SUPERVIVIENTES

1

Solo trescientos noventa y siete de los dos mil habitantes de Chester's Mills han sobrevivido al fuego, la mayoría de ellos en el cuadrante nordeste del pueblo. Cuando caiga la noche y la sucia oscuridad del interior de la Cúpula sea absoluta, serán ciento seis.

El sábado por la mañana, cuando el sol sale y su débil brillo se filtra por la única parte de la Cúpula que no ha quedado carbonizada y completamente negra, la población de Chester's Mills es de solo treinta y dos personas.

2

Ollie cerró de golpe la puerta del sótano de las patatas antes de bajar corriendo la escalera. También accionó el interruptor que encendía las luces, sin saber si todavía funcionarían. Sí funcionaban. Mientras bajaba a trompicones al sótano del establo (allí hacía frío, aunque eso pronto cambiaría; ya podía sentir el calor que empezaba a empujar detrás de él), Ollie recordó el día, hacía cuatro años, en que los empleados de Ives Electric, de Castle Rock, se acercaron al establo para descargar el nuevo generador Honda.

«Más vale que este carísimo hijo de perra funcione bien -había dicho Alden mascando una brizna de hierba-, porque me he empeñado hasta las cejas para poder comprarlo.»

Había funcionado bien, y seguía haciéndolo, pero Ollie sabía que no duraría mucho más. El fuego se lo llevaría consigo igual que se había llevado todo lo demás. Le sorprendería que le quedara más de un minuto de luz.

Puede que dentro de un minuto ni siquiera esté vivo.

En el centro del sucio suelo de cemento estaba la calibradora de patatas, un enredo de correas, cadenas y engranajes que tenía aspecto de antiguo instrumento de tortura. Más allá había una montaña de papas. Había sido un buen otoño para las patatas, y los Dinsmore habían acabado de cosecharlas apenas tres días antes de que cayera la Cúpula. En un año normal y corriente, Alden y sus chicos las habrían calibrado durante todo noviembre para venderlas en el mercado de cooperativas de productores de Castle Rock y en varios puestos de carretera en Motton, Harlow y Tarker's Mills. Ese año las papas no darían dinero, pero Ollie pensó que a lo mejor le salvaban la vida.

Corrió hasta el pie del montón y se detuvo a examinar las dos botellas. El indicador de la que había encontrado en la casa decía que estaba a mitad de su capacidad, pero la aguja de la del garaje señalaba hasta bien arriba del sector verde. Ollie dejó caer al suelo de cemento la que estaba medio llena y conectó la mascarilla a la del garaje. Lo había hecho muchísimas veces cuando el abuelito Tom aún vivía, y no tardó más que unos segundos.

Justo cuando volvía a colgarse la mascarilla alrededor del cuello, las luces se apagaron.

El aire estaba cada vez más caliente. El chico se arrodilló y empezó a abrirse paso entre la fría mole de patatas empujándose con los pies, protegiendo la alargada botella con su cuerpo y arrastrándola bajo él con una mano. Con la otra realizaba extrañas brazadas de natación.

Entonces oyó que las patatas caían en avalancha por encima de él y, presa del pánico, luchó por contener el impulso de retroceder. Era como quedar enterrado vivo, y lo cierto es que, aunque no dejaba de repetirse que si no se enterraba vivo moriría sin remedio, no le servía de mucho. Boqueaba para respirar, tosía, tenía la sensación de inhalar tanta tierra de las patatas como aire. Se puso la mascarilla de oxígeno sobre el rostro y… nada.

Toqueteó la válvula de la botella durante lo que le pareció una eternidad, el corazón le latía con fuerza en el pecho, como un animal en una jaula. Unas flores rojas empezaron a abrirse tras sus ojos, en la oscuridad. El frío peso vegetal lo aplastaba. Estaba loco por intentar aquello, tan loco como lo estuvo su hermano Rory al disparar un tiro contra la Cúpula, e iba a pagar el precio. Iba a morir.

Por fin sus dedos encontraron la válvula. Al principio no había forma de hacerla girar, y entonces se dio cuenta de que estaba intentando girarla en la dirección equivocada. Después cambió la dirección de sus dedos y una bendita corriente de aire limpio inundó la mascarilla.

Ollie permaneció tumbado bajo las patatas, respirando entrecortadamente. Se removió un poco cuando el fuego hizo saltar la puerta de lo alto de la escalera; por un momento llegó a ver el lecho de tierra en el que yacía. La temperatura iba en aumento y él se preguntó si la botella medio llena que había dejado atrás explotaría. También se preguntó cuánto tiempo había conseguido ganar gracias a esa botella llena, y si había valido la pena.

Pero eso era cosa de su cerebro. Su cuerpo respondía a un único imperativo, y era mantenerse con vida. Ollie empezó a enterrarse más hondo en la montaña de patatas, arrastrando consigo la botella de oxígeno, recolocándose la mascarilla en la cara cada vez que se le torcía.

3

Si los corredores de Las Vegas hubieran hecho apuestas sobre quiénes tenían más probabilidades de sobrevivir a la catástrofe del día de Visita, en el caso de Sam Verdreaux habrían sido de mil contra uno. Sin embargo, cosas más improbables se han visto (es lo que sigue atrayendo a la gente a las mesas de juego) y Sam era la figura que Julia había visto avanzar penosamente por Black Ridge Road poco antes de que los expatriados corrieran hacia los vehículos que estaban en la granja.

Sam «el Desharrapado», el Hombre del Calor Enlatado, había sobrevivido por la misma razón que Ollie: tenía oxígeno.

Cuatro años antes había ido a ver al doctor Haskell (el Mago, ya sabes quién es). Cuando Sam le dijo que últimamente tenía la sensación de quedarse sin aliento, el doctor Haskell auscultó al viejo borrachuzo y le preguntó cuánto fumaba.

«Bueno -había dicho Sam-, antes solía acabarme cuatro paquetes al día, cuando trabajaba n'el bosque, pero ahora que tengo la invalidez y estoy con la seguridad social, he recortado unos cuantos.»

El doctor Haskell le preguntó qué significaba eso en términos de consumo real. Sam dijo que suponía que había bajado a dos paquetes diarios. American Eagles.

«Antes fumaba Chesterfoggies, pero ahora solo los venden con filtro -explicó-. Además, son caros. Los Iggles son baratos y puedes quitarles el filtro antes d'encenderlos. Es facilísimo.» Y se puso a toser.

El doctor Haskell no encontró cáncer de pulmón (una sorpresa, en cierto modo), pero los rayos X parecían mostrar un buen caso de enfisema, así que le dijo a Sam que seguramente tendría que hacer uso del oxígeno durante el resto de su vida. Era un diagnóstico erróneo, pero no había que ser demasiado duro con el hombre. Como dicen los entendidos, la explicación más sencilla suele ser siempre la correcta. Además, uno siempre tiende a ver aquello que está buscando, ¿no es así? Y aunque el doctor Haskell había tenido lo que podría considerarse una muerte de película, nadie, ni siquiera Rusty Everett, lo tomó jamás por Gregory House. Lo que Sam padecía en realidad era bronquitis, y mejoró poco después de que el Mago le diera su diagnóstico.

Para entonces, sin embargo, Sam ya estaba inscrito en Castles in the Air (una empresa con sede en Castle Rock, por supuesto) para recibir una entrega semanal de oxígeno, y nunca llegó a cancelar el servicio. ¿Por qué habría de hacerlo? Igual que su medicamento para la hipertensión, el oxígeno lo cubría aquello que él llamaba EL SEGURO. Sam no acababa de entender qué era eso de EL SEGURO, pero sí comprendía que no tenía que pagar nada de su bolsillo por el oxígeno. También descubrió que unas inhalaciones de oxígeno puro conseguían, a su manera, animar un poco al cuerpo.

A veces, no obstante, pasaban semanas sin que a Sam se le ocurriera visitar la pequeña choza destartalada en la que él pensaba como «el bar del oxígeno». Después, cuando los tipos de Castles in the Air se presentaban para llevarse las botellas vacías (algo en lo que a veces se mostraban bastante poco eficientes), Sam se iba a su bar del oxígeno, abría las válvulas, dejaba las botellas secas, las apilaba en la vieja carretilla roja de su hijo y las arrastraba hasta el camión de un vivo color azul con burbujas pintadas.

Si todavía hubiese vivido en la Little Bitch Road, donde se encontraba el antiguo hogar Verdreaux, Sam habría acabado chamuscado como una patata frita (lo que le pasó a Marta Edmunds) pocos minutos después de la explosión inicial. Pero la vieja casa y la parcela de bosque que antaño la rodeaba le habían sido expropiadas hacía mucho por no pagar los impuestos (y, en 2008, una de las muchas empresas tapadera de Jim Rennie había vuelto a comprarlas… a precio de saldo). Sin embargo, su hermana pequeña tenía una parcela de tierra no muy grande en God Creek, y allí era donde estaba viviendo Sam el día en que el mundo voló por los aires. La cabaña no era gran cosa, y él tenía que hacer sus necesidades en un excusado exterior (la única agua corriente que había la suministraba una vieja bomba de mano que había en la cocina), pero como hay cielo que los impuestos se pagaban. De eso se encargaba su hermana… y él tenía EL SEGURO.

Sam no estaba orgulloso de su papel como instigador de los disturbios del Food City. Había compartido muchos lingotazos y muchas cervezas con el padre de Georgia Roux a lo largo de los años y se sentía mal por haberle dado en la cara con una piedra a la hija de aquel hombre. No hacía más que pensar en el sonido que produjo aquel pedazo de cuarzo al impactar, y en cómo se había desencajado la mandíbula rota de Georgia, que pareció el muñeco de un ventrílocuo con la boca reventada. ¡Podría haberla matado, por Dios bendito! Seguramente era un milagro que no lo hubiera hecho… aunque no es que la chica hubiese durado mucho más. Y luego pensó algo más triste todavía: si él la hubiera dejado en paz, no habría acabado en el hospital. Y si no hubiera estado en el hospital, seguramente seguiría con vida.

Visto así, sí que la había matado.

La explosión de la emisora de radio hizo que despertara de un sueño de embriaguez y se sentara en la cama de un salto, aferrándose el pecho y mirando en derredor como un poseso. La ventana que había sobre su cama había volado por los aires. De hecho, todas las ventanas habían estallado, y la explosión había arrancado de sus bisagras la puerta principal de la cabaña, que daba al oeste.

Sam salió andando por encima de la puerta y se quedó paralizado en su patio delantero, que estaba lleno de malas hierbas y neumáticos, con la mirada fija en el oeste, donde el mundo entero parecía estar en llamas.

4

En el refugio nuclear, bajo el emplazamiento que antes había ocupado el ayuntamiento, el generador -pequeño, anticuado y, de pronto, lo único que separaba a los ocupantes del sótano del más allá- funcionaba con normalidad. Las luces de emergencia proyectaban un brillo amarillento desde las esquinas de la sala principal. Carter estaba sentado en la única silla que había, Big Jim ocupaba casi todo el viejo sofá de dos plazas mientras comía sardinas en lata. Las sacaba de una en una con sus rechonchos dedos y las colocaba sobre crackers Saltine.

Los dos hombres tenían poco que decirse; el televisor portátil que Carter había encontrado criando polvo en la habitación de las literas acaparaba toda su atención. Solo recibían un canal (el WMTW, de Poland Spring), pero con uno bastaba. Y sobraba, la verdad; era difícil asimilar aquella devastación. El centro del pueblo había quedado destruido. Las fotografías de satélite mostraban que el bosque de los alrededores de Chester Pond había quedado reducido a escombros, y el gentío del día de Visita, en la 119, no era más que polvo flotando en un viento agónico. La Cúpula se había hecho visible hasta una altura de seis mil metros: un interminable muro carcelario recubierto de hollín que encerraba un pueblo entero, el setenta por ciento del cual había quedado abrasado.

No mucho después de la explosión, la temperatura en el sótano había empezado a subir claramente. Big Jim le dijo a Carter que encendiera el aire acondicionado.

– ¿El generador podrá con ello? -preguntó Carter.

– Si no puede, nos freiremos -contestó Big Jim de mal humor-. ¿Qué diferencia hay?

No me contestes de esa manera, pensó Carter. No me contestes así, cuando eres tú el que ha provocado todo esto. El responsable de todo.

Se levantó para buscar la unidad de aire acondicionado y, al hacerlo, otra idea le cruzó por la cabeza: esas sardinas apestaban. Se preguntó qué diría el jefe si le soltaba que lo que se estaba metiendo en la boca olía a coño viejo muerto.

Pero Big Jim le había llamado «hijo» y lo había dicho de corazón, así que Carter mantuvo la boca cerrada. Además, al encender el aire acondicionado se puso en marcha a la primera. El sonido del generador, sin embargo, se volvió algo más grave, como si cargase con más peso de la cuenta. Engulliría más deprisa sus existencias de propano líquido.

No importa, tiene razón, tenemos que encenderlo, se dijo Carter al ver las incesantes escenas de devastación en la tele. La mayoría procedían de satélites o aviones de reconocimiento que volaban a mucha altura. En los niveles más bajos, casi toda la Cúpula se había vuelto opaca.

