En Chester's Mills había un periódico semanal que se llamaba Democrat. Lo cual era información engañosa, ya que su titularidad y dirección -dos cargos que ostentaba la formidable Julia Shumway- eran republicanas hasta la médula. La cabecera tenía más o menos este aspecto:
EL DEMOCRAT DE CHESTER'S MILL
Fund. 1890
Para servir a «¡El pequeño pueblo que parece una bota!»
Pero ese lema también era información engañosa. Chester's Mills no parecía una bota; parecía un calcetín de deporte de niño tan mugriento que podía tenerse solo en pie. Aunque limitaba por el sudoeste con Castle Rock (el talón del calcetín), mucho más grande y más próspero, en realidad Mills estaba rodeado por cuatro localidades mayores en superficie pero menores en población: Motton al sur y el sudeste; Harlow al este y el nordeste; el municipio no incorporado TR-90 al norte; y Tarker's Mills al oeste. A Chester's y Tarker's a veces se los conocía como los Mills Gemelos, y entre ambos -en los días en que los mills, las fábricas textiles del centro y el oeste de Maine, funcionaban a toda máquina- habían convertido el arroyo Prestile en un sumidero contaminado y sin peces que cambiaba de color casi a diario y según el lugar. En aquella época se podía salir en canoa en las verdes aguas vivas de Tarker's y llegar a un amarillo brillante cuando se cruzaba Chester's Mills de camino a Motton. Es más, si la canoa era de madera, probablemente acababa despintada por debajo de la línea de flotación.
Sin embargo, la última de esas rentables fábricas de contaminación cerró en 1979. Los extraños colores abandonaron el Prestile y los peces volvieron, aunque todavía era motivo de debate si eran o no aptos para el consumo humano. (El Democrat votaba «¡Afirmativo!»)
La población variaba según la temporada. Entre el día de los Caídos -el último lunes de mayo- y el día del Trabajo -el primer lunes de septiembre-, era de casi quince mil personas. El resto del año descendía poco más o menos a dos mil, según el balance de nacimientos y defunciones del Catherine Russell, que estaba considerado el mejor hospital al norte de Lewiston.
Si se les preguntara a los veraneantes cuántas carreteras entraban y salían de Mills, la mayoría diría que dos: la 117, que iba hacia Norway-South Paris, y la 119, que cruzaba el centro de Castle Rock de camino a Lewiston.
Los que residían allí desde hacía unos diez años podrían indicar al menos ocho carreteras más, todas de asfalto y de doble carril: desde Black Ridge Road y Deep Cut Road, que llegaban a Harlow, hasta Pretty Valley Road (sí, tan bonita como prometía su nombre, «el Valle Hermoso»), que serpenteaba en dirección norte hacia el municipio de TR-90.
Los que residían allí desde hacía treinta años o más, si les dieran tiempo para meditar sobre ello (tal vez en la trastienda de Brownie's, donde todavía había una estufa de leña), podrían indicar una decena más, tanto con nombres sagrados (God Creek Road, «el Arroyo de Dios») como profanos (Little Bitch Road, «la Pequeña Zorra», que en los mapas locales aparecía marcada solo por un número).
El habitante de más edad que residía en Chester's Mills el día que más tarde se conocería como el día de la Cúpula era Clayton Brassey. También era el habitante más anciano del condado de Castle y, por ende, poseedor del Bastón del Boston Post. Por desgracia, ya no recordaba qué era un Bastón del Boston Post, ni siquiera quién era él exactamente. A veces confundía a su tataranieta Nell con su mujer, que llevaba cuarenta años muerta, y hacía tres años que el Democrat había dejado de publicar la entrevista anual con el «habitante de más edad». (En la última ocasión, cuando le preguntaron por el secreto de su longevidad, Clayton había respondido: «¿Dónde puñetas está mi cena?».) La senilidad había empezado a acechar poco después de su centésimo cumpleaños; ese 21 de octubre cumplía ciento cinco. Antaño había sido un buen ebanista especializado en tocadores, pasamanos y molduras. Últimamente, entre sus especialidades se contaba el comer postres de gelatina sin acabar sorbiéndola por la nariz y, de vez en cuando, llegar al lavabo antes de soltar media docena de guijarros entreverados de sangre en su silla con orinal.
