El Sweetbriar estaría cerrado hasta las cinco de la tarde, hora a la que Rose pensaba ofrecer una cena ligera, principalmente a base de sobras. Estaba preparando una ensalada de patata mientras miraba el televisor sobre la barra, cuando llamaron a la puerta. Eran Jackie Wettington, Ernie Calvert y Julia Shumway. Rose atravesó el restaurante vacío, secándose las manos con el delantal, y abrió la puerta. Horace el corgi siguió a su dueña con las orejas tiesas y una sonrisa amigable. Rose comprobó que el cartel de CERRADO seguía en su sitio y volvió a cerrar la puerta con llave.
– Gracias -dijo Jackie.
– De nada -contestó Rose-. De todos modos, quería verte.
– Hemos venido por eso -dijo Jackie señalando el televisor-. Estaba en casa de Ernie y hemos encontrado a Julia mientras veníamos hacia aquí. Estaba sentada en la acera de enfrente de su casa, mirando las ruinas, embobada.
– No estaba embobada -replicó Julia-. Horace y yo intentábamos decidir cómo vamos a publicar el periódico después de la asamblea. Tendrá que ser pequeño, probablemente de solo dos páginas, pero habrá periódico. Voy a poner todo mi empeño en ello.
Rose devolvió la mirada al televisor. En la pantalla aparecía una mujer joven en una conexión en directo. Bajo ella apareció IMÁGENES GRABADAS DE HOY. De repente se produjo una explosión y una bola de fuego inundó el cielo. La periodista parpadeó, gritó y se volvió. E n ese instante, el cámara dejó de enfocar a la reportera e hizo un zum de los fragmentos del avión de Air Ireland que se precipitaban hacia el suelo.
– No paran de repetir las imágenes del accidente del avión -dijo Rose-. Si no las habéis visto, ahí las tenéis. Jackie, he ido a ver a Barbie a mediodía. Le he llevado unos sándwiches y me han dejado bajar a las celdas. Aunque Melvin Searles ha hecho de carabina.
– Qué suerte -dijo Jackie.
– ¿Cómo está? -preguntó Julia-. ¿Se encuentra bien?
– Parece la imagen de la cólera de Dios, pero creo que sí. Me ha dicho… Quizá deberíamos mantener esta conversación en privado, Jackie.
– Sea lo que sea, creo que puedes decirlo delante de Ernie y Julia.
Rose lo meditó, pero solo un instante. Si no podía confiar en Ernie Calvert y Julia Shumway, no podía confiar en nadie.
– Me ha dicho que debía hablar contigo. Hacer las paces; como si nos hubiéramos peleado. Me ha dicho que te diga que soy buena.
Jackie se volvió hacia Ernie y Julia. A Rose le pareció oír cuchicheos, una pregunta y la consiguiente respuesta.
– Si Barbie lo dice, es que lo eres -afirmó Jackie, y Ernie asintió enérgicamente-. Cariño, vamos a celebrar una pequeña reunión esta noche. En la parroquia congregacional. Es más o menos secreta…
– Más o menos no, es secreta -la corrigió Julia-. Y dado el actual estado de cosas en el pueblo, es mejor que el secreto no se difunda.
– Si es sobre lo que creo que es, me apunto. -Acto seguido Rose bajó la voz-. Pero Anson no. Lleva uno de esos malditos brazaletes.
Justo entonces apareció en la televisión el rótulo de NOTICIA DE ÚLTIMA HORA de la CNN, acompañado por la molesta música en tono menor para desastres que la cadena empleaba para acompañar todas las noticias relacionadas con la Cúpula. Rose esperaba ver a Anderson Cooper o a su amado Wolfie -ambos se encontraban en Castle Rock-, pero apareció Barbara Starr, la corresponsal en el Pentágono. Se encontraba frente a un poblado formado por tiendas de acampada y camiones que hacía las veces de puesto de avanzada del ejército en Harlow.
– Don, Kyra: el coronel James O. Cox, el portavoz del Pentágono desde la aparición de ese monumental misterio conocido como la Cúpula el sábado pasado, está a punto de celebrar una rueda de prensa por segunda vez desde el inicio de la crisis. Acaban de comunicarnos el tema y va a movilizar a decenas de miles de estadounidenses que tienen a seres queridos en la población sitiada de Chester's Mills. Nos han dicho… -Prestó atención a algo que le decían por el auricular-. Ahí está el coronel Cox.
Los cuatro se sentaron en taburetes de la barra mientras las imágenes mostraban el interior de una gran tienda de acampada. Debía de haber unos cuarenta periodistas sentados en sillas plegables, y varios más de pie, al fondo. Cuchicheaban entre ellos. En uno de los extremos de la tienda se había montado una tarima. En ella había un atril con micrófonos flanqueado por banderas estadounidenses. Detrás había una pantalla blanca.
– Es bastante profesional para ser una operación improvisada -dijo Ernie.
– Oh, creo que esto lo han tramado con tiempo -replicó Jackie, que recordaba su conversación con Cox: «Vamos a esforzarnos al máximo para hacerle la vida un poco más difícil a Rennie».
Se abrió una entrada en el lado izquierdo de la tienda y un hombre bajito, canoso y con aspecto de estar en buena forma se encaminó con brío hacia la tarima. A nadie se le había ocurrido poner una escalerilla, o un par de cajas, lo cual no supuso, sin embargo, ningún problema para el orador, que dio un salto con naturalidad, sin perder el ritmo. Llevaba un uniforme de batalla de color caqui. Si tenía medallas, no las lucía. En la camisa, una pequeña tarjeta decía CNEL. J. COX. No llevaba notas. Los periodistas guardaron silencio de inmediato y Cox esbozó una sonrisa.
– Este tipo debería haber dado las ruedas de prensa desde el principio -dijo Julia-. Tiene buena planta.
– Cállate, Julia -le espetó Rose.
– Damas y caballeros, gracias por venir -dijo Cox-. Seré breve y luego aceptaré unas cuantas preguntas. La situación en lo que respecta a Chester's Mills y lo que ahora llamamos la Cúpula no ha variado: el pueblo sigue aislado, aún no sabemos cuál es la causa de esta situación, y aún no hemos logrado atravesar la barrera. En caso contrario ya lo sabrían, por supuesto. Los mejores científicos de Estados Unidos, los mejores de todo el mundo, están trabajando en el caso, y estamos barajando diversas opciones. No me pregunten cuáles porque ahora mismo no puedo responderles.
Un murmullo de descontento se extendió por la tienda. Cox no intervino. Debajo de él, apareció un mensaje de la CNN: DE MOMENTO NO HABRÁ RESPUESTAS. Cuando el murmullo cesó, Cox prosiguió.
– Tal como saben, hemos creado una zona prohibida alrededor de la Cúpula. En un principio era de un kilómetro y medio, el domingo la ampliamos a tres y el martes, a seis. Existen varios motivos que nos han llevado a tomar esta decisión, pero el más importante es que la Cúpula es peligrosa para la gente que lleva ciertos implantes, como marcapasos. Un segundo motivo es que nos preocupaba que el campo que generaba la Cúpula pudiera tener efectos perjudiciales más difíciles de detectar.
– ¿Se refiere a la radiación, coronel? -preguntó alguien.
Cox lo fulminó con la mirada, y cuando creyó que ya había recibido suficiente castigo (Rose se alegró al ver que no era Wolfie, sino ese charlatán medio calvo de FOX News), prosiguió.
– Ahora creemos que no existen efectos perjudiciales, al menos a corto plazo, de modo que hemos designado el viernes 27 de octubre, pasado mañana, como el día de Visitas a la Cúpula.
Esta declaración desencadenó un aluvión de preguntas. Cox esperó a que amainara la tormenta, y cuando los periodistas se calmaron, tomó un mando a distancia del atril y apretó un botón. En la pantalla blanca apareció una imagen en alta resolución (demasiado buena para haber sido descargada de Google Earth, pensó Julia) que mostraba Chester's Mills y los dos pueblos con los que limitaba al sur: Motton y Castle Rock. Cox dejó el mando a distancia y sacó un puntero láser.
En pantalla podía leerse: VIERNES DESIGNADO DÍA DE BISITAS LA CÚPULA. Julia sonrió. El coronel había pillado a la CNN con el corrector ortográfico desactivado.
– Creemos que podemos aceptar mil doscientas visitas -declaró Cox de manera concisa-. Los elegidos deberán ser familiares cercanos, al menos en esta ocasión… y todos esperamos y rezamos para que no tenga que haber otra. Los puntos de encuentro serán aquí, en el recinto ferial de Castle Rock, y aquí, en la gran extensión del circuito de Oxford. -Señaló ambas ubicaciones-. Dispondremos de dos docenas de autobuses, una en cada punto. Los vehículos serán proporcionados por los distritos escolares de los alrededores, que anularán las clases ese día para contribuir en este esfuerzo, motivo por el cual les transmitimos nuestro más sincero agradecimiento. Habrá un autobús más a disposición de la prensa en Shiner's Bait and Tackle, en Motton. -Y añadió con sequedad-: Como Shiner's es una licorería, estoy seguro de que la mayoría de ustedes la conocerán. También se permitirá la participación de una, repito, una unidad móvil de televisión. Ustedes mismos se encargarán de redistribuir las imágenes, damas y caballeros, pero el afortunado se elegirá mediante sorteo.
Los periodistas lanzaron un gruñido no demasiado sincero.
– En el autobús de la prensa hay cuarenta y ocho plazas, y salta a la vista que en esta tienda hay cientos de representantes de los medios de comunicación de todo el mundo…
– ¡Miles! -exclamó un hombre canoso, lo que desató una oleada de carcajadas.
– Me alegra que alguien se divierta -comentó Ernie Calvert con amargura.
Cox no pudo reprimir una sonrisa.
– Acepto la corrección, señor Gregory. Los asientos se adjudicarán según el medio de comunicación al que pertenezcan (cadenas de televisión, Reuters, Tass, AP, etc.) y serán las respectivas empresas las encargadas de elegir a su representante.
– Más vale que la CNN elija a Wolfie, no digo más -afirmó Rose.
Un murmullo de emoción se extendió entre los periodistas.
– ¿Puedo continuar? -preguntó Cox-. Los que estén enviando mensajes de texto, hagan el favor de parar.
– Oooh -exclamó Jackie-. Me gustan los hombres con carácter.
– ¿Se dan ustedes cuenta de que no son los protagonistas de la noticia? ¿Se comportarían de este modo si estuvieran cubriendo el derrumbe de una mina, o el salvamento de las víctimas atrapadas entre los escombros tras un terremoto?
La reprimenda del coronel fue recibida con silencio, el mismo que se apodera de una clase de cuarto de primaria cuando el maestro ha perdido los nervios. Sin duda, era un hombre de carácter, pensó Julia, que por un instante deseó con todo su corazón que Cox estuviera ahí bajo la Cúpula, al mando de la situación. Pero, claro, si los cerdos tuvieran alas, el beicon volaría.
– Su trabajo, damas y caballeros, es doble: por un lado deben ayudarnos a hacer correr la voz, y por otro deben ayudarnos para que todo transcurra sin problemas durante el día de Visita.
El mensaje sobreimpreso de la CNN cambió: PRESIÓN PARA AYUDAR A LAS BISITAS EL VIERNES.
– Lo último que queremos es provocar una estampida de familiares de todo el país en dirección a Maine. Ya tenemos casi a diez mil familiares de personas atrapadas bajo la Cúpula en la zona; los hoteles, moteles y lugares de acampada están llenas a reventar. El mensaje que queremos transmitir a los familiares que se encuentran en otras partes del país es: «Si no está aquí, no venga». No solo no le concederán un pase de visita, sino que le obligarán a dar media vuelta en los puntos de control que hay aquí, aquí, aquí y aquí. -Señaló Lewiston, Auburn, North Windham, y Conway, New Hampshire.
»Los familiares que se encuentren actualmente en la zona deberían dirigirse a los oficiales encargados de la inscripción, que ya se hallan en el recinto ferial y el circuito de carreras. Si a alguien se le ha pasado por la cabeza la idea de subirse al coche en este momento, que no lo haga. Esto no son las rebajas del hogar de Filene, el hecho de ser el primero de la cola no le garantiza nada. Los visitantes se elegirán mediante sorteo, y deben inscribirse para poder participar en él. Todos los interesados en realizar la inscripción necesitarán dos documentos identificativos con fotografía. Intentaremos dar prioridad a los que tengan dos o más familiares en Chester's Mills, pero no podemos hacer ninguna promesa al respecto. Y una advertencia a todo el mundo: todo aquel que se presente el viernes en los autobuses y no tenga un pase, o haya falsificado uno, en otras palabras, todo aquel que entorpezca nuestra operación, acabará en la cárcel. No nos pongan a prueba.
»Los elegidos podrán empezar a subir a los autobuses a partir de las ocho de la mañana. Si todo transcurre sin complicaciones, tendrán, al menos, cuatro horas para estar con sus seres queridos, tal vez más. Si alguien nos pone palos en las ruedas, todo el mundo dispondrá de menos tiempo junto a la Cúpula. Los autobuses partirán de la Cúpula a las cinco de la tarde.
– ¿Dónde tendrá lugar el encuentro? -preguntó una mujer a voz en grito.
– Estaba a punto de explicarlo, Andrea. -Cox tomó de nuevo el mando y aumentó la imagen en la zona de la carretera 119.
Jackie conocía bien esa área; había estado a punto de romperse la nariz ahí. Reconoció los tejados de la granja de los Dinsmore, los cobertizos y los establos de las vacas.
– Hay un mercadillo en el lado de Motton de la Cúpula. -Cox lo señaló con el puntero-. Los autobuses aparcarán aquí y los visitantes irán a pie hasta la Cúpula. Hay una gran extensión de campo a ambos lados. Los restos de los diversos siniestros se han retirado.
– ¿Los visitantes podrán acercarse hasta la Cúpula?-preguntó un periodista.
Cox volvió a mirar a la cámara para dirigirse de forma directa a los posibles afectados. Rose se imaginaba las esperanzas y el miedo que debían de estar sintiendo esas personas mientras seguían la rueda de prensa por la televisión de un bar o un motel, o por la radio de su coche. Ella misma sentía ambas cosas.
– Los visitantes podrán acercarse a dos metros de la Cúpula -dijo Cox-. Consideramos que se trata de una distancia segura, aunque no podemos garantizar nada. No estamos hablando de una atracción que ha superado todas las pruebas de seguridad. La gente que tenga implantes electrónicos debe mantenerse alejada. Cada uno es responsable de sus actos; no podemos desnudar de cintura para arriba a todo el mundo en busca de una cicatriz reveladora de un marcapasos. Los visitantes también deberán dejar en el autobús cualquier aparato electrónico, incluidos, entre otros, iPods, teléfonos móviles y BlackBerries. Los periodistas con micrófonos y cámaras se mantendrán a cierta distancia. El espacio más cercano a la Cúpula estará reservado para los visitantes, y lo que suceda entre ellos y sus seres queridos es asunto suyo y de nadie más. Damas y caballeros, esto funcionará si ustedes nos ayudan. Si me permiten expresarme como en Star Trek: ayúdennos a conseguirlo. -Dejó el puntero-. Ahora responderé a unas cuantas preguntas. Muy pocas. Señor Blitzer.
A Rose se le iluminó la cara. Levantó una taza de café recién hecho y brindó con un gesto hacia el televisor.
– ¡Tienes buen aspecto, Wolfie! Como dice la canción «Puedes comer galletas en mi cama cuando quieras».
– Coronel Cox, ¿tienen intención de celebrar una rueda de prensa con las autoridades del pueblo? Tenemos entendido que el segundo concejal, James Rennie, está al mando de la situación. ¿Qué está sucediendo?
– Estamos intentando organizar una rueda de prensa con el señor Rennie y cualquier otra autoridad del pueblo que asista. Nuestra idea es celebrarla a mediodía, si todo se ajusta al horario que tenemos en mente.
La noticia fue recibida con aplausos por parte de los periodistas. Nada les gustaba más que una rueda de prensa, salvo un político de las altas esferas pillado en la cama con una puta de lujo.
Cox añadió:
– Nuestra intención es que la rueda de prensa tenga lugar allí mismo, en la carretera: con los portavoces del pueblo, sean quienes sean, al otro lado, y ustedes, damas y caballeros, a este.
