Aparte de la política municipal, Big Jim Rennie tenía un único vicio, y era el baloncesto femenino de instituto: el baloncesto de las Lady Wildcats, para ser exactos. Tenía abono de temporada desde 1998 e iba al menos a una docena de partidos al año. En 2004, el año en que las Lady Wildcats ganaron el campeonato estatal Clase D, fue a todos los partidos. Y aunque los autógrafos en los que inevitablemente se fijaba la gente cuando los invitaba al estudio de su casa eran los de Tiger Woods, Dale Earnhardt y Bill «Spaceman» Lee, del que él se sentía más orgulloso -el que guardaba como un tesoro- era el de Hanna Compton, la pequeña base de segundo curso que había conseguido que las Lady Wildcats se llevaran aquel único y preciado balón de oro.
Cuando posees un abono de temporada, acabas conociendo a los demás abonados que te rodean y las razones por las que son aficionados a ese deporte. Muchos son familiares de las jugadoras (y a menudo la fuerza motriz del Club de Apoyo, los que organizan ventas de pasteles y recaudan dinero para los partidos que se juegan «fuera», cada vez más caros). Otros son puristas del baloncesto que afirman -con cierta justificación- que los partidos de las chicas son sencillamente mejores. Las jóvenes jugadoras están dotadas de una ética de equipo que los chicos (a quienes les encanta chupar bola, machacar e intentar lanzamientos de larga distancia) rara vez igualan. El ritmo es más lento, lo cual te permite meterte dentro del juego y recrearte en cada bloqueo y en cada pase. Los seguidores del baloncesto femenino disfrutan con los bajísimos marcadores de los que se burlan los seguidores del baloncesto masculino afirmando que en el juego de las chicas tienen más relevancia la defensa y los tiros de personal, que son la esencia misma del baloncesto de la vieja escuela.
También hay tipos a quienes lo que les gusta es ver a adolescentes de piernas largas corriendo por ahí con pantalones cortos.
Big Jim compartía todas esas razones para disfrutar de ese deporte, pero su pasión nacía de algo completamente diferente, de algo que jamás verbalizaba cuando comentaba los partidos con los demás seguidores. No habría sido prudente hacerlo.
Las chicas se tomaban el juego como algo personal, y eso las convertía en maestras del odio.
Los chicos querían ganar, sí, y a veces los partidos se calentaban bastante si jugaban contra un adversario tradicional (en el caso de los equipos deportivos de los Mills Wildcats, los despreciados Castle Rock Rockets), pero a los chicos les interesaban sobre todo las hazañas individuales. En otras palabras, alardear. Y cuando se acababa, se acababa.
Las chicas, por el contrario, detestaban perder. Se llevaban la derrota al vestuario y se amargaban con ella. Y, lo que es aún más importante, la detestaban y la odiaban como equipo. Big Jim a menudo veía asomar la cabeza de ese odio; durante una lucha por balón reñido en la segunda parte y con el marcador ajustado, era capaz de captar las vibraciones de «Ni hablar, mala puta, esa bola es MÍA». Las captaba y las devoraba.
Antes de 2004, las Lady Wildcats solo habían conseguido llegar al torneo estatal una vez en veinte años, y había sido una aparición única e irrepetida contra Buckfield. Entonces llegó Hanna Compton. La mejor personificación del odio de todos los tiempos, en opinión de Big Jim.
Siendo hija de Dale Compton, un escuálido leñador de Tarker's Mills que casi siempre estaba borracho y siempre era problemático, Hanna había desarrollado esa actitud suya de «quítate de en medio» de una forma bastante natural. Como estudiante de primer año, había jugado en infantil casi toda la temporada, pero el entrenador la había pasado al equipo principal del instituto en los últimos dos partidos, en los que había anotado más canastas que ninguna otra y había dejado a su homóloga de los Richmond Bobcats retorciéndose sobre la cancha después de un juego defensivo duro pero dentro de los límites del reglamento.
Al terminar ese partido, Big Jim abordó al entrenador Woodhead.
