EL BIEN DEL PUEBLO, EL BIEN DE LA GENTE

1

Andy Sanders estaba, efectivamente, en la Funeraria Bowie. Había ido a pie, cargando con un gran peso: desconcierto, pena, un corazón roto.

Estaba sentado en el Salón del Recuerdo I; su única compañía ocupaba el ataúd que había al frente de la habitación. Gertrude Evans, de ochenta y siete años (o puede que ochenta y ocho), había muerto de fallo cardíaco congestivo hacía dos días. Andy había enviado una nota de pésame, aunque sabía Dios quién acabaría recibiéndola; el marido de Gert había muerto hacía una década. No importaba. Cuando moría uno de sus electores, él siempre enviaba una nota de pésame escrita a mano en papel de carta color crema con un membrete que decía DEL DESPACHO DEL PRIMER CONCEJAL. Creía que era parte de su deber.

A Big Jim no se le podía molestar con esas cosas. Big Jim estaba demasiado ocupado llevando lo que él llamaba «nuestro negocio», con lo cual se refería a Chester's Mills. A decir verdad, lo llevaba como si fuera su propio ferrocarril privado, pero Andy nunca se lo había tomado a mal; sabía que Big Jim era listo. Andy sabía algo más: sin Andrew DeLois Sanders, a Big Jim ni siquiera le habrían nombrado recogedor de perros callejeros. Big Jim sabía vender coches usados prometiendo tratos que te hacían saltar las lágrimas, una financiación más que buena y regalos como aspiradores coreanos baratos, pero aquella vez que intentó conseguir la concesión de Toyota, la compañía se decidió por Will Freeman. Dadas sus cifras de ventas y su emplazamiento en la 119, Big Jim no entendía cómo los de Toyota podían ser tan estúpidos.

Andy sí. Tal vez no era el oso más listo de aquellos bosques, pero sabía que Big Jim no era cálido. Era un hombre duro (algunos -por ejemplo, los que se habían dado un batacazo con aquella financiación más que buena- habrían dicho que cruel), y era persuasivo, pero también era frío. Andy, por el contrario, tenía calidez para dar y tomar. Cuando se paseaba por el pueblo en época de elecciones, Andy le decía a la gente que Big Jim y él eran como Zipi y Zape o el Gordo y el Flaco, o la mantequilla de cacahuete y la mermelada, y que Chester's Mills no sería lo mismo sin ellos dos trabajando en equipo (junto con cualquier otra tercera persona que resultara estar por allí para subirse al carro; en esos momentos, la hermana de Rose Twitchell, Andrea Grinnell). Andy siempre había disfrutado mucho de su asociación con Big Jim. Por la cuestión económica, sí, sobre todo durante los últimos dos o tres años, pero también por su corazón. Big Jim sabía cómo conseguir que se hicieran las cosas y por qué había que hacerlas. «Tenemos una larga tarea por delante -diría él-. Lo hacemos por el pueblo. Por la gente. Por su bien.» Y eso estaba bien. Hacer el bien estaba bien.

Pero en ese momento… esa noche…

– Esas clases de vuelo no me hicieron ninguna gracia desde el principio -dijo, y se echó a llorar otra vez.

No tardó en sollozar sin contenerse, pero no importaba, porque Brenda Perkins ya se había ido llorando en silencio después de ver los restos de su marido, y los hermanos Bowie estaban en el piso de abajo. Tenían mucho trabajo que hacer (Andy comprendía, vagamente, que había sucedido algo muy malo). Fern Bowie se había ido a comer algo al Sweetbriar Rose y, al verlo regresar, Andy pensó que lo echaría de allí, pero Fern recorrió el pasillo sin asomarse siquiera a mirar a Andy, que estaba sentado con las manos entre las rodillas, la corbata suelta y el pelo alborotado.

Fern bajó a lo que su hermano Stewart y él llamaban «el taller». (¡Horrible, horrible!) Duke Perkins estaba allí abajo. Y el bueno de Chuck Thompson, maldito sea, que a lo mejor no había convencido a su mujer para que se apuntara a esas clases pero seguro que tampoco le había dicho que las dejara. Quizá abajo también había otros.

Claudette seguro.

Andy profirió un gemido lloroso y apretó las manos con fuerza. No podía vivir sin ella; imposible vivir sin ella. Y no solo porque la amara más que a su propia vida. Era Claudette (junto con las regulares inyecciones de dinero no declaradas y cada vez mayores de Jim Rennie) la que sacaba el Drugstore adelante; si hubiera dependido solo de Andy, lo habría llevado a la quiebra antes del cambio de siglo. Su especialidad era la gente, no las cuentas ni los libros de contabilidad. Su mujer era la especialista en números. O, mejor dicho, lo había sido.

Mientras el pretérito pluscuamperfecto resonaba en su mente, Andy volvió a gemir.

Claudette y Big Jim habían colaborado incluso para maquillar la contabilidad municipal aquella vez en que el estado les hizo una auditoría. Se suponía que tenía que ser una auditoría sorpresa, pero Big Jim se había enterado con antelación. No mucha; solo la suficiente para que ellos dos se pusieran a trabajar con ese programa de ordenador que Claudette llamaba Don Limpio. Lo llamaban así porque siempre sacaba números limpios. De la auditoría habían salido bien parados en lugar de ir a la cárcel (lo cual no habría sido justo, ya que gran parte de lo que hacían -casi todo, en realidad- lo hacían por el bien del pueblo).

La verdad sobre Claudette Sanders era esta: había sido un Jim Rennie más guapo, un Jim Rennie más amable, con el que Andy podía acostarse y a quien podía contarle sus secretos, y la vida sin ella era impensable.

Andy empezó a llorar de nuevo, y fue entonces cuando Big Jim en persona le puso una mano en el hombro y apretó. No lo había oído entrar, pero no se sobresaltó. Casi había esperado esa mano, pues su propietario casi siempre aparecía cuando Andy más lo necesitaba.

– He pensado que te encontraría aquí -dijo Big Jim-. Andy, amigo, yo… lo siento mucho.

Andy se levantó con torpeza, echó los brazos alrededor de la mole de Big Jim y sollozó en su chaqueta.

– ¡Le dije que esas clases eran peligrosas! ¡Le dije que Chuck Thompson era un gilipollas, igual que su padre!

Big Jim le acarició la espalda con mano tranquilizadora.

– Ya lo sé. Pero ahora está en un lugar mejor, Andy. Esta noche ha cenado con Jesucristo; ¡carne asada, guisantes frescos y puré de patata con salsa de carne! Visto así, ¿no es fantástico? Tienes que aferrarte a eso. ¿Crees que deberíamos rezar?

– ¡Sí! -Andy sollozó-. ¡Sí, Big Jim! ¡Reza conmigo!

Los dos se arrodillaron y Big Jim rezó un buen rato y con ganas por el alma de Claudette Sanders. (Por debajo de ellos, en el taller, Stewart Bowie los oyó, miró al techo y comentó: «Ese hombre saca mierda por abajo y por arriba».)

Después de cuatro o cinco minutos de «ahora vemos por un espejo, de forma confusa» y «cuando yo era niño, hablaba como niño» (Andy no acababa de ver la relevancia de este último versículo, pero no le importaba; solo estar allí con Big Jim, arrodillados los dos, ya era reconfortante), Rennie terminó -«AlabadoseaDiosamén»- y ayudó a Andy a ponerse en pie.

Cara a cara y pecho contra pecho, Big Jim agarró a Andy de los brazos y lo miró a los ojos.

– Bueno, socio -dijo. Siempre llamaba «socio» a Andy cuando la situación era grave-. ¿Estás listo para ir a trabajar?