Sin embargo, en sus buenos tiempos -pongamos alrededor de los ochenta y cinco años-, podría haber recitado casi todas las carreteras que llegaban hasta Chester's Mills y que salían de allí, y el total habría sido de treinta y cuatro. La mayoría eran de tierra, muchas habían caído en el olvido, y casi todas las olvidadas serpenteaban a través del espeso embrollo de bosque reforestado que era propiedad de las madereras Diamond Match, Continental Paper Company y American Timber.
Y poco antes del mediodía en el día de la Cúpula, todas esas vías quedaron cortadas de golpe.
En la mayoría de las carreteras no sucedió nada tan espectacular como la explosión del Seneca V y el posterior accidente del camión maderero, pero sí hubo problemas. Claro que los hubo. Si el equivalente a una muralla de piedra invisible se levanta de repente alrededor de todo un pueblo, es inevitable que haya problemas.
Exactamente en el mismo instante en que la marmota quedó partida en dos mitades, un espantapájaros hizo lo mismo en el campo de calabazas de Eddie Chalmers, no muy lejos de Pretty Valley Road. El espantapájaros se alzaba justo en la línea que separaba Mills de TR-90. A Eddie siempre le había divertido esa ubicación dividida y le llamaba el Espantapájaros Sin Una Patria; señor ESUP, para abreviar. Una mitad del señor ESUP cayó en Mills; la otra cayó «en el TR», como habrían dicho los lugareños.
Segundos más tarde, un bandada de cuervos que iba directa a las calabazas de Eddie (a los cuervos nunca les había asustado el señor ESUP) se estrellaron contra algo en un lugar donde nunca antes había habido nada. La mayoría se partieron el cuello y cayeron formando montones negros sobre Pretty Valley Road y los campos adyacentes. Por todas partes, a ambos lados de la Cúpula, había pájaros que chocaban y caían muertos; sus cuerpos serían uno de los indicadores con los que finalmente se delineó la nueva barrera.
En God Creek Road, Bob Roux había estado recogiendo patatas. Volvía a casa a la hora de la comida (más conocida en esa zona como «armuerzo»), sentado a horcajadas en su viejo tractor Deere y escuchando música en su iPod recién estrenado, regalo de su mujer por el que acabaría siendo su último cumpleaños. Su casa se hallaba a tan solo ochocientos metros del campo en el que había estado cavando, pero, por desgracia para él, el campo estaba en Motton y la casa en Chester's Mills. Chocó contra la barrera a veinticinco kilómetros por hora mientras escuchaba a James Blunt cantar «You're Beautiful». Apenas tenía que coger el volante, pues veía toda la carretera hasta su casa y no había nada en ella. Así que cuando el tractor chocó y se quedó clavado y la cosechadora de patatas que llevaba atrás se levantó en el aire y volvió a caer con fuerza, Bob salió disparado por encima del motor y chocó directamente contra la Cúpula. Su iPod explotó en el amplio bolsillo delantero de su peto, pero él no llegó a darse cuenta. Se partió el cuello y se fracturó el cráneo contra la nada con la que se había estrellado, y murió en el suelo poco después a causa de una enorme rueda de su tractor, que seguía girando. Ya se sabe, nada funciona como un Deere.
Lo cierto es que Motton Road no cruzaba Motton en ningún momento; su recorrido quedaba dentro de los límites municipales de Chester's Mills. Allí había nuevos hogares residenciales, un área a la que más o menos desde 1975 llamaban Eastchester. Los propietarios eran gente de treinta y cuarenta y tantos que iban todos los días a trabajar a Lewiston-Auburn, donde cobraban un buen sueldo, casi todos en empleos de oficina. Todas esas casas estaban en Mills, pero muchos de sus patios traseros quedaban en Motton. Eso le sucedía a la casa de Jack y Myra Evans, en el 379 de Motton Road. Myra tenía un huerto en la parte de atrás y, aunque la mayoría de sus frutos ya habían sido recolectados, todavía quedaban algunos zapallos gordotes más allá de las últimas calabazas (bastante podridas). Myra trataba de alcanzar uno cuando cayó la Cúpula y, aunque sus rodillas seguían en Chester's Mills, en ese momento se había estirado para llegar hasta un zapallo que crecía unos treinta centímetros más allá del límite municipal de Motton.