– Si esa chica no empieza el año que viene, estás loco -le dijo.
– No estoy loco -repuso el entrenador Woodhead.
Hanna había empezado quemando y había terminado ardiendo, dejando una estela abrasadora de la que los seguidores de las Wildcats hablarían todavía años después (media de la temporada: 27,6 puntos por partido). Podía desmarcarse y encestar un triple cuando se le antojaba, pero lo que más le gustaba a Big Jim era verla romper la defensa y avanzar hacia la canasta, una desdeñosa mueca de concentración en su rostro chato, sus brillantes ojos negros desafiando a cualquiera a interponerse en su camino, su cola de caballo sobresaliendo tras ella como un dedo corazón bien levantado. El segundo concejal y principal vendedor de coches de segunda mano de Mills se había enamorado.
En la final de 2004, las Lady Wildcats les sacaban diez puntos de ventaja a las Rock Rockets cuando expulsaron a Hanna por faltas. Por suerte para las Cats, solo quedaba un minuto cincuenta y seis de partido. Acabaron ganando por un solo punto. De los ochenta y seis puntos logrados por el equipo, Hanna Compton había anotado la friolera de sesenta y tres. Esa primavera, su problemático padre había acabado conduciendo un Cadillac nuevecito que James Rennie Senior le había vendido a precio de coste menos un cuarenta por ciento. Los coches nuevos no eran cosa de Big Jim, pero siempre que quería podía conseguir uno «directo del transportista».
Sentado en el despacho de Peter Randolph mientras fuera seguía desvaneciéndose lo que quedaba de la lluvia rosada de meteoritos (y sus chicos en apuros esperaban -con impaciencia, imaginaba él- a que los convocaran para comunicarles su destino), Big Jim recordó ese partido de baloncesto fabuloso, rotundamente mítico; en concreto los primeros ocho minutos de la segunda parte, que habían empezado con las Lady Wildcats perdiendo por nueve.
Hanna se había hecho con el partido con la misma resolución brutal con que Iósif Stalin se había apoderado de Rusia, sus ojos negros brillando (aparentemente fijos en un Nirvana del baloncesto que el común de los mortales no podía ver), su rostro con esa eterna expresión de desdén que decía: «Soy mejor que tú, soy la mejor de todas, aparta de en medio o te pisotearé como a una mierda».
Todo lo que lanzó a canasta durante esos ocho minutos entró, incluido un absurdo tiro desde la línea de medio campo que había intentado, al tropezar, solo para librarse de la bola y evitar que le pitaran pasos.
Había varias expresiones para definir esa clase de juego, la más común era «estar inspirado». Pero la que le gustaba a Big Jim era «bordarlo», como en: «Ahora sí que lo está bordando». Como si el juego fuese una especie de tejido divino que quedaba fuera del alcance de los jugadores corrientes (aunque a veces incluso los jugadores corrientes podían bordarlo y entonces, por un breve instante, se transformaban en dioses y diosas, y todos sus defectos corporales parecían desaparecer durante esa transitoria divinidad), un tejido que en noches especiales podía tocarse: una tela suntuosa y espléndida, tal como la que debía de adornar las salas de madera noble del Valhalla.
Hanna Compton no llegó a jugar el último año de instituto; ese partido de la final había sido su adiós. Aquel verano su padre se había matado junto con su mujer y sus tres hijas cuando regresaban a Tarker's Mills desde Brownie's, donde habían estado todos tomándose unos batidos de helado. El hombre conducía borracho. El Cadillac a precio de ganga había sido su ataúd.
El accidente con múltiples víctimas mortales había sido noticia de portada en todo el oeste de Maine -el Democrat de Julia Shumway publicó un número con crespón negro esa semana-, pero a Big Jim no lo había abatido la pena. Sospechaba que Hanna nunca habría jugado en la universidad; allí las chicas eran más grandes, y ella podría haberse visto encasillada como jugadora. Hanna nunca habría estado dispuesta a eso. Su odio tenía que alimentarse con una acción constante en la cancha. Big Jim lo entendía a la perfección. Simpatizaba con ello a la perfección. Era el principal motivo por el que él nunca había pensado siquiera en marcharse de Mills. Puede que en el amplio y ancho mundo hubiese hecho más dinero, pero la riqueza era la cerveza de barril de la existencia. El poder era el champán.