Andy se lo quedó mirando con cara de tonto.

Big Jim asintió como si Andy hubiese exteriorizado una protesta razonable (dadas las circunstancias).

– Sé que es duro. No es justo. Es un momento poco apropiado para pedírtelo. Y estarías en tu derecho… Dios sabe que sí… si arremetieras contra mí como un puñetero. Pero a veces tenemos que anteponer el bienestar de los demás… ¿No es cierto?

– Por el bien del pueblo -dijo Andy. Por primera vez desde que le habían informado de lo de Claudie, veía un resquicio de luz.

Big Jim asintió. Su rostro era solemne, pero le brillaban los ojos. Andy pensó algo extraño: Parece diez años más joven.

– Eso es. Somos custodios, socio. Custodios del bien común. No siempre es fácil, pero nunca es innecesario. He enviado a esa Wettington a buscar a Andrea. Le he dicho que la lleve a la sala de plenos. Esposada, si hace falta. -Big Jim rió-. Estará allí, y Pete Randolph está haciendo una lista con todos los agentes que están disponibles en el pueblo. No son suficientes. Tenemos que hacernos cargo de esto, socio. Si esta situación se prolonga, la autoridad será clave. Así que ¿qué me dices? ¿Puedes arreglarte para mí?

Andy asintió. Pensó que le ayudaría a no pensar en aquello. Aunque no lo consiguiera, tenía que largarse de allí. Mirar el ataúd de Gert Evans estaba empezando a ponerle los pelos de punta. Las lágrimas silenciosas de la viuda del jefe también le habían puesto los pelos de punta. Además, no sería tan duro. Lo único que tenía que hacer era sentarse allí, a la mesa de la sala de plenos, y alzar la mano cuando Big Jim alzara la suya. Andrea Grinnell, que nunca parecía del todo despierta, haría lo mismo. Si había que adoptar medidas de emergencia de algún tipo, Big Jim se ocuparía de que así fuera. Big Jim se encargaría de todo.

– Vamos -repuso Andy.

Big Jim le dio unas palmadas en la espalda, pasó un brazo alrededor de los flacos hombros de Andy y lo sacó del Salón del Recuerdo I. Era un brazo pesado. Rollizo. Pero le hizo bien.

En ningún momento pensó en su hija. En su dolor, Andy Sanders se había olvidado de ella por completo.

2

Julia Shumway caminaba despacio por Commonwealth Street, hogar de los habitantes más acaudalados de la ciudad, en dirección a Main Street. Felizmente divorciada desde hacía diez años, vivía encima de las oficinas del Democrat con Horace, su viejo corgi galés. Le había puesto ese nombre por el gran señor Greeley, que era recordado por una única agudeza -«Vaya al Oeste, joven, vaya al Oeste»-, pero cuyo verdadero mérito, a juicio de Julia, había sido su trabajo como director de periódico. Si Julia pudiera hacer un trabajo la mitad de bueno que el de Greeley en el Tribune de Nueva York, se consideraría una triunfadora.

Desde luego, su Horace siempre la había considerado una triunfadora, lo cual, en opinión de Julia, lo convertía en el perro más guapo sobre la faz de la Tierra. Lo sacaría a pasear en cuanto llegara a casa, y después se haría aún más maravillosa a sus ojos esparciendo unos trocitos del bistec de la noche anterior sobre su pienso. Eso los haría sentirse bien a los dos, y ella quería sentirse bien -por algo, por cualquier cosa- porque estaba preocupada.

No era una sensación nueva. Había vivido en Mills durante sus cuarenta y tres años y, en los últimos diez, cada vez le gustaba menos lo que veía en su pueblo natal. Le preocupaba la inexplicable precariedad del alcantarillado y de la planta de tratamiento de residuos a pesar de todo el dinero que se había destinado a ellos; le preocupaba el cierre inminente de Cloud Top, la estación de esquí del pueblo; le preocupaba que James Rennie estuviera robando de las arcas municipales más aún de lo que ella sospechaba (y sospechaba que llevaba décadas robando una barbaridad). Y, desde luego, le preocupaba ese nuevo asunto, que casi le parecía demasiado inmenso para poder comprenderlo. Cada vez que intentaba abarcarlo en su totalidad, su mente se centraba en algún punto que era minúsculo pero concreto: su creciente incapacidad para efectuar llamadas con el móvil, por ejemplo. Además, ella tampoco había recibido ninguna, lo cual era inquietante. No estaba pensando en los preocupados amigos y familiares de fuera del pueblo que estarían intentando ponerse en contacto con ella; tendría que haber recibido una avalancha de llamadas de otros periódicos: el Sun de Lewiston, el Press Herald de Portland, quizá incluso el New York Times.

¿Todo el mundo en Mills estaba teniendo esos mismos problemas?

Debería acercarse al límite municipal y verlo por sí misma. Si no podía usar el teléfono para darle un toque a Pete Freeman, su mejor fotógrafo, podía hacer algunas fotos ella misma con lo que llamaba su Nikon de Emergencias. Por lo visto habían decretado una especie de zona de cuarentena en el lado de la barrera que daba a Motton y a Tarker's Mills -probablemente también en las demás localidades-, pero seguro que por su lado podría acercarse bastante. Tal vez le advirtieran que no avanzara más, pero si la barrera era tan impermeable como había oído decir, no pasarían de advertencias.

– A palabras necias, oídos sordos -dijo.

Absolutamente cierto. Si hubiera permitido que las palabras la hirieran, Jim Rennie podría haberla mandando a la UCI cuando ella escribió aquel artículo sobre esa auditoría de chiste que les había hecho el estado hacía tres años. Por supuesto, Big Jim había soltado un sinfín de bravatas sobre que iba a denunciar al periódico, pero todo había quedado en palabras; Julia incluso se había planteado brevemente sacar un editorial sobre el tema, más que nada porque tenía un titular fantástico: LA DESAPARECIDA DENUNCIA POR DIFAMACIÓN.

Así que, sí, estaba preocupada. Formaba parte de su trabajo. Lo que no era normal era que le preocupara su propio comportamiento, y de pronto, de pie en la esquina de Main y Comm, le preocupó. En lugar de torcer a la izquierda por Main, miró atrás, hacia el camino por el que había venido. Y habló en el tenue murmullo que normalmente reservaba para Horace.

– No debería haber dejado sola a esa chica.

No lo habría hecho si hubiera ido en coche. Pero había ido a pie, y además… Dodee había sido de lo más insistente. Y allí olía a algo. ¿Hachís? Quizá. No es que Julia tuviera fuertes objeciones al respecto. Ella también había fumado lo suyo a lo largo de los años. Y a lo mejor calmaba a la chica. Embotaría el filo de su dolor cuando estaba más afilado que nunca y era probable que se cortara con él.

– No se preocupe por mí -había dicho Dodee-, saldré a buscar a mi padre. Pero antes tengo que vestirme. -Y señaló la bata que llevaba puesta.

– Esperaré -había respondido Julia… aunque no quería esperar.

Tenía una larga noche por delante, empezando por sus obligaciones con su perro. A esas horas, Horace debía de estar a punto de reventar, porque se había saltado el paseo de las cinco en punto, y estaría hambriento. Cuando se hubiera ocupado de todo eso, tendría que acercarse hasta lo que la gente llamaba la barrera. Verla por sí misma. Fotografiar lo que hubiera que fotografiar.

Y eso no era todo. También tendría que sacar alguna edición especial del Democrat. Era importante para ella, y creía que podía ser importante para al pueblo. Desde luego, todo eso podía dejarlo para el día siguiente, pero Julia tenía el presentimiento -en parte en la cabeza, en parte en el corazón- de que no lo haría.