No gritó porque no sintió dolor, al menos al principio. Fue demasiado rápido, repentino y limpio para que sintiera nada.
Jack Evans estaba en la cocina, batiendo unos huevos para una frittata de mediodía. Sonaba LCD Soundsystem, «North American Scum», y Jack estaba cantando cuando una voz muy débil pronunció su nombre detrás de él. Al principio no reconoció la voz de la que era su mujer desde hacía catorce años; sonaba como la voz de una niña. Pero al volverse vio que sí era Myra. Estaba de pie en el umbral, sosteniéndose el brazo derecho delante del torso. Había dejado pisadas de barro en el suelo, lo cual no era propio de ella. Normalmente se quitaba los zapatos del jardín en la entrada. La mano izquierda, cubierta por un guante de jardinero muy sucio, acunaba la derecha contra el pecho, y algo rojo se deslizaba entre los dedos embarrados. Al principio Jack pensó: Zumo de arándanos, pero solo un segundo. Era sangre. Jack soltó el cuenco que tenía en las manos. Se hizo añicos en el suelo.
Myra volvió a pronunciar su nombre con la misma voz infantil, débil y temblorosa.
– ¿Qué ha pasado? Myra, ¿qué te ha pasado?
– He tenido un accidente -dijo, y le enseñó la mano derecha.
Ni llevaba un guante de jardinero embarrado a juego con el de la izquierda, ni había mano derecha. Únicamente un muñón chorreante. Myra lo miró con una débil sonrisa y dijo «Ups». Se le pusieron los ojos en blanco. La entrepierna de sus tejanos de jardinería se oscureció cuando se le escapó la orina. Entonces se le aflojaron también las rodillas y se desplomó. La sangre que manaba de su muñeca en carne viva -un corte transversal propio de una clase de anatomía- se mezcló con los huevos batidos derramados por el suelo.
Cuando Jack se arrodilló junto a ella, un trozo del cuenco se le clavó profundamente en la rodilla. Él apenas se dio cuenta, pero cojearía de esa pierna el resto de su vida. Asió el brazo de Myra y lo apretó. El tremendo chorro de sangre que manaba de su muñeca disminuyó pero no cesó. Se quitó el cinturón y lo ató alrededor del final del antebrazo. Eso funcionó, pero no pudo apretar fuerte el cinturón; los agujeros quedaban mucho más allá de la hebilla.
– Dios mío -dijo a la cocina vacía-. Dios mío.
Se dio cuenta de que todo estaba más oscuro que un momento antes. Se había ido la luz. Oyó el ordenador, en el estudio, profiriendo su llamada de socorro. LCD Soundsystem seguía sin problemas, porque el pequeño aparato de música de la encimera iba a pilas. A Jack ya no le importaba; había perdido el gusto por el tecno.
Había tanta sangre… Tanta…
Su mente dejó de preguntarse cómo había perdido la mano. Tenía preocupaciones más apremiantes. No podía soltar el torniquete del cinturón para ir a buscar el teléfono; la hemorragia empezaría otra vez, y puede que Myra estuviera ya a punto de desangrarse. Tendría que llevarla con él. Intentó arrastrarla tirando de su camiseta, pero primero se le salió de los pantalones y luego el cuello empezó a ahogarla. Jack oyó cómo su respiración se volvía áspera. Así que se envolvió una mano con la larga melena castaña de su mujer y la arrastró hasta el teléfono al estilo de un cavernícola.
Era un teléfono móvil y funcionaba. Marcó el 911 y el 911 comunicaba.
– ¡No puede ser! -gritó a la cocina vacía, donde las luces se habían apagado (aunque el grupo seguía sonando en el aparato de música)-. ¡El 911 no puede estar comunicando, joder!
