Eran las doce y media de la madrugada del 26 de octubre cuando Julia entró en casa de Andrea. Lo hizo sin hacer ruido, aunque no había ninguna necesidad; oía la música de la pequeña radio portátil de Andi, los Staples Singers pateando traseros santurrones con «Get Right Church».
Horace salió corriendo a recibirla por el pasillo, meneando el trasero y dedicándole esa sonrisa ligeramente enajenada de la que solo los corgis son capaces. Se inclinó ante ella con las patas extendidas y Julia le rascó brevemente detrás de las orejas: ese era su punto débil.
Andrea estaba sentada en el sofá bebiendo un vaso de té frío.
– Perdona por la música -dijo mientras bajaba el volumen-. No podía dormir.
– Estás en tu casa, cielo -replicó Julia-. Y, para ser la WCIK, eso que suena tiene muchísima marcha.
Andi sonrió.
– Llevan desde la tarde poniendo góspel movidito. Me siento como si me hubiera tocado la lotería. ¿Qué tal ha ido tu reunión?
– Bien. -Julia se sentó.
– ¿Quieres que hablemos de ello?
– A ti no te hacen falta más preocupaciones. Necesitas concentrarte en tu recuperación. Y ¿sabes una cosa? Se te ve un poco mejor.
Era cierto. Andi todavía estaba pálida y demasiado delgada, pero las oscuras ojeras de los últimos días se habían desvaído un poco y brillaba una chispa en sus ojos.
– Gracias por decírmelo.
– ¿Se ha portado bien Horace?
– Muy bien. Hemos jugado a la pelota y luego hemos dormido un poco los dos. Si estoy mejor, seguramente es por eso. Nada como una siesta para que una chica consiga estar guapa.
– ¿Qué tal la espalda?
Andrea sonrió. Fue una extraña sonrisa de complicidad en la que no había demasiado humor.
– Mi espalda está bien. Apenas siento una pequeña punzada, incluso cuando me agacho. ¿Sabes qué creo?
Julia negó con la cabeza.
– Creo que, cuando se trata de medicamentos, el cuerpo y la mente se unen para conspirar. Si el cerebro quiere fármacos, el cuerpo le ayuda y dice: «No te preocupes, no te sientas culpable, a mí de verdad me duele». No estoy hablando exactamente de ser hipocondríaco, no es tan sencillo mentalmente. Es más bien que… -Perdió el hilo, y también su mirada se perdió en algún lugar mientras ella se alejaba mentalmente de allí.
¿Adónde irá?, se preguntó Julia.
Entonces regresó.
– La naturaleza humana puede ser destructiva. Dime, ¿crees que un pueblo es igual que un cuerpo?
– Sí -respondió Julia al instante.
– ¿Y que puede decir que le duele algo para que el cerebro le dé esos fármacos que ansia?
Julia lo pensó y luego asintió con la cabeza.
– Sí.
– Y, ahora mismo, Big Jim Rennie es el cerebro de este pueblo, ¿verdad?
– Sí, cielo. Yo diría que sí.
Andrea se quedó sentada en el sofá con la cabeza gacha. Después apagó la pequeña radio a pilas y se puso en pie.
– Me parece que voy a subir a acostarme. Y, ¿sabes?, creo que a lo mejor hasta conseguiré dormir un poco.
– Eso está bien. -Y después, sin que pudiera pensar en ninguna razón para hacerlo, Julia preguntó-: Andi, ¿ha pasado algo mientras he estado fuera?
Andrea pareció sorprendida.
– Pues claro que sí. Horace y yo hemos jugado a la pelota. -Se agachó sin mostrar el menor gesto de dolor (un movimiento que apenas una semana antes habría dicho que era incapaz de realizar) y alargó una mano. Horace se le acercó y dejó que le acariciara la cabeza-. Es muy bueno jugando a traer cosas.
En su habitación, Andrea se sentó en la cama, abrió el sobre de VADER y empezó a leer de nuevo los documentos. Esta vez con más atención. Cuando por fin volvió a meter las hojas en el sobre de papel manila, eran cerca de las dos de la madrugada. Guardó el sobre en el cajón de la mesita que tenía junto a la cama, donde tenía también el revólver del calibre 38 que su hermano Douglas le había regalado por su cumpleaños hacía dos años. Ella se había sentido consternada, pero Dougie había insistido en que una mujer que vivía sola necesitaba protección.
Cogió el revólver, abrió el tambor y comprobó las recámaras. La que se colocaría bajo el percutor cuando apretara el gatillo por primera vez, siguiendo las instrucciones de Twitch, estaba vacía. Las otras cinco estaban cargadas. Andrea guardaba más balas en el estante de arriba del armario, pero no tendría ocasión de recargar el arma. El pequeño ejército de policías de ese hombre la abatiría antes.
Además, si no era capaz de matar a Rennie con cinco tiros, probablemente de todas formas no merecía seguir viviendo.
– Al fin y al cabo -murmuró al volver a dejar el arma en el cajón-, ¿para qué, si no, vuelvo a sentirme firme? -La respuesta parecía muy clara ahora que tenía el cerebro limpio de Oxy: se sentía firme para disparar con firmeza-. Amén a eso -dijo, y apagó la luz.
Cinco minutos después, dormía.
Junior estaba más que despierto. Estaba sentado en la única silla que había en la habitación del hospital, junto a la ventana, mirando cómo esa extraña luna rosa descendía y se escurría tras un manchón negro de la Cúpula que era nuevo para él. Ese era más grande y estaba mucho más arriba que el que habían dejado los impactos fallidos de los misiles. ¿Habrían realizado algún otro intento de atravesar la Cúpula mientras estaba inconsciente? No lo sabía y tampoco le importaba. La cuestión era que la Cúpula aún resistía. De no ser así, el pueblo estaría iluminado como si fuera Las Vegas y plagado de GI Joes. Bueno, había alguna luz aquí y allá señalando a unos cuantos insomnes impenitentes, pero la mayor parte de Chester's Mills dormía. Eso estaba bien, porque Junior tenía cosas en que pensar.
Concretamente en Baaarbie y en los amigos de Barbie.
Junior, sentado junto a la ventana, ya no tenía dolor de cabeza y había recuperado sus recuerdos, pero sabía muy bien que era un chico enfermo. Sentía una sospechosa debilidad en toda la parte izquierda del cuerpo, y de vez en cuando le caía baba por la comisura de los labios. Si se la limpiaba con la mano derecha, unas veces sentía piel contra piel y otras veces no. Además de eso, veía una mancha oscura con forma de cerradura, bastante grande, flotando a la izquierda de su campo de visión. Como si se le hubiese reventado algo dentro del globo ocular. Supuso que así era.
Recordaba la rabia salvaje que sintió el día de la Cúpula; recordaba haber perseguido a Angie por el pasillo y hasta la cocina, haberla lanzado contra la nevera y haberle clavado la rodilla en la cara. Recordaba el sonido que produjo, como si detrás de esos ojos se escondiese una bandeja de porcelana y su rodilla la hubiese hecho añicos. Esa rabia ya había desaparecido. Su lugar lo ocupaba una ira sedosa que recorría su cuerpo y manaba de una fuente insondable que nacía en lo más profundo de su cabeza, un manantial que lo helaba y lo despejaba al mismo tiempo.
El viejo capullo al que Frankie y él habían hecho salir corriendo en Chester Pond se había presentado allí esa mañana para examinarlo. El viejo capullo se había comportado con mucha profesionalidad, le había tomado la temperatura y la presión sanguínea, le había preguntado qué tal el dolor de cabeza e incluso le había comprobado los reflejos de la rodilla con un pequeño martillo de goma. Después, cuando se marchó, Junior oyó comentarios y risas. Oyó mencionar el nombre de Barbie y se arrastró hasta la puerta.
Eran el viejo capullo y una de las enfermeras voluntarias, esa espagueti guapa que se llamaba Buffalo o algo parecido a Buffalo. El viejo capullo le desabrochaba la parte de arriba y le magreaba las tetas. Ella le bajaba la cremallera y le sobaba la polla. Una perniciosa luz verde los envolvía.
– Junior y su amigo me dieron una paliza -decía el viejo capullo-, pero ahora su amigo está muerto y él pronto lo estará también. Órdenes de Barbie.
– A Barbie me gusta chuparle el nabo como si fuera un helado -dijo la tal Buffalo, y al viejo capullo le pareció gracioso.
Después, al parpadear, Junior los vio simplemente hablando en el pasillo. Sin aura verde, sin hacer guarradas. Así que a lo mejor había sido una alucinación. Por otro lado, tal vez no lo fuera. Una cosa estaba clara: todos ellos estaban metidos en el fregado. Todos estaban compinchados con Baaarbie. De momento seguía en la cárcel, pero eso solo era temporal. Para ganarse simpatías, seguramente. Todo formaba parte del plaaan de Baaarbie. Además, seguro que pensaba que en la cárcel estaría a salvo de Junior.
– Se equivoca -susurró mientras seguía sentado junto a la ventana, mirando fuera, a la noche, con su visión defectuosa-. Se equivoca completamente.
Junior sabía muy bien qué le había pasado; lo había visto claro en un arrebato de lucidez y tenía una lógica irrefutable. Padecía una intoxicación por talio, lo mismo que le había pasado a aquel ruso en Inglaterra. Las placas de identificación de Barbie estaban recubiertas de polvo de talio, Junior las había manoseado y ahora se estaba muriendo. Además, había sido su padre quien lo había enviado al apartamento de Barbie, y eso quería decir que también él estaba compinchado. Era otro de los de Barbie… otro… ¿cómo se llamaban esos tíos…?
– Subalternos -susurró Junior-. Nada más que otro de los suba al tren dos de Big Jim Rennie.
Si uno se paraba a pensarlo (si pensaba con la mente clara), tenía mucho sentido. Su padre quería cerrarle la boca por lo de Coggins y Perkins. De ahí la intoxicación por talio. Todo estaba relacionado.
Fuera, más allá del césped de la entrada, un lobo cruzó el aparcamiento a la carrera. En el césped había dos mujeres desnudas haciendo el 69. «Sesenta y nueve, ¡chupa y huele!», solían entonar Frankie y él cuando eran niños y veían a dos chicas paseando juntas; no sabían qué quería decir, solo que era una grosería. Una de esas comerrajitas se parecía a Sammy Bushey. La enfermera (se llamaba Ginny) le había dicho que Sammy había muerto, lo cual evidentemente era mentira y quería decir que Ginny también estaba en el ajo; en el ajo con Baaarbie.
¿Es que no había nadie en todo el pueblo que no estuviera compinchado? ¿En quien pudiera confiar?
Sí, se dio cuenta de que había dos personas. Los niños que Frank y él habían encontrado en el Pond, Alice y Aidan Appleton. Recordaba sus ojos asustados y cómo la niña se abrazó a él cuando la cogió en brazos. Al decirle que estaba a salvo, ella le preguntó: «¿Me lo prometes?», y Junior le respondió que sí. Esa promesa le hizo sentirse muy bien. El confiado peso de la niña también le hizo sentirse bien.
De repente tomó una decisión: iba a matar a Dale Barbara. Y si alguien se interponía en su camino, también lo mataría. Después buscaría a su padre y acabaría con él…, algo que llevaba años soñando con hacer, aunque nunca había llegado a admitirlo del todo -ni siquiera para sus adentros- hasta ese momento.
Cuando se hubiera encargado de todo, iría a buscar a Aidan y a Alice. Si alguien intentaba detenerlo, también lo mataría. Se llevaría a los niños otra vez a Chester Pond y se ocuparía de ellos. Cumpliría la promesa que le había hecho a Alice. Si lo hacía, no moriría. Dios no dejaría que muriera de intoxicación por talio mientras se ocupaba de aquellos niños.
Y entonces Angie McCain y Dodee Sanders cruzaron el aparcamiento haciendo cabriolas, vestidas con falditas de animadoras y sudaderas de los Mills Wildcats con una gran W en el pecho. Las chicas lo vieron y empezaron a mover las caderas y a levantarse las faldas. Sus rostros se deshacían en una tonta sonrisilla podrida. Estaban cantando: «¡Ven a la despensa, no seas mojigato! ¡Ven a la despensa y follaremos un rato! ¡Vamos… EQUIPO!».
Junior cerró los ojos. Los abrió. Sus amigas ya no estaban. Otra alucinación, igual que el lobo. De las chicas haciendo el 69 no estaba tan seguro.
Pensó que quizá al final no se llevaría a los niños al Pond. Quedaba bastante lejos del pueblo. Quizá, en lugar de eso, se los llevaría a la despensa de los McCain. La despensa quedaba más cerca. Había mucha comida.
Y, por supuesto, estaba oscuro.
– Yo me ocuparé de vosotros, niños -dijo Junior-. Conmigo estaréis a salvo. En cuanto Barbie esté muerto, toda la conspiración se vendrá abajo.
Al cabo de un rato apoyó la frente en el cristal y también él se durmió.
Puede que el trasero de Henrietta Clavard solo estuviera muy magullado pero no roto, sin embargo le dolía como un hijo de perra (a sus ochenta y cuatro años todo lo malo que le pasaba le dolía como un hijo de perra) y al principio creyó que había sido su trasero lo que la había despertado ese jueves por la mañana. Pero por lo visto el Tylenol que se había tomado a las tres de la madrugada todavía le hacía efecto. Además, había encontrado el cojín con forma de flotador de su difunto marido (John Clavard padecía de hemorroides), y eso la había ayudado considerablemente. No, era otra cosa, y poco después de despertarse se dio cuenta de qué.
El setter irlandés de los Freeman, Buddy, estaba aullando. Buddy nunca aullaba. Jamás. Era el perro más educado de todo Battle Street, una corta calle contigua al camino de entrada del Catherine Russell. Además, el generador de los Freeman se había parado. Henrietta pensó que tal vez era eso lo que la había despertado, y no el perro. Lo cierto es que esa noche había logrado conciliar el sueño gracias a esa máquina de sus vecinos. Era uno de esos cacharros estruendosos que expulsaban al aire un gas azulado; producía un ronroneo grave y constante que, a decir verdad, resultaba bastante relajante. Henrietta suponía que era caro, pero los Freeman podían permitírselo. Will era el propietario del concesionario Toyota que había codiciado Big Jim Rennie, y, a pesar de que los tiempos eran difíciles para casi todos los vendedores de coches, Will siempre había parecido la excepción que confirmaba la regla. El año anterior, precisamente, Lois y él habían construido una bonita ampliación de muy buen gusto a la casa.
Pero esos aullidos… Parecía que el perro estuviera herido. Una mascota herida era una de esas cosas de las que la gente agradable como los Freeman se ocupaban enseguida, así que… ¿cómo es que no lo habían hecho ya?
Henrietta se levantó de la cama (estremeciéndose un poco cuando el trasero salió del cómodo agujero de la rosquilla de espuma) y se acercó a la ventana. Veía perfectamente bien la casa de dos pisos de los Freeman, aunque la luz era grisácea y mortecina en lugar de clara y brillante como solía serlo por la mañana a finales de octubre. Desde la ventana oía mejor aún a Buddy, pero no veía a nadie moviéndose por allí. La casa estaba a oscuras, ni siquiera había una lámpara Coleman encendida en alguna ventana. Henrietta habría concluido que no estaban en casa, pero los dos coches seguían aparcados en el camino de entrada. Además, ¿adónde podrían haber ido?
Buddy no dejaba de aullar.
Henrietta se puso la bata de estar por casa y las zapatillas y salió fuera. Cuando estaba ya en la acera, vio acercarse un coche. Era Douglas Twitchell, que sin duda iba hacia el hospital. Tenía los ojos hinchados. Bajó del vehículo sin soltar una taza de café para llevar con el logo del Sweetbriar Rose.
– ¿Está usted bien, señora Clavard?
– Sí, pero en casa de los Freeman pasa algo raro. ¿Lo oyes?
– Sí.
– Pues ellos también deberían oírlo. Sus coches están ahí, así que ¿por qué no lo hacen callar?
– Iré a echar un vistazo. -Twitch dio un sorbo a su café y después lo dejó en el capó del coche-. Usted quédese aquí.
– Qué tontería -dijo Henrietta Clavard.
Recorrieron unos veinte metros de acera, después torcieron por el camino de entrada de los Freeman. El perro no paraba de aullar. A Henrietta ese sonido le helaba la piel a pesar de la lánguida calidez de la mañana.
– El aire está fatal -dijo-. Huele igual que olía Rumford cuando yo estaba recién casada y la fábrica de papel aún funcionaba. Esto no puede ser bueno para la gente.
Twitch masculló algo y tocó el timbre de los Freeman. Al ver que no abrían, primero llamó a la puerta con la mano, después con el puño.
– Mira a ver si está cerrado con llave -dijo Henrietta.
