SAL

1

Las agentes que estaban de pie junto al H3 de Big Jim seguían hablando,(Jackie daba caladas nerviosas a un cigarrillo), pero interrumpieron su conversación cuando Julia Shumway pasó ofendida junto a ellas.

– ¿Julia? -preguntó Linda con voz dudosa-. ¿Qué es lo que ha…?

Julia siguió andando. Lo último que quería hacer mientras siguiera furiosa era hablar con otro representante de la ley y el orden como los que de pronto parecía que había en Chester's Mills. Estaba ya a medio camino de las oficinas del Democrat cuando se dio cuenta de que no era solo enfado lo que sentía. El enfado ni siquiera constituía la mayor parte de sus emociones. Se detuvo bajo el toldo de Libros Nuevos y Usados Mills (CERRADO HASTA NUEVO AVISO, decía el letrero escrito a mano que había en el escaparate), en parte para esperar a que se le calmara el corazón, que le latía a toda velocidad, pero sobre todo para mirar en su interior. No tardó mucho.

– Solo estoy asustada, nada más -dijo, y se sobresaltó un poco al oír el sonido de su propia voz. No pretendía decirlo en voz alta.

Pete Freeman la alcanzó.

– ¿Te encuentras bien?

– Sí. -Era mentira, pero lo pronunció con bastante firmeza. Desde luego, ella no podía ver lo que decía su rostro. Levantó una mano e intentó atusarse el pelo de la parte de atrás de la cabeza, que aún llevaba revuelto por el sueño. Se lo alisó… pero los mechones volvieron a alborotarse. Y, por si no hubiera bastante con todo lo demás, voy despeinada, pensó. Qué bonito. El toque final.

– Pensaba que Rennie de verdad iba a hacer que el nuevo jefe de policía te arrestara -dijo Pete. Tenía los ojos muy abiertos y en ese momento parecía mucho más joven que el hombre de treinta y tantos que era.

– Eso quería yo. -Julia encuadró con sus manos un titular invisible-, UNA REPORTERA DEL DEMOCRAT CONSIGUE UNA ENTREVISTA EXCLUSIVA EN LA CÁRCEL CON EL ACUSADO DE LOS ASESINATOS.

– Julia… ¿Qué está pasando aquí? Aparte de la Cúpula, quiero decir. ¿Has visto a todos esos chicos rellenando impresos? Da un poco de miedo.

– Sí que los he visto -dijo Julia-, y tengo intención de escribir sobre ello. Tengo intención de escribir sobre todo esto. Además, no creo que sea la única que tendrá serias preguntas para James Rennie en la asamblea municipal del jueves por la noche.

Le puso una mano en el brazo a Pete.

– Voy a ver qué puedo descubrir sobre esos asesinatos, después escribiré lo que tenga. Además de un editorial todo lo duro que me vea capaz de redactar sin que resulte agitador. -Profirió un ladrido sin humor en lugar de una risa-. Cuando se trata de agitar a las masas, Jim Rennie cuenta con la ventaja de jugar en su cancha.

– No entiendo qué…

– No pasa nada, tú ponte a trabajar. Necesito un par de minutos para recuperar el dominio de mí misma. Después, a lo mejor seré capaz de decidir con quién tengo que hablar primero. Porque no tenemos precisamente una barbaridad de tiempo si queremos enviar algo a la prensa esta noche.

– A la fotocopiadora -repuso él.

– ¿Qué?

– Enviarlo a la fotocopiadora esta noche.

Julia le dirigió una sonrisa débil y lo mandó a hacer sus cosas con un gesto de las manos. Al llegar a la puerta de las oficinas del periódico, Tony miró atrás. Ella lo saludó con la mano para hacerle ver que estaba bien, después miró el polvoriento escaparate de la librería. El cine del centro llevaba media década cerrado, y el autocine de las afueras había desaparecido hacía tiempo (el aparcamiento auxiliar de Rennie estaba ahora donde su gran pantalla se alzaba antaño sobre la 119), pero Ray Towle había conseguido de alguna forma que su pequeño y sucio emporium galorium siguiera renqueando. Parte de lo que exhibía en su escaparate consistía en libros de autoayuda. El resto de la vitrina estaba abarrotada de ediciones de bolsillo en cuyas cubiertas se veían mansiones envueltas en niebla, damas en apuros y tíos cachas a pie o caballo. Muchos de esos cachas blandían espadas y parecía que iban vestidos solo con ropa interior. ¡OSCURAS TRAMAS QUE TE HARÁN ENTRAR EN CALOR!, decía el cartel de ese lado.

Oscuras tramas, justamente.

Por si con la Cúpula no teníamos suficiente, suficiente para alucinar, tenemos también al Concejal del Infierno.

Comprendió entonces que lo que más le preocupaba (lo que más la asustaba) era lo deprisa que estaba sucediendo todo. Rennie se había acostumbrado a ser el gallo más grande y más cruel del corral, y ella contaba con que en algún momento intentaría incrementar su control sobre el pueblo… después de llevar, pongamos una semana o un mes incomunicados del mundo exterior. Pero solo habían pasado tres días y unas horas. ¿Y si Cox y sus científicos conseguían abrir una brecha en la Cúpula esa noche? ¿Y si desaparecía por sí misma, incluso? Big Jim se encogería de inmediato hasta recuperar su tamaño anterior, solo que también se le caería la cara de vergüenza.

– ¿Qué vergüenza? -se preguntó, mirando todavía hacia las OSCURAS TRAMAS-. Simplemente diría que ha estado haciendo todo lo que estaba en su mano en unas circunstancias muy difíciles. Y le creerían.

Seguramente eso era cierto. Pero, aun así, no explicaba por qué el hombre no había esperado para ejecutar su jugada.

Porque algo ha salido mal y se ha visto obligado. Además…

– Además, no creo que esté del todo cuerdo -les dijo a los libros de bolsillo apilados-. No creo que nunca lo haya estado.

Aunque eso fuera cierto, ¿cómo podía explicarse que gente que todavía tenía la despensa llena hubiese protagonizado esos disturbios en el supermercado local? No tenía ningún sentido, a menos que…

– A menos que él lo haya instigado.

Era ridículo, el Especial del Día del Café Paranoia. ¿O quizá no? Julia supuso que podía preguntarles a algunas de las personas que habían estado en el Food City qué habían visto allí, pero ¿no eran más importantes los asesinatos? Ella era la única reportera de verdad que tenía, a fin de cuentas, y…

– ¿Julia? ¿Señorita Shumway?

Julia estaba tan metida en sus elucubraciones que casi perdió los mocasines del salto que dio. Giró en redondo y se habría caído si Jackie Wettington no la hubiera sujetado. Linda Everett también estaba allí; había sido ella la que la había llamado. Las dos parecían asustadas.

– ¿Podemos hablar con usted? -preguntó Jackie.

– Desde luego. Escuchar a la gente es mi trabajo. La parte negativa es que escribo lo que me cuentan. Ustedes, señoras, ya lo saben, ¿verdad?

– Pero no puede dar nuestros nombres -dijo Linda-. Si no accede a eso, dejémoslo.

– Por lo que a mí respecta -dijo Julia, sonriendo-, ustedes dos no son más que una fuente cercana a la investigación. ¿Les parece bien así?

– Si promete responder también a nuestras preguntas -dijo Jackie-. ¿Lo hará?

– Está bien.

– Estuvo en el supermercado, ¿verdad? -preguntó Linda.

La cosa se ponía cada vez más curiosa.

– Sí. Igual que ustedes dos. Así que hablemos. Comparemos nuestras notas.

– Aquí no -dijo Linda-. En la calle no. Es un sitio demasiado público. Y en las oficinas del periódico tampoco.

– Tranquilízate un poco, Lin -dijo Jackie, y le puso una mano en el hombro.

– Tranquilízate tú -contestó Linda-. No eres tú la que tiene un marido que cree que acabas de ayudar a que condenen injustamente a un hombre inocente.

– Yo no tengo marido -dijo Jackie, y Julia pensó que era razonable y afortunada; los maridos muchas veces eran un factor que lo complicaba todo-. Pero conozco un lugar al que podemos ir. Tendremos intimidad y siempre está abierto. -Lo pensó un momento-. O al menos lo estaba. Desde la Cúpula, no sé.

Julia, que hacía un momento estaba reflexionando sobre a quién entrevistar primero, no tenía ninguna intención de dejar que esas dos se le escaparan.

– Vamos -dijo-. Caminaremos por diferentes aceras hasta que hayamos pasado la comisaría, ¿qué les parece?

Al oír eso, Linda consiguió sonreír.

– Qué buena idea -dijo.

2

Piper Libby se agachó con cuidado frente al altar de la Primera Iglesia Congregacional y se estremeció de dolor a pesar de que había colocado un almohadón en el banco para apoyar las rodillas, magulladas e hinchadas. Se agarró con la mano derecha; mantenía el brazo izquierdo, el que le habían dislocado hacía poco, pegado contra el costado. Parecía que ya lo tenía mucho mejor (le dolía menos que las rodillas, de hecho), pero no pensaba ponerlo a prueba cuando no había ninguna necesidad. Tenía demasiadas probabilidades de dislocárselo fácilmente otra vez; le habían informado de ello (y con seriedad) después de la lesión que sufrió cuando jugaba al fútbol en el instituto. Unió las manos y cerró los ojos. Su lengua se fue de inmediato al agujero, ocupado hasta el día anterior por un diente. Sin embargo, en su vida había un agujero más horrible.

– Hola, Inexistencia -dijo-. Vuelvo a ser yo, otra vez estoy aquí para servirme una ración de tu amor y tu misericordia. -Una lágrima cayó desde debajo de un párpado hinchado y resbaló por una mejilla hinchada (y huelga decir que amoratada)-. ¿Está mi perro por ahí? Solo te lo pregunto porque lo echo mucho de menos. Si está por ahí, espero que le des el equivalente espiritual de un hueso para morder. Se merece uno.

Vinieron más lágrimas, lentas, calientes y lacerantes.

– Seguramente no está. Casi todas las religiones mayoritarias coinciden en que los perros no van al cielo, aunque hay algunas sectas minoritarias (y el Reader's Digest, tengo entendido) que no están de acuerdo.

Desde luego, si el cielo existía o no era una cuestión discutible, y la idea de esa existencia sin paraíso, de esa cosmología sin paraíso, era el lugar en el que lo que quedaba de su fe parecía sentirse como en casa. A lo mejor lo que había era el olvido; a lo mejor algo peor. Una vasta llanura inexplorada bajo un cielo blanco, por poner un ejemplo, un lugar donde la hora siempre era ninguna, el destino ningún lugar y nadie tu acompañante. Solo la gran Inexistencia de siempre, en otras palabras; para policías malos, para señoras predicadoras, para niños que se mataban accidentalmente de un tiro y para pastores alemanes bobalicones que morían intentando proteger a sus amas. No había ningún Ser que separara el trigo de la paja. Rezarle a un concepto así tenía algo de histriónico (cuando no directamente blasfemo), pero de vez en cuando ayudaba.

– Pero la cuestión no es si hay cielo -dijo, retomando el hilo-. La cuestión ahora mismo es intentar descubrir hasta qué punto lo que le ha pasado a Clover ha sido culpa mía. Sé que tengo parte de responsabilidad, que me he dejado llevar por mi mal temperamento. Otra vez. Mi formación religiosa me hace pensar que, para empezar, tú me hiciste con este genio, y que yo debo ocuparme de él, pero detesto esa idea. No es que la rechace por completo, pero la detesto. Me recuerda a cuando llevas el coche al mecánico y los del taller siempre encuentran la forma de echarte la culpa del problema. Le has hecho demasiados kilómetros, no le haces suficientes kilómetros, te has olvidado de quitar el freno de mano, te has olvidado de cerrar la ventanilla y la lluvia ha entrado en el circuito eléctrico. Y ¿sabes qué es lo peor de todo? Que si tú eres una Inexistencia, ni siquiera puedo echarte una parte pequeñita de la culpa. Y entonces, ¿qué me queda? ¿La maldita genética?

Suspiró.

– Lamento la blasfemia. ¿Por qué no finges que No Ha Pasado? Eso es lo que hacía siempre mi madre. Mientras tanto, tengo otra pregunta: ¿qué hago ahora? Este pueblo está pasando por una situación terrible y me gustaría hacer algo para ayudar, solo que no consigo decidir el qué. Me siento tonta y débil y confundida. Supongo que si fuera uno de esos eremitas del Antiguo Testamento te diría que necesito una señal. En estos momentos, incluso CEDA EL PASO o MODERE LA VELOCIDAD ZONA ESCOLAR me parecería bien.

Nada más decir eso, la puerta de entrada se abrió y se cerró de golpe. Piper volvió la mirada por encima del hombro, casi esperando ver a un ángel, con sus alas y su arremolinada túnica blanca y todo. Si quiere luchar, antes tendrá que curarme el brazo, pensó.

No era un ángel; era Rommie Burpee. Llevaba la mitad de la camisa fuera del pantalón, colgando por la pierna casi hasta la mitad del muslo, y parecía casi tan abatido como estaba en realidad. Empezó a caminar por el pasillo central, después vio a Piper y se detuvo, tan sorprendido de verla a ella como ella de verlo a él.

– ¡Ay, madre! -dijo el hombre, solo que con su acento on parle de Lewiston sonó a «ay, madgue»-. Lo siento, no sabía que estuviera usted aquí. Volveré más tarde.

– No -dijo ella, y se puso en pie con esfuerzo, valiéndose de nuevo nada más que de su brazo derecho-. De todas formas, ya había terminado.

– Yo en realidad soy católico -dijo (Venga ya, pensó Piper)-, pero no hay iglesia católica en Mills…, seguro que eso usted ya sabe, siendo pastora como es… y ya sabe lo que dicen de cualquier puerto en una tempestad. He pensado en pasarme por aquí y rezar un poco por Brenda. Siempre me gustó mucho esa mujer. -Se frotó la mejilla con una mano. El rasgueo de la palma contra el rastrojo de barba sonó exageradamente fuerte en el silencio hueco de la iglesia. Su peinado a lo Elvis se le había desmadejado-. La quería, en realidad. Nunca se lo dije, pero yo creo que ella lo sabía.

Piper lo miraba cada vez con mayor horror. No había salido de la casa parroquial en todo el día y, aunque sabía lo que había sucedido en el Food City (muchos de sus parroquianos la habían llamado), no se había enterado de lo de Brenda Perkins.

– ¿Brenda? ¿Qué le ha pasado?

– La han asesinado. Y también a otros. Dicen que ha sido ese tal Barbie. Lo han detenido.

Piper se tapó la boca con una mano y se balanceó como si fuese a perder el equilibrio. Rommie corrió hacia ella y le pasó un brazo por la cintura para sostenerla. Y así era como estaban, de pie ante el altar, casi como un hombre y una mujer a punto de casarse, cuando la puerta de la entrada volvió a abrirse y Jackie hizo pasar a Linda y a Julia.

– A lo mejor resulta que este sitio no es tan bueno como yo creía -dijo Jackie.

La iglesia era una caja de resonancia y, aunque no había hablado en voz muy alta, Piper y Romeo Burpee la oyeron perfectamente.

– No se vayan -dijo Piper-. No, si es por lo que ha sucedido. No puedo creer que el señor Barbara… Habría dicho que ese hombre era incapaz de algo así. Me colocó el brazo en su sitio cuando me lo dislocaron. Fue muy delicado todo el tiempo. -Se detuvo a pensarlo un poco-. Todo lo amable y delicado que podía ser, dadas las circunstancias. Vengan aquí delante. Por favor, vengan aquí delante.

– Algunas personas pueden recolocar un brazo dislocado y, aun así, ser capaces de cometer un asesinato -dijo Linda, pero se estaba mordiendo el labio y no dejaba de darle vueltas a su alianza.

Jackie le puso la mano en la muñeca.

– Íbamos a mantener todo esto entre nosotras, Lin… ¿Recuerdas?

– Ya es demasiado tarde para eso -dijo Linda-. Nos han visto con Julia. Si escribe un artículo y estos dos dicen que nos han visto con ella, nos echarán la culpa.

Piper no tenía una idea demasiado clara de a qué se refería Linda, pero captó el sentido general. Levantó el brazo derecho y barrió la sala con un gesto.

– Están en mi iglesia, señora Everett, y lo que se dice aquí no sale de aquí.

– ¿Lo promete? -preguntó Linda.

– Sí. Así que ¿por qué no hablamos de ello? Justamente estaba rezando para pedir una señal, y aquí están todos ustedes.

– Yo no creo en esas cosas -dijo Jackie.

– Yo tampoco, en realidad -dijo Piper, y se rió.

– Esto no me gusta -añadió Jackie, dirigiéndose a Julia-. No importa lo que diga la reverenda, aquí hay demasiada gente. Perder el trabajo, como Marty, es una cosa. Eso podría sobrellevarlo, total el sueldo es una porquería. Pero conseguir que Jim Rennie se enfade y la tome conmigo… -Negó con la cabeza-. Eso no es buena idea.

– No somos demasiados -dijo Piper-. Somos justo la cantidad idónea. Señor Burpee, ¿sabe usted guardar un secreto?

Rommie Burpee, que en su época había cerrado una buena cantidad de negocios turbios, asintió y se llevó un dedo a los labios.

– Seré una tumba -dijo. «Seré» sonó «segué».

– Vamos a la casa parroquial -propuso Piper. Cuando vio que Jackie aún parecía dudosa, la reverenda alargó la mano izquierda hacia ella… con mucho cuidado-. Vamos, razonemos todos juntos. ¿Ayudados por una copita de whisky, quizá?

Y al oír eso, Jackie por fin se convenció.

