LAS COSAS SIEMPRE PUEDEN IR A PEOR

1

Lo que Rusty Everett habría de recordar más tarde era confusión. La única imagen que sobresalía con absoluta claridad en su cabeza era la del torso desnudo del reverendo Coggins: la piel blanca y la tableta de chocolate del abdomen.

Sin embargo, Barbie, quizá porque el coronel Cox le había ordenado que se pusiera de nuevo su sombrero de investigador, lo vio todo. Y su recuerdo más vívido no era el de Coggins sin la camisa; era el de Melvin Searles mientras lo señalaba con un dedo y ladeaba la cabeza levemente, un gesto que cualquiera interpretaría como «Esto aún no ha acabado, chaval».

Lo que los demás recordaban -lo que hizo que tomaran conciencia de la situación del pueblo de un modo que quizá no habría logrado nada más- fueron los gritos del padre mientras sostenía en brazos a su hijo ensangrentado y en un estado lamentable, y los gritos de la madre «¿Está bien, Alden? ¿ESTÁ BIEN?», mientras arrastraba sus casi treinta kilos de sobrepeso hacia la escena del suceso.

Barbie vio cómo Rusty Everett se abría paso entre la multitud que se había reunido en torno al muchacho y se unía a los dos hombres arrodillados: Alden y Lester. Alden mecía en brazos a su hijo mientras el reverendo Coggins observaba la escena con la boca abierta, como una verja desencajada. La mujer de Rusty estaba justo detrás de él. Rusty se arrodilló entre Alden y Lester e intentó apartar las manos del chico de su cara. Alden -como era de esperar, según Barbie- le dio un puñetazo. Rusty empezó a sangrar por la nariz.

– ¡No! ¡Deja que os ayude! -gritó su mujer.

Linda, pensó Barbie. Se llama Linda y es poli.

– ¡No, Alden! ¡No! -Linda puso la mano en el hombro del granjero, que se volvió, dispuesto a asestarle un puñetazo también a ella. En su rostro se reflejaba que no estaba en su sano juicio; se había convertido en un animal que estaba protegiendo a un cachorro.

Barbie se inclinó para agarrar del puño al granjero en caso de que le diera por agredir a Linda, pero luego se le ocurrió una idea mejor.

– ¡Necesitamos un médico! -gritó y se situó frente a Alden para que no pudiera ver a Linda-. ¡Un médico! ¡Un médico, un…!

Alguien agarró a Barbie del cuello de la camisa y le dio la vuelta. Solo tuvo tiempo de reconocer a Mel Searles, uno de los colegas de Junior, y de ver que Searles llevaba una camisa de uniforme azul y una placa. Esto no puede ir a peor, pensó Barbie, pero como si quisiera demostrar que se equivocaba, Searles le pegó un puñetazo en la cara, tal como había hecho aquella otra noche en el aparcamiento de Dipper's. No acertó a darle en la nariz, que a buen seguro era su objetivo, pero le aplastó los labios contra los dientes.

Searles echó el puño atrás para golpearle de nuevo, pero Jackie Wettington, ese día compañera de Mel muy a su pesar, lo agarró del brazo antes de que pudiera agredirlo.

– ¡No lo haga! -gritó-. ¡No lo haga, agente!

Por un instante todo pendió de un hilo. Entonces Ollie Dinsmore, seguido de cerca de su madre, que jadeaba y sollozaba, pasó entre ellos e hizo retroceder a Searles.

Melvin bajó el puño.

– De acuerdo -dijo-. Pero estás en la escena de un crimen, capullo. En la escena de una investigación policial. O como se diga.

Barbie se limpió la boca ensangrentada con el pulpejo de la mano y pensó: Las cosas siempre pueden ir a peor. Eso es lo jodido, que siempre pueden ir a peor.

2

Lo único que Rusty oyó de todo lo sucedido fue «médico». Entonces lo dijo él mismo.

– Médico, señor Dinsmore. Rusty Everett. Me conoce. Déjeme que le eche un vistazo a su hijo.

– ¡Déjale, Alden! -gritó Shelley-. ¡Deja que mire a Rory!

Alden soltó al muchacho, que, arrodillado, se balanceaba hacia delante y hacia atrás con los vaqueros empapados de sangre. Se había vuelto a tapar la cara con las manos. Rusty se las cogió, con mucho cuidado, y las apartó. Albergaba la esperanza de que no fuera tan grave como se temía, pero la cuenca estaba vacía y sangraba. Y el cerebro que se ocultaba tras la cuenca había sufrido graves daños. Lo que no entendía era cómo era posible que el otro ojo mirara hacia arriba, en un gesto absurdo, hacia la nada.

Rusty empezó a quitarse la camisa, pero el predicador ya ofrecía la suya. El torso de Coggins, delgado y blanco por delante, y surcado por unos verdugones rojos con forma de cruz en la espalda, estaba cubierto de sudor. Le tendió la camisa.

– No -dijo Rusty-. Hazla jirones.

En un primer momento Lester no lo entendió. Entonces desgarró la camisa en dos. El resto del contingente policial empezaba a llegar, y algunos de los policías oficiales -Henry Morrison, George Frederick, Jackie Wettington y Freddy Denton- gritaron a los nuevos ayudantes especiales para que ayudaran a hacer retroceder a la multitud, a crear más espacio. Los nuevos obedecieron con entusiasmo. Algunos de los curiosos cayeron al suelo, entre ellos la famosa torturadora de Bratz Samantha Bushey. Sammy llevaba a Little Walter en un portabebés, y cuando cayó de culo, ambos chillaron. Junior Rennie pasó por encima de ella sin tan siquiera mirarla, agarró a la madre de Rory y estuvo a punto de levantar en el aire a la madre del chico herido; Freddy Denton lo detuvo.

– ¡No, Junior, no! ¡Es la madre del muchacho! ¡Suéltala!

– ¡Brutalidad policial! -gritó Sammy Bushey desde donde se encontraba, en la hierba-. ¡Brutalidad poli…!

Georgia Roux, la última incorporación al departamento de policía de Peter Randolph, llegó con Carter Thibodeau (cogida de su mano, de hecho). Georgia le puso una bota sobre el pecho a Sammy, en un gesto que no llegó a ser una patada, y dijo:

– Eh, tú, bollera, cierra el pico.

Junior soltó a la madre de Rory y se reunió con Mel, Carter y Georgia, que miraban a Barbie. Junior también clavó la vista en Barbie, pensó que estaba harto de encontrárselo hasta en la sopa y que estaría muy bien en una celda junto a la de Sam «el Desharrapado». Junior también pensó que ser policía había sido su destino desde siempre; sin duda le había aliviado las migrañas.

Rusty cogió la mitad de la camisa rasgada de Lester y la hizo jirones. Dobló un pedazo e iba a ponerlo en la herida sangrante de la cara del muchacho, cuando cambió de opinión y se lo dio al padre.

– Tape la…

Apenas pudo pronunciar las palabras; tenía la garganta llena de sangre por culpa de la nariz rota. Entonces carraspeó, volvió la cabeza hacia un lado y escupió en la hierba un gargajo medio coagulado y lo intentó de nuevo.

– Tape la herida y apriete. Póngale una mano en la nuca y apriete con fuerza.

Aturdido pero deseoso de ayudar, Alden Dinsmore hizo lo que le ordenó. La improvisada almohadilla se tiñó de rojo de inmediato, pero aun así el hombre parecía más calmado. Tener algo que hacer ayudaba. Como era habitual.

Rusty lanzó el otro jirón de la camisa a Lester.

– ¡Más! -dijo, y Lester empezó a rasgar la camisa en trozos más pequeños.

Rusty levantó la mano de Dinsmore y apartó el pedazo de tela, que estaba empapado de sangre y ya no servía para nada. Shelley Dinsmore gritó cuando vio la cuenca vacía.

– ¡Oh, mi niño! ¡Mi niño!

Peter Randolph llegó trotando, jadeando y resoplando. Aun así, le llevaba cierta ventaja a Big Jim, que, consciente de sus problemas cardíacos, bajaba lentamente por la ladera del campo de hierba, mientras que el resto de la multitud avanzaba por un camino ancho. Pensaba en el lío de tres pares de cajones que se había montado. A partir de ese momento solo se permitirían las reuniones tras la obtención de un permiso previo. Y si podía meter baza (lo haría, como siempre), los permisos serían difíciles de obtener.

– ¡Aparten a esta gente! -gritó Randolph al agente Morrison.

Y Henry obedeció:

– ¡Apartaos, chicos! ¡Dejadlos respirar!

Morrison se desgañitaba:

– ¡Agentes, formen una línea! ¡Háganlos retroceder! ¡Y pónganles las esposas a todos aquellos que muestren la menor resistencia!

La multitud empezó a retroceder arrastrando los pies. Barbie no se movió.

– Señor Everett… Rusty… ¿Necesitas ayuda? ¿Estás bien?

– Sí -respondió Rusty. Y, por la expresión de su cara, Barbie dedujo todo lo que tenía que saber: que el auxiliar médico estaba bien, tan solo tenía una hemorragia nasal. Sin embargo, el muchacho no estaba bien y nunca volvería a estarlo, incluso si sobrevivía. Rusty puso un apósito nuevo en la cuenca del chico y le dijo al padre que apretara-. La nuca, recuerda. Aprieta con fuerza. Con fuerza.

Barbie retrocedió un poco, pero entonces el chico habló.

3

– Es Halloween. No puedes… No podemos…

Rusty se quedó paralizado mientras doblaba otro trozo de tela. De repente estaba en la habitación de su hija oyendo cómo Janelle gritaba: «¡Es culpa de la Gran Calabaza!».

Alzó la cabeza y miró a Linda. Ella también lo había oído. Abrió los ojos como platos y palideció.

– ¡Linda! -exclamó Rusty-. ¡Coge el walkie! ¡Llama al hospital y dile a Twitch que traiga la ambulancia…!

– ¡Fuego! -gritó Rory Dinsmore con voz aguda y temblorosa. Lester lo miraba como Moisés debió de mirar la zarza ardiente-. ¡Fuego! ¡El autobús está en llamas! ¡Todo el mundo grita! ¡Cuidado con Halloween!

Ahora la multitud guardaba silencio, escuchaba el desvarío del niño. Hasta Jim Rennie lo oyó cuando alcanzó a la muchedumbre y empezó a abrirse paso a codazos.

– ¡Linda! -gritó Rusty-. ¡Coge el walkie! ¡Necesitamos la ambulancia!