– No sé si debería, señora…
– ¡Ay, concho! -Lo apartó a un lado y probó suerte con el pomo. Giró. Abrió la puerta. La casa que había al otro lado estaba en silencio y llena de profundas sombras matutinas-. ¿Will? -llamó-. ¿Lois? ¿Estáis ahí?
No hubo más respuesta que los aullidos.
– El perro está fuera, en la parte de atrás -dijo Twitch.
Habría sido más rápido atajar por dentro, pero a ninguno de los dos les atraía la idea, así que salieron por el camino de entrada y recorrieron el estrecho pasadizo techado que unía la casa y el garaje en el que Will guardaba, no sus coches, sino sus juguetes: dos motonieves, un quad, una Yamaha de motocross y una abultada Honda Gold Wing.
El patio trasero de los Freeman estaba rodeado por una valla alta. La puerta quedaba al final del pasadizo. Twitch la abrió y se le echaron encima treinta y dos kilos de desesperado setter irlandés. Gritó con sorpresa y levantó las manos, pero el perro no quería morderlo; la actitud de Buddy no decía más que «¡Sálvame, por favor!». Apoyó las patas en la parte delantera de la última bata limpia de Twitch, manchándola de tierra, y empezó a babosearle la cara.
– ¡Para ya! -gritó él. Empujó a Buddy, que bajó, pero enseguida volvió a saltarle encima, a dejar más huellas en su bata y a babearle las mejillas con una larga lengua rosada.
– ¡Buddy, abajo! -ordenó Henrietta, y Buddy se sentó al instante sobre sus ancas, gimiendo y desplazando su mirada al uno y al otro. Bajo el animal empezó a extenderse un charco de orina.
– Señora Clavard, esto no tiene buena pinta.
– No -convino Henrietta.
– A lo mejor debería quedarse con el pe…
Henrietta volvió a exclamar «¡Concho!» y entró con paso firme en el patio de atrás de los Freeman; Twitch tuvo que correr para alcanzarla. Buddy los siguió con sigilo; la cabeza gacha, la cola entre las patas, gimiendo desconsoladamente.
Vieron una zona delimitada por piedras en la que había una barbacoa. Estaba muy bien resguardada por una lona en la que se leía LA COCINA ESTÁ CERRADA. Más allá, donde acababa el césped, había una plataforma de secuoya, y sobre esa plataforma los Freeman tenían su jacuzzi. Twitch supuso que habían instalado aquella valla tan alta para poder bañarse desnudos, puede que incluso para tontear un poco si les entraban ganas.
Will y Lois estaban allí dentro, pero sus días de tontear habían llegado a su fin. Los dos tenían una bolsa de plástico transparente en la cabeza, y parecía que la llevaban sujeta al cuello con un cordel o con goma elástica marrón. Las bolsas se habían empañado por la parte de dentro, pero no tanto como para que Twitch no pudiera distinguir sus rostros violáceos. Entre los restos mortales de Will y de Lois Freeman, sobre la superficie de secuoya, había una botella de whisky y una pequeña ampolla de un medicamento.
– Un momento -dijo. No sabía si hablaba consigo mismo o si se lo decía a la señora Clavard, o quizá incluso a Buddy, que acababa de proferir otro aullido de pena. En todo caso, seguro que no se lo decía a los Freeman.
Henrietta no esperó un momento. Se acercó al jacuzzi, subió los dos escalones con la espalda recta como un soldado, observó los rostros descoloridos de sus sumamente agradables vecinos (y sumamente normales, habría dicho ella), miró la botella de whisky, vio que era Glenlivet (al menos se habían despedido con estilo) y luego recogió la ampolla de medicamento; llevaba una etiqueta del Drugstore de Sanders.
– ¿Ambien o Lunesta? -preguntó Twitch haciendo un esfuerzo.
– Ambien -contestó la mujer, y se sintió complacida al ver que la voz que salió de su garganta y su boca seca sonaba normal-. De ella. Aunque supongo que anoche lo compartieron.
– ¿Hay alguna nota?
– Aquí no. A lo mejor dentro.
Pero no la había, al menos no en los lugares más evidentes, y a ninguno de los dos se le ocurrió un motivo para esconder una nota de suicidio. Buddy los siguió de habitación en habitación, no aullaba, sino que emitía un grave gemido gutural.
– Supongo que me lo llevaré a casa conmigo -dijo Henrietta.
– Tendrá que hacerlo. Yo no puedo llevármelo al hospital. Llamaré a Stewart Bowie para que venga y… se los lleve. -Señaló hacia atrás con el pulgar por encima del hombro. Tenía el estómago revuelto, pero eso no era lo peor; lo peor era el desánimo que empezaba a invadirlo y a proyectar una sombra sobre su alma, normalmente tan luminosa.
– No entiendo por qué lo han hecho -dijo Henrietta-. Si lleváramos un año bajo la Cúpula… o al menos un mes… sí, quizá. Pero no ha pasado ni una semana… No es así como la gente cuerda reacciona ante los problemas.
Twitch pensó que él sí lo entendía, pero no quiso decírselo a Henrietta: tarde o temprano se cumpliría un mes, tarde o temprano se cumpliría un año. Más, quizá. Y sin lluvia, cada vez con menos recursos y un aire más nauseabundo. Si a esas alturas el país más avanzado tecnológicamente del mundo no había sido capaz de desentrañar qué había sucedido en Chester's Mills (y menos aún de solucionar el problema), seguro que la cosa no iba a resolverse pronto. Will Freeman debió de comprenderlo. O quizá había sido idea de Lois. Tal vez, al apagarse para siempre el generador, ella dijo: «Hagámoslo antes de que el agua del jacuzzi se enfríe demasiado, cielo. Salgamos de esta Cúpula ahora que todavía tenemos el estómago lleno. ¿Qué me dices? Un último bañito, con unas cuantas copas como despedida».
– Quizá fue el avión lo que los empujó al abismo -dijo Twitch-. El Air Ireland que se estrelló ayer contra la Cúpula.
Henrietta no respondió con palabras; carraspeó y escupió una flema en el fregadero de la cocina. Fue un gesto de rechazo algo chocante. Volvieron a salir.
– Habrá más gente que haga esto, ¿verdad? -preguntó la mujer cuando llegaron al final del camino de entrada-. Porque el suicidio a veces se contagia por el aire. Como los microbios del resfriado.
– Hay quien ya lo ha hecho. -Twitch no sabía si el suicidio era indoloro, como decía la canción de «Suicide is Painless», pero en determinadas circunstancias sin duda podía ser contagioso. Quizá especialmente contagioso cuando la situación no tenía precedentes y el aire empezaba a ser tan nauseabundo como lo era esa mañana sin viento y con un calor tan poco natural.
– Los suicidas son cobardes -dijo Henrietta-. Esa es una regla que no tiene excepciones, Douglas.
Twitch, cuyo padre había sufrido una muerte larga y agónica a consecuencia de un cáncer de estómago, se permitió dudarlo, pero no dijo nada.
Henrietta se agachó hacia Buddy con las manos sobre sus rodillas huesudas. Buddy estiró el cuello para olisquearla.
– Vente a la casa de al lado, amiguito peludo. Tengo tres huevos. Puedes comértelos antes de que se echen a perder.
Empezó a caminar, pero entonces se volvió hacia Twitch.
– Son cobardes -dijo, poniendo mucho énfasis en cada palabra.
Jim Rennie salió del Cathy Russell, durmió profundamente en su propia cama y se despertó como nuevo. Aunque no lo habría admitido delante de nadie, en parte durmió bien porque sabía que Junior no estaba en la casa.
Eran ya las ocho en punto, su Hummer negro estaba aparcado una o dos casas más allá del restaurante de Rosie (delante de una boca de incendios, pero qué narices, en esos momentos no había cuerpo de bomberos). Estaba desayunando con Peter Randolph, Mel Searles, Freddy Denton y Carter Thibodeau. Carter ocupaba el que empezaba a ser su lugar habitual, a la derecha de Big Jim. Esa mañana llevaba dos armas: la suya en la cadera, y en una pistolera de hombro la Beretta Taurus que Linda Everett había devuelto hacía poco.
El quinteto se había instalado en la mesa del chismorreo, la del fondo del restaurante, destronando sin ningún reparo a los habituales. Rose no quiso acercarse; envió a Anson a que tratara con ellos.
Big Jim pidió tres huevos fritos, doble de salchicha y una tostada casera frita en grasa de beicon, como solía prepararla su madre. Sabía que debía intentar reducir el colesterol, pero ese día iba a necesitar toda la energía que fuera capaz de reunir. Los próximos días, de hecho. Después de eso, tendría la situación bajo control; ya se dedicaría entonces a intentar bajar el colesterol (un cuento que llevaba años contándose).
– ¿Dónde están los Bowie? -le preguntó a Carter-. Quería ver aquí a esos dichosos Bowie, así que ¿dónde están?
– Han tenido que atender un aviso en Battle Street -dijo Carter-. El señor y la señora Freeman se han suicidado.
– ¿Ese puñetero se ha matado? -exclamó Big Jim. Los pocos clientes que había (casi todos ellos en la barra, viendo la CNN) se volvieron para mirar y luego apartaron la vista-. ¡Bueno, mira por dónde! ¡No me sorprende en absoluto!
Se le ocurrió entonces que el concesionario de Toyota podría ser suyo si lo quería… pero ¿para qué iba a quererlo? Le había caído del cielo un chollo aún mayor: el pueblo entero. Ya había empezado a esbozar una lista de órdenes que empezarían a entrar en vigor en cuanto le concedieran plenos poderes ejecutivos. Eso sucedería esa misma noche. Y, además, hacía años que odiaba a ese meloso hijo de la Gran Bretaña de Freeman y a la mala púa pechugona de su mujer.
– Chicos, Lois y él están desayunando en el cielo. -Se detuvo, después estalló en carcajadas. No fue muy apropiado, pero no pudo evitarlo-. En las dependencias del servicio, no me cabe ninguna duda.
– Cuando los Bowie ya habían salido, han recibido otra llamada -dijo Carter-. La granja de Dinsmore. Otro suicidio.
– ¿Quién? -preguntó el jefe Randolph-. ¿Alden?
– No. Su mujer. Shelley.
Eso sí que era una lástima, la verdad.
– Inclinemos la cabeza durante un minuto -dijo Big Jim, y extendió las manos.
Carter le estrechó una mano; Mel Searles, la otra; Randolph y Denton se unieron a la cadena.
– Ohdios, bendiceporfavoraesaspobresalmas, enelnombredeCristoamén -dijo Big Jim, y alzó la cabeza-. Ocupémonos un poco de los negocios, Peter.
Peter sacó su libreta. La de Carter ya estaba abierta junto a su plato; a Big Jim cada vez le gustaba más ese chico.
– He encontrado el propano que faltaba -anunció Big Jim-. Está en la WCIK.
– ¡Jesús! -exclamó Randolph-. ¡Tendremos que enviar allí unos cuantos camiones para que lo traigan!
– Sí, pero hoy no -dijo Rennie-. Mañana, cuando todo el mundo esté visitando a la familia. Ya he empezado a trabajar en eso.
Volverán a ir los Bowie y Roger, pero necesitaremos también a unos cuantos agentes. Fred, Mel y tú. También voy a elegir a otros cuatro o cinco. Tú no, Carter, a ti te quiero conmigo.
– ¿Por qué necesitas policías para ir a buscar unos cuantos depósitos de propano? -dijo Randolph.
– Bueno -dijo Jim, rebañando la yema de huevo con un trozo de pan frito-, eso nos lleva de nuevo hasta nuestro amigo Dale Barbara y sus planes para desestabilizar este pueblo. En la emisora hay un par de hombres armados y, según parece, podrían estar protegiendo una especie de laboratorio de drogas. Creo que Barbara lo tenía montado desde mucho antes de que se presentara aquí en persona; esto estaba bien planificado. Uno de los encargados actuales es Philip Bushey.
– Ese fracasado -gruñó Randolph.
– El otro, y siento decirlo, es Andy Sanders.
Randolph estaba ensartando patatas fritas. En ese instante dejó caer el tenedor con estruendo.
– ¡Andy!
– Triste pero cierto. Barbara lo metió en el negocio; lo sé de buena tinta, pero no me preguntes por mi fuente, ha pedido mantenerse en el anonimato. -Big Jim suspiró, después se embutió en la boca un pedazo de pan frito cubierto de yema de huevo. ¡Por Dios bendito, qué bien se encontraba esa mañana!-. Supongo que Andy necesitaba dinero. Tengo entendido que el banco estaba a punto de ejecutarle la hipoteca del Drugstore. La verdad es que nunca ha tenido mucha cabeza para los negocios.
– Ni para gobernar un pueblo -añadió Freddy Denton.
A Big Jim no solía gustarle que un inferior le interrumpiera, pero esa mañana disfrutaba con todo.
– Lamentablemente cierto -dijo, y después se inclinó sobre la mesa todo lo que se lo permitió su barrigota-. Bushey y él dispararon contra uno de los camiones que envié allí ayer. Le reventaron las ruedas delanteras. Esos puñeteros son peligrosos.
– Drogadictos con armas -dijo Randolph-. Una pesadilla para el cuerpo de policía. Los hombres que salgan para allá tendrán que llevar chaleco.
– Buena idea.
– Y no puedo responder por la seguridad de Andy.
– Dios te bendiga, ya lo sé. Haz lo que tengas que hacer. Necesitamos ese propano. El pueblo lo pide a gritos, y en la asamblea de esta noche tengo la intención de anunciar que hemos encontrado una nueva fuente de aprovisionamiento.
– ¿Está seguro de que yo no puedo ir, señor Rennie? -preguntó Carter.
– Ya sé que te llevas una decepción, pero mañana te quiero conmigo, no donde van a celebrar la fiesta de las visitas. Randolph creo que sí. Alguien ha de coordinar este asunto, que tiene toda la pinta de terminar convirtiéndose en un lío de tres pares de cajones. Tendremos que intentar evitar que la gente acabe pisoteada. Aunque seguramente sucederá, porque la gente no sabe comportarse. Será mejor que le digamos a Twitchell que vaya allí con la ambulancia.
Carter lo anotó.
Mientras lo hacía, Big Jim se volvió de nuevo hacia Randolph y puso cara larga y lastimera.
– Me duele mucho decir esto, Pete, pero mi informante ha insinuado que a lo mejor Junior también está metido en lo del laboratorio de drogas.
– ¿Junior? -dijo Mel-. Qué va, Junior no.
Big Jim asintió y se enjugó un ojo seco con el pulpejo de la mano.
– A mí también me cuesta creerlo. No quiero creerlo, pero ¿sabéis que está en el hospital?
Todos asintieron.
– Sobredosis -susurró Rennie inclinándose más aún sobre la mesa-. Esa parece ser la explicación más probable de lo que tiene. -Se enderezó y volvió a clavar sus ojos en Randolph-. No intentéis acercaros desde la carretera principal, es lo que esperan. Más o menos a kilómetro y medio al este de la emisora de radio hay una carretera de acceso…
– Ya sé cuál dice -interrumpió Freddy-. Sam Verdreaux «el Desharrapado» tenía allí la parcela de bosque antes de que el banco se la quitara. Me parece que ahora todo eso es del Cristo Redentor.
Big Jim sonrió y asintió, aunque en realidad la tierra pertenecía a una empresa de Nevada de la cual él era presidente.
– Entrad por allí y luego acercaos a la emisora desde atrás. Casi todo aquello es bosque viejo y no deberíais tener ningún problema.
Sonó el móvil de Big Jim, que consultó la pantalla y estuvo a punto de dejarlo sonar hasta que saltara el buzón de voz, pero después pensó: Qué puñetas. Tal como se sentía esa mañana, oír a Cox echando espuma por la boca podía resultar agradable.
– Aquí Rennie. ¿Qué quiere, coronel Cox?
Escuchó, y su sonrisa se desvaneció un poco.
– ¿Cómo sé yo que me está diciendo la verdad sobre eso?
Escuchó un poco más, después colgó sin despedirse. Se quedó allí sentado un momento, con el entrecejo fruncido, procesando lo que había oído. Después levantó la cabeza y le habló a Randolph.
– ¿Tenemos un contador Geiger? ¿Tal vez en el refugio nuclear?
– Caray, pues no lo sé. Al Timmons seguramente lo sabrá.
– Búscalo y dile que lo compruebe.
– ¿Es importante? -preguntó Randolph y, al mismo tiempo, Carter añadió:
– ¿Es radiación, jefe?
– No es nada de lo que haya que preocuparse -dijo Big Jim-. Como diría Junior, solo intenta hacerme alucinar un poco. Estoy convencido. De todas formas, comprueba lo de ese contador Geiger. Si tenemos uno y todavía funciona, tráemelo.
– Está bien -dijo Randolph con cara de susto.