Apretó el botón de rellamada.
Comunicaba.
Se sentó en el suelo de la cocina con la espalda apoyada contra la encimera; apretaba el torniquete con todas sus fuerzas, miraba la sangre y el huevo batido del suelo, marcaba periódicamente el botón de rellamada del teléfono y escuchaba siempre el mismo pi-pi-pi estúpido. Algo explotó no muy lejos de allí, pero él apenas oía nada aparte de la música, que estaba a todo volumen (ni siquiera oyó la explosión del Seneca). Quería apagarla, pero para llegar al equipo de música habría tenido que levantar a Myra. Levantarla o soltar el cinturón durante dos o tres segundos. No quería hacer ninguna de las dos cosas. Así que se quedó allí sentado y «North American Scum» dio paso a «Someone Great», y «Someone Great» dio paso a «All My Friends», y después de unas cuantas canciones más, el CD, titulado Sound of Silver, terminó. Cuando lo hizo, cuando se impuso el silencio, salvo por las sirenas de la policía a lo lejos y las incesantes protestas del ordenador allí al lado, Jack se dio cuenta de que su mujer ya no respiraba.
Pero si yo iba a hacer la comida…, pensó. Una comida rica, con la que no te avergonzaras de haber invitado a Martha Stewart.
Sentado con la espalda contra la encimera, aguantando aún el cinturón (abrir otra vez los dedos resultaría sumamente doloroso) mientras la parte inferior de la pernera derecha de sus propios pantalones se oscurecía a causa de la sangre de la herida de su rodilla, Jack Evans acunó la cabeza de su mujer contra su pecho y se echó a llorar.
No muy lejos de allí, en una carretera abandonada que cruzaba el bosque y de la que ni siquiera el viejo Clay Brassey se habría acordado, una cierva estaba pastando tiernos brotes en las lindes de la ciénaga del Prestile. En ese momento, su cuello estirado cruzó el límite municipal de Motton y, al caer la Cúpula, su cabeza rodó por el suelo. Fue un tajo tan limpio como podría haberlo hecho la cuchilla de una guillotina.
Hemos recorrido la forma de calcetín que tiene Chester's Mills y hemos llegado otra vez a la carretera 119. Además, gracias a la magia de la narración, no ha transcurrido ni un instante desde que el sesentón del Toyota ha chocado de cara contra algo invisible pero muy duro y se ha roto la nariz. Está sentado y mira a Dale Barbara con total desconcierto. Una gaviota, seguramente en su recorrido diario desde el suculento bufet del vertedero de Motton hacia el no tan suculento basurero de Chester's Mills, cae como una piedra y se estampa a un metro escaso de la gorra de béisbol de los Sea Dogs del sesentón, que la recoge, la sacude y vuelve a ponérsela.
Los dos hombres miran hacia arriba, de donde ha caído el pájaro, y ven otra cosa incomprensible en un día que resultará estar lleno de ellas.
Lo primero que pensó Barbie fue que estaba viendo una imagen fantasma de la avioneta que había estallado, igual que cuando te disparan un flash muy cerca de la cara a veces ves un gran punto azul flotante. Solo que aquello no era un punto, no era azul y, en lugar de flotar y desplazarse hacia donde Barbie dirigía la mirada -en este caso, hacia su nuevo conocido-, el borrón que pendía en el aire seguía exactamente donde estaba.
Sea Dogs miraba hacia arriba y se frotaba los ojos. Parecía haberse olvidado de que tenía la nariz rota, los labios hinchados y de que le sangraba la frente. Se puso de pie y estiró el cuello de una manera tan brusca que estuvo a punto de perder el equilibrio.
– ¿Qué es eso? -dijo-. Pero ¿qué demonios es eso, hombre?
Un gran borrón negro -con forma de llama de vela, si se esforzaba uno por usar la imaginación- manchaba el cielo azul.
– ¿Es… una nube? -preguntó Sea Dogs. Su tono dubitativo daba a entender que sabía que no lo era.
Barbie respondió:
– Creo… -La verdad es que no quería oírse decir eso-. Creo que ahí es donde se ha estrellado la avioneta.