Excepto, según descubrieron Big Jim y él, en el extremo nororiental del pueblo. A eso de las tres en punto de la tarde, la cobertura televisiva se trasladó hasta allí, y de pronto las imágenes de vídeo procedían del otro lado de un bullicioso puesto de avanzada que el ejército había montado en el bosque.

«Aquí Jake Tapper desde el TR-90, un núcleo urbano sin municipio que queda al norte de Chester's Mills. Esto es todo lo que nos permiten acercarnos, pero, como pueden ver, ha habido supervivientes. Repito, ha habido supervivientes.»

– Hay supervivientes aquí mismo, tonto del culo -dijo Carter.

– Cállate -replicó Big Jim. La sangre afluía a sus gruesos carrillos y le cruzaba la frente en una línea ondulada. Los ojos se le salían de las órbitas, tenía los puños apretados-. Ese es Barbara. ¡Es ese hijo de fruta de Dale Barbara!

Carter lo vio entre otras personas. Las imágenes estaban tomadas con una cámara de teleobjetivo bastante potente, lo cual las hacían muy temblorosas (era como estar viendo a un grupo de gente a través de la calima del calor), pero aun así se distinguían con claridad. Barbara. La reverenda respondona. El médico hippy. Un montón de críos. Esa Everett.

Esa puta nos mintió desde el principio, pensó Big Jim. Nos mintió y el estúpido de Carter la creyó.

«El estruendo que oyen no son helicópteros -estaba diciendo Jake Tapper-. Si pudiéramos retroceder un poco…»

La cámara retrocedió y encuadró una hilera de ventiladores enormes sobre plataformas rodantes, cada uno de ellos conectado a su propio generador. Al ver toda esa potencia a tan pocos kilómetros de distancia, a Carter se le removieron las tripas de envidia.

«Ya lo ven -prosiguió Tapper-. No son helicópteros, sino ventiladores industriales. Ahora… si podemos volver a enfocar a los supervivientes…»

La cámara lo hizo. Estaban arrodillados o sentados junto a la Cúpula, directamente delante de los ventiladores. Carter veía cómo la brisa les movía el pelo. No es que ondeara, pero estaba claro que se movía. Cual algas en una tranquila corriente submarina.

– Ahí está Julia Shumway -soltó Big Jim con asombro-. Tendría que haber matado a esa mala púa cuando tuve ocasión de hacerlo.

Carter no le prestó atención. Tenía la mirada clavada en el televisor.

«La potencia unida de cuatro docenas de ventiladores deberían bastar para tirar a esa gente al suelo, Charlie -dijo Jake Tapper-, pero desde aquí parece que no les llegue más que el aire que necesitan para mantenerse vivos en una atmósfera que se ha convertido en una sopa ponzoñosa de dióxido de carbono, metano y Dios sabe qué más. Nuestros expertos nos dicen que la limitada provisión de oxígeno de Chester's Mills se ha agotado alimentando el fuego. Uno de esos expertos, el profesor de Química Donald Irving, de Princeton, me ha comentado por teléfono móvil que ahora mismo el aire del interior de la Cúpula puede no ser demasiado diferente a la atmósfera de Venus.»

La imagen saltó a un Charlie Gibson de aspecto preocupado, a salvo en Nueva York. (Capullo con suerte, pensó Carter.)

«¿Algún indicio sobre lo que puede haber originado el fuego?»

De vuelta a Jake Tapper… y luego a los supervivientes en su pequeña cápsula de aire respirable.

«Ninguno, Charlie. Ha sido una explosión, eso está claro, pero no tenemos más declaraciones por parte del ejército, y nada de Chester's Mills. Algunas de las personas que veis en la pantalla deben de tener teléfono, pero, si se están comunicando con alguien, solo es con el coronel James Cox, que se ha presentado aquí hace unos cuarenta y cinco minutos e inmediatamente ha entablado conversación con los supervivientes. Mientras la cámara recoge esta lúgubre escena desde nuestra alejada posición, dejadme que dé a los preocupados telespectadores de Estados Unidos, y de todo el mundo, los nombres de las personas que se encuentran ahora junto a la Cúpula y que han podido ser identificadas. Me parece que tenéis imágenes de algunos de ellos, y quizá podéis mostrarlas en pantalla mientras repaso la lista. Creo que está por orden alfabético, pero no me toméis al pie de la letra.»

«No te preocupes, Jake. Sí que tenemos algunas fotografías, pero ve despacio.»

«El coronel Dale Barbara, antes teniente Barbara, Ejército de Estados Unidos. -En pantalla apareció una fotografía de Barbie con ropa de camuflaje para el desierto. Rodeaba con el brazo a un sonriente niño iraquí-. Veterano condecorado y, más recientemente, cocinero de cafetería en un establecimiento del pueblo.

»Angelina Buffalino… ¿Tenemos alguna fotografía de ella?… ¿No?… Está bien.

»Romeo Burpee, dueño de los almacenes de la localidad.»

Sí había foto de Rommie. En ella aparecía de pie junto a una barbacoa de jardín, con su mujer, y vestía una camiseta que decía: BÉSAME, SOY FRANCÉS.

«Ernest Calvert, su hija Joan y la hija de Joan, Eleanor Calvert.»

Esa fotografía parecía tomada en una reunión familiar; había Calvert por todas partes. Norrie, que estaba adusta y guapa a la vez, llevaba su tabla de skate bajo el brazo.

«Alva Drake… su hijo Benjamin Drake…»

– Apaga eso -gruñó Big Jim.

– Al menos ellos están al aire libre -dijo Carter con añoranza- y no encerrados en un agujero. Me siento como el puto Sadam Husayn cuando pretendía huir.

«Eric Everett, su mujer, Linda, y sus dos hijas…»

«¡Otra familia!», comentó Charlie Gibson en un tono de aprobación que resultaba casi mormonesco. Big Jim ya había tenido bastante; se levantó y apagó el televisor con un brusco golpe de muñeca. Todavía sostenía la lata de sardinas en la mano y al hacer ese gesto se derramó parte del aceite en los pantalones.

Esa mancha no se irá nunca, pensó Carter, pero no lo dijo.

Yo estaba viendo el programa, pensó Carter, pero no lo dijo.

– La mujer del periódico -refunfuñó Big Jim mientras volvía a sentarse. Los cojines sisearon al aplastarse bajo su peso-. Siempre ha estado en mi contra. Se las sabe todas, Carter. Se las sabe todas, la muy puñetera. Tráeme otra lata de sardinas, ¿quieres?

Ve tú a buscártela, pensó Carter, pero no lo dijo. Se levantó y le trajo otra lata de sardinas.

En lugar de comentar la asociación olfativa que había establecido entre las sardinas y los órganos sexuales de mujeres muertas, formuló la que parecía la pregunta más lógica:

– ¿Qué vamos a hacer, jefe?

Big Jim sacó el abridor del fondo de la lata, lo insertó en la anilla, enrolló la tapa y dejó al descubierto un escuadrón fresco de pescado muerto. Su grasa brillaba bajo el resplandor de las luces de emergencia.

– Esperar a que el aire se despeje, después subir ahí arriba y empezar a recoger los pedazos, hijo. -Suspiró, colocó una sardina chorreante de grasa sobre una Saltine y se lo comió. Sobre sus labios quedaron migas de galleta salada atrapadas en cuentas de aceite-. Es lo que hace siempre la gente como nosotros. La gente responsable. Los que tiran del carro.

– ¿Y si el aire no se despeja? En la tele han dicho…

– ¡Ay, madre, el cielo se nos cae encima, ay, madre, el cielo se nos cae! -declamó Big Jim en un extraño (y extrañamente inquietante) falsete-. Llevan años diciéndolo, ¿verdad? Los científicos y los liberales, los defensores de las causas perdidas. ¡La Tercera Guerra Mundial! ¡Los reactores nucleares se funden y llegan al centro de la Tierra! ¡El efecto 2000 colapsa los ordenadores! ¡Es el fin de la capa de ozono! ¡Los casquetes de hielo se derriten! ¡Huracanes asesinos! ¡Calentamiento global!… ¡Basura de ateos enclenques a quienes no les da la gana confiar en la voluntad de un Dios que nos ama y nos cuida! ¡Que se niegan a creer que existe un Dios que nos ama y nos cuida!

Big Jim señaló al joven con un dedo grasiento pero categórico.

– Contrariamente a lo que creen los humanistas seculares, el cielo no se nos está cayendo encima. No pueden evitar ese ramalazo cobarde que les trepa por la espalda, hijo… «El culpable huye cuando nadie lo persigue», Levítico, ya sabes… Pero eso no cambia en nada la verdad de Dios: los que creen en él no se hastiarán, volarán con alas como las águilas… Libro de Isaías. Lo de ahí fuera es básicamente neblina. Solo tardará un rato en despejar.

Sin embargo, dos horas más tarde, justo pasadas las cuatro de la tarde del viernes, un estridente piiip piiip piiip llegó desde el cubículo que contenía el sistema de alimentación del refugio nuclear.

– ¿Qué es eso? -preguntó Carter.

Big Jim, desplomado en el sofá con los ojos medio cerrados (y grasa de sardina en los carrillos), se irguió y aguzó el oído.

– El purificador de aire -dijo-. Algo así como un ambientador de iones muy grande. Tenemos uno en el concesionario, abajo, en la tienda. Un buen aparato. No solo mantiene el aire agradable y limpio, también evita esas descargas de electricidad estática que suelen producirse cuando hace frí…

– Si el aire del pueblo se está despejando, ¿por qué se ha encendido el purificador?

– ¿Por qué no subes arriba, Carter? Abre la puerta solo un poco para ver cómo va todo. ¿Así te quedarás más tranquilo?

Carter no sabía si se quedaría más tranquilo o no, pero sí sabía que quedarse allí dentro sentado estaba consiguiendo que se sintiera como una ardilla. Subió la escalera.

En cuanto desapareció, Big Jim se puso en pie y caminó hasta la cajonera instalada entre los fogones y la pequeña nevera. Para ser un hombre tan grande, se movía con una velocidad y un sigilo sorprendentes. Encontró lo que estaba buscando en el tercer cajón. Miró por encima del hombro para asegurarse de que seguía solo y entonces se sirvió.

En la puerta de lo alto de la escalera, Carter se encontró frente a un cartel que no auguraba nada bueno:


¿HAY QUE COMPROBAR LA LECTURA DE RADIACIÓN?

¡¡¡PIENSE!!!


Carter pensó. Y la conclusión a la que llegó fue que Big Jim seguramente no sabía una puta mierda sobre si el aire se estaba despejando o no. Esos tipos alineados delante de los ventiladores eran la prueba de que el intercambio de aire entre Chester's Mills y el mundo exterior era prácticamente nulo.

Aun así, comprobarlo no haría ningún daño.

Al principio la puerta no quería moverse. El pánico, atizado por la vaga idea de que estaba enterrado vivo, le ayudó a empujar con más fuerza. Esta vez el batiente se movió un poco. Oyó ladrillos que caían y madera que chirriaba. Quizá consiguiera abrirla algo más, pero no tenía motivo para intentarlo. El aire que había entrado por ese resquicio de un centímetro no era ni mucho menos aire, sino algo que olía como el interior de un tubo de escape cuando el motor al que va conectado está en marcha. No necesitaba ningún aparatejo moderno para saber que dos o tres minutos en el exterior del refugio lo matarían.

La cuestión era: ¿qué le diría a Rennie?

Nada, sugirió la fría voz del superviviente que llevaba dentro. Oír algo así solo lo pondrá peor. Será más difícil tratar con él.

¿Y eso qué quería decir exactamente? ¿Qué importaba, si en cuanto el generador se quedase sin combustible iban a morir en el refugio nuclear? Si ese era el caso, ¿qué importaba nada?

Volvió a bajar la escalera. Big Jim estaba sentado en el sofá.

– Bueno, ¿y?

– Bastante mal -dijo Carter.

– Pero se puede respirar, ¿verdad?

– Bueno, sí, aunque nos dejaría hechos polvo. Más vale esperar, jefe.

– Por supuesto que más vale esperar -replicó Big Jim, como si Carter hubiese propuesto otra cosa. Como si Carter fuese el mayor idiota del universo-. Pero estaremos bien, eso es lo que importa. Dios cuidará de nosotros. Siempre lo hace. Mientras tanto, aquí abajo el aire es bueno, no hace demasiado calor y tenemos un montón de comida. ¿Por qué no miras qué dulces hay, hijo? Chocolatinas y esa clase de cosas. Todavía tengo un poco de hambre.

Yo no soy tu hijo, tu hijo está muerto, pensó Carter… pero no lo dijo. Entró en la habitación de las literas para ver si había alguna chocolatina en las estanterías de allí dentro.

5

A eso de las diez de la noche, Barbie concilió un sueño inquieto mientras dormía abrazado al cuerpo de Julia. Junior Rennie revoloteaba en sus sueños: Junior de pie ante la celda del calabozo. Junior con su arma. Esta vez no se produciría ningún rescate, porque fuera el aire se había vuelto veneno y todo el mundo estaba muerto.

Los sueños por fin lo abandonaron y lo dejaron dormir más profundamente, con la cabeza (la suya y también la de Julia) de cara a la Cúpula y el aire limpio que se filtraba por ella. Bastaba para seguir vivo pero no para respirar con normalidad.