Big Jim deseó entonces haber dejado que el buzón de voz contestara a la llamada. O haber tenido la boca cerrada. Searles era capaz de soltarlo por ahí y hacer correr el rumor. Puñetas, incluso Randolph era capaz. Y seguramente no sería nada, solo ese dichoso coronel chusquero con sombrero de hojalata que intentaba estropearle un buen día. El día más importante de su vida, quizá.
Por lo menos Freddy Denton seguía concentrado en el asunto que se traían entre manos.
– ¿A qué hora quiere que asaltemos la emisora de radio, señor Rennie?
Big Jim hizo un repaso mental de lo que sabía sobre el programa del día de Visita, después sonrió. Fue una sonrisa genuina que alegró su morro ligeramente grasiento y dejó ver sus diminutos dientes.
– A las doce en punto. A esa hora todo el mundo estará asomando las narices por la carretera 119 y el pueblo se habrá quedado vacío. Entrad ahí, y sacad a esos puñeteros que han acaparado nuestro propano, cuando el sol esté en lo más alto. Como en esos westerns antiguos.
A las once y cuarto de ese jueves por la mañana, la furgoneta del Sweetbriar Rose traqueteaba por la 119 en dirección sur. Al día siguiente, la carretera estaría bloqueada por los coches y apestaría a humo de tubo de escape, pero en ese momento estaba inquietantemente desierta. La que conducía era la propia Rose. Ernie Calvert ocupaba el asiento del acompañante. Norrie iba sentada entre ambos, encima del compartimiento del motor, aferrada a su tabla de skate cubierta de pegatinas con logos de grupos punk desaparecidos tiempo ha, como Stalag 17 y los Dead Milkmen.
– El aire huele fatal -dijo Norrie.
– Es el Prestile, cielo -afirmó Rose-. Donde antes cruzaba hacia Motton se ha convertido en un enorme pantano apestoso. -Sabía que era algo más que el simple hedor del río moribundo, pero no lo dijo. Tenían que respirar, así que de nada servía preocuparse por lo que pudieran estar inhalando-. ¿Has hablado con tu madre?
– Sí -respondió Norrie con desánimo-. Vendrá, aunque la idea no le entusiasma.
– ¿Traerá toda la comida que tenga cuando llegue el momento?
– Sí. En el maletero de nuestro coche. -Lo que Norrie no añadió fue que Joanie Calvert cargaría primero toda la bebida que tenía guardada; las provisiones alimentarias tendrían un papel secundario-. ¿Qué haremos con la radiación, Rose? No podemos forrar con lámina de plomo todos los coches que suban allí.
– Si la gente sube solo una o dos veces, no les pasará nada. -Rose lo había corroborado por sí misma buscando en internet. También había descubierto que la seguridad, en casos de radiación, dependía de la fuerza de los rayos, pero no veía qué sentido tenía preocuparse por cosas que no podían controlar-. Lo importante es limitar la exposición… y Joe dice que el cinturón no es muy ancho.
– La madre de Joey no querrá venir -dijo Norrie.
Rose suspiró. Eso ya lo sabía. El día de Visita era una bendición a medias. Les serviría para encubrir su marcha, pero todos aquellos que tenían familiares al otro lado querrían ir a verlos. A lo mejor a McClatchey no le toca la lotería, pensó.
Por delante se veía ya Coches de Ocasión Jim Rennie con su gran cartel: ¡CON BIG JIM TODOS A MIL! ¡PÍDANOS CRÉDITO!
– Recordad… -empezó a decir Ernie.
– Ya lo sé -dijo Rose-. Si vemos a alguien, damos la vuelta en la entrada y regresamos al pueblo.
Sin embargo, en el concesionario de Rennie hasta el último aparcamiento RESERVADO PARA EL PERSONAL estaba libre, el salón de exposición estaba desierto y en la puerta principal colgaba una pizarra blanca en la que se leía el mensaje de CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Rose condujo a toda prisa hacia la parte de atrás. Allí fuera había hileras de coches y camiones que tenían en las ventanillas carteles con precios y eslóganes del estilo de VALOR SEGURO, ESTOY COMO NUEVO y ¡EH! ÉCHAME UN VISTAZO (con esa O convertida en un femenino ojo de largas y sexys pestañas). Aquellos eran los caballos maltratados del establo de Big Jim, en nada parecidos a los llamativos purasangres de Detroit y Alemania que tenía expuestos en la parte de delante. En el extremo más alejado del aparcamiento, junto a la valla de tela metálica que separaba la propiedad de Big Jim de un terreno de bosque replantado lleno de basura, había una hilera de furgonetas de la compañía telefónica, algunas de las cuales todavía conservaban el logo de AT &T.
– Esas -dijo Ernie mientras buscaba algo detrás de su asiento. Sacó una tira de metal larga y delgada.
– Eso es una ganzúa para abrir coches -dijo Rose, riendo a medias a pesar de los nervios-. ¿Cómo es que tienes una herramienta para abrir coches, Ernie?
– De cuando trabajaba en el Food City. Te sorprendería la cantidad de gente que cierra el coche con las llaves dentro.
– ¿Por dónde vas a empezar, abuelo? -preguntó Norrie.
Ernie esbozó una sonrisa.
– Ya se me ocurrirá algo. Para aquí, Rose.
Bajó y corrió hacia la primera furgoneta; se movía con una agilidad sorprendente para un hombre que andaba cerca de los setenta. Miró por la ventanilla, negó con la cabeza y se dirigió hacia la siguiente de la hilera. Después a la tercera… pero esa tenía una rueda pinchada. Tras echar un vistazo a la cuarta furgoneta, se volvió hacia Rose y levantó los pulgares.
– Vamos, Rose. Aire.
A Rose le dio la sensación de que Ernie no quería que su nieta lo viera abriendo un coche con una ganzúa. Emocionada, regresó hacia la parte de delante sin decir nada. Allí volvió a detenerse.
– ¿Todo esto te parece bien, corazón?
– Sí -dijo Norrie mientras bajaba-. Si no consigue que arranque, volveremos al pueblo andando.
– Son casi cinco kilómetros. ¿Podrá recorrerlos?
Norrie estaba pálida pero consiguió sonreír.
– Mi abuelo me gana andando. Camina seis kilómetros y medio todos los días, dice que así mantiene las articulaciones bien lubricadas. Márchese antes de que venga alguien y la vea.
– Eres una chica muy valiente -dijo Rose.
– Pues yo no me siento nada valiente.
– La gente valiente nunca se siente valiente, cielo.
Rose volvió al pueblo con la furgoneta. Norrie la siguió con la mirada hasta que desapareció, después se puso a hacer rails y lazy diamonds por el aparcamiento de delante. Había una ligera pendiente, así que solo tenía que molestarse en empujar con el pie en una dirección… aunque estaba tan acelerada que le parecía que podría subir con la tabla hasta lo alto de la cuesta del Ayuntamiento sin enterarse siquiera. ¿Y si aparecía alguien? Bueno, había salido a dar un paseo con su abuelo, que quería echarles un vistazo a las furgonetas. Ella solo lo estaba esperando; después volverían al pueblo dando otro paseo. A su abuelo le encantaba caminar, todo el mundo sabía eso. Para lubricar las articulaciones. Solo que Norrie no creía que fuera solamente por eso, ni siquiera en buena parte. A su abuelo le dio por salir a pasear cuando su abuela empezó a confundir las cosas (nadie daba un paso al frente y decía que era Alzheimer, pero todos lo sabían). Norrie pensaba que caminar le servía para mitigar las penas. ¿Era posible algo así? Ella creía que sí. Sabía que, cuando montaba en su tabla y conseguía hacer un doble kink alucinante en la pista de skate de Oxford, en su interior no había espacio para nada que no fuera alegría y miedo, y la alegría se convertía en la reina de la casa. El miedo vivía en el cobertizo de la parte de atrás.
Después de un rato que le pareció larguísimo, la antigua furgoneta de la compañía telefónica salió de detrás del edificio con su abuelo al volante. Norrie se puso el skate debajo del brazo y subió de un salto. Su primer viaje en un vehículo robado.
– Abuelo, eres superguay -dijo, y le dio un beso.
Joe McClatchey iba a la cocina porque quería una de las últimas latas de zumo de manzana que había en su difunta nevera cuando oyó que su madre decía «Meneo» y se quedó quieto.
Sabía que sus padres se habían conocido estudiando la carrera en la Universidad de Maine y que por aquel entonces a Sam McClatchey sus amigos lo conocían como «Meneo», pero su madre ya casi nunca lo llamaba así, y, cuando lo hacía, se echaba a reír y se ruborizaba, como si el apodo tuviera alguna clase de sucio trasfondo. Joe no sabía nada de eso. Lo que sí sabía era que ese resbalón -ese resbalón hacia atrás- significaba que estaba muy afectada.
Se acercó un poco más a la puerta de la cocina. Estaba abierta y calzada con una cuña, y Joe vio a su madre y a Jackie Wettington, que ese día vestía una blusa y unos tejanos desvaídos en lugar del uniforme. Si hubieran levantado la mirada lo habrían visto. Joe no tenía ninguna intención de escucharlas a escondidas; eso no molaba nada, y menos si su madre estaba disgustada. Pero por el momento las dos mujeres simplemente se miraban. Estaban sentadas a la mesa de la cocina. Jackie tenía las manos de Claire entre las suyas. Joe vio los ojos húmedos de su madre y eso hizo que le entraran ganas de llorar a él también.
– No puedes -estaba diciendo Jackie-. Ya sé que quieres, pero no puedes. No, si esta noche las cosas salen tal como se supone que han de salir.
– ¿No puedo al menos llamarle y decirle por qué no estaré allí? ¡O escribirle un correo electrónico! ¡Podría hacer eso!
Jackie dijo que no con la cabeza. Su expresión era amable pero firme.
– Él podría explicárselo a alguien, y lo que dijera podría llegar a oídos de Rennie. Si Rennie se huele algo antes de que saquemos a Barbie y a Rusty de ahí, todo podría acabar en un completo desastre.
– Si le digo que no se lo cuente absolutamente a nadie…
– Pero, Claire, ¿no lo ves? Hay demasiado en juego. Las vidas de dos hombres. Y las nuestras también. -Hizo una pausa-. La de tu hijo.
Los hombros de Claire se hundieron, después volvió a enderezarse.
– Entonces, llévate a Joe. Yo iré después del día de Visita. Rennie no sospechará de mí; no conozco de nada a Dale Barbara, y a Rusty tampoco, salvo de saludarlo por la calle. Siempre he ido a la consulta del doctor Hartwell, en Castle Rock.
– Pero Joe sí conoce a Barbie -dijo Jackie con paciencia-. Joe fue el que preparó la conexión de vídeo cuando dispararon el misil. Y Big Jim lo sabe. ¿No crees que podría detenerte e interrogarte hasta que le dijeras adonde ha ido?
– No se lo diría -dijo Claire-. No se lo diría nunca.
Joe entró en la cocina. Claire se enjugó las lágrimas de las mejillas e intentó sonreír.
– Ah, hola, cariño. Solo estábamos hablando del día de Visita y…
– Mamá, puede que no solo te interrogue -dijo Joe-. Puede que te torture.
Claire parecía perpleja.
– ¡Oh, cómo va a hacer eso! Ya sé que no es un hombre agradable, pero es uno de los concejales del pueblo, al fin y al cabo, y…
– Era concejal del pueblo -dijo Jackie-. Ahora está haciendo méritos para convertirse en emperador. Y, tarde o temprano, todo el mundo habla. ¿Quieres que Joe esté en algún lugar imaginándose cómo te arrancan las uñas?
– ¡Basta ya! -exclamó Claire-. ¡Eso es horrible!
Jackie no le soltó las manos cuando Claire intentó liberarlas.
– Es todo o nada, y ya es demasiado tarde para que sea nada. Esto está en marcha y nosotros tenemos que movernos al mismo ritmo que todo lo demás. Si Barbie se escapara solo, sin ayuda por nuestra parte, puede que Big Jim lo dejara marchar. Porque todo dictador necesita a su hombre del saco. Pero no lo hará él solo, ¿verdad? Y eso quiere decir que intentará encontrarnos, y eliminarnos.
– Ojalá no me hubiera metido nunca en esto. Ojalá no hubiera ido a esa reunión y no hubiera dejado ir a Joe.
– ¡Pero tenemos que pararle los pies! -protestó Joe-. ¡El señor Rennie está intentando convertir Mills en, bueno, en un estado policial!
– ¡Yo no puedo pararle los pies a nadie! -dijo Claire, casi gimiendo-. ¡Soy una maldita ama de casa!
– Por si te sirve de consuelo -dijo Jackie-, seguramente tenías ya billete para este viaje desde que los niños encontraron la caja.
– Eso no es un consuelo. No lo es.
– En cierto modo, incluso tenemos suerte -siguió diciendo Jackie-. No hemos arrastrado a demasiados inocentes a esto, al menos por el momento.
– Rennie y su fuerza policial nos encontrarán de todas formas -dijo Claire-. ¿Es que no lo sabes? Este pueblo no es más que el que es.
Jackie sonrió con amargura.
– Para entonces seremos más. Y tendremos más armas. Y Rennie lo sabrá.
– Tenemos que ocupar la emisora de radio lo antes posible -dijo Joe-. La gente tiene que oír la otra parte de la historia. Tenemos que retransmitir la verdad.
A Jackie se le encendió la mirada.
– ¡Esa es una idea fantástica, Joe!
– Ay, Dios mío -dijo Claire. Y se tapó la cara con las manos.
Ernie aparcó la furgoneta de la compañía telefónica en el cargadero de Almacenes Burpee. Ahora soy un delincuente, pensó. Y mi nieta de doce años es mi cómplice. ¿O ya tiene trece? No importaba; no creía que Peter Randolph fuera a tratarla como a una menor si los pillaban.
Rommie abrió la puerta, vio que eran ellos y salió al muelle de carga con pistolas en las dos manos.
– ¿Habéis tenido algún problema?
– Todo suave como la seda -dijo Ernie mientras subía los escalones del muelle de carga-. No hay nadie en las carreteras. ¿Tienes más armas?
– Pues sí. Unas cuantas. Dentro, detrás de la puerta. Ayude usted también, señorita Norrie.
Norrie cogió dos rifles y se los pasó a su abuelo, que los metió en la parte de atrás de la furgoneta. Rommie salió con una carretilla en la que había una docena de rollos de lámina de plomo.
– No tenemos por qué cargar esto ahora mismo -dijo-. Solo cortaré algunos trozos para las ventanas. El parabrisas lo cubriremos cuando lleguemos allí. Dejaremos una rendija -«guendija»- para poder ver, como en un viejo tanque alemán, y poder conducir. Norrie, mientras Ernie y yo hacemos esto, ve a ver si puedes sacar esa otra carretilla. Si no puedes, déjalo y ya iremos después por ella.
La otra carretilla estaba cargada de cajas de cartón con provisiones, la mayoría era comida enlatada o sobres de concentrado especiales para excursionistas. Había una caja llena de sobres de bebida en polvo de ocasión. La carretilla pesaba, pero en cuanto consiguió moverla rodó fácilmente. Frenarla era otra cosa; si Rommie no se hubiera apartado de donde estaba, junto a la parte de atrás de la furgoneta, la carretilla podría haberlo tirado del cargadero.
Ernie había terminado de tapar las pequeñas ventanillas traseras de la furgoneta robada con trozos de lámina de plomo y una generosa aplicación de cinta adhesiva. Se limpió la frente y dijo:
– Corremos un riesgo de aúpa, Burpee. Estamos organizando una condenada comitiva hacia el campo de los McCoy.
Rommie se encogió de hombros y luego empezó a cargar cajas de provisiones y a apilarlas contra las paredes de la furgoneta, dejando el centro vacío para los pasajeros. En la parte de atrás de su camisa empezó a crecer un árbol de sudor.
– Lo único que nos queda es esperar que, si lo hacemos deprisa y sin armar barullo, la gran asamblea nos cubrirá. No tenemos muchas más opciones.
– ¿Julia y la señora McClatchey también pondrán plomo en las ventanillas de sus coches? -preguntó Norrie.
– Sí. Esta tarde. Yo las ayudaré, y luego tendrán que dejarlos aparcados detrás de la tienda. No pueden pasearse por el pueblo con las ventanillas recubiertas de plomo, la gente haría preguntas.
– ¿Y tu Escalade? -preguntó Ernie-. Ese coche se tragará el resto de las existencias sin soltar un solo eructo. Tu mujer podría sacarlo de ca…
– Misha no quiere venir -dijo Rommie-. No quiere saber nada de todo esto. Se lo he pedido, lo he intentado todo menos ponerme de rodillas y suplicarle, pero es como si estuviera en el salón de casa oyendo llover. Supongo que yo ya lo sabía, porque no le he contado más que lo que ella misma ya sabía… lo cual no es mucho, aunque no le evitará problemas si Rennie va a buscarla. Pero ella no quiere darse cuenta.