– Pero ¿qué dices? -espetó Sea Dogs.
Sin embargo, antes de que Barbie pudiera responder, un zanate de buen tamaño que descendía en picado a unos quince metros de altura no chocó con nada, al menos nada que ellos pudieran ver, pero cayó no muy lejos de la gaviota.
– ¿Has visto eso? -dijo Sea Dogs.
Barbie asintió y después señaló hacia la parcela de paja ardiendo que había a su izquierda. Tanto esa como las dos o tres parcelas que quedaban a la derecha de la carretera despedían densas columnas de humo negro que se unían al que ascendía desde los fragmentos del Seneca desmembrado, pero el fuego no llegaba muy lejos; el día anterior había llovido mucho y la paja todavía estaba húmeda. Una suerte, ya que de lo contrario las llamas se habrían propagado velozmente por la maleza en ambas direcciones.
– ¿Has visto esto? -preguntó Barbie a Sea Dogs.
– Joder, si no lo veo… -dijo Sea Dogs después de recorrer la escena con la mirada.
El fuego había consumido una parcela de tierra de más de cinco metros cuadrados y había avanzado hasta casi alcanzar el punto donde Barbie y él se encontraban uno frente al otro. Allí se dispersaba -al oeste, hacia el borde de la carretera; al este, hacia la hectárea y media de pasto de un pequeño granjero de ganado lechero-, pero no de forma irregular, no como suelen propagarse los incendios por la maleza, con llamas que se adelantan un poco más en un punto y otras que se quedan algo retrasadas en otros lugares, sino que seguía una línea que parecía trazada con regla.
Otra gaviota llegó volando hacia ellos, esta vez en dirección a Motton en lugar de hacia Mills.
– Cuidado -advirtió Sea Dogs-. Ojo con el pájaro.
– A lo mejor no le pasa nada -dijo Barbie, mirando arriba y protegiéndose los ojos del sol-. A lo mejor lo que sea que los detiene solo lo hace si vienen del sur.
– A juzgar por esa avioneta que se ha estrellado, lo dudo -dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz reflexiva propia de un hombre completamente perplejo.
La gaviota chocó contra la barrera y cayó justo encima del trozo más grande de la avioneta en llamas.
– Los para en ambas direcciones -dijo Sea Dogs. Hablaba con la voz de un hombre que ha visto confirmarse algo en lo que creía pero que no podía demostrar-. Es algo así como un campo de fuerza, como en una película de Star Trick.
– Trek -dijo Barbie.
– ¿Eh?
– Oh, mierda -dijo Barbie. Miraba por encima del hombro de Sea Dogs.
– ¿Eh? -Sea Dogs miró por encima de su hombro-. ¡Joder!
Se acercaba un camión maderero. Grande, con una carga de troncos enormes que sobrepasaba de largo el límite de peso permitido. También iba a mucha más velocidad de la permitida. Barbie intentó calcular la capacidad de freno de semejante mastodonte pero no fue capaz de imaginarlo.
Sea Dogs echó a correr hacia su Toyota; lo había dejado sobre la línea blanca discontinua de la carretera. El tío que iba al volante del camión maderero -quizá iba hasta arriba de pastillas, quizá se había metido cristal, quizá simplemente era joven, con mucha prisa y sensación de inmortalidad- lo vio y se abalanzó sobre el claxon. No pensaba frenar.
– ¡No me jodas! -gritó Sea Dogs mientras se lanzaba al volante.
Puso el motor en marcha y sacó el Toyota de la carretera marcha atrás y con la puerta del conductor abierta y dando bandazos. El pequeño todoterreno quedó encajado en la cuneta con el morro cuadrado apuntando hacia el cielo. Sea Dogs salió un instante después. Tropezó, cayó sobre una rodilla y luego echó a correr hacia el campo.
Barbie, pensando en la avioneta y en los pájaros -pensando en ese extraño borrón negro que podría haber sido el punto donde había impactado la avioneta-, corrió también hacia los pastos, esprintando a través de aquellas llamas bajas y poco entusiastas, levantando ráfagas de ceniza negra. Vio una zapatilla de hombre -era demasiado grande para ser de mujer- con el pie del hombre aún dentro.