Algo lo despertó a eso de las dos de la madrugada. Miró a través de la mugre de la Cúpula hacia las luces amortiguadas del campamento del ejército que había al otro lado. Entonces volvió a oír el ruido. Era una tos grave, ronca y desesperada.

Una linterna se encendió un instante a su derecha. Barbie se levantó haciendo el menor ruido posible, ya que no quería despertar a Julia, y caminó hacia la luz pasando por encima de otros que dormían tumbados en la hierba. La mayoría se habían quedado en ropa interior. Tres metros más allá, los centinelas estaban arrebujados en trencas y llevaban guantes, pero allí dentro hacía más calor que nunca.

Rusty y Ginny estaban arrodillados junto a Ernie Calvert. Rusty tenía un estetoscopio colgado del cuello y una mascarilla de oxígeno en la mano. Estaba conectada a una pequeña botella roja en la que se leía AMBULANCIA HCR NO EXTRAER REPONER SIEMPRE. Norrie y su madre miraban con angustia, abrazadas.

– Siento que te haya despertado -dijo Joanie-. Está mal.

– ¿Muy mal? -preguntó Barbie.

Rusty sacudió la cabeza.

– No lo sé. Parece una bronquitis o un catarro fuerte, pero no lo es, por supuesto. Es por culpa de la mala calidad del aire. Le he dado un poco de oxígeno de la ambulancia y durante un rato le ha ido bien, pero ahora… -Se encogió de hombros-. Y no me gusta cómo suena su corazón. Ha sufrido muchísimo estrés y ya no es un hombre joven.

– ¿No queda más oxígeno? -preguntó Barbie. Señaló la botella roja, tan parecida a esos extintores que la gente tiene en los armarios utilitarios de la cocina y que siempre se olvidan de recargar-. ¿Eso es todo?

Thurse Marshall se unió a ellos. Bajo el haz de luz de la linterna, se lo veía sombrío y cansado.

– Hay otra más, pero habíamos acordado… Rusty, Ginny y yo… reservarla para los niños pequeños. Aidan también ha empezado a toser. Lo he acercado todo lo que he podido a la Cúpula y a los ventiladores, pero sigue tosiendo. Empezaremos a darles el aire que queda a Aidan, Alice, Judy y Janelle en inhalaciones racionadas cuando despierten. A lo mejor si los oficiales trajeran más ventiladores…

– Por mucho aire limpio que traigan -dijo Ginny-, se filtra muy poco. Y por mucho que nos acerquemos a la Cúpula, seguimos respirando esta porquería. Además, los que peor lo están pasando son justamente quienes era de esperar.

– Los mayores y los más pequeños -añadió Barbie.

– Vuelve a acostarte, Barbie -dijo Rusty-. Ahorra energías. Aquí no puedes hacer nada.

– ¿Y tú?

– A lo mejor sí. En la ambulancia también hay descongestionador nasal. Y epinefrina, si llegamos a necesitarla.

Barbie regresó arrastrándose a lo largo de la Cúpula con la cabeza vuelta hacia los ventiladores (lo hacían todos, sin siquiera pensarlo) y quedó consternado al ver lo cansado que se sentía cuando llegó junto a Julia. El corazón le palpitaba con fuerza, estaba sin aliento.

Julia se había despertado.

– ¿Está muy mal?

– No lo sé -admitió Barbie-, pero no presagia nada bueno. Le han administrado oxígeno de la ambulancia y no ha despertado.

– ¡Oxígeno! ¿Hay más? ¿Cuánto queda?

Él se lo explicó y lamentó ver cómo se extinguía el brillo de sus ojos.

Le aferró la mano. Sus dedos estaban sudados pero fríos.

– Es como si estuviéramos atrapados en una mina que se ha venido abajo.

Se habían sentado y estaban uno frente a otro, los hombros apoyados contra la Cúpula. Una ligerísima brisa suspiraba entre ambos. El rumor constante de los ventiladores Air Max se había convertido en un sonido de fondo; elevaban las voces para poder oírse, pero por lo demás ya ni se daban cuenta de ese ruido.

Nos daríamos cuenta si dejara de sonar, pensó Barbie. Durante algunos minutos, al menos. Después ya no notaríamos nada, nunca más.

Julia esbozó una sonrisa lánguida.

– Deja de preocuparte por mí, si es eso lo que haces. Para ser una republicana de mediana edad que no logra recobrar el aliento, estoy bien. Al menos he conseguido echar un último polvo. Bueno, agradable y como Dios manda.

Barbie le devolvió la sonrisa.

– El placer ha sido mío, créeme.

– ¿Qué me dices del rayo nuclear que van a probar el domingo? ¿Tú qué crees?

– No creo nada. Solo espero.

– Y ¿cuánta esperanza tienes?

Barbie no quería decirle la verdad, pero la verdad era lo que merecía.

– Basándome en todo lo que ha sucedido y en lo poco que sabemos sobre las criaturas que controlan la caja, no demasiada.

– Dime que no te has rendido.

– Eso sí puedo hacerlo. Ni siquiera estoy tan asustado como seguramente debería. Creo que es porque… es algo insidioso. Incluso me he acostumbrado a este hedor.

– ¿De verdad?

Se echó a reír.

– No. ¿Y tú? ¿Estás asustada?

– Sí, pero sobre todo estoy triste. Así es como se acaba el mundo, no con una explosión sino con un jadeo. -Volvió a toser; se tapó la boca con un puño.

Barbie oyó a otros que hacían lo mismo. Uno debía de ser el pequeño que ahora era de Thurston Marshall. Él respirará algo mejor por la mañana, pensó, y luego recordó cómo lo había expresado Thurston: «Aire en inhalaciones racionadas». Esa no era forma de respirar para un niño.

No era forma de respirar para nadie.

Julia escupió en la hierba y luego volvió a mirarlo.

– Es increíble que nos hayamos hecho esto a nosotros mismos. Las cosas que controlan la caja… los cabeza de cuero… preparan las circunstancias, pero yo creo que no son más que una panda de niños contemplándonos y pasándolo bien. Disfrutando del equivalente de un videojuego, quizá. Ellos están fuera. Nosotros estamos dentro y nos hemos hecho esto a nosotros mismos.

– Ya tienes suficientes problemas sin torturarte también con eso -dijo Barbie-. Si hay alguien responsable de esto, es Rennie. Él fue quien montó el laboratorio de drogas, y quien empezó a llevarse el propano de todos los almacenes del pueblo. También fue él quien envió allí a unos cuantos hombres y provocó algún tipo de confrontación, estoy convencido.

– Pero ¿quién lo eligió? -preguntó Julia-. ¿Quién le dio el poder para hacer todo eso?

– Tú no. Tu periódico hizo campaña en su contra. ¿O me equivoco?

– Tienes razón -contestó ella-, pero solo durante los últimos ocho años, más o menos. Al principio, el Democrat (yo, en otras palabras) pensaba que Rennie era el no va más. Cuando descubrí quién era en realidad, ya estaba atrincherado. Y tenía al pobre idiota sonriente de Andy Sanders al frente para crear distracciones.

– Aun así, no puedes culparte…

– Puedo y lo hago. Si hubiera sabido que ese hijo de puta incompetente y belicoso iba a terminar al mando en una crisis auténtica, podría haber… habría… lo habría ahogado como a un gatito en un saco.

Barbie se echó a reír, después tuvo un ataque de tos.

– Cada vez pareces menos republican… -empezó a decir, y se interrumpió.

– ¿Qué? -preguntó ella, y entonces también lo oyó. Algo hacía ruido y chirriaba en la oscuridad. Se acercaba, y entonces vieron una figura que arrastraba los pies y tiraba de un cochecito de niño.

– ¿Quién hay ahí? -exclamó Dougie Twitchell.

Cuando el recién llegado que arrastraba los pies respondió, su voz sonó algo amortiguada. La razón resultó ser la mascarilla de oxígeno que llevaba.

– Vaya, gracias a Dios -dijo Sam «el Desharrapado»-. Me he echado una siestecilla en el borde de la carretera y pensaba que me quedaría sin aire antes de llegar. Pero aquí estoy. Justo a tiempo, además, porque esto está casi agotado.

6

El campamento del ejército en la 119, en Motton, era un lugar triste la madrugada de ese sábado. Solo quedaban tres docenas de militares y un Chinook. Una docena de hombres estaban cargando las grandes tiendas y unos cuantos ventiladores Air Max de refuerzo que Cox había encargado para el lado sur de la Cúpula cuando informaron de la explosión. Los ventiladores no habían llegado a usarse. Cuando los recibieron ya no quedaba nadie para agradecer el escaso aire que podían introducir por la barrera. El fuego se extinguió a eso de las seis de la tarde, asfixiado por la falta de combustible y de oxígeno, pero en el lado de Chester's Mills había muerto todo el mundo.

La tienda de asistencia médica estaba siendo desmontada y enrollada por una docena de hombres. A los que no estaban ocupados en esa labor los habían enviado a hacer el más antiguo de los trabajos militares: patrullar la zona. Era un trabajo rutinario, pero a nadie de la patrulla «recogeporquería» le importaba. Nada podía hacerles olvidar la pesadilla que habían visto la tarde anterior, pero recoger envoltorios, latas, botellas y colillas de cigarrillo ayudaba un poco. Pronto llegaría el alba y el gran Chinook se pondría en marcha. Ellos subirían a bordo y se marcharían a otra parte. Los miembros de ese variopinto equipo estaban más que impacientes.

Uno de ellos era el soldado de primera Clint Ames, de Hickory Grove, Carolina del Sur. Llevaba una gran bolsa de basura verde en una mano y se movía despacio entre la hierba pisoteada, recogiendo algún que otro cartel olvidado y latas de Coca-Cola aplastadas para que si aquel capullo del sargento Groh miraba en su dirección le pareciera que trabajaba. Prácticamente estaba dormido de pie, y al principio creyó que los golpes que oía (sonaban como unos nudillos contra un grueso plato de Pyrex) formaban parte de un sueño. No podía ser de otra forma, porque parecían provenir del otro lado de la Cúpula.

Bostezó y se estiró, apoyando una mano en la parte baja de la espalda. Mientras estaba así, los golpes se oyeron de nuevo. Sí que procedían del otro lado de la ennegrecida pared de la Cúpula.

Después, una voz. Débil e incorpórea, como la voz de un fantasma. Se le pusieron los pelos de punta.

– ¿Hay alguien ahí? ¿Alguien me oye? Por favor… me muero.

Cielos, ¿no conocía él esa voz? Parecía la de… Ames tiró la bolsa de basura, corrió hacia la Cúpula y puso las manos sobre su superficie negra y aún caliente.

– ¡Chico de las vacas! ¿Eres tú?

Estoy loco, pensó. No puede ser. Nadie podría haber sobrevivido a esa tormenta de fuego.

– ¡AMES! -rugió el sargento Groh-. ¿Qué cojones está haciendo ahí?

Estaba a punto de volverse cuando oyó de nuevo la voz del otro lado de la barrera calcinada.

– Soy yo. No… -Se oyeron una serie de toses y gemidos irregulares-. No te vayas. Si estás ahí, soldado Ames, no te vayas.

Entonces apareció una mano. Era tan fantasmal como la voz, y los dedos dejaron una mancha en el hollín. Restregaba con la mano el interior de la Cúpula para dejar un hueco limpio. Un momento después apareció un rostro. Al principio, Ames no reconoció al chico de las vacas. Después se dio cuenta de que llevaba puesta una mascarilla de oxígeno.

– Casi no tengo aire -gimió el chico-. La aguja está en el rojo. Lleva así… media hora ya.

Ames miró los ojos angustiados del chico de las vacas, y el chico de las vacas le devolvió la mirada. Un único imperativo nació entonces en la mente de Ames: no podía dejar morir al chico de las vacas. No, después de todo a lo que había sobrevivido… a pesar de que le resultaba imposible imaginar cómo había logrado seguir con vida.

– Chico, escúchame. Arrodíllate ahí y…

– ¡Ames, capullo inútil! -bramó el sargento Groh, acercándose con grandes zancadas-. ¡Deje de tomarme el pelo y póngase a trabajar! ¡Hoy tengo cero paciencia para sus chorradas de mierda!

El soldado de primera Ames no le hizo caso. Estaba completamente concentrado en la cara que parecía mirarlo desde detrás de una mugrienta pared de cristal.

– ¡Déjate caer y aparta la porquería del fondo! Hazlo ya, chico, ¡ahora mismo!

El rostro cayó y se perdió de vista, dejando a Ames con la esperanza de que el chico de las vacas estuviera haciendo lo que le había dicho, y no que simplemente se hubiera desmayado.

La mano del sargento Groh cayó sobre su hombro.

– ¿Está sordo? Le he dicho…

– ¡Traiga los ventiladores, sargento! ¡Tenemos que traer los ventiladores!

– Pero ¿qué está diciend…?

– ¡Ahí hay alguien vivo! -gritó Ames a la cara del aterrorizado sargento Groh.