– ¿Por qué no? -preguntó Norrie con los ojos muy abiertos, sin darse cuenta de que la pregunta podía ser impertinente hasta después de haberla soltado y ver el ceño de su abuelo.
– Porque es un cielito muy tozudo. Le he dicho que a lo mejor le hacen daño. «Que lo intenten», ha dicho. Así es mi Misha. Bueno, puñetas. Si más adelante tengo ocasión, a lo mejor me acerco de extranjis a ver si ha cambiado de idea. Dicen que las mujeres siempre tienen derecho a cambiar de opinión en el último momento. Vamos, hay que meter alguna caja más. Y no tapes las armas, Ernie. A lo mejor las necesitamos.
– No puedo creer que te haya metido en esto, pequeña -dijo Ernie.
– No pasa nada, abuelo. Prefiero estar dentro que fuera. -Y al menos eso era cierto.
BONK. Silencio.
BONK. Silencio.
BONK. Silencio.
Ollie Dinsmore estaba sentado con las piernas cruzadas a poco más de un metro de la Cúpula con su mochila de boy scout junto a él. La mochila estaba llena de piedras que había recogido a la entrada de su casa; estaba de hecho tan llena que había llegado hasta allí tambaleándose más que caminando, pensando que el fondo de lona cedería, se abriría y esparciría su munición. Pero eso no había sucedido, y allí estaba él. Escogió otra piedra, una bonita y lisa, pulida por algún antiguo glaciar, y la lanzó por encima de su cabeza contra la Cúpula, donde chocó contra lo que parecía ser solo aire y rebotó. Ollie la recogió y volvió a tirarla.
BONK. Silencio.
Pensó que la Cúpula tenía un punto bueno. Puede que fuera la causa por la que su hermano y su madre habían muerto, pero, por el buen Dios todopoderoso, con una carga de munición había suficiente para todo el día.
Boomerangs de piedra, pensó, y sonrió. Fue una sonrisa sincera, pero con lo delgada que tenía la cara le dio un aspecto horrible. No había comido demasiado, y pensaba que pasaría una buena temporada antes de que volviera a tener ganas de comer. Oír un tiro y luego encontrar a tu madre en el suelo, junto a la mesa de la cocina, con el vestido subido, enseñando las bragas y con media cabeza reventada… una cosa así no contribuía demasiado a abrir el apetito de un niño.
BONK. Silencio.
En el otro lado de la Cúpula había una actividad frenética; allí delante había crecido una ciudad de tiendas de acampada. Jeeps y camiones iban de aquí para allá sin parar, y cientos de tíos del ejército se afanaban por todas partes mientras sus superiores gritaban órdenes y despotricaban, a menudo sin respirar entre una cosa y la otra.
Además de las tiendas que ya habían montado, estaban preparando otras tres nuevas, alargadas. Los carteles que ya habían clavado ante ellas decían: PUESTO DE RECEPCIÓN DE VISITANTES 1, PUESTO DE RECEPCIÓN DE VISITANTES 2 y PUESTO DE PRIMEROS AUXILIOS. Había otra tienda aún más larga, con un cartel delante que decía REFRIGERIOS. Y poco después de que Ollie se sentara y empezara a lanzar su alijo de piedras contra la Cúpula, habían llegado dos camiones de plataforma cargados con retretes portátiles. En ese momento había allí dos hileras de alegres cagaderos de color azul, bastante apartados de la zona donde se situarían los familiares para hablar con sus seres queridos, a los que podrían ver pero no tocar.
Aquella cosa que había salido de la cabeza de su madre le pareció una mermelada de fresa enmohecida, y lo que Ollie no podía entender era por qué su madre se había matado así y en aquel lugar. ¿Por qué en la habitación donde hacían casi todas las comidas? ¿Estaba ya tan ida que no se había dado cuenta de que tenía otro hijo, y que ese hijo volvería a comer (suponiendo que no muriera antes de inanición) pero nunca olvidaría el horror de lo que había visto tirado en aquel suelo?
Pues sí, pensó. Tan ida. Porque Rory siempre fue su preferido, su niño bonito. Casi nunca se daba cuenta de que yo estaba por ahí, a no ser que me hubiese olvidado de dar de comer a las vacas o de limpiar los establos mientras ellos estaban en el campo. O si llegaba a casa con un suspenso en las notas. Porque él nunca sacaba nada que no fueran sobresalientes.
Lanzó una piedra.
BONK. Silencio.
Había muchos tíos del ejército clavando carteles de dos en dos allí delante, cerca de la Cúpula. Los que miraban hacia Mills decían:
¡CUIDADO!
¡POR SU PROPIA SEGURIDAD!
¡MANTÉNGANSE A 2 METROS DE LA CÚPULA!
Ollie suponía que en los carteles que miraban en la otra dirección ponía lo mismo; en el otro lado tal vez sirvieran de algo, porque en el otro lado habría un montón de tíos para mantener el orden. De su lado, sin embargo, iba a haber ochocientas personas del pueblo y unas dos docenas de polis, la mayoría de ellos nuevos en el cuerpo. Mantener alejada a la gente de ese lado sería como intentar proteger un castillo de arena cuando sube la marea.
Le había visto las bragas mojadas, y había visto también un charco entre sus piernas extendidas. Se había meado justo antes de apretar el gatillo o justo después. Ollie pensó que seguramente después.
Lanzó una piedra.
BONK. Silencio.
Había un tío del ejército allí cerca. Era bastante joven. No llevaba ninguna clase de insignia en las mangas, así que Ollie imaginó que era un soldado raso. Parecía que tenía unos dieciséis años, pero supuso que debía de ser mayor. Había oído hablar de chicos que mentían sobre su edad para alistarse, pero creía que eso era antes de que todo el mundo tuviera ordenadores para comprobar esas cosas.
El tío del ejército miró en derredor, vio que nadie lo miraba y habló en voz baja. Tenía acento sureño.
– ¿Chico? ¿Por qué no paras el carro con eso? Me estás volviendo tarumba.
– Pues vete a otra parte -dijo Ollie.
BONK. Silencio.
– No puedo. Órdenes.
Ollie no contestó. En lugar de eso, lanzó otra piedra.
BONK. Silencio.
– ¿Por qué lo haces? -preguntó el tío del ejército. Fingía que arreglaba los dos carteles que estaba clavando para poder hablar con Ollie.
– Porque tarde o temprano una no rebotará. Y cuando eso pase, me levantaré, echaré a andar y nunca volveré a ver esta granja. Nunca volveré a ordeñar una vaca. ¿Qué tal el aire de ahí fuera?
– Está bien. Aunque un poco fresco. Yo soy de Carolina del Sur. En Carolina del Sur no hace este tiempo en octubre, eso sí que te lo digo.
Donde estaba Ollie, a menos de tres metros del chico sureño, el aire era muy caliente. Y apestaba.
El tío del ejército señaló más allá de Ollie.
– ¿Por qué no dejas las piedras y haces algo con esas vacas? -Pronunció «'sasvacas»-. Haz que entren en el establo y ordéñalas o frótales las ubres con alguna mierda de ungüento; algo así.
– No tenemos que hacerlas entrar. Ellas saben adónde tienen que ir. Lo que pasa es que ahora ya no hay que ordeñarlas, y tampoco necesitan Bag Balm. Tienen las ubres secas.
– ¿Sí?
– Sí. Mi padre dice que a la hierba le pasa algo. Dice que la hierba está mala porque el aire está malo. Aquí dentro no huele bien, ¿sabes? Huele a mierda.
– ¿Sí? -El tío del ejército parecía fascinado. Dio un par de golpes con su martillo encima de esos dos carteles que se daban la espalda, aunque ya parecían estar bien clavados.
– Sí. Mi madre se ha suicidado esta mañana.
El tío del ejército había levantado el martillo para dar otro golpe, pero volvió a bajar el brazo y lo dejó colgando a un lado.
– ¿Te estás quedando conmigo, chico?
– No. Se ha pegado un tiro en la mesa de la cocina. La he encontrado yo.
– Joder, eso es una putada. -El tío del ejército se acercó a la Cúpula.
– Cuando murió mi hermano, este domingo, lo llevamos al pueblo porque todavía estaba vivo, un poco, pero mi madre estaba más muerta que muerta, así que la hemos enterrado en la loma. Mi padre y yo. A ella le gustaba ese sitio. Era un sitio bonito antes de que todo se pusiera tan asqueroso.
– ¡Dios bendito, chico! ¡Has pasado un infierno!
– Sigo ahí -dijo Ollie, y, como si esas palabras hubieran accionado una válvula en algún lugar de su interior, empezó a llorar. Se levantó y se acercó a la Cúpula. El joven soldado y él estaban a menos de treinta centímetros, uno frente al otro. El soldado levantó la mano, se estremeció un poco cuando la descarga pasajera lo recorrió y luego lo abandonó. Puso la mano sobre la Cúpula, los dedos extendidos. Ollie levantó la suya y la apretó contra la Cúpula por su lado. Sus manos parecían tocarse, dedo con dedo y palma con palma, pero no lo hacían. Era un gesto inútil que al día siguiente sería repetido una y otra vez: cientos, miles de veces.
– Chico…
– ¡Soldado Ames! -vociferó alguien-. ¡Aleje de ahí su cochino culo!
El soldado Ames se sobresaltó como un niño al que han pillado robando mermelada.
– ¡Venga aquí ahora mismo! ¡A paso ligero!
– Aguanta ahí dentro, chico -dijo el soldado Ames, y corrió a recibir su regañina.
Ollie imaginaba que no sería más que una reprimenda, suponía que no se podía degradar a un soldado raso. Además, no iban a meterlo en la prisión militar o lo que fuera solo por hablar con uno de los animales del zoo. Ni siquiera le he sacado unos cacahuetes, pensó Ollie.
Por un momento levantó la mirada hacia las vacas que ya no daban leche, que ya apenas comían hierba siquiera, y luego se sentó otra vez junto a su mochila. Buscó y encontró otra piedra buena, redondeada. Pensó en el esmalte descascarillado de las uñas de la mano extendida de su madre muerta, la que tenía al lado la pistola aún humeante. Después lanzó la piedra. Chocó contra la Cúpula y rebotó.
BONK. Silencio.
A las cuatro de la tarde de ese jueves, mientras en todo el norte de Nueva Inglaterra el cielo seguía cubierto y en Chester's Mills el sol caía como un foco empañado por el agujero con forma de calcetín que se abría en las nubes, Ginny Tomlinson fue a ver cómo se encontraba Junior. Le preguntó si necesitaba algo para el dolor de cabeza. El dijo que no, pero después cambió de opinión y pidió un poco de Tylenol o de Advil. Cuando la enfermera regresó y el chico cruzó la habitación para cogerlo. Ginny escribió en su historial: «Sigue presentando cojera, pero parece haber mejorado».
Cuando Thurston Marshall asomó la cabeza cuarenta y cinco minutos después, la habitación estaba vacía. Supuso que Junior había bajado a la sala de estar, pero, cuando fue allí a mirar, solo encontró a Emily Whitehouse, la paciente del ataque al corazón. Emily se estaba recuperando muy bien. Thurse le preguntó si había visto a un joven con el pelo rubio oscuro y que cojeaba un poco. La mujer dijo que no. Thurse volvió a la habitación de Junior y miró en el armario. Estaba vacío. El chico con un posible tumor cerebral se había vestido, se había saltado todo el papeleo y se había dado el alta él mismo.
Junior se fue a casa andando. La cojera desapareció por completo en cuanto sus músculos entraron en calor. Además, la sombra con forma de cerradura que flotaba en la parte izquierda de su campo visual encogió hasta convertirse en una bola del tamaño de una canica. A lo mejor al final resultaba que no le habían administrado una dosis completa de talio. Era difícil de decir. Sea como fuere, tenía que mantener la promesa que le había hecho a Dios. Si él se ocupaba de los pequeños Appleton, Dios se ocuparía de él.
Al salir del hospital (por la puerta de atrás), el primer punto de su lista de tareas pendientes era matar a su padre. Sin embargo, cuando por fin llegó a casa (la casa en la que había muerto su madre, la casa donde habían muerto Lester Coggins y Brenda Perkins), había cambiado de opinión. Si mataba ya a su padre, la asamblea municipal extraordinaria quedaría cancelada. Junior no quería que eso sucediera, porque la asamblea de la ciudad le proporcionaría una buena tapadera para su misión principal. La mayoría de los polis estarían allí, y eso le haría más fácil colarse en el calabozo. Le hubiera gustado tener esas placas envenenadas. Habría disfrutado metiéndoselas a Baaarbie por su garganta agonizante.
De todas formas, Big Jim no estaba en casa. El único bicho viviente que había allí dentro era el lobo que había visto cruzar corriendo el aparcamiento del hospital a altas horas de la madrugada. Estaba en mitad de la escalera, mirándolo, y emitía un profundo gruñido que le nacía del pecho. Tenía el pelaje desgreñado y los ojos amarillos. Del cuello le colgaban las placas de identificación de Dale Barbara.
Junior cerró los ojos y contó hasta diez. Cuando volvió a abrirlos, el lobo había desaparecido.
– Ahora el lobo soy yo -susurró a la casa cálida y vacía-. Soy el hombre lobo, y he visto a Lon Chaney bailando con la reina.
Subió la escalera cojeando de nuevo, aunque no era consciente de ello. En el armario tenía el uniforme y también su pistola: una Beretta 92 Taurus. El departamento de policía contaba con una docena de ellas, casi todas pagadas con dinero federal de Seguridad Nacional. Comprobó el cargador de quince balas de la pistola y vio que estaba lleno. Metió el arma en su funda, se ciñó el cinturón alrededor de su menguante cintura y salió de la habitación.
Se detuvo en lo alto de la escalera preguntándose adonde iría hasta que la asamblea hubiera empezado y él pudiera poner en marcha su plan. No quería hablar con nadie, ni siquiera quería que nadie lo viera. Entonces se le ocurrió: un buen escondite que además estaba cerca de donde se desarrollaría la acción. Bajó los escalones con cuidado (esa condenada cojera había vuelto otra vez, y además tenía la parte izquierda de la cara tan dormida que era como si se le hubiera quedado paralizada) y se arrastró por el pasillo. Se detuvo un momento en la puerta del estudio de su padre, preguntándose si debería abrir la caja fuerte y quemar el dinero que había dentro. Decidió que no merecía la pena tomarse tantas molestias. Recordaba vagamente un chiste sobre unos banqueros que habían ido a parar a una isla desierta y se habían hecho ricos vendiéndose la ropa los unos a los otros, y profirió una corta risotada animal, aunque no recordaba exactamente cómo terminaba el chiste y, de todas formas, nunca lo había entendido del todo.
El sol se había ocultado tras las nubes que pendían al oeste de la Cúpula y el día quedó sumido en la penumbra. Junior salió de la casa y desapareció en la oscuridad.
A las cinco y cuarto, Alice y Aidan Appleton, que estaban en el patio de atrás, entraron en la casa en la que vivían de prestado. Alice preguntó:
– Caro… ¿Nos llevarás a Aidan y a yo… a mí… a la gran asamblea?
Carolyn Sturges, que estaba preparando unos sándwiches de mantequilla de cacahuete y mermelada para la cena en la encimera de Coralee Dumagen con el pan de Coralee Dumagen (algo duro pero comestible), miró a los pequeños con sorpresa. Nunca antes había oído que unos niños quisieran asistir a una reunión de adultos; si alguien le hubiese preguntado su opinión, habría dicho que seguramente echarían a correr en dirección contraria para evitar un acto tan aburrido. Se sintió tentada. Porque, si los niños iban, también ella podría asistir.
– ¿Estáis seguros? -preguntó, agachándose-. ¿Los dos?
Antes de esos últimos días, Carolyn habría dicho que no le interesaba tener hijos, que lo que quería era labrarse una carrera como profesora y escritora. Quizá como novelista, aunque tenía la sensación de que escribir novelas era bastante arriesgado: ¿y si te pasabas todo ese tiempo escribiendo un volumen de mil páginas y luego era un asco? La poesía, sin embargo… recorrer todo el país (en moto, tal vez)… realizando lecturas y ofreciendo seminarios, libre como un pájaro… eso sí que sería una pasada. Quizá conocer a unos cuantos hombres interesantes, beber vino y discutir sobre Sylvia Plath en la cama. Alice y Aidan le habían hecho cambiar de opinión. Se había enamorado de ellos. Quería que la Cúpula se abriera, desde luego que sí, pero devolver esos niños a su madre le iba a partir el corazón. En cierto modo esperaba que también a ellos les doliese un poco. Seguramente era cruel, pero así era.
– ¿Ade? ¿Es eso lo que quieres? Porque las asambleas de adultos pueden ser un tostón, largas y aburridas.
– Yo quiero ir -dijo Aidan-. Quiero ver a todo el mundo.
