En el 19 de Mills Street, hogar de la familia McClatchey, hubo un momento de silencio cuando finalizó la grabación. Entonces Norrie Calvert rompió a llorar. Benny Drake y Joe McClatchey, después de intercambiar miradas de «¿Y ahora qué hago?» por encima de la cabeza inclinada de su amiga, decidieron abrazarla para aplacar sus sollozos y se agarraron de las muñecas en una especie de sentido saludo.
– ¿Eso es todo? -preguntó Claire McClatchey con incredulidad. La madre de Joe no lloraba, pero estaba al borde de las lágrimas; sus ojos se inundaron. Sostenía la fotografía de su marido en las manos, la había descolgado de la pared poco después de que Joe y sus amigos hubieran llegado con el DVD-. ¿Eso es todo?
Nadie respondió. Barbie estaba sentado en el brazo del sillón en el que estaba sentada Julia. Podría estar metido en un buen problema, pensó. Pero ese no fue su primer pensamiento. Lo primero que le vino a la cabeza fue que el pueblo tenía un buen problema.
La señora McClatchey se puso en pie. Seguía aferrada a la fotografía de su marido. Sam había ido al mercadillo que se organizaba en el circuito de Oxford cada sábado hasta que llegaba el invierno. Era un gran aficionado a la restauración de muebles, y a menudo encontraba material interesante en los puestos. Tres días después seguía en Oxford, compartiendo el Raceway Motel con un montón de periodistas y reporteros de televisión; Claire y él no podían hablar por teléfono, pero mantenían contacto por correo electrónico. Hasta el momento.
– ¿Qué le ha pasado a tu ordenador, Joey? -preguntó la mujer-. ¿Ha estallado?
Joe, que aún tenía el brazo sobre el hombro de Norrie, y agarraba a Benny de la muñeca, negó con la cabeza.
– No lo creo -dijo-. Seguramente se ha fundido. -Se volvió hacia Barbie-. El calor podría provocar un incendio en el bosque de la zona. Alguien debería ocuparse de eso.
– No creo que haya ningún camión de bomberos en el pueblo -añadió Benny-. Bueno, quizá uno o dos de los antiguos.
– Ya me encargaré yo de eso -dijo Julia. Claire McClatchey era mucho más alta que ella; estaba claro de quién había heredado Joe su altura-. Barbie, creo que será mejor que me encargue de esto yo sola.
– ¿Por qué? -Claire parecía desconcertada. Al final derramó una de las lágrimas, que corrió mejilla abajo-. Joe dijo que el gobierno lo había puesto al mando, señor Barbara. ¡El propio presidente!
– He tenido ciertas discrepancias con el señor Rennie y el jefe Randolph sobre la transmisión por vídeo -dijo Barbie-. La discusión subió un poco de tono y dudo que ninguno de los dos agradezca mis consejos en este momento. Julia, tampoco creo que reciban los tuyos con mucho entusiasmo. Por lo menos aún no. Si Randolph es medio competente enviará a un par de ayudantes especiales con los efectivos que queden en el viejo parque de bomberos. Tendría que haber, como mínimo, mangueras y bombas de agua.
Julia reflexionó y preguntó:
– ¿Te importa acompañarme fuera un momento, Barbie?
Barbara miró a la madre de Joe, pero Claire ya no les prestaba atención. Había apartado a su hijo y estaba sentada junto a Norrie, que tenía la cara pegada en su hombro.
– Tío, el gobierno me debe un ordenador -dijo Joe mientras Barbie y Julia se dirigían hacia la puerta de la calle.
– Me lo apunto -dijo Barbie-. Y gracias, Joe. Lo has hecho muy bien.
– Mucho mejor que el maldito misil -murmuró Benny.
En el porche de la casa de los McClatchey, Barbie y Julia permanecieron en silencio mirando hacia la plaza del pueblo, el arroyo Prestile y el Puente de la Paz. Entonces, con voz grave y furiosa, Julia exclamó:
– No lo es. Ese es el problema. Ese es el maldito problema.
– ¿Quién no es qué?
– Peter Randolph no es ni medio competente. Ni siquiera un cuarto. Fui a la escuela con él, desde el parvulario, donde era un meón de campeonato, hasta el instituto, donde formaba parte de la Brigada del Sujetador, cuya misión era tirar de la cinta del sostén de las chicas y soltarla de golpe. Era un tipo de casi suficiente pero siempre aprobaba porque su padre pertenecía a la junta de la escuela; y su capacidad intelectual no ha mejorado. Rennie se ha rodeado de tontos. Andrea Grinnell es una excepción, pero es una drogadicta. OxyContin.
– Problemas de espalda -añadió Barbie-. Me lo dijo Rose.
Las hojas habían caído de bastantes árboles y se veía Main Street. Estaba desierta, la mayoría de la gente debía de seguir en el Dipper's hablando sobre lo que acababan de ver, pero las aceras no tardarían en llenarse de personas asombradas e incrédulas de regreso a sus casas. Hombres y mujeres que no se atreverían a preguntarse unos a otros qué iba a suceder a continuación.
Julia lanzó un suspiro y se pasó las manos por el pelo.
– Jim Rennie cree que si es capaz de mantener el control sobre todo, la situación acabará solucionándose. Al menos para él y sus amigos. Es un político de la peor calaña, egoísta, demasiado egocéntrico para darse cuenta de que la realidad lo sobrepasa, y un cobarde que se esconde bajo ese falso candor del que le gusta hacer gala. Cuando la situación sea crítica enviará el pueblo al cuerno si cree que así puede salvar el pellejo. Un líder cobarde es el más peligroso de los hombres. Eres tú quien debería estar al frente de la situación.
– Agradezco tu confianza…
– Pero eso no va a suceder por mucho que el coronel Cox y el presidente de Estados Unidos así lo deseen. No va a suceder aunque se manifiesten cincuenta mil personas por la Quinta Avenida de Nueva York agitando pancartas con tu cara en ellas. Al menos mientras esa puta Cúpula siga estando sobre nuestras cabezas.
– Cuanto más te escucho, menos republicana me pareces -observó Barbie.
Ella le dio un puñetazo sorprendentemente fuerte en el bíceps.
– Esto no es una broma.
– No -admitió Barbie-. No lo es. Ha llegado el momento de convocar elecciones. Y te pido que te presentes al cargo de segundo concejal.
Ella le lanzó una mirada de lástima.
– ¿Crees que Jim Rennie va a permitir que se celebren elecciones mientras la Cúpula siga ahí? ¿En qué planeta vives, amigo mío?
– No subestimes la voluntad del pueblo, Julia.
– Y tú no subestimes a Jim Rennie, Lleva manejando el cotarro una eternidad y la gente ha acabado por aceptarlo. Además, posee un gran talento para encontrar chivos expiatorios. Alguien de fuera del pueblo sería perfecto en la actual situación. ¿Conoces a alguien así?
– Esperaba que me dieras alguna idea, no un análisis político.
Por un instante Barbie pensó que Julia iba a pegarle de nuevo. Pero tomó aire, lo soltó, y sonrió.
– Vas de discreto pero también tienes mala leche, ¿verdad?
La sirena del ayuntamiento empezó a emitir una serie de breves pitidos en el aire cálido y apacible de Chester's Mills.
– Alguien ha activado la alarma de incendios -dijo Julia-. Creo que ya sabemos dónde es.
Miraron hacia el oeste, donde el humo empezaba a teñir el azul del cielo. Barbie pensó que la mayoría debía de proceder del lado de la Cúpula de Tarker's Mills, pero que el calor habría provocado algún otro incendio pequeño en el lado de Chester también.
– ¿Quieres una idea? Vale, aquí tienes una. Voy a ir a buscar a Brenda, que seguro que está en casa o en el Dipper's con todo el mundo, y voy a proponerle que se ponga al mando de la operación de extinción del incendio.
– ¿Y si dice que no?
– Estoy bastante segura de que aceptará. Al menos en este lado de la Cúpula no sopla el viento, por lo que seguramente solo están ardiendo la maleza y la hierba. Llamará a algunos hombres para que se encarguen de ello, y sabrá quiénes son los adecuados. Serán los que habría elegido Howie.
– Ninguno de los nuevos agentes, supongo.
– Eso lo dejaré en sus manos, pero dudo que llame a Carter Thibodeau o a Melvin Searles. Tampoco a Freddy Denton. Lleva cinco años como policía, pero Brenda me dijo que Duke quería echarlo. Freddy se disfraza de Papá Noel todos los años en la escuela primaria y los niños lo adoran, sabe hacer muy bien el «jo, jo, jo». Pero también es una persona mezquina.
– Vas a ir a ver a Rennie de nuevo.
– Sí.
– La venganza podría ser una zorra.
– Puedo ser una zorra cuando es necesario. Brenda también, si la ponen de mala leche.
– Pues entonces manos a la obra. Y asegúrate de que le pide ayuda a Burpee. Cuando se trata de apagar un incendio, confío más en él que en lo que pueda quedar del viejo parque de bomberos. Tiene de todo en su tienda.
Julia asintió.
– Es una buena idea.
– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe?
– Tienes otras cosas que hacer. ¿Te dio Bren la llave de Duke del refugio antinuclear?
– Sí.
– Entonces el incendio podría ser la distracción que necesitabas. Ve a por el contador Geiger. -Julia echó a caminar hacia su Prius, pero entonces se detuvo y se volvió-. Encontrar el generador, suponiendo que exista, es seguramente la mejor posibilidad que tiene este pueblo de salvarse. Quizá la única. Y, Barbie…
– Dígame, señora -respondió él con una leve sonrisa que Julia no le devolvió.
– Hasta que no hayas oído el discurso de Big Jim Rennie, no lo subestimes. Si ha aguantado tantos años donde está, es por algún motivo.
– Se le da muy bien azuzar a las masas en plan demagógico, imagino.
– Sí. Y creo que esta vez va a ir a por ti.
Julia se metió en su coche y fue a ver a Brenda y a Romeo Burpee.
Aquellos que presenciaron el intento fallido de la Fuerza Aérea de atravesar la Cúpula salieron del Dipper's tal como Barbie había imaginado: lentamente, cabizbajos y sin apenas hablar. Muchos caminaban abrazados a otra persona; algunos lloraban. Había tres coches de policía aparcados frente al Dipper's, al otro lado de la carretera, y media docena de policías apoyados en ellos, preparados para los problemas. Pero no los hubo.
El coche verde del jefe de policía estaba aparcado un poco más adelante, frente a la tienda de Brownie (donde había un cartel en la ventana, escrito a mano, que decía CERRADO HASTA QUE LA «¡LIBERTAD!» NOS PERMITA RECIBIR SUMINISTROS FRESCOS). El Jefe Randolph y Jim Rennie estaban sentados dentro del coche, observando.
– Ahí está -dijo Big Jim con un dejo inconfundible de satisfacción-. Espero que estén contentos.
Randolph lo miró con curiosidad.
– ¿No querías que funcionara?
Big Jim hizo una mueca al sentir una punzada en el hombro dolorido.
– Claro que sí, pero estaba convencido de que fracasaría. Y ese tipo con nombre de niña y su nueva amiga Julia lograron exaltar a todo el mundo, hicieron que la gente albergara esperanzas, ¿no crees? Claro que sí. ¿Sabes que esa mujer nunca me ha apoyado como concejal en ese periodicucho que dirige? Ni una sola vez.
Señaló a los peatones que regresaban hacia el pueblo.
– Fíjate bien, amigo, eso que estás viendo es lo que provoca la incompetencia, las falsas esperanzas y el exceso de información. Ahora la gente está triste y decepcionada, pero cuando lo supere, se pondrá hecha una furia. Vamos a necesitar más policías.
– ¿Más? Ya tenemos dieciocho, contando a los que trabajan a tiempo parcial y a los ayudantes.
– No bastarán. Y debemos…
La sirena del pueblo inundó el aire con unos pitidos breves. Miraron hacia el oeste y vieron la columna de humo.
– Debemos darles las gracias de todo esto a Barbara y a Shumway -concluyó Big Jim.
– Quizá deberíamos ir a echar un vistazo al incendio.
– Es problema de Tarker's Mills. Y del gobierno del país, claro. Ellos provocaron el fuego con el puñetero misil; que se ocupen ellos del problema.
– Pero si el calor ha causado un incendio en este lado…
– Deja de quejarte como una vieja y llévame al pueblo. Tengo que encontrar a Junior. Tengo que hablar con él de unos asuntos.
Brenda Perkins y la reverenda Piper Libby se encontraban en el aparcamiento del Dipper's, junto al Subaru de Piper.
– Nunca creí que fuera a funcionar -dijo Brenda-, pero mentiría si dijera que no me siento un poco desilusionada.