Murmullo de emoción. Las posibilidades visuales del acontecimiento les gustaron.
Cox señaló a un periodista.
– Señor Holt.
Lester Holt, de la NBC, se puso en pie.
– ¿Está seguro de que el señor Rennie asistirá? Lo pregunto porque han aparecido unos informes que lo acusan de haber llevado a cabo una mala gestión financiera, y se sabe de la existencia de una especie de investigación criminal de sus negocios por parte del fiscal general del estado de Maine.
– He oído hablar sobre esos informes -declaró Cox-. No estoy en disposición de analizar su contenido, aunque tal vez el señor Rennie desee hacerlo. -Hizo una pausa y esbozó algo muy parecido a una sonrisa-. Si estuviera en su lugar, lo haría, sin duda.
– Rita Braver, coronel Cox, de la CBS. ¿Es cierto que Dale Barbara, el hombre al que nombraron administrador de emergencia en Chester's Mills, ha sido detenido por asesinato? ¿Y que la policía de Chester's Mills cree que es un asesino en serie?
Silencio absoluto entre los periodistas; todas las miradas clavadas en él. Las cuatro personas sentadas a la barra del Sweetbriar Rose reaccionaron de igual modo.
– Es cierto -respondió Cox. Un leve murmullo se extendió entre los periodistas-. Pero no podemos verificar estas acusaciones ni examinar las pruebas que puedan existir. Lo que tenemos son los mismos rumores que ustedes han recibido, damas y caballeros, por teléfono e internet. Dale Barbara es un oficial condecorado. Nunca ha sido arrestado. Lo conozco desde hace muchos años y he respondido por él ante el presidente de Estados Unidos. No tengo ningún motivo para afirmar que me equivocara, basándome en la información de que dispongo ahora mismo.
– Ray Suárez, coronel, de la PBS. ¿Cree que en las acusaciones contra el teniente Barbara, ahora coronel Barbara, podría haber motivaciones políticas? ¿Que James Rennie lo ha encarcelado para evitar que asuma el control, tal como ordenó el presidente?
Y este era el objetivo de la segunda parte de este circo, se dio cuenta Julia. Cox ha convertido los medios de comunicación en la Voice of America, y nosotros somos el pueblo que se encuentra tras el muro de Berlín. Se sentía tremendamente admirada.
– Si tiene oportunidad de plantearle esta pregunta al concejal Rennie el viernes, señor Suárez, no olvide hacerlo. -Cox habló con una calma gélida-. Damas y caballeros, hasta aquí mis declaraciones.
Bajó de la tarima con la misma rapidez con la que subió, y antes de que los periodistas pudieran empezar a lanzar más preguntas a gritos, Cox había desaparecido.
– Caray -murmuró Ernie.
– Sí -asintió Jackie.
Rose apagó el televisor. Parecía entusiasmada, como si hubiera cargado las pilas.
– ¿A qué hora es la asamblea? Estoy de acuerdo en todo lo que ha dicho el coronel Cox, pero quizá le haya complicado la existencia a Barbie.
Barbie se enteró de la rueda de prensa que había dado Cox cuando Manuel Ortega, con la cara encendida, bajó y se lo contó. Ortega, que había trabajado para Alden Dinsmore, llevaba una camisa azul, una chapa de hojalata que parecía de fabricación casera, y una pistola del 45 en un segundo cinturón, por debajo de la cintura, al estilo de los pistoleros. Barbie lo consideraba un tipo afable -con entradas y una piel permanentemente quemada por el sol- al que le gustaba pedir platos típicos del desayuno a la hora del almuerzo -tortitas, beicon y huevos fritos- y hablar sobre vacas; su raza favorita era la Belted Galloways, pero nunca había logrado convencer al señor Dinsmore para que comprara una. A pesar de su nombre era yanqui hasta la médula, y poseía un sentido del humor muy mordaz y yanqui. A Barbie siempre le había caído bien. Sin embargo, el que tenía frente a él era otro Manuel, un desconocido sin sentido del humor. Le transmitió las noticias de los últimos acontecimientos, la mayoría a gritos a través de los barrotes, acompañados por una lluvia de saliva. Su rostro parecía casi radiactivo a causa de la ira.
– Ni una palabra de que encontraron tus placas de identificación en la mano de esa pobre chica, ¡ni una puta palabra sobre eso! ¡Y luego ese cabrón va y la toma con Jim Rennie, que ha mantenido unido al pueblo por sí solo desde que empezó todo! ¡Por sí solo! ¡Con esfuerzo y sin apenas medios!
– Tranquilízate, Manuel -le dijo Barbie.
– ¡Llámame agente Ortega, cabrón!
– De acuerdo. Agente Ortega. -Barbie estaba sentado en el camastro, pensando en lo fácil que sería para Ortega desenfundar la vieja Schofield del 45 que llevaba en el cinturón y empezar a disparar-. Yo estoy aquí y Rennie, ahí fuera. En lo que a él respecta, seguro que está bien.
– ¡CÁLLATE! -gritó Manuel-. ¡TODOS estamos aquí dentro! ¡Bajo la puta Cúpula! Alden no hace más que beber, el hijo que le queda no come, y la señora Dinsmore no para de llorar por Rory. Jack Evans se ha volado los sesos, ¿lo sabías? Y a esos cerdos del ejército no se les ocurre nada mejor que empezar a echar mierda. ¡Un montón de mentiras e historias inventadas mientras tú creas disturbios en el supermercado y quemas nuestro periódico! ¡Seguramente para que la señorita Shumway no pueda publicar LO QUE ERES!
Barbie permaneció en silencio. Creía que si abría la boca para defenderse, acabaría con un tiro entre ceja y ceja.
– Eso es lo que hacen con los políticos que no les gustan -dijo Manuel-. ¿Quieren que asuma el mando del pueblo un asesino en serie y un violador, un hombre que viola cadáveres en lugar de un cristiano? Nunca habían caído tan bajo.
Manuel desenfundó la pistola, la levantó y apuntó a través de los barrotes. A Barbie la boca del cañón le pareció tan grande como la entrada de un túnel.
– Si la Cúpula desaparece antes de que hayamos tenido tiempo de llevarte al paredón -prosiguió Manuel-, yo mismo me encargaré de hacerlo. Soy el primero de la cola, y ahora mismo en Chester's Mills la cola de gente con ganas de pegarte un tiro es muy larga.
Barbie permaneció callado, en espera de que le llegara la muerte o de que pudiera seguir conteniendo el aliento. Los sándwiches de Rose Twitchell iniciaron el recorrido inverso al esperado y se le atragantaron.
– Estamos intentando sobrevivir y lo único que se les ocurre es echarle mierda encima al hombre que está evitando que el pueblo se suma en el caos. -Manuel guardó la pistola en la funda con un gesto brusco-. Que te den por culo. No lo mereces.
Se volvió y subió la escalera, encorvado y con la cabeza gacha.
Barbie se apoyó contra la pared y lanzó un suspiro. Tenía la frente empapada en sudor. Levantó una mano para secárselo y se dio cuenta de que le temblaba.
Cuando la camioneta de Romeo Burpee tomó el camino de entrada de la casa de los McClatchey, Claire salió corriendo. Estaba llorando.
– ¡Mamá! -gritó Joe, que bajó antes de que Rommie pudiera poner el freno de mano. Los demás saltaron en tropel-. ¿Qué pasa, mamá?
– Nada -respondió Claire entre sollozos; lo agarró y le dio un fuerte abrazo-. ¡Va a haber un día de Visita! ¡El viernes! ¡Creo que podremos ver a tu padre, Joey!
Joe dio un grito de alegría y se puso a bailar. Benny abrazó a Norrie… y Rusty vio que aprovechó la oportunidad para robarle un beso fugaz. Menudo diablillo descarado.
– Llévame al hospital, Rommie -dijo Rusty. Dijo adiós con la mano a Claire y los chicos mientras daban marcha atrás. Se alegraba de poder escapar de la señora McClatchey sin tener que hablar con ella; quizá la visión de madre también funcionaba con los auxiliares médicos-. ¿Y te importaría hacerme el favor de hablar en inglés en lugar de utilizar ese ridículo acento francés de tebeo?
– Hay gente que no tiene un patrimonio cultural al que recurrir -dijo Rommie-, y sienten celos de los que sí lo tienen.
– Sí, y tu madre lleva galochas -dijo Rusty.
– Es cierto, pero solo cuando llueve.
El móvil de Rusty sonó una vez: un mensaje de texto. Lo abrió y lo leyó: REUNIÓN A 2130 PARROQUIA CONGREGACIÓN SI NO VIENES TÚ TE LO PIERDES JW.
– Rommie -dijo, mientras cerraba el teléfono-. Si sobrevivo a los Rennie, ¿te apetecería asistir a una reunión conmigo esta noche?
En el hospital, Ginny se cruzó con él en el vestíbulo.
– Es el día de los Rennie en el Cathy Russell -exclamó, como si el hecho no la desagradara en exceso-. Thurse Marshall ya les ha echado un vistazo. Rusty, ese hombre es un regalo de Dios. Salta a la vista que Junior no le cae bien (Frankie y Junior fueron los que se metieron con él en la cabaña), pero aun así ha mantenido una actitud de lo más profesional. Ese tipo está desaprovechado en un departamento de Inglés de una universidad; debería dedicarse a esto. -Bajó un poco la voz-. Se le da mejor que a mí. Y mucho mejor que a Twitch.
– ¿Dónde está ahora?
– Ha regresado a la casa en la que se alojan para ver a esa novia jovencita y a los dos niños que tienen a su cargo. Parece que también se preocupa mucho por los críos.
– Oh, Dios mío, Ginny se ha enamorado -dijo Rusty con una sonrisa.
– No seas tonto. -Lo fulminó con la mirada.
– ¿En qué habitaciones están los Rennie?
– Junior en la siete y su padre en la diecinueve. El padre llegó acompañado de Thibodeau, pero debe de haberlo enviado a hacer recados porque estaba solo cuando fue a ver a su hijo. -Sonrió con cinismo-. Fue una visita breve. Se ha pasado gran parte del tiempo colgado del móvil. Junior simplemente permanece sentado en la habitación, aunque parece que ya rige. Cuando lo trajo Henry Morrison, no estaba en sus cabales.
– ¿Y la arritmia de Big Jim? ¿Qué me cuentas de eso?
– Thurston ha logrado estabilizarlo.
De momento, pensó Rusty, no sin cierta satisfacción. Cuando se le pasen los efectos del Valium, su corazón volverá a bailar el jitterbug.
– Ve a ver primero al chico -dijo Ginny. Estaban solos en el vestíbulo, pero le hablaba en voz muy baja-. No me gusta, nunca me ha gustado, pero me da pena. No creo que dure mucho.
– ¿Le ha contado Thurston algo a Rennie sobre el estado de Junior?
– Sí, que la cosa puede ser grave. Pero, al parecer, no tanto como todas esas llamadas que está haciendo. Alguien debe de haberle contado lo del día de Visita del viernes. Rennie está un poco cabreado.
Rusty pensó en la caja de Black Ridge, tan solo un rectángulo muy delgado con una superficie de menos de tres metros cuadrados, a pesar de lo cual no pudo levantarlo. Ni tan siquiera moverlo un poco. También pensó en los cabeza de cuero que había visto fugazmente, y en sus risas.
– Hay gente a la que no le gustan las visitas -dijo.
– ¿Qué tal te sientes, Junior?
– Bien. Mejor. -Parecía apático. Llevaba un pijama del hospital y estaba sentado junto a la ventana. La luz mostraba sin piedad su rostro demacrado. Parecía un hombre de cuarenta años que no había tenido una vida fácil.
– Cuéntame lo que ocurrió antes de que perdieras el conocimiento.
– Iba a la facultad pero me pasé por casa de Angie. Quería decirle que hiciera las paces con Frank, que últimamente solo se dedica a hacer el vago.
Rusty pensó en preguntarle si sabía que Frank y Angie estaban muertos, pero no lo hizo, ¿de qué habría servido? En lugar de eso, le preguntó:
– ¿Ibas a la facultad? ¿Y qué hay de la Cúpula?
– Ah, claro. -La misma voz inalterable, indiferente-. Se me había olvidado.
– ¿Cuántos años tienes?
– Veinti… ¿uno?
– ¿Cómo se llamaba tu madre?
Junior meditó las respuesta.
– Jason Giambi -dijo al final, y soltó una carcajada estridente sin que se le alterara el rostro apático y demacrado.
– ¿Cuándo apareció la Cúpula?
– El sábado.
– ¿Y cuánto hace de eso?
Junior frunció el entrecejo.
– ¿Una semana? -respondió al cabo de un rato. Y añadió-: ¿Dos semanas? Hace ya un poco, eso seguro. -Se volvió hacia Rusty. Los ojos le brillaban a causa del Valium que Marshall le había inyectado-. ¿Te ha dicho Baaarbie que me hagas todas estas preguntas? Él las mató, lo sabes. -Asintió-. Encontramos sus playas de indefinición. -Hizo una pausa-. Placas de identificación.
– Barbie no me ha dicho que te pregunte nada -replicó Rusty-. Está en el calabozo.
– Dentro de poco estará en el infierno -dijo Junior en un tono de lo más natural-. Lo juzgaremos y lo ejecutaremos. Lo dice mi padre. En Maine no hay pena de muerte, pero dice que la situación que vivimos es como si estuviéramos en guerra. La ensalada de huevo tiene demasiadas calorías.
– Eso es cierto -admitió Rusty. Tenía un estetoscopio, un tensiómetro y un oftalmoscopio. Le puso el brazalete en el brazo-. ¿Puedes decirme el nombre de los tres últimos presidentes, por orden?
– Claro. Bush, Push y Tush. -Soltó una carcajada sin que se le alterara el semblante.
Tenía la presión a 147 y 120. Rusty esperaba algo peor.
– ¿Recuerdas quién ha venido a verte antes de que llegara yo?
– Sí. El viejo al que Frankie y yo vimos en la cabaña antes de encontrar a los niños. Espero que estén bien. Eran muy monos.
– ¿Recuerdas cómo se llaman?
– Aidan y Alice Appleton. Fuimos a la discoteca y esa chica pelirroja me hizo una paja por debajo de la mesa. Creía que iba a parar antes de alabar. -Hizo una pausa-. Acabar.
– Ajá. -Rusty le miró los ojos con el oftalmoscopio. El derecho estaba bien. El nervio óptico del izquierdo estaba inflamado, era una afección conocida como papiledema. Se trataba de un síntoma habitual en los tumores cerebrales avanzados y las hinchazones que estos provocaban.
– ¿Ves algo verde, McQueen?
– No. -Rusty dejó el oftalmoscopio y estiró el dedo índice frente a Junior-. Quiero que me toques el dedo índice con tu dedo y que luego te toques la nariz.
Junior obedeció. Rusty empezó a mover el dedo lentamente hacia delante y hacia atrás.
– Sigue.
Junior logró tocarse la nariz una vez. Luego alcanzó el dedo de Rusty pero se tocó la mejilla. La tercera vez fue incapaz de llegar al dedo y se tocó la ceja derecha.
– Ya está. ¿Más? Podría pasarme así todo el día.
Rusty empujó la silla hacia atrás y se puso en pie.
– Le voy a decir a Ginny Tomlinson que te traiga una receta.
– Cuando la tenga, ¿podré irme a pasa? A casa, quiero decir.
– Esta noche te quedarás aquí, Junior. En estado de observación.
– Pero estoy bien, ¿no? Antes he tenido una de mis migrañas, una muy fuerte, pero ya se me ha pasado. Estoy bien, ¿verdad?
– Ahora no puedo decirte nada -dijo Rusty-. Quiero hablar con Thurston Marshall y consultar un par de libros.
– Eh, ese tío no es médico. Es profesor de inglés.
– Quizá, pero te ha tratado bien. Mejor de lo que lo tratasteis Frank y tú a él, por lo que me han contado.
Junior hizo un gesto de desdén con la mano.
– Solo estábamos jugando. Además, nos portamos bien con los niños, ¿verdad?
– Eso no te lo discuto. Ahora relájate, Junior. ¿Por qué no miras un rato la tele?