Entonces Carolyn lo entendió. Lo que les interesaba no era la discusión sobre los recursos ni sobre cómo los utilizaría el pueblo en adelante, ¿por qué habría de interesarles? Alice tenía nueve años y Aidan cinco. Pero que quisieran ver a todo el mundo reunido, como si fueran una gran familia… eso sí tenía sentido.
– ¿Os portaréis bien? ¿Os estaréis quietecitos y no cuchichearéis por lo bajo?
– Claro que sí -respondió Alice con dignidad.
– ¿Y los dos haréis todo el pipí que tengáis antes de salir?
– ¡Sí! -Esta vez la niña puso los ojos en blanco para expresar que Caro se estaba comportando como una pesada insoportable… y a ella le encantó esa reacción.
– Entonces, lo que voy a hacer es envolver estos sándwiches para llevárnoslos. Y hay dos latas de refresco para los niños que se portan bien y saben beber con pajita. Suponiendo que los niños en cuestión hayan hecho todo el pipí que puedan antes de hincharse a beber más líquido, claro.
– Yo sé beber un montón con pajita -dijo Aidan-. ¿Hay Woops?
– Quiere decir pastelitos Whoopie Pies -aclaró Alice.
– Ya sé lo que quiere decir, pero no hay. Me parece que a lo mejor quedan algunas galletitas integrales. De esas que tienen azúcar y canela por encima.
– Las galletas de canela están ricas -dijo Aidan-. Te quiero, Caro.
Carolyn sonrió. Pensó que ningún poema que había leído jamás le parecía tan bonito. Ni siquiera ese de Williams sobre las ciruelas frías.
Andrea Grinnell bajó la escalera despacio pero con paso seguro mientras Julia la miraba con asombro. Andi había sufrido una transformación. En parte porque se había maquillado y se había peinado lo que antes era la espantosa maraña de su melena, pero eso no era todo. Al mirarla, Julia se dio cuenta del tiempo que había pasado desde la última vez que había visto a la tercera concejala del pueblo siendo ella misma. Esa noche se había puesto un impresionante vestido rojo con un cinturón que le ceñía el talle (parecía de Ann Taylor) y llevaba un gran bolso de tela que se cerraba con un fruncido.
Incluso Horace se quedó boquiabierto.
– ¿Qué tal estoy? -preguntó Andi cuando llegó al pie de la escalera-. ¿Da la impresión de que podría ir a la asamblea volando si tuviera una escoba?
– Estás fantástica. Veinte años más joven.
– Gracias, cielo, pero arriba tengo un espejo.
– Pues si no has visto lo mucho que has mejorado, prueba a mirarte en el de aquí abajo, que la luz es mejor.
Andi se cambió el bolso de brazo, como si le pesara mucho.
– Bueno. Supongo que sí. Al menos un poco.
– ¿Estás segura de que tienes suficientes fuerzas para esto?
– Me parece que sí, pero si empiezo a temblar y a tiritar me escaparé por la puerta lateral. -Andi no tenía ninguna intención de escaparse, temblara o no.
– ¿Qué llevas en el bolso?
La comida de Jim Rennie, pensó Andrea. Y pienso hacérsela tragar delante de todo este pueblo.
– Siempre me llevo la labor para tejer cuando voy a la asamblea municipal. A veces resultan muy pesadas y aburridas.
– No creo que la de hoy vaya a ser aburrida -dijo Julia.
– Tú también vienes, ¿verdad?
– Hum, supongo que sí -respondió Julia con vaguedad. Esperaba estar bien lejos del centro de Chester's Mills antes de que la asamblea llegara a su fin-. Antes tengo unas cuantas cosas que hacer. ¿Podrás llegar tú sola?
Andi le dedicó una cómica mirada de «Mamá, por favor».
– Voy hasta el final de la calle, bajo la cuesta y ya estoy allí. Llevo años haciéndolo.
Julia consultó su reloj. Eran las seis menos cuarto.
– ¿No sales demasiado pronto?
– Si no me equivoco, Al abrirá las puertas a las seis en punto, y quiero asegurarme de encontrar un buen asiento.
– Como concejala, deberías ocupar un sitio en el estrado -dijo Julia-. Si quieres, claro.
– No, creo que no. -Andi volvió a cambiarse el bolso de brazo. Sí que llevaba dentro sus labores; pero también los documentos de VADER y el 38 que le había regalado su hermano Twitch para que protegiera su casa. Pensó que serviría igual de bien para proteger el pueblo. Un pueblo era como un cuerpo, pero contaba con una ventaja sobre el cuerpo humano: si un pueblo tenía un cerebro defectuoso, podía llevarse a cabo un trasplante. Y a lo mejor no hacía falta llegar a asesinar a nadie. Rezó para que no hiciera falta.
Julia la miraba con socarronería. Andrea se dio cuenta de que se había quedado abstraída.
– Me parece que esta noche me sentaré con la gente corriente. Pero, cuando llegue el momento, diré la mía. Puedes estar segura.
Andi tenía razón en eso de que Al Timmons abriría las puertas a las seis. A esas horas, Main Street (que había estado prácticamente vacía durante todo el día) empezaba a llenarse de ciudadanos que iban hacia la sala de plenos. Había más gente aún bajando en pequeños grupos por la cuesta del Ayuntamiento desde las calles residenciales. Empezaron a llegar coches desde Eastchester y Northchester, casi todos al completo. Por lo visto, esa noche nadie quería estar solo.
Andi llegó lo bastante pronto para poder elegir asiento y escogió uno en la tercera fila desde el estrado, junto al pasillo central. Por delante de ella, en la segunda fila, estaban Carolyn Sturges y los pequeños Appleton. Los niños miraban todo y a todo el mundo fijamente y con los ojos muy abiertos. El chiquillo sostenía algo que parecía una galletita integral.
Linda Everett fue otra de las que llegaron temprano. Julia le había explicado a Andi que habían detenido a Rusty (era completamente absurdo) y sabía que su mujer debía de estar destrozada, pero lo ocultaba muy bien tras el maquillaje y un bonito vestido con grandes bolsillos de parche. Dado el estado en que se encontraba ella (boca seca, dolor de cabeza, estómago revuelto), Andi admiró su valentía.
– Ven, siéntate conmigo, Linda -dijo al tiempo que daba unas palmaditas en el asiento de al lado-. ¿Cómo está Rusty?
– No lo sé -respondió Linda. Pasó frente a Andrea y se sentó. Algo que llevaba en esos divertidos bolsillos hizo ruido al chocar con la madera-. No me dejan verlo.
– Esa situación se rectificará -dijo Andrea.
– Sí -convino Linda con gravedad-. Se rectificará. -Después se inclinó hacia delante-. Hola, niños, ¿cómo os llamáis?
– Este es Aidan -dijo Caro-, y esta es…
– Yo me llamo Alice. -La niñita alargó una mano regia: de reina a fiel súbdita-. Yo y Aidan… Aidan y yo… somos Cupuérfanos. Quiere decir «Huérfanos de la Cúpula». Se lo ha inventado Thurston. Sabe hacer trucos de magia, como sacarte monedas de detrás de la oreja y cosas así.
– Vaya, parece que os ha ido la mar de bien -dijo Linda, sonriendo. No le apetecía sonreír; no había estado tan nerviosa en toda su vida. Pero «nerviosa» era una palabra demasiado suave. Estaba cagada de miedo.
A las seis y media, el aparcamiento de detrás del ayuntamiento ya estaba lleno. Después de eso se llenaron las plazas de Main Street, y también las de West y East Street. A las siete menos cuarto, incluso los aparcamientos de correos y del parque de bomberos estaban completos.
Big Jim había previsto la posibilidad de aglomeración, y Al Timmons, ayudado por algunos de los agentes más nuevos, había sacado al césped unos cuantos bancos del Salón de Veteranos. APOYA A NUESTRAS TROPAS, se leía grabado en algunos; ¡JUEGA AL BINGO!, en otros. También habían instalado unos grandes altavoces Yamaha a un lado y otro de la puerta principal.
Casi toda la fuerza policial del pueblo (y todos los agentes experimentados, salvo uno) estaba allí para mantener el orden. Cuando los últimos en llegar protestaron porque tenían que sentarse fuera (o quedarse de pie, cuando hasta los bancos del césped se hubieron llenado), el jefe Randolph les dijo que tendrían que haber llegado antes: si te duermes, te lo pierdes. Además, añadía, hacía una noche muy buena, agradable y calurosa, y más tarde seguramente disfrutarían de otra gran luna rosa.
– Agradable si no te molesta este olor -dijo Joe Boxer. El dentista estaba de un humor de perros desde la confrontación en el hospital a causa de esos gofres que había liberado-. Espero que lo oigamos todo bien a través de esos cacharros. -Señaló los altavoces.
– Lo oirán bien -dijo Randolph-. Los hemos traído del Dipper's. Tommy Anderson dice que son lo último de lo último, y los ha instalado él mismo. Imagínese que esto es un autocine pero sin la película.
– Me imaginaré que es un grano que me ha salido en el culo -exclamó Joe Boxer, luego cruzó las piernas y se frotó con nerviosismo la raya de los pantalones.
Junior los veía llegar desde su escondite en el Puente de la Paz, donde espiaba a través de una rendija entre los tablones. Se quedó pasmado al ver a tanta gente del pueblo en el mismo sitio y al mismo tiempo, y dio gracias por los altavoces. Así podría oírlo todo desde donde estaba, y en cuanto su padre hubiese entrado en materia, él iniciaría su maniobra.
Que Dios asista al que se interponga en mi camino, pensó.
Era imposible no ver la mole barriguda de su padre aun en la creciente penumbra. Además, el ayuntamiento estaba completamente iluminado y la luz de una de las ventanas proyectaba un rectángulo justo donde se encontraba Big Jim, en el límite del abarrotado aparcamiento. Carter Thibodeau estaba junto a él.
Big Jim no tenía la sensación de estar siendo observado; o, mejor dicho, tenía la sensación de que todo el mundo lo observaba, lo cual venía a ser lo mismo. Consultó su reloj y vio que solo eran las siete. Su sentido político, agudizado a lo largo de muchísimos años, le decía que una reunión importante tenía que empezar siempre diez minutos tarde; más no, pero tampoco menos. Lo cual quería decir que era hora de que enfilara hacia la pista de rodaje. Llevaba consigo una carpeta en la que guardaba su discurso, pero en cuanto cogiera carrerilla no lo necesitaría. Sabía lo que iba a decir. Tenía la sensación de haber pronunciado el discurso ya en sueños la noche anterior, no una sino varias veces, y cada vez le había salido mejor.
Dio un codazo a Carter.
– Es hora de poner en marcha el espectáculo.
– Vale. -Carter se acercó corriendo hasta donde estaba Randolph en los escalones del ayuntamiento (Seguro que cree que se parece al puñetero Julio César, pensó Big Jim), y volvió con el jefe de policía.
– Entraremos por la puerta lateral -dijo Big Jim. Consultó su reloj-. Dentro de cinco… no, de cuatro minutos. Tú irás delante, Peter; yo iré el segundo; Carter, tú detrás de mí. Iremos directos al estrado, ¿de acuerdo? Caminad con firmeza… nada de arrastrar los dichosos pies. Habrá aplausos. Manteneos en posición de «firmes» hasta que empiecen a decaer. Después sentaos. Peter, tú a mi izquierda. Carter, a mi derecha. Yo me adelantaré al atril. Primero rezaremos, luego todo el mundo se pondrá en pie para cantar el himno nacional. Después de eso, hablaré y repasaré el orden del día cagando leches. Votarán que sí a todo. ¿Lo tenéis?
– Estoy nervioso como una colegiala -confesó Randolph.
– Pues no lo estés. Todo va a salir bien.
En eso desde luego se equivocaba.
Mientras Big Jim y su séquito se encaminaban hacia la puerta lateral del ayuntamiento, Rose torcía por el camino de entrada de los McClatchey con la furgoneta de su restaurante. Detrás de ella iba el sencillo Chevrolet sedán que conducía Joanie Calvert.
Claire salió de la casa con una maleta en una mano y una bolsa de lona llena de comida en la otra. Joe y Benny Drake también llevaban maletas, aunque la mayoría de la ropa que había en la de Benny había salido de los cajones de Joe. Benny llevaba otra bolsa de lona, más pequeña, cargada con todo lo que había podido encontrar en la despensa de los McClatchey.
Desde el pie de la cuesta llegó el sonido amplificado de unos aplausos.
– Daos prisa -dijo Rose-. Ya están empezando. Es hora de poner pies en polvorosa. -Lissa Jamieson iba con ella. Deslizó la puerta de la furgoneta para abrirla y empezó a cargar bultos dentro.
– ¿Tenemos lámina de plomo para cubrir las ventanas? -le preguntó Joe a Rose.
– Sí, y también unos trozos de sobra para el coche de Joanie. Llegaremos hasta donde tú digas que es seguro y luego taparemos las ventanillas. Dame esa maleta.
– Esto es una locura, ¿sabes? -dijo Joanie Calvert. Caminó desde su coche hasta la furgoneta del Sweetbriar en una línea bastante recta, lo cual hizo pensar a Rose que solo se había tomado una o dos copas para infundirse valor. Eso era buena señal.
– Seguramente tienes razón -dijo Rose-. ¿Estás preparada?
Joanie suspiró y después pasó un brazo sobre los flacos hombros de su hija.
– ¿Para qué? ¿Para ir de cabeza al desastre? ¿Por qué no? ¿Cuánto tiempo tendremos que quedarnos allí arriba?
– No lo sé -dijo Rose.
Joanie soltó otro suspiro.
– Bueno, al menos no hace frío.
Joe le preguntó a Norrie:
– ¿Dónde está tu abuelo?
– Con Jackie y el señor Burpee en la furgoneta que hemos robado en Coches Rennie. Esperará fuera mientras ellos entran a sacar a Rusty y al señor Barbara. -Le dedicó una sonrisa muerta de miedo-. Será su hombre al volante.
– No hay tonto más tonto que un viejo tonto -comentó Joanie Calvert.
A Rose le dieron ganas de armarse de valor y soltarle un tortazo, y al mirar a Lissa se dio cuenta de que ella había sentido lo mismo, pero no era momento de ponerse a discutir, y menos aún de liarse a puñetazos.
O vencemos unidos o caemos por separado, pensó Rose.
– ¿Y Julia? -preguntó Claire.
– Viene con Piper. Y con su perro.
Desde el centro llegó la voz amplificada del Coro Unido de Chester's Mills (y las voces de los que estaban sentados en los bancos del exterior) cantando «The Star-Spangled Banner».
– Vamos -dijo Rose-. Yo iré la primera.
Joanie Calvert repitió con triste buen humor:
– Al menos no hace frío. Vamos, Norrie, haz de copiloto de tu vieja madre.
Al sur de la Maison des Fleurs de LeClerc había un callejón de reparto, y allí estaba aparcada la furgoneta robada de la compañía telefónica, con el morro asomando. Ernie, Jackie y Rommie Burpee estaban sentados dentro escuchando el himno nacional que llegaba desde calle abajo. Jackie sintió una punzada en los ojos y vio que no era la única que se había emocionado: Ernie, al volante, se había sacado un pañuelo del bolsillo de atrás y estaba secándose los ojos.
– Supongo que no necesitamos que Linda nos dé la voz de alarma. -«Alagma», dijo Rommie-. No esperaba esos altavoces. De mi almacén no han salido.
– Aun así, está bien que la gente la vea en la asamblea -dijo Jackie-. ¿Tienes la máscara, Rommie?
Él levantó la careta de Dick Cheney estampada en plástico. A pesar de sus diversas existencias, Rommie no había podido proporcionarle a Jackie una careta de Ariel, la Sirenita, así que tuvo que conformarse con la de la amiguita de Harry Potter, Hermione. La máscara de Darth Vader de Ernie estaba detrás de su asiento. Jackie pensó que si llegaba a tener que ponérsela, seguramente estarían en graves apuros, pero no lo dijo.
Además, ¿qué importa? Cuando de pronto ya no estemos en el pueblo, todo el mundo comprenderá bastante bien por qué nos hemos marchado.
Sin embargo, sospechar no era lo mismo que saber, y si la sospecha era lo único que tenían Rennie y Randolph, tal vez los amigos y familiares a quienes dejaban atrás no se verían sometidos más que a un severo interrogatorio.
Tal vez. Jackie comprendía que, en circunstancias como esas, «tal vez» eran palabras mayores.
El himno terminó. Se oyeron más aplausos y luego el segundo concejal del pueblo tomó la palabra. Jackie comprobó la pistola que llevaba encima (la suya personal) y pensó que los siguientes minutos seguramente serían los más largos de toda su vida.
Barbie y Rusty estaban junto a la puerta de sus respectivas celdas escuchando a Big Jim embarcarse en su discurso. Gracias a los altavoces que habían instalado en la puerta principal del ayuntamiento, lo oían bastante bien.