Mandar en Mills estaba bien en los días corrientes, pero en momentos de crisis estaba mejor que bien. En momentos como esos podías volar con alas de pura intuición sabiendo que no podías cagarla, que no había forma de cagarla. Podías ver la estrategia de la defensa incluso antes de que la defensa se hubiese formado, y encestabas cada vez que tenías el balón. «Lo bordabas», y no había mejor momento para que eso sucediera que en una final.
Aquella era la final de Big Jim y todo le venía de cara. Tenía la sensación -la convicción absoluta- de que nada podía salir mal durante esa mágica travesía; incluso las cosas que parecían torcidas se convertirían en oportunidades en lugar de ser trabas, como ese tiro desesperado de Hanna desde media cancha, que había puesto en pie a todo el Centro Cívico de Derry, los seguidores de Mills jaleando, los de Castle Rock despotricando sin poder creérselo.
Lo estaba bordando. Por eso no estaba cansado, aunque debería estar exhausto. Por eso no estaba preocupado por Junior, a pesar de su reticencia, su palidez y su actitud siempre alerta. Por eso no estaba preocupado por Dale Barbara y su problemático círculo de amigos, sobre todo esa zorra del periódico. Por eso, cuando Peter Randolph y Andy Sanders lo miraron, atónitos, Big Jim se limitó a sonreír. Podía permitirse sonreír. Lo estaba bordando.
– ¿Cerrar el supermercado? -preguntó Andy-. ¿Eso no cabreará a muchísima gente, Big Jim?
– El supermercado y la gasolinera -corrigió Big Jim, sonriendo aún-. Por Brownie's no hay que preocuparse, ya está cerrado. Además, mejor… es un cuchitril sucio. -Que vende revistillas sucias, añadió para sí.
– Jim, el Food City todavía tiene muchas existencias -dijo Randolph-. Esta misma tarde he estado hablando con Jack Cale sobre eso. Queda poca carne, pero todo lo demás aún aguanta.
– Ya lo sé -dijo Big Jim-. Sé interpretar un inventario, y Cale también. O debería, al fin y al cabo es judío.
– Bueno… Yo solo digo que hasta ahora todo ha transcurrido con calma porque la gente tenía la despensa bien provista. -Puso mejor cara-. Sí vería bien ordenar que el Food City abriera menos horas. Creo que a Jack podríamos convencerlo. Seguramente ya lo habrá pensado él mismo.
Big Jim meneó la cabeza, todavía con una sonrisa. Ahí tenía otro ejemplo de cómo las cosas te venían de cara cuando lo estabas bordando. Duke Perkins habría dicho que era un error someter a la ciudad a mayor tensión todavía, sobre todo después del inquietante acontecimiento celeste de esa noche. Pero Duke estaba muerto, y que así fuera era más que oportuno; era divino.
– Cerrados -repitió-. Los dos. A cal y canto. Y cuando vuelvan a abrir seremos nosotros los que repartamos las provisiones. Los alimentos durarán más y la distribución será más justa. Anunciaré un plan de racionamiento en la asamblea del jueves. -Hizo una pausa-. Si la Cúpula no ha desparecido para entonces, desde luego.
Andy, dubitativo, dijo:
– No estoy seguro de que tengamos autoridad para cerrar negocios, Big Jim.
– En una crisis como esta, no solo tenemos la autoridad, tenemos la responsabilidad de hacerlo. -Dio unas efusivas palmadas a Pete Randolph en la espalda. El nuevo jefe de policía de Chester's Mills no lo esperaba y se le escapó un pequeño grito de sobresalto.
– ¿Y si desencadenamos el pánico? -Andy fruncía el ceño.
– Bueno, es una posibilidad -dijo Big Jim-. Cuando le das una patada a un nido de ratones, lo más probable es que salgan todos corriendo. Si esta crisis no termina pronto, tal vez tengamos que incrementar nuestra fuerza policial. Sí, bastante.