– Yo también -admitió Piper-. Tremendamente. Me gustaría llevarte de vuelta al pueblo, pero tengo que ir a ver a un feligrés.
– Espero que no esté cerca de la Little Bitch Road -dijo Brenda. Señaló la columna de humo con el pulgar.
– No, queda en la otra punta. En Eastchester. Se trata de Jack Evans. Perdió a su mujer el día que apareció la Cúpula. Un accidente espantoso. Aunque todo esto es espantoso.
Brenda asintió.
– Lo vi en el campo de Dinsmore; llevaba una pancarta con una fotografía de su mujer. Pobre hombre.
Piper se acercó a la ventanilla abierta del conductor, donde estaba Clover sentado al volante y observando a la multitud que regresaba a sus casas. Piper hurgó en los bolsillos, le dio un caramelo y le dijo:
– Apártate, Clover, sabes que suspendiste el último examen de conducir. -Y le confesó a Brenda-: Además, no sabe aparcar en batería.
El pastor alemán se sentó en el asiento del acompañante. Piper abrió la puerta del coche y miró hacia el humo.
– Estoy segura de que los bosques de Tarker's Mills están ardiendo, pero eso no debe preocuparnos. -Lanzó una sonrisa amarga a Brenda-. La Cúpula nos protege.
– Buena suerte -dijo Brenda-. Dale mis condolencias a Jack. Y todo mi cariño.
– Lo haré -dijo Piper, y se fue.
Brenda salía caminando del aparcamiento con las manos en los bolsillos de sus vaqueros, preguntándose cómo iba a pasar el resto del día, cuando apareció Julia Shumway y se detuvo a su lado, para echarle una mano al respecto.
La explosión de los misiles contra la Cúpula no despertó a Sammy Bushey; fue el estruendo causado por la madera, seguido por los gritos de dolor de Little Walter, lo que la despertó.
Carter Thibodeau y sus amigos se habían llevado toda la droga de la nevera, pero no registraron la caravana, de modo que la caja de zapatos con el rudimentario dibujo de la calavera seguía en el armario. También se podía leer el siguiente mensaje, escrito con los garabatos torcidos de Phil Bushey: ¡ES MI MIERDA! ¡TÓCALA Y TE MATO!
Dentro no había hierba (Phil siempre había menospreciado la maría porque la consideraba una «droga de cóctel»), y a Sammy no le interesaba la bolsita de cristal. Estaba convencida de que los «ayudantes» habrían disfrutado fumándoselo, pero ella creía que el cristal era una droga demencial para gente demente, ¿quién, si no, podía ser capaz de inhalar un humo que contenía residuos de rascadores de cajas de cerillas marinados con acetona? Había otra bolsa más pequeña que contenía media docena de Dreamboats, y cuando la pandilla de Carter se fue, Sammy se tragó una de esas pastillas con cerveza caliente de la botella que tenía escondida bajo la cama en la que ahora dormía sola… salvo cuando se llevaba a Little Walter con ella, claro. O a Dodee.
Por un instante se le pasó por la cabeza la idea de tomarse todas las Dreamboats y poner fin a su asquerosa y desdichada vida de una vez por todas; y tal vez lo habría hecho de no ser por Little Walter. Si ella moría, ¿quién se ocuparía de él? Quizá incluso acababa muriendo de inanición en la cuna, lo cual era un pensamiento horrible.
De modo que desechó la posibilidad del suicidio, pero nunca en toda su vida se había sentido tan deprimida y triste y dolida. Y sucia. La habían degradado en otras ocasiones, bien lo sabía Dios, a veces Phil (a quien le gustaban los tríos mezclados con drogas antes de perder por completo el interés por el sexo), a veces otras personas, a veces ella misma; Sammy Bushey nunca había asimilado el concepto de que debía ser su propia mejor amiga.
Sin duda, había tenido sus rollos de una noche, y en una ocasión, en el instituto, cuando el equipo de baloncesto de los Wildcats ganó el campeonato de la clase D, se lo montó con cuatro jugadores titulares, uno tras otro, en la fiesta que se celebró después del partido (el quinto había perdido el conocimiento y estaba tirado en una esquina). Esa estúpida idea fue solo de ella. También había vendido lo que Carter, Mel y Frankie DeLesseps habían tomado por la fuerza. A menudo a Freeman Brown, propietario de la tienda de Brownie, donde hacía gran parte de sus compras porque Brownie le fiaba. Era viejo y no olía muy bien, pero era un cachondo, lo cual era una ventaja. Acababa rápido. Su límite acostumbraba a ser seis embestidas en el colchón del almacén, seguidas por un gruñido y un chorrito ridículo. No era el momento más destacado de la semana, pero le resultaba reconfortante saber que disponía de esa línea de crédito, sobre todo si llegaba sin blanca a final de mes y Little Walter necesitaba pañales.
Y Brownie nunca le había hecho daño.
Lo ocurrido la noche anterior era distinto. DeLesseps no se había pasado mucho, pero Carter le había hecho daño por arriba y la había hecho sangrar por abajo. Aunque lo peor llegó después, cuando Mel Searles se bajó los pantalones y dejó al descubierto una herramienta como las que había visto en las películas porno que ponía Phil antes de que su interés por el cristal superara a su interés por el sexo.
Searles le dio caña, y aunque Sammy intentó recordar lo que Dodee y ella habían hecho dos días antes, no sirvió de nada. Siguió tan seca como un día de agosto sin lluvia. Hasta que, claro está, el escozor provocado por Carter Thibodeau se convirtió en un desgarro. Entonces sí que hubo lubricación. Sammy sintió claramente aquel fluido cálido y pegajoso. También se le mojó la cara, de las lágrimas que le corrían por las mejillas y se deslizaban hasta el oído.
Durante la interminable acometida de Mel Searles, se le pasó por la cabeza que tal vez no saliera viva de todo aquello. Si la mataban, ¿qué le pasaría a Little Walter?
Mientras pensaba en todo eso, la voz estridente de urraca de Georgia Roux no paraba de gritar: «¡Tíratela, tírate a esa zorra! ¡Hazla chillar!».
Y Sammy chilló, vaya si lo hizo. Chilló mucho, y también lo hizo Little Walter desde su cuna, en la otra habitación.
Al final la amenazaron para que no se fuera de la boca y la dejaron sangrando en el sofá, herida pero viva. Sammy observó cómo los faros se deslizaron por el techo de la caravana y luego desaparecieron de camino al pueblo. Se quedó a solas con Little Walter. Tuvo que levantarse para cogerlo en brazos y caminar de un lado a otro. Solo se detuvo una vez para ponerse unas bragas (las de color rosa no; no volvería a ponérselas jamás) y para ponerse papel higiénico en la entrepierna. Tenía támpax, pero se estremecía solo de pensar en meterse algo ahí dentro.
Al cabo de un rato Little Walter apoyó la cabeza en su hombro y sintió que empezaba a babear, una clara señal de que se había quedado frito. Lo dejó en su cuna (rezando para que durmiera toda la noche de un tirón), y cogió la caja de zapatos que tenía en el armario. Las Dreamboat, una especie de sedante bastante fuerte, aunque no sabía exactamente de qué tipo, le calmaron el dolor de la entrepierna y luego la dejaron fuera de combate. Durmió durante doce horas.
Ahora eso.
Los gritos de Little Walter eran como un rayo de luz deslumbrante que atravesaba una densa niebla. Saltó de la cama y fue corriendo a su habitación. Sabía que la maldita cuna, que Phil había montado medio colocado, finalmente se había desmontado. Little Walter no habría parado de revolverse en ella la noche anterior, mientras los «ayudantes especiales» estaban ocupados con ella. Eso debió de descoyuntarla casi del todo, de modo que cuando el bebé empezó a moverse por la mañana…
Little Walter estaba en el suelo, entre los restos de la cuna. Iba gateando hacia ella, con un hilo de sangre que manaba de un corte en la frente.
– ¡Little Walter! -gritó Sammy, cogiéndolo en brazos.
Se volvió, tropezó con una tabla rota de la cuna, hincó una rodilla en el suelo, se levantó y fue corriendo al baño mientras el bebé no paraba de llorar. Abrió el agua y, por supuesto, no salió nada: no había electricidad para hacer funcionar la bomba del pozo. Cogió una toalla y le secó la cara, lo que le permitió ver el corte: no era profundo, pero sí largo e irregular. Le quedaría una buena cicatriz. Le apretó la toalla con toda la fuerza con la que se atrevió, intentando no hacer caso de los gritos de insoportable dolor de Little Walter. Notó que unas gotas de sangre del tamaño de una moneda de diez centavos le caían en los pies. Cuando miró hacia abajo, vio que las bragas azules que se había puesto después de que los «ayudantes especiales» se hubieran ido, estaban teñidas de un color púrpura sucio. Al principio creyó que era la sangre de Little Walter. Pero luego vio los regueros de sangre que le corrían por los muslos.
De algún modo logró que Little Walter se estuviera quieto durante el tiempo necesario para ponerle tres tiritas de Bob Esponja en el corte, una camiseta y el último peto limpio que le quedaba (en la pechera lucía un bordado que decía DIABLILLO DE MAMÁ). Sammy se vistió mientras Little Walter gateaba dando vueltas en círculo por el suelo del dormitorio. Su llanto desconsolado se había reducido a un gimoteo indolente. Samantha tiró las bragas manchadas de sangre a la basura y se puso unas limpias. Se puso un trapo de cocina en la entrepierna, y cogió otro para más tarde. Aún sangraba. No a raudales, pero era un flujo mucho mayor que el de sus peores reglas. Y no había parado en toda la noche. La cama estaba empapada.
Preparó la bolsa de Little Walter y lo cogió en brazos. Pesaba bastante y Sammy sintió una punzada de dolor Ahí Abajo: el mismo dolor de barriga que sientes cuando has comido algo en mal estado.
– Nos vamos al centro de salud -dijo-. Y tranquilo, Little Walter, el doctor Haskell nos curará a los dos. Además, a los chicos no les importan tanto las cicatrices. Piensa que algunas chicas las consideran atractivas. Conduciré tan rápido como pueda y llegaremos en un santiamén. -Abrió la puerta-. Todo irá bien.
Pero su Toyota, ese viejo montón de chatarra, no estaba bien. Los «ayudantes especiales» no habían tocado las ruedas traseras, pero habían pinchado las delanteras. Sammy se quedó mirando el coche durante un buen rato, mientras sentía que una desesperación cada vez más fuerte se apoderaba de ella. Se le pasó por la cabeza una idea fugaz pero clara: podía compartir las Dreamboats que quedaban con Little Walter. Podía deshacer las de su hijo y ponerlas en uno de sus biberones Playtex, que él llamaba «bibis». Podía mezclarlas con leche con cacao para que no notara el sabor. A Little Walter le encantaba la leche con cacao. Al pensar en eso se acordó del título de uno de los viejos discos de Phil: Nothing Matters and What If It Did? Nada importa ¿y qué si importa?
Sin embargo, desechó esa idea al instante.
– No soy de ese tipo de madres -le dijo a su hijo.
Little Walter la miró de un modo que le recordó a Phil pero en el buen sentido: la misma expresión que en la cara de su marido parecía de estupidez perpleja, resultaba adorablemente tontorrona en la de su hijo. Le dio un beso en la nariz y el bebé sonrió. Eso estuvo bien, era una sonrisa bonita, pero las tiritas de la frente se estaban tiñendo de rojo. Y eso ya no estaba tan bien.
– Pequeño cambio de planes -dijo Sammy, que entró de nuevo en casa.
Al principio no encontraba la mochila portabebés, pero luego la vio tras el sofá, que a partir de entonces siempre sería para ella el Sofá de la Violación. Logró meter a Little Walter en la mochila, pero al levantarlo notó un gran dolor. Le pareció que el trapo de cocina estaba empapado, lo cual no era un buen presagio, pero cuando se miró el pantalón de chándal que llevaba no vio ninguna mancha. Lo cual era una buena señal.
– ¿Listo para el paseo, Little Walter?
El bebé se limitó a apoyar la cabeza en el hombro de su madre. A veces su parquedad de palabras le preocupaba (tenía amigos cuyos bebés ya balbuceaban frases enteras a los dieciséis meses, y Little Walter apenas sabía nueve o diez palabras), pero no era el caso esa mañana. Esa mañana tenía otras cosas de las que preocuparse.
Era un día muy caluroso para ser la última semana de octubre; el cielo estaba teñido de un azul palidísimo y la luz parecía algo borrosa. Sintió cómo empezaba a correrle el sudor por la cara y el cuello casi al mismo tiempo; las punzadas de dolor de la entrepierna eran peores a cada paso que daba, y acababa de echar a andar. Pensó que tal vez debería regresar a casa a por una aspirina, pero ¿no se suponía que empeoraban las hemorragias? Además, no estaba segura de que tuviera.