Aun así… No tendría que haber dejado sola a Dodee Sanders. Le había parecido que estaba bastante entera, pero eso podía ser la conmoción y la negación camufladas en forma de calma. Y el chocolate, por supuesto. Aunque había hablado con coherencia.

– No tiene por qué esperar. No quiero que espere.

– No sé si estar sola es lo más sensato ahora mismo, cariño.

– Iré a casa de Angie -dijo Dodee, y pareció animarse un poco al pensarlo, aunque le seguían cayendo lágrimas por las mejillas-. Ella me acompañará a buscar a mi padre. -Asintió-. Angie es con quien quiero estar.

En opinión de Julia, la chica de los McCain solo tenía un poquito más de sentido común que aquella, que había heredado la belleza de su madre y, por desgracia, el cerebro de su padre. Sin embargo, Angie era una amiga, y si alguna vez hubo una amiga que necesitara a otra amiga, fue Dodee Sanders esa noche.

– Podría acompañarte… -Aunque no quería. Era consciente de que, aun en ese estado de crudo luto en el que estaba, la chica seguramente se daba cuenta de ello.

– No. Son solo unas calles.

– Bueno…

– Señorita Shumway… ¿está segura de verdad? ¿Está segura de que mi madre…?

Muy a su pesar, Julia asintió. Había recibido la confirmación del número de cola de la avioneta a través de Ernie Calvert. El hombre también le había dado otra cosa, algo que en realidad debería haber entregado a la policía. Julia habría insistido en que Ernie se lo llevara a ellos de no ser por la aciaga noticia de que Duke Perkins había muerto y que esa rata incompetente de Randolph estaba al mando.

Lo que le había dado Ernie era el carnet de conducir de Claudette manchado de sangre. Julia lo tenía en el bolsillo mientras estaba de pie en la entrada de los Sanders, y en su bolsillo se había quedado. Se lo daría a Andy o a esa chica pálida y con el pelo revuelto cuando llegara el momento adecuado… pero ese no era el momento.

– Gracias -había dicho Dodee con un tono de voz tristemente formal-. Ahora váyase, por favor. No quiero ser grosera, pero… -No terminó la frase, solo cerró la puerta.

Y ¿qué había hecho Julia Shumway? Obedecer la orden de una chica de veinte años conmocionada por el dolor y que podría haber estado demasiado fumada para ser del todo responsable de sí misma. Sin embargo, por duro que fuese, esa noche tenía otras responsabilidades. Horace, para empezar. Y el periódico. Puede que la gente se riera de las granulosas fotos en blanco y negro de Pete Freeman y de la exhaustiva cobertura que hacía el Democrat de fiestas locales como el baile de la Noche Encantada de la Escuela de Secundaria de Mills, podían decir que su única utilidad práctica era como forro de la caja del gato… pero lo necesitaban, sobre todo cuando sucedía algo malo. Julia se ocuparía de que lo tuvieran al día siguiente aunque eso significara pasar toda la noche en vela. Lo cual, dado que sus dos reporteros habituales se habían ido a pasar el fin de semana fuera del pueblo, era más que probable.

Se dio cuenta de que el reto realmente la atraía, y el rostro desconsolado de Dodee Sanders empezó a borrarse de su mente.

3

Horace le lanzó una mirada de reproche cuando la vio entrar, pero no había manchas de humedad en la alfombra ni ninguna sorpresita marrón bajo la silla del recibidor, un lugar mágico que él parecía creer invisible a los ojos humanos. Julia le puso la correa, lo sacó y esperó pacientemente mientras meaba en su alcantarilla preferida, tambaleándose mientras lo hacía; Horace tenía quince años, muchos para un corgi. Mientras él caminaba, ella miraba fijamente la blanca burbuja de luz en el horizonte sur. Le parecía una imagen sacada de una película de ciencia ficción de Steven Spielberg. Era más grande que nunca, y podía oír el zup-zup-zup de los helicópteros, tenue pero constante. Incluso vio la silueta de uno, acelerando a través de ese alto arco de fulgor. Pero, por Dios, ¿cuántos focos habían colocado? Era como si North Motton se hubiese convertido en una zona de aterrizaje en Iraq.

Horace empezó a caminar en círculos perezosos, olisqueaba en busca del lugar perfecto para terminar con el ritual de eliminación de la noche haciendo esa danza canina siempre tan popular, el Baile de la Caca. Julia aprovechó la oportunidad para probar otra vez suerte con el teléfono móvil. Como demasiadas veces ya esa noche, solo consiguió la habitual serie de tonos… y luego nada más que silencio.

Tendré que sacar el periódico en fotocopias. Lo que significa setecientos cincuenta ejemplares, máximo.

Hacía veinte años que el Democrat no se imprimía allí. Hasta 2002, Julia había llevado la maqueta a la rotativa de View Printing, en Castle Rock, y desde entonces ya ni siquiera tenía que hacer eso. Enviaba las páginas por correo electrónico el martes por la noche y View Printing entregaba los periódicos terminados y perfectamente empaquetados en plástico antes de las siete en punto de la mañana siguiente. Para Julia, que había crecido viéndoselas con las correcciones a boli y un ejemplar escrito a máquina que se enviaba «por correo» cuando lo terminaban, aquello era algo mágico. Y, como todo lo mágico, no demasiado fiable.

Esa noche, su desconfianza estaba justificada. Tal vez consiguiera enviar las compaginadas a View Printing, pero nadie podría entregar los periódicos impresos a la mañana siguiente. Supuso que por la mañana ya nadie lograría acercarse a menos de ocho kilómetros de las fronteras de Mills. Ninguna de sus fronteras. Por suerte para ella, en la antigua rotativa había un precioso y enorme generador, su fotocopiadora era un monstruo y ella tenía más de quinientas resmas de papel almacenadas en la parte de atrás. Si conseguía que Pete Freeman la ayudara…, o Tony Guay, que cubría la sección de deportes…

Horace, mientras tanto, por fin había encontrado la posición. Cuando hubo terminado, ella se puso manos a la obra con una bolsita verde en la que ponía CacaCan, preguntándose qué habría pensado Horace Greeley de un mundo en el que la sociedad no solo esperaba que recogieras mierdas de perro de la cuneta, sino que era una responsabilidad legal. Pensó que se habría pegado un tiro.

En cuanto la bolsita estuvo llena y cerrada con un nudo, volvió a probar suerte con el teléfono.

Nada.

Se llevó a Horace a casa y le dio de comer.

4

El móvil sonó cuando se estaba abrochando los botones del abrigo para acercarse en coche hasta la barrera. Llevaba la cámara al hombro, casi se le cayó al rebuscar en el bolsillo. Miró la pantalla y vio las palabras NÚMERO PRIVADO.

– ¿Diga? -contestó, y su voz debió de transmitir algo, porque Horace (que esperaba junto a la puerta, más que dispuesto a salir de expedición nocturna ahora que había descargado y comido) levantó las orejas y la buscó con la mirada.

– ¿Señora Shumway? -Una voz de hombre. Brusca. Con tono oficial.

– Señorita Shumway. ¿Con quién hablo?

– Con el coronel James Cox, señorita Shumway. Ejército de Estados Unidos.

– Y ¿a qué debo el honor de esta llamada? -Ella misma notó el sarcasmo de su voz y no le gustó (no era profesional), pero tenía miedo, y el sarcasmo había sido siempre su respuesta ante el miedo.

– Necesito ponerme en contacto con un hombre que se llama Dale Barbara. ¿Conoce a ese hombre?

