace «eso de los gañidos». ¿Puede ser que supiera que iba a pasar esto? Dicen que los perros pueden presentir los terremotos, así que a lo mejor…

Judy y Jannie dicen que quieren a su papá. Yo también.

Ya encontraremos algún momento para hablar mañana, ¿verdad? Hablar y hacer balance.

Estoy algo asustada.


Lin


Él también estaba asustado, y no le gustaba la idea de que su mujer tuviese que trabajar doce horas al día siguiente cuando él probablemente estaría haciendo un turno de dieciséis o más. Tampoco le gustaba que Judy y Janelle se pasaran un día entero con Marta cuando no había duda de que también ellas estaban asustadas.

Sin embargo, lo que menos le gustaba era la idea de tener que sacar a pasear a su golden retriever casi a la una de la madrugada. Pensó que era posible que la perra hubiera presentido la llegada de la barrera; sabía que los perros eran sensibles a muchos fenómenos inminentes, no solo a los terremotos. Pero en tal caso ya tendría que haber dejado de hacer lo que Linda y él llamaban «eso de los gañidos», ¿no? Los otros perros del pueblo habían estado callados como tumbas mientras él volvía a casa esa noche. Ni ladridos ni aullidos. Tampoco había oído a nadie más explicando que su perro hiciera «eso de los gañidos».

A lo mejor está dormida en la cama que tiene junto a la caldera, pensó mientras abría la puerta de la cocina.

Audrey no dormía. Enseguida se le acercó, no saltando de alegría como solía hacer -¡Ya has vuelto! ¡Ya has vuelto! ¡Oh, gracias a Dios que has vuelto!-, sino sigilosamente, casi a hurtadillas, con la cola escondida entre las patas, como si esperara un golpe (que nunca había recibido) en lugar de unas palmaditas en la cabeza. Y sí, otra vez estaba haciendo «eso de los gañidos». La verdad es que lo hacía desde antes de la barrera. Lo dejó durante un par de semanas y, cuando Rusty esperaba que hubiera pasado, empezó de nuevo, a veces flojito, a veces muy alto. Esa noche era muy alto… o a lo mejor solo lo parecía por la oscuridad que reinaba en la cocina, donde los indicadores digitales de la caldera y el microondas estaban apagados y la luz que Linda siempre le dejaba encendida sobre el fregadero no estaba iluminada.

– Vale ya, chica -dijo-. Vas a despertar a toda la casa.

Pero Audrey no paraba. Le daba suaves topetazos con la cabeza en las rodillas y miraba hacia arriba a través del reluciente y estrecho haz de luz que él sostenía con la mano derecha. Habría jurado que era una mirada de súplica.

– Está bien -dijo-. Está bien, está bien. De paseo.

La correa colgaba de un gancho junto a la puerta de la despensa. Al ir a cogerla (colgándose la linterna al cuello por el cordón de la zapatilla), Audrey se deslizó delante de él, más como un gato que como un perro. De no ser por la linterna, podría haberlo hecho caer y acabar a lo grande aquel día de mierda.

– Espera un minuto, solo un minuto, espera.

Pero ella le ladró y reculó.

– ¡Chis! ¡Audrey, chis!

En lugar de callarse, la perra volvió a ladrar. Sonaba escandalosamente fuerte en la casa dormida. Rusty se sobresaltó y se echó hacia atrás. Audrey salió disparada hacia delante, le agarró la pernera de los pantalones con los dientes y empezó a recular hacia el pasillo, intentando tirar de él.

Intrigado, Rusty se dejó llevar. Al ver que la seguía, Audrey lo soltó y corrió hacia la escalera. Subió dos peldaños, miró atrás y volvió a ladrar.

Arriba se encendió una luz, en su dormitorio.

– ¿Rusty? -Era Lin, con voz adormilada.

– Sí, soy yo -respondió él, hablando lo más bajo que podía-. En realidad es Audrey.