– ¡Gracias! ¡Gracias a todos y cada uno de ustedes! ¡Gracias por venir! ¡Y gracias por ser los ciudadanos más valientes, más duros y con más aguante de estos Estados Unidos de América!
Aplausos entusiastas.
– Damas y caballeros… y niños también, puesto que veo unos cuantos entre el público…
Risas bondadosas.
– Nos encontramos en un aprieto terrible. Ya lo saben. Esta noche tengo intención de explicarles cómo hemos llegado a esta situación. No lo sé todo, pero compartiré con ustedes lo que sé, porque se lo merecen. Cuando haya terminado de ponerlos al corriente, tenemos un orden del día breve pero importante que repasar. Sin embargo, primero y ante todo, quiero decirles lo muy ORGULLOSO que estoy de ustedes, lo HUMILDE que me siento de ser el hombre que Dios (y ustedes) han elegido para ser su líder en esta crítica encrucijada, y quiero ASEGURARLES que juntos superaremos esta prueba. Juntos y con la ayuda de Dios ¡saldremos de esto MÁS FUERTES y MÁS JUSTOS y MEJORES de lo que hemos sido nunca! Puede que ahora seamos israelitas en el desierto…
Barbie puso cara de exasperación y Rusty cerró el puño e hizo como si se la pelara.
– … ¡pero pronto llegaremos a CANAÁN y nos deleitaremos con el banquete de leche y miel que el Señor y nuestros compatriotas americanos sin duda nos tendrán preparado!
Aplausos enfervorizados. Parecía una ovación de las de tener al público en pie. Barbie, bastante seguro de que, aunque hubiera un micrófono oculto en el calabozo, los tres o cuatro polis de arriba estarían apretados en la puerta de la comisaría escuchando a Big Jim, dijo:
– Prepárate, amigo.
– Ya lo estoy -dijo Rusty-. Créeme, lo estoy.
Siempre que Linda no sea una de los que planean asaltar esto, pensó. No quería que matara a nadie, pero, más que eso, no quería que se arriesgara a que la mataran. Por él no. Que se quede donde está, por favor. Puede que ese hombre esté loco, pero si Linda se queda con el resto del pueblo al menos estará a salvo.
Eso fue lo que pensó justo antes de que empezaran los disparos.
Big Jim estaba exultante. Los tenía exactamente donde quería: en la palma de la mano. Cientos de personas, los que lo habían votado y los que no. Nunca había visto a tanta gente en esa sala, ni siquiera cuando habían discutido sobre el precepto de las oraciones en la escuela o el presupuesto de la escuela. Estaban sentados muslo contra muslo y hombro contra hombro, fuera igual que dentro, y hacían mucho más que escucharlo. Con Sanders desaparecido en combate y Grinnell sentada entre los asistentes (era difícil pasar por alto ese vestido rojo de la tercera fila), el público era todo para él. Sus ojos le suplicaban que cuidara de ellos. Que los salvara. Y lo que colmaba aún más su dicha era tener a su guardaespaldas junto a él y ver las filas de policías (sus policías) alineados a ambos lados de la sala. No todos vestían uniforme todavía, pero sí iban armados. Como mínimo otras cien personas del público llevaban brazaletes azules. Era como tener su propio ejército privado.
– Mis queridos conciudadanos, la mayoría de ustedes sabe que hemos detenido a un hombre llamado Dale Barbara…
Se levantó una tempestad de abucheos y silbidos. Big Jim esperó a que remitiera, con expresión grave por fuera, sonriendo por dentro.
– … por los asesinatos de Brenda Perkins, Lester Coggins y dos niñas encantadoras a las que todos conocíamos y queríamos: Angie McCain y Dodee Sanders.
Más abucheos salpicados de gritos de «¡Que lo cuelguen!» y «¡Terrorista!». La que gritaba «terrorista» parecía ser Velma Winter, la encargada de Brownie's durante el día.
– Lo que no saben -siguió diciendo Big Jim- es que la Cúpula es el resultado de una conspiración perpetrada por un grupo de élite de científicos canallas y financiada encubiertamente por un grupo escindido del gobierno. ¡Somos conejillos de Indias de un experimento, queridos conciudadanos, y Dale Barbara era el hombre designado para planear y dirigir la ejecución de ese experimento desde dentro!
Esas palabras fueron recibidas por un silencio de estupefacción. Después se oyó un rugido de indignación.
Cuando cesó, Big Jim prosiguió; las manos plantadas a un lado y otro del atril, su enorme rostro brillando de sinceridad (y tal vez hipertensión). Tenía su discurso delante, pero no había desplegado el papel. No necesitaba mirarlo. Dios se valía de sus cuerdas vocales y le movía la lengua.
– Puede que se pregunten a qué me refiero cuando hablo de una financiación encubierta. La respuesta es terrorífica pero simple. Dale Barbara, ayudado por un número de conciudadanos todavía desconocido, montó una fábrica de estupefacientes que ha estado suministrando enormes cantidades de cristal de metanfetamina a los señores de la droga, algunos con contactos en la CIA, a lo largo de toda la costa Este. Y aunque todavía no nos ha dado los nombres de todos sus compañeros de conspiración, uno de ellos (y me parte el corazón decir esto) parece ser Andy Sanders.
Barullo y gritos de asombro entre el público. Big Jim vio que Andi Grinnell hacía ademán de levantarse de su asiento pero luego volvía a sentarse. Eso es, pensó. Quédate ahí sentada. Si eres lo bastante temeraria para poner en duda lo que digo, te comeré viva. O te señalaré con el dedo y te acusaré. Y entonces serán ellos quienes te comerán viva.
A decir verdad, se sentía como si pudiera hacerlo.
– El jefe de Barbara, su mando, es un hombre al que todos habéis visto en las noticias. Dice ser coronel del Ejército de Estados Unidos, pero en realidad es un alto cargo de los consejos de científicos y funcionarios gubernamentales responsables de este experimento satánico. Tengo aquí mismo la confesión de Barbara al respecto. -Se dio unos golpecitos en la americana, en cuyo bolsillo interior llevaba la cartera y un Nuevo Testamento de pequeño formato con las palabras de Cristo impresas en rojo.
Mientras tanto se habían elevado más gritos de «¡Que lo cuelguen!». Big Jim levantó una mano, la cabeza gacha, el rostro serio, y los gritos se acallaron por fin.
– Votaremos el castigo de Barbara como pueblo: un cuerpo unido y entregado a la causa de la libertad. Está en sus manos, damas y caballeros. Si votan que sea ejecutado, será ejecutado. Sin embargo, no habrá ningún ahorcamiento mientras yo sea su dirigente. Lo ejecutará un pelotón de fusilamiento de la policía…
Lo interrumpieron unos aplausos exaltados, y casi toda la asamblea se puso en pie. Big Jim se inclinó hacia el micrófono.
– … pero ¡solo después de haber sacado hasta el último ápice de información que sigue escondiendo el CORAZÓN DE ESE MISERABLE TRAIDOR!
En ese momento casi todo el mundo estaba en pie. Andi, sin embargo, no; ella seguía sentada en la tercera fila, junto al pasillo central, clavándole una mirada que debería haber sido ausente, brumosa y confusa, pero que no lo era. Mírame cuanto quieras, pensó Rennie. Mientras aguantes ahí sentadita como una niña buena.
Entretanto se deleitó con ese aplauso.
– ¿Ya? -preguntó Rommie-. ¿Tú qué dices, Jackie?
– Espera un poco más.
Era instinto, solo eso, y normalmente podía fiarse de sus instintos.
Después se preguntaría cuántas vidas podrían haberse salvado si le hubiera dicho a Rommie: «Vale, vamos».
A través de la rendija de la pared del Puente de la Paz, Junior vio que incluso la gente que estaba sentada en los bancos de fuera se había puesto en pie, y el mismo instinto que le había dicho a Jackie que esperara un poco más, a él le dijo que era hora de ponerse en marcha. Salió cojeando del puente por el lado de la plaza del pueblo y cruzó hacia la acera. Cuando el ser que lo había engendrado volvió a tomar la palabra, él echó a andar hacia la comisaría. La mancha negra del lado izquierdo de su campo de visión había vuelto a expandirse, pero tenía la mente clara.
Ya voy, Baaarbie. Voy a por ti.
– Esa gente son maestros de la desinformación -siguió diciendo Big Jim- y, cuando os acerquéis a la Cúpula a ver a vuestros seres queridos, la campaña contra mí irá ya a toda máquina. Cox y sus subalternos no se detendrán ante nada con tal de desacreditarme. Dirán que soy un mentiroso y un ladrón, incluso puede que digan que fui yo quien organizó su operación de fabricación de drogas…
– Sí que fuiste tú -dijo una voz nítida y clara.
Era Andrea Grinnell. Todas las miradas se fijaron en ella cuando se puso en pie; un signo de exclamación humano con su vestido rojo chillón. Miró un instante a Big Jim con una expresión de frío desprecio, después se volvió para contemplar a esas personas que la habían elegido tercera concejala cuando el viejo Billy Cale, el padre de Jack Cale, murió de un derrame cerebral hacía cuatro años.
– Conciudadanos, dejad a un lado vuestros miedos por un momento -dijo-. Si lo hacéis, veréis que la historia que está explicando Jim Rennie es absurda. Cree que se os puede hacer salir en estampida como al ganado en una tormenta. Yo he vivido con vosotros toda mi vida, y creo que se equivoca.
Big Jim esperó oír exclamaciones de protesta. No las hubo. Eso no quería decir necesariamente que la gente del pueblo la creyeran, solo que se habían quedado atónitos ante ese repentino giro de los acontecimientos. Alice y Aidan Appleton se habían dado la vuelta y estaban arrodillados en sus bancos, mirando boquiabiertos a la mujer de rojo. Caro estaba igual de pasmada.
– ¿Un experimento secreto? ¡Menuda chorrada! Nuestro gobierno se ha involucrado en cosas bastante horrorosas durante estos últimos cincuenta años, y yo soy la primera en admitirlo, pero ¿tener prisionero a todo un pueblo con una especie de campo de fuerza? ¿Solo para ver qué hacemos? Es una idiotez. Solo una gente aterrorizada lo creería. Rennie lo sabe, y por eso ha estado orquestando el terror.
Big Jim había perdido el ritmo por un momento, pero entonces volvió a encontrar la voz. Y, desde luego, él tenía el micrófono.
– Damas y caballeros, Andrea Grinnell es una buena mujer, pero esta noche no es ella misma. Está tan conmocionada como el resto de nosotros, desde luego, pero, además, siento decir que tiene un grave problema de dependencia de los medicamentos a consecuencia de una caída y de su subsiguiente consumo de un fármaco extremadamente adictivo llamado…
– Hace días que no tomo nada más fuerte que aspirinas -dijo Andrea con una voz clara y nítida-. Y han llegado a mi poder unos documentos que demuestran…
– ¡Melvin Searles! -vociferó Big Jim-. ¿Querrían usted y varios de sus compañeros sacar gentil pero firmemente a la concejala Grinnell de la sala y acompañarla a su casa? O quizá al hospital, para que la examinen. No es ella misma.
Se oyeron unos murmullos de aprobación, pero no el clamor que Big Jim esperaba. Por otra parte, Mel Searles solo había dado un paso adelante cuando Henry Morrison extendió su mano hacia el pecho de Mel y lo envió de vuelta a la pared, donde se dio un golpe que incluso se oyó.
– Dejémosla terminar -dijo Henry-. Ella también es concejala, así que dejémosla terminar.
Mel miró a Big Jim, pero Big Jim estaba mirando a Andi, casi hipnotizado, y vio cómo sacaba de su gran bolso un sobre manila de color marrón. Supo lo que era nada más verlo. Brenda Perkins, pensó. Oh, la muy puta. Aun muerta sus putadas continúan.
Cuando Andi sostuvo el sobre en alto, el papel empezó a agitarse atrás y adelante. Los temblores volvían, esos temblores de mierda. No podían haber escogido peor momento, pero a ella no le sorprendía; de hecho, casi podría haberlo esperado. Era el estrés.
– Los documentos de este sobre llegaron a mí a través de Brenda Perkins -dijo, y por fin su voz sonó firme-. Fueron reunidos por su marido y por el fiscal general del estado. Duke Perkins estaba investigando a James Rennie por una larga lista de faltas y delitos graves.
Mel miró a su amigo Carter en busca de consejo, y Carter le devolvió una mirada de ojos brillantes, muy abiertos y casi divertidos. Señaló a Andrea, después se llevó una mano a la garganta en posición horizontal: «Córtala». Esta vez, cuando Mel se adelantó, Henry Morrison no lo detuvo. Igual que casi todo el mundo en la sala, Henry estaba atónito mirando a Andrea Grinnell.
Marty Arsenault y Freddy Denton se unieron a Mel, que corría frente a la tarima, agachado como si cruzara por delante de la pantalla de un cine. Todd Wendlestat y Lauren Conree también se habían puesto en marcha desde el otro lado de la sala. La mano de Wendlestat aferraba un pedazo de bastón de nogal serrado que empuñaba a modo de porra; la de Conree agarraba la culata de su arma.
Andi los vio venir, pero no calló.
– La prueba está en este sobre, y creo que demuestra… -«que Brenda Perkins murió por esto», tenía intención de decir para terminar la frase, pero en ese momento a su mano temblorosa y cubierta de sudor se le resbaló el cordón que cerraba su bolso. Cayó al pasillo, y el cañón de su 38 de protección personal asomó por la boca fruncida de la bolsa como un periscopio.
En el silencio de la sala, todo el mundo oyó con claridad cómo Aidan Appleton decía:
– ¡Hala! ¡Esta señora tiene una pistola!
Siguieron otros instantes de atónito silencio. Entonces, Carter Thibodeau saltó de su asiento y corrió a ponerse delante de su jefe gritando:
– ¡Un arma! ¡Un arma! ¡UN ARMA!
Aidan salió al pasillo para investigar más de cerca.
– ¡No, Ade! -gritó Caro, y se inclinó para agarrarlo justo cuando Mel disparaba el primer tiro.
La bala abrió un agujero en el suelo pulido, unos cuantos centímetros por delante de Carolyn Sturges. Volaron astillas. Una de ellas se le clavó a la joven justo debajo del ojo derecho, y la sangre empezó a resbalarle por la cara. Ella se dio cuenta vagamente de que todo el mundo se había puesto a gritar. Se arrodilló en el pasillo, cogió a Aidan de los hombros y lo protegió entre sus muslos como si fuera una pelota de fútbol americano. El niño regresó a toda prisa a la fila en la que había estado sentado, sorprendido pero ileso.
– ¡UN ARMA! ¡TIENE UN ARMA! -gritó Freddy Denton, y apartó a Mel de en medio. Más tarde juraría que la joven intentaba alcanzar la pistola y que él solo tuvo la intención de herirla.
Gracias a los altavoces, las tres personas que aguardaban en la furgoneta robada oyeron el cambio de rumbo de las festividades del ayuntamiento. El discurso de Big Jim y los aplausos que lo acompañaban habían sido interrumpidos por una mujer que hablaba en voz alta pero que estaba demasiado lejos del micrófono para que sus palabras pudieran entenderse desde fuera. Su voz había quedado ahogada por un murmullo general que culminó en gritos. Después se oyó un disparo.
– ¿Qué narices es eso? -dijo Rommie.
Más disparos. Dos, quizá tres. Y gritos.
– No importa -dijo Jackie-. Arranca, Ernie, y deprisa. Si vamos a hacerlo, tenemos que hacerlo ya.
– ¡No! -gritó Linda, poniéndose en pie de un salto-. ¡No disparéis! ¡Hay niños! ¡HAY NIÑOS!
En el ayuntamiento estalló un pandemónium. Es posible que por unos instantes hubieran dejado de ser ganado, pero ya volvían a serlo. La estampida hacia las puertas principales estaba servida. Unos cuantos, los primeros, consiguieron salir. Después la multitud se atascó. Algunas personas que habían conservado una pizca de sentido común echaron a andar por los pasillos laterales y el central hacia las salidas que flanqueaban la tarima, pero fueron una minoría.
Linda se acercó a Carolyn Sturges con la intención de tirar de ella hacia la relativa seguridad de los bancos cuando Toby Manning, que corría por el pasillo central, chocó contra ella. Su rodilla impactó con la parte de atrás de la cabeza de Linda y la mujer cayó hacia delante, aturdida.
– ¡Caro! -Alice Appleton gritaba desde muy lejos-. ¡Caro, levántate! ¡Caro, levántate! ¡Caro, levántate!
Carolyn quiso ponerse en pie, y fue entonces cuando Freddy Denton le pegó un tiro entre los ojos y la mató al instante. Los niños chillaron. Sus rostros estaban salpicados de sangre.
Linda notó vagamente que le daban patadas y la pisaban. Se puso a gatas (ponerse de pie quedaba descartado) y se arrastró hacia la fila contraria a la que había ocupado. Su mano se manchó de la sangre de Carolyn.