Por supuesto que lo conocía. Y le había sorprendido verlo en el Sweetbriar esa misma tarde. Estaba loco quedándose en el pueblo. Además, ¿no le había dicho Rose el día anterior que se había despedido? La historia de Dale Barbara era una de los cientos de historias que Julia conocía pero no había publicado. Cuando diriges el periódico de una población pequeña, tienes cuidado de no abrir muchas cajas de los truenos. Eliges muy bien tus guerras. Y, de todas formas, ella dudaba mucho que los rumores sobre Barbara y la buena amiga de Dodee, Angie, fueran ciertos. Para empezar, creía que Barbara tenía mejor gusto.

– ¿Señorita Shumway? -Cortante. Oficial. Una voz del exterior. Julia podía enfadarse con el dueño de esa voz solo por eso-. ¿Sigue ahí?

– Sigo aquí. Sí, conozco a Dale Barbara. Trabaja de cocinero en el restaurante de Main Street. ¿Por qué?

– No tiene teléfono móvil, por lo que parece, en el restaurante no contestan…

– Está cerrado…

– … y las líneas fijas no funcionan, claro está.

– En este pueblo nada parece funcionar muy bien esta noche, coronel Cox. Tampoco los móviles. Pero veo que no ha tenido usted ningún problema para ponerse en contacto conmigo, lo cual me lleva a preguntarme si no serán sus muchachos los responsables de ello. -Su furia, nacida del miedo, como su sarcasmo, la sorprendió-. ¿Qué es lo que han hecho? ¿Qué es lo que ha hecho su gente?

– Nada. Por lo que yo sé, nada.

Se quedó tan perpleja que no se le ocurrió qué contestar. Lo cual no era propio de la Julia Shumway que conocían los más antiguos habitantes de Mills.

– Los móviles, sí -dijo el coronel-. Las llamadas a y desde Chester's Mills han quedado bastante restringidas. En interés de la seguridad nacional. Y, con el debido respeto, usted en nuestra situación habría hecho lo mismo.

– Lo dudo.

– ¿De verdad? -parecía interesado, no molesto-. ¿En una situación para la que no hay precedentes en toda la historia mundial, y que induce a pensar en una tecnología que está mucho más allá de lo que ni nosotros ni nadie puede llegar a comprender?

De nuevo se encontró atascada y sin respuesta.

– Necesito hablar con el capitán Barbara -dijo el hombre, regresando al guión original.

En cierta forma, a Julia le había sorprendido esa digresión tan apartada del mensaje principal.

– ¿Cómo que «capitán» Barbara?

– Está retirado. ¿Puede dar con él? Llévese el teléfono móvil. Le daré un número al que puede llamar. Tendrá línea.

– ¿Por qué yo, coronel Cox? ¿Por qué no ha llamado a la comisaría de policía? ¿O a alguno de los concejales de la ciudad? Creo que los tres están aquí.

– Ni siquiera lo he intentado. Crecí en una ciudad pequeña, señorita Shumway…

– Bravo por usted.

– … y, según mi experiencia, los políticos municipales saben un poco, los policías municipales saben mucho, y el director del periódico local lo sabe todo.

Eso la hizo reír aun a su pesar.

– ¿Por qué molestarse en llamar cuando pueden verse cara a cara? Conmigo como acompañante, por supuesto. Iba de camino a mi lado de la barrera… de hecho estaba saliendo cuando usted ha llamado. Iré a buscar a Barbie…

– Todavía se hace llamar así, ¿eh? -Cox parecía desconcertado.

– Iré a buscarlo y lo traeré conmigo. Podemos organizar una mini rueda de prensa.

– No estoy en Maine. Estoy en Washington, D. C., con los jefes del Estado Mayor.

– ¿Se supone que eso debe impresionarme? -Aunque sí lo había conseguido, un poco.

– Señorita Shumway, estoy muy ocupado, y seguramente usted también. Así que, con el fin de resolver este asunto…

– ¿Cree usted que es posible?

– Déjelo ya -dijo el hombre-. Es indudable que usted es más reportera que directora de periódico, y estoy seguro de que hacer preguntas es algo que le sale de forma natural, pero aquí el tiempo es un factor importante. ¿Puede hacer lo que le pido?

– Puedo. Pero, si quiere hablar con él, tendrá que aguantarme también a mí. Saldremos por la 119 y le llamaremos desde allí.

– No -dijo él.

– Muy bien -repuso ella en tono amable-. Ha sido muy agradable hablar con usted, coronel C…

– Déjeme terminar. Su lado de la carretera 119 está completamente HEPMI. Eso significa…

– «Hecho Una Puta Mierda», conozco la expresión, coronel, solía leer a Tom Clancy. ¿Qué quiere decir exactamente con eso respecto de la 119?

– Quiero decir que parece, y perdone la vulgaridad, parece la inauguración de un burdel con barra libre. La mitad de sus vecinos han aparcado los coches y las camionetas a ambos lados de la carretera y en los pastos de no sé qué granjero de ganado lechero.

Julia dejó la cámara en el suelo, sacó un bloc de notas del bolsillo de su abrigo y garabateó «Cor. James O. Cox» y «Parece inauguración de burdel c. barra libre». Después añadió «¿Granja Dinsmore?». Sí, seguramente el coronel se refería a las tierras de Alden Dinsmore.

– Está bien -dijo-, ¿qué sugiere?

– Bueno, no puedo evitar que venga, en eso tiene usted toda la razón. -Suspiró, un sonido que parecía dar a entender que el mundo era injusto-. Y no puedo evitar que mañana publique lo que quiera en su periódico, aunque no sé si importa, ya que nadie de fuera de Chester's Mills lo va a leer.

Julia dejó de sonreír.

– ¿Le importaría explicarme eso?

– Pues la verdad es que sí, ya lo descubrirá por sí misma. Sugiero que, si quiere ver la barrera, aunque en realidad no pueda verla, como estoy seguro de que ya le habrán contado, lleve al capitán Barbara al lugar en que la Carretera Municipal Número Tres está cortada. ¿Conoce la Carretera Municipal Número Tres?

Por un momento creyó que no. Después se dio cuenta de a cuál se refería y se echó a reír.

– ¿He dicho algo gracioso, señorita Shumway?

– En Mills, la gente la llama Little Bitch o «la Pequeña Zorra». En época de barrizales es una auténtica porquería.

– Muy pintoresco.

– Si lo he pillado, no habrá multitudes en Little Bitch.

– Ahora mismo, ni un alma.

– Está bien. -Se guardó el bloc en el bolsillo y recogió la cámara. Horace seguía aguardando pacientemente junto a la puerta.

– Bueno. ¿Cuándo puedo esperar su llamada? ¿O, mejor dicho, la llamada de Barbie con su móvil?

Julia consultó el reloj y vio que acababan de dar las diez. Por el amor de Dios, ¿cómo se había hecho tan tarde tan pronto?

– Estaremos allí a eso de las diez y media, suponiendo que logre encontrarlo. Creo que sí.

– Eso está bien. Dígale que Ken le envía un saludo. Es una…

– Una broma, sí, ya lo pillo. ¿Habrá alguien esperándonos?

Se produjo una pausa. Cuando el coronel volvió a hablar, ella percibió su renuencia.

– Habrá luces, y una guardia, y soldados montando un control de carretera, pero han recibido instrucciones de que no hablen con los vecinos.

– ¿De que no hablen con…? ¿Por qué? Por el amor de Dios, ¿por qué?

– Si esta situación no se resuelve, señorita Shumway, comprenderá enseguida todas esas cosas. La mayoría las comprenderá por sí misma… parece usted una mujer muy inteligente.