También había algo más, algo que casi no se atrevía a admitir: sabía que si regresaba a la casa tal vez no tendría el valor de volver a salir.
Había un papel bajo el limpiaparabrisas izquierdo del Toyota. En la parte superior tenía impreso Una nota de parte de SAMMY, rodeado de margaritas. Lo habían arrancado de la libreta que tema en la cocina. Esa idea le causó una sensación de agotadora indignación. Bajo las margaritas habían garabateado: «Como se lo cuentes a alguien te pincharemos algo más que las ruedas». Y debajo, con otra letra: «La próxima vez te daremos la vuelta y jugaremos por el otro lado».
– Ni en sueños, hijo de puta -dijo ella con voz lánguida y cansada.
Arrugó la nota, la tiró junto a una rueda pinchada -pobre Corolla, parecía casi tan hecho polvo y triste como ella- y recorrió el camino hasta el buzón, donde se detuvo unos instantes. Sintió el metal caliente en contacto con la mano y los rayos de sol en la nuca. Apenas había un soplo de brisa. Se suponía que octubre era un mes fresco y vigorizante. Quizá es por todo ese rollo del calentamiento global, pensó. Fue la primera que tuvo esa idea pero no la última, y al final la palabra que acabó calando no fue «global» sino «local».
Motton Road se extendía ante ella desierta y sin encanto. A un kilómetro y medio a su izquierda empezaban las bonitas y nuevas casas de Eastchester, a las que regresaban al final del día los padres trabajadores y las madres trabajadoras de clase alta de Mills tras finalizar su jornada laboral en las tiendas, las oficinas y los bancos de Lewiston-Auburn. A la derecha se extendía el centro de Chester's Mills. Y también se encontraba el centro de salud.
– ¿Estás listo, Little Walter?
El bebé no respondió. Estaba roncando en el hombro de su madre y babeando sobre su camiseta de Donna the Buffalo. Sammy respiró hondo, intentó no hacer caso de las punzadas que sentía en el bajo vientre, agarró la mochila portabebés y echó a caminar en dirección al pueblo.
Al principio, cuando la sirena del ayuntamiento empezó a emitir los breves pitidos que anunciaban la propagación de un incendio, Sammy creyó que todo era fruto de su imaginación, lo cual era muy extraño. Entonces vio el humo, pero estaba lejos, hacia el oeste. Nada que pudiera afectarla a ella y a Little Walter… A menos que apareciera alguien que quisiera ir a echar un vistazo al incendio, claro. Si ocurría eso, era más que probable que la persona en cuestión fuera lo bastante amable como para acercarla al centro de salud, de camino al emocionante incendio.
Sammy se puso a cantar la canción de James McMurtry que tanto éxito había cosechado durante el verano, llegó hasta « We roll up the sidewalks at quarter of eight, it's a small town, can't sell you no beer», y luego se calló. Tenía la boca demasiado seca para cantar. Parpadeó y vio que estaba a punto de caerse en la cuneta del lado contrario a aquel por el que había empezado a caminar. Había cruzado la carretera, una forma excelente de que la atropellaran en lugar de que le echaran una mano.
Miró por encima del hombro con la esperanza de que apareciera algún coche. Pero no había ninguno. La carretera que llevaba a Eastchester estaba desierta; el asfalto no estaba tan caliente como para resplandecer.
Regresó al lado de la carretera que creía que era el suyo, tambaleándose, con piernas temblorosas. Marinero borracho, pensó. ¿Qué haces con un marinero borracho a estas horas de la mañana? Pero no era por la mañana, sino por la tarde. Había dormido demasiado, y cuando miró hacia abajo vio que la entrepierna de sus pantalones de chándal se había teñido de color púrpura, como las bragas que llevaba antes. No podré quitar la mancha, y solo tengo dos pares más que me vayan bien. Entonces recordó que uno de los otros tenía un agujero grande en el trasero y rompió a llorar. Sintió cómo las lágrimas frías corrían por sus mejillas calientes.
– No pasa nada, Little Walter -dijo-. El doctor Haskell nos curará a los dos. Todo va a ir bien. Como la seda. Como…
Entonces floreció una rosa negra ante sus ojos y sus últimas fuerzas abandonaron sus piernas. Sammy sintió que la dejaban, que salían de sus músculos como si fueran agua. Y cayó al suelo tras un último pensamiento: ¡Ponte de lado, de lado, no aplastes al bebé!
Lo logró. Se quedó tirada de costado en el arcén de Motton Road, inmóvil bajo un sol y una calima más propios del mes de julio. Little Walter se despertó y empezó a llorar. Intentó salir de la mochila pero no pudo; Sammy lo había sujetado con mucho cuidado y estaba inmovilizado. Lloró con más fuerza. Una mosca se posó en su cabeza, probó la deliciosa sangre que rezumaba entre las imágenes de dibujos animados de Bob Esponja y Patrick, y se fue volando. Posiblemente para informar de aquel banquete en el cuartel general de las moscas y pedir refuerzos.
Las cigarras chimaban en la hierba.
Sonó la sirena del pueblo.
Little Walter, atrapado con su madre inconsciente, lloró un rato más bajo el calor, luego calló y permaneció en silencio, mirando a su alrededor con apatía, mientras los goterones de sudor le corrían por el pelo.
Junto a la taquilla de madera del Globe Theater y bajo su marquesina combada (el Globe llevaba cinco años cerrado), Barbie tenía una buena visión del ayuntamiento y de la comisaría de policía. Su buen amigo Junior estaba sentado en los escalones de la comisaría masajeándose las sienes como si el estruendo rítmico de la sirena le diera dolor de cabeza.
Al Timmons salió del ayuntamiento y bajó corriendo a la calle. Llevaba su ropa gris de conserje, unos prismáticos colgados del cuello y una fumigadora manual vacía, a juzgar por la facilidad con la que la cargaba. Barbie dedujo que Al había hecho sonar la alarma de incendio.
Vete, Al, pensó Barbie. ¿A qué esperas?
Aparecieron media docena de vehículos. Los dos primeros eran rancheras, el tercero un camión. Los tres estaban pintados de un amarillo muy brillante, casi chillón. Las rancheras lucían pegatinas de la FERRETERÍA BURPEE en las puertas. En la caja del camión podía leerse el legendario eslogan VEN A BURPEES A TOMAR GRANIZADOS SLURPEES. Lo conducía el propio Romeo. Llevaba su típico peinado estilo Daddy Cool, con el pelo ensortijado a lo afro. Brenda Perkins iba de acompañante. En la parte posterior de la ranchera había palas, mangueras y una bomba nueva, que aún llevaba las pegatinas del fabricante.
Romeo se detuvo junto a Al Timmons.
– Monta detrás, socio -dijo, y Al obedeció.
Barbie se ocultó tanto como pudo en la sombra de la marquesina del teatro vacío. No quería que lo reclutaran para ayudar a extinguir el incendio de la Little Bitch; tenía cosas que hacer en el pueblo.
Junior no se había movido de los escalones de la comisaría, seguía frotándose las sienes y sosteniéndose la cabeza. Barbie esperó a que desaparecieran los camiones y cruzó la calle rápidamente. Junior no alzó la mirada, y al cabo de un instante ya quedaba oculto tras el edificio del ayuntamiento, cubierto de hiedras.
Barbie subió los escalones y se detuvo a leer el cartel del tablón de anuncios: REUNIÓN DEL PUEBLO EL JUEVES A LAS 19.00 SI LA CRISIS NO HA FINALIZADO. Pensó en las palabras de Julia «Hasta que no hayas oído el discurso de Big Jim Rennie, no lo subestimes». Tal vez tendría oportunidad de escucharlo el jueves por la tarde; no le cabía la menor duda de que Rennie haría todo lo que estuviera en su mano para no ceder el control de la situación.
«Y más poder», la voz de Julia resonó en su cabeza. «También querrá eso, claro. Por el bien del pueblo.»
El ayuntamiento se había construido con bloques de piedra ciento sesenta años antes, por lo que hacía una temperatura agradable en el vestíbulo, sumido en la penumbra. El generador estaba apagado y no había ninguna necesidad de encenderlo si no había nadie dentro.
Pero sí había alguien, en el vestíbulo principal. Barbie oyó voces, dos, de niño. Las altas puertas de roble estaban entreabiertas. Echó un vistazo al interior y vio a un hombre delgado y canoso sentado frente a la mesa de los concejales. Delante de él había una niña bonita de unos diez años. Los separaba un tablero de damas; el hombre, con la mejilla apoyada en una mano, estudiaba su próximo movimiento. Más allá, en el pasillo entre los bancos, una joven jugaba a saltar el potro con un niño de cuatro o cinco años. Los que estaban jugando a las damas permanecían concentrados; la mujer joven y el niño reían.
Barbie intentó apartarse, pero ya era demasiado tarde. La mujer alzó la cabeza.
– ¿Hola? ¿Hola? -Cogió al niño en brazos y se dirigió hacia él. El hombre y la niña también lo miraron. Al diablo con el sigilo.
La joven le tendió la mano con la que no sostenía al niño.
– Soy Carolyn Sturges. Ese caballero es mi amigo Thurston Marshall. Este pequeño es Aidan Appleton. Di hola, Aidan.
– Hola -dijo Aidan en voz baja, y se metió el pulgar en la boca. Miró a Barbie con unos ojos redondos y azules y con cierta curiosidad.
La niña se acercó corriendo a Carolyn Sturges. El hombre, con pinta de intelectualoide, la siguió con más calma. Parecía cansado y abatido.
– Soy Alice Rachel Appleton -dijo la niña-. Soy la hermana mayor de Aidan. Quítate el pulgar de la boca, Aide.
Pero el niño no le hizo caso.
– Me alegro de conoceros a todos -dijo Barbie, que no les dio su nombre. De hecho, en ese instante deseaba llevar puesto un bigote postizo. Aunque quizá no estaba todo perdido. Estaba casi seguro de que esas cuatro personas no eran del pueblo.
– ¿Trabaja usted en el ayuntamiento? -preguntó Thurston Marshall-. Si es así, quiero presentar una queja.
– Solo soy el conserje -respondió Barbie, que acto seguido recordó que probablemente habían visto salir a Al Timmons. Es más, incluso debían de haber hablado con él-. El otro conserje. Deben de haber visto a Al.
– Quiero a mi madre -dijo Aidan Appleton-. La echo mucho de menos.
– Lo hemos conocido -concedió Carolyn Sturges-. Nos ha dicho que el gobierno ha disparado unos misiles contra lo que nos tiene aislados pero que han rebotado y han causado un incendio.
– Es cierto -dijo Barbie, y antes de que pudiera añadir algo más, Marshall metió baza de nuevo.
– Quiero presentar una queja. De hecho, quiero presentar una denuncia. Me ha agredido un supuesto agente de policía. Me ha dado un puñetazo en el estómago. Me extirparon la vesícula biliar hace unos años y podría tener alguna herida interna. Además, también ha insultado a Carolyn. Se ha dirigido a ella en unos términos que la degradan sexualmente.
Carolyn le puso una mano en el brazo.
– Antes de presentar una denuncia, Thurse, quiero que recuerdes que teníamos M-A-R-Í-A -dijo Carolyn, deletreando la palabra.
– ¡María! -exclamó Alice-. Nuestra madre fuma marihuana a veces porque le alivia el dolor de la R-E-G-L-A.
– Oh -dijo Carolyn-. Vale. -Esbozó una sonrisa.
Marshall se irguió por completo.
– La posesión de marihuana es una falta. ¡Lo que me hicieron a mí es un delito de agresión! ¡Y me hicieron mucho daño!
Carolyn le lanzó una mirada preñada de afecto y exasperación. De pronto Barbie entendió la relación que mantenían esos dos. La atractiva joven, que se encontraba en la primavera de su vida, había conocido al intelectual, que ya había entrado en el otoño, y ahora estaban atrapados, eran unos refugiados en la versión de Nueva Inglaterra de A puerta cerrada.
– Thurse… No creo que colara como falta. -Miró a Barbie, como excusándose-. Teníamos bastante. Y se la llevaron.
– Quizá se fumen las pruebas -dijo Barbie.
Carolyn se rió. A su novio canoso no le hizo tanta gracia y frunció sus espesas cejas.
– Aun así, pienso presentar una queja.
– Yo esperaría -le recomendó Barbie-. Ahora mismo la situación aquí… bueno, digamos que un puñetazo en el estómago no se considerará un asunto muy importante mientras sigamos atrapados bajo la Cúpula.
– Pues yo lo considero algo muy importante, estimado amigo conserje.
Ahora la mujer parecía haber adoptado una actitud más exasperada que afectuosa.
– Thurse…
– Lo bueno de todo esto es que nadie armará escándalo por un poco de maría -dijo Barbie-. Lo comido por lo servido, como dice el refrán. ¿De dónde han salido los niños?