Junior pensó en ello y luego preguntó:
– ¿Qué hay para cenar?
En tales circunstancias, lo único que a Rusty se le ocurrió que podía administrarle a Junior Rennie para reducirle la presión del cerebro era manitol intravenoso. Cogió el historial clínico de la puerta y vio una nota pegada, escrita con una caligrafía muy redondeada y desconocida:
Estimado Dr. Everett: ¿Le parece bien que le administremos manitol a este paciente? No lo he hecho porque no sé la dosis correcta.
Thurse
Rusty apuntó la dosis. Ginny tenía razón; Thurston Marshall era bueno.
La puerta de la habitación de Big Jim estaba abierta, pero dentro no había nadie. Rusty oyó la voz del segundo concejal. Procedía del refugio favorito del difunto doctor Haskell para echarse la siesta.
Rusty recorrió el pasillo. No pensó en echar un vistazo al historial de Big Jim, un despiste que más tarde lamentaría.
Big Jim estaba vestido de calle y sentado junto a la ventana, con el teléfono pegado a la oreja, a pesar de que en el cartel de la pared aparecía un teléfono móvil rojo tachado con una gran X, para los analfabetos. Rusty pensó que le proporcionaría un gran placer ordenar a Big Jim que colgara. Tal vez no era la forma más diplomática de empezar lo que iba a ser una mezcla de análisis médico y discusión, pero pensaba hacerlo. Se dirigió hacia el concejal, pero de repente se detuvo. En seco.
Le vino a la cabeza un recuerdo: no podía dormir, se levantó para comer un trozo del pastel de arándanos y naranja de Linda, oyó que Audrey sollozaba en la habitación de las niñas. Fue a ver cómo estaban. Se sentó en la cama de Jannie, bajo Hannah Montana, su ángel de la guarda.
¿Por qué había tardado tanto en recordar eso? ¿Por qué no le había sucedido durante su reunión con Big Jim en el estudio de la casa de Rennie?
Porque entonces no estaba al corriente de los asesinatos; estaba obcecado con el propano. Y porque Janelle no tenía un ataque, tan solo estaba en la fase REM del sueño. Hablaba en sueños.
«Tiene una pelota de béisbol dorada, papá. Es una pelota mala.»
Ese recuerdo no le acudió al pensamiento ni tan siquiera la noche anterior, en la funeraria. Lo hacía entonces, cuando ya casi era demasiado tarde.
Pero piensa en lo que significa: quizá ese artilugio de Black Ridge solo emita una cantidad de radiación limitada, pero está transmitiendo algo más. Llamémoslo precognición inducida, o tal vez sea algo que ni siquiera tiene nombre, pero sea lo que sea, está ahí. Y si Jannie tenía razón sobre la pelota de béisbol dorada, entonces todos los niños que han hablado en tono profético sobre un desastre en Halloween quizá también tengan razón. Pero ¿significa eso que será actualmente ese día? ¿O podría ser antes?
Rusty consideraba esta última opción la más probable. Para los niños del pueblo, entusiasmados por las chucherías que iban a conseguir, ya era Halloween.
– Me da igual lo que tengas entre manos, Stewart -decía Big Jim. Los tres miligramos de Valium no parecían haberlo dulcificado; era el mismo gruñón recalcitrante de siempre-. Quiero que Fernald y tú vayáis allí arriba, y llevaos a Roger con voso… ¿Eh? ¿Qué? -Escuchó-. No tendría ni que decírtelo. ¿Es que no has visto la puñetera televisión? Si se pone muy gallito, le…
Alzó la mirada y vio a Rusty en la puerta. Por un instante, la mirada asustada de Big Jim fue la de un hombre que está repitiendo mentalmente la conversación para averiguar hasta dónde puede haber oído el recién llegado.
– Stewart, ha llegado una persona. Te llamaré más tarde, y cuando hablemos, más vale que me digas lo que quiero oír. -Colgó sin despedirse, alzó el teléfono hacia Rusty y esbozó una sonrisa que mostró la hilera superior de dientes-. Lo sé, lo sé, he sido muy malo, pero los asuntos del pueblo no pueden esperar. -Suspiró-. No es fácil ser el hombre del que depende todo el mundo, sobre todo cuando no te sientes bien.
– Debe de ser difícil -admitió Rusty.
– Dios me ayuda. ¿Quieres saber cuál es mi filosofía de vida?
No.
– Claro.
– Cuando Dios cierra una puerta, abre una ventana.
– ¿Eso crees?
– Lo sé. Y algo que nunca olvido es que cuando rezas para pedir algo que quieres, Dios hace oídos sordos. Pero cuando rezas para pedir algo que necesitas, Dios es todo oídos.
– Ajá. -Rusty entró en la sala de personal. El televisor de la pared estaba sintonizado en la CNN, aunque sin sonido. En ese momento había una fotografía de James Rennie padre, que se alzaba por detrás del busto parlante: era una imagen en blanco y negro, no muy favorecedora. En ella Big Jim aparecía con un dedo y el labio superior alzado. No se trataba de una sonrisa, sino de una mueca de hiena. En el rótulo inferior podía leerse: ¿ERA EL PUEBLO DE LA CÚPULA UN REFUGIO DE TRAFICANTES DE DROGA? Ahora la pantalla mostraba un anuncio del concesionario de Jim Rennie, aquel tan irritante que siempre acababa con la imagen de un vendedor (nunca el propio Big Jim) gritando «¡Con Big Jim TODO irá sobre RUEDAS!».
Rennie señaló el televisor y esbozó una sonrisa triste.
– ¿Ves lo que me están haciendo los amigos de Barbara de ahí fuera? Aunque, ¿a quién le sorprende? Cuando Jesucristo vino a redimir a la humanidad, lo obligaron a cargar con Su propia cruz hasta el monte Calvario, donde murió lleno de sangre y polvo.
Rusty pensó, y no por primera vez, que el Valium era un medicamento muy extraño. No sabía si en el vino había veritas, pero sí que la había en el Valium. Cuando lo administraba a la gente, sobre todo si era por vía intravenosa, acostumbraba a oír exactamente lo que las personas en cuestión pensaban sobre sí mismas.
Rusty acercó una silla y se preparó para auscultar a Rennie con el estetoscopio.
– Levántate la camisa. -Cuando Big Jim dejó el teléfono para obedecer a Rusty, este se lo guardó en el bolsillo del pecho-. Si no te importa, me llevo esto. Lo dejaré en el mostrador del vestíbulo, una zona donde está permitido hablar por el móvil. Las sillas no están tan bien tapizadas como estas, pero no son incómodas.
Temía que Big Jim se quejara, que estallara incluso, pero ni siquiera abrió la boca; dejó al descubierto su prominente barriga de buda, y sus pechos grandes y flácidos. Rusty se inclinó y lo auscultó. Estaba mucho mejor de lo que esperaba. Se habría conformado con ciento diez latidos por minuto y una fibrilación ventricular moderada. Sin embargo, el corazón de Big Jim latía a noventa pulsaciones por minuto, sin arritmias.
– Me siento mucho mejor -afirmó Rennie-. Era el estrés. He estado sometido a un estrés brutal. Me quedaré a descansar un par de horas (¿te das cuenta de que se ve todo el pueblo desde esta ventana, amigo?), y le haré otra visita a Junior. Luego me iré y…
– No es solo el estrés. Tienes sobrepeso y no estás en forma.
Big Jim volvió a mostrarle la hilera de dientes superiores con su falsa sonrisa.
– Dirijo un negocio y un pueblo, amigo; ambos en números rojos, por cierto. Eso me deja poco tiempo para cintas de andar, para StairMasters y aparatos por el estilo.
– Hace dos años te presentaste aquí con síntomas de TAP, Rennie. Eso es taquicardia auricular paroxística.
– Sé lo que significa. Lo busqué en WebMD y decía que la gente sana a veces experimenta…
– Ron Haskell no se anduvo con rodeos y te dijo que debías controlar el peso, que debías controlar la arritmia con medicación, y que si los medicamentos no eran efectivos, habría que tener en cuenta la vía quirúrgica para corregir el problema subyacente.
Big Jim puso cara de niño infeliz que está sentado en una trona y no puede bajar de ella.
– ¡Dios me dijo que no lo hiciera! ¡Dios me dijo no al marcapasos! ¡Y Dios tenía razón! ¡Duke Perkins llevaba marcapasos y mira lo que le pasó!
– Por no hablar de su viuda -añadió Rusty en voz baja-. Ella también ha tenido mala suerte. Debía de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.
Big Jim lo escrutó con sus ojos de cerdo. Luego alzó la vista al techo.
– Volvéis a tener luz, ¿verdad? Os di el propano, tal como me pediste. Hay gente que no sabe lo que es la gratitud. Aunque, claro, un hombre en mi situación se acostumbra a eso.
– Mañana por la noche se nos habrá acabado otra vez.
Big Jim negó con la cabeza.
– Mañana por la noche tendrás suficiente propano para mantener el hospital en funcionamiento hasta Navidad si es necesario. Te lo prometo, por haberme tratado de forma tan agradable y por ser un tipo tan bueno en todos los aspectos.
– Me resulta difícil ser agradecido cuando la gente me devuelve lo que era mío. Imagino que soy un poco raro en ese aspecto.
– Ah, vaya, ¿así que ahora te comparas con el hospital? -rezongó Big Jim.
– ¿Por qué no? Tú acabas de ponerte a la misma altura que Jesucristo. Pero regresemos a tu estado médico, ¿te parece?
Big Jim agitó sus manos grandes y gruesas en un gesto de indignación.
– El Valium no es un remedio. Si sales de aquí, podrías volver a tener arritmias a las cinco de la tarde. O directamente un infarto. Lo bueno de todo esto es que podrías reunirte con tu salvador antes de la puesta de sol.
– ¿Y qué me recomiendas? -preguntó Rennie con calma. Había recuperado la compostura.
– Podría darte algo que solucionaría el problema, al menos a corto plazo. Es un medicamento.
– ¿Cuál?
– Pero tiene un precio.
– Lo sabía -dijo Big Jim en voz baja-. Sabía que estabas del lado de Barbara desde el día en que viniste a mi despacho con tu «dame esto y dame aquello».
Lo único que hizo Rusty fue pedirle propano, pero decidió pasar por alto el comentario del concejal.
– ¿Cómo sabías que había un bando de partidarios de Barbara? Aún no se habían descubierto los asesinatos, ¿cómo sabías que tenía un bando?
Los ojos de Big Jim se iluminaron con un destello de paranoia o de regocijo, o quizá de ambas cosas.
– Tengo mis métodos, amigo. Bueno, ¿cuál es el precio? ¿Qué quieres que te dé a cambio del medicamento que impedirá que me dé un infarto? -Y antes de que Rusty pudiera responder, añadió-: Déjame adivinarlo. Quieres la libertad de Barbara, ¿verdad?
– No. La gente del pueblo lo lincharía en cuanto pusiera un pie en la calle.
Big Jim soltó una carcajada.
– De vez en cuando das muestras de tener un poco de sentido común.
– Quiero que dimitas y te mantengas al margen de todo. Y Sanders también. Deja que Andrea Grinnell tome el mando, y que Julia Shumway le eche una mano hasta que Andi se haya desenganchado de las pastillas.
Esta vez Big Jim soltó una carcajada aún más sonora y se dio una palmada en el muslo.
– Yo creía que Cox ya estaba majara (quería que la pechugona ayudara a Andrea), pero tú aún estás peor. ¡Shumway! ¡Esa hija de fruta no se entera de la misa la media!
– Sé que mataste a Coggins.
No quería decirlo, pero le salió antes de que pudiera retractarse. ¿Y qué problema había? Estaban solos, a menos que contaran a John Roberts, de la CNN, que los miraba desde el televisor de la pared. Además, valió la pena por las consecuencias. Por primera vez desde que aceptó la existencia de la Cúpula, Big Jim sufrió una conmoción. Intentó mantener un semblante neutro, pero no lo consiguió.
– Estás loco.
– Sabes que no es así. Anoche fui a la Funeraria Bowie y examiné los cuerpos de las cuatro víctimas de asesinato.
– ¡No tenías derecho a hacerlo! ¡No eres patólogo! ¡No eres ni un puñetero médico!
– Cálmate, Rennie. Cuenta hasta diez. Acuérdate de tu corazón. -Rusty hizo una pausa-. Pensándolo bien, que le den por saco a tu corazón. Después del lío que has montado y del que estás montando ahora, que le den por saco a tu corazón. Coggins tenía toda la cara y la cabeza llena de marcas muy raras pero fáciles de identificar. Eran puntadas. Y no me cabe la menor duda de que encajan con la bola de béisbol que vi en tu escritorio.
– Eso no significa nada. -Pero Rennie echó un vistazo hacia la puerta abierta del baño.
– Significa muchas cosas. Sobre todo si tenemos en cuenta los otros cuerpos que se encontraron en el mismo lugar. Para mí eso significa que el asesino de Coggins fue el asesino de los demás. Creo que fuiste tú. O quizá fuisteis Junior y tú. ¿Formasteis un equipo de padre e hijo? ¿Fue así?
– ¡Me niego a escuchar esto! -Intentó levantarse pero Rusty lo obligó a sentarse de nuevo, algo que le resultó sorprendentemente fácil-. ¡Vamos a quedarnos quietos! -gritó Rennie-. ¡Vamos a quedarnos quietos, maldita sea!
Rusty le preguntó:
– ¿Por qué lo mataste? ¿Amenazó con tirar de la manta y revelar tu operación de tráfico de drogas? ¿Acaso formaba parte de ella?
– ¡Vamos a quedarnos quietos! -repitió Rennie, a pesar de que Rusty ya se había sentado. No se le ocurrió que Big Jim tal vez no se dirigía a él.
– Puedo cerrar la boca -dijo Rusty-. Y puedo darte algo más eficaz que el Valium para la TAP. Pero quid pro quo. A cambio debes mantenerte al margen de todo. Mañana durante la asamblea anuncia tu dimisión, por motivos de salud, en favor de Andrea. Y quedarás como un héroe.
No podía negarse, pensó Rusty; estaba entre la espada y la pared.
Rennie se volvió de nuevo hacia la puerta del baño abierta y dijo:
– Ya podéis salir.
Carter Thibodeau y Freddy Denton salieron del baño, donde estaban escondidos, y donde lo habían escuchado todo.
– ¡Maldición! -exclamó Stewart Bowie.
Su hermano y él estaban en el sótano de la funeraria. Stewart había estado maquillando a Arletta Coombs, el último suicidio de Chester's Mills y la última clienta de la Funeraria Bowie.
– Maldito hijo de puta, listillo de mierda.
Dejó el teléfono móvil en la mesa y sacó un paquete de Ritz Bits con sabor a mantequilla de cacahuete del amplio bolsillo delantero de su delantal de goma. A Stewart le daba por comer cuando estaba disgustado, y siempre había sido muy guarro con la comida («Aquí han comido cerdos», acostumbraba a decir su padre cuando el joven Stewie se levantaba de la mesa); ahora una lluvia de migas de Ritz caía sobre el rostro de Arletta, que no tenía una expresión muy plácida; si la mujer creyó que bebiendo Liquid-Plumr lograría salir de forma rápida e indolora de la Cúpula, se llevó un gran desengaño. El maldito desatascador le licuó el estómago y salió por la retaguardia.
– ¿Qué pasa? -preguntó Fern.
– ¿Por qué coño tuve que hacer negocios con Rennie?
– ¿Por dinero?
– ¿De qué sirve ahora el dinero? -le espetó Stewart-. ¿Qué voy a hacer, ir a gastarme toda la puta pasta a los Almacenes Burpee's? ¡Seguro que eso me pondría cachondo de cojones!
Abrió la boca de la anciana viuda y le echó el resto de Ritz Bits.
– Ahí tienes, zorra, es la hora del aperitivo.
Stewart agarró su móvil, apretó el botón de CONTACTOS y seleccionó un número.
– Como no esté -dijo, quizá a Fern, aunque lo más probable era que hablase consigo mismo-, saldré a buscarlo y cuando lo encuentre le meteré uno de sus pollos por el puto cu…
Sin embargo Roger Killian sí que estaba. Y en su maldita granja de pollos. Stewart los oía cloquear. También oía los violines avasalladores de Mantovani que sonaban en el equipo de sonido de la granja. Cuando los chicos andaban por ahí, ponían Metallica o Pantera.