– ¡Pues muchísimas gracias pero que le den, coronel! -espetó, molesta. En la puerta, Horace irguió las orejas.

Cox rió, una carcajada en absoluto ofendida.

– Sí, señorita, la recibo alto y claro. ¿A las diez y media?

Estuvo tentada de decirle que no, pero por supuesto que no iba a hacerlo.

– A las diez y media. Suponiendo que logre pescarlo. ¿Le puedo llamar yo?

– O usted o él, pero es con él con quien tengo que hablar. Estaré esperando con una mano sobre el teléfono.

– Pues deme el número mágico. -Sujetó el teléfono contra la oreja y volvió a rebuscar el bloc de notas. Por supuesto, siempre volvía a necesitarlo cuando ya lo había guardado; era uno de los grandes misterios de la vida de los reporteros, como lo era ella en ese momento. Otra vez. El número que le dio la asustó más que nada de lo que le había dicho. El prefijo era 000.

– Una cosa más, señorita Shumway. ¿Lleva marcapasos? ¿Audífonos? ¿Algo de esas características?

– No. ¿Por qué?

Pensó que el coronel a lo mejor volvía a negarse a responder, pero no lo hizo.

– Cuando se está cerca de la Cúpula, se produce una especie de interferencia. No es perjudicial para la mayoría de la gente, solo se siente como una descarga eléctrica de bajo voltaje que desaparece pasados uno o dos segundos, pero hace estragos con los aparatos eléctricos. Algunos aparatos se paran (la mayoría de teléfonos móviles, por ejemplo, si se acercan a menos de metro y medio aproximadamente) y otros explotan. Si lleva una grabadora, no funcionará. Si lleva un iPod o algo sofisticado, como una BlackBerry, es probable que explote.

– ¿Ha explotado el marcapasos del jefe Perkins? ¿Ha sido eso lo que lo ha matado?

– A las diez y media. Lleve a Barbie y no se olvide de decirle que Ken le envía un saludo.

Cortó la comunicación, dejando a Julia de pie junto a su perro, en silencio. Intentó llamar a su hermana a Lewiston. Sonaron los tonos de marcado… luego nada. Silencio absoluto, igual que antes.

La Cúpula, pensó. Ahora, al final, no lo ha llamado la barrera; lo ha llamado la Cúpula.

5

Barbie se había quitado la camisa y estaba sentado en la cama desatándose las zapatillas cuando oyó los golpes en la puerta a la que se llegaba subiendo un tramo exterior de escaleras ubicado en un lateral del Drugstore de Sanders. Esos golpes no eran bien recibidos. Se había pasado casi todo el día caminando, después se había puesto un delantal y había cocinado durante casi toda la tarde. Estaba molido.

¿Y si era Junior con unos cuantos amigos dispuestos a darle una fiesta de bienvenida? Podría decirse que era improbable, incluso un pensamiento paranoico, pero el día había sido un festival de improbabilidades. Además, Junior, Frank DeLesseps y el resto de su pequeña banda eran de los pocos a quienes no había visto esa tarde en el Sweetbriar. Suponía que debían de estar en la 119 o en la 117, fisgoneando, pero a lo mejor alguien les había dicho que Barbie se encontraba de vuelta en la ciudad y habían hecho planes para esa misma noche. Para ese mismo momento.

Volvieron a llamar. Barbie se levantó y puso una mano en la tele portátil. No era una gran arma, pero algo de daño haría si se la tiraba al primero que intentara colarse por la puerta. Había una barra de armario de madera, pero las tres habitaciones eran pequeñas y la barra era demasiado larga para manejarla con eficacia. También tenía su navaja del ejército suizo, pero no iba a cortar a nadie. No, a menos que tuv…

– ¿Barbara? -Era una voz de mujer-. ¿Barbie? ¿Estás ahí?

Apartó la mano de la tele y cruzó la cocina americana.

– ¿Quién es? -Pero mientras lo preguntaba reconoció la voz.

– Julia Shumway. Traigo un mensaje de alguien que quiere hablar contigo. Me ha dicho que te diga que Ken te envía un saludo.

Barbie abrió la puerta y la dejó pasar.

6

En la sala de plenos revestida de pino del sótano del ayuntamiento de Chester's Mills, el rugido del generador de la parte de atrás (un viejo Kelvinator) no era más que un débil zumbido. La mesa del centro de la sala era de hermoso arce rojo, pulido hasta conseguir un brillo intenso, de tres metros y medio de largo. Esa noche, la mayoría de las sillas que había alrededor estaban vacías. Los cuatro asistentes a lo que Big Jim había bautizado como Reunión de Valoración del Estado de Emergencia se agrupaban a un extremo. Big Jim, aunque no era más que el segundo concejal, ocupaba la cabecera de la mesa. Detrás de él había un mapa en el que se veía la forma de calcetín de deporte que tenía el pueblo.

Los presentes eran los concejales y Peter Randolph, jefe de policía en funciones. El único que tenía el aspecto de estar del todo despierto era Rennie. Randolph parecía aturdido y asustado. Andy Sanders estaba, por supuesto, conmocionado por su pérdida. Y Andrea Grinnell -una versión canosa y obesa de su hermana pequeña, Rose- simplemente parecía atontada. Eso no era nuevo.

Hacía cuatro o cinco años, una mañana de enero, Andrea resbaló en el hielo que había en el camino de entrada de su casa cuando iba hacia el buzón. Se dio un golpe lo bastante fuerte para fracturarse dos vértebras de la espalda (seguramente tener entre treinta y cuarenta kilos de sobrepeso no la ayudó). El doctor Haskell le prescribió un nuevo fármaco milagroso, OxyContin, para aliviarle lo que sin duda debía de ser un dolor insoportable. Y desde entonces seguía administrándoselo. Gracias a su buen amigo Andy, que llevaba el Drugstore de la localidad, Big Jim sabía que Andrea había empezado con cuarenta miligramos diarios y había ido subiendo las dosis hasta la friolera de cuatrocientos miligramos. Aquello era información útil.

Big Jim dijo:

– A causa de la enorme pérdida de Andy, esta reunión la presidiré yo, si nadie tiene inconveniente. Todos lo sentimos mucho, Andy.

– Por supuesto que sí, señor -dijo Randolph.

– Gracias -repuso Andy y, cuando Andrea apoyó brevemente su mano sobre la de él, los ojos se le llenaron de lágrimas otra vez.

– Bien, todos nos hemos hecho una idea de lo que ha sucedido aquí -dijo Big Jim-, aunque en el pueblo nadie lo comprende todavía…

– Seguro que fuera del pueblo tampoco lo entiende nadie -dijo Andrea.

Big Jim se limitó a no hacerle caso.

– … y las autoridades militares no han creído oportuno ponerse en contacto con los funcionarios municipales electos.

– Hay problemas con los teléfonos, señor -dijo Randolph. Solía tutear a todos los que estaban allí (de hecho, consideraba a Big Jim un amigo), pero en esa sala le parecía más sensato ceñirse al «señor» y «señora». Así lo hacía Perkins, y al menos en eso el viejo seguramente había estado acertado.

Big Jim movió una mano como si espantara una mosca pesada.

– Alguien podría haberse acercado al lado de Motton o Tarker's y haber pedido que vinieran a buscarme, a buscarnos, pero nadie ha creído oportuno hacerlo.

– Señor, la situación sigue siendo muy… hummm… incierta.

– Seguro que sí, seguro que sí. Y seguramente por eso nadie nos ha puesto al corriente todavía. Podría ser, oh, sí, y rezo por que esa sea la explicación. Espero que todos hayáis estado rezando.