3

31 ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA

LA BESTIA SERÁ LANZADA VIVA DENTRO

DE UN LAGO DE FUEGO QUE ARDE (AP 19:20)

«Y SERÁN ATORMENTADOS DÍA & NOCHE

X LOS SIGLOS DE LOS SIGLOS» (20:10)

ARDAN LOS MALVADOS

PURIFÍQUENSE LOS PIADOSOS

ARDE LIMPIA ARDE LIMPIA 31

31 VIENE EL JESUCRISTO DE FUEGO 31


Los tres hombres que se apretaban en la cabina del estruendoso camión de Obras Públicas se quedaron mirando el críptico mensaje con cierto asombro. Alguien lo había escrito en el edificio del almacén que había detrás de los estudios de la WCIK, negro sobre rojo y en unas letras tan grandes que casi cubrían toda la superficie.

El hombre que iba sentado en medio era Roger Killian, el dueño de la granja de pollos que tenía una prole con cabezas apepinadas. Se volvió hacia Stewart Bowie, que era el que iba al volante del camión.

– ¿Eso qué quiere decir, Stewie?

Fue Fern Bowie el que respondió.

– Quiere decir que ese condenado de Phil Bushey está más zumbado que nunca, eso es lo que quiere decir. -Abrió la guantera del camión, sacó un par de guantes de trabajo grasientos y tras ellos apareció un revólver del 38. Comprobó que estuviera cargado, después volvió a encajar el cilindro en su lugar con un rápido gesto de muñeca y se guardó el arma en el cinturón.

– Ya sabes, Fernie -dijo Stewart-, que esa es una forma cojonuda de volarte de un tiro la fábrica de bebés.

– Tú no te preocupes por mí, preocúpate por él -dijo Fern, señalando hacia atrás, hacia los estudios. Desde allí llegaba flotando hasta ellos el leve sonido de una música góspel-. Lleva casi un año colocándose con su propio producto y es más o menos igual de estable que la nitroglicerina.

– Ahora a Phil le gusta que le llamen el Chef -dijo Roger Killian.

Primero habían aparcado a la entrada de los estudios y Stewart había tocado el enorme claxon del camión de Obras Públicas… no una, sino varias veces. Phil Bushey no había salido. Tal vez estuviera allí dentro escondido; tal vez hubiera salido a dar una vuelta por el bosque que había detrás de la emisora; incluso era posible, pensó Stewart, que estuviera en el laboratorio. Paranoico. Peligroso. Lo cual seguía sin hacer que el revólver fuera una buena idea. Se inclinó hacia delante, lo sacó del cinturón de Fern y lo guardó debajo del asiento del conductor.

– ¡Oye! -exclamó Fern.

– No vas a disparar un arma ahí dentro -dijo Stewart-. Podrías hacernos volar a todos hasta la luna. -Y le preguntó a Roger-: ¿Cuándo fue la última vez que viste a ese hijo de puta esquelético?

Roger lo rumió un poco.

– Hará unas cuatro semanas, como poco… desde el último gran cargamento que salió del pueblo. Cuando hicimos que viniera ese gran helicóptero Chinook. -Lo pronunció «Shin-uuuk». Rommie Burpee lo habría entendido.

Stewart lo pensó un momento. Aquello no era buena señal. Si Bushey estaba en el bosque, no pasaba nada. Si estaba encogido de miedo en los estudios, paranoico y pensando que habían llegado los federales, seguramente tampoco habría ningún problema… a menos que decidiera salir disparando, claro.

Si estaba en el almacén, sin embargo… Eso sí que podía ser un problema.

Stewart le dijo a su hermano:

– En la parte de atrás del camión hay unos cuantos trozos de madera de buen tamaño. Pilla uno. Si Phil aparece y se pone hecho un energúmeno, le endiñas bien.

– ¿Y si tiene una pistola? -preguntó Roger con bastante sensatez.

– No tiene pistola -dijo Stewart. Y, aunque en realidad no estaba seguro de eso, tenía órdenes que cumplir: entregar dos depósitos de propano en el hospital sin perder tiempo. «Y, en cuanto podamos, vamos a sacar de allí todo lo que queda», había dicho Big Jim. «Hemos dejado oficialmente el negocio del cristal.»

Aquello era todo un alivio, en parte; cuando se acabara ese asunto de la Cúpula, Stewart tenía la intención de dejar también el negocio de las pompas fúnebres. Se trasladaría a algún lugar donde hiciera calor, como Jamaica o Barbados. No quería volver a ver ningún cadáver más. Sin embargo, tampoco quería ser él quien le dijera al «Chef» Bushey que cerraban la fábrica, y así se lo había expresado a Big Jim. «Deja que sea yo quien se ocupe del Chef», había dicho Big Jim.

Stewart rodeó el edificio en el gran camión naranja y aparcó dando marcha atrás frente a las puertas traseras. Dejó el motor encendido para poder maniobrar el cabrestante y el montacargas.

– ¡No te lo pierdas! -soltó Roger Killian, maravillado. Miraba fijamente hacia el oeste, donde el sol se estaba poniendo convertido en un preocupante manchurrón rojo. Pronto se hundiría en el gran borrón negro que había dejado el incendio del bosque y quedaría tachado por un eclipse de suciedad-. Es para quedarse hecho polvo…

– Deja de mirar embobado -dijo Stewart-. Quiero hacer esto y largarme de aquí. Fernie, pilla un madero. Escoge uno bueno.

Fern se subió al montacargas y eligió un tablón más o menos igual de largo que un bate de béisbol. Lo sostuvo con ambas manos y lo blandió en el aire para probarlo.

– Este irá bien -dijo.

– Baskin-Robbins -dijo Roger con voz soñadora. Entrecerraba los ojos y se los protegía con una mano mientras seguía mirando hacia el oeste. No estaba precisamente guapo con los ojos entrecerrados. Parecía un trol.

Stewart se detuvo un momento mientras abría la puerta de atrás, un proceso complicado en el que estaban implicados un dispositivo táctil y dos cerraduras.

– ¿De qué mierda hablas?

– Treinta y un sabores -dijo Roger. Sonrió y dejó ver unos cuantos dientes putrefactos a los que ni Joe Boxer, ni seguramente ningún otro dentista, les había echado nunca un vistazo.

Stewart no tenía la menor idea de a qué se refería Roger, pero su hermano sí.

– No creo que eso del lateral del edificio sea un anuncio de helados -dijo Fern-. A menos que en el libro del Apocalipsis salga algún Baskin-Robbins.

– Callaos, los dos -dijo Stewart-. Fernie, ponte ahí con el madero preparado. -Empujó la puerta para abrirla y miró dentro-, ¿Phil?

– Llámalo Chef -le aconsejó Roger-. Como ese cocinero negrata de South Park. Eso es lo que le gusta.

– ¿Chef? -llamó Stewart-. ¿Estás ahí dentro, Chef?

No hubo respuesta. Stewart metió un brazo a tientas en la penumbra, casi esperando que una mano lo agarrara en cualquier momento, y encontró el interruptor de la luz. La encendió e iluminó una sala que ocupaba más o menos unas tres cuartas partes de la superficie total del edificio. Las paredes eran de madera desnuda y sin acabados, los espacios entre los listones estaban rellenos de espuma aislante de color rosa. Casi toda la sala estaba llena de depósitos de propano líquido y bombonas de todos los tamaños y todas las marcas. Stewart no tenía ni idea de cuántos había en total, pero si se hubiera visto obligado a dar una cantidad, habría dicho un número entre cuatrocientos y seiscientos.

Stewart empezó a caminar despacio por el pasillo central, mirando de reojo hacia las letras troqueladas de los depósitos. Big Jim le había dicho exactamente cuáles tenían que llevarse, le había dicho que estaban más bien al fondo, y por Dios que allí estaban. Se detuvo al llegar a los cinco depósitos de tamaño municipal que tenían HOSP CR escrito en el lateral. Estaban entre unos depósitos que habían birlado de la oficina de correos y otros que llevaban la inscripción ESCUELA DE SECUNDARIA DE MILL en los lados.

– Se supone que tenemos que llevarnos dos -le dijo a Roger-.

Trae la cadena y los engancharemos. Fernie, tú acércate ahí y prueba con la puerta del laboratorio. Si no está cerrada, ciérrala con llave. -Le lanzó el llavero a su hermano.

Fern podría haber pasado sin tener que ocuparse de eso, pero era un hermano obediente. Recorrió el pasillo que había entre todos aquellos depósitos de propano, que llegaban hasta unos tres metros de la puerta del fondo… y la puerta, tal como vio en ese momento con el corazón encogido, estaba entreabierta. Detrás de él oyó el estrépito de la cadena, después el gemido del cabrestante y el grave golpeteo del primer depósito que arrastraban hacia la caja del camión. Sonaba como si estuviera sucediendo muy lejos, sobre todo al imaginar al Chef agazapado al otro lado de esa puerta, enajenado y con los ojos rojos. Fumado hasta las cejas y armado con una TEC-9.

– ¿Chef? -preguntó-. ¿Estás ahí, tío?

No hubo respuesta. Y, aunque no tenía ningún motivo para ello (seguramente él mismo estaba loco por hacerlo), la curiosidad se apoderó de él y utilizó su bate improvisado para empujar la puerta y abrirla del todo.

Los fluorescentes del laboratorio estaban encendidos, pero, por lo demás, esa parte del almacén de Cristo Rey parecía vacía. La veintena de fogones que había allí (grandes parrillas eléctricas, cada una conectada a su propia campana de extracción y su bombona de propano) estaban apagados. Todos los botes, los vasos de precipitados y los caros matraces estaban en las estanterías. Aquel sitio apestaba (siempre había apestado y siempre apestaría, pensó Fern), pero el suelo estaba barrido y no había señal alguna de desorden. En una pared había un calendario de Coches de Ocasión Rennie, todavía en la página de agosto. Seguramente fue cuando el hijoputa acabó de perder el contacto con la realidad, pensó Fern. Se fue en su glooobooo. Se aventuró a entrar un poco más en el laboratorio. Ese sitio los había hecho a todos hombres ricos, pero a él nunca le había gustado. Aquel olor le recordaba demasiado a la sala de preparación del sótano de la funeraria.

Un rincón había sido dividido mediante un pesado panel de acero. En el centro del panel había una puerta. Allí, como sabía Fern, era donde se almacenaba el producto del Chef, cristal de metanfetamina en largas barras que no se guardaban en bolsitas de plástico herméticas Baggies, sino en grandes bolsas de basura Hefty. Y no era una birria de cristal. Ningún adicto a la tiza habría sido capaz de costearse esas existencias. Cuando aquel sitio estaba lleno, había allí bastante como para suministrar a todo Estados Unidos durante meses, quizá incluso un año.

¿Por qué le ha dejado Big Jim fabricar tanto, joder?, se preguntó Fern. Y ¿por qué nos subimos todos al carro? ¿En qué estábamos pensando? La única respuesta que encontraba para esa pregunta era la más evidente: porque podían. El cóctel del genio de Bushey con todos esos ingredientes chinos tan baratos los había emborrachado. Además, financiaba la CIK Corporation, que llevaba a cabo la obra de Dios a lo largo de toda la costa Este. Cuando alguien cuestionaba aquello, Big Jim siempre se lo recordaba, y solía citar las Escrituras: «Porque el obrero es digno de su salario» (evangelio según san Lucas) y «No pondrás bozal al buey cuando trille» (Deuteronomio 25:4).

Fern nunca había acabado de entender esa cita de los bueyes.

– ¿Chef? -Avanzó aún un poco más-. ¿Compañero?

Nada. Miró hacia arriba y vio las galerías de madera desnuda que recorrían dos lados del edificio. Las utilizaban para almacenaje, y el contenido de las cajas de cartón apiladas ahí arriba les habría interesado muchísimo al FBI, la FDA y el ATF. Ahí arriba no había nadie, pero Fern vio algo que le pareció nuevo: un cable blanco que corría a lo largo de las barandillas de las dos galerías fijado a la madera mediante gruesas grapas. ¿Sería cable eléctrico? ¿Para alimentar qué? ¿Es que ese chalado había instalado más cocinas allí arriba? Si era así, Fern no las veía. El cable parecía demasiado grueso para alimentar solo un electrodoméstico como un televisor o una ra…

– ¡Fern! -exclamó Stewart, haciéndole saltar del susto-. ¡Si no está ahí dentro, ven a echarnos una mano! ¡Quiero irme de aquí! ¡Han dicho que iban a dar un informativo en la tele a las seis y quiero ver si esa gente ya ha descubierto algo!

En Chester's Mills, «esa gente» estaba empezando a querer decir cada vez más cualquier cosa o cualquier persona del mundo que estuviera al otro lado del límite municipal.

Fern echó a andar sin mirar por encima de la puerta, por lo que no vio a qué estaban enchufados los nuevos cables eléctricos: un gran ladrillo de un material blanco que parecía arcilla colocado en una pequeña estantería para él solo. Era un explosivo.

Receta personal del Chef.

4

Mientras volvían al pueblo con el camión, Roger dijo:

– Halloween. Eso también es un treinta y uno.

– Eres una fuente inagotable de información -dijo Stewart.

Roger se dio unos golpecitos a un lado de esa cabeza de tan lamentable forma.

– Lo almaceno -dijo-. No lo hago a propósito. Es una habilidad que tengo.

Stewart pensó: Jamaica. O Barbados. Algún lugar cálido, eso seguro. En cuanto la Cúpula desaparezca. No quiero volver a ver a ningún Killian. Ni a nadie de este pueblo.

– También hay treinta y una cartas en una baraja -dijo Roger.

Fern se lo quedó mirando.

– ¿Qué cojones estás…?

– Era una broma, solo lo decía en broma -dijo Roger, y profirió un espantoso alarido de risa que se clavó dolorosamente en la cabeza de Stewart.

Ya estaban llegando al hospital. Stewart vio un Ford Taurus gris saliendo del Catherine Russell.

– Eh, ese es el doctor Rusty -dijo Fern-. Seguro que se alegrará de que le traigamos este cargamento. Toca el claxon, Stewie.

Stewart tocó el claxon.

5

Cuando los impíos se hubieron marchado, Chef Bushey soltó por fin el mando de apertura de la puerta del garaje. Había estado vigilando a los hermanos Bowie y a Roger Killian desde la ventana del lavabo de caballeros de los estudios. Su pulgar no se había separado en ningún momento del botón mientras habían estado en el almacén rebuscando entre sus cosas. Si hubieran salido con producto, el Chef habría apretado el botón y habría hecho saltar por los aires toda la fábrica.

– Está en tus manos, Jesús -había mascullado-. Como solíamos decir cuando éramos niños, no quiero hacerlo pero lo haré.

Y Jesús se había hecho cargo de todo. El Chef había tenido la sensación de que así sería al oír a George Dow y los Gospel-Tones cantando «God, How You Care For Me» en la radio satélite, y había sido una sensación muy real, una verdadera Señal del Cielo. Esos tres no habían ido a buscar cristal largo, sino dos míseros depósitos de propano líquido.

Vio cómo se alejaban en el camión, después recorrió arrastrando los pies el camino que iba desde la parte posterior de los estudios hasta el complejo laboratorio-almacén. Ese edificio era suyo, ese era su cristal largo, al menos hasta que llegara Jesucristo y se lo llevara todo para él.

Quizá en Halloween.

Quizá antes.

Había muchísimo en que pensar, y últimamente le resultaba más fácil pensar cuando había fumado.

Mucho más fácil.

6

Julia daba pequeños sorbos de su vasito de whisky, lo hacía durar, en cambio las agentes de policía vaciaron los suyos de golpe, como dos heroínas. No era como para emborracharse, pero les soltaría la lengua.

– El caso es que estoy horrorizada -dijo Jackie Wettington. Tenía la mirada baja y jugaba con su vaso de zumo vacío, pero, cuando Piper le ofreció otro traguito, dijo que no con la cabeza-. Esto nunca habría sucedido si Duke siguiera vivo. Eso es en lo que no hago más que pensar. Aunque hubiese tenido razones para creer que Barbara había asesinado a su mujer, habría seguido el procedimiento correcto. Así era él. Y ¿permitir que el padre de una víctima bajara al Gallinero y se enfrentara con el homicida? ¡Jamás! -Linda asentía, dándole la razón-. Me da miedo lo que pueda pasarle a ese tipo. Además…

– Si puede pasarle a Barbie, ¿puede pasarnos a cualquier de nosotros? -preguntó Julia.

Jackie asintió. Mordiéndose los labios. Jugando con su vaso.

– Si le sucediera algo… no me refiero necesariamente a una barbaridad como un linchamiento, solo un accidente en su celda… no estoy segura de que pudiera volver a ponerme este uniforme nunca más.

La preocupación básica de Linda era más simple y más directa. Su marido creía que Barbie era inocente. En un primer momento de furia (sintiendo aún la repugnancia por lo que había visto en la despensa de los McCain), había rechazado aquella idea: al fin y al cabo, habían encontrado la placa de identificación de Barbie en la mano gris y rígida de Angie McCain. Sin embargo, cuanto más lo pensaba, más preocupada estaba. En parte porque respetaba la capacidad que tenía Rusty de juzgar las cosas, siempre lo había hecho, pero también por lo que había gritado Barbie justo antes de que Randolph le rociara con el spray de pimienta. «Dígale a su marido que examine los cadáveres! ¡Tiene que examinar los cadáveres!»

– Y una cosa más -dijo Jackie, todavía dándole vueltas a su vaso-. No se ataca a un prisionero con spray de pimienta solo porque grita. Ha habido sábados por la noche, sobre todo después de un partido importante, en que aquello de allí abajo parecía el zoo a la hora de la comida. Se les deja gritar y ya está. Al final se cansan y se quedan dormidos.

Julia, mientras tanto, estudiaba a Linda. Cuando Jackie hubo terminado, dijo:

– Dígame otra vez lo que ha dicho Barbie.