– Los policías que fueron a buscarnos a la cabaña de Thurston nos vieron en el restaurante -dijo Carolyn-. La propietaria nos dijo que tenían cerrado hasta la hora de la cena, pero se apiadó de nosotros cuando le dijimos que éramos de Massachusetts. Nos sirvió unos bocadillos y café.
– Nos dio un bocadillo de mantequilla de cacahuete y mermelada, y café -la corrigió Thurston-. No había elección, ni tan siquiera nos ofreció un bocadillo de atún. Le dije que la mantequilla de cacahuete se me pega a la dentadura, pero me contestó que había racionamiento. ¿No le parece que es la cosa más absurda que ha oído jamás?
A Barbie le parecía absurdo, pero como la idea había sido suya, no respondió.
– Cuando vi entrar a los policías, creía que iba a haber más problemas -dijo Carolyn-, pero parece que Aide y Alice los ablandaron.
Thurston gruñó:
– Pero no tanto como para disculparse. ¿O es que me perdí esa parte?
Carolyn lanzó un suspiro y se volvió hacia Barbie.
– Nos dijeron que tal vez la reverenda de la iglesia congregacional podría encontrarnos una casa vacía donde alojarnos hasta que acabara esto. Supongo que vamos a ser padres de acogida, al menos durante un tiempo.
La mujer acarició el pelo a Aide. Thurston Marshall no parecía muy entusiasmado con la posibilidad de convertirse en padre de acogida, pero rodeó a la niña con un brazo, un gesto que a Barbie le gustó.
– Uno de los policías era Juuuunior -dijo Alice-. Es simpático. Y guapo. Frankie no es tan atractivo, pero también fue simpático. Nos dio una barrita de Milky Way. Mamá dice que no debemos aceptar dulces de desconocidos pero… -Se encogió de hombros para expresar que las cosas habían cambiado, un hecho que Carolyn y ella parecían entender de forma más clara que Thurston.
– Pues antes no fueron muy simpáticos -dijo el hombre-. No fueron simpáticos cuando me pegaron un puñetazo en el estómago, Caro.
– No hay mal que por bien no venga -añadió Alice con tono filosófico-. Es lo que dice mi madre.
Carolyn se rió. Barbie hizo lo propio, y al cabo de un momento también los acompañó Marshall, aunque se llevó las manos al estómago y le lanzó una mirada de reproche a su joven novia.
– Fui hasta la iglesia y llamé a la puerta -dijo Carolyn-. Como no respondía nadie, entré, la puerta no estaba cerrada con llave, pero la iglesia estaba vacía. ¿Tiene idea de cuándo regresará el reverendo?
Barbie negó con la cabeza.
– Yo que ustedes cogería el tablero e iría hasta la casa parroquial, está a la vuelta de la esquina. Pregunten por una mujer llamada Piper Libby.
– Cherchez la femme -dijo Thurston.
Barbie se encogió de hombros y asintió.
– Es una buena persona, y Dios sabe que hay varias casas vacías en Mills. Casi podrán escoger. Y probablemente encontrarán provisiones en la despensa elijan la casa que elijan.
Aquello le hizo pensar de nuevo en el refugio antinuclear.
Alice, mientras tanto, había cogido las damas, que se guardó en los bolsillos, y el tablero.
– El señor Marshall me ha ganado todas las partidas -le dijo a Barbie-. Dice que es una actitud condescendiente dejar ganar a los niños solo porque son niños. Pero estoy mejorando, ¿verdad, señor Marshall?
La niña le sonrió y Thurston Marshall le devolvió la sonrisa. Barbie pensó que ese cuarteto tan insólito se las apañaría bien.
– Sí, los niños tenéis todo el derecho del mundo a pasároslo bien, querida Alice. Pero no es necesario que os lo sirvamos todo en bandeja.
– Quiero a mamá -dijo Aidan, enfurruñado.
– Ojalá hubiera algún modo de ponernos en contacto con ella -dijo Carolyn-. Alice, ¿estás segura de que no recuerdas su dirección de correo electrónico? -Y le comentó a Barbie-: Su madre se dejó el teléfono móvil en la cabaña, de modo que no podemos llamarla.
– Sé que empezaba con «mujer» no sé qué -dijo Alice-. Y que es de Hotmail. Es lo único que recuerdo. Mamá siempre dice que antes tenía otra que empezaba con «solteraymaciza», pero que papá la obligó a cambiarla.
Carolyn miró a su novio mayor.
– ¿Nos ponemos en marcha?
– Sí. Vamos a la casa parroquial y esperemos que la mujer vuelva pronto de la obra de caridad que haya requerido de su atención.
– Es probable que su casa tampoco esté cerrada con llave -dijo Barbie-. Si lo está, busque bajo el felpudo.
– Jamás me habría atrevido -replicó el hombre.
– Yo sí -exclamó Carolyn, y se rió. Sus carcajadas hicieron sonreír al niño.
– ¡Atrevido! -gritó Alice Appleton, que corrió por el pasillo central con los brazos estirados y agitando el tablero de las damas-. Atrevido, atrevido, venga, chicos, ¡atrevámonos!
Thurston lanzó un suspiro.
– Si rompes el tablero nunca me ganarás.
– ¡Sí que te ganaré porque tengo derecho a pasármelo bien! -exclamó la pequeña-. ¡Además, podríamos pegarlo con cinta adhesiva! ¡Vamos!
Aidan se revolvió impaciente en los brazos de Carolyn, que lo dejó en el suelo para que persiguiera a su hermana. La joven le tendió la mano.
– Gracias, señor…
– De nada -respondió Barbie, que le estrechó la mano. Entonces se volvió hacia Thurston, que le dio un apretón de manos flojo, típico de los hombres que conceden mucha más importancia al cultivo de la mente que al del cuerpo.
La pareja echó a caminar detrás de los niños. Al llegar a la puerta, Thurston Marshall se volvió. Un rayo de sol difuso que entraba por un ventanal alto le iluminó la cara y pareció mucho mayor de lo que era. Como si tuviera ochenta años.
– He sido el editor del último número de Ploughshares -dijo con una voz que temblaba de indignación y pena-. Es una revista literaria muy buena, una de las mejores del país. No tenían derecho a darme un puñetazo en el estómago ni a reírse de mí.
– No -admitió Barbie-. Por supuesto que no. Cuiden bien de esos niños.
– Lo haremos -dijo Carolyn, que agarró el brazo de su novio y lo apretó-. Venga, Thurse.
Barbie esperó hasta que oyó cerrarse la puerta exterior, y entonces buscó la escalera que conducía a la sala de plenos del ayuntamiento y a la cocina. Julia le había dicho que el refugio antinuclear se encontraba ahí abajo.
Lo primero que a Piper se le pasó por la cabeza fue que alguien había dejado una bolsa de basura en el arcén de la carretera. Entonces se acercó un poco más y vio que era un cuerpo.
Detuvo el coche y bajó tan rápido que se le dobló una rodilla y se hizo un rasguño. Cuando se levantó, vio que no había un cuerpo sino dos: una mujer y un bebé. El niño, por lo menos, estaba vivo, agitaba los brazos sin energía.
Corrió hacia ellos y puso a la mujer boca arriba. Era joven, su rostro le resultaba vagamente familiar, pero no formaba parte de su congregación. Tenía varios moratones en la mejilla y en la frente. Piper soltó al niño de la mochila, y cuando lo cogió y le acarició el pelo sudado, empezó a llorar desconsoladamente.
La mujer abrió los ojos de repente al oír el llanto. Piper vio que tenía los pantalones manchados de sangre.
– El bebé -gimió la mujer, pero Piper no le entendió.
– ¿Quieres beber? Tranquila, hay agua en el coche. No te muevas. Tengo a tu hijo, está bien. -En realidad no sabía si eso era cierto-. Yo me cuidaré de él.
– El bebé -repitió la mujer de los pantalones ensangrentados, y cerró los ojos.
Piper regresó corriendo al coche. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía las palpitaciones en las órbitas de los ojos. La lengua le sabía a cobre. Que Dios me ayude, pensó, y como no se le ocurrió nada más, lo dijo de nuevo: Dios, oh, Dios, ayúdame a ayudar a esa mujer.
El Subaru tenía aire acondicionado pero no lo había utilizado a pesar del calor que hacía; casi nunca lo encendía. Creía que no era muy ecológico. Pero en ese momento decidió ponerlo en marcha, a toda potencia. Dejó al bebé en el asiento posterior, subió las ventanillas, cerró las puertas, y se dirigió de nuevo hacia la mujer que yacía en el polvo, pero un pensamiento horrible la hizo frenarse en seco: ¿y si el bebé lograba subirse al asiento, apretaba un botón y cerraba las puertas?
Dios, qué estúpida soy. La peor reverenda del mundo cuando estalla una crisis de verdad. Ayúdame a no ser tan estúpida.
Regresó corriendo junto al coche, abrió la puerta del conductor de nuevo, miró por encima del asiento, y vio que el bebé seguía tumbado donde lo había dejado, aunque ahora se estaba chupando el pulgar. La miró fugazmente y luego fijó la mirada en el techo, como si hubiera visto algo interesante. Tenía la camiseta empapada de sudor. Piper giró la llave electrónica hacia delante y hacia atrás hasta que logró quitarla del llavero. Entonces regresó junto a la mujer, que estaba intentando sentarse.
– No -le dijo Piper, que se arrodilló junto a ella y le puso un brazo sobre los hombros-. Creo que no deberías…
– El bebé -gimió la mujer.
¡Mierda! ¡He olvidado el agua! Dios, ¿por qué has permitido que me olvide del agua?
Ahora la mujer hacía esfuerzos por ponerse en pie. A Piper no le gustó la idea, contradecía todo lo que sabía sobre primeros auxilios, pero ¿qué otra opción tenía? La carretera estaba desierta y no podía dejarla con aquel sol abrasador, que no haría sino empeorar con el paso de las horas. De modo que en lugar de obligarla a sentarse, la ayudó a levantarse.
– Despacito -le dijo mientras la sujetaba por la cintura y la ayudaba a dar unos pasos tambaleantes-. Poco a poco, no hay prisa. En el coche estarás fresquita. Y hay de beber.
– ¡El bebé! -La mujer se balanceó, recobró el equilibrio e intentó caminar más rápido.
– Quieres beber -dijo Piper-. Vale. Entonces voy a llevarte al hospital.
– Centro… Salud.
Piper no le entendió y negó con la cabeza.
– Ni hablar, no vas a acabar en un ataúd, vas al hospital. Tu hijo y tú.
– El bebé -susurró la mujer, que se tambaleó. Tenía la cabeza gacha, la cara tapada por el pelo, mientras Piper abría la puerta del acompañante y la ayudaba a subir.
Piper cogió la botella de Poland Spring del salpicadero y quitó el tapón. La mujer se la arrancó antes de que Piper pudiera ofrecérsela, y bebió con tanta avidez que el agua le mojó el cuello, la barbilla y la camiseta.
– ¿Cómo te llamas? -preguntó la reverenda.
– Sammy Bushey. -Y entonces, mientras sentía un calambre en el estómago a causa del agua, apareció de nuevo la rosa negra frente a los ojos de Sammy. La botella cayó sobre la alfombrilla, el agua se derramó, y ella perdió el conocimiento.
Piper se dirigió hacia el hospital a toda velocidad gracias a que Motton Road estaba desierta, pero cuando llegó al Cathy Russell descubrió que el doctor Haskell había muerto el día antes y que el auxiliar médico, Everett, no estaba allí.
El célebre y experto médico Dougie Twitchel se encargó de examinar y hacer el ingreso de Sammy.
Mientras Ginny intentaba detener la hemorragia vaginal de Sammy Bushey, y Twitch suministraba líquidos por vía intravenosa a Little Walter, que estaba muy deshidratado, Rusty Everett estaba sentado tranquilamente en un banco de la plaza del pueblo, al lado del ayuntamiento. El banco se encontraba bajo las largas ramas de una alta pícea azul, por lo que el auxiliar médico creía que la sombra lo hacía invisible. Siempre que no se moviera demasiado, claro está.
Había varias cosas interesantes que observar.
Su plan inicial consistía en ir directamente al almacén que había detrás del ayuntamiento (Twitch lo había llamado «cabaña», pero el largo edificio de madera, que también albergaba los cuatro quitanieves del pueblo, era algo más que eso) para comprobar las reservas de propano, pero entonces apareció uno de los coches de policía, conducido por Frankie DeLesseps. Junior Rennie bajó del asiento del conductor. Ambos hablaron un instante, y luego DeLesseps se fue.