Todos asintieron con diligencia.

– Pero ahora mismo… -Big Jim miró en derredor con seriedad. Se sentía serio. Pero también se sentía pletórico. Y dispuesto. No le pareció imposible que su fotografía ocupara la portada de la revista Time antes de final de año. Un desastre (sobre todo un desastre desencadenado por los terroristas) no siempre era algo del todo malo. Solo había que ver lo que había hecho por Rudy Giuliani-. Ahora mismo, dama y caballeros, creo que debemos enfrentarnos a la posibilidad muy real de haber quedado abandonados a nuestra suerte.

Andrea se tapó la boca con la mano. Sus ojos brillaban, ya fuera por miedo o por el exceso de medicación. Seguramente ambas cosas.

– ¡Eso no puede ser, Jim!

– Esperemos lo mejor pero preparémonos para lo peor, eso es lo que dice siempre Claudette. -Andy habló en un tono de meditación profunda-. Decía. Esta mañana me ha preparado un buen desayuno. Huevos revueltos y un taco de queso que había sobrado. ¡Madre mía!

Las lágrimas, que habían remitido, empezaron a manar de nuevo. Andrea volvió a ofrecerle la mano. Esta vez Andy se la cogió. Andy y Andrea, pensó Big Jim, y una ligera sonrisa le arrugó la mitad inferior de su rostro rollizo. Los mellizos Papanatas.

– Esperemos lo mejor pero planifiquemos para lo peor -dijo-. Qué buen consejo es ese. El peor de los casos, en nuestra situación, podría suponer días aislados del mundo exterior. O una semana. Puede que incluso un mes. -En realidad no creía que tanto, pero se darían más prisa en hacer lo que él quería si los asustaba.

Andrea repitió:

– ¡Eso no puede ser!

– No lo sabemos -repuso Big Jim. Al menos esa era la pura verdad-. ¿Cómo vamos a saberlo?

– Tal vez deberíamos cerrar el Food City -dijo Randolph-. Al menos por el momento. Si no lo hacemos, es probable que se llene como antes de una tormenta de nieve.

Rennie estaba molesto. Tenía un orden del día y ese punto aparecía en él, pero no era el primero.

– O tal vez no sea buena idea -dijo Randolph, leyendo la cara del segundo concejal.

– La verdad, Pete, es que no creo que sea buena idea -dijo Big Jim-. Es el mismo principio por el que nunca se cierra un banco cuando la divisa escasea. Eso solo provocaría una avalancha.

– ¿Estamos hablando de cerrar también los bancos? -preguntó Andy-. ¿Qué haremos con los cajeros automáticos? Hay uno en Brownie's, en la gasolinera, en mi Drugstore, claro… -Parecía perdido, pero entonces se animó-. Creo que incluso he visto uno en el centro de salud, aunque de ese no estoy del todo seguro…

Rennie se preguntó por un instante si Andrea no le habría dado al hombre alguna de sus pastillas.

– Solo era una metáfora, Andy. -Mantenía un tono de voz comedido y amable. Eso era exactamente lo que podía esperarse cuando la gente se apartaba del orden del día-. En una situación como esta, la comida es dinero, por decirlo de algún modo. Lo que estoy diciendo es que debería abrir como de costumbre. Eso mantendrá a la gente tranquila.

– Ah -dijo Randolph. Eso lo había entendido-. Ya lo capto.

– Pero tendrás que hablar con el gerente del supermercado… ¿Cómo se llama? ¿Cade?

– Cale -dijo Randolph-. Jack Cale.

– También con Johnny Carver de la gasolinera, y… ¿quién narices lleva Brownie's desde que murió Dil Brown?

– Velma Winter -dijo Andrea-. Es de fuera, pero es muy maja.

Rennie se sintió satisfecho al ver que Randolph anotaba todos los nombres en su cuaderno de bolsillo.

– Diles a esas tres personas que la venta de cerveza y licor queda suspendida hasta nuevo aviso. -Su rostro se contrajo en una expresión de placer bastante terrorífica-. Y el Dipper's queda cerrado.

– A un montón de gente no le va a gustar nada que se cierre el grifo del alcohol -dijo Randolph-. Gente como Sam Verdreaux. -Verdreaux era el fracasado más notorio del pueblo, un ejemplo perfecto (en opinión de Big Jim) de por qué nunca debería haberse revocado la Ley Seca.

– Sam y los de su calaña tendrán que aguantarse una vez que sus provisiones actuales de cerveza y brandy de café se hayan agotado. No podemos tener a la mitad de la ciudad emborrachándose como si fuese Fin de Año.

– ¿Por qué no? -preguntó Andrea-. Agotarán las provisiones y así se acabará todo.

– ¿Y si entretanto les da por organizar disturbios?

Andrea guardó silencio. No veía ningún motivo para que la gente se pusiera a organizar disturbios -no, si tenían comida-, pero discutir con Jim Rennie, según había descubierto, solía ser improductivo y siempre era agotador.

– Enviaré a un par de chicos para que hablen con ellos -dijo Randolph.

– Ve a hablar con Tommy y Willow Anderson personalmente. -Los Anderson llevaban el Dipper's-. Pueden resultar problemáticos. -Bajó la voz-. Extremistas.

Randolph asintió.

– Extremistas izquierdosos. Tienen una foto del Tío Barack encima de la barra.

– Justamente eso. -Y, no hacía falta decirlo, Duke Perkins dejaba que esos dos puñeteros hippies siguieran con sus bailecitos y su rock-and-roll a todo volumen y sus bebidas alcohólicas hasta la una de la madrugada. Los protegía. Y mira la de problemas que eso les ha supuesto a mi hijo y sus amigos. Se volvió hacia Andy Sanders-. Tú, además, tienes que guardar bajo llave todos los fármacos para los que se necesite receta. Bueno, los sprays nasales, los ansiolíticos y esas cosas, no. Ya sabes a cuáles me refiero.

– Todo lo que la gente pueda usar para drogarse -dijo Andy- ya está guardado bajo llave. -Parecía incómodo con el giro que había dado la conversación.

Rennie sabía por qué, pero en ese preciso momento no le preocupaban sus diversas tentativas comerciales; tenían asuntos más acuciantes.

– Mejor tomar medidas adicionales, por si acaso.

Andrea parecía alarmada. Andy le dio unas palmaditas en la mano.

– No te preocupes -dijo-, tenemos suficiente para ocuparnos de los que lo necesitan de verdad.

Andrea le sonrió.

– Lo primordial es que este pueblo se mantenga sobrio hasta que termine la crisis -dijo Jim-. ¿Estamos de acuerdo? A ver esas manos.

Las manos se alzaron.

– Bien -dijo Rennie-, ¿puedo regresar al punto por el que quería empezar? -Miró a Randolph, que extendió las manos en un gesto que decía a la vez «Adelante» y «Lo siento»-. Tenemos que reconocer que es probable que la gente se asuste. Y cuando la gente se asusta, puede convertirse en demonios, con o sin copas de más.

Andrea miró la consola que había a la derecha de Big Jim: interruptores que controlaban el televisor, la radio AM/FM y el sistema de grabación integrado, una innovación que Big Jim detestaba.

– ¿Eso no debería estar encendido?

– No veo la necesidad.

El puñetero sistema de grabación (reminiscencias de Richard Nixon) había sido idea de un medicucho entrometido llamado Eric Everett, un grano en el pompis de treinta y tantos años al que en el pueblo conocían como «Rusty». Everett había soltado esa idiotez del sistema de grabación en la asamblea municipal de hacía dos años, presentándolo como un gran salto adelante. La propuesta resultó una sorpresa que no fue bien recibida por Rennie, quien rara vez se veía sorprendido, y menos por foráneos de la política.