– Quería que Rusty examinara los cadáveres, sobre todo el de Brenda Perkins. Ha dicho que no estarían en el hospital. Él lo sabía. Están en la Funeraria Bowie, y eso no está bien.

– Si los han asesinado, es raro de cojones -dijo Romeo-. Perdón por la palabrota, reve.

Piper le quitó importancia con un ademán.

– Si los ha matado él, no logro entender por qué su preocupación más acuciante es que alguien examine esos cadáveres. Por otro lado, si no ha sido él, a lo mejor ha pensado que una autopsia podría exonerarlo.

– Brenda ha sido la víctima más reciente -dijo Julia-. ¿No es así?

– Sí -dijo Jackie-. Presentaba rigor mortis, pero no completo. Al menos a mí no me lo ha parecido.

– No -replicó Linda-. Y, puesto que el rigor empieza a aparecer unas tres horas después de la muerte, minutos arriba, minutos abajo, seguramente Brenda ha muerto entre las cuatro y las ocho de la mañana. Yo diría que más bien hacia las ocho. Pero yo no soy médico. -Suspiró y se pasó las manos por el pelo-. Tampoco Rusty lo es, desde luego, pero él podría haber determinado con mucha más exactitud la hora de la muerte si lo hubieran llamado. Nadie lo ha hecho. Y eso me incluye a mí. Es que estaba tan alucinada… estaban pasando tantas cosas…

Jackie dejó su vaso a un lado.

– Escuche, Julia, usted estaba con Barbara esta mañana en el supermercado, ¿verdad?

– Sí.

– A las nueve y pocos minutos. Ha sido entonces cuando han empezado los disturbios.

– Sí.

– ¿Había llegado él antes o ha llegado usted primero? Porque yo no lo sé.

Julia no lo recordaba, pero tenía la sensación de que ella había llegado primero; que Barbie había llegado más tarde, poco después de Rose Twitchell y Anson Wheeler.

– Hemos conseguido calmar los ánimos -dijo-. Pero ha sido él quien nos ha dicho cómo hacerlo. Seguramente ha salvado a mucha gente de acabar gravemente herida. A mí eso no me cuadra con lo que han encontrado en esa despensa. ¿Tienen alguna idea del orden en que se produjeron las muertes? ¿Aparte de que Brenda ha sido la última?

– Angie y Dodee primero -dijo Jackie-. La descomposición estaba menos avanzada en Coggins, así que él vino después.

– ¿Quién los ha encontrado?

– Junior Rennie. Ha sospechado algo porque ha visto el coche de Angie en el garaje. Pero eso no es lo que importa. Aquí lo que importa es Barbara. ¿Está segura de que ha llegado después de Rose y Anse? Porque eso no le ayuda demasiado.

– Estoy segura porque no iba en la furgoneta de Rose. De ahí solo han bajado ellos dos. Así que, suponiendo que no estaba ocupado matando a gente, entonces ¿estaría en…? -Era evidente-. Piper, ¿puedo usar tu teléfono?

– Desde luego.

Julia consultó un momento la guía telefónica tamaño panfleto del pueblo y luego llamó al restaurante con el teléfono móvil de Piper. El saludo de Rose fue cortante:

– El Sweetbriar está cerrado hasta nuevo aviso. Un hatajo de gilipollas ha arrestado a mi cocinero.

– ¿Rose? Soy Julia Shumway.

– Ah. Julia. -Rose parecía solo un poco menos malhumorada-. ¿Qué quieres?

– Estoy intentando comprobar una posible secuencia temporal para la coartada de Barbie. ¿Te interesa ayudar?

– Ya te puedes jugar el cuello. La idea de que Barbie ha asesinado a esa gente es ridícula. ¿Qué quieres saber?

– Quiero saber si estaba en el restaurante cuando han empezado los disturbios en el Food City.

– Claro que sí. -Rose parecía desconcertada-. ¿Dónde iba a estar si no justo después del desayuno? Cuando Anson y yo hemos salido, él se ha quedado fregando las parrillas.

7

El sol se estaba ocultando y, a medida que las sombras se alargaban, Claire McClatchey se iba poniendo cada vez más nerviosa. Al final se fue a la cocina para hacer lo que llevaba un rato retrasando: usar el teléfono móvil de su marido (que él había dejado allí olvidado el sábado por la mañana; siempre se lo olvidaba) para llamar al suyo. Le aterraba pensar que sonaría cuatro veces y que luego oiría su propia voz, alegre y animada, grabada antes de que el pueblo en el que vivía se convirtiera en una cárcel de barrotes invisibles. «Hola, este es el buzón de voz de Claire. Por favor, deja un mensaje después del bip.»

Y ¿qué diría? ¿«Joey, llámame si no estás muerto»?

Empezó a apretar botones, después vaciló. Recuerda, si no contesta a la primera es porque va en la bicicleta y no le da tiempo a sacar el teléfono de la mochila antes de que salte el buzón de voz. Cuando llames la segunda vez, estará preparado porque sabrá que eres tú.

Pero ¿y si la segunda vez también saltaba el buzón de voz? ¿Y la tercera? En qué mala hora se le había ocurrido dejarle salir… Debía de estar loca.

Cerró los ojos y vio una imagen de pesadilla con toda claridad: los postes telefónicos y los escaparates de las tiendas de Main Street empapelados con fotografías de Joe, Benny y Norrie, igual que esos niños que se veían en los tablones de anuncios de las áreas de servicio de las autopistas, donde la leyenda siempre decía VISTO POR ÚLTIMA VEZ EL…

Abrió los ojos y marcó deprisa, antes de que pudiera perder los nervios. Estaba preparada para dejar un mensaje: «Volveré a llamar dentro de diez segundos y esta vez más te vale contestar, señorito», y se quedó de piedra cuando su hijo respondió, alto y claro, a mitad del tercer tono.

– ¡Mamá! ¡Eh, mamá! -Vivo y más que vivo: desbordante de entusiasmo, a juzgar por el sonido de su voz.

«¿Dónde estás?», intentó decir, pero al principio no fue capaz de pronunciar nada. Ni una sola palabra. Sentía las piernas como si fueran de goma, elásticas; se apoyó contra la pared para no caerse al suelo.

– ¿Mamá? ¿Estás ahí?

De fondo se oyó un coche que pasaba y la voz de Benny, tenue pero clara, saludando a alguien:

– ¡Doctor Rusty! ¡Eh, colega, qué hay!

Claire por fin logró arrancar unas palabras.

– Sí. Estoy aquí. ¿Dónde estás?

– En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento. Iba a llamarte porque está empezando a oscurecer, para decirte que no te preocuparas, y me ha sonado en la mano. Me has dado un susto de muerte.

Bueno, eso sí que era poner patas arriba la vieja tradición de regañina materna, ¿a que sí? En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento. Estarán aquí dentro de diez minutos. Benny seguramente querrá otro kilo y medio de comida. Gracias, Dios mío.

Norrie estaba hablando con Joe. Parecía que decía algo así como «Díselo, díselo». Entonces volvió a oír la voz de su hijo, una voz tan fuerte y exultante que Claire tuvo que apartarse un poco el teléfono de la oreja.

– ¡Mamá, creo que lo hemos encontrado! ¡Estoy casi seguro! ¡Está en el campo de manzanos de lo alto de Black Ridge!

– ¿Qué habéis encontrado, Joey?

– No estoy del todo seguro, no quiero precipitarme a sacar conclusiones, pero seguramente es el aparato que genera la Cúpula. Tiene que ser eso. Hemos visto una señal intermitente, como las que ponen en lo alto de las torres de radio para advertir a los aviones, solo que esta estaba en el suelo y era violeta en lugar de roja. No nos hemos acercado lo bastante para poder ver nada más. Nos hemos desmayado: los tres. Cuando nos hemos despertado nos encontrábamos bien, pero estaba empezando a hacerse un poco tar…

– ¿Cómo que os habéis desmayado? -Claire casi lo gritó-. ¿Qué quieres decir con que os habéis desmayado? ¡Ven a casa! ¡Ven a casa ahora mismo para que pueda mirarte bien!

– No pasa nada, mamá -dijo Joe con voz tranquilizadora-. Me parece que es como… ¿Sabes como cuando la gente toca la Cúpula por primera vez y le da una pequeña descarga y luego ya no les pasa nada más? Creo que es algo así. Creo que la primera vez te desmayas y luego te quedas como… inmunizado. Preparado para la acción. Eso es lo que cree Norrie también.

– ¡No me importa ni lo que crea ella ni lo que creas tú, señorito! ¡Ven a casa ahora mismo para que pueda ver que estás bien o seré yo la que te inmunice el trasero!

– Vale, pero tenemos que ponernos en contacto con ese tal Barbara. Fue a él a quien se le ocurrió lo del contador Geiger antes que a nadie y ¡jolín, vaya si ha dado en el clavo…! También tendríamos que hablar con el doctor Rusty. Acaba de pasar en coche por aquí delante. Benny ha intentado llamarlo, pero no ha parado. Les diremos al señor Barbara y a él que vengan a casa, ¿vale? Tenemos que pensar cuál será nuestro próximo movimiento.

– Joe… El señor Barbara está… -Claire se detuvo. ¿Iba a decirle a su hijo que ese tal Barbara (al que algunas personas habían empezado a llamar coronel Barbara) había sido detenido, acusado de varios asesinatos?

– ¿Qué? -preguntó Joe-. ¿Qué pasa con el señor Barbara? -La felicidad del éxito que se oía en su voz había sido reemplazada por la angustia. Claire supuso que su hijo era tan capaz de interpretar sus estados de ánimo como ella los de él. Y estaba claro que Joe había depositado muchísimas esperanzas en Barbara; Benny y Norrie seguramente también. Aquella no era una noticia que pudiera ocultarles (por mucho que le hubiera gustado), pero no tenía por qué dársela por teléfono.

– Venid a casa -dijo-. Hablaremos de ello aquí. Y, Joe… Estoy orgullosísima de ti.

8

Jimmy Sirois murió a última hora de la tarde, mientras Joe «el Espantapájaros» y sus amigos regresaban al pueblo en sus bicicletas.

Rusty estaba sentado en el pasillo, rodeando a Gina Buffalino con un brazo y dejándola llorar sobre su pecho. Hubo una época en la que se hubiese sentido sumamente incómodo estando así sentado con una chica que apenas tenía diecisiete años, pero los tiempos habían cambiado. Bastaba echar un vistazo a ese pasillo (iluminado por siseantes focos Coleman en lugar de por los fluorescentes de silencioso resplandor del techo de paneles) para saber que los tiempos habían cambiado. Su hospital se había convertido en una galería de sombras.

– No ha sido culpa tuya -dijo-. No ha sido culpa tuya, ni mía, ni siquiera de él. Él no había pedido tener diabetes.

Aunque Dios sabía que había personas que coexistían con la diabetes durante años. Personas que se cuidaban. Jimmy, un medio ermitaño que había vivido solo en God Creek Road, no había sido de esos. Cuando por fin había cogido el coche para ir al Centro de Salud (eso había sido el jueves anterior), ni siquiera había podido bajar del vehículo, se había limitado a tocar el claxon hasta que Ginny había salido a ver quién era y qué pasaba. Al quitarle los pantalones al pobre viejo, Rusty había visto que su fofa pierna derecha estaba ya de un azul frío y muerto. Aunque todo hubiera ido bien con Jimmy, los daños del sistema nervioso seguramente habrían sido irreversibles.

«No me duele nada de nada, Doc», le había asegurado el viejo a Ron Haskell justo antes de caer en coma. Desde entonces había ido recuperando y perdiendo la conciencia mientras la pierna no dejaba de empeorar, y Rusty había ido retrasando la amputación, aunque sabía que tarde o temprano tendría que ser, si Jimmy quería tener alguna posibilidad.

Cuando se quedaron sin electricidad, los goteros que suministraban antibióticos a Jimmy y a otros dos pacientes continuaron goteando, pero los medidores de flujo se detuvieron, de manera que no hubo forma de regular las dosis. Peor aún, el monitor cardíaco y el respirador de Jimmy fallaron. Rusty desconectó el respirador, puso la mascarilla sobre la cara del viejo y le dio a Gina un curso de actualización sobre cómo utilizar el resucitador manual Ambu. A la chica se le daba bien, era muy constante, pero de todas formas Jimmy falleció a eso de las seis.

Gina estaba desconsolada.

Levantó la cara anegada en lágrimas del pecho de Rusty y dijo:

– ¿Le he insuflado demasiado aire? ¿Demasiado poco? ¿Lo he asfixiado y lo he matado?

– No. Seguramente Jimmy iba a morir de todas formas, y de esta manera se ha ahorrado una amputación bastante horrible.

– No creo que pueda seguir haciendo esto -dijo, echándose a llorar otra vez-. Me da mucho miedo. Ahora mismo es horroroso.

Rusty no sabía cómo reaccionar ante eso, pero no tuvo que hacerlo.

– Pronto estarás bien -dijo una voz áspera y gangosa-. Tienes que estar bien, cielo, porque te necesitamos. -Era Ginny Tomlinson, que se les acercaba caminando despacio por el pasillo.

– No deberías estar levantada -dijo Rusty.

– Seguramente no -convino Ginny, y se sentó al otro lado de Gina con un suspiro de alivio. Se tocó la nariz; con las tiras adhesivas que llevaba bajo los ojos parecía un portero de hockey después de un partido complicado-. Pero de todas formas vuelvo a estar de servicio.

– A lo mejor mañana… -empezó a decir Rusty.

– No, ahora mismo. -Le dio la mano a Gina-. Y tú también, cielo. En mis tiempos de la escuela de enfermería, había una vieja y curtida enfermera titulada que tenía un dicho: «Puedes dejarlo cuando la sangre está seca y el rodeo ha terminado».

– ¿Y si cometo algún error? -susurró Gina.

– Le pasa a todo el mundo. El truco es cometer los menos posibles. Y yo te ayudaré. A ti y también a Harriet. Así que, ¿qué me dices?

Gina miró el rostro hinchado de Ginny con vacilación, las heridas se veían acentuadas por un par de gafas viejas que había encontrado en algún sitio.

– ¿Está segura de que ya se encuentra bien para esto, señorita Tomlinson?

– Tú me ayudas, yo te ayudo. Gina y Ginny, Mujeres al Ataque. -Levantó un puño.

Obligándose a sonreír un poco, Gina hizo chocar sus nudillos con los de Ginny.

– Todo esto mola un montón y es muy yupi-yupi -dijo Rusty-, pero si empiezas a sentirte débil, busca una cama y túmbate un rato. Órdenes del doctor Rusty.

Ginny se estremeció cuando la sonrisa que sus labios intentaban esbozar le tiró de las aletas de la nariz.

– Ni hablar de camas, me pido el viejo sofá de Ron Haskell en la sala de médicos.

Sonó el móvil de Rusty. Les hizo un gesto a las mujeres para que se fueran. Ellas se marcharon hablando, Gina con un brazo en la cintura de Ginny.

– Sí, aquí Eric -contestó.

– Aquí la mujer de Eric -dijo una voz apagada-. Llamaba para pedirle perdón a Eric.

Rusty entró en una sala de diagnosis en la que no había nadie y cerró la puerta.

– No hace falta ninguna disculpa -dijo… aunque no estaba muy seguro de que fuera verdad-. Fue un momento de exaltación. ¿Lo han soltado ya? -A él le parecía una pregunta perfectamente razonable tratándose del Barbie al que había empezado a conocer.

– Preferiría no hablar de esto por teléfono. ¿Puedes venir a casa, cariño? ¿Por favor? Tenemos que hablar.

Rusty suponía que la verdad era que sí, que podía. Había tenido a un solo paciente en estado crítico, y le había simplificado bastante la vida profesional muriéndose. Además, aunque le tranquilizaba volver a estar bien con la mujer a la que amaba, no le gustaba ese tono precavido que oía en su voz.

– Sí que puedo -dijo-, aunque no mucho rato. Ginny vuelve a estar en pie, pero si no la vigilo hará más de la cuenta. ¿Para la cena?

– Sí. -Parecía aliviada. Rusty se alegró-. Descongelaré un poco de sopa de pollo. Será mejor que consumamos todo lo que podamos de la comida que teníamos congelada mientras siga habiendo electricidad para conservarla en buen estado.

– Una cosa. ¿Todavía crees que Barbie es culpable? No me importa lo que piensen los demás, pero ¿tú?

Una larga pausa. Después, Linda dijo:

– Hablaremos cuando llegues. -Y, dicho eso, colgó.

Rusty estaba en la sala de diagnosis, apoyado en la camilla. Sostuvo el teléfono frente a sí con una mano durante un momento y luego apretó el botón de colgar. Había muchas cosas de las que no estaba seguro en ese preciso instante (se sentía como un hombre que nada en un mar de perplejidad), pero de una cosa sí estaba convencido: su mujer creía que alguien podía estar escuchándolos. Pero ¿quién? ¿El ejército? ¿Seguridad Nacional?

¿Big Jim Rennie?

– Ridículo -dijo Rusty a la sala vacía. Después se fue a buscar a Twitch para decirle que se marchaba un rato del hospital.

9

Twitch accedió a no perder de vista a Ginny y asegurarse de que no hiciera más de la cuenta, pero había un quid pro quo: antes de marcharse, Rusty tenía que examinar a Henrietta Clavard, que había resultado herida durante el tumulto en el supermercado.

– ¿Qué le pasa? -preguntó Rusty, temiendo lo peor. Henrietta era una señora mayor, fuerte y sana, pero ochenta y cuatro años eran ochenta y cuatro años.

– Dice, y cito textualmente, que «Una de esas despreciables hermanas Mercier me ha roto el recondenado trasero». Cree que ha sido Carla Mercier. Que ahora es Venziano.