Randolph no salía de su asombro.
– Ya vamos por veinte agentes. Incluyendo… -Ladeó la cabeza hacia la puerta.
– Pues sí -dijo Big Jim-, y, hablando de esos chicos, será mejor que los hagas pasar, jefe, para que podamos terminar con esto y enviarlos a casa a dormir. Me parece que mañana les espera un día ajetreado.
Y si acaban dándoles una paliza, mejor que mejor. Se lo merecen por no ser capaces de guardarse la manivela dentro de los pantalones.
Frank, Carter, Mel y Georgia entraron arrastrando los pies como si fueran sospechosos en una rueda de reconocimiento policial. Sus expresiones eran resueltas y desafiantes, pero ese desafío era inconsistente; Hanna Compton se habría reído de él. Tenían la mirada baja, estudiándose los zapatos. Big Jim sabía que esperaban que los despidieran, o algo peor, y eso a él le parecía muy bien. El miedo era el sentimiento con el que más fácil resultaba trabajar.
– Bueno -dijo-. Aquí tenemos a los valerosos agentes.
Georgia Roux masculló algo a media voz.
– Habla más alto, tesorito. -Big Jim se llevó una mano a la oreja.
– Digo que no hemos hecho nada malo -repitió ella, todavía mascullando y con esa actitud de «el profe se está pasando conmigo».
– Entonces, ¿qué hicisteis exactamente? -Y cuando Georgia, Frank y Carter se pusieron a hablar a la vez, señaló a Frankie-: Tú. -Y que te salga bien, por lo que más quieras.
– Sí que estuvimos allí -dijo Frank-, pero nos había invitado ella.
– ¡Eso! -exclamó Georgia cruzando los brazos por debajo de su considerable pechera-. Ella…
– Calla. -Big Jim la señaló con el dedo con un gesto teatral-. Uno habla por todos. Así es como funcionan las cosas cuando se es un equipo. ¿Sois un equipo?
Carter Thibodeau vio por dónde iba todo aquello.
– Sí, señor, señor Rennie.
– Me alegro de oírlo. -Big Jim le hizo a Frank una señal con la cabeza para que prosiguiera.
– Nos dijo que tenía unas cervezas -dijo Frank-. Solo por eso salimos. En el pueblo no se puede comprar, como bien sabe usted. Bueno, el caso es que estábamos allí pasando el rato, bebiendo cerveza… Solo una lata cada uno, y ya prácticamente no estábamos de servicio…
– Ya hacía rato que no estabais de servicio -interpuso el jefe-. ¿No es eso lo que querías decir?
Frank asintió respetuosamente.
– Sí, señor, eso es lo que quería decir. Nos bebimos nuestra cerveza y entonces dijimos que sería mejor que nos fuéramos, pero ella dijo que valoraba mucho lo que hacíamos y que quería darnos las gracias. Entonces más o menos se abrió de piernas.
– Nos enseñó los bajos, ya sabe -aclaró Mel con una enorme sonrisa vacía.
Big Jim se estremeció y dio gracias en silencio porque Andrea Grinnell no estuviera allí. Drogadicta o no, podría haberse puesto de lo más políticamente correcta en una situación como esa.
– Nos hizo entrar en el dormitorio uno a uno -dijo Frankie-. Sé que fue una mala decisión, y todos lo sentimos, pero fue del todo voluntario por su parte.
– Estoy seguro de que sí -dijo el jefe Randolph-. Menuda reputación tiene esa chica. Y su marido. No visteis drogas por ahí, ¿verdad?
– No, señor. -Un coro a cuatro voces.
– Y ¿no le hicisteis daño? -preguntó Big Jim-. Tengo entendido que ella dice que recibió puñetazos y qué sé yo.
– Nadie le hizo daño -dijo Carter-. ¿Puedo explicar lo que creo que pasó?
Big Jim movió una mano en gesto afirmativo. Estaba empezando a pensar que el señor Thibodeau tenía posibilidades.