– ¿Sí?
– Roger. Soy Stewie. ¿Estás colocado, hermano?
– No -respondió Roger, lo que a buen seguro significaba que había estado fumando cristal, pero qué más daba.
– Baja al pueblo. Reúnete con Fern y conmigo en el aparcamiento. Vamos a llevar dos camiones grandes, de los que tienen grúa, a la WCIK. Hay que trasladar de nuevo todo el propano al pueblo. No podemos hacerlo en un día, pero Big Jim dice que tenemos que empezar ya. Mañana reclutaré a seis o siete chicos más de confianza, algunos del maldito ejército privado de Jim, si nos los presta, y acabaremos el traslado.
– Oh, Stewart, no… ¡Tengo que dar de comer a los pollos! ¡Todos mis hijos trabajan ahora de policías!
Lo que significa, pensó Stewart, que quieres quedarte sentado en ese despachito que tienes, fumando cristal, escuchando esa mierda de música y mirando vídeos de bolleras en el ordenador. No entendía cómo podía ponerse cachondo con aquel pestazo a mierda de pollo tan denso que se podría cortar con un cuchillo, pero Roger Killian lo conseguía.
– No es una misión voluntaria, hermano mío. He recibido órdenes, y yo te las doy a ti. Dentro de media hora. Y si ves a alguno de tus hijos por ahí, reclútalo para la causa.
Colgó antes de que Roger se pusiera a lloriquear de nuevo, y por un instante se quedó ahí, enfurruñado. Lo último que le apetecía hacer esa tarde de miércoles era cargar depósitos de propano en camiones… pero eso era justamente lo que iba a hacer. Qué remedio.
Agarró la manguera del fregadero, la metió entre la dentadura postiza de Arletta Coomb y abrió el agua. Era una manguera de alta presión y el cadáver dio una sacudida en la mesa.
– Para que bajen las galletitas, abuela -gruñó-. No quiero que te atragantes.
– ¡Para! -gritó Fern-. Saldrá todo por el agujero de…
Demasiado tarde.
Big Jim miró a Rusty y lanzó una sonrisa que parecía decir «Ya verás la que te espera». Entonces se volvió hacia Carter y Freddy Denton.
– ¿Habéis oído cómo intentaba coaccionarme el señor Everett?
– Sin duda -respondió Freddy.
– ¿Habéis oído cómo me amenazaba con negarme cierto medicamento que podría salvarme la vida si me negaba a dimitir?
– Sí -respondió Carter, que miró a Rusty con odio. El auxiliar médico se preguntaba cómo podía haber sido tan estúpido.
Ha sido un día muy largo, se lo puedo atribuir a eso.
– El medicamento en cuestión podría haber sido Verapamil, que el tipo del pelo largo me administró por vía intravenosa. -Big Jim mostró sus dientes con otra desagradable sonrisa.
Verapamil. Por primera vez Rusty se maldijo a sí mismo por no haber echado un vistazo al historial de Big Jim, que se encontraba en la puerta. No sería la última vez.
– ¿Qué delitos consideráis que se han cometido? -preguntó Big Jim-. ¿Un delito de amenazas?
– Por supuesto, y extorsión -añadió Freddy.
– Al diablo con eso, ha sido un homicidio frustrado -afirmó Carter.
– ¿Y quién creéis que lo ha incitado?
– Barbie -respondió Carter, y le dio un puñetazo en la boca a Rusty. Este no tuvo tiempo de reaccionar, ni siquiera pudo protegerse. Se tambaleó, chocó con una de las sillas y cayó de costado. Le sangraba la boca.
– Eso ha sido resistencia a la autoridad -observó Big Jim-. Pero no basta. Ponedlo en el suelo, chicos. Lo quiero en el suelo.
Rusty intentó huir, pero apenas logró levantarse de la silla antes de que Carter lo agarrara de un brazo y lo obligara a darse la vuelta. Freddy colocó un pie detrás de sus piernas. Carter le dio un empujón. Como los niños en el patio de la escuela, pensó Rusty mientras caía.
Carter se arrodilló a su lado y Rusty lanzó una bocanada de aire que rozó la mejilla izquierda del policía. Thibodeau se pasó la mano con un gesto de impaciencia, como alguien que intenta espantar a una mosca molesta. Al cabo de un instante estaba sentado sobre el pecho de Rusty con una sonrisa burlona en los labios. Sí, como en el patio, salvo que allí no había ningún monitor que fuera a obligarlo a parar.
Volvió la cabeza hacia Rennie, que estaba de pie.
– Es mejor que no sigas -dijo Rusty entre jadeos. El corazón le latía con fuerza. Apenas le llegaba el aire. Thibodeau pesaba mucho. Freddy Denton estaba arrodillado junto a ambos. A Rusty le pareció que era como el árbitro de uno de esos combates de lucha libre de pantomima.
– Pues voy a hacerlo, Everett -replicó Big Jim-. De hecho. Dios te bendiga, tengo que hacerlo. Freddy, coge mi móvil. Lo tiene en el bolsillo del pecho y no quiero que se rompa. Ese puñetero me lo ha robado. Puedes añadirlo al informe cuando os lo llevéis a la comisaría.
– Hay más gente que lo sabe -añadió Rusty. Nunca se había sentido tan indefenso. Ni tan estúpido. Tampoco le sirvió de mucho decirse a sí mismo que no era el primero que subestimaba a James Rennie padre-. Hay más gente que sabe lo que has hecho.
– Quizá -admitió Big Jim-. Pero ¿quiénes son? Otros amigos de Dale Barbara. Los mismos que causaron los disturbios en el supermercado, los mismos que quemaron el periódico. Los mismos que han creado la Cúpula, no me cabe la menor duda. Una especie de experimento del gobierno, eso es lo que creo. Pero no somos un puñado de ratas encerradas en una jaula, ¿verdad? ¿Verdad, Carter?
– No.
– Freddy, ¿a qué esperas?
Denton había escuchado a Big Jim con una expresión que decía «Ahora lo entiendo». Cogió el móvil de Big Jim del bolsillo del pecho de Rusty y lo lanzó a uno de los sofás. Luego se volvió hacia Everett.
– ¿Cuánto tiempo llevabais planeando esto? ¿Cuánto tiempo llevabais planeando encerrarnos en el pueblo para observar cómo reaccionábamos?
– Freddy, escucha lo que dices -le pidió Rusty. Las palabras brotaron entre resuellos. Por Dios, Thibodeau pesaba mucho-. Es una locura. No tiene sentido. ¿Es que no ves…?
– Sujétale la mano en el suelo -ordenó Big Jim-. La izquierda.
Freddy obedeció la orden. Rusty intentó apartarla, pero no pudo hacer palanca para zafarse porque Thibodeau le inmovilizaba los brazos.
– Siento tener que hacer esto, amigo, pero los habitantes de este pueblo tienen que entender que debemos someter a los elementos terroristas.
Rennie ya podía ir diciendo que lo sentía, pero en cuanto pisó el puño izquierdo de Rusty con el talón de su zapato, y con sus ciento cinco kilos de peso, Rusty vio que tras los pantalones de gabardina del segundo concejal asomaba un motivo distinto. Estaba disfrutando de la situación, y no solo en un sentido cerebral.
El talón le apretaba y machacaba la mano: fuerte, más fuerte, con toda la fuerza posible. Big Jim hizo una mueca de esfuerzo. Le aparecieron unas manchas de sudor bajo los ojos. Se mordía la lengua.
No grites, pensó Rusty. Atraerías a Ginny y entonces ella también se vería involucrada en todo el lío. Además, es lo que quiere Rennie. No le des esa satisfacción.
Sin embargo, cuando oyó el primer crujido bajo el talón de Big Jim, gritó. No pudo evitarlo.
Hubo otro crujido. Luego un tercero.
Big Jim retrocedió, satisfecho.
– Levantadlo y llevadlo al calabozo. Que le haga una visita a su amigo.
Freddy echó un vistazo a la mano de Rusty, que ya se estaba hinchando. Tres de los cuatro dedos estaban dislocados y tenían un aspecto espantoso.
– Ya te hemos trincado -dijo con gran satisfacción.
Ginny apareció en la puerta con los ojos desorbitados.
– ¿Qué estáis haciendo, por el amor de Dios?
– Detener a este hijo de puta por extorsión, por amenazas y por homicidio frustrado -dijo Freddy Denton mientras Carter ponía a Rusty en pie-. Y eso es solo el principio. Ha mostrado resistencia a la autoridad y hemos tenido que reducirlo. Ahora, apártese, señora. Por favor.
– ¡Estáis locos! -gritó Ginny-. ¡Rusty, la mano!
– Estoy bien. Llama a Linda. Dile que estos matones…
No pudo decir nada más. Carter lo agarró del cuello, lo sacó por la puerta, con la cabeza gacha y le susurró al oído:
– Si estuviera seguro de que ese abuelo sabe tanto de medicina como tú, te mataría yo mismo.
Todo esto en poco más de cuatro días, pensó Rusty mientras Carter lo arrastraba por el pasillo, tambaleándose y doblado casi por la mitad debido a la fuerza con que lo agarraba del cuello. Su mano izquierda ya no era una mano, sino un amasijo de carne que le causaba un dolor insoportable. En poco más de cuatro días.
Se preguntó si los cabeza de cuero, fueran lo que fuesen, o quienes fuesen, estaban disfrutando del espectáculo.
Era media tarde cuando Linda se encontró con la bibliotecaria de Chester's Mills. Lissa circulaba en bicicleta por la carretera 17. Le dijo que había estado hablando con los centinelas de la Cúpula, intentando sonsacarles algo más de información sobre el día de Visita.
– Se supone que no deben cotillear con nosotros, pero algunos lo hacen. Sobre todo si te desabrochas los tres primeros botones de la blusa. Parece una forma muy fácil de iniciar una conversación. Con los chicos del ejército, al menos. Porque los marines… Creo que podría desnudarme y ponerme a bailar «Macarena», y aun así no dirían ni mu. Esos chicos parecen inmunes a las incitaciones sexuales. -Sonrió-. Aunque tampoco soy Kate Winslet.
– ¿Te has enterado de algún cotilleo interesante?
– No. -Lissa estaba montada en la bicicleta y miraba a Linda a través de la ventanilla del acompañante-. No saben nada. Pero están muy preocupados por lo que nos pueda pasar; eso me conmovió. Y oyen los mismos rumores que nosotros. Uno de ellos me ha preguntado si era cierto que ya se habían suicidado más de cien personas.
– ¿Puedes subir al coche un momento?
Lissa sonrió de oreja a oreja.
– ¿Estoy detenida?
– Quiero hablar contigo de algo.
Lissa puso el caballete y entró en el coche, después de apartar la carpeta de citaciones y la pistola radar estropeada de Linda. Esta le contó la visita clandestina que hicieron a la funeraria y lo que encontraron allí, y luego le habló de la reunión que iban a celebrar en la parroquia. La reacción de Lissa fue inmediata y vehemente.
– Pienso asistir, y no intentes evitarlo.
En ese momento la radio carraspeó y se oyó la voz de Stacey.
– Unidad Cuatro, unidad Cuatro. Breico, breico, breico.
Linda agarró el micro. No pensaba en Rusty, sino en sus hijas.
– Aquí unidad Cuatro, Stacey. Adelante.
Lo que le dijo Stacey Moggin transformó su inquietud en una absoluta sensación de terror.
– Tengo malas noticias, Lin. Debería decirte que te preparases para lo que voy a contarte, pero no creo que puedas prepararte para algo así. Han detenido a Rusty.
– ¿Qué? -exclamó Linda, casi gritando, pero solo la oyó Lissa, ya que no había apretado el botón lateral del micrófono.
– Lo han encerrado abajo, en el calabozo, con Barbie. Está bien, pero creo que tiene la mano rota; se la sujetaba contra el pecho y estaba muy hinchada. -Bajó la voz-. Han dicho que ofreció resistencia durante la detención. Cambio.
En esta ocasión Linda se acordó de apretar el botón del micrófono.
– Voy ahora mismo. Avísale. Cambio.
– No puedo -dijo Stacey-. Ya no dejan bajar a nadie, solo a los agentes que están en una lista especial… y no soy uno de ellos. Lo acusan de muchas cosas, entre otras de homicidio frustrado y cómplice de homicidio. Tómatelo con calma cuando regreses al pueblo. No te permitirán verlo, así que no hace falta que te calientes la cabeza por el camino…
Linda apretó el botón del micro tres veces: breico, breico, breico. Acto seguido dijo:
– Lo veré.
Pero no lo vio. El jefe Peter Randolph, que parecía recién despertado de la siesta, salió a su encuentro en los escalones de la comisaría y le dijo que entregara la placa y la pistola; como esposa de Rusty, también era sospechosa de haber atentado contra el gobierno legítimo del pueblo y de fomentar la insurrección.
A Linda le entraron ganas de espetarle a Randolph: «Muy bien. Detenme, llévame abajo con mi marido». Pero entonces pensó en las niñas, que ya debían de estar en casa de Marta, esperando a que las recogiera, y con ganas de contarle lo que habían hecho en la escuela durante el día. También pensó en la reunión que iban a mantener en la parroquia esa misma noche, y a la que no podría asistir si la encerraban en una celda. En ese momento la reunión era más importante que nunca.
Si iban a liberar a un prisionero al día siguiente por la noche, ¿por qué no a dos?
– Dile que le quiero -le pidió Linda, que se desabrochó el cinturón y se quitó la funda de la pistola. Nunca le había hecho mucha gracia tener que cargar con el arma. Ayudar a cruzar a los más pequeños de camino a la escuela, decirles a los chicos de secundaria que tiraran los cigarrillos y que no soltaran palabrotas… Ese tipo de cosas eran su fuerte.
– Le transmitiré el mensaje.
– ¿Alguien ha echado un vistazo a su mano? Me han dicho que podría tenerla rota.
Randolph frunció el entrecejo.
– ¿Quién se lo ha dicho, señora Everett?
– No sé quién me ha llamado. No se ha identificado. Creo que ha sido uno de nuestros chicos, pero la recepción no es demasiado buena en la 117.
Randolph meditó sobre la respuesta de Linda, pero decidió no seguir insistiendo.
– La mano de Rusty está bien -dijo-. Y nuestros chicos ya no son sus chicos. Váyase a casa. Estoy seguro de que tendremos que hacerle unas cuantas preguntas más adelante.
A Linda le entraron ganas de llorar, pero se contuvo.
– ¿Y qué voy a contarles a mis hijas? ¿Que su padre está en la cárcel? Sabes que Rusty es uno de los buenos; lo sabes. ¡Dios, fue quien te diagnosticó los problemas de vesícula el año pasado!
– Me temo que no puedo serle de gran ayuda, señora Everett -dijo Randolph. Parecía que el llamarla Linda ya era cosa del pasado-. Pero le sugiero que no les explique que su papá conspiró con Dale Barbara para perpetrar el asesinato de Brenda Perkins y Lester Coggins. No estamos muy seguros sobre los demás, ya que fueron crímenes sexuales y tal vez Rusty no sabía nada sobre ellos.
– ¡Es una locura!
Randolph prosiguió como si no la hubiera oído.
– También ha intentado matar al concejal Rennie, ya que lo amenazó con no proporcionarle un medicamento vital para él. Por suerte, Big Jim tuvo la precaución de ocultar a un par de agentes en el baño. -Movió la cabeza-. Amenazó con no proporcionarle un medicamento vital a un hombre que se ha puesto enfermo debido a la gran preocupación que ha mostrado por este pueblo. Así se comporta su buen chico, ese es su maldito buen chico.
Linda estaba en apuros, y lo sabía. Se fue antes de que la situación empeorase. Tenía cinco horas antes de la reunión en la parroquia. No se le ocurría ningún lugar al que ir ni nada que hacer.
Pero entonces tuvo una idea.
La mano de Rusty no estaba bien, ni mucho menos. Hasta Barbie podía verlo, y había tres celdas vacías entre ellos.
– Rusty… ¿puedo hacer algo?
Everett logró esbozar una sonrisa.