– Vale -dijo Rusty, y luego murmuró sin que viniera al caso-:

Es una ciudad pequeña, y todos apoyamos al equipo. ¿Y es así?

– ¿Es así el qué, senséi?

– Si se lo han roto.

– Yo qué sé. A mí no quiere enseñármelo. Dice, y vuelvo a citar textualmente, que «Solo mostraré mi salva sea la parte a los ojos de un profesional».

Los dos se echaron a reír con ganas, intentando sofocar las carcajadas.

Desde el otro lado de la puerta cerrada, la voz cascada y lastimera de una anciana dijo:

– Lo que me han roto es el trasero, no los tímpanos. Os estoy oyendo.

Rusty y Twitch se rieron más aún. Twitch se había puesto de un rojo alarmante.

Desde detrás de la puerta, Henrietta dijo:

– Si fuera vuestro trasero, amigos míos, no os estaríais riendo tan alegremente.

Rusty entró, todavía con una sonrisa en la cara.

– Lo siento, señora Clavard.

La mujer estaba de pie, en lugar de sentada, y, para gran alivio de Rusty, también ella sonreía.

– Bah -exclamó-. En todo este alboroto tiene que haber algo divertido. Qué más da que sea yo. -Lo pensó un momento-. Además, estaba allí dentro robando como todos los demás. Seguramente me lo merezco.

10

El trasero de Henrietta resultó estar muy magullado, pero no roto. Y eso era bueno, porque un coxis aplastado no era algo de lo que reírse. Rusty le dio una pomada analgésica, le preguntó si en casa tenía Advil, para el dolor, y le dio el alta, cojeando pero satisfecha. O, al menos, todo lo satisfecha que podía estar una señora de su edad y su temperamento.

En su segundo intento de huida, unos quince minutos después de la llamada de Linda, Harriet Bigelow lo detuvo justo antes de que llegara a la puerta del aparcamiento.

– Ginny dice que deberías saber que Sammy Bushey se ha ido.

– ¿Adónde se ha ido? -preguntó Rusty, teniendo siempre en mente ese viejo dicho de escuela de primaria de que la única pregunta estúpida es la que no se hace.

– Nadie lo sabe. Pero no está.

– A lo mejor ha ido al Sweetbriar a ver si servían la cena. Espero que sea eso, porque si intenta volver caminando hasta su casa, seguro que se le saltan los puntos.

Harriet parecía alarmada.

– ¿Podría, no sé, morir desangrada? Morir desangrándote por el chirri… tiene que ser espantoso.

Rusty había oído muchos términos para «vagina», pero ese era nuevo para él.

– Seguramente no, pero acabaría aquí otra vez, y para una estancia más larga. ¿Y su niño?

Harriet lo miró con espanto. Era una chiquita muy seria que, cuando se ponía nerviosa, parpadeaba como una loca tras las gruesas lentes de sus gafas; el tipo de chica, pensó Rusty, que acabaría con una crisis mental quince años después de licenciarse suma cum laude en Smith o Vassar.

– ¡El niño! ¡Ay, Dios mío, Little Walter! -Se fue corriendo por el pasillo antes de que Rusty pudiera detenerla y al poco regresó algo más tranquila-. Sigue aquí. No está muy activo, pero parece que ese es su carácter.

– Entonces seguro que Sammy vuelve. No importa cuáles sean sus otros problemas, quiere al niño. Aunque sea de una forma distraída.

– ¿Cómo? -Más parpadeo furioso.

– Déjalo. Volveré en cuanto pueda, Hari. Que no decaiga.

– ¿Que no decaiga el qué? -Sus párpados parecían a punto de echar humo.

Rusty estuvo a punto de soltar: «Quiero decir que adelante y con dos cojones», pero eso tampoco estaba bien. En la terminología de Harriet, «cojones» seguramente serían «cataplines».

– Mantente ocupada -dijo.

Harriet lo miró con alivio.

– Eso puedo hacerlo, doctor Rusty, ningún problema.

Rusty se volvió con intención de irse, pero de pronto se encontró con un hombre plantado frente a él: era delgado y, una vez superabas la nariz aguileña y la melena canosa recogida en una cola de caballo, no era feo. Se parecía un poco al difunto Timothy Leary. Rusty empezaba a preguntarse si al final conseguiría salir de allí.

– ¿En qué puedo ayudarlo, señor?

– La verdad es que estaba pensando que a lo mejor yo podría ayudarles a ustedes. -Le tendió una mano huesuda-. Thurston Marshall. Mi compañera y yo estábamos pasando el fin de semana en el estanque de Chester y nos hemos quedado atrapados en este lo que sea.

– Siento oír eso -dijo Rusty.

– El caso es que tengo algo de experiencia médica. Fui objetor de conciencia durante el jaleo de Vietnam. Pensé en irme a Canadá, pero tenía planes… bueno, no importa. Me inscribí como objetor de conciencia y serví dos años como camillero en un hospital de veteranos de Massachusetts.

Aquello era interesante.

– ¿El Edith Nourse Rogers?

– El mismo. Seguramente mis conocimientos están un poco anticuados…

– Señor Marshall, tengo trabajo para usted.

11

Mientras se incorporaba a la 119, Rusty oyó un claxon. Miró por el retrovisor y vio uno de los camiones de Obras Públicas preparándose para torcer por el camino de entrada del Catherine Russell. Era difícil asegurarlo con la luz rojiza de la puesta del sol, pero le pareció ver que Stewart Bowie iba al volante. Lo que vio cuando miró una segunda vez le alegró el corazón: en la caja del camión parecían llevar un par de depósitos de propano líquido. Ya se preocuparía más adelante por saber de dónde habían salido, a lo mejor incluso les haría unas cuantas preguntas, pero de momento simplemente se sentía aliviado al saber que las luces pronto volverían a encenderse y que los respiradores y los monitores volverían a funcionar. Quizá no durante mucho tiempo, pero sus planes no alcanzaban más allá de un día.

En lo alto de la cuesta del Ayuntamiento vio a su antiguo paciente y skater Benny Drake con un par de amigos. Uno de ellos era el chico de los McClatchey, el que había preparado la retransmisión en directo del impacto del misil. Benny lo saludó con los brazos y gritó, evidentemente con la intención de que parara y darle un poco de palique. Rusty le devolvió el saludo, pero no frenó. Estaba impaciente por ver a Linda. También por escuchar lo que tenía que decir, desde luego, pero sobre todo por verla, estrecharla entre sus brazos y acabar de hacer las paces con ella.

12

Barbie necesitaba mear pero se aguantó. Había llevado a cabo interrogatorios en Iraq y sabía cómo funcionaban allí las cosas. No sabía si en esa celda sería igual, pero tal vez sí. Las cosas estaban yendo muy deprisa y Big Jim había demostrado una implacable habilidad para avanzar con los tiempos. Igual que los más grandes demagogos, nunca subestimaba la disposición de su público a aceptar algo absurdo.

Barbie también tenía mucha sed, y no se sorprendió demasiado cuando uno de los nuevos agentes se presentó con un vaso de agua en una mano y una hoja de papel con un bolígrafo sujeto a ella en la otra. Sí, así funcionaban esas cosas; así funcionaban en Faluya, Tikrit, Hila, Mosul y Bagdad. Así funcionaban también ahora en Chester's Mills, por lo visto.

El nuevo agente era Junior Rennie.

– Vaya, mírate -dijo Junior-. Ahora mismo ya no pareces tan dispuesto a dar ninguna paliza con tus espectaculares truquitos del ejército. -Levantó la mano en la que llevaba la hoja de papel y se frotó la sien izquierda con la punta de los dedos. El papel hizo ruido.

– Tú tampoco tienes muy buen aspecto.

Junior bajó la mano.

– Estoy sano como una rosa.

Eso sí que era raro, pensó Barbie; había quien decía «estoy sano como una manzana» y había quien simplemente decía «estoy como una rosa», pero no había nadie, que él supiera, que dijera «sano como una rosa». A lo mejor no quería decir nada, pero…

– ¿Estás seguro? Tienes el ojo muy rojo.

– Estoy de puta madre. Y no he venido aquí para hablar de mí.

Barbie, que sabía muy bien para qué había ido Junior, dijo:

– ¿Eso es agua?

Junior bajó la mirada hasta el vaso, como si se hubiera olvidado de él.

– Sí. El jefe ha dicho que a lo mejor tenías sed. Sed buenos, ya sabes. -Se rió a carcajada limpia, como si esa incongruencia fuera lo más ingenioso que hubiera salido alguna vez de su boca-. ¿Quieres?

– Sí, por favor.

Junior le tendió el vaso. Barbie alargó una mano. Junior lo retiró. Por supuesto. Así era como funcionaban esas cosas.

– ¿Por qué los mataste? Tengo curiosidad, Baaarbie. ¿Angie ya no quería follar más contigo? Después, cuando lo intentaste con Dodee, ¿descubriste que le iba más merendar rajitas que comer pollas? ¿A lo mejor Coggins vio algo que no tenía que haber visto? Y Brenda empezó a sospechar. ¿Por qué no? Ella misma era policía, ¿sabes? ¡Por inyección!

Junior soltó gorgoritos de risa, pero debajo de esa hilaridad no se escondía más que un lúgubre estado de alerta. Y dolor. Barbie estaba bastante seguro de ello.

– ¿Qué? ¿No tienes nada que decir?

– Ya lo he dicho. Me gustaría beber. Tengo sed.

– Sí, seguro que debes de tener sed. Ese spray de pimienta es una cabronada, ¿a que sí? Tengo entendido que serviste en Iraq, ¿cómo era aquello?

– Hacía calor.

Junior volvió a gorjear. Parte del agua se vertió en su muñeca. ¿Le temblaban un poco las manos? Y por el rabillo de ese ojo izquierdo en llamas caían lágrimas. Junior, ¿qué te pasa, joder? ¿Migrañas? ¿O alguna otra cosa?

– ¿Mataste a alguien?

– Solo con la comida que cocinaba.

Junior sonrió como diciendo «Muy buena, muy buena».

– Pero allí no eras cocinero, Baaarbie. Eras oficial de enlace. Por lo menos esa era la descripción de tu cargo. Mi padre te buscó por internet. No salen muchas cosas, pero sí algunas. Mi padre cree que eras de los de interrogatorios. A lo mejor eras de los de operaciones encubiertas. ¿Eras como el Jason Bourne del ejército?

Barbie no dijo nada.

– Venga, ¿mataste a alguien? ¿O debería preguntar a cuántos mataste? Además de los que te has cargado aquí, quiero decir.

Barbie no dijo nada.

– Caray, esta agua tiene que estar buena. La he sacado de la nevera de arriba. ¡Fresquita fresquita!

Barbie no dijo nada.

– Los que han sido como tú volvéis con toda clase de problemas. Al menos eso es lo que tengo entendido y lo que veo por la tele. ¿Verdadero o falso? ¿Verdad o mentira?

No es una migraña lo que le lleva a hacer esto. Al menos ninguna migraña de la que yo haya oído hablar.

– Junior, ¿cuánto te duele la cabeza?

– No me duele.

– ¿Cuánto hace que tienes esos dolores de cabeza?

Junior dejó el vaso en el suelo con mucho cuidado. Esa noche llevaba un arma de mano. La sacó y apuntó a Barbie entre los barrotes. El cañón temblaba un poco.

– ¿Quieres seguir jugando a los médicos?

Barbie miró la pistola. La pistola no estaba en el guión, de eso estaba seguro; Big Jim tenía planes para él, y seguramente no eran planes agradables, pero no incluían que Dale Barbara muriera de un tiro en una celda de comisaría cuando cualquiera podía bajar corriendo desde el piso de arriba y ver que la puerta de la celda seguía cerrada y que la víctima estaba desarmada. Sin embargo, no podía confiar en que Junior siguiera el guión, porque Junior estaba enfermo.

– No -dijo-. Nada de médicos. Lo siento mucho.

– Sí, claro que lo sientes. Eres un imbécil de mierda arrepentido. -Pero parecía satisfecho. Volvió a meter el arma en la funda y volvió a coger el vaso de agua-. Tengo la teoría de que has regresado hecho una puta mierda por culpa de todo lo que viste e hiciste allí. Ya sabes, TEPT, ETS, SPM, alguna cosa de esas. Tengo la teoría de que sencillamente has estallado. ¿No es más o menos eso lo que ha pasado?

Barbie no dijo nada.

Junior no parecía muy interesado en saberlo, de todas formas. Le acercó el vaso por entre los barrotes.

– Cógelo, cógelo.

Barbie fue a coger el vaso creyendo que Junior volvería a retirarlo, pero no lo hizo. Probó el agua. No estaba fría y tampoco era potable.

– Sigue -dijo Junior-. Solo le he echado medio salero, eso puedes soportarlo, ¿verdad? Tú le echas sal al pan, ¿verdad?

Barbie se quedó mirando a Junior.

– ¿No le echas sal al pan? ¿Le echas sal, hijo de puta? ¿Eh?

Barbie le devolvió el vaso por entre los barrotes.

– Quédatelo, quédatelo -dijo Junior con magnanimidad-. Y quédate también con esto. -Le pasó el papel y el bolígrafo.

Barbie los cogió y miró el papel. Era más o menos lo que había esperado. Abajo del todo había un lugar en el que tenía que firmar.

Hizo ademán de devolvérselo. Junior retrocedió ejecutando lo que fue casi un paso de baile, sonriendo y negando con la cabeza.

– Quédatelo. Mi padre ha dicho que no querrías firmarlo de buenas a primeras, pero tú piénsatelo. Y piensa en lo que sería tener un vaso de agua en el que no hayan echado sal. Y algo de comer. Una enorme y rica hamburguesa con queso. El paraíso. A lo mejor una Coca-Cola. Hay algunas frías en la nevera de arriba. ¿No te apetecería una rica cola Coca?

Barbie no dijo nada.

– ¿No le echas sal al pan? Venga, no seas tímido. ¿Se la echas, caraculo?

Barbie no dijo nada.

– Acabarás por convencerte. Cuando tengas suficiente hambre y suficiente sed, ya te convencerás. Eso es lo que dice mi padre, y normalmente en estas cosas tiene razón. Ciao, Baaarbie.

Echó a andar por el pasillo y luego dio media vuelta.

– Nunca tendrías que haberme puesto la mano encima, ¿sabes? Ese fue tu gran error.

Mientras subía la escalera, Barbie se fijó en que Junior cojeaba un poco… o más bien arrastraba los pies. Eso era, se arrastraba hacia la izquierda y con la mano derecha se agarraba a la barandilla y tiraba de sí para compensarlo. Se preguntó qué pensaría Rusty Everett de esos síntomas. Se preguntó si alguna vez tendría ocasión de consultárselo.

Barbie se quedó mirando la confesión sin firmar. Le habría gustado romperla en pedazos y esparcirlos por el suelo frente a la celda, pero eso habría sido una provocación innecesaria. Estaba atrapado en las garras del gato y lo mejor que podía hacer era quedarse quieto. Dejó la hoja en el camastro, con el bolígrafo encima. Después cogió el vaso de agua. Sal. Lleno de sal. Podía olerla. Eso le hizo pensar en lo que había acabado siendo Chester's Mills… aunque ¿no era ya antes? ¿Antes de la Cúpula? ¿No hacía tiempo que Big Jim y sus amigos se dedicaban a sembrar la tierra con sal? Barbie pensaba que sí. También pensaba que, si llegaba a salir vivo de aquella comisaría, sería un milagro.

No obstante, eran unos aficionados; no habían pensado en el retrete. Seguramente ninguno de ellos había estado nunca en un país en el que hasta un pequeño charco en una cuneta podía tener buena pinta cuando cargabas con cuarenta kilos de equipo y soportabas una temperatura de cuarenta y seis grados. Barbie vertió el agua con sal en un rincón de la celda. Después meó en el vaso y lo guardó debajo del camastro. Se arrodilló frente al retrete como un hombre rezando sus oraciones y bebió hasta que sintió que la barriga se le hinchaba.

13

Linda estaba sentada en los escalones de la entrada cuando Rusty aparcó el coche. En el jardín trasero, Jackie Wettington empujaba a las pequeñas J en los columpios, y las niñas le pedían que empujara más fuerte y las hiciera subir más alto.

Linda se acercó a él con los brazos extendidos. Le dio un beso en la boca, se hizo atrás para mirarlo, después volvió a besarlo con las manos en sus mejillas y la boca abierta. Él sintió el breve y húmedo contacto de su lengua, e inmediatamente empezó a ponérsele dura. Linda lo sintió y se apretó contra él.

– Caray -dijo Rusty-. Tendremos que pelearnos en público más a menudo. Y, si no paras, también acabaremos haciendo otra cosa en público.

– Lo haremos, pero no en público. Primero… ¿tengo que volver a decirte que lo siento?

– No.

Linda le cogió de la mano y se lo llevó hacia los escalones.

– Bien. Porque tenemos cosas de que hablar. Cosas serias.

Él puso su otra mano sobre la de ella.

– Te escucho.

Linda le explicó lo que había sucedido en comisaría, cómo habían echado a Julia de allí después de permitir que Andy Sanders bajara a enfrentarse con el detenido. Le dijo que Jackie y ella habían ido a la iglesia para poder hablar con Julia en privado, y le explicó la posterior conversación en la casa parroquial, con Piper Libby y Rommie Burpee añadidos al grupo. Cuando le habló del principio de rigor que habían observado en el cadáver de Brenda Perkins, Rusty aguzó los oídos.

– ¡Jackie! -gritó Rusty-. ¿Estás segura de eso del rigor mortis?

– ¡Bastante! -respondió ella.

– ¡Hola, papá! -exclamó Judy-. ¡Jannie y yo vamos a dar una vuelta mortal!

