NOTA DEL AUTOR

Intenté escribir La Cúpula por primera vez en 1976, y la abandoné con el rabo entre las piernas tras dos semanas de trabajo que dieron como fruto unas setenta y cinco páginas. El manuscrito llevaba ya mucho tiempo perdido el día de 2007 que me senté para empezar de nuevo, pero recordaba el capítulo que lo abría («La avioneta y la marmota») lo bastante bien para recrearlo de forma casi exacta.

No me sentí abrumado por el gran número de personajes (me gustan las novelas con alta densidad de población) sino por los problemas técnicos que presentaba la historia, sobre todo en lo referente a las consecuencias ecológicas y meteorológicas de la Cúpula. El hecho de que esas cuestiones revistieran el libro de una gran importancia para mí hizo que me sintiera un cobarde, y un vago, pero me aterraba la posibilidad de fastidiarla. De modo que lo abandoné y me dediqué a otros proyectos, pero nunca me olvidé de la idea de la Cúpula.

Durante todos estos años, mi buen amigo Russ Dorr, un auxiliar médico de Bridgeton (Maine), me ha ayudado con los detalles médicos de muchos libros, en especial de La danza de la muerte. A finales del verano de 2007, le pregunté si estaría dispuesto a asumir un papel mucho más importante, como investigador principal de una novela larga titulada La Cúpula. Accedió y, gracias a Russ, creo que gran parte de los detalles técnicos son correctos. Fue Russ quien investigó sobre los misiles guiados por ordenador, los patrones de las corrientes de chorro, las recetas para fabricar metanfetaminas, los generadores portátiles, la radiación, posibles adelantos en la tecnología de telefonía móvil y cientos de cosas más. También fue Russ quien inventó el traje antirradiación casero de Rusty Everett y quien cayó en la cuenta de que la gente podía respirar gracias al aire de los neumáticos, al menos durante un rato. ¿Hemos cometido errores? Seguro. Pero la mayoría serán culpa mía, ya sea porque no entendí bien o porque malinterpreté algunas de sus respuestas.

Mis dos primeros lectores fueron mi mujer Tabitha y Leanora Legrand, mi nuera. Ambas fueron severas, humanas y me ayudaron mucho.

Nan Graham editó el libro y convirtió el dinosaurio original en una bestia de tamaño algo más manejable; todas las páginas del manuscrito quedaron marcadas con sus cambios. Estoy muy en deuda con ella y muy agradecido por todas esas mañanas en que se levantó a las seis, lápiz en mano. Intenté escribir un libro sin dejar de pisar el acelerador, rápido y vibrante. Nan lo entendió, y cuando yo levantaba el pie, ella lo pisaba a fondo y gritaba (en los márgenes, como acostumbran a hacer los editores): «¡Más rápido, Steve! ¡Más rápido!».

Surendra Patel, a quien está dedicado el libro, fue un amigo y una fuente inagotable de consuelo durante treinta años. En junio de 2008 me comunicaron que había muerto de un infarto. Me senté en los escalones de mi oficina y lloré. Cuando acabé, me puse a trabajar de nuevo. Era lo que él habría esperado.

Y a ti, Lector Constante, gracias por leer esta historia. Si has disfrutado tanto como yo, podemos considerarnos afortunados.

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