De repente dio un respingo, como si alguien hubiera dado una palmada delante de su cara. Sacó el walkie-talkie del bolsillo.

Rory se revolvió en el césped y empezó a tener convulsiones.

– ¿Qué está pasando? -preguntó el padre.

– ¡Oh, Dios mío, se está muriendo! -dijo la madre.

Rusty dio la vuelta al chico (intentaba no pensar en Jannie, pero eso, por supuesto, era imposible), que temblaba y daba sacudidas, y le levantó la barbilla para que respirara mejor.

– Venga -le dijo a Alden-. No abandones ahora. Aprieta el cuello. Comprime la herida. Hay que detener la hemorragia.

El hecho de aplicar tanta fuerza podía hundir aún más el fragmento de la bala que le había arrancado el ojo al chico, pero Rusty decidió que se preocuparía de eso más tarde. Siempre que el muchacho no muriera ahí mismo, en la hierba.

Cerca de allí -pero, oh, tan lejos-, uno de los soldados abrió la boca. Apenas había dejado atrás la adolescencia. Parecía aterrado y arrepentido.

– Intentamos detenerlo pero no nos hizo caso. No pudimos hacer nada.

Pete Freeman, con su Nikon colgada de la rodilla con la correa, regaló al joven guerrero una sonrisa de extraña amargura.

– Creo que eso ya lo sabemos. Si no lo sabíamos antes, desde luego ahora ya sí.

4

Antes de que Barbie pudiera fundirse con la multitud, Mel Searles lo agarró del brazo.

– Quítame las manos de encima -le dijo Barbie con buenas maneras.

Searles hizo una mueca y le enseñó los dientes.

– Ni en sueños, imbécil. -Y alzó la voz-. ¡Jefe! ¡Eh, jefe!

Peter Randolph se volvió hacia él con impaciencia y cara de pocos amigos.

– Este tipo ha obstaculizado la actuación de la policía mientras intentaba proteger la escena. ¿Puedo detenerlo?

Randolph abrió la boca, seguramente para decir «No me hagas perder el tiempo», y miró alrededor. Jim Rennie se había unido al pequeño grupo que observaba a Everett mientras este atendía al muchacho. Rennie lanzó una mirada impertérrita a Barbie, cual un reptil tendido sobre una roca, miró de nuevo a Randolph y asintió con un leve gesto de la cabeza.

Mel lo vio y su sonrisa se hizo mayor. Eso era mejor que ver sangrar a un chico, y mucho mejor que poner orden en una muchedumbre de devotos y tarados con pancartas.

– La venganza es una zorra, Baaaaarbie -dijo Junior.

Jackie parecía dudar.

– Pete… O sea, jefe… Creo que el tipo solo intentaba…

– Esposadlo -la interrumpió Randolph-. Ya aclararemos qué intentaba o no intentaba hacer. Mientras tanto, quiero que despejéis la zona. -Alzó la voz-. ¡Esto se ha acabado, chicos! ¡Ya os habéis divertido y habéis visto cómo ha terminado la cosa! ¡Marchaos a casa!

Jackie se estaba quitando las esposas de plástico del cinturón (no tenía intención alguna de dárselas a Mel Searles ya que quería ponérselas ella misma) cuando intervino Julia Shumway. Se encontraba justo detrás de Randolph y Big Jim (de hecho, Rennie la había apartado con un codazo mientras se abría paso para llegar al lugar donde se desarrollaba la acción).

– Yo que usted no lo haría, jefe Randolph, a menos que quiera que la policía aparezca haciendo el ridículo en la portada del Democrat. -Lucía una de sus sonrisas de Mona Lisa-. Y más si tenemos en cuenta que usted es un recién llegado al cargo.

– ¿De qué hablas? -preguntó Randolph, que tenía el rostro surcado de unas feas arrugas.

Julia levantó la cámara, un modelo algo más antiguo que el de Pete Freeman.

– Tengo unas cuantas fotografías del señor Barbara ayudando a Rusty Everett a curar al muchacho herido, unas cuantas del agente Searles tirando del señor Barbara sin ningún motivo aparente… y una del agente Searles dándole un puñetazo en la boca al señor Barbara. También sin ningún motivo aparente. No soy una gran fotógrafa, pero esta última es bastante buena. ¿Le gustaría verla, jefe Randolph? Si quiere, puede; la cámara es digital.

La admiración de Barbie por esa mujer aumentó porque creía que se estaba marcando un farol. Si había estado tomando fotografías, ¿por qué tenía la tapa del objetivo en la mano izquierda, como si acabara de quitarlo?

– Es mentira, jefe -dijo Mel-. Fue él quien intentó pegarme. Pregúntele a Junior.

– Creo que mis fotografías demostrarán que el joven Rennie estaba intentando controlar el gentío y que se encontraba de espaldas cuando el agente Searles le propinó el puñetazo al señor Barbara -terció Julia.

Randolph la fulminó con la mirada.

– Podría requisarle la cámara -dijo-. Es una prueba.

– Por supuesto que podría -admitió ella con alegría-, y Pete Freeman sacaría una foto del instante. Entonces podría requisarle la cámara también a él… Pero todo el mundo presenciaría la escena.

– ¿En qué bando estás, Julia? -preguntó Big Jim. Le dedicó una sonrisa aterradora, la sonrisa de un tiburón que está a punto de pegarle un mordisco en el trasero a un bañista fondón.

Julia le devolvió la sonrisa, con una mirada tan inocente y curiosa como la de un niño.

– ¿Acaso hay bandos, James? ¿Aparte del bando de los de fuera -señaló a los soldados que los observaban- y los de dentro?

Big Jim pensó en eso y transformó la sonrisa en una mueca. Entonces hizo un ademán de indignación dirigido a Randolph.

– Supongo que es mejor que lo pasemos por alto, señor Barbara -dijo Randolph-. Fue una acción que se produjo en un momento de exaltación.

– Gracias -replicó Barbie.

Jackie cogió del brazo a su adusto compañero.

– Venga, agente Searles. Asunto zanjado. Vamos a hacer retroceder a toda esa gente.

Searles la siguió, pero antes se volvió hacia Barbie y le hizo un gesto: lo señaló con un dedo y ladeó levemente la cabeza. Esto aún no se ha acabado, chaval.

Aparecieron Toby Manning, el ayudante de Rommie, y Jack Evans con una camilla improvisada hecha con lona y los mástiles de una tienda. Rommie abrió la boca para preguntar qué demonios creían que estaban haciendo, pero la cerró de nuevo. El día de maniobras se había cancelado, así que qué demonios.

5

Los que tenían coche se subieron a él y todos intentaron ponerse en marcha al mismo tiempo.

Era de prever, pensó Joe McClatchey. Absolutamente previsible.

La mayoría de los policías se puso manos a la obra para despejar el atasco que se creó, aunque hasta un puñado de niños (Joe estaba junto a Benny Drake y Norrie Calvert) podía darse cuenta de que el reciente y mejorado cuerpo de policía no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. Los gritos de maldición de los agentes atravesaban la brisa estival («¡Aparta ese puto coche de una vez!»). A pesar del caos, nadie tocaba el claxon. La mayoría de la gente estaba demasiado cansada para eso.

Benny dijo:

– Fíjate en todos esos idiotas. ¿Cuántos litros de gasolina crees que están consumiendo? Deben de pensar que es un recurso infinito.

– Seguro -dijo Norrie. Era una chica dura, una riot grrrl de pueblo, con el pelo corto por los lados y arriba y largo por detrás, pero ahora tenía aspecto pálido, triste y asustado. Cogió a Benny de la mano. A Joe «el Espantapájaros» se le partió el corazón, pero se recuperó al instante cuando Norrie le cogió la mano también a él.

– Ahí va el tipo que estuvo a punto de ser arrestado -dijo Benny, señalando con la mano libre.

Barbie y la periodista cruzaban el campo en dirección al periódico junto con sesenta u ochenta personas más, algunas de las cuales arrastraban abatidas sus carteles de protesta.

– La Nancy Periodista no ha sacado ninguna foto -dijo Joe «el Espantapájaros»-. Yo estaba justo detrás de ella. Muy astuta.

– Sí -asintió Benny-, pero aun así no me gustaría estar en el lugar de Barbie. Hasta que no acabe este pollo, los polis pueden hacer lo que les dé la gana.

Joe sabía que era cierto. Y los policías nuevos no eran muy simpáticos. Junior Rennie, por ejemplo. La historia de la detención de Sam «el Desharrapado» ya había trascendido.

– ¿Qué estás diciendo? -preguntó Norrie a Benny.

– De momento, nada. El asunto aún está frío -comentó-. Bastante frío. Pero como esto siga así… ¿Recuerdas El señor de las moscas? -La habían leído en clase de Lengua.

Benny recitó:

– «Mata al cerdo. Córtale el cuello. Pártele el cráneo.» La gente llama cerdos a los polis, pero voy a decirte lo que pienso: pienso que los polis encuentran a los cerdos cuando todo se complica de cojones. Quizá porque ellos también se asustan.

Norrie Calvert rompió a llorar. Joe «el Espantapájaros» la rodeó con un brazo. Lo hizo con mucho cuidado, como si tuviera miedo de que semejante gesto fuera a provocar que ambos explotaran, pero Norrie pegó la cara a su camisa y también lo abrazó, aunque con un solo brazo porque aún aferraba la mano de Benny. Joe no había sentido en toda su vida algo tan extraño y al mismo tiempo tan emocionante como esa sensación cuando notó que las lágrimas de ella le humedecían la camisa. Por encima de la cabeza de Norrie, lanzó una mirada de reproche a Benny.

– Lo siento, tío -dijo Benny, que dio unas palmadas en la espalda a Norrie-. No tengas miedo.

– ¡Le faltaba un ojo! -gritó ella. Las palabras quedaron amortiguadas por el pecho de Joe. Entonces Norrie lo soltó-: Esto ya no tiene gracia. Ni la más mínima gracia.

– No -admitió Joe, como si hubiera descubierto una gran verdad-. No la tiene.

– Mira -dijo Benny.

Era la ambulancia. Twitch estaba atravesando el campo de Dinsmore con las luces rojas del techo encendidas. Su hermana, la mujer que regentaba el Sweetbriar Rose, caminaba frente a él, guiándolo para que pudiera esquivar los peores baches. Una ambulancia en un campo de heno, bajo el cielo resplandeciente de un atardecer de octubre: era el toque final.

De pronto a Joe «el Espantapájaros» se le pasaron las ganas de protestar. Pero tampoco quería irse a casa.