Junior subió los escalones de la comisaría, pero en lugar de entrar, se sentó ahí mismo y se frotó las sienes como si tuviera dolor de cabeza. Rusty decidió esperar. No quería que lo vieran comprobando las reservas energéticas del pueblo, y menos el hijo del segundo concejal.
Poco después Junior se sacó el teléfono móvil del bolsillo, lo abrió, escuchó, dijo algo, escuchó un poco más, dijo unas palabras y lo cerró de nuevo. Volvió a frotarse las sienes. El doctor Haskell había comentado algo sobre ese muchacho. ¿Migrañas y jaquecas, había dicho? Sin duda parecía que tenía migraña. No solo porque se frotaba las sienes, sino por cómo agachaba la cabeza.
Intenta que no le moleste el resplandor, pensó Rusty. Debe de haber olvidado el Imitrex o el Zomig en casa. Suponiendo que Haskell se los hubiera recetado.
Rusty se disponía a levantarse con la intención de enfilar Commonwealth Lane y dirigirse a la parte de atrás del ayuntamiento -estaba claro que Junior no se encontraba en actitud muy observadora-, cuando vio a otra persona y decidió sentarse de nuevo. Dale Barbara, el pinche que al parecer había sido ascendido al rango de coronel (por el propio presidente, según afirmaban algunos), estaba bajo la marquesina del Globe, más oculto en las sombras que el propio Rusty. Y Barbara también parecía estar observando a Junior Rennie.
Interesante.
A juzgar por su actitud, Barbara había llegado a la misma conclusión que Rusty: Junior no estaba observando sino esperando. Seguramente a alguien que debía ir a recogerlo. Barbara cruzó la calle y, cuando quedó fuera del ángulo de visión de Junior gracias al ayuntamiento, se detuvo para echar un vistazo al tablón de anuncios que había en el exterior. Luego entró.
Rusty decidió permanecer sentado un rato más. Se estaba bien bajo el árbol, y sentía curiosidad por saber a quién estaba esperando Junior. La gente aún estaba regresando del Dipper's (algunos se habrían quedado mucho más si hubiera corrido el alcohol). La mayoría, como el muchacho que estaba sentado en la escalera, caminaban con la cabeza gacha. Pero no por dolor, conjeturó Rusty, sino a causa del desánimo. O quizá eran lo mismo. Era una cuestión sobre la que debía reflexionar.
Entonces llegó un vehículo negro, de líneas rectas y derrochador de gasolina, que Rusty conocía de sobra: el Hummer de Big Jim Rennie. Tocó el claxon con impaciencia para que las tres personas que caminaban por la calle se hicieran a un lado, las apartó como si fueran ovejas.
El Hummer se detuvo frente a la comisaría. Junior alzó la mirada pero no se levantó. Se abrieron las puertas del vehículo. Andy Sanders bajó del asiento del conductor, y Rennie del lado del acompañante. ¿Big Jim permitiendo que Sanders condujera su amada perla negra? Sentado en el banco, Rusty enarcó las cejas. Nunca había visto a nadie, aparte de a Big Jim, al volante de aquel monstruo. Tal vez ha decidido ascender a Andy de botones a chófer, pensó, pero cuando vio subir a Rennie los escalones hasta donde se encontraba su hijo, cambió de opinión.
Al igual que a la mayoría de los médicos veteranos, a Rusty se le daba bastante bien hacer diagnósticos a cierta distancia. Obviamente nunca habría recetado un tratamiento basándose tan solo en eso, pero simplemente por el modo de andar era capaz de decirte a quién le habían implantado una prótesis de cadera seis meses antes y quién sufría hemorroides; podía identificar un caso de tortícolis por el modo en que una mujer giraba todo el cuerpo en lugar de volver solo la cabeza para mirar hacia atrás; podía identificar a un niño que había cogido piojos en un campamento de verano por cómo se rascaba la cabeza. Big Jim apoyaba el brazo en su gran barriga mientras subía los escalones; era el típico lenguaje corporal de un hombre que había sufrido hacía poco un tirón en el hombro, en la parte superior del brazo, o en ambas. De modo que no resultaba tan sorprendente que hubiera delegado en Sanders la tarea de conducir la bestia.
Los tres hombres hablaron. Junior no se levantó, sino que fue Sanders quien se sentó a su lado, hurgó en el bolsillo y sacó un objeto que brilló en la luz de la tarde, enturbiada por la calima. Rusty tenía buena vista, pero estaba como mínimo a cincuenta metros, demasiado lejos para distinguir el objeto en cuestión. Tenía que ser de cristal o metálico; era lo único que tenía claro. Junior se lo guardó en el bolsillo y los tres hombres hablaron un poco más. Rennie señaló el Hummer -lo hizo con el brazo bueno- y Junior negó con la cabeza. Entonces fue Sanders quien señaló el vehículo. Junior volvió a hacer un gesto de negación, agachó la cabeza y se frotó las sienes. Los dos hombres se miraron, y Sanders estiró el cuello porque seguía sentado en los escalones. Y a la sombra de Big Jim, una imagen que a Rusty le pareció muy apropiada. Big Jim se encogió de hombros y extendió las manos en un «qué se le va a hacer». Sanders se puso en pie y los dos hombres entraron en la comisaría, aunque Big Jim se detuvo junto a su hijo para darle una palmada en el hombro. Junior no reaccionó. Se quedó sentado donde estaba, como si tuviera intención de quedarse ahí eternamente. Sanders asumió el papel de portero, cedió el paso a Big Jim y lo siguió.
Los dos concejales acababan de abandonar la escena cuando un cuarteto salió del ayuntamiento: un caballero maduro, una mujer joven, una niña y un niño. La niña cogía de la mano al pequeño y llevaba un tablero de ajedrez. El niño parecía casi tan desconsolado como Junior, pensó Rusty… y, ¡vaya!, también se frotaba las sienes con la mano libre. Los cuatro cruzaron Comm Lane y pasaron por delante del banco de Rusty.
– Hola -dijo la niña con alegría-. Me llamo Alice y él es Aidan.
– Vamos a vivir en la casa pasional -dijo el niño en tono adusto. No había dejado de frotarse la sien y parecía muy pálido.
– Será emocionante -dijo Rusty-. A veces me gustaría vivir en una casa pasional.
El hombre y la mujer alcanzaron a los niños. Iban cogidos de la mano. Padre e hija, dedujo Rusty.
– De hecho, solo queremos hablar con la reverenda Libby -dijo la joven-. Por casualidad, ¿no sabrá si ya ha regresado?
– No tengo ni idea -respondió Rusty.
– Bueno, nos acercaremos hasta allí y esperaremos. En la casa pasional. -Lanzó una sonrisa al hombre mayor al pronunciar esas palabras. Rusty pensó que tal vez no eran padre e hija, después de todo-. Es lo que el conserje nos dijo que hiciéramos.
– ¿Al Timmons? -Rusty había visto a Al subir a la parte posterior de la camioneta de los Almacenes Burpee.
– No, el otro -dijo el hombre mayor-. Nos ha dicho que quizá la reverenda podría ayudarnos con el alojamiento.
Rusty asintió.
– ¿Se llamaba Dale?
– Creo que no nos ha dicho cómo se llamaba -respondió la mujer.
– ¡Vamos! -El niño soltó la mano de su hermana y se agarró a la de la joven-. Quiero jugar al otro juego que dijiste. -Pero parecía más cansado que ansioso por jugar. Tal vez se encontraba en un leve estado de shock. O padecía algún tipo de enfermedad. En tal caso, Rusty esperaba que solo fuera un resfriado. Lo último que necesitaba Mills en ese instante era una epidemia de gripe.
– Han perdido a su madre, temporalmente -dijo la joven en voz baja-. Por eso estamos cuidando de ellos.
– Es un detalle por su parte -aseguró Rusty, en serio-. Hijo, ¿te duele la cabeza?
– No.
– ¿La garganta?
– No -respondió Aidan. Miraba a Rusty muy serio-. ¿Sabes? Si no celebramos Halloween este año no me importa.
– ¡Aidan Appleton! -exclamó Alice, que parecía muy sorprendida.
Rusty dio un respingo en el banco; no pudo evitarlo. Entonces sonrió.
– Ah, ¿no? ¿Y por qué?
– Porque siempre salimos a por caramelos con mamá, y mamá ha ido a por istros.
– Quiere decir suministros -lo corrigió la hermana en tono indulgente.
– Ha ido a por chuches -dijo Aidan. Parecía un pequeño anciano, un pequeño anciano preocupado-. Me daía medo saír la noche de Halloween sin mamá.
– Venga, Caro -terció el hombre mayor-. Deberíamos…
Rusty se levantó del banco.
– ¿Le importa que hable con usted un instante, señora? Aquí mismo.
Caro parecía desconcertada y cautelosa, pero se acercó al árbol con Rusty.
– ¿El niño ha sufrido algún tipo de ataque? -preguntó Rusty-. Eso incluye dejar de hacer de repente lo que estaba haciendo… ya sabe, simplemente quedarse quieto un rato… o con la mirada fija… chasqueando los labios…
– En absoluto -respondió el hombre mayor, que se unió a ellos dos.
– No -admitió Caro, que parecía asustada.
El hombre se dio cuenta y miró a Rusty con el ceño fruncido.
– ¿Es usted médico?
– Auxiliar médico. Creía que quizá…
– Bueno, le agradecemos su preocupación, señor…
– Eric Everett. Pueden llamarme Rusty.
– Le agradecemos su preocupación, señor Everett, pero creo que está injustificada. Tenga en cuenta que estos niños no tienen a su madre…
– Y que han pasado dos noches solos, sin mucho que comer -añadió Caro-. Estaban intentando llegar al pueblo cuando esos dos… agentes -arrugó la nariz como si la palabra oliera mal- los encontraron.
Rusty asintió.
– Entonces supongo que eso lo explicaría. Aunque la niña parece encontrarse mejor.
– Cada niño reacciona de un modo distinto. Es mejor que nos vayamos. Se están alejando demasiado, Thurse.
Alice y Aidan estaban correteando por el parque, dando patadas al colorido manto de hojas que lo cubría. La niña agitaba el tablero de ajedrez y gritaba «¡La casa pasional! ¡La casa pasional!». Aidan intentaba seguirle el ritmo y también gritaba.
El niño se ha despistado un momento y ya está, pensó Rusty. Lo demás ha sido pura coincidencia. Ni siquiera eso; ¿qué niño estadounidense no se pasa la segunda quincena de octubre pensando en Halloween? Una cosa estaba clara: si alguien les preguntaba algo a alguno de los cuatro más tarde, recordarían a la perfección dónde y cuándo habían visto a Eric «Rusty» Everett. Al diablo con la discreción.
El hombre de pelo canoso alzó la voz.
– ¡Niños! ¡Parad!
La joven pensó en lo que había dicho Rusty y le tendió la mano.
– Gracias por su preocupación, señor Everett. Rusty.
– Seguramente he exagerado un poco. Deformación profesional.
– Estás perdonado. Ha sido el fin de semana más loco de la historia del mundo. Se lo podemos atribuir a eso.
– Desde luego. Si me necesitáis, id al hospital o al centro de salud. -Señaló en dirección al Cathy Russell, que aparecería entre los árboles cuando cayeran el resto de las hojas. Si caían.
– O a este banco -añadió ella, sin dejar de sonreír.
– O a este banco, claro. -Le devolvió la sonrisa.
– ¡Caro! -Thurse estaba impaciente-. ¡Vamos!
Le dijo adiós a Rusty con la mano -un movimiento fugaz de los dedos- y corrió tras los demás. Corría con agilidad y con garbo. Rusty se preguntó si Thurse sabía que las chicas que corren con agilidad y con garbo casi siempre huyen de sus amantes maduros tarde o temprano. Tal vez sí. Tal vez ya le había ocurrido en otras ocasiones.
Rusty vio cómo cruzaban la plaza del pueblo y se dirigían hacia el chapitel de la iglesia congregacional. Al final los árboles acabaron engulléndolos. Cuando volvió la mirada hacia la comisaría, Junior Rennie ya no estaba.
Rusty permaneció sentado donde estaba durante un rato, tamborileando con los dedos sobre los muslos. Entonces tomó una decisión y se levantó. Buscar en el almacén del pueblo los depósitos de propano que habían desaparecido del hospital era algo que podía esperar. Sentía mayor curiosidad por saber qué estaba haciendo el único oficial del ejército de Chester's Mills en el ayuntamiento.