7

En la carretilla roja de Sam «el Desharrapado» quedaba una única botella de oxígeno cuando llegó al campo de refugiados que había junto a la Cúpula, y la aguja del indicador estaba justo por encima del cero. El hombre no puso objeción cuando Rusty le quitó la mascarilla y se la colocó a Ernie Calvert sobre la boca; se limitó a arrastrarse hasta la Cúpula, al lado de donde Barbie y Julia estaban sentados. Allí, el recién llegado se puso a gatas e inspiró profundamente. Horace, el corgi, que estaba junto a Julia, lo miró con interés.

Sam rodó hasta quedar tumbado de espaldas.

– No es mucho, pero es mejor que lo que tenía. El final de las botellas nunca sabe igual de bien que el principio.

Después, increíblemente, encendió un cigarrillo.

– Apaga eso, ¿estás loco? -dijo Julia.

– Me moría por uno -repuso Sam, inhalando con placer-. No se puede fumar cerca del oxígeno, ¿sabes? Lo más probable es que vueles por los aires. Aunque hay gente que lo hace.

– Déjalo tranquilo -dijo Rommie-. No será mucho peor que esta mierda que estamos respirando. Por lo que sabemos, la nicotina y el alquitrán podrían estar protegiéndole los pulmones.

Rusty se acercó y se sentó.

– Esa botella está vacía -dijo-, pero Ernie le ha sacado unas cuantas inhalaciones. Ahora parece descansar más tranquilo. Gracias, Sam.

Sam le quitó importancia con un gesto de la mano.

– Mi aire es tu aire, doc. O al menos lo era. Dime, ¿no se puede fabricar más con algún cacharro de la ambulancia? Los tipos que me traen las botellas… que me traían, al menos, antes de que este saco de mierda se esparciera delante del ventilador… podían fabricar más allí mismo, en su camión. Tenían un comosellama, una bomba o algo así.

– Un extractor de oxígeno -dijo Rusty-, y tienes razón, en la ambulancia hay uno. Por desgracia, está estropeado. -Enseñó los dientes, un gesto que pasó por una sonrisa-. Lleva estropeado desde hace tres meses.

– Cuatro -dijo Twitch, que también se acercó. Miraba el cigarrillo de Sam-. Supongo que no tendrás más de esos, ¿verdad?

– Ni se te ocurra -dijo Ginny.

– ¿Te da miedo que contamine este paraíso tropical de los fumadores pasivos, cielo? -preguntó Twitch, pero cuando Sam «el Desharrapado» le acercó su maltrecho paquete de American Eagles, Twitch dijo que no con la cabeza.

Rusty comentó:

– Yo mismo entregué la solicitud para reponer el extractor de oxígeno a la junta del hospital. Me dijeron que se habían quedado sin presupuesto, pero que a lo mejor podía conseguir un poco de ayuda en el pueblo. Así que envié la petición a la junta de concejales.

– A Rennie -dijo Piper Libby.

– A Rennie -confirmó Rusty-. Me contestaron con una carta tipo, diciendo que mi solicitud sería estudiada en la reunión presupuestaria de noviembre. Así que supongo que ya veremos entonces. -Agitó las manos hacia el cielo y se echó a reír.

Más gente se reunía a su alrededor, mirando a Sam con curiosidad y a su cigarrillo con horror.

– ¿Cómo has llegado hasta aquí, Sam? -preguntó Barbie.

Sam estaba encantado de contar su historia. Empezó explicando cómo, de resultas del diagnóstico de enfisema, había acabado recibiendo entregas regulares de oxígeno gracias a EL SEGURO, y cómo a veces se le acumulaban las botellas llenas. Les dijo que había oído la explosión y les explicó lo que había visto al salir de la cabaña.

– Sabía lo que iba a suceder en cuanto vi lo grande que era -dijo. Su público incluía ahora a los militares del otro lado. Cox, vestido en calzoncillos y una camiseta interior caqui, estaba entre ellos-. Ya había visto incendios malos otras veces, cuando trabajaba en el bosque. Un par de veces tuvimos que soltarlo todo y ponernos a correr para escapar, y, si alguno de esos viejos camiones de International Harvester que teníamos en aquella época se hubiera quedado atascado, no lo habríamos conseguido. Los incendios de las copas son los peores, porque crean su propio viento. Enseguida he visto que iba a pasar lo mismo con este. Ha estallado algo cosa mala de grande. ¿Qué ha sido?

– Propano -dijo Rose.

Sam se acarició la barbilla, cubierta por un rastrojo de barba blanca.

– Sí, señor. Pero no todo era propano. Había también productos químicos, porque algunas de esas llamas eran verdes.

»Si hubiera venido hacia donde yo estaba, estaría acabado. Y vosotros, gente. Pero se fue para el sur. Por la forma del terreno o algo que ver con eso, no me extrañaría. Y también el cauce del río. En fin, sabía lo que iba a pasar y he sacado las botellas del bar del oxígeno…

– ¿Del qué? -preguntó Barbie.

Sam dio una última calada a su cigarrillo y luego lo apagó en la tierra.

– Ah, es el nombre que le he puesto a la cabaña donde tengo las botellas. En fin, tenía cinco llenas…

– ¡Cinco! -Thurston Marshall casi gimió.

– Sí, señor -dijo Sam con alegría-, pero no habría podido arrastrar cinco. Me hago mayor, ¿sabe?

– ¿No podría haber buscado un coche o un camión? -preguntó Lissa Jamieson.

– Señora, perdí el carnet de conducir hace siete años. O quizá ocho. Demasiadas multas por conducir borracho. Si me pillan otra vez al volante de cualquier cosa más grande que un kart, me encierran y tiran la llave.

Barbie pensó en comentar el error fundamental de ese razonamiento, pero ¿por qué quedarse sin aliento hablando, cuando el aliento era algo tan difícil de conseguir?

– En fin, cuatro botellas en esa carretilla roja pensé que sí podría arrastrarlas, y no había caminado ni cuatrocientos metros cuando tuve que echar mano de la primera. No había más remedio, ¿no lo veis?

Jackie Wettington preguntó:

– ¿Sabía que estábamos aquí?

– No, señora. Era terreno elevado, nada más, y sabía que el aire enlatado no me duraría para siempre. No sabía nada de vosotros, igual que no sabía nada de esos ventiladores. No tenía ningún otro sitio adonde ir.

– ¿Por qué has tardado tanto? -preguntó Pete Freeman-. No debe de haber ni cinco kilómetros entre God Creek y esto.

– Bueno, eso es algo curioso -dijo Sam-. Iba por la carretera, ya sabes, por Black Ridge Road, y crucé el puente sin problemas… chupando todavía de la primera botella, aunque empezaba a hacer un calor de mil demonios, y… ¡caray! ¿Visteis ese oso muerto? ¿El que parecía que se había aplastado los sesos él solo contra un poste de teléfonos?

– Lo vimos, sí -contestó Rusty-. Déjame adivinar. Un poco más allá del oso, empezaste a sentirte atontado y te desmayaste.

– ¿Cómo lo sabes?

– Vinimos por ahí -dijo Rusty-; hay alguna clase de fuerza activa en ese sitio. Parece que afecta más a los niños y a los viejos.

– Yo no soy tan viejo -protestó Sam en tono ofendido-. Solo es que las canas me salieron pronto, como a mi madre.

– ¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente? -preguntó Barbie.

– Bueno, no llevo reloj, pero cuando por fin me puse en marcha otra vez ya estaba oscuro, así que ha sido un buen rato. Me desperté un momento porque casi no podía respirar, cambié la botella por una llena y me volví a dormir. Una locura, ¿eh? ¡Y qué sueños he tenido! ¡Como un circo de tres pistas! La última vez que me he despertado ya ha sido de verdad. Estaba oscuro y he buscado otra botella. Cambiarla no ha sido nada difícil, porque no estaba oscuro del todo. Tendría que haber estado… tendría que haber estado más oscuro que el culo de un gato, con todo ese hollín que el fuego ha pegado en la Cúpula, pero hay un trecho brillante allá abajo, donde estaba tumbado. De día no se ve, pero por la noche es como si hubiera un millón de luciérnagas.

– El cinturón de luz, así lo llamamos nosotros -dijo Joe.

Norrie, Benny y él estaban muy juntos. Benny se tapaba la boca con la mano para toser.

– Buen nombre -dijo Sam con agrado-. En fin, yo sabía que aquí arriba había alguien, porque por entonces ya se oían esos ventiladores y se veían luces. -Hizo un gesto con la cabeza en dirección al campamento del otro lado de la Cúpula-. No sabía si conseguiría llegar antes de quedarme sin aire… esa colina es una cabrona y me he chupado las otras dos como si nada… pero he llegado.

Miró a Cox con curiosidad.

– Eh, coronel Klink, le veo el aliento. Será mejor que se ponga un abrigo o que se venga aquí, que hace calorcito. -Soltó unas carcajadas, enseñando los pocos dientes que quedaban.

– Me llamo Cox, no Klink, y estoy bien.

Julia preguntó:

– ¿Qué has soñado, Sam?

– Es curioso que me lo preguntes -dijo el hombre-, porque solo me acuerdo de uno de todos esos sueños, y salías tú. Estabas echada en el quiosco de la música de la plaza del pueblo, y llorabas.

Julia apretó con fuerza la mano de Barbie, pero sus ojos no se apartaron de la cara de Sam.

– ¿Cómo sabes que era yo?

– Porque estabas cubierta de periódicos -dijo Sam-. Ejemplares del Democrat. Los apretabas contra ti como si debajo fueras desnuda, perdona, pero me has preguntado. ¿No es el sueño más raro que has oído nunca?

El walkie-talkie de Cox produjo tres pitidos: breico breico breico. Lo sacó de su cinturón.

– ¿Qué pasa? Habla deprisa, aquí estoy ocupado.

Todos oyeron la voz que respondió:

– Tenemos un superviviente en el lado sur, coronel. Repito: ¡tenemos un superviviente!

8

Cuando salió el sol la mañana del 28 de octubre, «sobrevivir» era todo lo que el último miembro de la familia Dinsmore podía afirmar que hacía. Ollie estaba echado con el cuerpo apretado contra la parte inferior de la Cúpula, boqueando para conseguir respirar el escaso aire de los grandes ventiladores del otro lado y seguir con vida.

Limpiar suficiente superficie de la Cúpula de su lado antes de que se le acabara el oxígeno de la botella había sido una carrera contrarreloj. Era la que había dejado en el suelo cuando se había enterrado bajo las patatas. Recordaba haberse preguntado si explotaría. No lo había hecho, y eso había sido algo muy bueno para Oliver H. Dinsmore. De haber explotado, yacería muerto bajo un túmulo funerario de patatas rojas y blancas.

Se arrodilló en su lado de la Cúpula para apartar terrones de porquería negra, consciente de que parte de ese engrudo era todo lo que quedaba de algunos seres humanos. Era imposible no pensarlo cuando no dejaba de clavarse astillas de hueso. Ollie estaba seguro de que, sin los ánimos constantes del soldado Ames, se habría rendido. Pero Ames no estaba dispuesto a abandonar, no hacía más que gritarle que cavara, maldita sea, cava y aparta toda esa mierda, chico de las vacas, tienes que hacerlo para que los ventiladores funcionen.

Ollie creía que no se había rendido porque Ames no sabía su nombre. Había tenido que aguantar que los niños del colegio le llamaran «recogemierda» y «ordeñatetas», pero le reventaba tener que morir oyendo como un paleto de Carolina del Sur lo llamaba «chico de las vacas».

Los ventiladores se pusieron en marcha con estruendo y Ollie sintió las primeras leves ráfagas de aire en su piel escaldada. Se quitó la mascarilla de la cara y apretó la boca y la nariz directamente contra la mugrienta superficie de la Cúpula. Después, sin dejar de boquear y de sacar el hollín con la tos, siguió rascando la capa de restos carbonizados. Veía a Ames al otro lado, a cuatro patas y con la cabeza inclinada como si intentara mirar al interior de una ratonera.

– ¡Eso es! -gritaba-. Tenemos dos ventiladores más y los están trayendo. ¡No te me rindas, chico de las vacas! ¡No abandones!

– Ollie -dijo sin aliento.

– ¿Qué?

– … llamo… Ollie. No me llames… chico de las vacas.

– Te llamaré Ollie hasta el día del Juicio Final, pero tú sigue despejando un buen trozo para que esos ventiladores sirvan de algo.

De alguna forma, los pulmones de Ollie consiguieron inspirar suficiente aire del que se filtraba a través de la Cúpula para mantenerlo con vida y consciente. Vio cómo el mundo se iluminaba a través de ese agujero en el hollín, y la luz también le ayudó, aunque le dolía en el corazón ver el brillo rosado del alba emborronado por la capa de porquería que seguía cubriendo su lado de la Cúpula. La luz era buena, porque allí dentro todo estaba oscuro y chamuscado, duro y silencioso.

Intentaron relevar a Ames a las cinco de la madrugada, pero Ollie gritó pidiendo que se quedara, y Ames se negó a marcharse. Quien fuera que estaba al mando cedió. Poco a poco, deteniéndose para apretar la boca contra la Cúpula e inspirar más aire, Ollie explicó cómo había sobrevivido.

– Sabía que tendría que esperar a que el fuego se extinguiera -dijo-, así que tuve mucho cuidado con el oxígeno. El abuelito Tom me explicó una vez que una botella podía durarle toda la noche si estaba dormido, así que me quedé allí muy quieto. Durante un buen rato no tuve que gastar nada, porque había aire bajo las patatas y podía respirar.