Big Jim había objetado que el coste sería prohibitivo. Esa táctica solía funcionar con los ahorrativos yanquis, pero esa vez no coló. Everett había presentado un presupuesto, proporcionado seguramente por Duke Perkins, en el que se recogía que el gobierno federal pagaría el ochenta por ciento. No Sé Qué Ayuda Para Desastres; una reliquia de los años de libre dispendio de Clinton. Rennie se había visto acorralado.

No era algo que sucediera a menudo, y no le gustaba, pero llevaba en política muchos más años que los que Eric «Rusty» Everett llevaba haciendo cosquillas en las próstatas, y sabía que existía una gran diferencia entre perder una batalla y perder la guerra.

– O, al menos, ¿no debería alguien estar tomando notas? -preguntó Andrea con timidez.

– Creo que será mejor que hablemos todo esto de manera informal, por el momento -dijo Big Jim-. Solo entre nosotros cuatro.

– Bueno… si tú lo dices…

– Dos pueden guardar un secreto si uno de ellos está muerto -dijo Andy en tono soñador.

– Así es, amigo -dijo Rennie, como si aquello tuviera algún sentido. Después se volvió de nuevo hacia Randolph-. Yo diría que nuestra principal preocupación… nuestra principal responsabilidad para con este pueblo… es mantener el orden durante toda la crisis. Lo cual nos lleva a la policía.

– ¡Exacto, joder! -dijo Randolph con finura.

– Bueno, estoy seguro de que el jefe Perkins nos está mirando ahora desde el Cielo…

– Con mi mujer -dijo Andy-. Con Claudie. -Profirió un graznido mezclado con mocos del que Big Jim podría haber prescindido. Aun así, le dio unas palmaditas en la mano que tenía libre.

– Eso es, Andy, los dos juntos, bañándose en la gloria de Jesús.

Pero nosotros, aquí en la Tierra… Pete, ¿de qué efectivos puedes disponer?

Big Jim ya conocía la respuesta. Conocía las respuestas a casi todas las preguntas que él mismo formulaba. Así la vida era más sencilla. La policía de Chester's Mills tenía en nómina a dieciocho agentes, doce a tiempo completo y seis a media jornada (estos últimos de más de sesenta años, lo cual hacía que su servicio resultase fascinantemente barato). De esos dieciocho, estaba bastante seguro de que cinco de los de tiempo completo se encontraban fuera de la ciudad: o habían ido con sus mujeres y sus familias a ver el partido de fútbol americano que jugaba ese día el equipo del instituto, o habían asistido al simulacro de incendio de Castle Rock. Un sexto, el jefe Perkins, estaba muerto. Y aunque Rennie jamás hablaría mal de un difunto, estaba convencido de que al pueblo le iría mucho mejor con Perkins en el Cielo que allí abajo, intentando controlar un lío de tres pares de cajones que sobrepasaba sus limitadas capacidades.

– Les diré una cosa, amigos -dijo Randolph-, no tenemos mucho. Están Henry Morrison y Jackie Wettington, que respondieron conmigo al Código Tres inicial. También tenemos a Rupe Libby, Fred Denton y George Frederick… aunque está tan mal del asma que no sé si servirá de mucho. Tenía pensado pedir la jubilación anticipada a finales de este año.

– El bueno de George, pobre -dijo Andy-. Sobrevive a duras penas gracias al inhalador.

– Y, como saben, Marty Arsenault y Toby Whelan no están para muchos trotes en la actualidad. La única de media jornada a la que definiría como capaz es Linda Everett. Entre ese maldito simulacro de los bomberos y el partido de fútbol, esto no podría haber sucedido en peor momento.

– ¿Linda Everett? -preguntó Andrea, algo interesada-. ¿La mujer de Rusty?

– ¡Buf! -Big Jim solía decir «buf» cuando se enfadaba-. No es más que una guardia de tráfico con ínfulas.

– Sí, señor -dijo Randolph-, pero el año pasado se sacó el permiso en el campo de tiro del condado, en The Rock, y tiene arma de mano. No hay motivo para que no pueda llevarla encima y salir a patrullar. A lo mejor no a tiempo completo, los Everett tienen dos niñas, pero seguro que puede arrimar el hombro. A fin de cuentas, esto es una crisis.

– Sin duda, sin duda.

Pero que le partiera un rayo si tenía que aguantar a Everett asomando por ahí como un muñeco de resorte cada vez que se diera la vuelta. En pocas palabras: no quería ver a la mujer de ese puñetero en su primer equipo. Para empezar, todavía era demasiado joven, poco más de treinta años, y guapa como el demonio. Estaba convencido de que sería una mala influencia para los demás hombres. Las mujeres guapas siempre lo eran. Ya tenían bastante con esa Wettington y sus peras proyectil.

– Bueno -dijo Randolph-, eso solo son ocho de dieciocho.

– Te olvidas de contarte a ti mismo -dijo Andrea.

Randolph se dio un golpe en la frente con la base de la mano, como si intentara poner en marcha su cerebro.

– Ah, sí. Es verdad. Nueve.

– No basta -dijo Rennie-. Necesitamos reforzar los efectivos. Solo temporalmente, ya sabéis, hasta que esta situación se solucione.

– ¿En quién estaba pensando, señor? -preguntó Randolph.

– En mi chico, para empezar.

– ¿Junior? -Andrea enarcó las cejas-. Ni siquiera tiene edad suficiente para votar… ¿o sí?

Big Jim visualizó por un momento el cerebro de Andrea: quince por ciento de páginas web de compras favoritas, ochenta por ciento de receptores de estupefacientes, dos por ciento de memoria y tres por ciento de verdaderos procesos mentales. Aun así, era el material con el que tenía que trabajar. Además, recordó, la estupidez de los compañeros de trabajo le hace a uno la vida más fácil.

– De hecho tiene veintiún años. Veintidós en noviembre. Y, ya sea por suerte o por la gracia de Dios, ha vuelto de la universidad este fin de semana.

Peter Randolph sabía que Junior Rennie había vuelto de la universidad para siempre; lo había visto escrito en el bloc de notas que el difunto jefe de policía tenía junto al teléfono del despacho, aunque no tenía ni idea de cómo Duke había conseguido esa información ni de por qué la había creído lo bastante importante como para anotarla. También había escrito otra cosa: «¿Problemas de conducta?».

De todas formas, seguramente no era momento de compartir esa información con Big Jim.

Rennie seguía hablando, esta vez en el tono entusiasta propio de un presentador de concurso anunciando un premio especialmente jugoso en la Ronda Final.

– Y Junior tiene tres amigos que también serían adecuados: Frank DeLesseps, Melvin Searles y Carter Thibodeau.

Andrea parecía de nuevo algo inquieta.

– Hummm… ¿Esos chicos no son… los jóvenes… que participaron en ese altercado del Dipper's…?

Big Jim le lanzó una sonrisa de ferocidad tan cordial que Andrea se encogió en su asiento.

– Ese asunto se ha exagerado mucho. Y lo desencadenó el alcohol, como la mayoría de los problemas. Además, el instigador fue ese tal Barbara. Por eso no se presentaron cargos. Así quedaron en paz. ¿O me equivoco, Pete?

– De ninguna manera -dijo Randolph, aunque se le veía muy incómodo.

– Todos esos chicos tienen como mínimo veintiún años, y me parece que Carter Thibodeau tiene incluso veintitrés.