Alice y Aidan intentaban llegar hasta Caro. Como Andi sabía que podían hacerles mucho daño si salían al pasillo (y no quería que vieran cómo había quedado la mujer que ella suponía que era su madre), se inclinó hacia el banco de delante para agarrarlos. Había dejado caer el sobre de VADER.
Era lo que Carter Thibodeau había estado esperando. Todavía se encontraba de pie delante de Rennie, protegiéndolo con su propio cuerpo, pero había desenfundado el arma y la sostenía sobre el antebrazo. En ese momento apretó el gatillo y la problemática mujer del vestido rojo (la que había provocado todo ese jaleo) salió disparada hacia atrás.
El ayuntamiento estaba sumido en el caos, pero a Carter no le importó. Bajó los escalones y caminó con firmeza hacia donde había caído la mujer del vestido rojo. Cuando la gente que corría por el pasillo central chocaba con él, los empujaba para apartarlos, primero a la izquierda y luego a la derecha. La niñita, que estaba llorando, intentó aferrarse a su pierna, pero Carter se la quitó de encima de una patada, sin mirarla siquiera.
Le costó un poco ver el sobre. Pero lo localizó. Estaba en el suelo, junto a una de las manos abiertas de la señora Grinnell. Encima de la palabra VADER quedó estampada una gran huella impresa en sangre. Sereno aun en mitad del caos, Carter miró en derredor y vio a Rennie, que contemplaba con cara de asombro e incredulidad cómo se arrastraba su público. Bien.
Carter se sacó la camisa del pantalón. Una mujer que gritaba (era Carla Venziano) chocó con él y él la lanzó a un lado. Después se metió el sobre de VADER por dentro de la cinturilla, en la espalda, y volvió a meterse la camisa para ocultarlo.
Siempre era bueno tomar algunas precauciones.
Reculó hacia el escenario caminando hacia atrás para no perder el control visual de la situación. Cuando llegó a los escalones, se volvió y los subió corriendo. Randolph, el intrépido jefe de policía del pueblo, seguía sentado con las manos plantadas en sus carnosos muslos. Podría haber pasado por una estatua de no ser por el palpitar de una vena en mitad de la frente.
Carter se llevó a Big Jim del brazo.
– Vamos, jefe.
Big Jim lo miró como si no supiera muy bien dónde estaba ni quién era. Entonces su mirada se aclaró un poco.
– ¿Grinnell?
Carter señaló el cuerpo de la mujer, tendido en el pasillo central, y el charco creciente que se extendía bajo su cabeza, a juego con su vestido.
– De acuerdo, bien -dijo Big Jim-. Salgamos de aquí. Bajemos. Tú también, Peter. Levanta. -Y al ver que Randolph seguía sentado y mirando a la muchedumbre enloquecida, Big Jim le dio una patada en la espinilla-. ¡Que te muevas!
En aquel pandemónium, nadie oyó los tiros del edificio de al lado.
Barbie y Rusty se miraron.
– Joder, ¿qué está pasando ahí? -preguntó Rusty.
– No lo sé -dijo Barbie-, pero nada bueno. Se oyeron más disparos en el ayuntamiento, y después otro mucho más cerca: en el piso de arriba. Barbie esperó que fuera de los suyos… Y luego oyó gritar a alguien:
– ¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? ¡Wardlaw, cúbreme!
Siguieron más disparos. Cuatro, tal vez cinco.
– Mierda -dijo Rusty-. Tenemos problemas.
– Lo sé -dijo Barbie.
Junior se detuvo en los escalones de la comisaría y miró por encima del hombro hacia el tumulto que acababa de estallar en el ayuntamiento. Los de los bancos de fuera estaban de pie y alargaban el cuello, pero no alcanzaban a ver nada. Ni ellos ni él. A lo mejor alguien había asesinado a su padre (eso esperaba, así le habrían ahorrado la molestia), pero mientras tanto tenía cosas que hacer en la comisaría. En el calabozo, para ser exactos.
Junior empujó la puerta, en la que se leía TRABAJAMOS JUNTOS: LA POLICÍA DE TU PUEBLO Y TÚ. Stacey Moggin salió corriendo hacia él. Rupe Libby la seguía. En la sala de los agentes, de pie delante del malhumorado cartel que decía EL CAFÉ Y LOS DONUTS NO SON GRATIS, estaba Mickey Wardlaw. Por muy mole que fuera, se lo veía asustado e inseguro.
– No puedes entrar aquí, Junior -dijo Stacey.
– Claro que puedo. -«Claro» sonó «Caaa'o». Tenía todo un lado de la boca entumecido. ¡La intoxicación por talio! ¡Barbie!-. Estoy en el cuerpo. -«'stoy 'nel c'erbo.»
– Estás borracho, eso es lo que estás. ¿Qué está pasando ahí fuera? -Pero, entonces, quizá al decidir que Junior no sería capaz de ofrecerle una respuesta coherente, la muy zorra le dio un empujón en mitad del pecho. Hizo que se tambaleara sobre la pierna mala y casi lo tiró al suelo-. Márchate, Junior. -Miró atrás por encima del hombro y pronunció las últimas palabras que diría en este mundo-. Quédate donde estás, Wardlaw. Nadie va a bajar ahí.
Cuando se volvió con la intención de obligar a Junior a salir de la comisaría, se encontró mirando la boca de una Beretta de las de la policía. Le dio tiempo a pensar una sola cosa más (Oh, no, no será capaz…), y entonces un guante de boxeo indoloro le golpeó entre los pechos y la empujó. Vio la cara de asombro de Rupe Libby del revés cuando la cabeza se le inclinó hacia atrás. Después ya no vio nada.
– ¡No, Junior! ¿Te has vuelto loco? -gritó Rupe mientras intentaba sacar la pistola-. ¡Wardlaw, cúbreme!
Pero Mickey Wardlaw se quedó allí de pie, mirándolos como pasmado mientras Junior le metía cinco balas en el cuerpo al primo de Piper Libby. Tenía la mano izquierda entumecida, pero la derecha todavía le funcionaba bien; ni siquiera necesitaba apuntar demasiado con un blanco inmóvil a solo dos metros. Los primeros dos tiros se hundieron en la barriga de Rupe y lo lanzaron contra el escritorio de Stacey Moggin, que volcó. El chico se puso en pie, doblado, aferrándose el estómago. El tercer disparo de Junior no acertó, pero los dos siguientes entraron por la parte superior de la cabeza de Rupe, que cayó en una grotesca postura de ballet, las piernas separadas, y la cabeza (lo que quedaba de ella) descansando sobre el suelo, como si realizara una última gran reverencia.
Junior entró en la sala de los agentes cojeando y sosteniendo la Beretta humeante ante sí. No recordaba exactamente cuántas balas había gastado; creía que siete. Ocho, quizá. O tropecientos cincuenta… ¿Quién podía saberlo con exactitud? Volvía a dolerle la cabeza.
Mickey Wardlaw levantó una mano. Su rostro mostraba una gran sonrisa asustada y conciliadora.
– Yo no te daré problemas, hermano -dijo-. Haz lo que tengas que hacer. -Y le hizo la señal de la paz.
– Eso haré -dijo Junior-. Hermano.
Disparó a Mickey. El grandullón cayó al suelo, y la señal de la paz enmarcó el agujero de su cabeza que hasta hacía poco había contenido un ojo. El otro ojo levantó la mirada para contemplar a Junior con la estúpida humildad de una oveja que mira el redil donde la van a esquilar. Junior le disparó otra vez, solo para asegurarse. Después miró alrededor. Por lo visto, tenía todo aquel sitio para él solo.
– Vale -dijo-. Vale.
Fue hacia la escalera, después regresó junto al cadáver de Stacey Moggin. Comprobó que llevaba una Beretta Taurus como la de él y le sacó el cargador a la suya. Lo reemplazó con uno lleno del cinturón de la agente.
Junior se volvió, se tambaleó, cayó apoyándose en una rodilla y volvió a levantarse. La mancha negra del lado izquierdo de su campo visual era ya tan grande como una tapa de alcantarilla, y eso le hizo pensar que debía de tener el ojo izquierdo bastante jodido. Bueno, no pasaba nada; de todas formas, si necesitaba más de un ojo para disparar a un hombre encerrado en una celda, es que no valía un pimiento de chorlito. Cruzó la sala de agentes, resbaló con la sangre del difunto Mickey Wardlaw y casi se cayó otra vez, pero logró agarrarse a tiempo. La cabeza le martilleaba, pero él lo agradeció. Me mantiene despierto, pensó.
– Hola, Baaarbie -gritó hacia el final de la escalera-. Sé lo que me has hecho y voy a por ti. Si tienes alguna oración que rezar, más te vale que sea corta.
Rusty vio las piernas que bajaban cojeando la escalera metálica. Percibió el olor a pólvora de los disparos, y también a sangre, y comprendió con claridad que le había llegado la hora de morir. El hombre que cojeaba había ido a buscar a Barbie, pero estaba casi seguro de que no se dejaría por el camino a cierto asistente médico encerrado entre barrotes. Nunca volvería a ver a Linda ni a las pequeñas J.
Entonces apareció el pecho de Junior, después el cuello, luego la cabeza. Rusty le vio la boca, que tenía el lado izquierdo caído y como paralizado en una expresión lasciva, y el ojo izquierdo, que derramaba lágrimas de sangre, y pensó: Está muy ido. Es un milagro que todavía se tenga en pie, y una lástima que no haya esperado solo un poco más. Un poco más y no habría sido capaz ni de cruzar la calle.
Tenuemente, como en otro mundo, oyó una voz que llegaba desde el ayuntamiento, amplificada por un megáfono:
– ¡NO CORRAN! ¡QUE NO CUNDA EL PÁNICO! ¡YA NO HAY PELIGRO! ¡SOY EL AGENTE HENRY MORRISON Y, REPITO, YA NO HAY PELIGRO!
Junior resbaló, pero ya había llegado al último escalón, así que en lugar de caerse y partirse el cuello, solo se quedó arrodillado. Así descansó unos momentos, en la misma pose que un boxeador profesional esperando la obligada cuenta hasta ocho para retomar el combate. Rusty albergaba una sensación de afecto por todo lo que lo rodeaba muy cercana y nítida. Este valiosísimo mundo, que de pronto se había vuelto etéreo e inaprensible, ya no era más que una simple gasa que lo separaba de lo que fuera que había después. Si es que después había algo.
Cáete del todo, pensó, hablándole a Junior. Cáete de cara. Desmáyate, hijo de puta.
Pero Junior consiguió ponerse en pie con gran esfuerzo, miró la pistola que apretaba en una mano, fijamente, como si nunca antes hubiera visto nada parecido, y después dirigió la mirada hacia el pasillo y la celda del fondo, donde Barbie aferraba los barrotes con ambas manos y le devolvía la mirada.
– Baaarbie -dijo Junior en un susurro cantarín, y empezó a andar.
Rusty se hizo atrás; pensó que a lo mejor Junior no lo veía al pasar por delante y que a lo mejor se pegaba un tiro después de terminar con Barbie. Sabía que eran ideas de cobarde, pero también sabía que eran realistas. No podía hacer nada por su compañero de calabozo, pero a lo mejor lograría sobrevivir.
Y podría haber funcionado si hubiera estado en una de las celdas del lado izquierdo del pasillo, porque ese era el lado ciego de Junior. Sin embargo, lo habían encerrado en una de las de la derecha, y Junior lo vio moverse. Se detuvo y volvió la mirada hacia él. Su cara medio paralizada reflejaba una mezcla de malicia y desconcierto.
– Rústico -dijo-. ¿Así te llamas? ¿O era Berrick? No me acuerdo.
Rusty quería suplicar que le perdonara la vida, pero tenía la lengua pegada al paladar superior. Además, ¿de qué serviría suplicar? El chico ya estaba levantando la pistola. Junior iba a matarlo. No había poder en la Tierra capaz de detenerlo.
La mente de Rusty, como último recurso, buscó una huida que muchas otras mentes habían encontrado en sus últimos momentos de conciencia: antes de que el interruptor se accionara, antes de que se abriera la trampilla, antes de que la pistola que encañonaba la sien escupiera fuego. Esto es un sueño, pensó. Todo esto. La Cúpula, la locura del campo de Dinsmore, los disturbios de la comida; también este chico. Cuando apriete el gatillo, el sueño terminará y despertaré en mi cama una mañana fresca y clara de otoño. Me volveré hacia Linda y le diré: «¡Qué pesadilla he tenido, no te lo vas a creer!»,
– Cierra los ojos, Rústico -dijo Junior-. Será mejor así.
Lo primero que pensó Jackie Wettington al entrar en el vestíbulo de la comisaría fue: Oh, Dios bendito, hay sangre por todas partes.
Stacey Moggin estaba apoyada contra la pared, debajo del tablón de anuncios para uso de la comunidad, con su mata de pelo rubio esparcida sobre los ojos blancos, que miraban al techo. Otro policía (no supo decir quién era) estaba tirado boca abajo frente a la mesa de recepción, que había volcado, abierto de piernas como un bailarín imposible. Más allá, en la sala de los agentes, un tercer policía yacía muerto de lado. Ese tenía que ser Wardlaw, uno de los chicos nuevos de la oficina. Tan grande, solo podía ser él. El cartel que había sobre la cafetera había quedado salpicado por la sangre y los sesos del chico. Ahora decía EL C FÉ Y LOS DO N SON GRATIS.
Jackie oyó un tenue ruido tras ella. Se dio la vuelta sin ser consciente de que había levantado el arma hasta que tuvo a Rommie Burpee a tiro. El hombre ni siquiera se dio cuenta de que Jackie lo apuntaba; estaba mirando los cuerpos de los tres policías muertos. El ruido lo había hecho su máscara de Dick Cheney. Se la quitó y la dejó caer al suelo.
– Jesús, ¿qué ha pasado aquí? -preguntó-. ¿Esa es…? Antes de que pudiera terminar, desde el calabozo llegó un grito: -¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien! Y entonces, por increíble que fuera, una risa. Era muy aguda, maníaca. Por un momento, Jackie y Rommie solo pudieron mirarse uno al otro, incapaces de moverse. Después Rommie dijo: -Creo que es Barbara. -«Bagbaga.»
Ernie Calvert estaba sentado al volante de la furgoneta de la compañía telefónica y aguardaba con el motor encendido junto a un bordillo en el que se podía leer RESERVADO POLICÍA SOLO 10 MINS. Había cerrado el seguro de todas las puertas por miedo a que alguna o varias de las personas que corrían aterrorizadas por Main Street, huyendo del ayuntamiento, se metieran en la furgoneta. Sostenía el rifle que Rommie había dejado detrás del asiento del conductor, aunque no estaba muy seguro de que pudiera dispararle a nadie si intentaban entrar; conocía a aquellas personas, les había vendido alimentos durante años. El terror había deformado sus caras, pero no las había vuelto irreconocibles.
Vio a Henry Morrison corriendo de aquí para allá en el césped de delante del ayuntamiento. Parecía un perro de presa rastreando una pista. Gritaba por su megáfono e intentaba poner un poco de orden en aquel caos. Alguien lo tiró al suelo y Henry, que Dios lo bendiga, volvió a levantarse.
Entonces vio aparecer a otros: Georgie Frederick, Marty Arsenault, ese chico… Searles (lo reconoció por el vendaje que llevaba en la cabeza), los dos hermanos Bowie, Roger Killian y un par de novatos más. Freddy Denton bajaba con decisión los anchos escalones del ayuntamiento con el arma empuñada. Ernie no veía a Randolph; cualquiera que no supiera cómo eran las cosas por allí habría esperado ver al jefe de la policía al mando de la brigada de pacificación, la cual también estaba a punto de rendirse al caos.
Sin embargo, Ernie sí sabía cómo eran las cosas por allí. Peter Randolph siempre había sido un mal bicho inútil y fanfarrón, y no verlo en aquel desastre garrafal no le sorprendió en absoluto. Tampoco le preocupó. Lo que le preocupaba era que de la comisaría no salía nadie, y se habían oído más disparos. Habían sonado amortiguados, como si se hubieran producido en el sótano, donde tenían a los prisioneros.
Ernie, que no era mucho de oraciones, se puso a rezar. Para que nadie de los que huían del ayuntamiento se fijara en el viejo que esperaba sentado al volante de la furgoneta en marcha. Para que Jackie y Rommie salieran sanos y salvos, con o sin Barbara y Everett. Se le ocurrió entonces que también podía, simplemente, marcharse de allí con la furgoneta, y le sorprendió lo tentadora que resultaba la idea.
Le sonó el móvil.
Por un momento se quedó sentado sin saber muy bien qué estaba oyendo, después se lo sacó del cinturón tirando de él. Al abrirlo, leyó JOANIE en la pantalla. Pero no era su nuera; era Norrie.