Apretó los labios contra la superficie y percibió el sabor del hollín pensando que podían ser los restos de una persona que había estado viva veinticuatro horas antes, y no le importó. Inspiró con avidez y tosió porquería negruzca hasta que pudo proseguir.

– Debajo de las patatas al principio hacía frío, pero después empezó a hacer calor, y luego me achicharraba. Pensé que me cocería vivo. El establo se estaba incendiando justo por encima de mi cabeza. Todo estaba en llamas, pero el calor era tanto y había llegado tan rápido que no duró mucho, y quizá fue eso lo que me salvó. No lo sé. Me quedé ahí hasta que la primera botella se quedó vacía. Entonces tuve que salir. Tenía miedo de que la otra hubiera explotado, pero no. Aunque supongo que estuvo a punto.

Ames asintió. Ollie succionó más aire a través de la Cúpula. Era como intentar respirar a través de un trapo grueso y muy sucio.

– Y la escalera. Si hubiera sido de madera en lugar de hormigón, no podría haber salido. Al principio ni siquiera lo intenté. Solo me arrastré otra vez bajo las papas, porque hacía muchísimo calor. Las que estaban en la parte de fuera de la pila se asaron, las olía. Después empezó a resultarme difícil conseguir aire, y así supe que la segunda botella se me acababa también.

Se detuvo a causa de un ataque de tos. Cuando volvió a recuperarse, siguió.

– En el fondo, yo solo quería oír otra vez una voz humana antes de morirme. Me alegro de que hayas sido tú, soldado Ames.

– Me llamo Clint, Ollie. Y tú no te vas a morir.

Pero los ojos que miraban a través del sucio agujero del fondo de la Cúpula como si miraran por la ventanilla de cristal de un ataúd parecían conocer otra verdad, más auténtica.

9

La segunda vez que sonó el timbre, Carter supo lo que era, aunque lo había despertado de un sueño sin ensoñaciones. Porque parte de él no volvería a dormir de verdad hasta que todo aquello hubiera pasado o hasta que estuviese muerto. Suponía que eso era el instinto de supervivencia: un vigilante insomne en el fondo del cerebro.

La segunda vez fue a eso de las siete y media de la mañana del sábado. Lo sabía porque su reloj era de los que se encendían si apretabas un botón. Las luces de emergencia se habían apagado durante la noche y el refugio nuclear estaba completamente a oscuras.

Se sentó y sintió que algo le daba un golpe en la nuca. Supuso que sería el mango de la linterna que había usado esa noche. La buscó a tientas y la encendió. Estaba sentado en el suelo. Big Jim estaba tumbado en el sofá. Era Big Jim quien le había dado un golpe con la linterna.

Por supuesto, él se queda con el sofá, pensó Carter con rencor. Él es el jefe, ¿verdad?

– Venga, hijo -dijo Big Jim-. Date toda la prisa que puedas.

¿Por qué tengo que ir yo?, pensó Carter… pero no lo dijo. Tenía que ir él porque el jefe era viejo, el jefe estaba gordo y el jefe padecía del corazón. Y porque el jefe era el jefe, por supuesto. James Rennie, Emperador de Chester's Mills.

El emperador de los coches usados, eso es lo que eres, pensó Carter. Y apestas a sudor y a aceite de sardinas.

– Venga. -Una voz irritada. Y asustada-. ¿A qué esperas?

Carter se levantó, el haz de luz rebotó en las estanterías repletas del refugio (¡cuántas latas de sardinas!), y caminó hacia la habitación de las literas. Allí dentro todavía había una luz de emergencia encendida, pero parpadeaba, casi se había apagado. Y el timbre sonaba más fuerte, era un gemido constante: AAAAAAAAAAAA. El gemido de una muerte próxima.

Nunca saldremos de aquí, pensó Carter.

Iluminó con la linterna la trampilla de delante del generador, que seguía produciendo ese molesto pitido monótono que, por alguna razón, le hacía pensar en el jefe cuando soltaba sus discursitos. A lo mejor el significado de ambos ruidos se reducía al mismo estúpido imperativo: «Dame, dame, dame de comer. Dame propano, dame sardinas, dame sin plomo para mi Hummer. Dame de comer. De todas formas moriré, y después también tú morirás, pero ¿a quién le importa? ¿A quién le importa una puta mierda? Dame, dame, dame de comer».

Dentro del compartimiento de almacenaje del suelo ya solo quedaban seis bombonas de propano. Cuando cambiara la que estaba casi vacía, quedarían solo cinco. Cinco bombonas de mierda, no mucho mayores que las de Blue Rhino, entre ellos y la muerte por asfixia cuando el purificador de aire dejara de funcionar.

Carter sacó una bombona, pero la dejó junto al generador. No tenía ninguna intención de cambiarla hasta que no quedara nada de propano, por muy molesto que fuera ese AAAAAA. No. Que no. Como solían decir del café de Maxwell House: era bueno hasta la última gota.

Sin embargo, estaba claro que ese timbre lo sacaba a uno de quicio. Carter supuso que podía buscar la alarma y silenciarla, pero entonces ¿cómo sabrían cuándo se estaba quedando seco el generador?

Como un par de ratas atrapadas en un cubo volcado, eso es lo que somos.

Hizo números mentalmente. Quedaban seis bombonas, cada una de ellas con una duración de unas once horas. Pero si apagaban el aire acondicionado, alargarían a doce o incluso trece horas por bombona. Mejor ser cautos y contar con doce. Doce por seis era… vamos a ver…

El AAAAAA hacía que la multiplicación fuera más difícil de lo que debería haber sido, pero al final lo consiguió. Setenta y dos horas entre ellos y una espantosa muerte por asfixia allí abajo, a oscuras. Y ¿por qué estaban a oscuras? Porque nadie se había molestado en cambiar las baterías de las luces de emergencia, por eso. Seguramente hacía veinte años o más que no las cambiaban. El jefe se había dedicado a «recortar gastos». Y ¿por qué había solo siete raquíticas bombonas de mierda en el almacén, cuando en la WCIK había un alijo de tropecientos litros esperando para estallar? Porque al jefe le gustaba tenerlo todo justo donde quería.

Allí sentado, escuchando el AAAAAA, Carter recordó uno de los dichos de su padre: «Esconde un penique y pierde un dólar». Ese era Rennie, de la cabeza a los pies. Rennie, el Emperador de los Coches Usados. Rennie, el pez gordo de la política. Rennie, el señor de la droga. ¿Cuánto había sacado con su operación de estupefacientes? ¿Un millón de dólares? ¿Dos? ¿Acaso importaba?

Seguramente nunca se lo habría gastado, pensó Carter, y ahora sí que no se lo gastará, joder. Aquí abajo no hay nada en qué gastárselo. Tiene todas las sardinas que es capaz de comer, y son gratis.

– ¿Carter? -La voz de Big Jim llegó flotando en la oscuridad-. ¿Vas a cambiar esa bombona o vas a quedarte ahí a escuchar cómo pita?

Carter abrió la boca para vociferar que iban a esperar, que cada minuto contaba, pero justo entonces se acabó el AAAAAA. Y también el quiiip quiiip quiiip del purificador de aire.

– ¿Carter?

– Estoy en ello, jefe. -Con la linterna bien sujeta bajo la axila, Carter sacó la bombona vacía, colocó la llena sobre una plataforma metálica lo bastante grande como para soportar un depósito diez veces mayor y la conectó.

Cada minuto contaba… ¿o no? ¿Por qué iba a contar, si al final llegarían a la misma asfixiante conclusión?

Sin embargo, el vigilante de la supervivencia que llevaba dentro pensaba que aquella era una pregunta de mierda. El vigilante de la supervivencia pensaba que setenta y dos horas eran setenta y dos horas, y que cada minuto de esas setenta y dos horas contaba. Porque ¿quién sabía lo que podía pasar? Puede que al final los militares lograran descubrir cómo abrir una brecha en la Cúpula. Puede que incluso desapareciera sola y se marchara tan repentina e inexplicablemente como había llegado.

– ¿Carter? ¿Qué estás haciendo ahí dentro? Mi dichosa madre podría moverse más deprisa, ¡y está muerta!

– Ya casi estoy.

Se aseguró de haberla conectado bien y puso el pulgar sobre el botón de encendido (pensando que, si la batería de arranque era tan vieja como las baterías que habían alimentado las luces de emergencia, tendrían problemas de verdad). Entonces se detuvo.

Serían setenta y dos horas si estaban los dos. Pero si estuviera él solo, podría alargarlas a noventa, o puede que incluso a cien si apagaba el purificador hasta que el aire se volviera irrespirable. Le había mencionado la idea a Big Jim, pero él la vetó de plano. «Tengo problemas de corazón», le recordó. «Cuanto más irrespirable sea el aire, más probabilidades hay de que me dé guerra.»

– ¿Carter? -Con ímpetu y exigencia. Una voz que penetraba en el oído igual que el olor de las sardinas del jefe se le metía en la nariz-. ¿Qué está pasando ahí dentro?

– ¡Todo listo, jefe! -exclamó, y apretó el botón. El motor de arranque ronroneó y el generador se puso en marcha al instante.

Tengo que pensarlo, se dijo Carter, pero el vigilante de la supervivencia tenía otra opinión. El vigilante de la supervivencia pensaba que cada minuto perdido era un minuto malgastado.

Ha sido bueno conmigo, se dijo Carter. Me ha dado responsabilidades.

Trabajos sucios que no quería hacer él mismo, eso es lo que te ha dado. Y un agujero en la tierra para que mueras dentro. Eso también.

Carter se decidió. Sacó la Beretta de la pistolera y regresó a la sala principal. Sopesó la idea de esconderla a la espalda para que el jefe no lo supiera, pero pensó que mejor no. El hombre lo había llamado «hijo», a fin de cuentas, y tal vez incluso lo sintiera así. Merecía algo mejor que un tiro inesperado en la nuca y marchar sin estar preparado.

10

No era de noche en el extremo nororiental del pueblo; allí la Cúpula estaba muy sucia, pero no era ni mucho menos opaca. El sol brillaba a través de ella y lo teñía todo de un rosado febril.

Norrie corrió a donde estaban Barbie y Julia. La niña tosía y seguía sin aliento, pero, aun así, corrió.

– ¡A mi abuelo le está dando un ataque al corazón! -gimió, y luego cayó de rodillas, tosiendo más y boqueando.

Julia la rodeó con sus brazos y le volvió la cara hacia los estruendosos ventiladores. Barbie se arrastró hasta el grupo de exiliados que estaban junto a Ernie Calvert, Rusty Everett, Ginny Tomlinson y Dougie Twitchell.

– ¡Dejadles trabajar! -espetó-. ¡Dadle un poco de aire!

– Ese es el problema -dijo Tony Guay-. Le han dado lo que quedaba… el que se suponía que iba a ser para los niños… pero…

– Epi -dijo Rusty, y Twitch le pasó una jeringuilla. Rusty se la inyectó-. Ginny, empieza con el masaje. Cuando te canses, deja que Twitch te releve. Después yo.

– Yo también quiero hacerlo -dijo Joanie. Un mar de lágrimas caía por sus mejillas, pero parecía bastante serena-. Asistí a una clase.

– Yo fui con ella -dijo Claire-. También ayudaré.

– Y yo -dijo Linda en voz baja-. Hice el curso de reanimación este verano.

Es una ciudad pequeña y todos apoyamos al equipo, pensó Barbie. Ginny (con la cara aún hinchada por sus propias heridas) empezó con el masaje cardiopulmonar. Cedió el turno a Twitch justo cuando Julia y Norrie llegaban junto a Barbie.

– ¿Podrán salvarlo? -preguntó la niña.

– No lo sé -repuso Barbie. Pero sí que lo sabía; eso era lo más infernal.

Twitch relevó a Ginny. Barbie los miraba mientras las gotas de sudor que caían de la frente de Twitch oscurecían la camisa de Ernie. Unos cinco minutos después se detuvo, tosiendo entrecortadamente. Cuando Rusty quiso ocupar su lugar, Twitch sacudió la cabeza.

– Se nos ha ido. -Se volvió hacia Joanie y dijo-: Lo siento mucho, señora Calvert.

El rostro de Joanie tembló, después se arrugó. La mujer profirió un grito de pena que se convirtió en un ataque de tos. Norrie la abrazó, tosiendo también ella otra vez.

– Barbie -dijo una voz-. ¿Podemos hablar?

Era Cox, que ahora iba vestido con ropa de camuflaje marrón y llevaba una chaqueta con forro de borreguillo para protegerse del frío del otro lado. A Barbie no le gustó la expresión sombría de su rostro. Julia lo acompañó. Se inclinaron muy cerca de la Cúpula, intentando respirar despacio y con regularidad.

– Ha habido un accidente en la base de la Fuerza Aérea de Kirtland, en Nuevo México. -Cox hablaba en voz muy baja-. Estaban realizando los tests definitivos del rayo nuclear que habíamos pensado probar y… mierda.

– ¿Ha explotado? -preguntó Julia, horrorizada.