– Ni hablar -le dijo Rusty. Les envió dos besos soplando desde las palmas de las manos. Cada niña atrapó uno; no había quien las ganara atrapando besos-. ¿A qué hora viste los cadáveres, Lin?

– A eso de las diez treinta, creo. El jaleo del supermercado se había acabado hacía ya un buen rato.

– Y si Jackie está segura de que el rigor estaba empezando a presentarse… Pero no podemos estar absolutamente seguros de eso, ¿verdad?

– No, pero escucha. He hablado con Rose Twitchell. Barbara ha llegado al Sweetbriar a las seis menos diez minutos de esta mañana. Desde entonces hasta que se han descubierto los cuerpos tiene coartada. Así que habría tenido que matarla… ¿Cuándo? ¿A las cinco? ¿Cinco y media? ¿Qué probabilidades hay de que fuera así, si cinco horas después de eso el rigor solo estaba empezando a aparecer?

– No hay muchas probabilidades pero no es imposible. El rigor mortis se ve afectado por toda clase de variables. La temperatura del lugar donde está el cadáver, para empezar. ¿Qué temperatura había en la despensa?

– Hacía calor -admitió ella, después cruzó los brazos por encima de sus pechos y alzó los hombros-. Hacía calor y olía mal.

– ¿Ves lo que quiero decir? En esas circunstancias podría haberla matado en algún otro lugar a las cuatro de la madrugada y luego haberla llevado allí y haberla metido en la…

– Pensaba que estabas de su parte.

– Lo estoy, la verdad es que no es muy probable que sucediera algo así porque la temperatura de la despensa habría sido mucho menor a las cuatro de la madrugada. Además, ¿por qué habría estado con Brenda a las cuatro de la madrugada? ¿Qué diría la policía? ¿Que se la estaba tirando? Aunque le fueran las mujeres mayores que él (mucho mayores)… ¿tres días después de la muerte del que había sido su marido durante más de treinta años?

– Dirían que no fue una relación consentida -repuso ella sombríamente-. Dirían que fue una violación. Igual que están diciendo ya de esas dos chicas.

– ¿Y Coggins?

– Si quieren tenderle una trampa, se les ocurrirá cualquier cosa.

– ¿Julia va a publicar todo esto?

– Va a escribir el artículo y a hacer algunas preguntas, pero se reservará todo eso de que el rigor estaba en las primeras fases. Puede que Randolph sea demasiado estúpido para sospechar de dónde ha salido esa información, pero Rennie lo sabría.

– Aun así, podría ser peligroso -dijo Rusty-. Si le callan la boca, no va a poder acudir a la Unión Americana por las Libertades Civiles, ni mucho menos.

– No creo que le importe. Está hecha una furia. Incluso cree que los disturbios del supermercado han podido ser provocados.

Seguramente así ha sido, pensó Rusty, pero lo que dijo fue:

– Joder, ojalá hubiese visto esos cadáveres.

– A lo mejor todavía estás a tiempo.

– Sé lo que estás pensando, tesoro, pero Jackie y tú podríais perder el trabajo. O algo peor, si todo esto es porque Big Jim quiere librarse de un estorbo que le incordia.

– Pero no podemos dejarlo así…

– Además, puede que no sirviera de nada. Seguramente no serviría de nada. Si Brenda Perkins empezó a presentar rigor entre las cuatro y las ocho, es muy probable que a estas alturas el rigor mortis sea completo y el cadáver no pueda decirnos gran cosa. Tal vez el médico forense de Castle County pudiera descubrir algo, pero está tan fuera de nuestro alcance como la Unión Americana por las Libertades Civiles.

– A lo mejor encuentras alguna otra cosa. Algo que tenga su cadáver o alguno de los otros. ¿No conoces ese cartel que cuelga en algunas salas de autopsia? ¿«Aquí es donde los muertos hablan con los vivos»?

– Es una posibilidad muy remota. ¿Sabes qué sería lo mejor? Que alguien hubiese visto a Brenda viva después de que Barbie se presentara a trabajar a las cinco y cuarto de esta mañana. Eso les abriría un boquete tan grande en la barca que no lo podrían tapar.

Judy y Janelle, vestidas en pijama, llegaron a todo correr para que les dieran sus abrazos de buenas noches. Rusty cumplió con su deber en ese punto. Jackie Wettington, que las seguía a poca distancia, oyó ese último comentario de Rusty y dijo:

– Preguntaré por ahí.

– Pero sé discreta -dijo él.

– Por descontado. Y, para que quede constancia, yo sigo sin estar del todo convencida. ¡Su placa de identificación estaba en la mano de Angie!

– ¿Y él no se ha dado cuenta de que no la tenía en todo el tiempo que ha pasado desde que la perdió hasta que se han encontrado los cuerpos?

– ¿Qué cuerpos, papá? -preguntó Jannie.

Rusty suspiró.

– Es complicado, cielo. Y no es para niñas pequeñas.

Los ojos de la niña le dijeron que con eso bastaba. Su hermana pequeña, mientras tanto, se había alejado para recoger unas cuantas flores marchitas, pero volvió con las manos vacías.

– Se están muriendo -informó-. Están todas marrones y mustias en los bordes.

– Seguramente hace demasiado calor para ellas -dijo Linda, y por un momento Rusty creyó que iba a echarse a llorar, así que se interpuso ante el abismo.

– Niñas, id adentro y lavaos los dientes. Coged un poco de agua de la jarra que hay en la encimera. Jannie, tú eres la regadora oficial. Venga, adentro. -Se volvió de nuevo hacia las mujeres. Hacia Linda en concreto-. ¿Estás bien?

– Sí. Es solo que… no deja de afectarme, y cada vez de una forma distinta. Pienso: «Esas flores no tendrían por qué morirse», y luego pienso: «Nada de esto tendría por qué haber pasado, para empezar».

Se quedaron callados un momento, pensando en eso. Después fue Rusty el que habló:

– Deberíamos esperar a ver si Randolph me pide que examine los cadáveres. Si lo hace, podré verlos sin arriesgarnos a que a vosotras dos os caiga una buena. Si no lo hace, eso ya nos dirá algo.

– Mientras tanto, Barbie está en la cárcel -dijo Linda-. Ahora mismo podrían estar intentando sacarle una confesión.

– Supón que sacaras tu placa y consiguieras meterme en la funeraria -dijo Rusty-. Supón también que yo encontrara algo que exonerase a Barbie. ¿Crees que simplemente dirían «Ay, mierda, culpa nuestra», y lo dejarían libre? ¿Y que luego dejarían que se hiciera con el mando? Porque eso es lo que quiere el gobierno, se habla de ello en todo el pueblo. ¿Crees que Rennie permitiría que…?

Su teléfono móvil empezó a sonar.

– Estos trastos son el peor invento de la historia -dijo, pero al menos la llamada no era del hospital.

– ¿Señor Everett? -Una mujer. Conocía la voz pero no lograba ponerle nombre.

– Sí, pero, a menos que sea una emergencia, ahora estoy algo ocupado con mis…

– No sé si es una emergencia, pero es muy, muy importante. Y ya que el señor Barbara… o coronel Barbara, supongo…, ha sido arrestado, usted es el único que puede ocuparse de ello.

– ¿Señora McClatchey?

– Sí, pero es con Joe con quien tiene que hablar. Ahora se pone.

– ¿Doctor Rusty? -La voz era apremiante, estaba casi sin aliento.

– Hola, Joe. ¿Qué pasa?

– Creo que hemos encontrado el generador. ¿Ahora qué se supone que tenemos que hacer?

La tarde se hizo noche tan de repente que los tres ahogaron un grito de asombro y Linda agarró el brazo de Rusty. Sin embargo, no era más que el gran borrón de humo del lado occidental de la Cúpula. El sol se había ocultado tras él.

– ¿Dónde?

– En Black Ridge.

– ¿Había radiación, hijo? -Sabía que tenía que haberla; ¿cómo, si no, lo habían encontrado?

– La última lectura era de más de doscientos -dijo Joe-. No entraba del todo en la zona de peligro. ¿Qué hacemos ahora?

Rusty se pasó la mano libre por el pelo. Estaban sucediendo demasiadas cosas. Demasiadas y demasiado deprisa. Más aún para un «chico para todo» que nunca se había considerado demasiado bueno tomando decisiones, y mucho menos un líder.

– Esta noche, nada. Ya casi ha oscurecido. Nos ocuparemos de ello mañana. Mientras tanto, Joe, tienes que prometerme una cosa. No hables de esto con nadie. Lo sabes tú, lo saben Benny y Norrie, y lo sabe tu madre. Mantenlo así.

– Vale. -Joe parecía contenido-. Tenemos muchas cosas que explicarle, pero supongo que puede esperar hasta mañana. -Respiró hondo-. Da un poco de miedo, ¿verdad?

– Sí, hijo -convino Rusty-. Da un poco de miedo.

14

El hombre que gobernaba el destino y la suerte de Mills estaba sentado en su estudio comiendo carne en conserva con pan de centeno a grandes mordiscos, con afán, cuando entró Junior. Algo antes, Big Jim se había echado una reconstituyente siesta de cuarenta y cinco minutos. Se sentía con las energías renovadas y listo una vez más para la acción. La superficie de su escritorio estaba salpicada de hojas de papel amarillo con pauta, notas que más tarde quemaría en el incinerador de la parte de atrás. Más valía prevenir que curar.

El estudio estaba iluminado por siseantes focos Coleman que proyectaban un brillante resplandor blanco. Dios sabía que, si quería, podía conseguir un buen montón de propano (suficiente para iluminar la casa entera y hacer funcionar los electrodomésticos durante cincuenta años), pero de momento era mejor ceñirse a los Coleman. Cuando la gente pasara por delante, Big Jim quería que vieran el brillante resplandor blanco y supieran que el concejal Rennie no estaba disfrutando de ninguna ventaja especial. Que el concejal Rennie era igual que ellos, solo que más digno de confianza.

Junior cojeaba. Tenía el rostro demacrado.

– No ha confesado.

Big Jim no había esperado que Barbara confesara tan pronto y no hizo caso del comentario.

– ¿A ti qué te pasa? Estás pálido a más no poder.

– Otra vez dolor de cabeza, pero ya se me está pasando. -Era verdad, aunque el dolor lo había estado matando durante su conversación con Barbie. Esos ojos azul grisáceo o veían o parecían ver demasiado.

Sé lo que les hiciste en la despensa, decían. Lo sé todo.

Había tenido que echar mano de toda su fuerza de voluntad para no apretar el gatillo de la pistola y oscurecer para siempre esa deplorable mirada entrometida.

– También vas cojo.

– Eso es por esos niños que encontramos junto al estanque de Chester. Estuve llevando a cuestas a uno de ellos y creo que me dio un tirón muscular.

– ¿Estás seguro de que no hay nada más? Thibodeau y tú tenéis un trabajo que hacer dentro de… -Big Jim consultó su reloj- dentro de tres horas y media, y no podéis fastidiarlo. Tiene que salir a la perfección.

– ¿Por qué no en cuanto oscurezca?

– Porque la bruja está allí dentro, componiendo su periódico con sus dos pequeños trols. Freeman y el otro. Ese reportero de deportes que siempre se la tiene jurada a los Wildcats.

– Tony Guay.

– Sí, ese. No es que me preocupe demasiado que salgan heridos, sobre todo ella… -El labio superior de Big Jim se elevó, perpetrando su perruna imitación de sonrisa-. Pero no puede haber ningún testigo. Ningún testigo ocular, quiero decir. Lo que la gente oiga… eso es harina de otro costal.

– ¿Qué es lo que quieres que oigan, papá?

– ¿Estás seguro de que estás en forma para esto? Porque puedo enviar a Frank con Carter, en lugar de a ti.

– ¡No! ¡Yo te ayudé con Coggins y te he ayudado esta mañana con la vieja! ¡Merezco hacer esto!

Big Jim parecía estar sopesándolo. Después asintió con la cabeza.

– Está bien. Pero no pueden pillarte, ni siquiera pueden verte.

– No te preocupes. ¿Qué es lo que quieres que oigan los… los testigos auditivos?

Big Jim se lo explicó. Big Jim se lo explicó todo. Junior pensó que estaba bien. Tenía que admitirlo: a su querido y viejo padre no se le escapaba ni una.

15

Cuando Junior se fue arriba para «descansar la pierna», Big Jim se terminó el sándwich, se limpió la grasa de la barbilla y luego llamó al móvil de Stewart Bowie. Empezó por la pregunta que todo el mundo hace cuando llama a un teléfono móvil:

– ¿Dónde estáis?

Stewart dijo que iban de camino a la funeraria, a beber algo. Como sabía cuál era la opinión de Big Jim acerca de las bebidas alcohólicas, lo dijo con una actitud de desafío obrero: Ya he hecho mi trabajo, ahora déjame que disfrute de mis placeres.

– Está bien, pero asegúrate de que solo sea un trago. Aún tienes trabajo que hacer esta noche. Y Fern y Roger también.

Stewart protestó enérgicamente.

Cuando hubo acabado de decir la suya, Big Jim prosiguió.

– Os quiero a los tres en la escuela de secundaria a las nueve y media. Allí habrá unos cuantos agentes nuevos (incluidos los chicos de Roger, por cierto) y quiero que también vosotros asistáis. -Tuvo una inspiración-. De hecho, os voy a nombrar sargentos honoríficos de la Fuerza de Seguridad Municipal de Chester's Mills.

Stewart le recordó a Big Jim que Fern y él tenían cuatro nuevos cadáveres de los que ocuparse. Con su fuerte acento yanqui, la palabra sonó a «c'dávres».

– Esa gente de casa de los McCain puede esperar -dijo Big Jim-. Están muertos. Nosotros tenemos aquí entre manos una situación de emergencia, por si no te habías dado cuenta. Hasta que esto haya pasado, todos hemos de arrimar el hombro. Poner de nuestra parte. Apoyar al equipo. A las nueve y media en la escuela de secundaria. Pero hay otra cosa que quiero que hagáis antes. Ponme con Fern.

Stewart le preguntó a Big Jim por qué quería hablar con Fern, a quien él consideraba (con cierta justificación) el hermano tonto.

– No es de tu incumbencia. Tú ponme con él.

Fern dijo hola. A Big Jim le dio igual.

– Solías ser del Cuerpo de Voluntarios, ¿verdad? Hasta que fueron disueltos.

Fern dijo que claro que había estado con ese apéndice extraoficial de los bomberos de Chester's Mills, no añadió que lo había dejado un año antes de que los Voluntarios fueran disueltos (después de que los concejales recomendaran que no se les asignara ninguna partida en los presupuestos municipales de 2008). Tampoco añadió que lo había dejado porque se había dado cuenta de que las actividades de los Voluntarios para recaudar fondos los fines de semana le quitaban tiempo para emborracharse.

Big Jim dijo:

– Quiero que vayas a la comisaría y consigas la llave del parque de bomberos. Después, mira si esas fumigadoras de agua que Burpee usó ayer están en el almacén. Me dijeron que allí es donde las dejaron la mujer de Perkins y él, y será mejor que así sea.

Fern dijo que creía que las bombas habían salido de Burpee's, lo cual seguramente las convertía en propiedad de Rommie. Los Voluntarios habían tenido unas cuantas, pero las habían vendido en eBay cuando se desmanteló el cuerpo.

– Puede que fueran de Burpee, pero ya no lo son -dijo Big Jim-. Hasta que termine esta crisis, son propiedad del pueblo. Haremos lo mismo con cualquier otra cosa que necesitemos. Por el bien de todos. Y si Romeo Burpee cree que va a conseguir montar otra vez el Cuerpo de Voluntarios, le espera otra sorpresa.

Fern dijo, con cautela, que había oído comentar que Rommie había hecho muy buen trabajo apagando el incendio de la Little Bitch Road después del impacto de los misiles.

– Eso no eran más que unas cuantas colillas de cigarrillo con la brasa encendida en un cenicero -se mofó Big Jim. Tenía una vena que le palpitaba en la sien, el corazón le latía con demasiada fuerza. Sabía que había comido demasiado deprisa (otra vez), pero no podía evitarlo. Cuando tenía hambre, tragaba hasta que todo lo que tenía delante se había terminado. Así era él-. Cualquiera podría haberlo apagado. Hasta tú podrías haberlo sofocado. El caso es que sé quiénes me votaron la última vez, y también sé quiénes no. Los que no recibieron ningún puñetero caramelo.

Fern le preguntó a Big Jim lo que se suponía que él, Fern, tenía que hacer con las fumigadoras de agua.

– Tú simplemente comprueba que están en el almacén del parque de bomberos. Después vete a la escuela de secundaria. Estaremos en el gimnasio.

Fern dijo que Roger Killian quería decirle algo.

Big Jim puso ojos de exasperación, pero esperó.

Roger quería saber cuáles de sus chicos iban a entrar en la policía.

Big Jim suspiró, escarbó entre el vertedero de papeles que cubría su escritorio y encontró el que tenía escrita la lista de nuevos agentes. La mayoría eran estudiantes del instituto y todos eran chicos. El más joven, Mickey Wardlaw, tenía solo quince años, pero era grande como un armario. Tackle derecho del equipo de fútbol americano hasta que lo expulsaron por beber.

– Ricky y Randall.

Roger protestó diciendo que eran los mayores de sus chicos y los únicos con los que podía contar para la faena. Preguntó entonces quién iba a echarle un cable con los pollos.

Big Jim cerró los ojos y rezó a Dios para que le diera fuerzas.