Siguió a la perra escalera arriba. En lugar de avanzar con su habitual trote entusiasta, Audrey no hacía más que mirar atrás. Para los que tienen perros, a veces las expresiones de sus animales resultan perfectamente claras, y lo que Rusty veía en ese momento era angustia. Audrey tenía las orejas gachas, la cola escondida todavía entre las patas. Si aquello era «eso de los gañidos», había pasado a un nuevo nivel. Rusty de pronto se preguntó si no habría un intruso en la casa. La puerta de la cocina estaba cerrada, Lin no solía dejar ninguna puerta abierta cuando se quedaba sola con las niñas, pero…

Linda salió y se acercó hasta lo alto de la escalera anudándose un albornoz blanco. Audrey la vio y volvió a ladrar. Un ladrido de «quita de en medio».

– ¡Audi, vale ya! -dijo Lin, pero Audrey pasó corriendo junto a ella y le golpeó la pierna derecha con fuerza suficiente para empujarla contra la pared. Luego la golden retriever corrió por el pasillo hacia la habitación de las niñas, donde todo seguía en calma.

Lin sacó su propia minilinterna de un bolsillo del albornoz.

– Cielos, pero ¿qué…?

– Creo que será mejor que vuelvas al dormitorio -dijo Rusty.

– ¡Y un cuerno! -Corrió por el pasillo por delante de él. El brillante haz de la pequeña linterna saltaba arriba y abajo.

Las niñas tenían siete y cinco años, y hacía poco que habían entrado en lo que Lin llamaba «la fase de intimidad femenina». Audrey llegó a la puerta de su habitación, se irguió sobre las patas traseras y empezó a arañar la puerta con las delanteras.

Rusty alcanzó a Lin justo cuando abría. Audrey entró de un salto, sin mirar siquiera la cama de Judy. De todos modos, la pequeña de cinco años dormía profundamente.

Janelle no estaba dormida. Tampoco estaba despierta. Rusty lo comprendió todo en cuanto los dos haces de las linternas convergieron sobre ella, y se maldijo por no haberse dado cuenta antes de lo que estaba sucediendo, de lo que debía de haber estado sucediendo desde agosto, o quizá incluso desde julio. Porque el comportamiento de Audrey -«eso de los gañidos»- estaba bien fundado. Rusty sencillamente no había sabido ver la verdad a pesar de tenerla delante de las narices.

Janelle, con los ojos abiertos pero enseñando solo el blanco, no tenía convulsiones -gracias a Dios-, pero le temblaba todo el cuerpo. Se había destapado, seguramente al empezar todo, y en el doble haz de las linternas su padre vio una mancha de humedad en los pantalones del pijama. Las puntas de sus dedos se movían como si estuviera calentando para tocar el piano.

Audrey se sentó junto a la cama, miraba a su pequeña ama con absorta atención.

– ¿Qué le está pasando? -gritó Linda.

En la otra cama, Judy se movió y habló.

– ¿Mamá? ¿Ya es el deyasuno? ¿He perdido el autobús?

– Está sufriendo un ataque -dijo Rusty.

– ¡Pues ayúdala! -gritó Linda-. ¡Haz algo! ¿Se está muriendo?

– No -dijo Rusty.

La parte de su cerebro que seguía siendo analítica sabía que aquello era casi con toda seguridad un petit mal, como debían de haberlo sido los otros, porque de otro modo se habrían dado cuenta antes. Sin embargo, la cosa cambiaba cuando le pasaba a uno de los tuyos.

Judy se sentó de golpe en la cama, muy erguida, esparciendo animales de peluche por todas partes. Tenía los ojos abiertos y aterrorizados, y no la consoló mucho que Linda la arrancara de las sábanas y le apretara las manos entre las de ella.

– ¡Haz que pare! ¡Haz que pare, Rusty!

Si era un petit mal, pararía solo.

Por favor, Dios, haz que pare solo, pensó.

Puso las manos a ambos lados de la cabeza temblorosa y vibrante de Jan e intentó volverla hacia arriba para asegurarse de que tenía las vías respiratorias despejadas. Al principio no lo consiguió… esa maldita almohada de espuma se lo impedía. La tiró al suelo. Al caer le dio a Audrey, pero la perra ni se movió, siguió allí con la mirada fija.

Rusty logró entonces inclinar la cabeza de Jannie un poco hacia atrás y por fin la oyó respirar. No era una respiración rápida; tampoco se oían ásperas inspiraciones por falta de oxígeno.

– Mamá, ¿qué le pasa a Jan-Jan? -preguntó Judy, echándose a llorar-. ¿Está loca? ¿Está mala?