Thibodeau tenía veintitrés, en efecto, y en los últimos tiempos había estado trabajando a media jornada como mecánico en Gasolina & Alimentación Mills. Lo habían despedido de dos trabajos anteriores -por una cuestión de carácter, había oído decir Randolph-, pero en la gasolinera parecía haberse calmado. Johnny decía que nunca había tenido a nadie tan bueno con los tubos de escape y los sistemas eléctricos.

– Han cazado juntos, son buenos tiradores…

– Quiera Dios que no tengamos que comprobar eso -dijo Andrea.

– No vamos a disparar a nadie, Andrea, y nadie está diciendo que vayamos a convertir a esos chicos en policías a tiempo completo. Lo que digo es que necesitamos rellenar la plantilla de turnos, que está muy vacía, y deprisa. Así que, ¿qué te parece, jefe? Pueden patrullar hasta que la crisis haya pasado, y les pagaremos del fondo para contingencias.

A Randolph no le gustaba la idea de que Junior se paseara con un arma por las calles de Chester's Mills -Junior y sus posibles «problemas de conducta»-, pero tampoco le gustaba la idea de rebelarse contra Big Jim. Además, a lo mejor sí que era buena idea tener a mano unos cuantos hombres de carrocería ancha. Aunque fueran jóvenes. No preveía problemas dentro del pueblo, pero podían ponerlos a controlar a la muchedumbre en las afueras, donde las carreteras principales se topaban con la barrera. Si la barrera seguía ahí. ¿Y si no? Problema resuelto.

Puso una sonrisa de jugador de equipo.

– ¿Sabe? Me parece una gran idea, señor. Envíelos a la comisaría mañana, a eso de las diez…

– A las nueve sería mejor, Pete.

– Las nueve está bien -dijo Andy con su voz soñadora.

– ¿Algo más que discutir? -preguntó Rennie.

No había nada que discutir. Andrea ponía cara de que quería decir algo pero no recordaba qué era.

– Entonces, planteo la pregunta -dijo Rennie-. ¿Le pedirá la Junta al jefe en funciones Randolph que acepte a Junior, Frank DeLesseps, Melvin Searles y Carter Thibodeau como ayudantes con salario base? ¿Y que su período de servicio dure hasta que esta dichosa locura se haya solucionado? Los que estén a favor, que lo hagan saber de la forma habitual.

Todos alzaron la mano.

– La medida queda aproba…

Lo interrumpieron dos estallidos que sonaron a disparos de pistola. Todos se sobresaltaron. Entonces se oyó una tercera detonación, y Rennie, que había trabajado con motores la mayor parte de su vida, se dio cuenta de lo que era.

– Relajaos, amigos. No son más que falsas explosiones. El generador está carraspean…

El viejo motor explosionó una cuarta vez, después murió. Las luces se apagaron y ellos quedaron sumidos durante unos instantes en una negrura estigia. Andrea chilló.

A su izquierda, Andy Sanders dijo:

– Dios bendito, Jim, el propano…

Rennie alargó la mano que tenía libre y agarró del brazo a Andy. Andy calló. Mientras Rennie aflojaba la mano, la luz volvió a iluminar la alargada sala con revestimiento de pino. No la brillante luz del techo, sino las lucecitas de emergencia instaladas en las cuatro esquinas. Bajo su débil resplandor, los rostros tensos en el extremo norte de la mesa de plenos se veían amarillentos y varios años más viejos. Parecían asustados. Incluso Big Jim Rennie parecía asustado.

– No pasa nada -dijo Randolph con una alegría que sonó más forzada que natural-. El depósito se ha agotado, nada más. Hay mucho propano en el almacén de suministros del pueblo.

Andy lanzó una mirada a Big Jim. No fue más que un cambio de dirección de los ojos, pero a Rennie le pareció que Andrea lo había visto. Lo que acabara deduciendo de eso era otra cuestión.

Se le olvidará después de la siguiente dosis de Oxy, se dijo. Antes de mañana, seguro.

De momento, las provisiones de propano de la ciudad, o la falta de ellas, no le preocupaban demasiado. Ya se ocuparía de eso cuando hiciera falta.

– Bien, amigos, sé que estáis tan ansiosos como yo por salir de aquí, así que pasemos al siguiente punto del orden del día. Me parece que deberíamos ratificar oficialmente a Pete como jefe de policía por el momento.

– Sí, ¿por qué no? -preguntó Andy. Parecía cansado.

– Si no hay objeción -dijo Big Jim-, realizo la propuesta.

Votaron lo que él quería que votaran.

Siempre lo hacían.

7

Junior estaba sentado en el peldaño de la puerta de la gran casa de los Rennie, en Mills Street, cuando las luces del Hummer de su padre inundaron el camino de entrada. Junior estaba tranquilo. El dolor de cabeza no había regresado. Angie y Dodee estaban almacenadas en la despensa de los McCain, allí estarían bien… al menos por una temporada. El dinero que había cogido volvía a estar en la caja fuerte de su padre. Llevaba un arma en el bolsillo: la 38 con empuñadura de nácar que su padre le había regalado cuando cumplió los dieciocho. Su padre y él no tardarían en hablar. Junior escucharía con atención lo que el Rey del Compre Sin Entrada tuviera que decir. Si presentía que su padre sabía lo que él, Junior, había hecho -no veía que eso fuera posible, pero su padre sabía muchas cosas-, lo mataría. Después de eso se encañonaría a sí mismo. Porque no habría escapatoria, esa noche no. Y seguramente tampoco al día siguiente. De vuelta a casa se había detenido en la plaza del pueblo y había escuchado las conversaciones que tenían lugar allí. Lo que decían era una locura, pero una enorme burbuja de luz al sur, y otra más pequeña al sudoeste, donde la 117 enfilaba hacia Castle Rock, sugerían que esa noche las locuras resultaban ser ciertas.

La puerta del Hummer se abrió, se cerró con un ruido seco. Su padre caminó hacia él, el maletín chocaba contra uno de sus muslos. No parecía suspicaz, receloso ni enfadado. Se sentó al lado de Junior en el peldaño sin decir palabra. Después, en un gesto que pilló a su hijo completamente desprevenido, le puso una mano en el cuello y apretó con suavidad.

– ¿Te has enterado? -preguntó.

– Algo he oído -repuso Junior-. Pero no lo entiendo.

– Nadie lo entiende. Me parece que nos esperan unos días duros hasta que todo esto se solucione. Así que tengo que preguntarte algo.

– ¿El qué? -La mano de Junior se cerró sobre la culata de la pistola.

– ¿Estáis dispuestos a colaborar? ¿Tus amigos y tú? ¿Frankie? ¿Carter y el chico de los Searles?

Junior guardaba silencio, expectante. ¿De qué iba ese rollo?

– Peter Randolph está ejerciendo de jefe de policía. Va a necesitar a algunos hombres para cubrir los turnos. Hombres buenos. ¿Estás dispuesto a servir como ayudante hasta que este dichoso lío de tres pares de cajones haya pasado?

Junior sintió el impulso salvaje de gritar de risa. ¡O de triunfo! O de ambas cosas. Seguía teniendo la mano de Big Jim en la nuca. No apretaba. No pellizcaba. Casi… acariciaba.

Apartó la mano del arma de su bolsillo. Se le ocurrió que seguía en racha: la madre de todas las rachas.

Ese día había matado a dos chicas a las que conocía desde la infancia.

Al día siguiente sería policía municipal.

– Claro, papá -dijo-. Si nos necesitáis, ahí estaremos. -Y por primera vez en cuatro años (puede que más), le dio un beso la mejilla a su padre.

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