Lo que Barbie estaba haciendo mientras Rusty cruzaba Comm Lane para dirigirse al ayuntamiento era silbar de admiración. El refugio antinuclear era tan largo como el vagón restaurante de un tren, y los estantes estaban llenos de alimentos enlatados. La mayoría tenían una pinta rara: montones de sardinas, hileras de salmón y varias cajas de algo llamado Almejas Fritas Snow que Barbie esperaba no tener que probar nunca. Había cajas de comestibles no perecederos, incluidos muchos botes grandes de plástico en los que se podía leer ARROZ, TRIGO, LECHE EN POLVO y AZÚCAR. Había varias pilas de botellas con la etiqueta AGUA POTABLE. Contó diez cajas grandes de EXCEDENTES DE GALLETAS SALADAS DEL GOBIERNO DE EE.UU. Había dos más con la etiqueta EXCEDENTES DE BARRAS DE CHOCOLATE DEL GOBIERNO DE EE.UU. En la pared, sobre las cajas, había un cartel amarillo que decía CON 700 CALORÍAS AL DÍA, NO TENDRÁS HAMBRE EN LA VIDA.
– Y un cuerno -murmuró Barbie.
Había una puerta en el otro extremo. La abrió y halló una oscuridad estigia. Palpó la pared y encontró un interruptor. Otra sala, no tan grande pero aun así de un tamaño considerable. Parecía vieja y en desuso -no estaba sucia, al menos Al Timmons debía de saber de su existencia, ya que alguien había quitado el polvo de los estantes y había barrido el suelo-, pero estaba abandonada, sin duda. Había agua almacenada en botellas de cristal, y no había visto ninguna de esas desde una breve estancia en Arabia Saudí.
En la segunda habitación había una docena de camas plegables, además de sábanas azules y colchones guardados en unas fundas de plástico transparente, aún sin estrenar. Había más suministros, incluidas media docena de cajas de cartón con la etiqueta HIGIENE PERSONAL, y otra docena de cajas en las que se leía MASCARILLAS DE AIRE. Había también un pequeño generador auxiliar que podía proporcionar un mínimo suministro de energía. Estaba activado; debía de haberse puesto en marcha cuando encendió las luces. A cada lado del generador había un estante. En uno había una radio que podría haber sido nueva cuando la canción de C. W. McCall «Convoy» era todo un éxito. En el otro estante había dos hornillos y una caja metálica pintada de un amarillo muy fuerte. El logotipo del costado pertenecía a la época en la que CD no significaba «disco compacto». Era lo que había ido a averiguar.
Barbie la cogió y casi se le cayó al suelo; pesaba mucho. En la parte frontal había un indicador en el que ponía CÓMPUTO POR SEGUNDO. Cuando se encendía el instrumento y apuntaba con el sensor hacia algo, la aguja podía quedarse en verde, moverse hasta el amarillo del centro… o llegar al rojo. Lo cual, supuso Barbie, no podía ser bueno.
Lo encendió. La pequeña bombilla no se iluminó y la aguja permaneció inmóvil junto al 0.
– La batería se ha descargado -dijo alguien por detrás.
Barbie casi dio un bote. Se giró y vio a un hombre corpulento y alto, con el pelo rubio, en la puerta que separaba ambas habitaciones.
Por un instante fue incapaz de recordar su nombre, aunque el tipo iba al restaurante casi todos los domingos por la mañana, a veces con su mujer, pero siempre con sus dos hijas. Entonces se acordó.
– Rusty Evers, ¿verdad?
– Casi, Everett. -El recién llegado le tendió la mano. Barbie fue hacia él con cierta cautela y se la estrechó-. Te he visto entrar.
Y seguramente eso -dijo señalando con la cabeza el contador Geiger- no sea mala idea. Si lo tienen aquí, por algo será.
– Me alegro de que estés de acuerdo. Casi me da un infarto cuando has llegado. Aunque, bueno, supongo que estaría en buenas manos. Eres médico, ¿no?
– AM -dijo Rusty-. Eso significa…
– Sé lo que significa. Auxiliar médico.
– Muy bien, has ganado la batería de cocina. -Rusty señaló el contador Geiger-. Ese trasto debe de funcionar con una pila seca de seis voltios. Estoy casi seguro de que he visto alguna en Burpee's. Aunque no tan seguro de que esté abierto en este momento. Así que… ¿investigamos un poco más?
– ¿Qué quieres investigar?
– La cabaña de suministros que hay en la parte de atrás.
– Y tenemos que hacer eso porque…
– Eso depende de lo que encontremos. Si es lo que ha desaparecido del hospital, tú y yo podríamos intercambiar cierta información.
– ¿Y no quieres contarme lo que ha desaparecido?
– Propano, tío.
Barbie meditó un rato la respuesta.
– Qué demonios. Vamos a echar un vistazo.
Junior se encontraba al pie de la escalera desvencijada que había en un lateral del Drugstore de Sanders preguntándose si sería capaz de subirlas teniendo en cuenta lo mucho que le dolía la cabeza. Quizá. Probablemente. Aunque también pensó que cuando llegara a la mitad podía estallarle la cabeza como un petardo en Nochevieja. La mancha había vuelto a aparecer frente a sus ojos, palpitando al ritmo de los latidos del corazón, pero ya no era blanca. Se había teñido de un rojo brillante.
Estaré bien en la oscuridad, pensó. En la despensa, con mis amigas.
Si todo salía bien, podría regresar allí. En ese momento, la despensa de la casa de los McCain, en Prestile Street, era el lugar en el que más le apetecía estar de toda la tierra. Coggins, por supuesto, también estaba allí, pero ¿y qué? Siempre podía apartar al capullo del predicador a un lado. Además, el reverendo debía permanecer escondido, al menos de momento. Junior no tenía ningún interés en proteger a su padre (no le sorprendió ni le afligió lo que había hecho su viejo; siempre había sabido que Big Jim Rennie escondía a un asesino en potencia), pero tenía interés en darle su merecido a Dale Barbara.
Si lo hacemos bien, podemos lograr mucho más aparte de quitarlo de en medio, había dicho Big Jim esa mañana. Podemos utilizarlo para unir al pueblo en esta crisis. Y esa puñetera periodista… También tengo un plan para ella. Puso una mano caliente sobre el hombro de su hijo, en un gesto muy melodramático. Somos un equipo.
Tal vez no para siempre, pero de momento ambos trabajaban codo con codo. E iban a darle su merecido a Baaarbie. A Junior incluso se le ocurrió que Barbie era el responsable de sus dolores de cabeza. Si había estado en el extranjero, se rumoreaba que en Iraq, tal vez había vuelto con algún recuerdo raro de Oriente Próximo. Un veneno, quizá. Junior había comido en el Sweetbriar Rose en muchas ocasiones. Barbara podía haberle echado unas gotitas de algo en la comida. O en el café. Y aunque Barbie no se encargara de la parrilla, podía haber convencido a Rose para hacerlo. Ese cabrón la tenía encandilada.
Junior subió la escalera lentamente, deteniéndose cada cuatro pasos. No le explotó la cabeza, y cuando llegó arriba, hurgó en el bolsillo para coger la llave del apartamento que Andy Sanders le había dado. Le costó encontrarla y creyó que quizá la había perdido, pero al final sus dedos dieron con ella; estaba escondida bajo unas monedas.
Echó un vistazo alrededor. Unas cuantas personas volvían aún del Dipper's, pero nadie se fijó en él, que se encontraba en el rellano frente al apartamento de Barbie. La llave giró en la cerradura y entró.
No encendió la luz, aunque era probable que el generador de Sanders abasteciera también el apartamento. En la penumbra, el punto rojo palpitante era menos visible. Miró alrededor con curiosidad. Había libros: estantes y estantes de libros. ¿Acaso Baaarbie había pensado dejarlos allí cuando se largó del pueblo? ¿O le había pedido a alguien, probablemente a Petra Searles, que trabajaba con él abajo, que se los enviara a algún lugar? En tal caso, seguro que también le había pedido que le enviara la alfombra de la sala de estar, una reliquia que parecía de un jinete de camellos y que Barbie debía de haber comprado en el bazar local cuando no había sospechosos a los que torturar ni niños de los que abusar.
En realidad, no había dispuesto que le enviaran sus cosas, decidió Junior. No había sido necesario porque nunca había tenido la más mínima intención de irse. Cuando se le ocurrió esa idea, Junior se preguntó por qué no se había dado cuenta antes. A Baaarbie le gustaba el pueblo; nunca se iría por voluntad propia. Era más feliz allí que un gusano en un vómito de perro.
Encuentra algo que lo incrimine, le había ordenado Big Jim. Algo que solo pueda ser suyo. ¿Me entiendes?
¿Acaso crees que soy estúpido, papá?, pensaba Junior ahora. Si tan estúpido soy, ¿por qué fui yo quien te salvó la vida anoche?
Sin embargo, cuando a su padre se le cruzaban los cables, enseguida se ponía a repartir leña, eso era innegable. Nunca le había dado una bofetada ni una azotaina cuando era pequeño, algo que Junior siempre había atribuido a la influencia positiva de su difunta madre. Y sospechaba que ahora tampoco lo hacía porque, en el fondo de su corazón, sabía que si empezaba quizá no podría parar.
– De tal palo, tal astilla -dijo Junior, y se rió. Le dolía la cabeza, pero aun así se rió. ¿Cuál era ese viejo refrán que decía que la risa era la mejor medicina?
Entró en el dormitorio de Barbie, vio que la cama estaba hecha, y por un instante pensó que sería maravilloso bajarse los pantalones y dejarle una cagada en medio de la cama. Sí, y luego podría limpiarse el culo con la funda de la almohada. ¿Qué te parecería eso, Baaarbie?
Sin embargo, fue hacia el tocador. Había tres o cuatro pares de vaqueros en el cajón de arriba y dos pares de pantalones cortos caqui. Bajo estos había un teléfono móvil y por un instante pensó que eso era lo que necesitaba. Pero no. Era un móvil barato de tarjeta, de esos que son casi de usar y tirar. Barbie podía decir que no era suyo.
Había media docena de calzoncillos y cuatro o cinco pares de calcetines blancos de deporte en el segundo cajón. El tercero estaba vacío.
Miró debajo de la cama, y al agacharse sintió un martilleo en la cabeza; no había sido buena idea. Tampoco encontró nada ahí debajo, ni siquiera pelusas de polvo. Baaarbie era un obseso de la limpieza. Junior pensó en tomarse el Imitrex que llevaba en el bolsillo del reloj, pero no lo hizo. Ya se había tomado dos y no le habían hecho ningún efecto, salvo el regusto metálico. Sabía qué medicina necesitaba: la despensa oscura de Prestile Street. Y la compañía de sus amigas.
Mientras tanto, estaba ahí. Y allí tenía que haber algo.
– Algo -susurró-. Tengo que encontrar algo.
Mientras volvía hacia la sala de estar, se limpió una lágrima del ojo izquierdo, que no dejaba de palpitar (no se dio cuenta de que estaba teñida de sangre), y de repente se le ocurrió una idea y se detuvo. Regresó al tocador y abrió de nuevo el cajón de los calcetines y la ropa interior. Los calcetines estaban doblados con forma de bola. Cuando estaba en el instituto, Junior había escondido alguna vez un poco de hierba o unas cuantas anfetas en los calcetines; en una ocasión escondió un tanga de Adriette Nedeau. Los calcetines eran un buen escondite. Los fue sacando todos, de uno en uno, palpándolos.
Al coger el tercero dio con un filón, algo que parecía una lámina de metal. No, había dos. Desenrolló los calcetines y sacudió el que más pesaba sobre el tocador.
Cayeron las placas de identificación del ejército de Dale Barbara. Y a pesar de su atroz dolor de cabeza, Junior sonrió.
Ya eres nuestro, Baaarbie, pensó. Ya eres nuestro, gilipollas.
En el lado de Tarker's Mills de la Little Bitch Road, los incendios provocados por los misiles Fasthawk aún ardían con toda su fuerza, pero estarían extinguidos al anochecer; los parques de bomberos de cuatro pueblos, ayudados por un destacamento mixto formado por personal del ejército y marines, estaban trabajando en ello, controlando la situación. Lo habrían extinguido antes, creía Brenda Perkins, si los bomberos no hubieran tenido que hacer frente también a fuertes ráfagas de viento. En el lado de Chester's Mills no tenían ese problema. Reinaba la calma. Más tarde quizá se convirtiera en un infierno. Era imposible saberlo.
Brenda no pensaba permitir que esa cuestión la preocupara esa tarde; se sentía bien. Si alguien le hubiera preguntado esa misma mañana cuándo creía que volvería a sentirse bien, Brenda habría respondido: «Quizá el año que viene. Quizá nunca». Y era lo bastante inteligente para saber que esa sensación no duraría mucho. Los noventa minutos de ejercicio habían tenido mucho que ver; el ejercicio liberaba endorfinas, daba igual que se hubiera dedicado a correr o a apagar incendios con una pala. Pero aquella sensación no solo era cosa de las endorfinas. Estaba al frente de una tarea que era importante y que podía realizar.