El piloto, pensó. Y luego: Tengo que dejar de correr de un lado para otro.
– ¡FRENA DE UNA VEZ, IMBÉCIL! -gritó Sea Dogs al camión maderero con voz débil y aterrorizada, aunque ya era demasiado tarde para esa clase de instrucciones.
Barbie, volviendo la mirada por encima del hombro (imposible no hacerlo), pensó que a lo mejor el cowboy de la madera intentaba frenar en el último momento. Seguramente había visto la avioneta siniestrada. En cualquier caso, no fue suficiente. Se estrelló contra la Cúpula por el lado de Motton a cien por hora o un poco más, arrastrando tras de sí las casi dieciocho toneladas de troncos de su carga. La cabina se desintegró al detenerse en seco. El tráiler sobrecargado, prisionero de la física, siguió avanzando. Los depósitos de combustible quedaron encajados bajo los troncos, se resquebrajaron y empezaron a lanzar chispas. Cuando explotaron, la carga ya estaba volando por los aires y dando vueltas por encima del lugar que había ocupado la cabina, convertida ahora en un acordeón de metal. Los troncos salieron disparados hacia delante y hacia arriba, chocaron contra la barrera invisible y rebotaron en todas direcciones. Llamas y un humo negro subieron en una densa columna. Se produjo un tremendo ruido sordo que rodó por la mañana como una gran roca. Entonces una tromba de troncos cayó en el lado de Motton, sobre la carretera y los campos colindantes, como si fueran gigantescos palillos chinos. Uno golpeó el techo del todoterreno de Sea Dogs y lo aplastó de tal manera que el parabrisas se esparció sobre el capó en una lluvia de pedacitos de diamante. Otro aterrizó justo delante de Sea Dogs.
Barbie dejó de correr y se quedó mirando.
Sea Dogs se puso de pie, se cayó, agarró el tronco que casi lo había aplastado y volvió a levantarse. Se balanceaba y tenía los ojos desorbitados. Barbie echó a andar en dirección a él y, tras dar una docena de pasos, se topó con algo que parecía una pared de ladrillo. Se tambaleó hacia atrás y sintió que un reguero cálido le manaba de la nariz y le empapaba los labios. Se limpió la sangre con la palma de la mano, la miró con incredulidad y luego se limpió la mano en la camisa.
Empezaron a llegar coches desde ambas direcciones: Motton y Chester's Mills. Tres personas, de momento todavía se veían pequeñas, acudían corriendo por los pastos desde una granja que había al otro lado. Algunos coches tocaban el claxon, como si de alguna forma eso fuese a resolver todos los problemas. El primer vehículo que llegó por el lado de Motton se detuvo en el arcén. Dos mujeres bajaron y miraron boquiabiertas la columna de humo y fuego, protegiéndose los ojos con la mano.
– Joder -dijo Sea Dogs. Hablaba con una voz débil, sin aliento.
Se acercó a Barbie por el campo, trazando una prudente diagonal en dirección este para alejarse de la pira ardiente.
Barbie pensó que el camionero tal vez llevaba sobrecarga y viajaba a demasiada velocidad, pero al menos había tenido un funeral vikingo.
– ¿Has visto dónde ha caído ese tronco? Casi me mata. Aplastado como un insecto.
– ¿Tienes un teléfono móvil? -Barbie tuvo que levantar la voz para hacerse oír por encima del violento incendio del camión maderero.
– En el coche -respondió Sea Dogs-. Si quieres, intentaré encontrarlo.
– No, espera -dijo Barbie.
Sintió un alivio repentino al darse cuenta de que todo aquello podía ser un sueño, uno de esos sueños irracionales en los que ir en bicicleta por debajo del agua o hablar sobre tu vida sexual en un idioma que nunca has estudiado parece normal.