En ese instante lo único que quería era salir del pueblo.

6

Julia se sentó al volante del coche pero no encendió el motor; iban a pasar un buen rato allí, no tenía sentido malgastar gasolina. Se inclinó frente a Barbie, abrió la guantera y sacó un viejo paquete de American Spirits.

– Provisiones de emergencia -dijo a modo de disculpa-. ¿Quieres uno?

Barbie negó con la cabeza.

– ¿Te importa? Porque puedo esperar.

Negó de nuevo con la cabeza. Julia encendió el cigarro y echó el humo por la ventanilla. Aún hacía calor, era un día de veranillo de San Martín, pero no iba a durar mucho. Dentro de una semana, más o menos, el tiempo se iría al carajo, como decían los ancianos. O quizá no, pensó ella. ¿Quién demonios lo sabe? Si la Cúpula seguía en su sitio, no le cabía la menor duda de que muchos meteorólogos empezarían a elucubrar sobre el tema del tiempo en el interior, ¿y? Los Yoda del Canal Meteorológico ni siquiera podían predecir la evolución de una tormenta de nieve, y en opinión de Julia no merecían más crédito que los genios de la política que se pasaban todo el día de palique en las mesas del Sweetbriar Rose.

– Gracias por intervenir antes -dijo Barbie-. Me has salvado el culo.

– Voy a darte una primicia, cielo: tu trasero está sano y salvo. De momento. ¿Qué piensas hacer la próxima vez? ¿Vas a pedirle a tu amigo Cox que avise a los de la Unión Americana por las Libertades Civiles? Tal vez les interese tu caso, pero no creo que nadie de la oficina de Portland vaya a venir de visita a Chester's Mills en breve.

– No seas tan pesimista. Quizá la Cúpula desaparezca esta noche. O tal vez se disipe. No lo sabemos.

– No creo. Esto es obra del gobierno, y menudo gobierno. Estoy segura de que el coronel Cox lo sabe.

Barbie permaneció en silencio. Creyó a Cox cuando le dijo que el gobierno de Estados Unidos no tenía nada que ver con la Cúpula. No porque Cox fuera alguien digno de confianza, sino porque Barbie no creía que Estados Unidos poseyera la tecnología necesaria. Ni ningún otro país, en realidad. Pero ¿él qué sabía? Su última misión como miembro del ejército había consistido en amenazar a iraquíes asustados. En ocasiones apuntándolos con una pistola en la cabeza.

Frankie DeLesseps, el amigo de Junior, estaba en la 119 ayudando a dirigir el tráfico. Llevaba una camisa azul de uniforme sobre los vaqueros; seguramente en la comisaría no había unos pantalones de uniforme de su talla. El cabrón era alto. Y Julia se fijó, con recelo, en que llevaba una pistola en la cadera. Más pequeña que las Glock de los policías oficiales, probablemente suya, pero una pistola al fin y al cabo.

– ¿Qué harás si las Juventudes Hitlerianas van a por ti? -le preguntó, señalando con la barbilla a Frankie-. Espero que tengas buena suerte mientras gritas «brutalidad policial» si te enchironan y deciden acabar lo que empezaron. Solo hay dos abogados en el pueblo. Uno está senil y el otro conduce un Boxter que Jim Rennie le vendió rebajado. O eso he oído.

– Sé cuidar de mí mismo.

– Oooh, qué macho.

– ¿Qué pasa con tu periódico? Parecía que lo tenías listo cuando me fui anoche.

– Técnicamente te has ido esta mañana. Y sí, está listo. Pete y yo y unos cuantos amigos nos aseguraremos de que se distribuya. Lo que ocurre es que creía que no tenía sentido empezar a hacerlo cuando solo quedaba una cuarta parte de los habitantes en el pueblo. ¿Quieres trabajar de repartidor voluntario?

– Lo haría encantado, pero tengo que preparar un millón de bocadillos. Esta noche solo se servirá comida fría en el restaurante.

– Quizá me pase. -Tiró el cigarrillo, que había dejado a medias, por la ventana. Entonces, tras pensarlo un instante, bajó del coche y lo pisó. Más valía que no provocara un incendio, sobre todo teniendo en cuenta que los camiones de bomberos nuevos del pueblo estaban atrapados en Castle Rock-. Antes me he pasado por casa del jefe Perkins -dijo mientras se sentaba de nuevo al volante-. Bueno, claro, ahora solo es casa de Brenda.

– ¿Qué tal está?

– Destrozada. Pero cuando le dije que querías verla, y que era importante, aunque no le revelé el motivo, me dijo que le parecía bien. Será mejor que vayas cuando se haya puesto el sol. Supongo que tu amigo estará impaciente…

– Deja de decir que Cox es mi amigo. No lo es.

Observaron en silencio cómo subían al muchacho herido a la ambulancia. Los soldados también miraban la escena. Seguramente estaban desobedeciendo las órdenes de sus superiores, y eso hizo que Julia se sintiera un poco mejor. La ambulancia empezó a abrirse camino por el campo con las luces encendidas.

– Es terrible -dijo en voz baja.

Barbie le puso un brazo sobre los hombros. Por un instante, ella se puso tensa, pero luego se relajó. Miró al frente, hacia la ambulancia, que se incorporaba a un carril libre de la 119, y añadió:

– ¿Y si me encierran, amigo mío? ¿Y si Rennie y sus títeres de la policía deciden cerrar mi pequeño periódico?

– Eso no va a suceder -replicó Barbie. Pero no pudo evitar darle vueltas al asunto. Si la situación se alargaba mucho tiempo, creía que cada día acabaría convirtiéndose en el día de Cualquier Cosa es Posible en Chester's Mills.

– Esa mujer tenía alguna otra cosa en la cabeza -dijo Julia Shumway.

– ¿La señora Perkins?

– Sí. En muchos sentidos, fue una conversación muy rara.

– Está apenada por lo de su marido -dijo Barbie-. El dolor hace que la gente se comporte de un modo extraño. Ayer saludé a Jack Evans (su mujer murió ayer cuando bajó la Cúpula) y me miró como si no me conociera, y eso que llevo sirviéndole mi famoso pastel de carne de los miércoles desde la pasada primavera.

– Conozco a Brenda Perkins desde que era Brenda Morse -dijo Julia-. Casi cuarenta años. Creía que me diría qué le preocupaba… pero no lo hizo.

Barbie señaló hacia la carretera.

– Creo que ya puedes arrancar.

Cuando Julia encendió el motor, sonó su móvil. Con las prisas por cogerlo, casi se le cayó el bolso. Escuchó y se lo pasó a Barbie con una sonrisa irónica.

– Es para ti, jefe.

Era Cox, y Cox tenía algo que decir. Bastante, de hecho. Barbie lo interrumpió para contarle lo que le había ocurrido al chico al que llevaban al Cathy Russell, pero o Cox no relacionaba la historia de Rory Dinsmore con lo que él le estaba diciendo, o no quería. Escuchó con educación, y luego prosiguió con su perorata. Cuando acabó, le hizo una pregunta que habría sido una orden si Barbie aún vistiera uniforme y se encontrara a sus órdenes.

– Señor, entiendo lo que está preguntando, pero usted no es consciente de la… situación política de aquí, tal como lo llamaría usted. Y el pequeño papel que yo desempeño en ella. Antes de que apareciera esta Cúpula tuve unos cuantos problemas, y…

– Ya lo sabemos -lo interrumpió Cox-. Un altercado con el hijo del segundo concejal y algunos de sus amigos. Estuvieron a punto de detenerlo, según consta en mi carpeta.

Una carpeta. Ahora tiene una carpeta. Que Dios me ayude.

– Veo que está bien informado -dijo Barbie-, pero déjeme que le cuente algo más. En primer lugar, el jefe de policía que impidió que me detuvieran murió en la 119, no muy lejos del lugar desde el que le hablo. De hecho…

Ruido de papeles apenas perceptible en un mundo que él ya no podía visitar. De repente le entraron ganas de matar al coronel James O. Cox con sus manos, por el mero hecho de que James O. Cox podía ir a McDonald's cuando quisiera, y él, Dale Barbara, no.

– Eso también lo sabemos -dijo Cox-. Un problema con el marcapasos.

– En segundo lugar -prosiguió Barbie-, el nuevo jefe, que es uña y carne con el único miembro poderoso de la Junta de Concejales del pueblo, ha contratado a unos ayudantes de policía nuevos. Son los tipos que intentaron arrancarme la cabeza en el aparcamiento del club nocturno.

– Pues tendrá que apañárselas como pueda, ¿no le parece? ¿Coronel?

– ¿Por qué me llama coronel? El coronel es usted.

– Felicidades -dijo Cox-. No solo se ha alistado de nuevo al servicio de su país, sino que ha obtenido un ascenso meteórico.

– ¡No! -gritó Barbie. Julia lo miraba con preocupación, pero él apenas se dio cuenta-. ¡No, no lo quiero!

– Ya, pero lo tiene -respondió Cox con calma-. Voy a enviar una copia por correo electrónico del papeleo esencial a su amiga, la directora del periódico, antes de que cerremos el grifo de las comunicaciones por internet de su desafortunado pueblo.

– ¿Cerrar el grifo? ¡No pueden hacerlo!

– El papeleo está firmado por el propio presidente. ¿Piensa contradecirlo? Creo que se pone de muy mala leche cuando le llevan la contraria.

Barbie no contestó. La cabeza le daba vueltas.

– Tiene que ir a ver a los concejales y al jefe de policía -añadió Cox-. Debe decirles que el presidente ha invocado la ley marcial en Chester's Mill y que usted es el oficial al cargo. Estoy convencido de que hallará cierta resistencia inicial, pero la información que acabo de darle debería ayudarlo a convertirse en el vínculo con el mundo exterior. Y conozco de sobra sus poderes de persuasión. Los vi de primera mano en Iraq.

– Señor -dijo-. Creo que no ha interpretado bien cuál es la situación actual aquí. -Se pasó una mano por el pelo. La oreja le palpitaba por culpa del maldito teléfono móvil-. Es como si entendiera la idea de la Cúpula, pero no lo que está ocurriendo en el pueblo como consecuencia de ella. Y todo ha sucedido hace menos de treinta horas.

– Entonces, ayúdeme a entenderlo.

– Usted dice que el presidente quiere que yo haga esto. Imaginemos que le llamo y le digo qu e puede besar mi sonrosado culo y …

Julia lo miraba horrorizada, lo que le infundió ánimos.