Varios voluntarios habían acudido al humo. Catorce hombres y tres mujeres se congregaban a ambos lados de la Little Bitch. Algunos aún sostenían las palas y las esteras de goma que habían utilizado para apagar las llamas, y otros se habían desprendido de las fumigadoras y se habían sentado en el arcén sin asfaltar de la carretera. Al Timmons, Johnny Carver y Nell Toomey estaban enrollando las mangueras y guardándolas en una de las camionetas de Burpee. Tommy Anderson, del Dipper's, y Lissa Jamieson, una mujer new age pero fuerte como un caballo, transportaban la bomba que habían utilizado para extraer agua del arroyo de la Little Bitch Road a uno de los otros camiones. Brenda oyó risas y se dio cuenta de que no era la única que disfrutaba del subidón de adrenalina.
Los arbustos a ambos lados de la carretera habían quedado tiznados y las ascuas aún no se habían apagado por completo. También habían ardido varios árboles, pero eso era todo. La Cúpula había bloqueado el viento y los había ayudado de otra forma, ya que había actuado a modo de presa con el arroyo y había convertido la zona en una especie de pantano. El incendio que ardía al otro lado era algo distinto. Los hombres que intentaban extinguirlo eran como espectros relucientes vistos a través del calor y el hollín acumulado en la Cúpula.
Romeo Burpee se acercó a Brenda. Sostenía una escoba empapada en una mano y una estera de goma en la otra. En la parte de abajo de la estera aún se veía la etiqueta del precio. Aunque estaba algo chamuscada aún podía leerse: ¡EN BURPEE'S TODOS LOS DÍAS HAY REBAJAS! La dejó caer y le tendió una mano sucia.
Brenda se quedó sorprendida, pero la aceptó y se la estrechó con fuerza.
– ¿A qué se debe, Rommie?
– A que has hecho un gran trabajo -respondió él.
Brenda se rió, avergonzada pero contenta.
– Cualquiera podría haberlo hecho, dadas las condiciones. Era un incendio pequeño y la tierra está tan mojada que seguramente se habría apagado por sí solo al atardecer.
– Quizá -dijo él, y luego señaló un claro entre los árboles atravesado por una pared de piedra en ruinas-. O quizá habría llegado hasta esa hierba alta de ahí, luego a los árboles del otro lado y luego vete a saber. Podría haber ardido durante una semana o un mes. Sobre todo porque no contamos con un maldito parque de bomberos. -Volvió la cabeza hacia un lado y escupió-. Incluso aunque no sople viento, un incendio puede arder durante mucho tiempo siempre que tenga combustible. En el sur ha habido incendios en minas que han ardido durante veinte y treinta años. Lo leí en el National Geographic. Y bajo tierra no hay viento. Además, ¿cómo sabemos que de repente no va a soplar una ráfaga? No sabemos una mierda sobre lo que puede hacer o no esta cosa.
Ambos miraron hacia la Cúpula. El hollín y las cenizas la habían hecho visible hasta una altura de unos treinta metros. También les dificultaba la visión de lo que sucedía en el lado de Tarker´s Mills, y eso a Brenda no le gustaba. No quería pensar detenidamente en ello porque podía poner fin a las buenas sensaciones que le habían quedado tras una tarde de trabajo intenso, pero no, no le gustaba. Le hacía pensar en la extraña y borrosa puesta de sol de la noche anterior.
– Dale Barbara tiene que llamar a su amigo de Washington -dijo Brenda- y decirle que, cuando hayan apagado el incendio de su lado, limpien lo que ha ensuciado la Cúpula, sea lo que sea. No podemos hacerlo desde nuestro lado.
– Buena idea -dijo Romeo, que, sin embargo, tenía otra cosa en mente-. ¿No ves algo extraño en tu equipo? Porque yo sí.
Brenda se quedó sorprendida.
– No son mi equipo.
– Claro que sí -respondió él-. Tú eras la que daba órdenes, eso los convierte en tu equipo. ¿Ves a algún policía?
Brenda echó un vistazo.
– Ni uno -dijo Romeo-. No está Randolph, ni Henry Morrison, ni Freddy Denton o Rupe Libby, ni Georgie Frederick… Tampoco está ninguno de los nuevos. Esos críos.
– Deben de estar ocupados con… -Dejó la frase a medias.
Romeo asintió.
– Sí, claro. ¿Ocupados con qué? Tú no lo sabes y yo tampoco. Pero sea lo que sea lo que tengan entre manos, no creo que me guste. O que merezca su atención ahora mismo. Va a haber una reunión del pueblo el jueves por la noche, y como esto aún siga así, creo que debería haber cambios. -Hizo una pausa-. Quizá me meto donde no me llaman, pero creo que deberías presentarte al cargo de jefa de policía y bomberos.
Brenda lo pensó un instante, pensó en la carpeta que había encontrado con el nombre de VADER, y negó lentamente con la cabeza.
– Es demasiado pronto para tomar una decisión como esa.
– ¿Y si te presentas solo a jefa de bomberos? ¿Qué te parece? -le preguntó con un fuerte acento de Lewiston.
Brenda miró hacia las ascuas de los arbustos y a los árboles calcinados. Era una escena fea, sin duda, como la fotografía de una batalla de la Primera Guerra Mundial, pero ya no era peligroso. La gente que había acudido se había encargado de ello. El equipo. Su equipo.
Sonrió.
– Eso podría planteármelo.
La primera vez que Ginny Tomlinson apareció por el pasillo del hospital, lo hizo corriendo, en respuesta a un pitido fuerte que no presagiaba nada bueno, y Piper no pudo hablar con ella. Ni siquiera lo intentó. Había pasado suficiente tiempo en la sala de espera como para hacerse una idea de la situación: tres personas, dos enfermeros y una voluntaria adolescente llamada Gina Buffalino, a cargo de todo el hospital. Se las apañaban, pero a duras penas. Cuando Ginny regresó, caminaba lentamente. Con los hombros hundidos. Llevaba un historial médico en una mano.
– ¿Ginny? -preguntó Piper-. ¿Estás bien?
Creyó que Ginny le respondería con brusquedad, pero le ofreció una sonrisa cansada en lugar de un gruñido. Y se sentó junto a ella.
– Estoy bien. Solo es el cansancio. -Hizo una pausa-. Y que Ed Carty acaba de morir.
Piper le cogió la mano.
– Lo siento mucho.
Ginny le apretó los dedos.
– Tranquila. ¿Sabes esas cosas que dicen las mujeres sobre el momento de dar a luz? ¿Cosas como esta ha tenido un parto fácil, esta ha tenido un parto muy largo?
Piper asintió.
– Pues la muerte es igual. El señor Carty ha estado de parto durante mucho tiempo, pero ahora ya se acabó.
A Piper le pareció una idea hermosa. Podría usarla en algún sermón… Aunque supuso que la gente no querría oír un sermón sobre la muerte ese domingo. No si la Cúpula seguía allí.
Se quedaron sentadas un rato, mientras Piper intentaba hallar la mejor forma de preguntarle lo que tenía que preguntarle. Al final, no fue necesario.
– La han violado -dijo Ginny-. Seguramente más de una vez. Me daba miedo que Twitch tuviera que poner a prueba sus dotes de sutura, pero al final conseguí controlar la hemorragia con una compresa vaginal. -Hizo una pausa-. No pude contener las lágrimas. Por suerte la chica estaba ida y no se dio cuenta.
– ¿Y el bebé?
– El pequeño de dieciocho meses está bien, pero nos dio un susto. Tuvo un pequeño ataque. Seguramente se debió a la exposición al sol. Además de la deshidratación… el hambre… ya que también tiene una herida. -Ginny se tocó la frente.
Twitch bajó al vestíbulo y se sentó junto a ellas. No había rastro de su buen humor habitual.
– ¿Los hombres que la violaron también hirieron al bebé? -preguntó Piper sin perder la calma, aunque en su cabeza se abrió una pequeña fisura roja.
– ¿A Little Walter? Creo que lo único que le pasó fue que se cayó -respondió Twitch-. Sammy ha dicho algo sobre una cuna que se desmontó. No sé, no era muy coherente, pero estoy casi seguro de que fue un accidente. Por lo menos la parte que concierne al bebé.
Piper lo miró desconcertada.
– Eso es lo que me decía. Yo creía que quería beber.
– Estoy convencida de que tenía sed -terció Ginny-. Aunque tal vez también quería advertirte sobre el estado en que se encontraba Little Walter. Así es como se llama, Little es el primer nombre y Walter el segundo. Se lo pusieron por un músico de blues que tocaba la armónica, creo. Phil y ella… -Ginny hizo un gesto como si estuviera fumando un porro y tragándose el humo.
– Eh, Phil era mucho más que un fumeta -intervino Twitch-. En lo que se refería a las drogas, Phil Bushey podía hacer frente a diversas tareas.
– ¿Está muerto? -preguntó Piper.
Twitch se encogió de hombros.
– No lo he visto desde primavera. Si se ha muerto, hasta nunca.
Piper le lanzó una mirada de reproche.
Twitch agachó un poco la cabeza.
– Lo siento, reverenda. -Se volvió hacia Ginny-. ¿Hay noticias de Rusty?
– Necesitaba un descanso, así que le dije que se fuera. Pero seguro que volverá dentro de poco.
Piper estaba sentada entre ambos y mantenía una apariencia exterior de calma. Sin embargo, en su interior, la fisura roja se hacía más grande. Sentía un regusto amargo en la boca. Recordó una noche en la que su padre le prohibió ir a patinar al centro comercial porque se había pasado de lista con su madre (de adolescente, Piper Libby creía tener respuestas para todo). Subió a su habitación, llamó a la amiga con la que había quedado y le dijo, con voz pausada y tranquila, que le había surgido algo y que no podía quedar con ella. ¿El próximo fin de semana? Claro, ajá, seguro, que te lo pases bien, no, estoy bien, adiós. Entonces destrozó su habitación. Acabó arrancando de la pared el póster de Oasis que tanto le gustaba y lo hizo pedazos. Por entonces lloraba desconsoladamente, no de pena, sino llevada por uno de esos ataques de cólera que, desde que había entrado en la adolescencia, arrasaban con ella como un huracán de fuerza cinco. Su padre subió en algún momento de la fiesta y se quedó en la puerta, mirándola. Cuando Piper lo vio, le aguantó la mirada en actitud desafiante, jadeando, pensando en lo mucho que lo odiaba. En lo mucho que los odiaba a ambos. Si se morían, podría ir a vivir con su tía Ruth de Nueva York. Ella sí que sabía pasárselo bien. No como otras personas. Su padre extendió los brazos hacia ella, con las manos abiertas. Fue un gesto humilde, que aplacó su ira y casi le destrozó el corazón.
«Si no controlas la ira, la ira te controlará a ti», le dijo, y luego se fue. Bajó por la escalera con la cabeza gacha. Piper no cerró la puerta de un portazo. Sino que lo hizo suavemente.
Ese año fue cuando convirtió en su principal prioridad el objetivo de dominar su mal temperamento. Si lograba acabar con él, sería como si acabara con una parte de sí misma, pero sabía que si no hacía una serie de cambios radicales en su vida, una parte importante de ella seguiría teniendo quince años durante mucho, mucho tiempo. Empezó a esforzarse para imponerse un férreo autocontrol, y la mayoría de las veces lo lograba. Cuando tenía la sensación de que iba a perder los estribos, recordaba lo que le había dicho su padre, y su gesto de las manos abiertas, y su lento andar por el pasillo del piso de arriba de la casa en la que había crecido. Nueve años después pronunció unas palabras en su funeral y dijo: «Mi padre me dijo lo más importante que he oído en mi vida». No dijo a qué se refería, pero su madre lo sabía; estaba sentada en la primera fila de la iglesia en la que oficiaba su hija.
Durante los últimos veinte años, cuando sentía la necesidad de liarse a gritos con alguien, y a menudo la necesidad era casi incontrolable porque la gente podía ser muy idiota, rematadamente estúpida, recordaba las palabras de su padre: «Si no controlas la ira, la ira te controlará a ti».
Pero ahora la fisura roja se estaba haciendo más grande y sentía la vieja necesidad de ponerse a lanzar cosas. De rascarse la piel hasta que empezara a sangrar.
– ¿Le has preguntado quién se lo ha hecho?
– Sí, por supuesto -respondió Ginny-. No quiere decirlo. Está asustada.
Piper recordó que al principio creyó que la madre y el bebé que estaban tirados en la cuneta eran una bolsa de basura. Y eso claro está, era lo que pensaban de Sammy quienes le habían hecho aquello. Se puso en pie.
– Voy a hablar con ella.
– Tal vez no sea una buena idea ahora mismo -le advirtió Ginny-. Le hemos dado un sedante y…
– Deja que lo intente -terció Twitch. Estaba pálido. Tenía las manos entrelazadas entre las rodillas. Le crujieron los nudillos varias veces-. Que tenga suerte, reverenda.