– No, se ha fundido. Han muerto dos personas, y es muy probable que otra media docena mueran a causa de quemaduras y/o intoxicación por radiación. El caso es que hemos perdido el arma. Hemos perdido esa condenada arma nuclear.

– ¿Se ha debido a un mal funcionamiento? -preguntó Barbie, casi esperando que lo hubiera sido, porque eso querría decir que de todas formas no habría servido de nada.

– No, coronel. Por eso he utilizado la palabra «accidente». Eso pasa cuando la gente va demasiado deprisa, y estos días todos hemos ido perdiendo el culo.

– Lo siento mucho por esos hombres -dijo Julia-. ¿Lo saben ya sus familias?

– Dada vuestra situación, es muy amable por tu parte que pienses en eso. Pronto los informarán. El accidente ha tenido lugar a la una de esta madrugada. Ya han empezado a trabajar en el Muchacho Dos. Debería estar listo dentro de tres días. Cuatro como máximo.

Barbie asintió con la cabeza.

– Gracias, señor, pero no estoy seguro de que dispongamos de tanto tiempo.

Un prolongado y débil lamento de pena (un lamento de niña) se elevó tras ellos. Cuando Barbie y Julia dieron media vuelta, el lamento se convirtió en una serie de toses ásperas y ávidas boqueadas de aire. Vieron a Linda arrodillarse junto a su hija mayor y estrecharla entre sus brazos.

– ¡No puede estar muerta! -gritó Janelle-. ¡Audrey no puede estar muerta!

Pero así era. La golden retriever de los Everett había muerto durante la noche, en silencio y sin armar alboroto, con las pequeñas J durmiendo una a cada lado de ella.

11

Cuando Carter volvió a la sala principal, el segundo concejal de Chester's Mills estaba comiendo cereales de una caja que tenía un loro de dibujos animados en la parte de delante. Carter reconoció el mítico pájaro de numerosos desayunos de su infancia: el tucán Sam, santo patrón de los Froot Loops.

Deben de estar más rancios que la leche, pensó Carter, y experimentó un fugaz momento de lástima por el jefe. Después pensó en la diferencia entre setenta y pocas horas de aire y ochenta, o cien, y su corazón se endureció.

Big Jim sacó otro puñado de cereales de la caja, después vio la Beretta en la mano de Carter.

– Vaya -dijo.

– Lo siento, jefe.

Big Jim abrió el puño y dejó caer de nuevo los Froot Loops en cascada dentro de la caja, pero tenía la mano pegajosa y algunos aros de cereal de vivos colores se le quedaron pegados en los dedos y la palma de la mano. El sudor brillaba en su frente y goteaba desde sus amplias entradas.

– Hijo, no lo hagas.

– Tengo que hacerlo, señor Rennie. No es nada personal.

Y no lo era, decidió Carter. Ni siquiera un poco. Estaban allí atrapados, eso era todo. Y, puesto que había sucedido a consecuencia de las decisiones de Big Jim, Big Jim tendría que pagar el precio.

Rennie dejó la caja de Froot Loops en el suelo. Lo hizo con cuidado, como si le diera miedo que pudiera hacerse añicos si la trataba con brusquedad.

– Entonces, ¿qué es?

– Todo se reduce… al aire.

– Aire. Comprendo.

– Podría haber entrado aquí con el arma escondida a la espalda y haberle metido una bala en la cabeza sin más, pero no he querido hacerlo así. Quería darle tiempo para que se prepare. Porque usted me ha tratado bien.

– Entonces, no me hagas sufrir, hijo. Si no es nada personal, no me harás sufrir.

– Si se queda quieto, no sufrirá. Será rápido. Como disparar a un ciervo herido en el bosque.

– ¿Podemos hablarlo?

– No, señor. Estoy decidido.

Big Jim asintió.

– Está bien, pues. ¿Puedo pronunciar antes unas palabras de oración? ¿Me concederías eso?

– Sí, señor, puede rezar si quiere. Pero que sea rápido. Esto también es difícil para mí, ¿sabe?

– Te creo. Eres un buen chico, hijo.

Carter, que no había llorado desde los catorce años, sintió un escozor en el rabillo del ojo.

– Llamarme «hijo» no le servirá de nada.

– Sí que me sirve. Y ver que estás afectado… eso también me sirve.

Big Jim arrastró su mole fuera del sofá y se arrodilló. Al hacerlo, tiró la caja de Froot Loops y soltó una risita triste.

– No ha sido una última comida muy especial, eso sí que te lo digo.

– No, seguramente no. Lo siento.

Big Jim, que ahora le daba la espalda, suspiró.

– Pero dentro de uno o dos minutos estaré comiendo rosbif a la mesa del Señor, así que no pasa nada. -Levantó un dedo rechoncho y se lo llevó a la parte alta de la nuca-. Justo aquí. En la raíz del cerebro. ¿De acuerdo?

Carter tragó lo que sentía como una enorme bola de borra seca.

– Sí, señor.

– ¿Quieres caer de rodillas conmigo, hijo?

Carter, que llevaba sin rezar aún más tiempo del que llevaba sin llorar, estuvo a punto de decir que sí. Después recordó lo ladino que podía ser el jefe. Seguramente en ese momento no estaba siendo ladino, seguramente ya no estaba para eso, pero Carter había visto al hombre en acción y no pensaba arriesgarse. Dijo que no con la cabeza.

– Diga sus oraciones. Y, si quiere llegar hasta el amén del final, será mejor que no tarde mucho.

Arrodillado de espaldas a Carter, Big Jim unió sus manos sobre el asiento del sofá, que seguía hundido por el peso nada despreciable de sus posaderas.

– Querido Dios, soy tu siervo James Rennie. Supongo que voy a verte, lo quiera o no. Han alzado el cáliz a mis labios y no puedo…

Se le escapó un enorme sollozo seco.

– Apaga la luz, Carter. No quiero llorar delante de ti. No es así como debería morir un hombre.

Carter alargó la pistola hasta que casi tocó con ella la nuca de Big Jim.

– Vale, pero esa ha sido su última voluntad. -Entonces apagó la luz.

Supo que había sido un error nada más hacerlo, pero ya era demasiado tarde. Oyó al jefe moverse, y lo hizo jodidamente deprisa para ser un hombretón con problemas cardíacos. Carter disparó y, en el fogonazo del tiro, vio aparecer un agujero de bala en el arrugado cojín del sofá. Big Jim ya no estaba arrodillado delante de él, pero no podía haber ido muy lejos, por muy rápido que se moviera. Cuando Carter apretó el botón de la linterna, Big Jim se abalanzó hacia delante con el cuchillo de carnicero del cajón de al lado de los fogones del refugio, y quince centímetros de acero penetraron en el vientre de Carter Thibodeau.

El chico gritó de dolor y volvió a disparar. Big Jim sintió zumbar la bala muy cerca de su oreja, pero no retrocedió. También él tenía un vigilante de la supervivencia, uno que le había servido maravillosamente bien a lo largo de los años, y esta vez le decía que si reculaba moriría. Se puso en pie como pudo, tirando del cuchillo hacia arriba, destripando a ese chico estúpido que había pensado que podía aprovecharse de Big Jim Rennie.

Carter volvió a gritar mientras lo abría en canal. Unas perlas de sangre salpicaron la cara de Big Jim, expulsadas por lo que él fervientemente esperaba que fuera el último aliento del muchacho. Empujó a Carter hacia atrás. En el haz de la linterna, tirada en el suelo, Carter se tambaleó haciendo crujir los Froot Loops caídos y agarrándose la barriga. La sangre manaba entre sus dedos. Intentó sostenerse en las estanterías dando zarpazos y cayó de rodillas bajo una lluvia de latas de sardinas de Vigo, Snow's Clam Fry-Ettes y sopas Campbell. Por un momento se quedó así, como si hubiera cambiado de opinión y al final hubiese decidido rezar una oración. Tenía el pelo pegado a la cara. Después, la mano le resbaló y se desplomó.

Big Jim pensó en el cuchillo, pero resultaba un esfuerzo demasiado intenso para un hombre que padecía del corazón (volvió a prometerse que iría a que se lo miraran en cuanto terminara esa crisis). Así que, recogió el arma de Carter y se acercó al muy idiota.

– ¿Carter? ¿Sigues con nosotros?

Carter gimió, intentó volverse, se rindió.

– Voy a descerrajarte uno justo en la nuca, igual que habías propuesto tú. Pero antes quiero darte un último consejo. ¿Me estás escuchando?

Carter volvió a gemir. Big Jim lo tomó por un sí.

– El consejo es este: a un buen político nunca le des tiempo para rezar.

Big Jim apretó el gatillo.

12

– ¡Creo que se está muriendo! -gritó el soldado Ames-. ¡Creo que el chico se muere!

El sargento Groh se arrodilló junto a Ames e intentó mirar por la ranura sucia del fondo de la Cúpula. Ollie Dinsmore estaba tumbado de lado, con los labios casi apretados contra una superficie que podían ver gracias a la porquería que seguía pegada a ella. Con su mejor voz de sargento gritando órdenes, Groh vociferó:

– ¡Eh! ¡Ollie Dinsmore! ¡Al frente!

Lentamente, el chico abrió los ojos y miró a los dos hombres que tenía a menos de treinta centímetros pero en un mundo más frío y más limpio.

– ¿Qué? -murmuró.

– Nada, hijo -dijo Groh-. Vuelve a dormir.

Groh se volvió hacia Ames.

– No se lo haga en las bragas, soldado. El chico está bien.

– No está bien. ¡Solo hay que mirarlo!

Groh agarró a Ames del brazo y lo ayudó (sin descortesía) a ponerse en pie.

– No -convino en voz baja-. No está ni siquiera un poco bien, pero está vivo y duerme, y ahora mismo es lo más que podemos pedir. Así consumirá menos oxígeno. Vaya a buscar algo de comer. ¿Ha desayunado ya?

Ames dijo que no con la cabeza. Ni siquiera se le había ocurrido pensar en el desayuno.

– Quiero quedarme por si vuelve a despertarse. -Hizo una pausa, luego se lanzó-. Quiero estar aquí si muere.

– Eso no va a suceder en un buen rato -dijo Groh. No tenía ni idea de si era cierto o no-. Vaya a buscar algo al camión, aunque no sea más que una loncha de mortadela envuelta en una rebanada de pan. Tiene muy mal aspecto, soldado.

Ames sacudió la cabeza en dirección al chico que dormía sobre el suelo calcinado con la boca y la nariz ladeadas hacia la Cúpula. Su rostro estaba surcado de mugre, apenas podían ver cómo su pecho se alzaba y se hundía.

– ¿Cuánto tiempo cree que le queda, sargento?

Groh sacudió la cabeza.

– Seguramente no mucho. En el grupo del otro lado ya ha muerto alguien esta mañana. A muchos de los demás no les va demasiado bien. Y allí las cosas están mejor. Más limpio. Vaya haciéndose a la idea.

Ames sintió que estaba a punto de echarse a llorar.

– El chico ha perdido a toda su familia.

– Vaya a buscar algo de comer. Yo me quedaré hasta que vuelva.

– Pero, después de eso, ¿podré quedarme?

– El chico lo quiere a usted, soldado, y le tendrá a usted. Puede quedarse hasta el final.

Groh contempló a Ames marchar a paso ligero hacia una mesa que había cerca del helicóptero, donde habían preparado algo de comida. Allí fuera eran las diez en punto de una bonita mañana de finales de otoño. El sol brillaba y terminaba de derretir una gruesa capa de escarcha. Sin embargo, a solo unos metros de distancia había un mundo burbuja en perpetua penumbra, un mundo en el que el aire era irrespirable y el tiempo había dejado de tener ningún sentido. Groh recordó el estanque del parque del pueblo en el que había crecido. Eso fue en Wilton, Connecticut. En el estanque vivían carpas doradas, unos bichos grandes y viejos. Los niños solían darles de comer. Hasta que un día uno de los encargados tuvo un accidente con un fertilizante. Adiós peces. La decena o docena de carpas acabaron flotando muertas en la superficie.

AI mirar al chico mugriento que dormía al otro lado de la Cúpula le resultaba imposible no recordar esas carpas… solo que un chico no era un pez.

Ames regresó comiendo algo que estaba claro que no le apetecía. No era un gran soldado, en opinión de Groh, pero era buen chaval y tenía buen corazón.

El soldado Ames se sentó. El sargento Groh se sentó a su lado. A eso del mediodía, recibieron un informe del lado norte de la Cúpula: otro de los supervivientes había muerto. Un niño pequeño que se llamaba Aidan Appleton. Otro niño. Groh pensó que tal vez había conocido a su madre el día antes. Esperaba estar equivocado, pero no creía que fuera así.

– ¿Quién ha hecho esto? -preguntó Ames-. ¿Quién ha planeado esta mierda, sargento? ¿Y por qué?

Groh sacudió la cabeza.

– Ni idea.

– ¡Es que no tiene ningún sentido! -gritó Ames. Algo más allá, Ollie se movió, le faltó el aliento y acercó una vez más su rostro dormido a la escasa brisa que atravesaba la barrera.

– No lo despierte -dijo Groh, pensando: Si nos deja mientras duerme, será mejor para todos.