– Es más, imaginemos que le digo que soy un agente de Al-Qaida, y que había planeado matarlo, bang, de un tiro en la cabeza. ¿Qué pasaría?

– Teniente Barbara, coronel Barbara, quiero decir, ya ha hablado suficiente.

Barbie no estaba de acuerdo.

– ¿Podría enviar al FBI para que viniera a por mí? ¿Al Servicio Secreto? ¿Al maldito Ejército Rojo? No, señor. No podría.

– Tenemos planes para cambiar eso, tal como ya le he explicado. -Cox ya no parecía relajado ni de buen humor, sino un viejo soldado de infantería que discutía con otro.

– Si funciona, hágame el favor de enviar a la agencia federal que más le guste para que me detenga. Pero si seguimos aislados, ¿quién va a hacerme caso en este pueblo? Métaselo en la cabeza: este pueblo se ha escindido. No solo de Estados Unidos, sino del mundo entero. No podemos hacer nada al respecto, y ustedes tampoco.

Cox replicó tranquilamente:

– Estamos intentando ayudarles.

– Cuando lo dice casi le creo. Pero ¿le creerá alguien más de este pueblo? Cuando buscan la ayuda que les han enviado gracias al dinero de sus impuestos, lo único que ven es un montón de soldados de espaldas. Lo cual no transmite un mensaje demasiado halagüeño.

– Está hablando mucho para alguien que solo sabe decir no.

– No estoy diciendo que no. Solo digo que estoy a tres metros de que me detengan, y que proclamarme a mí mismo comandante no me ayudará.

– Imagine que llamo al primer concejal… ¿Cómo se llama…? Sanders… y que le cuento…

– A eso me refería cuando le decía que sabe muy poco. Esto es como cuando estábamos en Iraq, pero en esta ocasión usted está en Washington en lugar de en el terreno, y parece estar tan perdido como el resto de los soldados de despacho. Escúcheme con atención, señor: una información parcial de inteligencia es peor que una ausencia total de información.

– Un conocimiento pequeño es algo peligroso -dijo Julia en tono soñador.

– Si no a Sanders, entonces ¿quién?

– A James Rennie. El segundo concejal. Es el amo de todo esto.

Se hizo un pausa. Entonces Cox dijo:

– Quizá podemos dejarles con conexión a internet. Algunos de nosotros creemos que cortarlo es una reacción visceral.

– ¿Por qué piensa eso? -preguntó Barbie-. ¿No saben que si nos dejan con internet, la receta del pastel de arándanos de la Tía Sarah saldrá a la luz tarde o temprano?

Julia se enderezó y articuló en silencio: «¿Están intentando cortar internet?». Barbie levantó un dedo: «Espera».

– Escúcheme, Barbie. Imagine que llamamos a ese tal Rennie y le decimos que tenemos que cortar la conexión a internet, que lo sentimos, que se trata de una situación de crisis, que hay que tomar medidas extremas, etcétera, etcétera. Usted entonces podría convencerlo de su utilidad fingiendo que nos hace cambiar de opinión.

Barbie meditó la cuestión. Podía funcionar. Durante un tiempo, como mínimo. O tal vez no.

– Además -añadió Cox, animado-, les dará esa otra información. Quizá salve algunas vidas, pero le ahorrará a la gente el susto de su vida, sin duda.

Barbie dijo:

– Los teléfonos también tienen que seguir funcionando, aparte de internet.

– Eso será difícil. Tal vez pueda conseguir lo de internet, pero…

Escúcheme. Hay como mínimo cinco tipos que se creen Curtis LeMay en el comité encargado de gestionar este follón, y en lo que a ellos respecta, todos los habitantes de Chester's Mills son terroristas hasta que se demuestre lo contrario.

– ¿Y qué pueden hacer esos supuestos terroristas para atacar a Estados Unidos? ¿Atentados suicidas en la iglesia congregacional?

– Barbie, está predicando a los conversos.

Tenía razón.

– ¿Lo hará?

– Ya le llamaré para comunicarle mi decisión. Espere a hablar conmigo antes de hacer nada. Primero tengo que hablar con la viuda del difunto jefe de policía.

Cox insistió.

– ¿Verdad que no comentará con nadie la parte del toma y daca de la conversación?

A Barbie le sorprendió de nuevo el hecho de que alguien como Cox, un librepensador en comparación con el resto de los militares, no fuera capaz de darse cuenta de los cambios que había desencadenado la Cúpula. Ahí dentro, el marchamo del secretismo de Cox ya no importaba.

Nosotros contra ellos, pensó Barbie. Ahora somos nosotros contra ellos. A menos que su absurda idea funcione, claro.

– Señor, tendré que volver a llamarle para transmitirle mi decisión final sobre la cuestión; este teléfono se está quedando sin batería. -Una mentira que dijo sin remordimientos-. Y tiene que esperar a recibir noticias mías antes de poder hablar con alguien más.

– Tan solo recuerde que el big bang está programado para las trece horas de mañana. Si quiere asegurar la viabilidad de todo esto, es mejor que se mantenga al frente.

«Asegurar la viabilidad.» Otra expresión que no tenía sentido bajo la Cúpula. A menos que se refiriera a mantener el suministro de propano del generador.

– Ya hablaremos -dijo Barbie, que colgó antes de que Cox pudiera añadir algo más.

La 119 ya estaba casi despejada, aunque DeLesseps seguía allí, apoyado en su coche clásico de gran potencia y con los brazos cruzados. Cuando Julia pasó junto al Nova, Barbie se fijó en una pegatina que decía PRECIO DEL VIAJE: SEXO, DROGAS O GASOIL. También unas luces de policía sobre el salpicadero. Pensó que el contraste resumía todo lo que iba mal en Chester's Mills.

Mientras avanzaban por la 119 Barbie le contó a Julia todo lo que le había dicho Cox.

– Lo que están planeando no se diferencia mucho de lo que acaba de intentar ese chico -dijo ella, horrorizada.

– Bueno, es un poco distinto -replicó Barbie-. Ese muchacho lo ha intentado con un fusil. Y ellos tienen preparado un misil de crucero. Llámalo la teoría del Big Bang.

Julia sonrió. Pero no era su sonrisa habitual; pálida y perpleja, aparentaba sesenta años en lugar de cuarenta y tres.

– Me parece que voy a sacar otro número del periódico antes de lo que creía.

Barbie asintió.

– Extra, extra, léalo todo aquí.

7

– Hola, Sammy -dijo alguien-. ¿Qué tal estás?

Samantha Bushey no reconoció la voz y se volvió con cautela, sujetando la mochila portabebés por debajo. Little Walter estaba dormido y pesaba mucho. A Samantha le dolía el trasero porque se había caído de culo, y le dolía el corazón porque esa maldita Georgia Roux la había llamado «bollera». La misma Georgia Roux que en más de una ocasión había acudido llorando a la caravana de Sammy a pillar material para ella y ese cachas hipertrofiado con el que salía.

Era el padre de Dodee. Sammy había hablado con él miles de veces, pero no había reconocido su voz; a duras penas lo reconoció a él. Estaba avejentado, parecía triste, destrozado. Ni siquiera le miró las tetas, que era lo primero que hacía siempre.

– Hola, señor Sanders. Vaya, ni siquiera lo vi en… -Señaló con la mano hacia el campo llano y la gran carpa, ahora medio hundida y con aspecto triste. Aunque no tan triste como el señor Sanders.

– Estaba sentado a la sombra. -La misma voz vacilante, filtrada por una sonrisa angustiada que parecía una disculpa y resultaba algo incómoda-. Estaba bebiendo algo. ¿No hacía demasiado calor para ser octubre? Joder, sí. Creía que era una buena tarde, una verdadera tarde en el pueblo, hasta que ese muchacho…

Oh, cielos, qué horror, estaba llorando.

– Siento muchísimo lo de su mujer, señor Sanders.

– Gracias, Sammy. Eres muy amable. ¿Quieres que lleve el bebé hasta el coche? Creo que puedes ponerte en marcha, ya no hay atasco.

Era un ofrecimiento que Sammy no podía rechazar aunque él estuviera llorando. Sacó a Little Walter de la mochila portabebés, -fue como coger un pedazo grande de masa de pan caliente- y se lo ofreció. El bebé abrió los ojos, sonrió, le lanzó una mirada vidriosa y volvió a quedarse dormido.

– Creo que este pañal trae un paquete -dijo el señor Sanders.

– Sí, es una máquina de cagar muy regular. El bueno de Little Walter.

– Walter es un nombre bonito, de los de antes.

– Gracias. -Le pareció que no valía la pena decirle que en realidad el nombre de pila era Little… Además, estaba convencida de que no era la primera vez que tenía esa conversación con él. Pero el señor Sanders no lo recordaba. Caminar a su lado, aunque era él quien llevaba al bebé, era el perfecto final coñazo para una perfecta tarde coñazo. Como mínimo el hombre tenía razón en lo del atasco; el caos de coches por fin se había disuelto. Sammy se preguntó cuánto tiempo pasaría hasta que todo el pueblo fuera en bicicleta.

– Nunca me hizo gracia la idea de que mi mujer subiera a esa avioneta -dijo el señor Sanders, como si hubiera retomado el hilo de una conversación interior-. A veces incluso me preguntaba si Claudie se acostaba con ese tipo.

¿La madre de Dodee durmiendo con Chuck Thompson? Sammy se quedó estupefacta e intrigada.

– Seguramente no -dijo el señor Sanders, y suspiró-. En todo caso, ya no importa. ¿Has visto a Dodee? Anoche no volvió a casa.

Sammy estuvo a punto de decir «Claro, ayer por la tarde». Pero si Dodee no había dormido en casa la noche anterior, tan solo habría logrado preocupar más aún a su padre. Y la habría obligado a mantener una larga conversación con un tipo que tenía los ojos anegados en lágrimas y al que le colgaba un moco de la nariz. Y eso no le molaba.

Habían llegado al coche, un antiguo Chevrolet con los faldones laterales corroídos. Sammy cogió a Little Walter e hizo una mueca al notar el olor. No era solo que hubiera un paquete en los pañales, era un cargamento completo de UPS y Federal Express.

– No, señor Sanders, no la he visto.

El hombre asintió y se limpió la nariz con el dorso de la mano. El moco desapareció o, como mínimo, cambió de ubicación, lo cual fue un alivio.

– Seguramente fue al centro comercial con Angie McCain, luego a ver a su tía Peg en Sabattus y ya no pudo volver a entrar en el pueblo.