– ¡Abuelo! ¿Estás bien?
– Bien -dijo él mirando el caos que tenía delante.
– ¿Los habéis sacado ya?
– Lo están haciendo ahora mismo, cielo -dijo, y esperó que fuera verdad-. No puedo hablar. ¿Estáis a salvo? ¿Estáis en… en el sitio?
– ¡Sí! ¡Abuelo, de noche brilla! ¡El cinturón de radiación! ¡Y los coches también, pero luego han dejado de brillar! ¡Julia dice que cree que no es peligroso! ¡Dice que cree que es falso, para espantar a la gente!
Será mejor que no contemos con eso, pensó Ernie.
Llegaron otros dos disparos amortiguados, sordos, desde el interior de la comisaría. En el calabozo había muerto alguien; tenía que ser eso.
– Norrie, ahora no puedo hablar.
– ¿Todo saldrá bien, abuelo?
– Sí, sí. Te quiero, Norrie.
Cerró el teléfono. Brilla, pensó, y se preguntó si llegaría a ver ese brillo. Black Ridge estaba cerca (en un pueblo pequeño, todo está cerca), pero en ese preciso instante parecía lejísimos. Miró fijamente hacia las puertas de la comisaría, intentando obligar a sus amigos a salir y, al ver que no lo hacían, bajó de la furgoneta. No podía quedarse ahí fuera sentado durante más tiempo. Tenía que entrar y ver qué estaba pasando.
Barbie vio cómo Junior levantaba el arma. Oyó a Junior decirle a Rusty que cerrara los ojos. Gritó sin pensar, sin tener idea de lo que iba a decir hasta que las palabras le salieron de la boca.
– ¡Eh, capullo! Te di una buena, ¿verdad? ¡Te di pero bien! -La risa que soltó a continuación sonó como la risa de un chiflado que ha dejado de tomarse la medicación.
O sea que así es como me río cuando estoy a punto de morir, pensó Barbie. Tendré que recordarlo. Lo cual le hizo reír más aún.
Junior se volvió hacia él. El lado derecho de su cara mostraba sorpresa; el izquierdo estaba paralizado en una mueca adusta. A Barbie le recordó a algún supervillano sobre el que había leído de joven, pero no recordaba cuál. Seguramente alguno de los enemigos de Batman, esos eran siempre los más espeluznantes. Después recordó que cuando su hermano pequeño, Wendell, quería decir «villanos», siempre le salía «billones». Eso le hizo reír más que nunca.
Podría haber formas peores de acabar, pensó mientras sacaba las dos manos por entre los barrotes y levantaba los dos dedos corazón. ¿Te acuerdas de Stubb en Moby Dick? «No sé lo que me espera, pero iré hacia ello riendo.»
Junior vio que Barbie le estaba dedicando un gesto grosero con el dedo corazón (en estéreo) y se olvidó completamente de Rusty. Avanzó por el corto pasillo empuñando la pistola por delante de él. Barbie estaba muy alerta, pero no se fiaba de sí mismo. Seguramente la gente que creía oír en el piso de arriba -moviéndose y hablando- no eran más que imaginaciones suyas. Aun así, cada cual tenía que interpretar su melodía hasta el final. Como mínimo, podría conseguirle a Rusty unas cuantas respiraciones y algo más de tiempo.
– Eso es, capullo -dijo-. ¿Te acuerdas de la paliza que te di aquella noche en el Dipper's? Llorabas como una zorrita.
– No lloré. -Sonó como el exótico plato especial de un menú chino.
La cara de Junior era un poema. La sangre que derramaba su ojo izquierdo goteaba por una mejilla con sombra de barba. A Barbie se le ocurrió que a lo mejor ahí tenía una oportunidad. Quizá no muy buena, pero una oportunidad mala era mejor que una inexistente. Empezó a caminar de un lado para otro delante de su camastro y su retrete, al principio despacio, pero cada vez más deprisa. Ahora ya sabes lo que siente un pato mecánico en una galería de tiro, pensó. Esto también tendré que recordarlo.
Junior seguía sus movimientos con el ojo bueno.
– ¿Te la follaste? ¿Te follaste a Angie? -«¿Te 'a f'lla'te? ¿Te filaste a An'yi?»
Barbie rió. Fue una risa demente que seguía sin reconocer como propia pero que no tenía nada de falsa.
– ¿Que si me la follé? ¡¿Que si me la follé?! Junior, me la follé boca arriba, me la follé boca abajo y me la follé de lado, no me dejé nada. Me la follé hasta hacerla cantar «Hail to the Chief» y «Bad Moon Rising». Me la follé hasta que se puso a aporrear el suelo gritando para que le diera mucho más. Me la…
Junior inclinó la cabeza hacia la pistola. Barbie lo vio y brincó hacia la izquierda sin perder un segundo. Junior disparó. La bala impactó en la pared de ladrillos del fondo de la celda. Unas esquirlas de color rojo oscuro salieron volando. Algunas se estrellaron contra los barrotes (Barbie oyó el golpeteo metálico mientras la detonación del arma resonaba aún en sus oídos), pero ninguna de ellas le dio a Junior. Mierda. Desde el fondo del pasillo, Rusty gritó algo, seguramente intentando distraerlo, pero Junior ya no se dejaba distraer. Junior tenía a su blanco principal en el punto de mira.
No, todavía no lo tienes, pensó Barbie. Aún se reía. Era una locura, una chifladura, pero se reía. Todavía no me tienes, hijoputa feo y tuerto.
– Me dijo que a ti no se te levantaba, Junior. Te llamó el Pollacoja Supremo. Solíamos reírnos de eso mientras estábamos… -Saltó hacia la derecha en el mismo momento en que Junior disparaba. Esta vez oyó la bala pasar junto a su cabeza: el ruido fue «zzzzzz». Más esquirlas de ladrillo que salieron volando. Una le dio a Barbie en el cuello-. Vamos, Junior, ¿qué te pasa? Disparar se te da igual de bien que el álgebra a una marmota. ¿Eres un tarado? Eso es lo que decían siempre Angie y Frankie…
Barbie hizo un quiebro hacia la derecha y luego corrió hacia la izquierda de la celda. Junior disparó tres veces; explosiones ensordecedoras, un hedor a pólvora fuerte e intenso. Dos de las balas se sepultaron en el ladrillo, la tercera dio en el retrete metálico del suelo y produjo un clang. Empezó a manar agua. Barbie se golpeó con tanta fuerza contra la pared contraria de la celda que le vibraron los dientes.
– Ya te tengo -resolló Junior, «'a 'e 'engo». Pero en el fondo, con lo que quedaba de su recalentada maquinaria pensante, lo dudaba. Tenía el ojo izquierdo ciego, y con el derecho veía borroso. No veía un Barbie, sino tres.
Ese odioso hijo de puta se lanzó sobre el camastro justo cuando Junior disparó, y también esa bala erró el tiro. En el centro de la almohada que había en el cabecero se abrió un pequeño ojo negro. Pero al menos ya lo tenía tumbado. Ya no más correteos de aquí para allá. Gracias a Dios que he cambiado el cargador, pensó Junior.
– Me has envenenado, Baaarbie.
Barbie no tenía ni idea de qué decía, pero enseguida le dio la razón.
– Eso es, asqueroso títere de mierda, claro que sí.
Junior metió la Beretta entre los barrotes y cerró el ojo malo, el izquierdo; eso redujo el número de Barbies que veía a dos. Tenía la lengua atrapada entre los dientes. El sudor y la sangre le corrían por la cara.
– Veamos cómo corres ahora, Baaarbie.
Barbie no podía correr, pero sí podía arrastrarse, y eso hizo, directo hacia Junior. La siguiente bala pasó silbando por encima de su cabeza y él sintió una leve quemadura en una nalga justo cuando la bala rozó los vaqueros y los calzoncillos y arrancó la capa más superficial de la piel que había bajo ellos.
Junior retrocedió, tropezó, estuvo a punto de caerse, se agarró a los barrotes de la celda que tenía a la derecha y volvió a enderezarse.
– ¡Estate quieto, hijo de puta!
Barbie rodó sobre el camastro para buscar a tientas la navaja que tenía ahí debajo. Se había olvidado por completo de la puta navaja.
– ¿Quieres que te meta una bala en la espalda? -preguntó Junior, detrás de él-. Vale, a mí no me importa.
– ¡Dispara! -gritó Rusty-. ¡Dispara, DISPARA!
Antes de oír el siguiente tiro, Barbie tuvo tiempo de pensar: Por el amor de Dios, Everett, ¿de qué lado estás?
Jackie bajó la escalera seguida de Rommie. Le dio tiempo a ver la humareda de los disparos alrededor de los fluorescentes del techo y a oler la pólvora quemada, y entonces Rusty Everett empezó a gritar «Dispara, dispara».
Vio a Junior Rennie al final del pasillo, apretado contra los barrotes de la celda del fondo, la que los agentes a veces llamaban «el Ritz». Estaba gritando algo, pero apenas se le entendía.
No lo pensó. No le dijo a Junior que levantara las manos y se volviera. Le metió dos tiros en la espalda, sin más. Uno le entró por el pulmón derecho; el otro le perforó el corazón. Junior ya estaba muerto antes de caer al suelo con la cara apresada entre dos barrotes, los ojos estirados hacia arriba en una mueca tan crispada que parecía una máscara funeraria japonesa.
Cuando su cuerpo cayó, ante ella apareció Dale Barbara, agazapado en su camastro y aferrando en una mano la navaja que tan cuidadosamente había ocultado. Ni siquiera había tenido ocasión de abrirla.
Freddy Denton agarró del hombro al agente Henry Morrison. Denton no era su persona preferida esa noche, y nunca lo sería. Como si lo hubiera sido alguna vez, pensó Henry con acritud.
Denton señaló.
– ¿Qué hace ese viejo idiota de Calvert entrando en la comisaría?
– ¿Cómo coño quieres que lo sepa? -preguntó Henry, y agarró a Donnie Barbeau cuando pasó corriendo por allí gritando cualquier mierda sin sentido sobre unos terroristas.
– ¡Para de correr! -le vociferó Henry a la cara-. ¡Ya se ha terminado! ¡Todo está bien!
Donnie llevaba diez años cortándole el pelo y explicándole los mismos chistes trasnochados dos veces al mes, pero en ese momento miró a Henry como si fuera un completo desconocido. Después se zafó de él y corrió en dirección a East Street, donde estaba su barbería. Quizá tuviera intención de refugiarse allí.
– Ningún civil tiene nada que hacer en la comisaría esta noche -dijo Freddy. Mel Searles, junto a él, también se estaba caldeando.
– Bueno, ¿por qué no vas a ver qué pasa, asesino? -le preguntó Henry-. Llévate a este pasmarote contigo, porque ninguno de los dos hacéis ningún servicio aquí, joder.
– Esa chica iba a recoger la pistola -dijo Freddy; fue la primera de las muchas veces que lo diría-. Y no pretendía matarla. Yo solo quería, no sé, herirla.
Henry no tenía ninguna intención de discutir con él.
– Entrad ahí y decidle a ese viejo que se largue. También os podríais asegurar de que no hay nadie intentando liberar a los prisioneros mientras nosotros estamos aquí fuera corriendo de un lado para otro como un puñado de gallinas con las cabezas cortadas.
En los ojos pasmados de Freddy Denton se encendió una luz.
– ¡Los prisioneros! ¡Mel, vamos!
Se pusieron en marcha, pero se quedaron petrificados por la voz de Henry, amplificada por el megáfono, a tres metros de ellos:
– ¡Y GUARDAD ESAS ARMAS, IDIOTAS!
Freddy obedeció las órdenes de la voz amplificada. Mel hizo lo mismo. Cruzaron por delante del Monumento a los Caídos y subieron corriendo los escalones de la comisaría con las armas enfundadas, lo cual seguramente fue algo muy bueno para el abuelo de Norrie.
Sangre por todas partes, pensó Ernie, igual que había pensado Jackie. Se quedó mirando aquella carnicería, consternado, y luego se obligó a moverse. Todo el contenido de la mesa de recepción había quedado esparcido por ahí cuando Rupe Libby la había volcado. En mitad de aquel desorden, Ernie vio un rectángulo de plástico rojo y rezó por que los de abajo todavía estuvieran a tiempo de utilizarlo.
Se estaba agachando para recogerlo (repitiéndose que no debía vomitar, repitiéndose que de momento aquello seguía siendo mucho mejor que el valle de A Shau, en Vietnam) cuando alguien, detrás de él, dijo:
– ¡Me cago en Dios, joder! En pie, Calvert, despacio. Las manos encima de la cabeza.
Pero Freddy y Mel todavía estaban desenfundando cuando Rommie subió por la escalera para buscar lo que Ernie ya había encontrado. Llevaba el rifle Black Shadow que solía guardar en su caja fuerte y apuntó con él a los dos policías sin dudarlo un instante.
– Vosotros, caballeros, será mejor que paséis hasta el fondo -dijo-. Y no os separéis. Hombro con hombro. Si veo luz entre vosotros, disparo. No pienso andarme con chiquitas. -«Shiquitas.»
– Guarde eso -dijo Freddy-. Somos policías.
– Unos gilipollas de primera, eso es lo que sois. Poneos ahí de pie, junto a ese tablón de anuncios. Y que vuestros hombros se toquen mientras vais hacia allí. Ernie, ¿qué puñetas estás haciendo aquí dentro?
– He oído disparos. Estaba preocupado. -Levantó la tarjeta de acceso de color rojo que abría las celdas del calabozo-. Vais a necesitar esto, creo. A menos… a menos que estén muertos.
– No están muertos, pero ha faltado poco, joder. Bájasela a Jackie. Yo vigilaré a estos tipos.
– No pueden soltarlos, son prisioneros -dijo Mel-. Barbie es un asesino. El otro intentó empapelar al señor Rennie con unos documentos… o algo así.
Rommie ni siquiera se molestó en contestarle.
– Venga, Ernie. Date prisa.
– Y ¿qué van a hacer con nosotros? -preguntó Freddy-. No irá a matarnos, ¿verdad?
– ¿Por qué iba a matarte, Freddy? Todavía me debes dinero de ese motocultor que me compraste la primavera pasada. Además, andas retrasado en los pagos, si mal no recuerdo. No, solo os encerraremos en el calabozo. A ver si os gusta eso de ahí abajo. Huele un poco a meados, pero ¿quién sabe? A lo mejor os encontráis a gusto.
– ¿Tenía que matar a Mickey? -preguntó Mel-. No era más que un chico tonto.
– Nosotros no hemos matado a nadie -dijo Rommie-. Esto lo ha hecho vuestro querido colega Junior. -Aunque seguro que nadie lo creerá mañana por la noche, pensó.
– ¡Junior! -exclamó Freddy-. ¿Dónde está?
– Yo diría que cargando paletadas de carbón en el infierno -contestó Rommie-. Ahí es donde colocan a los nuevos cuando llegan.
Barbie, Rusty, Jackie y Ernie subieron por la escalera. Los dos recientes ex prisioneros parecía que no acababan de creerse que seguían vivos. Rommie y Jackie escoltaron a Freddy y a Mel al calabozo. Cuando Mel vio el cuerpo de Junior tirado en el suelo, dijo:
– ¡Lamentaréis haber hecho esto!
Rommie contestó:
– Cierra el pico y entra en tu nueva casa. Los dos en la misma celda. Al fin y al cabo, sois amigotes.
En cuanto Rommie y Jackie volvieron arriba, los dos jóvenes empezaron a vociferar.
– Salgamos de aquí ahora que todavía podemos -dijo Ernie.
En los escalones de la comisaría, Rusty levantó la mirada hacia las estrellas rosadas e inspiró ese aire hediondo y al mismo tiempo impregnado de un olor increíblemente dulce. Se volvió hacia Barbie.
– Pensaba que ya no volvería a ver el cielo.
– Yo también. Larguémonos del pueblo mientras aún tengamos una oportunidad. ¿Qué tal te suena Miami Beach?
Rusty todavía se estaba riendo cuando subió a la furgoneta. En el césped del ayuntamiento había varios policías, y uno de ellos (Todd Wendlestat) miró hacia allí. Ernie levantó la mano para saludar; Rommie y Jackie siguieron su ejemplo. Wendlestat les devolvió el saludo y luego se inclinó para ayudar a una mujer que había quedado despatarrada en la hierba porque sus tacones altos la habían traicionado.
Ernie se sentó al volante y unió los cables eléctricos que colgaban por debajo del salpicadero. El motor se puso en marcha, la puerta lateral se deslizó hasta cerrarse de golpe y la furgoneta se alejó de la acera. Subió despacio por la cuesta del Ayuntamiento, esquivando a unas cuantas personas aturdidas que habían asistido a la asamblea y que caminaban por el medio de la calle. Enseguida dejaron atrás el centro y pusieron rumbo a Black Ridge, cada vez a más velocidad.