Sammy tenía los ojos entrecerrados. Los abrió lentamente cuando Piper se sentó junto a su cama.
– Usted… ha sido quien…
– Sí -dijo Piper y le cogió la mano-. Me llamo Piper Libby.
– Gracias -dijo Sammy, que cerró lentamente los ojos.
– Agradécemelo diciéndome quién te violó.
En la penumbra de la habitación -hacía calor, el aire acondicionado del hospital estaba apagado-, Sammy negó con la cabeza.
– Me dijeron que me harían daño. Si lo decía. -Miró a Piper, parecía la mirada de una ternera preñada de muda resignación-. También podrían hacerle daño a Little Walter.
Piper asintió.
– Entiendo que tengas miedo -dijo-. Pero dime quiénes fueron, dame sus nombres.
– ¿Es que no me ha oído? -apartó la mirada de Piper-. Me dijeron que me harían…
Piper no tenía tiempo para eso; la chica podía perder el conocimiento en cualquier momento. La agarró de la muñeca.
– Quiero esos nombres, y me los vas a decir.
– No me atrevo. -Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Vas a hacerlo porque, si no te hubiera encontrado, ahora podrías estar muerta. -Hizo una pausa y clavó el puñal hasta el fondo. Quizá más tarde se arrepentiría, pero en ese momento no. La chica de la cama era un obstáculo que se interponía entre ella y lo que tenía que saber-. Por no hablar de tu bebé. Él también podría estar muerto. Os he salvado la vida, a ti y a él, y quiero esos nombres.
– No. -Pero la chica empezaba a ceder, y una parte de la reverenda Piper Libby estaba disfrutando de la situación. Más tarde se daría asco a sí misma; más tarde pensaría: No eres tan distinta de esos chicos, tú también la estás obligando a hacer algo. Pero en ese instante, oh, sí, sentía placer, el mismo placer que la embargó al arrancar su preciado póster de la pared y romperlo en mil pedazos.
Me gusta porque es algo amargo, pensó. Y porque es algo que llevo en el corazón.
Se inclinó sobre la chica, que estaba llorando.
– Límpiate la cera de las orejas, Sammy, porque tienes que escuchar esto. Lo que han hecho una vez volverán a hacerlo. Y cuando eso suceda, cuando aparezca por aquí otra mujer con el coño ensangrentado y probablemente embarazada con el hijo de un violador, iré a buscarte y te diré…
– ¡No! ¡Basta!
– «Tú participaste en ello. Tú estuviste allí, jaleándolos.»
– ¡No! -gritó Sammy-. ¡Yo no, fue Georgia! ¡Era Georgia quien los jaleaba!
Piper sintió una gélida punzada de asco. Una mujer. Una mujer había estado ahí. La fisura roja de su cabeza se hizo más grande. Pronto empezaría a escupir lava.
– Dime sus nombres -le ordenó.
Y Sammy lo hizo.
Jackie Wettington y Linda Everett habían aparcado frente al Food City, que cerraba a las cinco en lugar de las ocho. Randolph las había enviado allí porque pensaba que adelantar la hora de cierre podría causar problemas. Una idea absurda, ya que el supermercado estaba casi vacío. Apenas había una docena de coches en el aparcamiento, y los pocos clientes que quedaban se movían aturdidos, como si compartieran la misma pesadilla. Las dos agentes solo vieron a un cajero, un adolescente llamado Bruce Yardley. El muchacho tenía que manejarse con dinero en efectivo y hacer recibos a mano en lugar de pasar tarjetas de crédito. La carnicería estaba casi vacía, pero aún quedaba mucho pollo y los estantes de las conservas y los alimentos no perecederos estaban bien surtidos.
Estaban esperando a que saliera el último cliente cuando sonó el teléfono móvil de Linda. Echó un vistazo a la pantalla para ver quién la llamaba y sintió una punzada de miedo en el estómago. Era Marta Edmunds, que cuidaba de Janelle y Judy cuando ella y Rusty trabajaban, tal como había sucedido de forma casi ininterrumpida desde que apareció la Cúpula. Apretó el botón de respuesta.
– ¿Marta? -dijo, rezando para que no pasara nada, que solo la llamara para preguntarle si podía llevar a las niñas a la plaza del pueblo o algo por el estilo-. ¿Va todo bien?
– Bueno… sí. O sea, supongo. -Linda odió el dejo de preocupación que notó en la voz de Marta-. Pero… ¿sabes eso de los ataques?
– Oh, Dios, ¿ha tenido uno?
– Creo que sí -contestó Marta, que se apresuró a seguir con la explicación-: Ahora están bien, en la habitación, pintando.
– ¿Qué ha pasado? ¡Cuéntamelo!
– Estaban en los columpios, mientras yo arreglaba las flores, preparándolas para el invierno…
– ¡Marta, por favor! -exclamó Linda, y Jackie le puso una mano en el brazo.
– Lo siento. Audi empezó a ladrar, por lo que me di la vuelta. Le pregunté, «Cariño, ¿estás bien?». Y ella no respondió, bajó del columpio y se sentó debajo, ya sabes, donde está ese círculo que han dejado los pies. No se cayó ni nada por el estilo, tan solo se sentó. Se quedó mirando al frente, chasqueando los labios, lo que me dijiste que tenía que vigilar. Fui corriendo hasta ella… la sacudí un poco… y me dijo… déjame pensar…
Ya estamos, pensó Linda. Que pare Halloween, tienes que parar Halloween.
Pero no. Era algo completamente distinto.
– Dijo: «Las estrellas rosadas están cayendo. Las estrellas rosadas están cayendo en líneas». Y luego añadió: «Está muy oscuro y todo huele mal». Entonces se despertó y ahora va todo bien.
– Gracias a Dios -dijo Linda, que pensó en su hija de cinco años-. ¿Está bien Judy? ¿Se ha alterado?
Hubo un largo silencio, luego Marta dijo:
– Oh.
– ¿Oh? ¿Qué significa «oh»?
– Que ha sido Judy, Linda. No Janelle. Esta vez ha sido Judy.
«Quiero jugar al otro juego que dijiste», le pidió Aidan a Carolyn Sturges cuando se detuvieron en la plaza del pueblo para hablar con Rusty. El otro juego que Carolyn tenía en mente era el «Un, dos, tres, pajarito inglés», aunque apenas recordaba las reglas, lo cual no era ninguna sorpresa ya que no había jugado a él desde que tenía seis o siete años.
Sin embargo, cuando se apoyó en el árbol del amplio jardín de la casa «pasional», se acordó de las reglas. Y, de forma inesperada, también las recordó Thurston, que no solo parecía dispuesto a jugar, sino también ansioso por hacerlo.
– Recordad -les dijo Thurston a los niños (no parecían haber disfrutado nunca de ese juego)-, Carolyn tiene que decir «Un, dos, tres, pajarito inglés» y puede hacerlo tan rápido como quiera. Si os ve moviéndoos cuando se dé la vuelta, tenéis que volver al principio.
– No me verá -dijo Alice.
– A mí tampoco -afirmó Aidan, categórico.
– Eso ya lo veremos -dijo Carolyn, que se puso de cara al árbol-: Un, dos, tres… ¡PAJARITO INGLÉS!
Se volvió. Alice estaba quieta, con una gran sonrisa y una pierna estirada en un paso de gigante. Thurston, que también sonreía, tenía las manos abiertas en una pose al estilo de El fantasma de la ópera. Vio que Aidan se movió un poquito, pero ni se le pasó por la cabeza la idea de obligarlo a empezar. Parecía feliz, y no quería echarlo todo a perder.
– Muy bien -dijo Carolyn-. Sois muy buenas estatuas. Empieza la segunda ronda. -Se volvió hacia el árbol y contó de nuevo, embargada por el antiguo y delicioso miedo infantil de saber que había gente detrás de ella que se estaba moviendo-. ¡Undostrés pajaritoinglés!
Se volvió. Alice ya solo estaba a unos veinte pasos. Aidan se encontraba a unos diez pasos de su hermana, temblaba, se apoyaba solo en un pie. Podía ver claramente la costra que tenía en la rodilla. Thurse estaba detrás del niño, con una mano en el pecho, como un orador, sonriendo. Alice sería la primera en llegar hasta ella, y eso estaba bien; en la siguiente partida le tocaría contar a Alice y su hermano sería entonces el ganador. Thurse y Carolyn se encargarían de ello.
Se volvió de nuevo hacia el árbol.
– Undostrés…
Entonces Alice gritó.
Carolyn se volvió y vio a Aidan Appleton tirado en el suelo. Al principio creyó que seguía jugando. Tenía una rodilla, la de la costra, levantada, como si intentara correr con la espalda pegada al suelo. Miraba fijamente hacia el cielo. Los labios, fruncidos, formaban una pequeña O. Una mancha oscura se extendía por sus pantalones. Carolyn corrió hacia él.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Alice. Carolyn vio que las emociones del terrible fin de semana crisparon la cara de la niña-. ¿Está bien?
– ¿Aidan? -preguntó Thurse-. ¿Estás bien, muchacho?
Aidan siguió temblando; parecía como si estuviera chupando una pajita invisible. Bajó la pierna doblada… Y dio una patada. Empezó a mover los hombros.
– Tiene un ataque -dijo Carolyn-. Seguramente se debe a las emociones tan fuertes que ha padecido. Creo que se recuperará si le damos unos…
– Las estrellas rosadas están cayendo -dijo Aidan-. Dejan unas líneas tras ellas. Es bonito. Da miedo. Todo el mundo está mirando. Ningún regalo, solo sustos. Cuesta respirar. Se hace llamar Chef. Es culpa suya. Es él.
Carolyn y Thurston se miraron. Alice estaba arrodillada junto a su hermano, cogiéndolo de la mano.
– Estrellas rosadas -dijo Aidan-. Caen, caen, ca…
– ¡Despierta! -le gritó Alice a la cara-. ¡Deja de asustarnos!
Thurston Marshall le tocó el hombro.
– Cielo, no creo que eso sirva de nada.
Alice no le hizo caso.
– Despierta, despierta… ¡ESTÚPIDO!
Y Aidan se despertó. Miró a su hermana, que tenía la cara empapada en lágrimas, confundido. Entonces miró a Carolyn y sonrió. Fue la sonrisa más puñeteramente dulce que había visto en toda su vida.
– ¿He ganado? -preguntó.
Al parecer nadie se había ocupado del mantenimiento del generador de la cabaña de suministros del ayuntamiento (alguien había puesto un recipiente de estaño bajo el aparato para recoger el aceite que perdía), y Rusty supuso que desde el punto de vista energético era tan eficiente como el Hummer de Big Jim Rennie. Sin embargo, estaba más interesado en el depósito plateado que había al lado.
Barbie echó un vistazo al generador, hizo una mueca por el olor y se acercó al depósito.
– No es tan grande como esperaba -dijo… aunque era mucho mayor que las bombonas que usaban en el Sweetbriar, o que la de Brenda Perkins.
– Es de «tamaño municipal» -dijo Rusty-. Lo recuerdo de la asamblea del pueblo que celebramos el año pasado. Sanders y Rennie nos hincharon la cabeza diciéndonos que los depósitos pequeños nos permitirían ahorrar un montón de pasta en estos «tiempos en los que la energía es tan cara». Cada uno tiene una capacidad de tres mil litros.
– Lo que equivale a un peso de… Tres mil kilos, más o menos, ¿no?
Rusty asintió.
– Mas el peso del depósito. Para levantarlo se necesita una carretilla elevadora o un gato hidráulico, pero no para moverlo. Una ranchera puede transportar hasta tres mil cien kilos, aunque podría soportar un poco más. Uno de estos depósitos de tamaño medio cabría en la parte de atrás. Sobresaldría un poco, pero eso es todo. -Rusty se encogió de hombros-. Le pones una bandera roja y listo.
– Este es el único que queda -dijo Barbie-. Cuando se acabe, se apagarán las luces del pueblo.
– A menos que Rennie y Sanders sepan dónde hay más -añadió Rusty-. Y estoy seguro de que así es.
Barbie deslizó la mano por la placa azul del depósito: CR. HOSP.
– Es el que habíais perdido.
– No lo perdimos; nos lo robaron. Eso es lo que creo. Pero debería haber cinco más como este; nos han desaparecido seis.
Barbie miró el interior de la cabaña. A pesar de los quitanieves y las cajas con piezas de recambio, el lugar parecía vacío. Sobre todo alrededor del generador.
– Da igual lo que robaran del hospital; ¿dónde están los demás depósitos de la ciudad?
– No lo sé.
– ¿Y para qué los querrán?
– No lo sé -respondió Rusty-, pero pienso averiguarlo.