– No, a menos que tengas unas cuantas aspirinas y me las puedas pasar. Un Darvocet sería aún mejor.
– Intenta relajarte. ¿No te han dado nada?
– No, pero el dolor ha bajado un poco. Sobreviviré. -Sus palabras fueron más optimistas de lo que en realidad sentía; el dolor era atroz, y estaba a punto de aumentar aún más-. Pero tengo que hacer algo con los dedos.
– Buena suerte.
Por increíble que pareciera, no tenía ningún dedo roto, tan solo un hueso de la mano, un metacarpiano, el quinto. Lo único que podía hacer al respecto era arrancar unos cuantos jirones de la camiseta y utilizarlos como vendaje. Pero antes…
Se agarró el dedo índice izquierdo, dislocado en la articulación interfalángica proximal. En las películas siempre se hacía rápido porque así era más espectacular. Por desgracia, si se precipitaba podía empeorar las cosas en lugar de mejorarlas. De modo que se aplicó una presión lenta, constante y cada vez mayor. El dolor era insoportable; sintió cómo le subía hasta la mandíbula. Oyó los crujidos del dedo, como las bisagras de una puerta que no se ha abierto en mucho tiempo. En algún lugar, cerca y al mismo tiempo muy lejos, vio a Barbie apoyado en la puerta de su celda, observándolo.
Entonces, de repente, el dedo volvía a estar recto, como por arte de magia, y el dolor había disminuido. Al menos el de ese dedo. Se sentó en el camastro; jadeaba como si acabara de finalizar una carrera.
– ¿Ya está? -preguntó Barbie.
– Aún no. También tengo que volver a encajar el dedo de «que te follen». Podría necesitarlo.
Rusty se agarró el segundo dedo y se puso manos a la obra. Y de nuevo, cuando parecía que el dolor no podía ir a más, la articulación dislocada regresó a su sitio. Solo le faltaba recolocar el meñique, que estaba torcido, como si se dispusiera a hacer un brindis.
Y lo haría si pudiera, pensó. «Por el día más jodido de la historia.» De la historia de Eric Everett, al menos.
Empezó a envolverse el dedo. También le dolió, y no había una solución rápida.
– ¿Qué has hecho? -preguntó Barbie, y chasqueó los dedos dos veces. Señaló al techo y se llevó una mano a la oreja. ¿Sabía a ciencia cierta que había micrófonos en las celdas, o solo lo sospechaba? Rusty decidió que daba igual, que lo mejor era comportarse como si los hubiera, aunque resultaba difícil creer que se le hubiera ocurrido a alguien en aquel caos.
– He cometido el error de intentar obligar a dimitir a Big Jim -respondió Rusty-. Estoy convencido de que añadirán una docena de acusaciones o más, pero me han metido aquí por decirle que dejara de meter mano en todo o acabaría teniendo un infarto.
Por supuesto, no hizo referencia alguna al caso de Coggins; Rusty creyó que sería más beneficioso para su salud.
– ¿Qué tal es la comida aquí?
– No está mal -dijo Barbie-. Rose me ha traído el almuerzo. Pero ten cuidado con el agua. A veces está un pelín salada.
Estiró los dedos índice y corazón de la mano derecha en una V, se señaló los ojos y luego la boca: «Mira».
Rusty asintió.
«Mañana por la noche», movió los labios sin pronunciar una palabra.
«Lo sé», Rusty hizo lo propio. Marcó las sílabas de un modo tan exagerado que se le agrietaron los labios y volvieron a sangrarle.
Barbie añadió: «Necesitamos… un… escondite… seguro».
Gracias a Joe McClatchey y a sus amigos, Rusty pensó que tenía esa parte solucionada.
Andy Sanders tuvo un ataque.
En realidad, fue inevitable; no estaba acostumbrado al cristal y había fumado mucho. Se encontraba en el estudio de la WCIK, escuchando cómo la sinfonía de «El pan nuestro de cada día» se alzaba por encima de «How Great Thou Art», y movía las manos como si fuera un director de orquesta. Se vio a sí mismo descendiendo entre cuerdas eternas de violín.
El Chef estaba en algún lado con la pipa, pero le había dejado un buen suministro de cigarrillos híbridos a los que llamaba «petardos».
– Tienes que ir con cuidado con estos, Sanders -le dijo-. Son dinamita. «Aquellos que no están acostumbrados a la bebida deben hacerlo con moderación», Timoteo 1. Eso también se puede aplicar a los petardos.
Andy asintió muy serio, pero se puso a fumar como un loco en cuanto el Chef se fue: dos petardos, seguidos. Dio una calada tras otra hasta que solo quedaron las colillas, que le quemaban los dedos. El olor a pis de gato del cristal alcanzaba ya los primeros puestos de su lista de grandes éxitos de aromaterapia. Iba por el tercer petardo, y seguía dirigiendo la orquesta como Leonard Bernstein, cuando dio una calada muy grande y perdió el conocimiento al instante. Se cayó al suelo y empezó a temblar en una marea de música sacra. Le salió espuma entre los dientes, a pesar de que los tenía apretados. Los ojos, entreabiertos, giraban en las órbitas, viendo cosas que no estaban ahí. Por lo menos, aún no.
Al cabo de diez minutos se despertó de nuevo, lo suficientemente animado para recorrer el camino entre el estudio y el gran edificio rojo de suministros que había detrás.
– ¡Chef! -gritó-. Chef, ¿dónde estás? ¡YA VIENEN!
Chef Bushey salió por la puerta lateral del edificio de suministros. Tenía el pelo de punta y muy grasiento. Llevaba unos pantalones de pijama mugrientos, con una mancha de orina en la entrepierna y otra de hierba en el trasero. Estampados con ranas de dibujos animados que decían RIBBIT, colgaban de forma precaria de sus caderas huesudas, y dejaban al descubierto una mata de vello púbico por delante y la raja del culo por detrás. Sujetaba su AK-47 con una mano. En la culata había pintado con sumo cuidado las palabras GUERRERO DE DIOS. Sostenía el mando del garaje con la otra mano. Dejó el Guerrero de Dios, pero no el mando de la puerta de Dios. Agarró a Andy de los hombros y lo sacudió con fuerza.
– Basta ya, Anders, estás histérico.
– ¡Ya vienen! ¡Los hombres amargados! ¡Como tú has dicho!
El Chef meditó en silencio.
– ¿Te ha llamado alguien para avisarte?
– ¡No, ha sido una visión! ¡He perdido el conocimiento y he tenido una visión!
El Chef abrió los ojos como platos. El recelo dio paso al respeto. Su mirada pasó de Andy a la Little Bitch Road, y luego de nuevo a Andy.
– ¿Qué has visto? ¿Cuántos son? ¿Vienen todos o solo unos cuantos, como la última vez?
– Yo… Yo… Yo…
El Chef lo sacudió de nuevo, pero en esta ocasión con más tacto.
– Cálmate, Sanders. Ahora perteneces al Ejército del Señor y…
– ¡Soy un soldado cristiano!
– Sí, sí, sí. Y yo soy tu superior. Así que informa.
– Vienen en dos camiones.
– ¿Solo dos?
– Sí.
– ¿Naranja?
– ¡Sí!
El Chef se subió los pantalones del pijama, que regresaron a su anterior posición de forma casi inmediata, y asintió.
– Camiones del ayuntamiento. Seguramente esos tres estúpidos: los Bowie y Don Pollo.
– ¿Don…?
– Killian, Sanders, ¿quién, si no? Fuma cristal pero no entiende el objetivo del cristal. Es un idiota. Vienen a buscar más propano.
– ¿Deberíamos escondernos? ¿Escondernos y dejar que se lo lleven?
– Eso es lo que hice la última vez. Pero esta vez no. Me he cansado de esconderme y dejar que la gente se lleve cosas. Ajenjo ha refulgido. Ha llegado el momento de que los hombres de Dios enarbolen su bandera. ¿Estás conmigo?
Andy, que desde la aparición de la Cúpula había perdido todo lo que era más importante para él, no dudó.
– ¡Sí!
– ¿Hasta el final, Sanders?
– ¡Hasta el final!
– ¿Dónde has dejado el arma?
Por lo que podía recordar, estaba en el estudio, apoyada en un póster de Pat Robertson en el que este abrazaba a Lester Coggins.
– Vamos a por ella -dijo el Chef, que cogió su GUERRERO DE DIOS y comprobó el cargador-. A partir de ahora, llévala siempre contigo. ¿Lo entiendes?
– Sí.
– ¿Tienes una caja de munición?
– Sí. -Andy había traído una de esas cajas una hora antes. Al menos, creía que había sido una hora antes; los petardos tenían la capacidad de distorsionar el tiempo.
– Un momento -dijo el Chef. Se acercó a la caja de las granadas chinas y regresó con tres. Le dio dos a Andy y le dijo que se las guardara en el bolsillo. Chef colgó la tercera granada de la boca de GUERRERO DE DIOS, por la anilla-. Sanders, me dijeron que después de quitar el pasador teníamos siete segundos para librarnos de esos cabrones, pero cuando hice pruebas en el foso de grava de ahí detrás, fueron cuatro. No puedes confiar en las razas orientales. Recuérdalo.
Andy dijo que lo haría.
– Venga, vamos a buscar tu arma.
Pero Sanders le preguntó, con cierta indecisión:
– ¿Las usaremos?
El Chef pareció sorprenderse.
– No, a menos que sea necesario.
– Vale -dijo Andy. A pesar de todo, no quería hacer daño a nadie.
– Pero si la situación se complica, haremos lo que sea necesario. ¿Lo entiendes?
– Sí -respondió Andy.
El Chef le dio una palmada en el hombro.
Joe le preguntó a su madre si Benny y Norrie podían quedarse a pasar la noche. Claire le dijo que a ella le parecía bien si sus padres les daban permiso. Sería, de hecho, incluso un alivio. Después de su aventura en Black Ridge, a Claire le gustaba la idea de tenerlos cerca. Podían hacer palomitas en la cocina de leña y continuar con la escandalosa partida de Monopoly que habían empezado una hora antes. De hecho, era demasiado ruidosa; sus conversaciones y silbidos tenían un tono alegre y descarado que no la convencía.
La madre de Benny dio permiso a su hijo y, sorprendentemente, la de Norrie hizo lo propio con su hija.
– Es buena idea -dijo Joanie Calvert-. Tengo ganas de pillar un buen pedal desde que empezó todo esto. Parece que esta noche va a ser mi gran oportunidad. Y, Claire, dile a mi hija que vaya a ver a su abuelo mañana y que le dé un beso.
– ¿Quién es su abuelo?
– Ernie. Conoces a Ernie, ¿no? Todo el mundo lo conoce. Se preocupa por ella. Y yo también, a veces. Ese skateboard… -Claire notó el estremecimiento en la voz de Joanie.
– Se lo diré.
La madre de Joe acababa de colgar cuando llamaron a la puerta. Al principio no reconoció a la mujer de mediana edad, pálida y rostro crispado. Entonces cayó en la cuenta de que era Linda Everett, que solía estar en el paso de cebra de la escuela y ponía multas a los coches que alargaban su estancia en las zonas de aparcamiento de Main Street más allá de dos horas. Y no era una mujer de mediana edad. Ese era el aspecto que tenía en ese momento.
– ¡Linda! -exclamó Claire-. ¿Qué pasa? ¿Es Rusty? ¿Le ha pasado algo a Rusty? -Pensaba en la radiación… Al menos de forma consciente. En el inconsciente empezaban a tomar forma ideas mucho peores.
– Lo han detenido.
La partida de Monopoly de la sala de estar se interrumpió. Los participantes se arremolinaron junto a la puerta de la salita y miraban a Linda con aire serio.
– Le imputan una lista de acusaciones interminable, incluyendo complicidad criminal en los asesinatos de Lester Coggins y Brenda Perkins.
– ¡No! -gritó Benny.
Claire pensó en decir a los niños que se fueran de la sala, pero se dio cuenta de que sería inútil. Intuía el motivo de la visita de Linda, y lo entendía, pero aun así sentía cierto odio hacia ella por haber acudido a su casa. Y también hacia Rusty por haber involucrado a los chicos en todo aquello. Aunque, bueno, todos estaban involucrados, ¿no? Bajo la Cúpula, no podías elegir si te involucrabas o no.
– Ha intentado frenarle los pies a Rennie -dijo Linda-. Eso es lo que ha pasado. Y eso es lo único que le importa a Big Jim en estos momentos: quién intenta frenarle los pies y quién no. Se ha olvidado de la terrible situación que estamos viviendo aquí. No, es algo peor que eso. Se está aprovechando de la situación.
Joe miró a Linda con seriedad.
– Señora Everett, ¿sabe el señor Rennie adonde hemos ido esta mañana? ¿Conoce la existencia de la caja? Creo que no debería enterarse.
– ¿Qué caja?
– La que hemos encontrado en Black Ridge -dijo Norrie-. Nosotros solo hemos visto la luz que emite, pero Rusty ha subido hasta arriba y le ha echado un vistazo.
– Es el generador -dijo Benny-. Pero no pudo desconectarlo. Ni siquiera levantarlo, y eso que era muy pequeño.
– No sé nada de todo eso -afirmó Linda.
– Entonces Rennie tampoco -añadió Joe. Parecía que se había quitado un gran peso de encima.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque habría enviado a los polis para que nos interrogaran -respondió el chico-. Y si no hubiéramos respondido a las preguntas, nos habrían metido en el calabozo.
Se oyeron dos detonaciones a lo lejos. Claire ladeó la cabeza y, frunció el entrecejo.
– ¿Han sido petardos o disparos?
Linda no lo sabía, y como no procedían del pueblo -fue un ruido demasiado débil-, no les prestó demasiada atención.
– Chicos, contadme lo que ha ocurrido en Black Ridge. Contádmelo todo. Lo que habéis visto vosotros y lo que ha visto Rusty. Y esta noche quizá se lo tendréis que contar a más gente. Ha llegado el momento de aunar esfuerzos y revelar todo lo que sabemos. De hecho, deberíamos haberlo hecho antes.
Claire abrió la boca para decir que no quería involucrarse, pero no lo hizo. Porque no había elección. Al menos, ella no veía ninguna otra posibilidad.
El estudio de la WCIK se encontraba alejado de la Little Bitch, y el camino que conducía hasta la emisora (pavimentado, y en mucho mejor estado que la propia carretera) era de unos cuatrocientos metros. En el extremo donde confluía con la Little Bitch Road estaba flanqueado por un par de robles centenarios. Su follaje otoñal, que en una estación normal refulgía de tal modo que resultaba digno de un calendario o un folleto de turismo, colgaba ahora mustio y marrón. Andy Sanders se situó detrás de uno de aquellos troncos almenados. El Chef se escondió tras el otro. Oían el rugido de los camiones diesel que se aproximaban. Andy se limpió las gotas de sudor de los ojos.
– ¡Sanders!
– ¿Qué?
– ¿Has quitado el seguro?
Andy lo comprobó.
– Sí.
– De acuerdo. Presta atención, a ver si lo entiendes a la primera. Si te digo que empieces a disparar, ¡acribilla a esos cabrones! ¡De arriba abajo, de proa a popa! Si no te digo que dispares, te quedas ahí quieto. ¿Lo entiendes?
– Sí.
– No creo que vayamos a cargarnos a nadie.
Gracias a Dios, pensó Andy.
– Eso si solo vienen los Bowie y Don Pollo. Pero no estoy seguro. Si tengo que intentar algo, ¿me apoyarás?
– Sí. -Sin titubeos.
– Y quita el dedo del maldito gatillo o te volarás la cabeza.
Andy bajó la mirada y vio que tenía el dedo enroscado en el gatillo de la AK, de modo que se apresuró a quitarlo.
Esperaron. Andy oía los latidos de su corazón en la cabeza. Se dijo a sí mismo que era una estupidez tener miedo (de no haber sido por una llamada de teléfono inesperada, estaría muerto), pero no sirvió de nada. Porque un nuevo mundo se abría ante él. Sabía que existía la posibilidad de que al final resultara un mundo falso (¿acaso no había visto los efectos que habían tenido los calmantes en Andi Grinnell?), pero era mejor que el mundo de mierda en que había vivido hasta entonces.
Dios, por favor, haz que se vayan, rezó. Por favor.