– Sí, seguro que pasó eso. -Y cuando Dodee apareciera en Mills, él se llevaría una grata sorpresa. Dios sabía que se la merecía. Sammy abrió la puerta del coche y dejó a Little Walter en el asiento del conductor. Había quitado la silla para bebés hacía ya varios meses. Era un engorro. Además, conducía muy bien.

– Me alegro de verte, Sammy. -Hizo una pausa-. ¿Rezarás por mi mujer?

– Esto… claro, señor Sanders, por supuesto.

Iba a meterse en el coche cuando recordó dos cosas: que Georgia Roux le había aplastado un pecho con su maldita bota de motorista con suficiente fuerza como para dejarle un morado, y que Andy Sanders, desolado o no, era el primer concejal del pueblo.

– ¿Señor Sanders?

– ¿Sí, Sammy?

– Algunos polis han tenido un comportamiento bastante brusco. Tal vez debería hacer algo al respecto. Antes, ya sabe, de que la situación se desmadre.

Su sonrisa desdichada no se alteró.

– Bueno, Sammy, soy consciente de lo que sentís los jóvenes hacia la policía, yo también fui joven, pero nos encontramos en una situación bastante grave. Y cuanto antes logremos reestablecer un mínimo de autoridad, mejor nos irá a todos. Lo entiendes, ¿verdad?

– Claro -respondió Sammy. Lo que entendía era que el dolor, por verdadero que fuera, no impedía que los políticos siguieran diciendo un montón de chorradas-. Bueno, ya nos veremos.

– Forman un buen equipo -añadió Andy en tono distraído-. Pete Randolph se encargará de meterlos en vereda. De que lleven el mismo sombrero. De que… esto… bailen al son de la misma música. Proteger y servir, ya sabes.

– Claro -dijo Samantha. El baile del «proteger y servir», con alguna que otra patada en las tetas. Puso el coche en marcha mientras Little Walter roncaba en el asiento de al lado. El olor de caca de bebé era horrible. Bajó las ventanillas y miró por el espejo retrovisor. El señor Sanders seguía de pie en el aparcamiento provisional, que entonces ya estaba casi desierto. Levantó una mano para despedirse de ella.

Sammy hizo lo propio mientras se preguntaba dónde había pasado Dodee la noche anterior si no había ido a casa. Pero enseguida se olvidó del tema -no era su problema-, y encendió la radio. La única emisora que sintonizaba bien era Radio Jesús, y apagó de nuevo el aparato.

Cuando alzó la vista, Frankie DeLesseps se encontraba en medio de la carretera, frente a ella, con una mano levantada, como un poli de verdad. Tuvo que dar un frenazo para no atropellarlo, y agarrar al bebé con una mano para que no cayera al suelo. Little Walter se despertó y empezó a llorar.

– ¡Mira lo que has hecho! -le gritó a Frankie (con quien había tenido un rollo de dos días en el instituto, cuando Angie estaba en un campamento para músicos)-. ¡El bebé casi se cae al suelo!

– ¿Dónde está su silla? -Frankie se asomó por su ventanilla, marcando bíceps. Mucho músculo, poca polla, ese era Frankie DeLesseps. A Sammy no le importaba lo más mínimo que Angie se lo hubiera quedado.

– No es asunto tuyo.

Tal vez un poli de verdad la habría multado por desacato a la autoridad y por no llevar la silla especial de sujeción para bebés, pero Frankie le lanzó una sonrisa petulante.

– ¿Has visto a Angie?

– No. -Esta vez era la verdad-. Debe de haber quedado atrapada al otro lado de la Cúpula. -Aunque a Sammy le parecía que eran los del pueblo los que estaban atrapados.

– ¿Y a Dodee?

Sammy respondió que no una vez más. Casi se vio obligada, porque existía la posibilidad de que Frankie hablara con el señor Sanders.

– El coche de Angie está en su casa -dijo Frankie-. He echado un vistazo en el garaje.

– Menuda noticia. Debieron de ir a algún sitio con el Kia de Dodee.

Frankie meditó sobre esa posibilidad. Estaban casi a solas. El atasco no era más que un recuerdo. Entonces dijo:

– ¿Georgia te ha hecho pupita en la tetita? -Y antes de que ella pudiera responder, metió la mano y se la sobó. Sin ningún tacto-. ¿Quieres que le dé un besito para que se cure antes?

Sammy lo apartó de un manotazo. A su derecha, Little Walter no paraba de llorar y llorar. En ocasiones se preguntaba, muy en serio, por qué había creado Dios a los hombres. Siempre estaban llorando o sobando, sobando o llorando.

Frankie no sonreía.

– Más te vale que vayas con cuidado -le dijo-. Ahora las cosas han cambiado.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Detenerme?

– Ya se me ocurrirá algo mejor -respondió-. Venga, en marcha. Y si te encuentras con Angie, dile que quiero verla.

Se alejó, hecha una furia y, a pesar de que no le gustaba reconocerlo, aunque era cierto, un poco asustada. Al cabo de casi un kilómetro paró el coche y le cambió el pañal al bebé. Llevaba una bolsa de pañales usados detrás, pero estaba demasiado enfadada para cogerla. Tiró el pañal lleno de caca al arcén, no muy lejos de un gran cartel que decía:


COCHES DE OCASIÓN JIM RENNIE

EXTRANJEROS Y NACIONALES

¡PÍDANO$ UN CRÉDITO!

¡CON BIG JIM TODO IRÁ SOBRE RUEDAS!


Adelantó a un grupo de niños que iban en bicicleta y se preguntó otra vez cuánto tiempo pasaría hasta que todo el mundo se viera obligado a usarlas. Aunque tal vez no llegara a suceder. Alguien lo solucionaría todo antes de que llegaran a ese extremo, como en una de esas películas de desastres que tanto le gustaba ver en la televisión cuando estaba colocada: volcanes en erupción en Los Ángeles, zombis en Nueva York. Y cuando la situación regresara a la normalidad, Frankie y Carter Thibodeau volverían a ser los mismos de antes: unos pringados pueblerinos sin apenas un centavo en los bolsillos. Pero, mientras tanto, más le valía pasar desapercibida.

Por lo demás, se alegraba de haber mantenido la boca cerrada respecto a Dodee.

8

Rusty oyó la alarma del monitor de la presión sanguínea y supo que estaban perdiendo al muchacho. De hecho, lo estaban perdiendo desde que lo subieron a la ambulancia, qué demonios, desde que la bala rebotada le impactó en la cara, pero el sonido del monitor convirtió la verdad en un titular. Rory debería haber sido transportado en helicóptero de inmediato al CMG desde el lugar donde había resultado tan gravemente herido. Sin embargo, se encontraba en un quirófano que no disponía del instrumental necesario, hacía demasiado calor (habían apagado el aire acondicionado para alargar la vida del generador) y lo estaba operando un doctor que debería haberse jubilado hacía muchos años, un auxiliar médico que nunca había asistido a una intervención de neurocirugía y una enfermera exhausta que dijo:

– Fibrilación ventricular, doctor Haskell.

El monitor del corazón se unió a la fiesta. Ahora era un coro.

– Ya lo he oído, Ginny, tranquila. No me hagas perder al paciente… -Hizo una pausa-. ¡La paciencia, joder! ¡No me hagas perder la paciencia!

Por un instante Rusty y él se miraron por encima del cuerpo del chico, envuelto en una sábana. La mirada de Haskell era clara y despierta -no era el médico acomodaticio con el estetoscopio colgado del cuello que se había arrastrado por los pasillos del Cathy Russell durante los últimos años como un alma en pena- pero parecía terriblemente viejo y frágil.

– Lo hemos intentado -dijo Rusty.

A decir verdad, Haskell había hecho algo más que intentarlo; a Rusty le había recordado una de esas novelas de deportes que tanto le gustaban de niño, en las que un lanzador de béisbol sale de la zona de calentamiento para buscar su último momento de gloria en el séptimo partido de las Series Mundiales. Pero en esta ocasión solo Rusty y Ginny Tomlinson habían estado en las gradas, y el veterano no iba a poder gozar de un final feliz.

Rusty había puesto el suero salino y había añadido manitol para reducir la hinchazón del cerebro. Haskell había salido corriendo de la sala de operaciones para hacer los análisis de sangre en el laboratorio que había al final del pasillo, un hemograma completo. Tenía que hacerlo Haskell; Rusty no estaba cualificado y no había técnicos de laboratorio. El Catherine Russell tenía una escasez horrible de personal. Rusty creía que el asunto del chico de los Dinsmore no era más que un adelanto del precio que el pueblo iba a acabar pagando por la falta de personal.

La situación empeoró. El chico era A negativo, y no les quedaba ninguna bolsa de ese tipo en su pequeño banco de sangre. Sin embargo, sí que tenían del tipo 0 negativo, el donante universal, y le habían puesto cuatro bolsas, lo que significaba que tan solo les quedaban nueve más de reserva. A buen seguro, gastarlas en el muchacho había sido como tirarlas por el desagüe de la sala de lavado, pero nadie se atrevió a decir nada. Mientras le transfundían la sangre, Haskell envió a Ginny abajo, al cubículo del tamaño de un armario que hacía las veces de biblioteca del hospital. Regresó con una copia manoseada de Sobre la neurocirugía: perspectiva general. Haskell realizó la intervención con el libro abierto al lado, sujetando las páginas con un otoscopio. Rusty pensó que nunca olvidaría el chirrido de la sierra, el olor del polvo de hueso en aquel aire anormalmente caliente, el coágulo de sangre gelatinosa que rezumó por el orificio cuando Haskell quitó el tapón de hueso.

Durante unos minutos, Rusty se había permitido albergar ciertas esperanzas. Una vez aliviada la presión del hematoma gracias al orificio, las constantes vitales de Rory se habían estabilizado o, como mínimo, lo intentaron. Entonces, mientras Haskell trataba de averiguar si podía alcanzar el fragmento de bala, todo empezó a ir cuesta abajo de nuevo, y muy deprisa.

Rusty pensó en los padres, que estarían aguardando, esperando en la desesperanza. Ahora, al salir del quirófano, en lugar de trasladar a Rory hacia la izquierda, a la UCI del Cathy Russell, donde tal vez dejarían entrar a sus amigos para que lo vieran, parecía que Rory tomaría el pasillo de la derecha, hacia el depósito de cadáveres.

– Si nos encontráramos en una situación normal, lo mantendría con vida y preguntaría a los padres por la donación de órganos -dijo Haskell-. Pero, claro, si nos encontráramos en una situación normal el chico no estaría aquí. Y aunque estuviera, yo no intentaría operarlo usando un… un maldito manual de Toyota. -Cogió el otoscopio y lo tiró a la otra punta del quirófano. Impactó contra los azulejos verdes, rompió uno y cayó al suelo.