16

Sammy era muy consciente del grave y retumbante dolor que sentía en la barriga (parecido a las molestias premenstruales) y de las punzadas mucho más intensas que venían de ahí abajo. Habría sido muy difícil pasarlas por alto porque sentía una a cada paso que daba. No obstante, seguía avanzando por la 119 como podía, en dirección a Motton Road. No se detendría por mucho que le doliera. Tenía un destino en mente, y no era precisamente su caravana. Lo que quería no estaba en su caravana, pero sabía dónde podía encontrarlo. Caminaría hasta dar con ello, aunque tardara toda la noche. Si el dolor se ponía muy feo, en el bolsillo de los vaqueros tenía cinco comprimidos de Percocet y podía masticarlos. El efecto era más rápido si los masticabas. Se lo había dicho Phil.

Tíratela.

Volveremos y te joderemos bien, pero de verdad.

Tírate a esa zorra.

Tienes que aprender a mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas.

Tíratela, tírate a esa zorra.

De todos modos, nadie te creería.

Pero la reverenda Libby sí le había creído, y mira lo que le había pasado. Un hombro dislocado; un perro muerto.

Tírate a esa zorra.

Sammy pensó que oiría esa exaltada voz de cerdo chillando en el interior de su cabeza hasta que se muriera.

Así que siguió andando. Por encima de ella relucían las primeras estrellas de color rosa, chispas vistas a través de un cristal sucio.

Aparecieron unos faros y su sombra alargada saltó sobre la carretera, por delante de ella. Una camioneta de granja vieja y estrepitosa invadió el arcén y se detuvo.

– Eh, oye, sube -dijo el hombre que iba al volante. Sonó algo así como «eh-yesube», porque era Alden Dinsmore, padre del difunto Rory, e iba borracho.

Fuera como fuese, Sammy subió… moviéndose con la precaución de una inválida.

Alden no pareció darse cuenta. Tenía una lata de medio litro de cerveza entre las piernas y había una caja medio vacía a su lado. Las latas vacías rodaron y chocaron alrededor de los pies de Sammy.

– ¿'dónde ibas? -preguntó Alden-. ¿Por'land? ¿Bos'on? -Rió para demostrar que, borracho o no, sabía hacer un chiste.

– Solo a Motton Road, señor. ¿Va en esa dirección?

– En la d'rección que tú queras -dijo Alden-. Solo conduzco. Conduzco y pienso'n mi chico. Murió'l sábado.

– Le acompaño en el sentimiento.

El hombre asintió y bebió.

– Mi pa're murió el 'nvierno pasado, ¿sabías? Boqueó 'sta caer muerto, el pobre viejo, 'nfi-se-ma. Pasó los últimos cuatro años con 'xígeno. Rory siempre le cambiaba el d'pósito. Quería musho a ese v'ejo cabrrrón.

– Lo siento. -Ya le había dado el pésame, pero ¿qué más se podía decir?

Una lágrima resbaló por la mejilla del hombre.

– Iré a donde 'sted me diga, Missy Lou. No voy a parar de conducir 'sta que se t'rmine la cerveza. ¿Quie's 'na cerveza?

– Sí, por favor. -La cerveza estaba caliente, pero ella la bebió con ansia. Tenía muchísima sed. Sacó uno de los Perc que llevaba en el bolsillo y lo engulló con otro largo trago. Sintió que el colocón le subía a la cabeza. Estaba bien. Sacó otro Perc y se lo ofreció a Alden.

– ¿Quiere uno de estos? Le hacen sentir a uno mejor.

El hombre aceptó y se lo tragó con cerveza sin molestarse en preguntar qué era. Allí estaba Motton Road. El hombre vio la intersección demasiado tarde y torció trazando una amplia curva, con lo que derribó el buzón de los Crumley. A Sammy no le importó.

– Tómate otra, Missy Lou.

– Gracias, señor. -Cogió otra lata de cerveza y tiró de la anilla.

– ¿Quier's ver a mi shico? -En el resplandor de las luces del salpicadero, los ojos de Alden se veían amarillentos y húmedos. Eran los ojos de un perro que había metido la pata en un agujero y se la había roto-. ¿Quier's ver a mi Rory?

– Sí, señor -dijo Sammy-. Claro que quiero. Yo estaba allí, ¿sabe?

– Todo el mundo 'staba allí. Les alquilé mi campo. S'guramente ayudé a matarlo. No lo sabía, 'so nunca se sabe, ¿verdad?

– No -dijo Sammy.

Alden rebuscó en el bolsillo frontal de su peto y sacó una cartera desgastada. Apartó las dos manos del volante para abrirla, mirando de reojo y rebuscando entre los pequeños bolsillos de celuloide.

– Mis chicos me r'galaron 'sta cartera -dijo-. Ro'y y Orrie. Orrie 'stá vivo.

– Es una cartera muy bonita -dijo Sammy, inclinándose para sujetar el volante. Había hecho lo mismo por Phil cuando vivían juntos. Muchas veces. La furgoneta del señor Dinsmore iba dando bandazos, trazando arcos lentos y hasta cierto punto solemnes, y poco le faltó para derribar otro buzón. Pero no importaba; el pobre viejo solo iba a treinta, y Motton Road estaba desierta. En la radio, la WCIK sonaba a poco volumen: «Sweet Hope of Heaven», de los Blind Boys of Alabama.

Alden le tiró la cartera a la chica.

– Ahí 'tá. Ese's mi chico. Con su 'buelo.

– ¿Conducirá mientras yo lo miro? -preguntó Sammy.

– Claro. -Alden volvió a asir el volante. La furgoneta empezó a moverse un poco más deprisa y un poco más en línea recta, aunque más o menos iba cabalgando sobre la línea blanca.

La fotografía era una desvaída instantánea a color de un niño pequeño y un anciano que se estaban abrazando. El viejo llevaba puesta una gorra de los Red Sox y una mascarilla de oxígeno. El niño tenía una gran sonrisa en el rostro.

– Es un niño muy guapo, señor -dijo Sammy.

– Sí, un niño 'uapo. Un niño 'uapo y listo. -Alden profirió un alarido de dolor sin lágrimas. Sonó como un rebuzno de burro. De sus labios salió volando algo de baba. La furgoneta se descontroló y luego se enderezó otra vez.

– Yo también tengo un niño muy guapo -dijo Sammy. Se echó a llorar. Una vez, recordó entonces, había disfrutado torturando Bratz. De pronto sabía qué se sentía cuando eras tú la que estaba dentro del microondas. Ardiendo en el microondas-. Cuando lo vea le daré un beso. Volveré a darle besos.

– Dale besos -dijo Alden.

– Eso haré.

– Dale besos y 'brázalo y mímalo.

– Eso haré, señor.

– Yo le d'ría besos a mi shico si p'diera. Un b'sito en el m'flete frío-frío.

– Ya sé que sí, señor.

– Pero l'hemos enterrado, 'sta mañana. Ahí mismo.

– Le acompaño en el sentimiento.

– Tómate otra c'rveza.

– Gracias. -Se tomó otra cerveza. Estaba empezando a emborracharse. Era genial estar borracha.

De esta forma siguieron avanzando mientras las estrellas de color rosa se hacían más brillantes por encima de ellos, centelleando pero sin caer: esa noche no había lluvia de meteoritos. Pasaron de largo y sin reducir la velocidad junto a la caravana de Sammy, a la que nunca regresaría.

17

Eran más o menos las ocho menos cuarto cuando Rose Twitchell llamó dando unos golpecitos en el cristal de la puerta del Democrat. Julia, Pete y Tony estaban de pie junto a una mesa montando los números de la última invectiva de cuatro páginas del periódico. Pete y Tony agrupaban páginas; Julia las grapaba y las apilaba.

Al ver a Rose, Julia la saludó enérgicamente con la mano. Rose abrió la puerta y luego se tambaleó un poco.

– Madre mía, qué calor hace aquí dentro.

– Hemos apagado el aire acondicionado para ahorrar combustible -dijo Pete Freeman-, y la fotocopiadora se calienta cuando se usa demasiado. Y eso es lo que ha pasado esta tarde. -Parecía orgulloso. Rose pensó que todos parecían orgullosos.

– Creía que estarías desbordada en el restaurante -dijo Tony.

– Justo lo contrario. Esta noche se podría organizar una caza del ciervo ahí dentro. Me parece que mucha gente prefiere no tener que verme porque a mi cocinero lo han arrestado por asesinato. Y también creo que mucha gente prefiere no tener que ver a mucha otra gente por lo que ha pasado esta mañana en el Food City.

– Vente aquí y coge una copia del periódico -dijo Julia-. Eres chica de portada, Rose.

En lo alto de la página, en rojo, se leían las palabras GRATIS EDICIÓN CRISIS DE LA CÚPULA GRATIS. Y debajo de eso, en una letra de cuerpo dieciséis que Julia nunca había usado hasta las últimas dos ediciones del Democrat:


DISTURBIOS Y ASESINATOS:

LA CRISIS SE AGRAVA


La fotografía era de la mismísima Rose. Tenía el megáfono en los labios y le caía un mechón de pelo despeinado por la frente. Estaba extraordinariamente guapa. Al fondo se veía el pasillo de la pasta y los zumos, con varios botes de lo que parecía salsa de espaguetis estrellados en el suelo. El pie de foto decía: Disturbios tranquilos: Rose Twitchell, dueña y propietaria del Sweetbriar Rose, aplaca el saqueo de alimentos con la ayuda de Dale Barbara, que ha sido detenido por asesinato (ver el artículo de más abajo y el Editorial, p. 4).

– Dios mío -exclamó Rose-. Bueno… al menos me has sacado del lado bueno. Si es que puede decirse que tenga uno.

– Rose -dijo Tony Guay con solemnidad-, te pareces a Michelle Pfeiffer.

Rose soltó un bufido y lo abucheó. Ya estaba pasando la página para ver el editorial.


AHORA PÁNICO, DESPUÉS VERGÜENZA

Por Julia Shumway


No todo el mundo en Chester's Mills conoce a Dale Barbara (es prácticamente un recién llegado a nuestro pueblo), pero casi todos hemos comido lo que cocina en el Sweetbriar Rose. Quienes lo conocen habrían dicho, antes de hoy, que era toda una adquisición para la comunidad: se turnó para hacer de árbitro en los partidos de soft-ball de julio y agosto, colaboró en la Campaña de Libros para la Escuela de Secundaria y recogió basura el Día de la Limpieza Municipal, hace apenas dos semanas.

Después, hoy, «Barbie» (tal como lo conocen quienes lo conocen) ha sido detenido por cuatro espantosos asesinatos. Asesinatos de gente muy conocida y muy querida en este pueblo. Gente que, al contrario que Dale Barbara, había vivido aquí durante toda o casi toda su vida.

En circunstancias normales, «Barbie» habría sido trasladado al Centro Penitenciario de Castle County, se le habría ofrecido hacer una llamada telefónica y se le habría facilitado un abogado si él no hubiera podido costearse uno. Lo habrían acusado y habría comenzado la búsqueda de pruebas (realizada por expertos que saben hacer bien su trabajo).

Nada de eso ha sucedido, y todos sabemos por qué: a causa de la Cúpula que ha dejado a nuestro pueblo incomunicado del resto del mundo. Sin embargo, ¿hemos quedado también aislados del correcto proceder y del sentido común? Por muy espantosos que sean esos crímenes, una acusación sin prueba alguna no es excusa suficiente para tratar a Dale Barbara como se lo ha tratado, ni para explicar la negativa del nuevo jefe de la policía a responder a preguntas o a permitir que esta corresponsal verificara que Dale Barbara sigue vivo. A pesar de que al padre de Dorothy Sanders -el primer concejal Andrew Sanders- se le permitió no solo visitar a ese prisionero que no ha sido formalmente acusado, sino agredirlo…


– Vaya… -dijo Rose, alzando la mirada-. ¿De verdad vas a publicar esto?

Julia hizo un gesto señalando las copias apiladas.

– Ya está publicado. ¿Por qué? ¿Tienes algo que objetar?

– No, pero… -Rose leyó rápidamente por encima el resto del editorial, que era extenso y cada vez más favorable a Barbie. Terminaba con un llamamiento para que todo el que pudiera tener información sobre los crímenes lo hiciera saber, y la insinuación de que, cuando la crisis terminara, como sin duda sucedería, el comportamiento de los ciudadanos de la localidad en relación con esos asesinatos sería sometido a un duro escrutinio, no solo en Maine y en Estados Unidos, sino en todo el mundo-. ¿No te da miedo meterte en líos?

– Libertad de prensa, Rose -dijo Pete, aunque en un tono bastante inseguro.

– Es lo que habría hecho Horace Greeley -replicó Julia con firmeza, y, al oír su nombre, su corgi (que había estado durmiendo en su camita del rincón) alzó la mirada. Vio a Rose y se le acercó para recibir una o dos caricias, que la mujer estuvo encantada de dedicarle.

– ¿Tienes algo más, aparte de lo que sale aquí? -preguntó Rose dando unos golpecitos sobre el editorial.

– Algo tengo -dijo Julia-. Lo estoy reservando. Espero conseguir más.

– Barbie jamás sería capaz de hacer algo así, pero de todas formas tengo miedo por él.

Sonó uno de los teléfonos móviles que había sobre la mesa. Tony lo atrapó.

Democrat, Guay. -Escuchó y luego le pasó el teléfono a Julia-. El coronel Cox. Para ti. No parece que esté de campo y playa.

Cox. Julia se había olvidado por completo de él. Cogió el teléfono.

– Señorita Shumway, necesito hablar con Barbie e informarme sobre los progresos que está teniendo en la toma del control administrativo del pueblo.

– No creo que tenga ocasión de hacerlo en una buena temporada -dijo Julia-. Está en la cárcel.

– ¿Cómo que en la cárcel? ¿Acusado de qué?

– Asesinato. Cuatro personas, para ser exactos.

– Lo dice en broma.

– ¿Le parece que hablo en broma, coronel?

Siguió un momento de silencio. Julia oyó muchas voces al fondo. Cuando Cox volvió a hablar, lo hizo en voz baja:

– Explíqueme eso.

– No, coronel Cox, me parece que no. Llevo las últimas dos horas escribiendo sobre lo sucedido y, como solía decirme mi madre cuando era pequeña, no me gusta tener que malgastar saliva. ¿Sigue usted en Maine?

– En Castle Rock. Allí está nuestro puesto de avanzada.

– Entonces le propongo que nos veamos donde nos vimos la otra vez. En Motton Road. No puedo darle una copia del Democrat de mañana, aunque es gratis, pero puedo sostener el periódico contra la Cúpula para que lo lea por sí mismo.

– Mándemelo por correo electrónico.

– No. Creo que el correo electrónico no es ético con el negocio de la prensa escrita. En eso soy muy anticuada.

– Tratar con usted es irritante, querida señora.

– Puede que sea irritante, pero no soy su querida señora.

– Dígame una cosa: ¿ha sido un montaje? ¿Algo que ver con Sanders y Rennie?

– Coronel, por lo que usted ha podido comprobar, ¿dos más dos son cuatro?

Silencio. Después Cox dijo:

– Nos veremos dentro de una hora.

– Iré acompañada. La jefa de Barbie. Me parece que le interesará escuchar lo que tiene que decir.

– De acuerdo.

Julia colgó el teléfono.

– ¿Quieres dar una vuelta conmigo en coche hasta la Cúpula, Rose?

– Si es para ayudar a Barbie, desde luego que sí.

– Podemos tener esperanzas, pero me inclino a pensar que estamos más bien solos en esto. -Julia volvió entonces su atención hacia Pete y Tony-. ¿Terminaréis vosotros dos de grapar esos ejemplares? Dejadlos junto a la puerta y cerrad cuando os marchéis. Dormid bien esta noche, porque mañana todos nos convertiremos en repartidores. Este periódico está adoptando formas de la vieja escuela. Lo entregaremos en todas las casas del pueblo. Y en las granjas más cercanas. También en Eastchester, desde luego. Allí hay muchísima gente nueva, teóricamente menos susceptible a la mística de Big Jim.

Pete enarcó las cejas.

– El equipo de nuestro querido señor Rennie juega en casa -dijo Julia-. Ese hombre se subirá a la tribuna en la asamblea municipal de emergencia del jueves por la noche e intentará darle cuerda a este pueblo como si fuera un reloj de bolsillo. Los visitantes, sin embargo, son los que tienen el saque de honor. -Señaló a los periódicos-. Ese es nuestro saque. Si conseguimos que lo lean suficientes personas, Rennie tendrá que responder a algunas duras preguntas antes de ponerse a soltar su discursito. A lo mejor conseguimos hacerle perder un poco el ritmo.

– O a lo mejor mucho, si descubrimos quiénes tiraron las piedras en el Food City -dijo Pete-. Y ¿sabes una cosa? Creo que lo descubriremos. Creo que este asunto ha sido organizado demasiado deprisa. Tiene que haber cabos sueltos.

– Solo espero que Barbie siga con vida cuando empecemos a tirar de ellos -dijo Julia. Consultó su reloj-. Vamos, Rosie, vayamos a dar una vuelta en coche. ¿Quieres venir, Horace?

Horace sí quería.

18

– Puede dejarme bajar aquí, señor -dijo Sammy. Era una agradable propiedad estilo rancho de Eastchester. Aunque la casa estaba a oscuras, el césped estaba iluminado, porque ya se encontraban muy cerca de la Cúpula, donde habían instalado potentes focos en el límite municipal entre Chester's Mills y Harlow.

– ¿Quier's 'tra c'rveza para'l camino, Missy Lou?

– No, señor, a mí el camino se me acaba aquí. -Aunque no era verdad. Todavía tenía que volver al pueblo. En el amarillento resplandor que proyectaban las luces de la Cúpula, Alden Dinsmore parecía tener ochenta y cinco años en lugar de cuarenta y cinco. La chica nunca había visto una cara tan triste… salvo quizá la suya, en el espejo de su habitación del hospital, antes de embarcarse en ese viaje. Se inclinó y le dio un beso en la mejilla. La sombra de barba le pinchó en los labios. El hombre se llevó una mano al lugar donde le había dado el beso y hasta consiguió sonreír un poco.