Aparecieron los camiones, avanzando lentamente, escupiendo bocanadas de humo negro en el silencioso atardecer. Andy asomó la cabeza por detrás del árbol y vio a dos hombres en el interior del primer camión. Debían de ser los Bowie.
El Chef permaneció inmóvil durante un buen rato. Andy empezaba a pensar que había cambiado de opinión y que iba a permitir que se acabaran llevando el propano. Entonces, el Chef salió y disparó dos ráfagas rápidas.
Estuviera o no colocado, tenía buena puntería. Las dos ruedas delanteras del primer camión se desinflaron. El morro del vehículo subió y bajó tres o cuatro veces, y al final se detuvo por completo. El camión de detrás estuvo a punto de chocar con él. Andy oía el leve sonido de la música, una especie de himno, y supuso que el conductor del segundo vehículo no había oído los disparos por culpa de la radio. La cabina del camión delantero, mientras tanto, parecía vacía. Ambos hombres se habían agachado.
Chef Bushey, que aún estaba descalzo y solo llevaba puesto su pijama de ranas (el mando de la puerta del garaje colgaba de la cinturilla como si fuera un busca), salió de su escondite.
– ¡Stewart Bowie! -gritó-. ¡Fern Bowie! ¡Salid de ahí a hablar conmigo! -Apoyó el GUERRERO DE DIOS contra el roble.
No se apreció movimiento alguno en la cabina del primer camión, pero se abrió la puerta del conductor del segundo y descendió Roger Killian.
– ¿Por qué hemos parado? -preguntó a gritos-. Tengo que regresar para dar de comer a mis po… -Entonces vio al Chef-. Eh, Philly, ¿qué te cuentas?
– ¡Agáchate! -gritó uno de los Bowie-. ¡Ese hijo de puta chalado está disparando!
Roger miró al Chef y luego el AK-47 apoyado en el árbol.
– Antes quizá sí, pero ahora ha dejado el fusil. Además, está él solo. ¿Qué pasa, Phil?
– Ahora soy el Chef. Llámame Chef.
– Vale, Chef, ¿qué pasa?
– Sal, Stewart -le ordenó el Chef-. Tú también, Fern. Nadie va a resultar herido; supongo.
Las puertas del camión se abrieron. Sin volver la cabeza, el Chef dijo:
– ¡Sanders! Si alguno de esos estúpidos tiene un arma, abre fuego. Y no solo un tiro; déjalos como un colador.
Pero ninguno de los Bowie tenía un arma. Fern bajó con las manos en alto.
– ¿Con quién hablas, colega? -preguntó Stewart.
– Sal de ahí, Sanders -dijo el Chef.
Andy obedeció. Ahora que parecía que la amenaza de una carnicería se había esfumado, empezaba a disfrutar. Si se le hubiera ocurrido llevar consigo uno de los petardos del Chef, seguro que aún habría gozado mucho más.
– ¿Andy? -dijo Stewart, atónito-. ¿Qué haces aquí?
– He sido reclutado por el Ejército del Señor. Y vosotros sois unos hombres amargados. Estamos al corriente de todos vuestros trapicheos, y aquí no hay lugar para vosotros.
– ¿Eh? -preguntó Fern. Bajó las manos.
El morro del primer camión se inclinaba lentamente hacia la carretera mientras las ruedas delanteras se desinflaban.
– Bien dicho, Sanders -lo felicitó el Chef. Luego se dirigió a Stewart-: Subid los tres al segundo camión, dad la vuelta y arrastrad vuestro asqueroso culo hasta el pueblo. Cuando lleguéis allí, decidle a ese apóstata hijo del demonio que ahora la WCIK es nuestra. Eso incluye el laboratorio y todos los suministros.
– ¿De qué coño hablas, Phil?
– Chef.
Stewart agitó una mano en un gesto de desdén.
– Puedes llamarte como te dé la gana, pero cuéntame ya de qué va es…
– Sé que tu hermano es estúpido -dijo el Chef- y que probablemente Don Pollo es incapaz de atarse los zapatos sin un manual de instrucciones…
– ¡Eh! -exclamó Roger-. ¡Cuidado con lo que dices!
Andy levantó su AK. Pensó que, en cuanto tuviera ocasión, escribiría la palabra CLAUDETTE en la culata.
– No, eres tú quien debe tener cuidado con lo que dices.
Roger Killian palideció y retrocedió un paso. Aquello nunca sucedía cuando Andy hablaba en los plenos del ayuntamiento, y resultaba muy gratificante.
El Chef siguió hablando como si no hubiera habido ninguna interrupción.
– Pero tú, al menos, tienes medio cerebro, Stewart, así que utilízalo. Dejad ese camión donde está y regresad al pueblo con el otro. Decidle a Rennie que todo esto ya no le pertenece, que ahora es propiedad de Dios. Decidle que Ajenjo ha refulgido y que si no quiere que el Apocalipsis llegue antes de tiempo, más le vale que nos deje en paz. -Meditó sobre lo que había dicho-. También podéis decirle que seguiremos poniendo música. Dudo que eso le preocupe, pero quizá a algunos habitantes de Chester's Mills les resulte reconfortante.
– ¿Sabes cuántos polis tiene ahora? -preguntó Stewart.
– No me importa una mierda.
– Creo que unos treinta. Es probable que mañana sean cincuenta. Y la mitad de la gente lleva brazaletes de apoyo de color azul. A Rennie no le costaría nada ordenarles que vinieran aquí.
– Tampoco le serviría de mucho -replicó el Chef-. Tenemos fe en el Señor y una fuerza que vale por diez.
– Bueno -dijo Roger, haciendo gala de su habilidad para las matemáticas-, entonces sois veinte, pero aun así os superan en número.
– Cierra el pico, Roger -dijo Fern.
Stewart lo intentó de nuevo.
– Phil, quiero decir Chef, cálmate un poco, coño, porque así no podemos seguir. Rennie no quiere la droga, solo el propano. La mitad de los generadores de la ciudad se han quedado sin combustible. El fin de semana serán tres cuartas partes. Deja que nos llevemos el propano.
– Lo necesito para cocinar. Lo siento.
Stewart lo miró como si se hubiera vuelto loco. Probablemente ha perdido el juicio, pensó Andy. Probablemente lo hemos perdido ambos. Aunque Jim Rennie también se había trastocado, de modo que estaban empatados.
– Ahora, marchaos -ordenó el Chef-. Y decidle que como intente enviar tropas para liquidarnos, se arrepentirá.
Stewart pensó en las palabras del Chef y se encogió de hombros.
– Por mí como si te la pica un escarabajo. Vámonos, Fern. Yo conduzco, Roger.
– Encantado -replicó Roger Killian-. Odio los vehículos con marchas. -Lanzó una última mirada de recelo al Chef y a Andy, y se dirigió al segundo camión.
– Que Dios os bendiga, chicos -dijo Andy.
Stewart les lanzó una mirada fulminante por encima del hombro.
– Que Dios te bendiga a ti también. Porque bien sabe Dios que lo vas a necesitar.
Los nuevos propietarios del mayor laboratorio de metanfetaminas de Norteamérica permanecieron uno al lado del otro viendo cómo el gran camión naranja daba marcha atrás, realizaba una torpe maniobra para dar la vuelta, y luego se alejaba.
– ¡Sanders!
– ¿Sí, Chef?
– Quiero poner música más animada, y quiero hacerlo ya. Este pueblo necesita un poco de Mavis Staples. También de las Clark Sisters. Cuando lo haya solucionado, fumaremos.
A Andy se le saltaron las lágrimas. Puso un brazo sobre los hombros huesudos del hombre antes conocido como Phil Bushey y lo abrazó.
– Te quiero, Chef.
– Gracias, Sanders. Yo también. Acuérdate de tener siempre el arma cargada. A partir de ahora tendremos que montar guardia.
Big Jim estaba sentado junto a la cama de su hijo mientras la puesta de sol teñía el cielo de naranja. Douglas Twitchell había ido a ponerle una inyección a Junior, que ahora dormía profundamente. Big Jim sabía que, en cierto sentido, sería mejor que Junior muriera; vivo y con un tumor que le oprimía el cerebro, resultaba imposible saber lo que era capaz de hacer o decir. Era sangre de su sangre, claro, pero tenía que pensar en el bien común; el bien del pueblo. Una de las almohadas que había en el armario le serviría…
Entonces sonó su teléfono. Miró el nombre de la pantalla y frunció el entrecejo. Algo había salido mal. De lo contrario, Stewart no le llamaría tan pronto.
– Qué.
Escuchó con una estupefacción que fue en aumento. ¿Andy estaba ahí? ¿Andy con un fusil?
Stewart esperaba su respuesta. Esperaba que le dijera lo que debía hacer. Ponte a la cola, amigo, pensó Big Jim, y lanzó un suspiro.
– Dame un minuto. Necesito pensar. Ya te llamaré.
Colgó y meditó sobre el nuevo problema que le había surgido. Podía ir al laboratorio con un puñado de policías esa misma noche. En cierto sentido, resultaba una idea atractiva: podía azuzarlos en el Food City y luego encabezar el asalto él mismo. Si Andy moría, mucho mejor. Aquello convertiría a James Rennie padre en el único representante del gobierno del pueblo.
Sin embargo, la asamblea extraordinaria del pueblo iba a celebrarse al día siguiente por la noche. Todo el mundo asistiría y habría preguntas. Estaba convencido de que podría echarle la culpa a Barbara y a los Amigos de Barbara de lo sucedido en el laboratorio de metanfetaminas (para Big Jim, Andy Sanders se había convertido en amigo oficial de Barbara), pero aun así… no.
No.
Quería asustar al rebaño, no sumirlo en un estado de pánico. El pánico no le serviría para llevar a cabo su objetivo, que consistía en hacerse con el control absoluto del pueblo. Y si permitía que Andy y Bushey se quedaran donde estaban durante un tiempo, ¿qué daño podían causar? Quizá, incluso, resultara beneficioso. Bajarían la guardia. Quizá creerían que se habían olvidado de ellos, porque las drogas los volvería estúpidos.
El viernes, sin embargo, pasado mañana, era el puñetero día de la Visita designado por Cox. Todo el mundo acudiría de nuevo en tropel a la granja de Dinsmore. Burpee montaría otro tenderete de perritos calientes. Mientras se organizaba ese lío de tres pares de cajones y mientras Cox celebraba su rueda de prensa a solas, Big Jim podía encabezar un grupo de dieciséis o dieciocho policías, dirigirse a la emisora de radio y cargarse a aquellos dos pendencieros colocados.
Sí, esa era la respuesta.
Llamó a Stewart y le dijo que se fuera de allí.
– Pero creía que querías el propano -dijo Stewart.
– Ya lo recuperaremos -replicó Big Jim-. Y podrás ayudarnos a librarnos de esos dos, si quieres.
– Claro que quiero. Ese hijo de puta, perdona, Big Jim, ese hijo de la Gran Bretaña de Bushey debe recibir su merecido.
– Lo recibirá. El viernes por la tarde. No conciertes ninguna cita.
Big Jim volvía a sentirse bien, el corazón latía de forma lenta y regular en el pecho, ni el menor atisbo de palpitaciones. Era una buena señal, porque tenía mucho que hacer, empezando por la charla a los policías de esa misma noche en el Food City: el entorno adecuado para resaltar la importancia de contratar a más agentes. Nada como un escenario de destrucción para que la gente siguiera a su líder a ciegas.
Estaba saliendo de la habitación, pero de pronto regresó y le dio un beso en la mejilla a su hijo, que seguía durmiendo. Quizá fuera necesario deshacerse también de Junior, pero de momento eso podía esperar.
Cae otra noche en el pequeño pueblo de Chester's Mills; otra noche bajo la Cúpula. Pero no hay descanso para nosotros; tenemos que asistir a dos reuniones, y también deberíamos ir a echar un vistazo a Horace el corgi antes de irnos a dormir. Esta noche Horace le hace compañía a Andrea Grinnell, y aunque está esperando a que llegue el momento oportuno, no se ha olvidado de las palomitas desperdigadas entre el sofá y la pared.
Así que vámonos, tú y yo, mientras la noche se extiende por el cielo como un paciente anestesiado sobre la mesa de operaciones. Vámonos mientras aparecen las primeras estrellas descoloridas. Es el único pueblo en un área que abarca cuatro estados en el que la gente sale esta noche. La lluvia se ha extendido por el norte de Nueva Inglaterra, y los espectadores de canales de noticias por cable no tardarán en ver unas fotografías extraordinarias tomadas por satélite que muestran un agujero en las nubes, que reproduce a la perfección la forma de calcetín de Chester's Mills. Aquí las estrellas brillan, pero son estrellas sucias porque la Cúpula está sucia.
Caen fuertes chubascos en Tarker's Mills y en la parte de Castle Rock conocida como The View; el meteorólogo de la CNN, Reynolds Wolf (que no guarda relación alguna con el Wolfie de Rose Twitchell), dice que, a pesar de que aún nadie puede afirmarlo a ciencia cierta, parece probable que la corriente de aire en dirección oeste-este empuje las nubes contra el lado occidental de la Cúpula y las esté aplastando como esponjas antes de que estas se deslicen hacia el norte y el sur. Lo califica de «fenómeno fascinante».
Suzanne Malveaux, la presentadora, le pregunta cómo podría ser el tiempo a largo plazo bajo la Cúpula si la crisis continúa.
– Suzanne -dice Reynolds Wolf-, es una buena pregunta. Lo único de lo que estamos seguros es de que esta noche no va a llover en Chester's Mills, aunque la superficie de la Cúpula es lo bastante permeable para que se filtre un poco de humedad en las zonas en las que los chubascos son más fuertes. Los científicos de la NOAA me han dicho que las previsiones de precipitación bajo la Cúpula no son muy buenas. Y sabemos que su principal vía fluvial, el Prestile, está prácticamente seca. -Sonríe y muestra una hilera perfecta de dientes televisivos-. ¡Gracias a Dios que existen los pozos artesianos!
– Ya lo creo, Reynolds -dice Suzanne, y entonces aparece la salamanquesa de Geico en las pantallas de los televisores de Estados Unidos.
Basta ya de noticias por cable; nos deslizamos por calles medio desiertas, pasamos frente a la iglesia congregacional y la parroquia (la reunión aún no ha empezado, pero Piper ha cargado la gran cafetera, y Julia está haciendo bocadillos a la luz sibilante de una lámpara Coleman), frente a la casa de los McCain rodeada por la triste cinta policial medio caída, bajamos por la cuesta del Ayuntamiento, donde el conserje Al Timmons y un par de amigos limpian y lo arreglan todo para la asamblea extraordinaria que se va a celebrar mañana, frente al Monumento a los Caídos, donde la estatua de Luden Calvert (el bisabuelo de Norrie; a buen seguro no es necesario que te lo diga) sigue de guardia.
Nos detenemos solo un instante para comprobar qué tal están Barbie y Rusty, ¿de acuerdo? Será fácil llegar abajo; solo hay tres policías en la sala de los agentes, y Stacey Moggin, que se encuentra en la recepción, duerme con la cabeza apoyada en el antebrazo. El resto de los policías están en el Food City, escuchando el sermón incendiario de Big Jim, pero daría igual que estuvieran aquí, porque somos invisibles. Cuando pasáramos junto a ellos no sentirían más que una leve brisa.
No hay mucho que ver en los calabozos porque la esperanza es tan invisible como nosotros. Lo único que pueden hacer ambos hombres es esperar hasta mañana por la noche y confiar en que las cosas cambien de rumbo. A Rusty le duele la mano, pero menos de lo que creía, y la hinchazón también es menor de lo que temía. Además, Stacey Moggin, que Dios la bendiga, le ha dado un par de Excedrin a escondidas alrededor de las cinco de la tarde.
De momento, estos dos hombres, o héroes, supongo, están sentados en sus camastros y jugando a las Veinte Preguntas. Le toca adivinar a Rusty.
– ¿Animal, vegetal o mineral? -pregunta.
– Ninguna de las tres -responde Barbie.
– ¿Cómo puede ser? Tiene que ser una de esas cosas.
– No lo es -insiste Barbie, que está pensando en Papá Pitufo.
– Me estás tomando el pelo.
– No.
– Es imposible.