– ¿Quiere administrarle epinefrina, doctor? -preguntó Ginny. Calma, fría, serena… pero estaba tan cansada que no insistió más.

– ¿Acaso no he sido lo suficientemente claro? No pienso prolongar la agonía del muchacho. -Haskell apretó el interruptor rojo situado en la parte posterior del respirador. Algún graciosillo, tal vez Twitch, había puesto una pequeña pegatina que decía «¡TOMA YA!»-. ¿Deseas expresar una opinión contraria, Rusty?

Rusty meditó sobre la pregunta, pero enseguida negó con la cabeza. El test de Babinski había dado positivo, lo que significaba que sufría graves daños cerebrales, pero la cuestión era que no tenía ninguna posibilidad de salvarse. En realidad, nunca la había tenido.

Haskell apretó el interruptor. Rory Dinsmore inspiró aire trabajosamente por sí solo una vez más, pareció intentarlo de nuevo, y se rindió.

– Son las… -Haskell miró al gran reloj que había en la pared- cinco y cuarto de la tarde. ¿Te encargarás de anotarla como la hora de la muerte, Ginny?

– Sí, doctor.

Haskell se quitó la mascarilla y Rusty pudo comprobar, no sin cierta preocupación, que el anciano tenía los labios azules.

– Salgamos de aquí -dijo-. El calor me está matando.

Pero no era el calor, sino el corazón. Se derrumbó en mitad del pasillo cuando se dirigía a darles la mala noticia a Alden y Shelley Dinsmore. Al final Rusty acabó administrando una dosis de epinefrina, pero no sirvió de nada. Ni el masaje cardíaco. Ni el desfibrilador.

Hora de la muerte, cinco y cuarenta y nueve de la tarde. Ron Haskell sobrevivió a su último paciente por treinta y cuatro minutos exactamente. Rusty se sentó en el suelo, con la espalda apoyada en la pared. Ginny se había encargado de dar la noticia a los padres del chico; desde el lugar en el que estaba sentado, con la cara entre las manos, Rusty oyó los gritos de dolor y pena de la madre que resonaban en aquel hospital casi vacío. Parecía como si no fuera a dejar nunca de llorar.

9

Barbie pensó que la viuda del Jefe debía de haber sido una mujer preciosa. Incluso entonces, con las ojeras y la ropa mal conjuntada que llevaba (unos tejanos descoloridos y la parte de arriba de lo que estaba prácticamente seguro que era un pijama), Brenda Perkins era imponente. Pensó que tal vez la gente lista nunca perdía su belleza, si es que estaba dotada de ese don, por supuesto, y vio un destello de inteligencia en sus ojos. También algo más. Tal vez estaba de luto, pero no había perdido la curiosidad. Y ahora mismo el objeto de su curiosidad era él.

Miró hacia el coche de Julia, que se encontraba detrás de Barbie, mientras retrocedía por el camino de entrada, y levantó las manos en un: «¿Adónde vas?».

Julia asomó la cabeza por la ventana y respondió:

– ¡Tengo que ocuparme de que salga el periódico! También tengo que pasarme por el Sweetbriar Rose y darle las malas noticias a Anson Wheeler; ¡esta noche se encarga de los bocadillos! ¡Tranquila, Bren, Barbie es un buen tipo! -Y antes de que Brenda pudiera responder o quejarse, Julia ya había enfilado Morin Street; una mujer con una misión. Barbie habría preferido acompañarla y que su único objetivo fuera la preparación de cuarenta bocadillos de jamón y queso y otros cuarenta de atún.

Ahora que Julia se había ido, Brenda prosiguió con su inspección. Cada uno se encontraba a un lado de la mosquitera. Barbie se sentía como si fuera alguien que iba a pedir trabajo y que tenía que hacer frente a una dura entrevista.

– ¿Lo es? -preguntó Brenda.

– ¿Cómo dice, señora?

– Si es un buen tipo.

Barbie meditó la respuesta. Días antes habría dicho que sí, por supuesto que lo era, pero esa tarde se sentía más como el soldado de Faluya que como el cocinero de Chester's Mills. Al final optó por decir que estaba bien amaestrado, lo que hizo sonreír a Brenda.

– Bueno, eso tendré que juzgarlo yo -replicó la mujer-. Aunque ahora mismo no me encuentro en las mejores condiciones para emitir un juicio. He sufrido una gran pérdida.

– Lo sé, señora. Lo siento mucho.

– Gracias. Lo enterrarán mañana. Lo sacarán de la Funeraria Bowie, ese cuchitril maloliente y pequeño que no sé cómo pero sigue abierto a pesar de que casi toda la gente del pueblo prefiere la Funeraria Crosman de Castle Rock. ¿Sabe cómo llaman al negocio de Stewart Bowie? El Granero de los Entierros de Bowie. Stewart es un imbécil y su hermano Fernald es aún peor, pero ahora mismo son todo lo que tenemos. Lo que tengo. -Lanzó un suspiro como una mujer que debía hacer frente a una ardua tarea. ¿Y por qué no?, pensó Barbie. La muerte de un ser querido puede ser muchas cosas, pero sin duda da mucho trabajo.

Brenda lo sorprendió cuando decidió salir al porche con él.

– Acompáñeme al jardín trasero, señor Barbara. Tal vez lo invite a entrar más adelante, pero esperaré a estar convencida de que puedo confiar en usted. En circunstancias normales me fiaría de la recomendación de Julia con los ojos cerrados, pero estamos viviendo unos días que no pueden calificarse precisamente de normales.

Lo condujo por una senda lateral de la casa con el césped muy bien cortado y sin rastro de hojas secas otoñales. A la derecha había una verja que separaba la casa de los Perkins de la de su vecino; a la izquierda, un arriate de flores muy bien cuidadas.

– Mi marido era quien se encargaba de las flores. Imagino que le parecerá una afición extraña en un agente responsable del cumplimiento de la ley.

– En absoluto.

– A mí tampoco me lo parecía. Lo que nos convierte en una minoría. Los pueblos pequeños albergan imaginaciones pequeñas. Grace Metalious y Sherwood Anderson tenían razón al respecto.

»Además -añadió mientras doblaban la esquina de la casa y se adentraban en un espacioso jardín-, aquí disfrutaremos de la luz natural durante más tiempo. Tengo un generador, pero ha dejado de funcionar esta mañana. Creo que se le ha acabado el combustible. Hay un depósito de reserva, pero no sé cómo cambiarlo. Siempre estaba dándole la lata a Howie con el generador. Él quería enseñarme a usarlo, pero me negué a aprender. Lo hice sobre todo para fastidiarle. -Derramó una lágrima que le cayó por la mejilla, pero se la limpió con un gesto distraído-. Ahora si pudiera le pediría perdón. Admitiría que tenía razón. Pero ya es tarde, ¿verdad?

Barbie sabía que era una pregunta retórica.

– Si solo es el depósito -dijo-, puedo cambiarlo.

– Gracias -dijo Brenda, que lo acompañó hasta una mesa de jardín junto a la cual había una nevera portátil-. Iba a pedírselo a Henry Morrison, y también pensaba comprar más bombonas de gas en Burpee's, pero cuando llegué a la calle principal esta tarde, la tienda de Romeo ya había cerrado y Henry estaba en el campo de Dinsmore, con los demás. ¿Cree que podré comprar alguna bombona mañana?

– Quizá -respondió Barbie. Aunque en realidad lo dudaba.

– Ya me han dicho lo del muchacho -dijo Brenda-. Gina Buffalino, la vecina de al lado, vino a verme y me lo contó. Lo siento muchísimo. ¿Sobrevivirá?

– No lo sé. -Y como la intuición le decía que la sinceridad sería el camino más directo para ganarse la confianza de esa mujer (aunque solo fuera de un modo provisional), añadió-: No lo creo.

– No. -Ella suspiró y se limpió los ojos de nuevo-. No, ya me pareció que estaba muy grave. -Abrió la nevera portátil-. Tengo agua y Coca-Cola Light. Era el único refresco que le dejaba beber a Howie. ¿Qué prefiere?

– Agua, señora.

Abrió dos botellas de Poland Spring y tomaron un sorbo. Ella lo miró con sus ojos tristes y curiosos.

– Julia me ha dicho que quiere una llave del ayuntamiento. Entiendo sus motivos. También entiendo por qué no quiere que Jim Rennie lo sepa…

– Tal vez sea necesario que se lo digamos. Mire, la situación ha cambiado…

Brenda levantó la mano y negó con la cabeza. Barbie calló.

– Antes de que me lo cuente, quiero que me hable del encontronazo que tuvo con Junior y sus amigos.

– Señora, ¿es que su marido no…?

– Howie casi nunca hablaba de sus casos, pero sí que me contó algo sobre este. Creo que le preocupaba. Y quiero comprobar que su versión de los hechos encaja con la de mi marido. Si es así, podremos hablar de otros asuntos. En caso contrario, lo invitaré a que se vaya, aunque podrá llevarse la botella de agua.

Barbie señaló la caseta roja que había en la esquina izquierda de la casa.

– ¿Eso es del generador?

– Sí.

– ¿Si cambio la bombona de propano mientras hablamos, podrá oírme?

– Sí.

– Y quiere que se lo cuente todo, ¿verdad?

– Sí, por supuesto. Y como vuelvas a llamarme señora, te parto la crisma.

La puerta de la caseta del generador estaba cerrada con un simple gancho de latón. El hombre que había vivido en esa casa hasta el día anterior, había cuidado los detalles… Aunque era una pena que solo hubiera dejado una bombona. Barbie decidió que, acabara como acabase la conversación, haría todo lo posible por conseguir unas cuantas bombonas más al día siguiente.

Mientras tanto, se dijo a sí mismo, cuéntale todo lo que quiere saber sobre esa noche. Pero le resultaría más fácil hacerlo de espaldas a ella; no le gustaba decir que el problema se debía a que Angie McCain lo había tomado por un amante algo mayor.

La ley Sunshine, se recordó a sí mismo, y contó su historia.