13

A eso de las dos, todos los exiliados estaban tosiendo excepto (increíble pero cierto) Sam Verdreaux, a quien parecía que el aire viciado le sentaba estupendamente, y Little Walter Bushey, que no hacía nada más que dormir y succionar la ración de leche o zumo que le daban de vez en cuando. Barbie estaba sentado contra la Cúpula, rodeando a Julia con un brazo. No muy lejos, Thurston Marshall había permanecido junto al cadáver cubierto del pequeño Aidan Appleton, muerto de una forma horriblemente repentina. Thurse, que no dejaba de toser, tenía a Alice en su regazo. La niña se había quedado dormida llorando. Seis metros más allá, Rusty estaba acurrucado con su mujer y sus hijas, que también lloraron hasta conciliar el sueño. Rusty trasladó el cadáver de Audrey a la ambulancia para que las niñas no tuvieran que verlo. Contuvo la respiración todo el rato; a solo trece metros hacia el interior de la Cúpula, el aire se volvía asfixiante, mortífero. En cuanto recuperó el aliento, supuso que tendría que hacer lo mismo con el pequeño. Audrey sería una buena compañía para él; siempre le habían gustado los niños.

Joe McClatchey se dejó caer junto a Barbie. Ahora sí que parecía un espantapájaros. Su pálido rostro estaba salpicado de acné y bajo los ojos tenía unos semicírculos de piel amoratada, con aspecto de magulladura.

– Mi madre está dormida -dijo Joe.

– Julia también -replicó Barbie-, así que no hables muy alto.

Julia abrió un ojo.

– No duermo -dijo, y enseguida volvió a cerrarlo. Tosió, se calmó y luego tosió un poco más.

– Benny está muy mal -dijo Joe-. Le está subiendo la fiebre, como al niño pequeño antes de morir. -Dudó un momento-. Mi madre también está bastante caliente. A lo mejor es solo porque aquí la temperatura es muy alta, pero… No creo que sea eso. ¿Y si muere? ¿Y si morimos todos?

– Eso no pasará -respondió Barbie-. Se les ocurrirá algo.

Joe negó con la cabeza.

– No se les ocurrirá nada. Y lo sabe. Porque están fuera. Nadie de fuera puede ayudarnos. -Miró hacia el ennegrecido erial en el que un día antes había existido un pueblo, y rió (un sonido ronco, áspero, más terrible aún porque contenía cierta diversión)-. Chester's Mills existía como pueblo desde 1803, eso aprendíamos en el colegio. Más de doscientos años. Y en una semana ha quedado arrasado de la faz de la Tierra. Ha bastado una puta semana. ¿Qué le parece eso, coronel Barbara?

A Barbie no se le ocurrió nada que decir.

Joe se tapó la boca, tosió. Detrás de ellos, los ventiladores seguían rugiendo y rugiendo.

– Soy un chico listo. ¿Sabe? Quiero decir que no es una fanfarronada… que soy listo de verdad.

Barbie recordó la transmisión de vídeo que el niño había organizado cerca del punto de impacto del misil.

– Sin discusión, Joe.

– En una película de Spielberg sería el niño listo al que se le ocurriré la solución en el último minuto, ¿verdad?

Barbie sintió que Julia volvía a moverse. Estaba vez tenía los dos ojos abiertos y miraba a Joe muy seria.

Al niño le caían lágrimas por ambas mejillas.

– Menudo niño de Spielberg he resultado. Si esto fuera Parque Jurásico, los dinosaurios se nos comerían.

– Ojalá se cansen -dijo Julia, somnolienta.

– ¿Eh? -Joe la miró parpadeando.

– Los cabeza de cuero. Los niños cabeza de cuero. Se supone que los niños siempre se cansan de sus juegos y se marchan a hacer otra cosa. O… -tosió con fuerza- o que sus padres los llaman para que vayan a casa a cenar.

– Quizá no comen -dijo Joe con pesimismo-. Quizá ni siquiera tienen padres.

– O quizá para ellos el tiempo es diferente -dijo Barbie-. Quizá en su mundo se quedan sentados alrededor de su versión de la caja y ya está. Puede que para ellos el juego solo consista en empezar. Ni siquiera podemos estar seguros de que sean niños.

Piper Libby se unió a ellos. Tenía la cara sofocada y el pelo pegado a las mejillas.

– Son niños -dijo.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Barbie.

– Lo sé y punto. -Sonrió-. Ellos son el Dios en el que dejé de creer hace unos tres años. Dios ha resultado ser una panda de niños traviesos que juegan a la X-Box Interestelar. ¿No es gracioso? -Su sonrisa se ensanchó, y luego rompió a llorar.

Julia miraba hacia la caja y su destellante luz violeta. Tenía una expresión meditabunda y algo somnolienta.

14

Es sábado por la noche en Chester's Mills. Esta es la noche en que solían reunirse las señoras de Eastern Star (y después de la reunión a veces iban a casa de Henrietta Clavard a beber un poco de vino y soltar sus mejores chistes verdes). Es la noche en que Peter Randolph y sus amigotes solían jugar al póquer (y también soltar sus mejores chistes verdes). La noche en que Stewart y Fern Bowie iban a veces a Lewiston a por los servicios de un par de zorras en un puticlub de Lower Lisbon Street. La noche en que el reverendo Lester Coggins solía celebrar reuniones de oración para adolescentes en una sala de la casa parroquial del Cristo Redentor, y Piper Libby organizaba bailes para adolescentes en el sótano de la Congregación. La noche en que el Dipper's solía estar a tope hasta la una (y a eso de las doce y media la concurrencia empezaba a pedir a gritos, borracha, que tocaran su himno, «Dirty Water», una canción que todas las bandas de Boston conocían muy bien). La noche en que Howie y Brenda Perkins salían a dar un paseo por la plaza del pueblo, cogidos de la mano, saludando a las demás parejas que conocían. La noche en que se sabía que Alden Dinsmore, su mujer, Shelley, y sus dos hijos jugaban a pasarse la pelota bajo la luz de la luna llena. En Chester's Mills (como en la mayoría de las localidades pequeñas donde todos apoyan al equipo), los sábados por la noche solían ser las mejores noches, hechas para bailar, follar y soñar.

Esta no. Esta es negra y parece interminable. El viento ha muerto. No sopla ni una triste brisa de ese aire caliente. Allí donde estaba la carretera 119 hasta que el calor de horno la fundiera, Ollie Dinsmore yace en la escoria con la cara apretada contra su agujero, aferrándose todavía a la vida con tozudez, y, solo cuarenta y seis centímetros más allá, el soldado Clint Ames continúa su paciente guardia. A algún tipo brillante se le había ocurrido la idea de iluminar al chico con un foco; Ames (apoyado por el sargento Groh, que al final no es tan ogro) ha conseguido evitarlo, arguyendo que iluminar a alguien con focos mientras duerme es lo que se hace con los terroristas, y no con un adolescente que seguramente estará muerto antes de que salga el sol. Pero Ames tiene una linterna, y de cuando en cuando enfoca al chico con ella para asegurarse de que sigue respirando. Sí que respira, pero cada vez que Ames vuelve a encender la linterna, teme que su respiración superficial se haya detenido. En realidad, parte de él ya ha empezado a desear que suceda. Parte de él ha empezado a aceptar la realidad: no importa lo ingenioso que haya resultado ser Ollie Dinsmore ni lo heroicamente que haya luchado, no tiene futuro. Ser testigo de cómo sigue peleando es terrible. No mucho antes de la medianoche, el soldado Ames se queda dormido, sentado, asiendo la linterna sin mucha fuerza con una mano.

«¿Duermes?», dicen que Jesús le preguntó a Pedro. «¿No has podido velar una hora?»

A lo cual Chef Bushey podría haber añadido: «Evangelio según san Marcos, Sanders».

Justo después de la una, Rose Twitchell despierta a Barbie zarandeándolo.

– Thurston Marshall ha muerto -dice-. Rusty y mi hermano están llevándose el cadáver a la ambulancia para que la niña no se lleve un disgusto demasiado grande cuando despierte. -Después añade-: Si es que despierta. Alice también está enferma.

– Ahora todos estamos enfermos -dice Julia-. Todos menos Sam y ese bebé atontado.

Rusty y Twitch vuelven corriendo desde el grupo de vehículos, se desploman delante de uno de los ventiladores y respiran con grandes y convulsivas inhalaciones. Twitch tiene un ataque de tos y Rusty lo empuja con tanta fuerza para acercarlo al aire que la frente de Twitch se da contra la Cúpula. Todos oyen el golpe.

Rose aún no ha terminado su inventario.

– Benny Drake también está muy mal. -Baja la voz hasta convertirla en un susurro-. Ginny dice que es probable que no aguante hasta el amanecer. Ojalá pudiéramos hacer algo.

Barbie no contesta. Tampoco Julia, que de nuevo está mirando en dirección a una caja que, a pesar de medir menos de trescientos veinticinco centímetros cuadrados y no tener ni tres centímetros de grosor, no pueden mover. Su mirada es distante, reflexiva.

Una luna rojiza sale por fin de detrás de la porquería acumulada en la pared oriental de la Cúpula y proyecta su brillo sangriento. Octubre llega a su fin, y en Chester's Mills octubre es el mes más cruel, una mezcla de recuerdo y deseo. No hay lilas en esta tierra muerta. No hay lilas, no hay árboles, no hay hierba. La luna contempla la destrucción de abajo y poco más.

15

Big Jim despertó en la oscuridad agarrándose el pecho. El corazón volvía a fallarle. Se lo aporreó. Justo entonces, la bombona de propano que estaba instalada llegó al punto de peligro y la alarma del generador se puso en marcha: AAAAAAAAA. «Dame de comer, dame de comer.»

Big Jim dio un respingo y gritó. Su pobre y torturado corazón daba sacudidas, se saltaba latidos, brincaba y después aceleraba para recuperar el ritmo. Se sentía como un coche viejo con el carburador estropeado, igual que esas carracas que a veces aceptaba en su negocio pero que jamás vendería, las que servían para chatarra y nada más. Rennie daba boqueadas y se golpeaba el corazón. Ese ataque era tan grave como el que lo había enviado al hospital. Tal vez incluso peor.

AAAAAAAAA: el sonido de un enorme insecto horripilante (una cigarra, quizá), que estaba allí en la oscuridad, con él. ¿Quién sabía lo que podía haberse colado allí dentro mientras dormía?

Big Jim buscó la linterna a tientas. Con la otra mano se golpeaba y se frotaba el pecho alternativamente, diciéndole a su corazón que se tranquilizara, que no se comportara como un puñetero crío, que no había pasado por todo aquello para acabar muriendo en la oscuridad.

Encontró la linterna y consiguió ponerse en pie, pero tropezó con el cadáver de su difunto ayuda de campo. Volvió a gritar y cayó de rodillas. La linterna no se rompió, pero se alejó de él rodando, proyectando un haz de luz móvil sobre el último estante de la izquierda, lleno de cajas de espagueti y latas de tomate concentrado.

Big Jim fue a buscarla a gatas. Al hacerlo, los ojos abiertos de Carter Thibodeau ¡se movieron!

– ¿Carter? -El sudor manaba por el rostro de Big Jim; sentía las mejillas recubiertas por una especie de grasa suave y apestosa.

Notaba la camisa pegada al cuerpo. El corazón hizo otra de esas piruetas en tirabuzón y entonces, como por un milagro, recuperó de nuevo su ritmo normal.

Bueno. No. No exactamente, pero por lo menos adoptó algo parecido a un ritmo normal.

– ¿Carter? ¿Hijo? ¿Estás vivo?

Era ridículo, desde luego; Big Jim lo había destripado como a un pez en la orilla de un río y después le había metido un tiro en la nuca. Estaba más muerto que Adolf Hitler. Aun así, habría jurado que… bueno, casi lo habría jurado… que los ojos del chico…

Intentó no imaginar que Carter alargaba la mano y lo agarraba de la garganta. Se dijo que era normal sentirse un poco

(aterrorizado)

nervioso, porque, al fin y al cabo, el chico había estado a punto de matarlo. De todas maneras no podía evitar pensar que Carter se incorporaría en cualquier momento, se abalanzaría hacia delante y le hundiría sus dientes ávidos en la garganta.

Big Jim apretó los dedos bajo la mandíbula del chico. Su carne, pegajosa de sangre, estaba fría y sin pulso. Claro. Estaba muerto. Llevaba muerto doce horas o más.

– Ya estás cenando con tu Salvador, hijo -susurró Big Jim-. Rosbif con puré de patatas. Y pastel de manzana de postre.

Eso hizo que se sintiera mejor. Siguió a gatas para recoger la linterna y, aun cuando le pareció oír que algo se movía detrás de él (el susurro de una mano, tal vez, resbalando por el suelo de cemento, buscando a ciegas), no miró atrás. Tenía que alimentar el generador. Tenía que acallar ese AAAAAA.

Mientras tiraba de una de las cuatro bombonas que quedaban para sacarla del compartimiento de almacenaje del suelo, su corazón volvió a sufrir una arritmia. Se sentó junto a la trampilla abierta, boqueando e intentando conseguir que los latidos recuperaran un ritmo regular a base de toses. Y de rezos, sin darse cuenta de que esas oraciones eran básicamente una ristra de peticiones y racionalizaciones: haz que pare, nada de esto ha sido culpa mía, sácame de aquí, yo he hecho todo lo que he podido, lo dejaré todo exactamente como estaba, esos incompetentes me han defraudado, cúrame el corazón.