– Debería volver ya a casa, señor. Tiene que pensar en su mujer. Y tiene que cuidar de su otro niño.

– S'pongo que tien's razón.

– Sí que tengo razón.

– ¿'starás bien?

– Sí, señor. -Bajó y luego se volvió para mirarlo-. ¿Y usted?

– Lo intentaré -repuso el hombre.

Sammy cerró la puerta de un golpe y se quedó de pie al final del camino de entrada mirando cómo daba la vuelta. El hombre se metió en la cuneta, pero estaba seca y salió de allí sin problemas. Volvió a poner rumbo hacia la 119, zigzagueando al principio. Después los faros de detrás consiguieron seguir una línea más o menos recta. Volvía a ir por el centro de la carretera -la puta línea blanca, habría dicho Phil-, pero Sammy pensó que no le pasaría nada. Ya eran casi las ocho y media, estaba completamente oscuro, y pensó que seguramente no se encontraría con nadie.

Cuando los faros traseros desaparecieron de su vista, la chica caminó hacia la oscura casa del rancho. No era gran cosa, comparada con algunos de los elegantes y antiguos hogares de la cuesta del Ayuntamiento, pero era más bonita que ninguna de las casas en las que ella había vivido. También por dentro era agradable. Había estado allí una vez con Phil, en aquellos días en que lo único que hacía él era vender un poco de hierba y cocinar un poco de cristal para su propio consumo en la parte de atrás de la caravana. Mucho antes de que empezara a tener aquellas extrañas ideas sobre Jesucristo y a acudir a aquella mierda de iglesia donde creían que todo el mundo iría al infierno menos ellos. La religión era por donde habían empezado los problemas de Phil. Así había llegado hasta Coggins, y Coggins o algún otro lo habían convertido en el Chef.

La gente que había vivido en esa casa no estaba enganchada al cristal; unos adictos a la metanfetamina no habrían sido capaces de conservar una casa como esa durante mucho tiempo, se habrían fumado la hipoteca. Lo que sí les gustaba a Jack y a Myra Evans era un poquito de tabaco de la risa de vez en cuando, y Phil Bushey había estado encantado de proporcionárselo. Eran unas personas muy agradables, y Phil los había tratado muy bien. En aquellos días todavía era capaz de tratar bien a la gente.

Myra les había ofrecido café helado. Sammy estaba embarazada de Little Walter por aquel entonces, de unos siete meses, bastante rellenita, y Myra le había preguntado si quería un niño o una niña. No la había mirado por encima del hombro ni nada de eso. Jack se había llevado a Phil a su pequeño despacho-estudio para pagarle, y Phil la había llamado. «¡Eh, cariño, no te pierdas esto!»

Parecía que había sucedido hacía muchísimo tiempo.

Intentó abrir la puerta de entrada. Estaba cerrada. Cogió una de las piedras decorativas que bordeaban el arriate de flores de Myra y se quedó de pie delante del ventanal con ella en la mano, sopesándola. Después de pensarlo un poco, en lugar de arrojar la piedra dio la vuelta a la casa. Saltar por una ventana le sería difícil en sus condiciones. Y aunque lo consiguiera (con cuidado), podría hacerse un corte lo bastante grave como para truncar sus planes del resto de la noche.

Además, era una casa bonita. No quería destrozarla si no había necesidad.

Y no la había. Ya se habían llevado el cuerpo de Jack -el pueblo seguía funcionando bien para esas cosas-, pero nadie había tenido la precaución de cerrar con llave la puerta de atrás. Sammy entró sin problemas. No había generador y aquello estaba más oscuro que el culo de un mapache, pero había una caja de cerillas junto a los fogones, y la primera que encendió le mostró una linterna en la mesa de la cocina. Funcionaba. El haz de luz de la linterna iluminó lo que parecía ser una mancha de sangre en el suelo. Sammy apartó de allí la luz a toda prisa y se puso a buscar el despacho-estudio de Jack Evans. Daba directamente a la sala de estar, un cuchitril tan pequeño que realmente no había sitio más que para un escritorio y una vitrina de cristal.

Sammy paseó el haz de la linterna por el escritorio, después lo levantó y vio cómo se reflejaba en los ojos de cristal del más preciado trofeo de Jack: la cabeza de un alce al que había cazado hacía tres años en el TR-90. La cabeza del alce era lo que Phil había querido que viera cuando la había llamado aquel día.

«Ese año me tocó el último número que jugué a la lotería -les había explicado Jack-. Y lo cacé con eso.» Había señalado el rifle de la vitrina. Era una cosa aterradora con mira telescópica.

Myra se había quedado en el umbral, mientras el hielo se resquebrajaba en su vaso de café helado, con aspecto de ser elegante y bonita y de estar pasándolo bien: el tipo de mujer que ella, Sammy, sabía que no sería nunca. «Costó una barbaridad, pero dejé que se lo comprara después de que me prometiera que me llevaría a las Bermudas una semana entera el próximo diciembre.»

– Las Bermudas -dijo Sammy al verse frente a la cabeza de alce-. Pero nunca llegó a ir. Es muy triste.

Mientras se guardaba el sobre con el dinero en el bolsillo de atrás, Phil había dicho: «Un rifle precioso, pero no es lo mejor para la protección del hogar».

«Eso también lo tengo cubierto -había contestado Jack y, aunque no le había enseñado a Phil exactamente cómo lo tenía cubierto, había dado unos golpecitos muy elocuentes sobre su escritorio-. Tengo un par de armas de mano de puta madre.»

Phil había respondido asintiendo con la cabeza con la misma elocuencia. Myra y ella habían cruzado una mirada de perfecta armonía, como diciendo: «Estos hombres… siempre serán unos niños». Sammy todavía recordaba lo bien que le había hecho sentirse esa mirada, se había sentido integrada, y suponía que en parte por eso había acudido allí en lugar de intentarlo en cualquier otro lugar, en algún lugar más cerca del pueblo.

Se había detenido a masticar otro Percocet y entonces empezó a abrir cajones del escritorio. No estaban cerrados con llave, como tampoco lo estaba la caja de madera que encontró en el tercero que abrió y que contenía el arma especial del difunto Jack Evans: una pistola automática Springfield XD del 45. La cogió y, después de jugar un poco con ella, extrajo el cargador. Estaba lleno, y había otro más de repuesto. También se lo llevó. Después volvió a la cocina para buscar una bolsa en la que guardar el arma. Y llaves, desde luego. Las llaves de lo que fuera que estuviera aparcado en el garaje de los difuntos Jack y Myra. No tenía ninguna intención de volver al pueblo caminando.

19

Julia y Rose estaban hablando sobre lo que el futuro podría depararle a su pueblo cuando a su presente le faltó poco para terminar. Habría terminado, de hecho, si se hubieran encontrado con la vieja furgoneta de granja en el recodo de Esty Bend, más o menos a dos kilómetros y medio de su destino. Sin embargo, Julia salió de la curva a tiempo para ver que la furgoneta iba por el mismo carril que ella y que se les acercaba de frente.

Sin pensarlo, giró bruscamente el volante de su Prius hacia la izquierda, invadiendo el otro carril, y los dos vehículos pasaron sin rozarse por unos centímetros. Horace, que había ido sentado en el asiento de atrás con su habitual cara de deleite («Oh, caray, nos vamos de paseo»), cayó al suelo profiriendo un gritito de sorpresa. Ese fue el único sonido. Ninguna de las dos mujeres chilló, ni siquiera un poco. Todo sucedió demasiado deprisa para reaccionar. La muerte (o las heridas graves) pasó junto a ellas un instante y desapareció.

Julia volvió a girar el volante para recuperar su carril, después aparcó en el arcén y dejó el Prius en punto muerto. Miró a Rose. Rose le devolvió la mirada, toda ella grandes ojos y boca abierta. En la parte de atrás, Horace subió otra vez de un salto al asiento y soltó un único ladrido, como si quisiera preguntar por qué se estaban retrasando. Al oír ese sonido, las dos mujeres se echaron a reír y Rose empezó a darse palmaditas en el pecho, por encima de la considerable estantería de su busto.

– Mi corazón, mi corazón -dijo.

– Sí -admitió Julia-, el mío también. ¿Has visto lo cerca que ha pasado?

Rose volvió a reír, temblorosa.

– ¿Me tomas el pelo? Cielo, si hubiese ido con el brazo apoyado en la ventanilla, ese hijo de perra me habría amputado el codo.

Julia movió la cabeza.

– Borracho, seguramente.

– Borracho, con toda seguridad -dijo Rose, y soltó un bufido.

– ¿Estás bien como para continuar?

– ¿Y tú? -preguntó Rose.

– Sí -respondió Julia-. ¿Y tú qué dices, Horace?

Horace, a ladridos, contestó que estaba listo para un bombardeo.

– Ver pasar la muerte tan cerca aleja la mala suerte -dijo Rose-. Eso es lo que solía decir el abuelo Twitchell.

– Espero que tuviera razón -dijo Julia, y volvió a poner el coche en movimiento. Miró con atención por si veía algún faro acercándose, pero no vieron más luz hasta encontrar la de los reflectores colocados en el borde de la Cúpula que daba con Harlow. No vieron a Sammy Bushey. Sammy sí las vio; estaba delante del garaje de los Evans, con las llaves del Malibu de los Evans en la mano. Cuando hubieron pasado, levantó la puerta del garaje (tuvo que hacerlo manualmente y le dolió bastante) y se sentó al volante.

20

Entre Almacenes Burpee's y Gasolina & Alimentación Mills había una callejuela que conectaba Main Street con West Street. La utilizaban sobre todo los camiones de reparto. A las nueve y cuarto de esa noche, Junior Rennie y Carter Thibodeau caminaban por ese callejón sumidos en una oscuridad casi perfecta. Carter llevaba una lata de veinte litros, roja y con una línea diagonal amarilla en el lateral. En la otra mano llevaba un megáfono a pilas. El aparato había sido blanco, pero Carter lo había envuelto todo él con cinta protectora de color negro para que no llamara la atención si alguien miraba hacia ellos antes de que pudieran volver a desaparecer por el callejón.

Junior llevaba una mochila. Ya no le dolía la cabeza y la cojera prácticamente había desaparecido. Estaba convencido de que su cuerpo por fin estaba venciendo a lo que fuera que lo había tenido jodido. Quizá había sido un virus persistente de algún tipo. En la universidad se podía pillar cualquier porquería, y que lo hubieran expulsado por haberle pegado una paliza a aquel chico seguramente había sido una bendición encubierta.

Desde la boca de la callejuela tenían una buena vista del Democrat. Su luz se derramaba sobre la acera vacía; dentro, vieron a Freeman y a Guay moviéndose y acarreando pilas de papeles hacia la puerta, donde las iban amontonando. La vieja construcción de madera que albergaba la sede del periódico y la vivienda de Julia se encontraba entre el Drugstore de Sanders y la librería, pero estaba separada de ambos: por un sendero pavimentado del lado de la librería y, del lado del Drugstore, por un callejón igual a ese en el que Carter y él se encontraban acechando en aquel momento. Era una noche sin viento y Junior pensó que, si su padre movilizaba a las tropas con suficiente rapidez, no habría que lamentar ningún daño colateral. No es que le importara. Si ardía toda la acera este de Main Street, a Junior ya le parecería bien. Solo serían más problemas para Dale Barbara. Todavía podía sentir esos ojos fríos y escrutadores fijos en él. No estaba bien que te miraran así, y menos cuando el hombre que te miraba estaba entre barrotes. El puto Baaarbie.

– Tendría que haberle pegado un tiro -masculló Junior.

– ¿Qué? -preguntó Carter.

– Nada. -Se pasó una mano por la frente-. Que hace calor.

– Sí. Frankie dice que si esto sigue así terminaremos estofados como ciruelas. ¿Cuándo se supone que tenemos que hacerlo?

Junior se encogió de hombros con irritación. Su padre se lo había dicho, pero no se acordaba muy bien. A las diez en punto, tal vez. Pero ¿qué importaba? Por él, que ardieran aquellos dos allí dentro. Y si la puta del periódico estaba en el piso de arriba (quién sabe si relajándose con su consolador preferido después de un duro día), que ardiera ella también. Más problemas para Baaarbie.

– Hagámoslo ahora -dijo.

– ¿Estás seguro, hermano?

– ¿Ves a alguien en la calle?

Carter miró. Main Street estaba desierta y casi toda ella a oscuras. Los únicos generadores que se oían eran los de detrás de las oficinas del periódico y del Drugstore. Se encogió de hombros.

– Está bien. ¿Por qué no?

Junior desató las hebillas de la mochila y levantó la solapa superior. Arriba había dos pares de guantes finos. Le dio a Carter un par y él se puso el otro. Debajo había un bulto envuelto en una toalla de baño. Lo desenvolvió y dejó cuatro botellas de vino vacías sobre el asfalto parcheado. En el fondo de la mochila había un embudo de hojalata. Junior lo puso en una de las botellas de vino y fue por la gasolina.

– Mejor déjame que lo haga yo, hermano -dijo Carter-. A ti te tiemblan las manos.

Junior se las miró con sorpresa. No se sentía tembloroso, pero sí, le temblaban.

– No tengo miedo, por si es lo que estás pensando.

– Yo no he dicho eso. Es un problema de cabeza. Cualquiera se daría cuenta. Tienes que ir a que te vea Everett; a ti te pasa algo y él es lo más parecido a un médico que tenemos ahora mismo.

– Estoy bi…

– Calla antes de que te oiga alguien. Tú ocúpate de la puta toalla mientras yo hago esto.

Junior sacó la pistola de la funda y le disparó a Carter en un ojo. La cabeza explotó, sangre y sesos por todas partes. Después Junior se irguió por encima de él y volvió a dispararle una y otra vez, y otra vez, y otra y…

– ¿Junes?

Junior sacudió la cabeza para borrar esa visión (tan realista que había sido casi una alucinación) y se dio cuenta de que incluso tenía la mano cerrada sobre la culata de la pistola. Tal vez todavía no había acabado de expulsar ese virus de su organismo.

Quizá al final resultaba que no era un virus.

Y, entonces, ¿qué es? ¿Qué?

El aromático olor de la gasolina le golpeó en los orificios nasales con tanta fuerza que le escocieron los ojos. Carter había empezado a llenar la primera botella. Glugluglú, hacía la lata de gasolina. Junior abrió la cremallera de un bolsillo lateral de la mochila y sacó un par de tijeras de costura de su madre. Las utilizó para cortar cuatro jirones de la toalla. Metió uno de ellos en la primera botella, después tiró de él, lo sacó y volvió a meter el otro extremo, dejando colgar toda una tira de tela de toalla empapada en gasolina. Repitió el proceso con las demás botellas.

Las manos no le temblaban demasiado para eso.

21

El coronel Cox de Barbie había cambiado desde la última vez que Julia lo había visto. Iba muy bien afeitado para ser casi las nueve y media y se había peinado, pero los pantalones de soldado habían perdido su pulcro planchado y esa noche su chaqueta de popelín parecía hacerle bolsas, como si hubiera perdido peso. Estaba de pie delante de unos cuantos manchones de pintura de spray que habían quedado del experimento fallido con el ácido; miraba con el ceño fruncido esa forma de corchete, como si pensara que si se concentrase lo suficiente podría atravesarla andando.

Cierra los ojos y da tres golpecitos con los talones, pensó Julia. Porque en ningún sitio se está como en la Cúpula.

Presentó Rose a Cox y Cox a Rose. Durante la breve conversación de toma de contacto entre ambos, Julia miró alrededor y lo que vio no le gustó. Las luces seguían en su sitio, iluminando el cielo como si señalaran un glamouroso estreno de Hollywood, y había un ronroneante generador que las alimentaba, pero los camiones ya no estaban allí, ni tampoco la gran tienda verde del cuartel general que habían montado a treinta y cinco o cuarenta y cinco metros de la carretera. Una parcela de hierba aplastada señalaba el lugar que había ocupado. Junto a Cox había dos soldados, pero tenían esa expresión de «no estoy para apariciones en horario de máxima audiencia» que Julia asociaba con asesores o agregados. Seguramente la guardia seguía estando por allí, pero debían de haber ordenado a los soldados que se hicieran atrás, estableciendo el perímetro a una distancia segura para evitar que cualquier pobre gandul que llegara vagando desde el lado de Mills les preguntara qué pasaba.

Primero pide, suplica después, pensó Julia.

– Póngame al día, señorita Shumway -dijo Cox.

– Primero responda a una pregunta.

El coronel puso ojos de exasperación (ella pensó que si hubiese podido llegar hasta él le habría dado un bofetón por esa mirada; todavía tenía los nervios de punta por el susto que se habían dado con la furgoneta de camino hacia allí). Pero el hombre le dijo que preguntara lo que quisiera.

– ¿Nos han abandonado a nuestra suerte?

– Negativo. En absoluto. -Respondió sin demora, pero no acababa de mirarla a los ojos.

Julia pensó que aquello era peor señal que el extraño aspecto desértico de lo que se veía al otro lado de la Cúpula: como si allí hubiese habido un circo pero se hubiera marchado.

– Lea esto -dijo, y desplegó la primera plana del periódico del día siguiente contra la superficie invisible de la Cúpula, como una mujer colgando un anuncio de venta en el escaparate de una tienda. Sintió en los dedos un cosquilleo leve y fugaz, como la electricidad estática que se siente al tocar metal una fría mañana de invierno, cuando el aire está seco. Después de eso, nada.

El coronel leyó todo el periódico, le pidió que fuera pasando las páginas. Le llevó diez minutos. Cuando hubo terminado, Julia dijo:

– Como seguramente habrá notado, los espacios publicitarios han bajado mucho, pero me felicito porque la calidad de los artículos ha mejorado bastante. Está visto que esta puta mierda ha sacado lo mejor de mí.