La primera persona que llegó a su lado de la barrera fue un tipo gordinflón que conducía una vieja furgoneta GMC. Barbie lo reconoció del Sweetbriar Rose: Ernie Calvert, al antiguo gerente del Food City, ya jubilado. Ernie miraba atónito y con los ojos como platos el amasijo en llamas de la carretera, pero tenía el móvil en la mano y estaba ametrallándolo con palabras. Barbie apenas lo oía a causa del rugido del camión maderero en llamas, pero captó un «Parece muy grave» y supuso que estaba hablando con la policía. O con los bomberos. Si eran los bomberos, Barbie esperaba que fueran los de Castle Rock. El pequeño y curioso parque de bomberos de Chester's Mills tenía dos camiones, pero Barbie comprendió que, si se presentaban allí, lo más que podrían hacer sería apagar el fuego de la hierba, que de todas formas no tardaría en extinguirse por sí solo. El camión maderero en llamas estaba cerca, pero no creía que lograran llegar hasta él.
Es un sueño, se dijo. Si te lo repites una y otra vez, serás capaz de hacer algo.
A las dos mujeres del lado de Motton se les había unido una docena de hombres; también se protegían los ojos. Había coches aparcados en ambos arcenes. La gente salía de los coches y se unía a la muchedumbre. Lo mismo sucedía en el lado de Barbie. Era como si un par de mercadillos, ambos repletos de atractivas gangas, hubieran abierto para retarse en aquel lugar: uno, en el lado del límite municipal de Motton; el otro, en el de Chester's Mills.
Llegó el trío de la granja: un hombre y dos hijos adolescentes. Los chicos corrían con agilidad, el hombre tenía la cara roja y resollaba.
– ¡Hostia puta! -dijo el mayor de los chavales, y el padre le dio una colleja.
El chico no pareció darse cuenta. Tenía los ojos como platos. El más joven tendió la mano y, cuando el mayor la tomó, se echó a llorar.
– ¿Qué ha pasado aquí? -preguntó el granjero a Barbie dando una profunda y sonora inspiración entre «pasado» y «aquí».
Barbie no le hizo caso. Avanzó despacio hacia Sea Dogs con la mano derecha extendida en un gesto de «¡Alto!». Sin decir nada, Sea Dogs hizo lo mismo. Al acercarse al lugar en el que sabía que estaba la barrera -solo había que fijarse en ese peculiar borde rectilíneo de tierra quemada-, Barbie fue más despacio. Ya se había dado un golpe en la cara, no quería repetir.
De repente le embargó una sensación horripilante. Se le puso la carne de gallina, desde los tobillos hasta la nuca, donde el vello intentó erizarse. Los huevos le vibraban como si fueran diapasones, y por un momento notó un sabor agrio y metálico en la boca.
A metro y medio de él -metro y medio y acercándose-, los ojos de Sea Dogs, ya muy abiertos, se abrieron aún más.
– ¿Has sentido eso?
– Sí -dijo Barbie-, pero ya ha pasado. ¿Y ahí?
– También -confirmó Sea Dogs.
Sus manos extendidas no se tocaban. Barbie volvió a pensar en un panel de cristal; en cuando colocas la mano sobre la de un amigo que está al otro lado y los dedos están juntos pero sin tocarse.
– Dios santo, ¿qué significa esto? -susurró Sea Dogs.
Barbie no tenía respuesta. Antes de que pudiera decir nada, Ernie Calvert le dio una palmada en la espalda.
– He llamado a la policía -dijo-. Ya vienen, pero en el parque de bomberos no contesta nadie. Me ha salido una grabación diciéndome que llame a Castle Rock.
– Vale, pues hágalo -dijo Barbie. A unos seis metros de allí cayó entonces otro pájaro que desapareció entre los pastos de la granja. Al verlo, una nueva idea cruzó la mente de Barbie, suscitada seguramente por el tiempo que había pasado en la otra punta del mundo con un arma a cuestas-. Pero antes creo que sería mejor que llamara a la base de la Guardia Nacional del Aire en Bangor.
Ernie lo miró boquiabierto.
– ¿A la Guardia?
– Son los únicos que pueden instaurar una zona de exclusión aérea sobre Chester's Mills -dijo Barbie-. Y me parece que más vale que lo hagan enseguida.