– Por Jesucristo nuestro Señor, amén -dijo, pero el sonido de esas palabras fue más escalofriante que consolador. Fueron como huesos repiqueteando en una tumba.

Para cuando su corazón se hubo calmado un poco, el ronco grito de cigarra de la alarma ya había callado. La bombona del generador estaba seca. De no ser por el brillo de la linterna, la sala auxiliar del refugio nuclear se habría quedado tan a oscuras como la principal; la única luz de emergencia que quedaba allí dentro había parpadeado por última vez siete horas antes. Mientras hacía lo imposible por sacar la bombona vacía y colocar otra llena en la plataforma que había junto al generador, Big Jim recuperó el vago recuerdo de haber estampado un POSPUESTO en una petición de mantenimiento del refugio que había aparecido en su despacho hacía uno o dos años. Esa petición incluía probablemente el precio de unas baterías nuevas para las luces de emergencia. Pero no podía considerarse culpable. El dinero de un presupuesto municipal era limitado y la gente siempre extendía la mano: «Dame de comer, dame de comer».

Al Timmons debería haberlas cambiado por iniciativa propia, se dijo. Por el amor de Dios, ¿es mucho pedir que tengan algo de iniciativa? ¿No forma eso parte de las atribuciones por las que cobra el personal de mantenimiento? Podría haber ido a la tienda de ese franchute de Burpee y habérselas pedido como donación, por Dios bendito. Eso es lo que habría hecho yo.

Conectó la bombona al generador. Entonces su corazón volvió a trastabillar. Su mano se sacudió y tiró la linterna al compartimiento de almacenaje, donde rebotó haciendo ruido contra una de las bombonas que quedaban. El cristal se rompió y, una vez más, Big Jim se quedó totalmente a oscuras.

– ¡No! -gritó-. ¡No, maldito sea Dios, NO!

Pero Dios no respondió. El silencio y la oscuridad siguieron oprimiéndolo mientras su forzado corazón se asfixiaba y peleaba por seguir latiendo. ¡Órgano traicionero!

– No importa. Habrá otra linterna en la sala grande. Y también cerillas. Solo tengo que encontrarlas. Si Carter hubiera hecho acopio de ellas, para empezar, ahora podría encontrarlas fácilmente. -Era cierto. Había sobrestimado a ese chico. Había pensado que era prometedor, pero al final se había llevado un chasco con él. Big Jim rió, después se obligó a parar. El sonido resultaba algo espeluznante en una oscuridad tan absoluta.

No importa. Pon en marcha el generador.

Sí. Exacto. El generador era el primero de la lista. Ya comprobaría mejor la conexión cuando estuviera encendido y el purificador de aire volviera a soltar su pitidito. Para entonces habría encontrado otra linterna, a lo mejor incluso un foco Coleman. Cuando tuviera que volver a cambiar la bombona tendría un montón de luz.

– Ese es el truco -dijo-. En este mundo, si quieres que algo esté bien hecho, tienes que hacerlo tú mismo. Que se lo pregunten a Coggins. Que se lo pregunten a esa púa de Perkins. Ellos lo saben. -Se rió más aún. No podía evitarlo, le parecía graciosísimo-. Ellos lo descubrieron. No hay que incordiar a un perro grande cuando solo tienes un palito pequeño. No, señor. No-se-ñor.

Buscó a tientas el botón de encendido, lo encontró y apretó. No sucedió nada. De repente el aire de aquella sala parecía más denso que nunca.

He apretado el botón que no era, nada más.

Sabía que se engañaba, pero lo creía porque había cosas en las que había que creer. Se sopló en los dedos como quien calienta un par de dados fríos antes de tirar en una partida de crap. Después rebuscó hasta que dio con el botón.

– Dios -dijo-, soy tu siervo James Rennie. Por favor, haz que este dichoso cacharro se encienda. Te lo pido en el nombre de Tu hijo, Jesucristo.

Apretó el botón de encendido.

Nada.

Se sentó en la oscuridad con los pies colgando en el interior del compartimiento de almacenaje, intentando contener el pánico que quería descender sobre él y comérselo vivo. Tenía que pensar. Era la única forma de sobrevivir. Pero le resultaba muy difícil. Cuando estabas a oscuras, cuando el corazón amenazaba con rebelarse contra ti en cualquier momento, pensar era difícil.

Y ¿lo peor de aquello? Que todo lo que había hecho y todo por lo que había trabajado durante los últimos treinta años de su vida parecía irreal. Igual que la gente que estaba al otro lado de la Cúpula. Caminaban, hablaban, conducían coches, incluso volaban en aviones y helicópteros. Pero nada de todo eso importaba bajo la Cúpula.

Serénate. Si Dios no te ayuda, ayúdate tú mismo.

De acuerdo. Lo primero era la luz. Le bastaría hasta con una cajita de cerillas. En alguna de aquellas estanterías de la otra sala tenía que haber alguna. Se limitaría a recorrerlas con la mano (muy despacio, metódicamente) hasta que la encontrara. Y después buscaría baterías para ese puñetero motor de arranque. Tenía que haber baterías, de eso estaba seguro, porque él necesitaba el generador. Sin el generador, moriría.

Supón que consigues encenderlo otra vez. ¿Qué pasará cuando se acabe el propano?

Bueno, pero algo intercedería. Él no iba a morir ahí abajo. ¿Rosbif con Jesús? En realidad, él pasaba de esa comida. Si no podía sentarse a la cabecera de la mesa, más le valía saltársela.

Eso lo hizo reír de nuevo. Avanzó muy lentamente y con mucho cuidado de vuelta a la puerta de la sala principal. Extendió las manos por delante de sí, como si fuera ciego. Después de dar siete pasos, tocó la pared. Big Jim se movió hacia la izquierda deslizando los dedos sobre la madera y… ¡Ah! Vacío. La puerta. Bien.

La cruzó dando pasos pequeños, moviéndose ya con más seguridad a pesar de la oscuridad. Recordaba perfectamente la disposición de esa sala: estanterías a cada lado, el sofá justo delan…

Tropezó otra vez con ese puñetero chaval de las narices y cayó de bruces. Se dio con la frente en el suelo y gritó: más por la sorpresa y la indignación que por el dolor, pues había una alfombra para amortiguar el golpe. Pero, ay, Dios, tenía una mano muerta entre las piernas. Parecía tirarle de las pelotas.

Big Jim se arrodilló, se arrastró hacia delante y volvió a golpearse la cabeza, esta vez con el sofá. Profirió otro grito, después se alzó como pudo y alzó las piernas rápidamente tras de sí, como quien saca los pies del agua en cuanto se da cuenta de que está infestada de tiburones.

Se quedó tumbado en el sofá, temblando, repitiéndose que tenía que calmarse, que tenía que calmarse o de verdad le daría un ataque al corazón.

«Cuando sienta estas arritmias, tiene que concentrarse y respirar con inhalaciones largas y profundas», le había dicho el médico hippy. En aquella ocasión, a Big Jim le habían parecido chorradas new age, pero en ese momento eran su último recurso (no tenía su Verapamil), así que había que intentarlo.

Y parecía dar resultado. Después de veinte inspiraciones profundas y de otras tantas exhalaciones largas y lentas, sintió que el corazón se tranquilizaba. El sabor a cobre desapareció de su boca. Por desgracia, parecía que empezaba a sentir un peso en el pecho. Le bajaba un dolor por el brazo izquierdo. Sabía que todo eso eran los síntomas de un ataque cardíaco, pero pensó que también cabía la posibilidad de que estuviera sufriendo una indigestión a causa de todas las sardinas que se había comido. Eso era incluso más probable. Las inspiraciones largas y lentas le estaban sentando muy bien a su corazón (aunque de todas formas iría a que se lo miraran en cuanto saliera de aquel jaleo, quizá incluso cedería y dejaría que le operaran para hacerle ese bypass). El problema era el calor. El calor y lo denso que estaba el aire. Tenía que encontrar esa linterna y conseguir poner otra vez en marcha el generador. Solo un minuto más, o tal vez dos…

Allí había alguien respirando.

Sí, claro. Yo estoy respirando.

Y, aun así, estaba bastante seguro de que oía a alguien más. A más de un solo alguien. Tenía la sensación de que allí abajo había muchas personas con él. Y pensó que sabía quiénes eran.

Eso es absurdo.

Sí, pero uno de los que respiraban estaba detrás del sofá. Otro acechaba en un rincón. Y otro estaba de pie, ni a un metro de él.

No. ¡Basta ya!

Brenda Perkins estaba detrás del sofá. Lester Coggins en el rincón, con la mandíbula desencajada y colgando.

Y de pie, justo delante…

– No -dijo Big Jim-. Eso son tonterías. ¡Sandeces!

Cerró los ojos e intentó concentrarse en respirar con inspiraciones largas y lentas.

– Aquí sí que huele bien, papá -dijo Junior con voz monótona, justo delante de él-. Huele como la despensa. Y como mis amigas.

Big Jim chilló.

– Ayúdame a levantarme, hermano -dijo Carter desde donde yacía en el suelo-. Me ha hecho un tajo bastante grande. Y también me ha pegado un tiro.

– Basta ya -susurró Big Jim-. No estoy oyendo nada de esto, así que dejadlo ya. Estoy contando mis respiraciones. Estoy intentando tranquilizar mi corazón.

– Todavía tengo los documentos -dijo Brenda Perkins-. Y un montón de copias. Pronto estarán colgados de todos los postes telefónicos del pueblo, igual que colgó Julia el último número de su periódico. «Y sabed que os alcanzará vuestro pecado». Números, capítulo treinta y dos.

– ¡Tú no estás aquí!

Pero entonces algo (parecía un dedo) se deslizó como un beso por su mejilla.

Big Jim volvió a chillar. El refugio nuclear estaba lleno de gente muerta que, sin embargo, respiraba ese aire cada vez más nauseabundo. Se le estaban acercando. Aún en la oscuridad, era capaz de ver sus pálidos semblantes. Veía los ojos de su hijo muerto.

Big Jim se levantó del sofá como empujado por un resorte, sacudiendo los puños en el aire negro.

– ¡Marchaos! ¡Alejaos todos de mí!

Salió a la carga hacia la escalera y tropezó con el último escalón. Esta vez no había alfombra para amortiguar el golpe. La sangre le anegó los ojos. Una mano muerta le acarició la nuca.

– Tú me mataste -dijo Lester Coggins, pero su mandíbula rota hizo que sonara «uuu e aaeee».

Big Jim subió corriendo la escalera y arremetió con su considerable peso contra la puerta que había en lo alto. Se abrió con un chirrido, empujando los maderos carbonizados y los ladrillos caídos que la atascaban. La abertura bastaba para que Rennie pudiera pasar por ella.

– ¡No! -gritó-. ¡No, no me toquéis! ¡Que ninguno de vosotros me toque!

En las ruinas de la sala de plenos del ayuntamiento estaba casi tan oscuro como en el refugio, pero con una diferencia: el aire era irrespirable.

Big Jim se dio cuenta de eso a la tercera inspiración. Su corazón, torturado más allá de lo soportable por esa última atrocidad, le saltó de nuevo a la garganta. Esta vez se quedó ahí atascado.

De repente sintió como si estuvieran aplastándolo desde la garganta hasta el ombligo con un peso terrible: un largo saco de arpillera lleno de piedras. Intentó regresar a la puerta como pudo, caminando como si avanzara por un lodazal. Quiso colarse por la abertura, pero esta vez se quedó atascado. De su boca abierta y su garganta cerrada empezó a salir un sonido horroroso, y ese sonido era: «AAAAAA: dame de comer dame de comer dame de comer».

Se sacudió una vez, otra, y luego una más: la mano extendida, intentando aferrarse a una última salvación.

Desde el otro lado la acariciaron. «Papáaa», canturreó una voz suave.

16

Alguien zarandeó a Barbie y lo despertó justo antes del alba de la mañana del domingo. Volvió en sí de mala gana, tosiendo, inclinándose instintivamente hacia la Cúpula y los ventiladores de más allá. Cuando la tos por fin remitió, miró para ver quién lo había despertado. Era Julia. El pelo le colgaba lacio y sus mejillas ardían de fiebre, pero tenía la mirada clara y dijo:

– Benny Drake murió hace una hora.

– Oh, Julia. Dios. Lo siento. -Tenía la voz ronca y cascada, ya no era su voz.

– Tengo que llegar hasta la caja que genera la Cúpula -dijo-. ¿Cómo llego hasta la caja?

Barbie negó con la cabeza.

– Es imposible. Aunque pudieras hacerle algo, está en Black Ridge, a casi ochocientos metros de aquí. Ni siquiera podemos llegar a las furgonetas sin contener la respiración, y solo están a quince metros.

– Hay una forma -dijo alguien.

Se volvieron y vieron a Sam Verdreaux «el Desharrapado». Se estaba fumando el último de sus cigarrillos y los miraba con ojos sobrios. Sam estaba sobrio; completamente sobrio por primera vez en ocho años.

Repitió:

– Hay una forma. Os la puedo enseñar.

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