– Deja de quejarte y empieza a preguntar.
– ¿Me das una pista?
– No. Es la primera respuesta. Te quedan diecinueve.
– Espera un minuto, joder. No es justo.
Los dejaremos para que disfruten de las próximas veinticuatro horas como buenamente puedan, ¿de acuerdo? Ahora pasamos frente a los escombros humeantes que antes eran el Democrat (que, ¡ay!, ya no informa al «Pequeño pueblo con forma de bota»), frente al Drugstore de Sanders (algo chamuscado, pero que aún se tiene en pie, a pesar de lo cual Andy Sanders no volverá a entrar por sus puertas nunca más), frente a la librería y la Maison des Fleurs de LeClerc, donde todas las fleurs están muertas o moribundas. Pasamos bajo el semáforo apagado que señala la intersección de las carreteras 119 y 117 (lo rozamos; siempre con mucho cuidado, luego se queda quieto de nuevo), y atravesamos el aparcamiento del Food City. Somos tan silenciosos como la respiración de un niño dormido.
Los grandes escaparates del supermercado están tapiados con láminas de madera contrachapada requisadas de la maderería de Tabby Morrell, y aunque Jack Cale y Ernie Calvert han fregado el suelo para intentar limpiar lo peor, el Food City está hecho un asco, y hay comida seca y cajas tiradas por todas partes. El resto de las mercancías (las que la gente no se ha llevado a sus despensas ni ha almacenado en el aparcamiento que hay detrás de la comisaría, en otras palabras) están esparcidas de forma caótica por las estanterías. Las neveras de refrescos, cervezas y helados están reventadas. Apesta a vino. Este caos es justamente lo que Big Jim quiere que vean sus nuevos (y en gran parte espantosamente jóvenes) agentes. Quiere que se den cuenta de que todo el pueblo podría acabar igual, y es lo bastante astuto para saber que no tiene que decirlo a las claras. Los chicos lo entenderán: es lo que ocurre cuando el pastor fracasa en su cometido y el rebaño huye en estampida.
¿Es necesario que escuchemos su discurso? No. Escucharemos a Big Jim mañana por la noche, y con eso bastará. Además, todos sabemos cómo funciona esto: las dos grandes especialidades de Estados Unidos son los demagogos y el rock and roll, y hemos escuchado ejemplos de sobra de ambas cosas en nuestra vida.
Sin embargo, antes de irnos sí que deberíamos examinar los rostros de los presentes. Fíjate en lo embelesados que están, y recuerda que muchos de ellos (Carter Thibodeau, Mickey Wardlaw y Todd Wendlestat, por nombrar solo a tres) son unos idiotas, incapaces de pasar una semana sin que los castigaran en la escuela por armar jaleo en clase o meterse en peleas en los baños. Pero Rennie los tiene hipnotizados. En las distancias cortas nunca ha destacado especialmente, pero cuando está frente a una multitud… Ay, caray, que se aprieten los machos, como decía el anciano Clayton Brasse, cuando aún le funcionaban unas cuantas neuronas. Big Jim les está hablando de las «fuerzas del orden» y del «orgullo de arrimar el hombro con vuestros compañeros» y les dice que «el pueblo depende de vosotros». Y más cosas. Esas palabras encantadoras que nunca pierden su efecto.
Big Jim pasa a hablar de Barbie. Les dice que los amigos de Barbara aún están ahí fuera, sembrando la discordia y fomentando el desacuerdo para alcanzar sus malvados fines. Entonces baja la voz y añade:
– Intentarán desacreditarme. Sus mentiras no tendrán fin.
Sus palabras son recibidas con un gruñido de desagrado.
– ¿Haréis caso de sus mentiras? ¿Permitiréis que me desacrediten? ¿Permitiréis que este pueblo siga adelante sin un líder fuerte en esta época de gran necesidad?
La respuesta, por supuesto, es un ¡NO! atronador. Y aunque Big Jim sigue hablando (como a la mayoría de los políticos, le gusta no solo rizar el rizo sino hacer toda la permanente), podemos marcharnos.
Nos dirigimos por las calles desiertas hacia la iglesia congregacional. ¡Y mira! Por ahí va alguien a quien podemos acompañar: una chica de trece años que lleva unos vaqueros desgastados y una camiseta Winged Ripper de skater. Esta noche, el característico mohín de esta riot grrrl tan dura, y que tanto desespera a su madre, ha desaparecido del rostro de Norrie Calvert. Ha sido sustituido por una expresión de asombro que le confiere el aspecto de la niña de ocho años que era hasta hace no mucho. Seguimos su mirada y vemos una inmensa luna llena que surge entre las nubes al este del pueblo. Tiene el mismo color y la misma forma que un pomelo rosa recién cortado.
– Oh… Dios… mío… -susurra Norrie. Se lleva un puño entre sus incipientes pechos mientras dirige la mirada hacia la insólita luna rosa. Luego sigue caminando, pero no tan atónita como antes, y se acuerda de mirar a su alrededor de vez en cuando para asegurarse de que no la ve nadie. Es lo que le ha ordenado Linda Everett: tenían que ir solos, sin llamar la atención, y debían asegurarse por completo de que no los seguía nadie.
«Esto no es un juego», les había dicho Linda. A Norrie le impresionó más su rostro pálido y surcado de arrugas que sus palabras. «Si nos pillan, no se limitarán a quitarnos puntos de vida o a hacernos perder un turno. ¿Lo entendéis?», «¿Puedo ir con Joe?», había preguntado la señora McClatchey, que estaba casi tan pálida como la señora Everett.
Linda negó con la cabeza.
«Es mala idea.» Y esa respuesta fue lo que más impresionó a Norrie. No, no era un juego; quizá su vida dependía de ello.
Ah, pero ahí está la iglesia, y la casa parroquial, a la derecha. Norrie puede ver el resplandor blanco y brillante de las lámparas Coleman en la parte de atrás, donde debe de estar la cocina. Dentro de poco estará allí, fuera del alcance de la mirada de esa luna rosa horrible. Dentro de poco estará a salvo.
Eso es lo que piensa cuando una sombra sale entre las sombras más oscuras y la agarra del brazo.
Norrie se llevó un susto tan grande que no pudo gritar, lo cual fue una suerte; cuando la luna rosa iluminó la cara del hombre que la abordó, vio que se trataba de Romeo Burpee.
– Me has pegado un susto de muerte -susurró la chica.
– Lo siento. Solo estaba vigilando. -Rommie le soltó el brazo y miró alrededor-: ¿Dónde están tus novietes?
Norrie sonrió al oírlo.
– No lo sé. Nos dijeron que viniéramos por separado y por distintos caminos. Es lo que nos pidió la señora Everett. -Miró cuesta abajo-. Creo que se acerca Joey. Deberíamos entrar.
Se dirigieron hacia la luz de las lámparas. La puerta de la casa parroquial estaba abierta. Rommie golpeó sin hacer demasiado ruido el marco de la mosquitera y dijo:
– Rommie Burpee y una amiga. Si hay que dar un santo y seña no nos lo han dicho.
Piper Libby abrió y los dejó entrar. Miró a Norrie con curiosidad.
– ¿Y tú quién eres?
– Que me aspen si no es mi nieta -dijo Ernie al entrar en la sala. Tenía un vaso de limonada en una mano y una sonrisa en la cara- Ven aquí, chica. Te he echado mucho de menos.
Norrie le dio un fuerte abrazo y un beso, tal como le había pedido su madre. No esperaba tener que obedecer esas órdenes tan pronto, pero se alegró de hacerlo. Y a él podía contarle la verdad que, de otro modo, no le habrían arrancado delante de sus amigos ni torturándola.
– Abuelo, tengo mucho miedo.
– A todos nos pasa lo mismo, cariño. -El anciano la abrazó con más fuerza y luego la miró a la cara-. No sé qué haces aquí, pero ya que has venido, ¿te apetece una limonada?
Norrie vio la cafetera y dijo:
– Preferiría un café.
– Yo también -dijo Piper-. La cargué de café bien fuerte y luego me di cuenta de que no tengo electricidad. -Meneó la cabeza como si necesitara aclararse las ideas-. No para de sucederme una y otra vez.
Alguien más llamó a la puerta; entró Lissa Jamieson con las mejillas sonrosadas.
– He escondido la bicicleta en su garaje, reverenda Libby. Espero que no le importe.
– Perfecto. Y ya que nos vamos a embarcar en una conspiración criminal, tal como sin duda afirmarían Rennie y Randolph, más vale que me llames Piper.
Todos llegaron pronto, y Piper abrió la sesión del Comité Revolucionario de Chester's Mills cuando acababan de dar las nueve. Lo primero que la impresionó fue la desigualdad en cuanto a división de sexos: había ocho mujeres y solo cuatro hombres. Y de los cuatro, uno había sobrepasado la edad de jubilación y dos no podían ir al cine a ver películas para mayores de diecisiete años. Tuvo que recordarse a sí misma que cientos de guerrillas de todo el mundo habían entregado armas a mujeres y niños de la misma edad, o aún menores, que los asistentes a la reunión de esa noche. Eso no significaba que fuera lo correcto, pero en ocasiones lo correcto y lo necesario entraban en conflicto.
– Me gustaría que todos agacháramos la cabeza durante un minuto -dijo Piper-. No voy a rezar porque ya no estoy segura de con quién hablo cuando lo hago. Pero quizá os apetezca dedicarle unas palabras a vuestro Dios, porque esta noche necesitamos toda la ayuda posible.
Todos obedecieron. Algunos aún tenían la cabeza agachada y los ojos cerrados cuando Piper alzó la vista para mirarlos: dos mujeres policía que habían sido despedidas hacía muy poco, un gerente de supermercado jubilado, una periodista que ya no tenía periódico para el que escribir, una bibliotecaria, la propietaria del restaurante del pueblo, una viuda por culpa de la Cúpula que no dejaba de darle vueltas a la alianza de matrimonio, el magnate de los grandes almacenes del pueblo y tres chicos, con un rostro en el que se reflejaba una inusitada solemnidad, apretujados en el sofá.
– Bueno, amén -dijo Piper-. Voy a ceder el turno de palabra a Jackie Wettington, que sabe lo que se hace.
– Creo que pecas de optimismo -afirmó Jackie-. Por no decir de precipitación. Porque voy a cederle la palabra a Joe McClatchey.
Joe se sorprendió.
– ¿Yo?
– Pero antes de que empiece -prosiguió la mujer-, voy a pedirles a sus amigos que monten guardia. Norrie delante y Benny detrás. -Jackie vio la mueca de descontento que se dibujó en sus rostros y alzó una mano para adelantarse a las quejas-. No se trata de una excusa para haceros salir de la sala; es importante. No es necesario que os diga que si Rennie y sus hombres descubren nuestro cónclave, podríamos meternos en un buen problema. Vosotros dos sois los más pequeños. Encontrad algún buen escondite entre las sombras y ocultaos. Si se acerca alguien con pinta sospechosa, o si aparece algún coche patrulla, dad palmadas así. -Dio una palmada, luego dos y luego otra-. Os lo explicaremos todo más tarde, os lo prometo. La nueva política es información sin barreras, nada de secretos.
Cuando se fueron, Jackie se volvió hacia Joe.
– Cuéntales a todos lo de la caja. Tal como se lo explicaste a Linda. De cabo a rabo.
Joe obedeció y se puso en pie, como si estuviera en la escuela respondiendo a las preguntas del profesor.
– Luego regresamos al pueblo -dijo para finalizar-. Y el cabrón de Rennie ordenó la detención de Rusty. -Se secó el sudor de la frente y se sentó de nuevo en el sofá.
Claire le puso un brazo sobre los hombros.
– Joe dice que sería negativo que Rennie se enterara de la existencia de la caja -añadió la madre-. Cree que a Big Jim podría interesarle que siguiera funcionando en lugar de intentar desconectarla o destruirla.
– Comparto su opinión -terció Jackie-. Así que su existencia y ubicación es nuestro primer secreto.
– No sé… -afirmó Joe.
– ¿Qué? -preguntó Julia-. ¿Crees que lo sabe?
– Quizá. Más o menos. Tengo que pensar.
Jackie continuó sin presionarlo más.
– Este es el segundo punto del orden del día. Quiero intentar liberar a Barbie y a Rusty. Mañana por la noche, durante la gran asamblea del pueblo. Barbie es el hombre elegido por el presidente para ponerse al mando de la situación…
– Quien sea, excepto Rennie -gruñó Ernie-. Ese hijo de puta incompetente se cree el amo del pueblo.
– Hay una cosa que se le da muy bien -dijo Linda-. Crear problemas cuando le conviene. Los disturbios del supermercado y el incendio del periódico… Me parece que las dos cosas las ordenó él.
– Claro que sí -exclamó Jackie-. Alguien que sea capaz de matar a su pastor…
Rose la miró con ojos desorbitados.
– ¿Estás diciendo que Rennie mató a Coggins?
Jackie les contó lo que habían visto en el sótano de la funeraria, y que las marcas de la cara de Coggins encajaban con la pelota de béisbol de oro que Rusty había visto en el estudio de Rennie. Todos la escucharon con consternación pero sin incredulidad.
– ¿A las chicas también? -preguntó Lissa Jamieson con un hilo de voz horrorizada.
– Creo que eso es obra del hijo -respondió Jackie de forma casi precipitada-. Y es probable que esos asesinatos no estuvieran relacionados con las maquinaciones políticas de Big Jim. Junior ha perdido el conocimiento esta mañana. Y, por casualidad, resulta que se encontraba frente a la casa de los McCain, el lugar donde se hallaron los cuerpos. Donde él los encontró.
– Menuda coincidencia -dijo Ernie.
– Ahora está en el hospital. Ginny Tomlinson dice que están casi convencidos de que padece un tumor cerebral, lo que podría ser la causa de su comportamiento violento.
– ¿Un equipo de asesinos de padre e hijo? -Claire abrazó a Joe con más fuerza que nunca.
– No creo que formen un equipo -dijo Jackie-. Más bien diría que comparten la misma conducta, como si fuera algo genético y que sale a relucir cuando se ven sometidos a mucha presión.
Linda añadió:
– Sin embargo, el hecho de que los cuerpos se encontraran en el mismo sitio indica de forma bastante clara que si hubo dos asesinos, trabajaron juntos. La cuestión es que Dale Barbara y mi marido han sido encarcelados, con toda probabilidad, por un asesino que los está utilizando para construir una gran teoría de la conspiración. El único motivo por el que aún no los han matado es porque Rennie quiere que sirvan de escarmiento para los demás. Quiere ajusticiarlos en público. -Por un instante se le crispó la cara mientras intentaba contener las lágrimas.
– No puedo creer que haya llegado tan lejos -dijo Lissa mientras daba vueltas al anj-. Es un vendedor de coches usados, por el amor de Dios.
Sus palabras fueron acogidas con silencio.
– Ahora escuchad -dijo Jackie después de dejar pasar un tiempo prudencial-. Al contaros lo que Linda y yo pensamos hacer, he convertido todo esto en una conspiración de verdad. Voy a pedir que hagamos una votación. Si queréis formar parte de esto, levantad la mano. Aquellos que no la alcéis, podéis iros, pero debéis prometer que no soltaréis prenda de lo que hemos hablado. Algo que, de todos modos, tampoco os conviene; si no le contáis a nadie quién estaba aquí y de qué se habló, tampoco tendréis que explicar cómo os habéis enterado del asunto. Esto es peligroso. Podríamos acabar en la cárcel o algo peor. Así que, votemos. ¿Quién se queda?
Joe fue el primero en alzar la mano, pero Piper, Julia, Rose y Ernie Calvert lo imitaron enseguida. Linda y Rommie levantaron la mano a la vez. Lissa miró a Claire McClatchey, que lanzó un suspiro y asintió. Ambas mujeres se unieron a los demás.
– Así se hace, mamá -dijo Joe.
– Como le cuentes a tu padre que te he permitido involucrarte en todo esto -dijo Claire-, no será necesario que te ejecute James Rennie porque lo haré yo misma.
– Linda no puede entrar en la comisaría -le dijo Rommie a Jackie.
– Entonces, ¿quién?
– Tú y yo, cielo. Linda asistirá a la asamblea. De ese modo seiscientas u ochocientas personas podrán testificar que la vieron.