– No está loca y solo está un poco malita. -Rusty se sorprendió de lo calmado que había sonado-. ¿Por qué no bajas con mamá al…?

– ¡No! -gritaron las dos a la vez, en una perfecta armonía a dos voces.

– Vale -repuso él-, pero tenéis que estaros calladas. No la asustéis cuando se despierte, porque es muy probable que ya esté muy asustada.

»Un poquito asustada -se corrigió-. Audi, buena chica. Has sido muy, pero que muy buena chica.

Semejantes halagos solían llevar a Audrey a un paroxismo de júbilo, pero esa noche no. Ni siquiera meneó la cola. Entonces, de súbito, la golden retriever soltó un pequeño ladrido y se tumbó, apoyando el morro sobre una pata. Segundos después, Jan dejó de temblar y cerró los ojos.

– Venga ya… -dijo Rusty.

– ¿Qué? -Linda estaba sentada en el borde de la cama de Judy con la niña en el regazo-. ¡¿Qué?!

– Ya ha pasado -dijo Rusty.

Pero no era verdad. No del todo. Cuando Jannie abrió los ojos otra vez, volvían a estar en su sitio, pero no lo veían.

– ¡La Gran Calabaza! -exclamó Janelle-. ¡Es culpa de la Gran Calabaza! ¡Tienes que parar a la Gran Calabaza!

Rusty la zarandeó un poco.

– Estabas soñando, Jannie. Supongo que era una pesadilla, pero ya ha terminado y estás bien.

Aún tardó un momento en volver del todo en sí, aunque movía los ojos y él sabía que por fin lo veía y lo oía.

– ¡Que pare ya Halloween, papá! ¡Tienes que parar Halloween!

– Vale, cariño, lo pararé. Halloween queda cancelado. Del todo.

La niña parpadeó, después alzó una mano para apartarse las greñas de pelo sudoroso de la frente.

– ¿Qué? ¿Por qué? ¡Yo iba a ir de princesa Leia! ¿Es que todo tiene que salirme mal en la vida? -Se echó a llorar.

Linda se acercó -Judy correteó tras ella, agarrándose al albornoz de su madre- y abrazó a Janelle.

– Claro que podrás disfrazarte de princesa Leia, tesorito, te lo prometo.

Jan miraba a sus padres con desconcierto, recelo y cada vez más miedo.

– ¿Qué hacéis vosotros aquí? Y ¿por qué está ella levantada? -Señalaba a Judy.

– Te has hecho pis en la cama -dijo Judy con petulancia y, cuando Jan se dio cuenta (se dio cuenta y lloró con más ganas), Rusty tuvo que frenar el impulso de darle a Judy un buen cachete. Normalmente se sentía un padre bastante progresista (sobre todo en comparación con los padres que a veces acudían al centro de salud arrastrando a sus niños con un brazo roto o un ojo morado), pero esa noche no.

– No importa -dijo Rusty, abrazando a Jan con fuerza-. No ha sido culpa tuya. Has tenido un problemita, pero ahora ya ha pasado.

– ¿Tendrá que ir al hospital? -preguntó Linda.

– Solo al centro de salud, pero esta noche no. Mañana por la mañana. Mañana la curaré con el medicamento adecuado.

– ¡INYECCIONES NO! -gritó Jannie, y lloró aún más fuerte.

A Rusty le encantó ese sonido. Era un sonido sano. Fuerte.

– Inyecciones no, cariño. Pastillas.

– ¿Estás seguro? -preguntó Linda.

Rusty miró a su perra, que estaba apaciblemente tumbada con el morro sobre una pata, ajena a todo aquel drama.

– Audrey está segura -dijo-. Pero será mejor que esta noche duerma aquí con las niñas.

– ¡Bien! -exclamó Judy. Se arrodilló y abrazó a Audi con desmesura.

Rusty rodeó a su mujer con un brazo. Ella apoyó la cabeza sobre su hombro, como si estuviera demasiado cansada para sostenerla más tiempo en alto.

– ¿Por qué ahora? -preguntó-. ¿Por qué ahora?

– No lo sé. Tú da gracias por que no haya sido más que un petit mal.

En ese sentido, sus oraciones habían sido escuchadas.

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