10

Lo que recordaba con mayor claridad del verano pasado era la canción de James McMurtry que parecía sonar en todas partes, «Talkin' at the Texaco», se llamaba. Y la frase que mejor recordaba era la que decía que en un pequeño pueblo «todos debemos saber cuál es nuestro sitio». Cuando Angie empezó a arrimársele demasiado mientras él cocinaba, o a rozarle el brazo con los pechos mientras ella intentaba coger algo que él podría haberle alcanzado, le venía a la cabeza esa frase. Barbie sabía quién era el novio de Angie, y también sabía que Frankie DeLesseps formaba parte de la estructura de poder del pueblo, aunque solo fuera gracias a su relación con el hijo de Big Jim Rennie. Dale Barbara, por el contrario, era poco más que un vagabundo. No encajaba en la estructura de Chester's Mills.

Una noche Angie lo abrazó a la altura de la cadera y le sobó el paquete. El reaccionó y, por la pícara sonrisa que esbozó ella, dedujo que lo había notado.

– Si quieres, puedes devolvérmela -dijo ella. Estaban en la cocina; Angie se levantó un poco la minifalda y le enseñó fugazmente las braguitas rosa con volantes que llevaba-. Sería lo más justo.

– Paso -replicó él, y ella le sacó la lengua.

Había sido testigo de escenas similares en media docena de cocinas de restaurantes, y en alguna ocasión había llegado a aceptar la invitación. Tal vez no era más que el capricho que una chica sentía por un compañero de trabajo mayor y algo atractivo. Pero entonces Angie y Frankie rompieron, y una noche, cuando Barbie estaba tirando la comida que había sobrado, en el contenedor situado en la parte trasera, después de cerrar el restaurante, ella realizó una tentativa más seria.

Barbie se volvió y ahí estaba ella; lo abrazó y empezó a besarlo. Al principio él le devolvió los besos. Angie le cogió una mano y se la llevó al pecho izquierdo. Aquel gesto lo hizo reaccionar. Era un pecho delicioso, joven y turgente. Pero también podía causarle muchos problemas. Ella podía causarle muchos problemas. Intentó apartarla, y cuando ella se agarró con una mano (y le clavó las uñas en la nuca) y quiso echársele encima, él le dio un empujón algo más fuerte de lo que quería. Angie tropezó con el contenedor, lo miró, se tocó el trasero y lo fulminó con la mirada.

– ¡Gracias! ¡Ahora me he manchado de mierda los pantalones!

– Deberías aprender cuándo hay que parar -respondió él con calma.

– ¡Pero si te gustaba!

– Quizá -replicó-, pero no me gustas tú. -Y cuando vio el destello de dolor y odio en el rostro de Angie, añadió-: O sea, me gustas, pero no de este modo. Aunque, claro, la gente tiende a expresarse de un modo algo particular cuando está alterada.

Cuatro noches más tarde, en el Dipper's, alguien le derramó un vaso de cerveza por la espalda. Se volvió y ahí estaba Frankie DeLesseps.

– ¿Te ha gustado, Baaaarbie? Si quieres, lo repito. Es la noche de las jarras de cerveza a dos pavos. Aunque, si no te ha gustado, podemos arreglarlo fuera.

– No sé qué te ha dicho ella, pero no es cierto -dijo Barbie. La máquina de discos estaba sonando, y aunque no era la canción de McMurtry, eso era lo único que oía en su cabeza: «Todos debemos saber cuál es nuestro sitio».

– Ella me dijo que te dio calabazas y que tú pasaste de todo y te la follaste. ¿Cuánto le sacas? ¿Cincuenta kilos? Para mí eso es una violación.

– No lo hice. -Aun a sabiendas de que probablemente era inútil.

– ¿Quieres salir fuera o eres un gallina?

– Soy un gallina -respondió y, para su sorpresa, Frankie se fue.

Barbie decidió que ya estaba harto de música y cerveza por esa noche y se estaba levantando cuando Frankie regresó, esta vez no con un vaso, sino con una jarra.

– No lo hagas -le advirtió Barbie, pero Frankie, faltaría más, no le hizo caso. Plaf, en la cara. Fue una ducha de Bud Light. Varios clientes medio borrachos rieron y aplaudieron.

– Puedes salir a zanjar el asunto -dijo Frankie-, o puedo esperar. Ultima llamada, Baaaarbie.

Barbie decidió salir, sabía que tarde o temprano tendría que enfrentarse a él y creía que si lo tumbaba rápido, antes de que mucha gente pudiera ver algo, lograría poner fin a la cuestión. Incluso podría disculparse y repetir que no se lo había montado con Angie. No diría que fue ella quien se le echó encima, aunque suponía que varias personas lo sabían (entre ellas, sin duda, Rose y Anson). Quizá, cuando Frankie se despertara con la nariz ensangrentada, vería lo que resultaba tan obvio para Barbie: esa era la idea que el imbécil tenía de la venganza.

Al principio todo apuntaba a que iba a ser así. Frankie se plantó en la grava con los puños en alto, como John L. Sullivan; las luces de sodio situadas a ambos extremos del aparcamiento proyectaban su sombra a ambos lados. Era malvado, fuerte y estúpido: un simple buscabroncas de pueblo. Estaba acostumbrado a derribar a sus oponentes de un solo golpe, luego los agarraba y les daba una paliza hasta que se rendían.

Dio un paso al frente para emplear un arma no tan secreta como él creía: un gancho que Barbie esquivó gracias a un oportuno movimiento lateral de la cabeza. Barbie contraatacó con un directo de izquierda al plexo solar. Frankie cayó al suelo con expresión de asombro.

– No tenemos que… -dijo Barbie, y fue entonces cuando Junior Rennie le golpeó por detrás, en los riñones, seguramente con las manos juntas. Barbie se tambaleó hacia delante. Entonces apareció Carter Thibodeau, que se había escondido entre dos coches, y le asestó un puñetazo circular. Si hubiera impactado en su objetivo, le habría roto la nariz, pero Barbie levantó el brazo a tiempo. Ese golpe fue el que le dejó el peor morado, todavía teñido de un amarillo feo cuando intentó abandonar el pueblo el día de la Cúpula.

Se echó hacia un lado, comprendía que le habían tendido una emboscada y sabía que tenía que salir de ahí antes de que alguien resultara herido de verdad. Y no tenía por qué ser él. Estaba dispuesto a correr, algo que no lo enorgullecía. Logró dar tres pasos antes de que Melvin Searles lo hiciera tropezar. Barbie cayó de bruces en la grava y empezaron a darle patadas. Se tapó la cabeza, pero un aluvión de botas de cuero se cebó en sus piernas, trasero y brazos. Uno de los puntapiés le alcanzó en el tórax justo antes de que lograra refugiarse tras la furgoneta del negocio de muebles usados de Stubby Norman.

Entonces Barbie perdió el sentido común y desechó la posibilidad de huir corriendo. Se puso en pie, de cara a ellos, estiró los brazos, con las palmas hacia arriba, y les hizo gestos para que se acercaran. Los estaba azuzando. Barbie se encontraba en un espacio estrecho, de modo que iban a tener que ir a por él de uno en uno.

Junior fue el primero en intentarlo; su entusiasmo se vio recompensado con una patada en la barriga. Barbie llevaba unas zapatillas Nike en lugar de botas, pero fue una patada fuerte que hizo que Junior quedara doblado junto a la furgoneta, boqueando, sin aire en los pulmones. Frankie intentó pasar por encima de él y Barbie le golpeó dos veces en la cara: fueron dos aguijonazos, pero no lo suficientemente fuertes para romperle un hueso. El sentido común volvió a hacer acto de presencia.

Oyó ruido de grava. Se volvió justo a tiempo para recibir un puñetazo de Thibodeau, que había rodeado la furgoneta. El golpe le impactó en la sien. Barbie vio las estrellas. («Aunque tal vez alguna era un cometa», le dijo a Brenda mientras abría la válvula de la nueva bombona de gas.) Thibodeau se le acercó y Barbie le dio una patada en el tobillo, lo que provocó que la sonrisa del muchacho se transformara en una mueca. Hincó una rodilla en el suelo, como si fuera un jugador de fútbol americano sujetando el balón para intentar un gol de campo. Salvo que el jugador encargado de sujetar la pelota no acostumbra a agarrarse el tobillo.

Por absurdo que parezca, Carter Thibodeau gritó:

– ¡Has jugado sucio, cabrón!

– Mira quién ha… -Pero Barbie no pudo decir nada más porque Melvin Searles lo estranguló con un brazo. Barbie le clavó el codo en las costillas y oyó el gruñido que lanzó su rival al quedarse sin aire. Y también olió su aliento: cerveza, tabaco y Slim Jims. Entonces se volvió, ya que imaginaba que probablemente Thibodeau contraatacaría antes de que pudiera abrirse paso entre los vehículos donde se había refugiado, sin que le importara ya nada. Le palpitaba la cara, las costillas, y de pronto se decantó por la opción que le pareció más razonable: hacer que esos cuatro acabaran en el hospital. Así tendrían tiempo de discutir lo que era jugar sucio y lo que no mientras firmaban en la escayola de cada uno.

Fue entonces cuando el jefe Perkins, avisado por Tommy o, por Willow Anderson, los propietarios del bar de carretera, entró en el aparcamiento con las luces encendidas y los faros centelleando. Los cinco quedaron iluminados como si fueran un grupo de actores en un escenario.

Perkins hizo sonar la sirena solo una vez; calló a medio pitido. Entonces salió y se colocó bien el cinturón alrededor de su voluminosa circunferencia.

– Estamos a principios de semana, un poco pronto para esto, ¿no os parece, chicos?

A lo que Junior Rennie replicó:

11

No fue necesario que Barbie le contara lo demás; Brenda lo había oído por boca de Howie, y no le sorprendió en absoluto. Ya de niño, el hijo de Big Jim había sido un gran charlatán, sobre todo cuando había algo en juego que afectaba a sus intereses.

– A lo que replicó: «Ha empezado el cocinero». ¿Sí?

– Sí. -Barbie apretó el botón de encendido del generador, que rugió al cobrar vida. Sonrió a su anfitriona y se ruborizó. Lo que acababa de contarle no era una de sus historias favoritas. Aunque imaginaba que con el tiempo acabaría prefiriéndola a la historia del gimnasio de Faluya-. Ya está: luces, cámara, acción.

– Gracias. ¿Cuánto tiempo aguantará?

– Unos cuantos días, pero quizá para entonces ya todo haya acabado.

– O no. Supongo que es consciente de lo que lo salvó de una visita a los calabozos del condado esa noche.

– Claro -dijo Barbie-. Su marido vio lo que ocurrió. Cuatro contra uno. Era difícil no verlo.