– ¿Por qué no puedo ir yo? -preguntó Linda-. Es a mi marido a quien tienen encerrado.
– Precisamente por eso -respondió Julia.
– ¿Cómo quieres hacerlo? -le preguntó Rommie a Jackie.
– Bueno, creo que deberíamos ponernos una máscara…
– No, ¿en serio? -exclamó Rose, que hizo una mueca.
Todos se rieron.
– Por suerte para nosotros -dijo Rommie-, tengo una gran variedad de máscaras de Halloween en la tienda.
– Quizá elija la de la Sirenita -dijo Jackie en tono pensativo. Entonces se dio cuenta de que todo el mundo la miraba y se sonrojó-. Bueno, eso da igual. En cualquier caso, necesitaremos armas. En casa tengo una Beretta. ¿Tú tienes algo, Rommie?
– He escondido unos cuantos fusiles y escopetas en la caja fuerte de la tienda. Al menos una tiene mirilla telescópica. No estoy diciendo que todo esto se veía venir, pero algo me pareció atisbar en el horizonte.
Joe intervino:
– También necesitaréis un vehículo para la huida. Y tu camioneta no sirve, Rommie, porque todo el mundo la conoce.
– Tengo una idea al respecto -terció Ernie-: ¿por qué no tomamos prestado un vehículo del aparcamiento de Jim Rennie? La primavera pasada compró media docena de camionetas, con muchos kilómetros, de una compañía telefónica. Están en la parte de atrás. Utilizar uno de sus vehículos sería, ¿cómo se dice? Justicia poética.
– ¿Y cómo piensas conseguir la llave? -preguntó Rommie-. ¿Vas a forzar la puerta de su despacho en el concesionario?
– Si el vehículo que elegimos no tiene arranque electrónico, puedo hacer un puente -dijo Ernie. Frunció el entrecejo, miró a Joe y añadió-: Preferiría que no le contaras esto a mi nieta, jovencito.
Joe hizo el gesto de cerrarse los labios con cremallera y todos se rieron.
– La asamblea extraordinaria del pueblo está programada a las siete de la tarde de mañana -dijo Jackie-. Si entramos en la comisaría sobre las ocho…
– Tenemos que organizamos mejor -la interrumpió Linda-. Ya que debo asistir a la maldita asamblea, me gustaría ayudar en algo. Me pondré un vestido con bolsillos grandes y llevaré mi radio de policía, la que aún tengo en mi coche personal. Vosotros dos estaréis en la camioneta, listos para poneros en marcha.
La tensión se apoderaba de la sala. Aquello empezaba a ser real.
– En la zona de carga de mi tienda -dijo Rommie-. Fuera del alcance de todas las miradas.
– Cuando Rennie empiece a pronunciar su discurso -dijo Linda-, os haré un triple breico por la radio. Será la señal para que os pongáis en marcha.
– ¿Cuántos policías habrá en la comisaría? -preguntó Lissa.
– Quizá consiga que Stacey Moggin me lo diga -respondió Jackie-. Aunque no habrá muchos. ¿Qué iban a hacer ahí? En lo que respecta a Big Jim, él cree que Barbie no tiene amigos de verdad, piensa que solo existen los hombres de paja que él mismo ha inventado.
– También querrá asegurarse de que su culito está bien protegido -añadió Julia.
Hubo unas pocas risas, pero la madre de Joe parecía muy preocupada.
– Aun así, habrá algunos policías en la comisaría. ¿Qué haréis si oponen resistencia?
– No sucederá -respondió Jackie-. Los encerraremos en sus propias celdas antes de que se den cuenta de lo que está sucediendo.
– Pero ¿y si lo hacen?
– Entonces intentaremos no matarlos. -Linda habló con voz calmada, pero tenía la mirada de una criatura que se ha armado de valor en un último esfuerzo desesperado para salvarse-. De todos modos, lo más probable es que acabe habiendo muertos si la Cúpula sigue activa mucho tiempo más. La ejecución de Barbie y de mi marido frente al Monumento de los Caídos no será más que el inicio.
– Imaginemos que lográis sacarlos -dijo Julia-. ¿Adónde los llevaréis? ¿Aquí?
– Ni hablar -se apresuró a decir Piper. Se tocó la boca, que aún estaba hinchada-. Ya estoy en la lista negra de Rennie. Por no hablar del chico que ahora es su guardaespaldas. Thibodeau. Mi perro le mordió.
– Ningún lugar del centro del pueblo es buena idea -dijo Rose-. Podrían llevar a cabo un registro puerta a puerta. Bien sabe Dios que no les faltan policías.
– Además, todo el mundo lleva brazaletes azules -añadió Rommie.
– ¿Y las cabañas de verano de Chester Pond? -preguntó Julia.
– Quizá -dijo Ernie-, pero también se les podría ocurrir a Rennie y sus hombres.
– Aun así, quizá sea la apuesta más segura -afirmó Lissa.
– Señor Burpee -intervino Joe-. ¿Le quedan más rollos de lámina de plomo?
– Claro, un montón. Y llámame Rommie.
– Si el señor Calvert puede robar una camioneta mañana, ¿podría ocultarla detrás de su tienda y meter unos cuantos trozos de lámina de plomo cortada en la parte de atrás? Trozos lo bastante grandes para cubrir las ventanas.
– Supongo…
Joe miró a Jackie.
– ¿Y podría localizar al coronel Cox en caso de que fuera necesario?
– Sí. -Jackie y Julia respondieron al unísono y se miraron sorprendidas.
A Rommie se le iluminó la cara.
– Estás pensando en la antigua propiedad de los McCoy, ¿verdad? En Black Ridge. Donde está la caja.
– Sí. Tal vez no sea buena idea, pero si todos tuviéramos que huir… si todos estuviéramos allí arriba… podríamos defender la caja. Sé que parece una locura porque es lo que está causando todos los problemas, pero no podemos permitir que Rennie se haga con ella.
– Espero que no acabe siendo una recreación de la batalla del Álamo en un campo de manzanos -dijo Rommie, pero entiendo tu punto de vista.
– También podríamos hacer otra cosa -dijo Joe-. Es un poco arriesgado y tal vez no funcione, pero…
– Suéltalo -dijo Julia, que miraba a Joe McClatchey con una mezcla de respeto y desconcierto.
– Bueno… ¿todavía tienes el contador Geiger en la camioneta, Rommie?
– Eso creo, sí.
– Quizá alguien podría devolverlo a su sitio, en el refugio antinuclear. -Joe se volvió hacia Jackie y Linda-. ¿Alguna de vosotras dos podría entrar ahí? Sé que os han despedido.
– Creo que Al Timmons nos dejaría entrar -dijo Linda-. Y sin duda dejaría entrar a Stacey Moggin, que está con nosotros. Si no ha venido esta noche es porque le toca turno. ¿Por qué quieres correr tantos riesgos, Joe?
– Porque… -Hablaba de un modo extraño, muy lento, como si avanzara a tientas-. Bueno… en Black Ridge hay radiación. Muy nociva. Pero solo es un cinturón; estoy seguro que podría atravesarse sin ninguna protección y sin sufrir daños, siempre que se haga rápido y no se intente a menudo. Sin embargo ellos lo ignoran. El problema es que no saben que hay radiación ahí arriba. Y no lo sabrán si no tienen el contador Geiger.
Jackie frunció el entrecejo.
– Es buena idea, pero no me gusta la parte de indicarle a Rennie adónde vamos. No encaja con mi concepto de refugio seguro.
– No tiene por qué ser así -dijo Joe, que aún hablaba despacio, buscando los puntos débiles de su plan-. No exactamente. Una de vosotras podría ponerse en contacto con Cox, ¿verdad? Y decirle que llame a Rennie y le diga que han detectado una zona de radiación. El coronel podría decir algo así como: «No podemos señalar el lugar exacto porque aparece y desaparece, pero el índice de radiactividad es bastante alto, quizá incluso letal, así que vayan con cuidado. No tendrán un contador Geiger por casualidad, ¿verdad?».
Se hizo un largo silencio mientras todos reflexionaban sobre aquello. Entonces Rommie dijo:
– Llevamos a Barbara y a Rusty a la granja de los McCoy. Nosotros mismos iremos allí si es necesario… Y es probable que lo sea. Y si intentan subir ahí arriba…
– El contador Geiger les marcará una punta de radiación que los hará volver corriendo al pueblo con las manos sobre sus despreciables gónadas -exclamó Ernie con voz áspera-. Claire McClatchey, tu hijo es un genio.
Claire abrazó con fuerza a Joe, esta vez con ambos brazos.
– Si también ordenara su habitación, ya sería… -dijo.
Horace estaba tumbado en la alfombra de la sala de estar de Andrea Grinnell, con el morro apoyado en una pata y sin quitarle ojo a la mujer con la que lo había dejado su dueña. Por lo general, Julia se lo llevaba a todas partes; era un perro tranquilo y nunca causaba problemas, ni cuando había gatos, animales a los que no hacía el más mínimo caso debido al mal olor que desprendían. Sin embargo, esa noche Julia pensó que a Piper Libby podía resultarle doloroso ver que Horace estaba vivo cuando su perro había muerto. Además, también se había percatado de que a Andi le gustaba Horace, y creyó que el corgi podría ayudarla a distraerse para olvidar los síntomas del síndrome de abstinencia, que habían disminuido pero no desaparecido.
Durante un rato, funcionó. Andi encontró una pelota de goma en la caja de los juguetes que aún conservaba para su único nieto (que ya había dejado atrás la etapa de las cajas de juguetes). Horace cogía la pelota obedientemente y se la devolvía, tal como se esperaba de él, a pesar de que aquel juego no le resultaba muy estimulante; prefería las pelotas que se podían agarrar al vuelo. Pero un trabajo es un trabajo, y obedeció hasta que Andi empezó a temblar, como si tuviera frío.
– Oh. Oh, joder, ya estamos otra vez.
Se tumbó en el sofá; temblaba de pies a cabeza. Agarró uno de los cojines sobre el pecho y clavó la mirada en el techo. Poco después empezaron a castañetearle los dientes; un ruido muy molesto, en opinión de Horace.
El corgi le devolvió la pelota con la esperanza de distraerla, pero Andi lo apartó.
– Ahora no, cielo, ahora no. Tengo que pasar por esto.
Horace dejó la pelota frente al televisor apagado. Los temblores de la mujer disminuyeron, así como el olor a vómito. Los brazos aferrados al cojín se relajaron cuando Andi se quedó dormida y empezó a roncar.
Eso significaba que era la hora de comer.
Horace se deslizó bajo la mesa y pasó por encima del sobre de papel manila que contenía los documentos de la carpeta VADER. Más allá se encontraba el nirvana de las palomitas. ¡Qué perro tan afortunado!
Horace seguía enfrascado en su banquete, meneando su trasero sin rabo con un placer que rayaba en el éxtasis (las palomitas tenían muchísima mantequilla, muchísima sal y, lo mejor de todo, habían envejecido hasta alcanzar la perfección), cuando la voz muerta habló de nuevo.
«Llévaselo a ella.»
Pero no podía. Su dueña había salido.
«La otra "ella".»
La voz muerta no toleró otra negativa y, además, ya casi había acabado las palomitas. Horace dejó las pocas que quedaban para más tarde, y retrocedió hasta tener el sobre delante de él. Por un instante olvidó qué debía hacer. Entonces lo recordó y agarró el sobre con la boca.
«Buen perro.»
Algo frío dio un lametón en la mejilla de Andrea. Lo apartó y se puso de lado. Por un instante estuvo a punto de sumirse de nuevo en un sueño reparador, pero oyó un ladrido.
– Cállate, Horace. -Se tapó la cabeza con el cojín.
Otro ladrido y, acto seguido, los quince kilos de corgi aterrizaron en sus piernas.
– ¡Ah! -gritó Andi al tiempo que se incorporaba. Clavó la mirada en un par de ojos brillantes, color avellana y un rostro astuto y sonriente. Sin embargo, había algo que interrumpía esa sonrisa. Un sobre marrón de papel manila. Horace lo dejó sobre el estómago de la mujer y bajó al suelo de un salto. En teoría solo podía subir a sus propios muebles, pero la voz muerta le dio a entender que se trataba de una emergencia.
Andrea cogió el sobre; tenía las marcas de los dientes de Horace y unas manchas apenas visibles de sus patas. También había una palomita pegada; la quitó de un manotazo. El contenido abultaba bastante. En el anverso, impresas en mayúscula, podían leerse las palabras CARPETA VADER. Debajo, también impresas: JULIA SHUMWAY.
– ¿Horace? ¿De dónde has sacado esto?
El corgi no pudo responder, claro, pero no fue necesario. La palomita fue reveladora. De pronto le vino a la cabeza un recuerdo tan difuso e irreal que le pareció un sueño. ¿Había sido un sueño o realmente Brenda Perkins había llamado a su puerta tras esa terrible primera noche de síndrome de abstinencia, mientras tenían lugar los disturbios en el otro extremo del pueblo?
«¿Podrías guardarme esto, cielo? Solo durante un rato. Tengo que hacer un recado y no quiero llevarlo encima.»
– Estuvo aquí -le dijo a Horace-, y llevaba este sobre. Lo cogí… al menos creo que lo hice… pero de repente me entraron ganas de vomitar. De nuevo. Quizá lo tiré en la mesa mientras corría hacia el baño. ¿Se cayó? ¿Lo has encontrado en el suelo?
Horace dio un ladrido agudo. Quizá fue un asentimiento; o quizá fue un «Estoy listo para seguir jugando con la pelota si quieres».
– Bueno, gracias -dijo Andrea-. Eres un buen perro. Se lo daré a Julia en cuanto regrese.
Ya no tenía sueño, ni tampoco, de momento, temblores. Pero sentía curiosidad. Porque Brenda había muerto. Asesinada. Y debían de haberla matado poco después de que le entregara el sobre. Un hecho que tal vez lo convertía en algo importante.
– Solo voy a echar un vistazo, ¿vale? -dijo.
Horace ladró de nuevo. A Andi Grinnell le pareció un «¿Y por qué no?».
Andrea abrió el sobre y la mayoría de los secretos de Big Jim Rennie cayeron en su regazo.
Claire fue la primera en llegar a casa. Luego Benny y después Norrie. Los tres estaban sentados juntos en el porche del hogar de los McClatchey cuando llegó Joe, atajando por los jardines, al amparo de las sombras. Benny y Norrie bebían una lata de Dr. Brown's Cream Soda caliente. Claire sostenía una botella de la cerveza de su marido mientras se balanceaba lentamente en la mecedora. Joe se sentó junto a ella y Claire rodeó sus hombros huesudos con un brazo. Es frágil, pensó. No lo sabe, pero lo es. Tan frágil como un pajarito.
– Tío -dijo Benny tendiéndole la soda que le estaban guardando-. Empezábamos a preocuparnos.
– La señorita Shumway tenía más preguntas sobre la caja -dijo Joe-. Más de las que podía responder, en realidad. Jo, qué calor hace, ¿no? Parece una noche de verano. -Alzó la mirada hacia el cielo-. Y mirad la luna.
– No quiero -replicó Norrie-. Da miedo.
– ¿Estás bien, cariño? -preguntó Claire.
– Sí, mamá. ¿Y tú?
La mujer sonrió.
– No lo sé. ¿Funcionará el plan? ¿Qué opináis, chicos? Quiero decir qué opináis de verdad.
Por un instante nadie respondió, y esa reacción la asustó. Entonces Joe le dio un beso en la mejilla y dijo:
– Funcionará.
– ¿Estás seguro?
– Sí.
Claire siempre sabía cuándo mentía, aunque también sabía que quizá acabaría perdiendo esa facultad con el paso del tiempo, pero le pareció que en esa ocasión decía la verdad. Le devolvió el beso, con su aliento cálido y hasta cierto punto paternal, debido a la cerveza.
– Mientras no haya derramamiento de sangre…
– Nada de sangre -le aseguró Joe.
Ella sonrió.
– De acuerdo; con eso me basta.
Permanecieron un rato sentados en la oscuridad, sin apenas abrir la boca. Luego entraron en casa, mientras el pueblo conciliaba el sueño bajo la luna rosa.
Era poco más de medianoche.