– Señorita Shumway…

– Ay, ¿por qué no me tutea? Prácticamente somos viejos amigos.

– Bien, tú eres Julia y yo seré J. C.

– Intentaré no confundirte con aquel otro que caminaba sobre las aguas.

– ¿Crees que nuestro querido Rennie se está convirtiendo en un dictador? ¿Una especie de Manuel Noriega del Downeast?

– Es la progresión hacia Pol Pot lo que me preocupa.

– ¿Crees que eso es posible?

– Hace dos días esa idea me habría hecho reír: cuando no dirige los plenos de los concejales, se dedica a vender coches usados. Pero hace dos días no habíamos vivido los disturbios de la comida. Tampoco sabíamos lo de esos asesinatos.

– Barbie no haría eso -dijo Rose, sacudiendo la cabeza con obcecado hastío-. Jamás.

Cox no hizo caso de esas palabras; no porque ninguneara a Rose, según le pareció a Julia, sino porque la idea le parecía demasiado ridícula para merecer siquiera atención. Eso hizo que lo mirara con ojos más amables, al menos un poco.

– ¿Crees que Rennie ha cometido los asesinatos, Julia?

– He estado pensando sobre eso. Todo lo que ha hecho desde que ha aparecido la Cúpula (desde prohibir la venta de alcohol hasta nombrar jefe de policía a un completo idiota) han sido medidas políticas dirigidas a aumentar su propia influencia.

– ¿Estás diciendo que el asesinato no se encuentra en su repertorio?

– No necesariamente. Cuando su mujer falleció, corrieron rumores de que él le había echado una mano. No digo que fuesen ciertos, pero el hecho de que se rumoreara algo así ya dice bastante sobre la imagen que tiene la gente del hombre en cuestión.

Cox gruñó con aquiescencia.

– Pero, por más que lo intento, no veo qué estrategia política puede haber en asesinar y abusar sexualmente de dos adolescentes.

– Barbie jamás haría algo así -volvió a decir Rose.

– Lo mismo sucede con Coggins, aunque ese servicio religioso que tenía (sobre todo la parte de la emisora de radio) cuenta con una dotación económica sospechosamente generosa. Ahora bien, ¿Brenda Perkins? Eso sí que podría haber sido una medida política.

– Y no pueden enviarnos a los marines para detenerlo, ¿verdad? -preguntó Rose-. Lo único que pueden hacer es mirar. Como niños contemplando un acuario donde el pez más grande acapara toda la comida y luego empieza a comerse a los más pequeños.

– Puedo cortar el servicio de telefonía móvil -reflexionó Cox-. También internet. Eso puedo hacerlo.

– La policía tiene walkie-talkies -dijo Julia-. Se pasarían a ese sistema. Y en la asamblea del jueves por la noche, cuando la gente se queje de que han perdido la comunicación con el mundo exterior, él te echará a ti la culpa.

– Estábamos preparando una rueda de prensa para el viernes. Podría borrarla del mapa.

Julia se quedó helada solo con pensarlo.

– Ni te atrevas. Entonces no tendría que dar explicaciones ante el mundo exterior.

– Además -dijo Rose-, si nos deja sin teléfono y sin internet, nadie podrá contarle a usted ni a nadie más lo que Rennie está haciendo.

Cox guardó silencio un momento, mirando al suelo. Después levantó la cabeza.

– ¿Qué hay de ese hipotético generador que mantiene la Cúpula activa? ¿Ha habido suerte?

Julia no estaba segura de querer explicarle a Cox que habían encomendado a un alumno de la escuela de secundaria la tarea de buscarlo. Pero resultó que no tuvo que decírselo, porque fue entonces cuando se disparó la alarma de incendios del pueblo.

22

Pete Freeman dejó caer la última pila de periódicos junto a la puerta. Después se enderezó, apoyó las manos en la parte baja de la espalda y estiró la columna. Tony Guay oyó el crujido desde la otra punta de la sala.

– Eso ha sonado a que ha tenido que doler.

– Pues no, sienta muy bien.

– Mi mujer ya estará en el sobre -dijo Tony-, y tengo una botella escondida en el garaje. ¿Te apetece venir a echar un trago de camino a casa?

– No, creo que me iré… -empezó a decir Pete, y ahí fue cuando la primera botella atravesó el cristal de la ventana. Vio la mecha llameante con el rabillo del ojo y dio un paso hacia atrás. Solo uno, pero ese paso lo salvó de sufrir graves quemaduras, tal vez de arder vivo.

Tanto la ventana como la botella se rompieron. La gasolina se inflamó y ardió formando una manta brillante. Pete se agachó y giró al mismo tiempo. La manta de fuego le pasó volando por encima y prendió una manga de su camisa antes de aterrizar en la moqueta, delante del escritorio de Julia.

– ¡¡Qué cojo…!! -empezó a decir Tony, pero entonces otra botella entró con una trayectoria parabólica por el mismo agujero. Esta cayó en el escritorio de Julia y rodó sobre él, esparciendo fuego entre los papeles que había desperdigados por allí y vertiendo más fuego aún en el suelo por la parte de delante. El olor a gasolina ardiendo era intenso y abrasador.

Pete corrió hacia la garrafa de agua fría que había en un rincón mientras se golpeaba la manga de la camisa contra el costado. Levantó la garrafa con torpeza, apoyándola contra sí, y luego puso la camisa en llamas (sentía el brazo que recubría esa manga como si se lo hubiera quemado tomando el sol) bajo el caño de la garrafa.

Otro cóctel molotov levantó el vuelo en la noche. Cayó enseguida y se estrelló en la acera, donde encendió una pequeña hoguera sobre el cemento. Unos zarcillos de gasolina en llamas fluyeron hasta la alcantarilla y se extinguieron.

– ¡Vierte el agua en la moqueta! -gritó Tony-. ¡Viértela antes de que todo arda!

Pete no hacía más que mirarlo, boquiabierto y sin aliento. La garrafa de la fuente seguía derramando agua en una parte de la moqueta que, por desgracia, no necesitaba que la mojaran.

Aunque como reportero de deportes nunca pasaría de informar sobre partidos universitarios, Tony Guay había sido un premiado deportista en el instituto. Diez años después, sus reflejos seguían prácticamente intactos. Le arrebató a Pete la garrafa, de la que seguía saliendo agua, y la sostuvo primero sobre el escritorio de Julia y después sobre las llamas de la moqueta. El fuego ya se estaba extendiendo, pero a lo mejor… si se daba prisa… y si en el pasillo del armario de suministros hubiera una o dos garrafas más…

– ¡Más! -le gritó a Pete, que no dejaba de mirarse como hipnotizado los restos humeantes de la manga de la camisa-. ¡En el pasillo!

Al principio Pete no pareció entenderle, pero de pronto lo captó y salió disparado hacia allí. Tony fue rodeando el escritorio de Julia, vertiendo el último par de vasos de agua sobre las llamas, intentando cerrarles el paso ahí.

Entonces el molotov definitivo entró volando desde la oscuridad, y ese fue el que de verdad hizo daño. Impacto directamente sobra las pilas de periódicos que los dos hombres habían dejado junto a la puerta principal. La gasolina encendida se coló bajo el zócalo de la pared delantera de las oficinas y el fuego saltó hacia arriba. Vista a través de las llamas, Main Street era un espejismo tembloroso. Más allá de ese espejismo, al otro lado de la calle, Tony creyó entrever dos figuras. El creciente calor hacía que pareciera que estaban bailando.

– ¡LIBERAD A DALE BARBARA O ESTO NO SERÁ MÁS QUE EL PRINCIPIO! -vociferó una voz amplificada-. ¡SOMOS MUCHOS, Y ACRIBILLAREMOS TODO ESTE PUTO PUEBLO CON BOMBAS INCENDIARIAS! ¡LIBERAD A DALE BARBARA O PAGAD EL PRECIO!

Tony miró hacia abajo y vio un ardiente arroyo de fuego que corría entre sus pies. No tenía más agua con que apagarlo. El fuego no tardaría en engullir la moqueta y empezaría a lamer la vieja madera seca que había debajo. Mientras tanto, toda la parte frontal de las oficinas estaba ya en llamas.

Tony tiró la garrafa de agua vacía y dio unos pasos atrás. El calor era intenso; sentía cómo se le estiraba la piel. Si no fuera por esos condenados periódicos, podría haber…

Pero ya era demasiado tarde para pensar en lo que «podría haber…». Se giró y vio a Pete, que volvía del pasillo de atrás con otra garrafa de Poland Spring en los brazos, de pie en el umbral. Se le había caído la mayor parte de la manga de la camisa chamuscada y la piel de debajo estaba de un rojo vivo.

– ¡Demasiado tarde! -gritó Tony, y, levantando un brazo para protegerse la cara del calor, dio un rodeo para evitar el escritorio de Julia, que ya se había convertido en una columna de llamas que ascendían hasta el techo-. ¡Demasiado tarde, vayamos por detrás!

Pete Freeman no necesitó que se lo gritaran dos veces. Lanzó la garrafa al creciente incendio y echó a correr.

23

Carrie Carver rara vez tenía nada que ver con Gasolina & Alimentación Mills; aunque la pequeña tienda 24 horas había hecho que su marido y ella se ganaran bastante bien la vida durante muchos años, ella consideraba que estaba Por Encima de Todo Eso. Sin embargo, cuando Johnny le propuso que se acercaran con la furgoneta para llevarse a casa los alimentos enlatados que quedaban («para guardarlos a buen recaudo», con esa delicadeza lo expresó su marido), ella enseguida estuvo de acuerdo. Y aunque normalmente no le gustaba demasiado trabajar (ver el programa de la juez Judy en la tele era más su estilo), se había ofrecido voluntaria para ayudarlo. No había estado en el Food City, pero, cuando se había acercado más tarde por allí para inspeccionar los daños con su amiga Leah Anderson, los escaparates destrozados y la sangre que todavía había en la acera la habían asustado muchísimo. Esas cosas habían hecho que le diera miedo el futuro.

Johnny sacaba a rastras cajas de sopas, cocidos, judías y salsas; Carrie las colocaba en la parte de atrás de su Dodge Ram. Habían hecho más o menos la mitad de la tarea cuando vieron fuego calle abajo. Los dos oyeron la voz amplificada. Carrie creyó ver a dos o tres figuras corriendo por la callejuela que había junto a Burpee's, pero no estaba segura. Más adelante sí que lo estaría, y elevaría el número de imprecisas figuras hasta al menos cuatro. Tal vez incluso cinco.

– ¿Qué quiere decir eso? -preguntó-. Cariño, ¿qué significa eso?

– Que ese condenado cabrón asesino no está solo -dijo Johnny-. Significa que tiene una banda.

Carrie le había puesto una mano en el brazo y entonces le clavó las uñas. Johnny se zafó de su garra y salió corriendo hacia la comisaría gritando «¡Fuego!» con todas sus fuerzas. En lugar de seguirlo, Carrie Carver continuó cargando la furgoneta. El futuro le daba más miedo que nunca.

24

Además de Roger Killian y de los hermanos Bowie, en las gradas del gimnasio de la escuela de secundaria había diez nuevos agentes de lo que había dado en llamarse Fuerza de Seguridad Municipal de Chester's Mills. Big Jim apenas acababa de empezar su discurso sobre la gran responsabilidad que tenían en sus manos cuando se disparó la alarma de incendios. El chico se ha adelantado, pensó. No puedo confiar en él para salvar mi alma. Nunca he podido, pero ahora está mucho peor.

– Bueno, muchachos -dijo, dirigiendo su atención hacia el joven Mickey Wardlaw en concreto (¡Dios, menudo armario!)-. Tenía mucho más que deciros, pero parece que nos espera algo de diversión. Fern Bowie, ¿no sabrás tú si tenemos fumigadoras de agua en el almacén del parque de bomberos?

Fern dijo que había echado un vistazo en el parque de bomberos esa misma tarde, solo para ver con qué clase de equipo contaban, y que había visto casi una docena de esos aparatos. Y todos ellos llenos, además, lo cual les venía muy bien.

Big Jim, pensando que el sarcasmo había que reservarlo para gente con suficientes luces como para saber que lo era, dijo que eso quería decir que el buen Dios velaba por todos ellos. También dijo que, si se trataba de algo más que de una falsa alarma, él tomaría el mando de la situación, con Stewart Bowie como segundo de a bordo.

Para que aprendas, bruja fisgona, pensó mientras los nuevos agentes, todos ellos ansiosos y con los ojos inyectados en sangre, se levantaban de las gradas. A ver qué te parece ahora meterte en mis asuntos.

25

– ¿Adónde irás? -preguntó Carter.

Habían ido en su coche (con los faros apagados) hasta el cruce en el que West Street desembocaba en la carretera 117. El edificio que se erguía allí era una gasolinera Texaco que había cerrado en 2007. Estaba cerca de la ciudad pero ofrecía un buen lugar para esconderse, lo cual les resultaba muy conveniente. En el lugar del que venían, la alarma de incendios aullaba como una energúmena y las primeras luces del incendio, de un tono más rosado que naranja, ascendían ya por el cielo.

– ¿Eh? -Junior estaba mirando el creciente fulgor. Lo ponía cachondo. Hacía que deseara seguir teniendo novia.

– Te he preguntado que adónde irás. Tu padre ha dicho que busquemos una coartada.

– He dejado la unidad Dos detrás de correos -dijo Junior, apartando la mirada del fuego muy a desgana-. Freddy Denton y yo estábamos juntos. Y él dirá que hemos estado juntos. Toda la noche. Puedo atajar desde aquí. A lo mejor vuelvo por West Street. Iré a ver cómo tira el fuego. -Profirió una risilla muy aguda, una risilla casi de chica que hizo que Carter lo mirara extrañado.

– No te quedes demasiado tiempo. A los pirómanos siempre los atrapan porque vuelven a contemplar sus incendios. Lo he visto en Los más buscados de América.

– El único que se va a comer el marrón por todo esto va a ser Baaarbie -dijo Junior-. ¿Y tú qué vas a hacer? ¿Adónde irás?

– A casa. Mi madre dirá que he estado allí toda la noche. Le pediré que me cambie el vendaje del hombro… el mordisco del puto perro duele un huevo. Me tomaré una aspirina. Después me acercaré al centro, a ayudar con el fuego.

– En el Centro de Salud y en el hospital tienen cosas más fuertes que la aspirina. Y en el Drugstore también. Tendríamos que ir a echar un vistazo.

– Claro que sí -dijo Carter.

– O… ¿te va el cristal? Creo que puedo conseguir un poco.

– ¿Metanfetamina? Yo de eso no me meto. Pero no me importaría pillar un poco de Oxy.

– ¡Oxy! -exclamó Junior. ¿Cómo es que nunca se le había ocurrido? Seguramente eso le iría mucho mejor para el dolor de cabeza que el Zomig o el Imitrex-. ¡Sí, hermano! ¡Buena idea!

Levantó el puño. Carter lo hizo chocar con el suyo, pero no tenía ninguna intención de ir a colocarse con Junior. El hijo de Big Jim estaba muy raro.

– Será mejor que vayas tirando, Junes.

– Sí, me piro. -Junior abrió la puerta y se alejó, todavía cojeaba un poco.

Carter se sorprendió de lo aliviado que se sintió al ver desaparecer a su amigo.

26

Barbie se despertó con el sonido de la alarma de incendios y vio a Melvin Searles de pie frente a la puerta de su celda. El chico se había desabrochado la bragueta y sostenía su enorme polla en la mano. Al ver que gozaba de la atención de Barbie, empezó a mear. Estaba claro que su objetivo era alcanzar el camastro. No acababa de conseguirlo, así que se conformó con dibujar una S de salpicaduras en el suelo de cemento.

– Venga, Barbie, bebe -dijo-. Debes de tener mucha sed. Está un poco salado, pero qué cojones…

– ¿Qué se quema?

– Como si no lo supieras -dijo Mel, sonriendo. Todavía estaba pálido (debía de haber perdido bastante sangre), pero tenía el vendaje de la cabeza seco y sin una mancha.

– Haz como si no.

– Tus amigos han incendiado el periódico -dijo Mel, y esta vez su sonrisa le enseñó los dientes. Barbie se dio cuenta de que estaba furioso. Y también asustado-. Intentan darnos miedo para que te dejemos salir de aquí. Pero nosotros… no… tenemos… miedo.

– ¿Por qué iba a incendiar yo el periódico? ¿Por qué no el ayuntamiento? Y ¿quiénes se supone que son esos amigos míos?

Mel estaba guardándose otra vez la polla bajo los pantalones.

– Mañana no pasarás sed, Barbie. No te preocupes por eso. Tenemos un cubo lleno de agua que lleva escrito tu nombre y una esponja a juego.

Barbie permaneció callado.

– ¿Viste hacer la técnica del submarino en Iraq? -Mel asintió como si supiera que Barbie sí lo había visto-. Ahora podrás experimentarlo en primera persona. -Lo señaló con un dedo por entre los barrotes-. Vamos a descubrir quiénes son tus cómplices, capullo. Y vamos a descubrir qué has hecho para dejar encerrado a este pueblo. Nadie es capaz de soportar esa mierda del submarino.

Hizo como que se iba, pero de repente se volvió de nuevo.

– Y nada de agua dulce, no creas. Salada. A primera hora. Piensa en ello.

Mel se marchó con pasos pesados y la cabeza vendada agachada. Barbie se sentó en el camastro, miró la serpiente que había dibujado en el suelo la orina de Mel, secándose ya, y escuchó la alarma de incendios. Pensó en la chica de la furgoneta. La rubita que estuvo a punto de llevarlo pero que luego cambió de opinión. Cerró los ojos.

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