– Cualquier otro policía podría no haberlo visto aunque hubiera sucedido en sus narices. Y tuvo suerte de que Howie estuviera de servicio esa noche; en principio le tocaba a George Frederick, pero llamó para decir que tenía gastroenteritis. -Hizo una pausa-. Más que suerte, tal vez podríamos llamarlo providencia.

– Así es -admitió Barbie.

– ¿Le gustaría entrar, señor Barbara?

– ¿Por qué no nos sentamos aquí fuera? Si no le importa. Se está muy bien.

– Por mí perfecto. Dentro de poco empezará el frío. ¿No es así?

Barbie respondió que no lo sabía.

– Cuando Howie los llevó a todos a la comisaría, DeLesseps le dijo a mi marido que usted había violado a Angie McCain, ¿Verdad?

– Esa fue su primera versión. Luego dijo que tal vez no fue una violación, sino que cuando ella se asustó y me dijo que parara, yo no le hice caso. Supongo que eso lo convirtió en una violación en segundo grado.

La mujer esbozó una sonrisa fugaz.

– Que no le oiga ninguna feminista decir que existen distintos grados de violación.

– Supongo que mejor que no. En cualquier caso, su marido me hizo pasar a la sala de interrogatorios, que al parecer durante el día es el armario de la limpieza…

Brenda se rió.

– … Y llevó también a Angie. La sentó frente a mí para que tuviera que mirarme a los ojos. Joder, casi estábamos codo con codo. Hay que prepararse mentalmente para mentir sobre algo tan grave, sobre todo alguien joven. Eso lo descubrí en el ejército. Y su marido también lo sabía. Le dijo que el caso iría a juicio. Le explicó las penas por cometer perjurio. En pocas palabras, Angie se retractó. Dijo que no había habido coito, y menos aún violación.

– Howie tenía un lema: «La razón antes que la ley». Siempre obraba tomando como base ese principio. Por desgracia, Peter Randolph no se comportará de este modo, en parte porque es un tipo muy obtuso, pero sobre todo porque no será capaz de manejar a Rennie. Mi marido sabía cómo hacerlo. Howie dijo que cuando las noticias de su… altercado… llegaron a oídos del señor Rennie, este insistió en que lo juzgaran por algo. Estaba hecho una furia. ¿Lo sabía?

– No. -Pero tampoco le sorprendía.

– Howie le dijo al señor Rennie que si el caso llegaba a los tribunales se aseguraría de que saliera a la luz toda la verdad, incluido el intento de paliza de cuatro contra uno en el aparcamiento. Y añadió que un buen abogado defensor incluso podría lograr que constaran en acta algunas de las travesuras de instituto de Frankie y Junior, aunque ninguna era tan grave como lo que le hicieron a usted.

Brenda meneó la cabeza.

– Junior Rennie nunca había sido un muchacho fantástico, pero en general era relativamente inofensivo. Sin embargo, durante el último año ha cambiado. Howie se dio cuenta de ello, y el asunto le preocupaba. He descubierto que Howie sabía cosas sobre ambos, padre e hijo… -Dejó la frase en el aire. Barbie se dio cuenta de que se debatía entre acabarla o no, y al final decidió no hacerlo. Como mujer de un agente de policía de pueblo había aprendido a ser discreta, una costumbre difícil de olvidar.

– Howie le aconsejó que se fuera del pueblo antes de que Rennie encontrara algún modo de causarle problemas, ¿verdad? Imagino que quedó atrapado por la Cúpula y no pudo marcharse.

– Ambas cosas son ciertas. ¿Le importa que tome una Coca-Cola Light, señora Perkins?

– Llámame Brenda. Y yo te llamaré Barbie, si así es como te gusta. Sírvete tú mismo el refresco.

Barbie le hizo caso.

– Quieres una llave del refugio atómico para coger el contador Geiger. Puedo ayudarte y lo haré. Pero también me ha parecido que decías que Jim Rennie tenía que saberlo, idea que no acaba de convencerme. Tal vez es el dolor, que me nubla el juicio, pero no entiendo por qué quieres enzarzarte en una disputa con él. Big Jim se pone histérico cuando alguien cuestiona su autoridad y, además, no le caes bien. Y tampoco te debe ningún favor. Si mi marido aún fuera el Jefe, tal vez podríais ir a ver a Rennie juntos. Creo que yo habría disfrutado de la escena. -Se inclinó hacia delante y le lanzó una mirada ojerosa-. Pero Howie ya no está y tú tienes muchas probabilidades de acabar encerrado en una celda en lugar de dedicarte a buscar un misterioso generador.

– Soy consciente de todo eso, pero la situación ha cambiado. La Fuerza Aérea va a lanzar un misil de crucero contra la Cúpula mañana a las trece horas.

– Oh, Dios mío.

– No es el primero que lanzan, pero con los anteriores solo pretendían determinar la altura (los radares no funcionan) e iban cargados con una ojiva de combate falsa. Pero este será de verdad. Un misil antibúnkers.

Brenda palideció.

– ¿En qué parte del pueblo va a impactar?

– El punto de impacto será la intersección de la Cúpula con la Little Bitch. Julia y yo estuvimos ahí anoche. Explotará a un metro y medio del suelo.

A Brenda se le desencajó la mandíbula de un modo muy impropio en una mujer.

– ¡No es posible!

– Me temo que sí. La lanzarán desde un B-52 y seguirá una ruta preprogramada. Es decir, un ruta programada al milímetro. Una vez que alcance la altura del objetivo, tendrá en cuenta hasta la más mínima irregularidad del terreno. Esas cosas son espeluznantes. Si explota y no atraviesa la Cúpula, todo el mundo se llevará un buen susto, sonará como el Apocalipsis. Pero si logra atravesarla…

Brenda se llevó la mano a la garganta.

– ¿Qué daños causará? ¡No tenemos camiones de bomberos, Barbie!

– Estoy seguro de que habrá bomberos al otro lado, preparados. En cuanto al posible alcance de los daños… -Se encogió de hombros-. Toda la zona tendrá que ser evacuada, eso está claro.

– ¿Te parece sensato? ¿Crees que su plan es sensato?

– Es una cuestión discutible, señora… Brenda. Han tomado una decisión. Pero me temo que la cosa aún puede empeorar. -Y, al ver su expresión, añadió-: Para mí, no para el pueblo. Me han ascendido a coronel. Por orden del presidente.

La mujer puso los ojos en blanco.

– Me alegro por ti.

– Se supone que debo declarar la ley marcial y asumir el control de Chester's Mills. ¿Verdad que Jim Rennie se pondrá la mar de contento cuando se entere?

Brenda lo sorprendió riendo a carcajadas. Y Barbie se sorprendió a sí mismo haciendo lo propio.

– ¿Entiendes ahora cuál es mi problema? El pueblo no debe saber que he tomado prestado un viejo contador Geiger, pero tiene que saber que nos van a lanzar un misil. Julia Shumway dará la noticia si no lo hago yo, pero quiero que los capitostes se enteren por mí. Porque…

– Entiendo los motivos. -Gracias al color rojo del sol, el rostro de Brenda había perdido su palidez. Pero se frotaba los brazos en un gesto ausente-. Si pretendes imponer un mínimo de autoridad… que es lo que tu superior quiere que hagas…

– Supongo que ahora Cox es más bien mi colega -la interrumpió Barbie.

La mujer lazó un suspiro.

– Andrea Grinnell. Tenemos que contárselo a ella. Y luego ya hablaremos con Rennie y Andy Sanders a la vez. Como mínimo los superaremos en número, tres contra dos.

– ¿La hermana de Rose? ¿Por qué?

– ¿No sabes que es la tercera concejala del pueblo? -Y cuando Barbie negó con la cabeza, añadió-: No pongas esa cara. Hay mucha gente que no lo sabe, a pesar de que hace años que ostenta el cargo. Prácticamente su trabajo consiste en sellar documentos para esos dos, en realidad tan solo para Rennie, ya que Andy Sanders hace lo mismo que ella, y Andrea tiene… problemas… pero es una situación muy dura. O lo era.

– ¿Qué problemas?

Por un momento Barbie pensó que Brenda iba a guardar silencio, pero no lo hizo.

– De adicción a los fármacos. A los calmantes. No sé hasta qué punto es grave.

– E imagino que en el Drugstore de Sanders se encargan de proporcionarle la receta.

– Sí. Sé que no es una solución perfecta, y tendrás que ir con mucho cuidado, pero… Tal vez Jim Rennie se vea obligado a aceptar tu nuevo cargo por su propio bien durante un tiempo. ¿Pero tu autoridad? -Negó con la cabeza-. Ese es capaz de limpiarse el culo con una declaración de ley marcial, tanto si está firmada por el presidente como si no. Yo…

Se calló. Tenía la mirada fija en un punto detrás de él y abrió los ojos como platos.

– ¿Señora Perkins? ¿Brenda? ¿Qué pasa?

– Oh -exclamó ella-. Oh, Dios mío.

Barbie se volvió y se quedó atónito. El sol se estaba poniendo y se había teñido de rojo, como sucedía en los días cálidos y despejados, radiantes hasta el atardecer gracias a la ausencia de chubascos. Pero en su vida había visto una puesta de sol como esa. Tenía la sensación de que las únicas personas que la habían visto eran las que se encontraban cerca de violentas erupciones volcánicas.

No, pensó. Ni tan siquiera ellos. Esto es algo inaudito.

El sol no era una bola. Tenía la forma de una enorme pajarita roja, con una circunferencia en el centro en llamas. El cielo de poniente estaba manchado como por una fina capa de sangre que se transformaba en naranja a medida que ascendía. El horizonte apenas era visible en aquel resplandor borroso.

– Dios, es como intentar ver a través de un parabrisas sucio con el sol de cara -dijo Brenda.

Y, por supuesto, así era, salvo que en su caso la Cúpula era el parabrisas. Había empezado a mancharse de polvo y polen. De contaminación también. Y la situación no iba a hacer más que empeorar.

Tendremos que limpiarla, pensó Barbie, y se imaginó hileras de voluntarios pertrechados con cubos y trapos. Qué absurdo. ¿Cómo iban a limpiar a catorce metros de altura? ¿O a cuarenta? ¿O a cuatrocientos?

– Esto tiene que acabar -susurró Brenda-. Llámales y diles que lancen el misil más grande que tengan, y al cuerno con las posibles consecuencias. Porque esto tiene que acabar.

Barbie no dijo nada. No estaba seguro de que pudiera articular algún sonido aunque hubiera tenido algo que decir. Ese resplandor vasto y polvoriento lo había dejado sin habla. Era como mirar el infierno a través de un ojo de buey.

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