– Seguramente se cayó después de que nos fuéramos. A lo mejor un par de veces. Estaba bastante borracha. Protección de Menores debería quitarle a ese crío antes de que lo mate.
Nadie siguió por ese camino. En las circunstancias en que se encontraba el pueblo, la oficina de Protección de Menores de Castle Rock bien podía estar en la Luna…
– Así que, básicamente, estáis todos limpios -dijo Big Jim.
– Como una patena -repuso Frank.
– Bueno, creo que nos damos por satisfechos. -Big Jim miró en derredor-. ¿Nos damos por satisfechos, caballeros?
Andy y Randolph asintieron con cara de alivio.
– Bien -dijo Big Jim-. Bueno, ha sido un día muy largo… un día lleno de acontecimientos… y todos necesitamos dormir un poco, estoy seguro. Los jóvenes agentes lo necesitáis más aún, porque volveréis a entrar en servicio mañana a las siete de la mañana. El supermercado y Gasolina & Alimentación Mills van a permanecer cerrados mientras dure esta crisis, y el jefe Randolph ha pensado que sois los más apropiados para montar guardia en el Food City, por si la gente que acuda allí no se toma muy bien el nuevo orden de las cosas. ¿Cree que será capaz, señor Thibodeau? ¿Con su… herida de guerra?
Carter flexionó el brazo.
– Estoy bien. Ese perro no me ha rasguñado el tendón ni nada.
– Podemos enviar también a Fred Denton con ellos -dijo el jefe Randolph, dejándose llevar por la atmósfera del momento-. En la gasolinera debería bastar con Wettington y Morrison.
– Jim -dijo Andy-, a lo mejor deberíamos poner a agentes con más experiencia en el Food City, y a los más inexpertos en los establecimientos más pequeños…
– Yo no lo creo -dijo Big Jim. Sonriendo. Bordándolo-. Estos jóvenes son los que queremos en el Food City. Estos y no otros. Y una cosa más. Me ha dicho un pajarito que algunos de vosotros habéis llevado armas en el coche, y que un par las habéis llevado incluso cuando patrullabais a pie.
El silencio fue la respuesta.
– Sois agentes en período de prueba -dijo Big Jim-. Tener un arma personal es vuestro derecho como estadounidenses. Pero si me entero de que alguno va armado mañana cuando esté delante del Food City, delante de la buena gente de este pueblo, vuestros días como policías habrán terminado.
– Absolutamente cierto -dijo Randolph.
Big Jim miró detenidamente a Frank, Carter, Mel y Georgia.
– ¿Algún problema con eso? ¿Alguno de vosotros?
No parecían muy contentos. Big Jim no esperaba que lo estuvieran, pero no habían salido mal parados. Thibodeau no hacía más que flexionar el hombro y los dedos, poniéndolos a prueba.
– ¿Y si las llevamos descargadas? -preguntó Frank-. ¿Y si solo las llevamos encima, ya sabe, como advertencia?
Big Jim alzó un dedo de profesor.
– Te voy a decir lo que me decía mi padre, Frank: eso de un arma descargada no existe. Vivimos en un buen pueblo. La gente se comportará como es debido, y yo cuento con eso. Si ellos cambian, nosotros cambiaremos. ¿Entendido?
– Sí, señor, señor Rennie. -Frank no parecía muy satisfecho. Eso a Big Jim ya le parecía bien.
Se levantó. Sin embargo, en lugar de encabezar la marcha, Big Jim extendió las manos. Vio la vacilación de todos ellos y asintió, sonriendo aún.
– Vamos, venga. Mañana será un gran día, y no dejaremos que el de hoy acabe sin unas palabras de oración. Así que démonos las manos.
Se dieron las manos. Big Jim cerró los ojos e inclinó la cabeza.
– Querido Dios… Así estuvieron un rato.
Barbie subió los escalones exteriores de su apartamento unos minutos antes de la medianoche, con los hombros caídos por el agotamiento, pensando que lo único que quería en el mundo eran seis horas de inconsciencia antes de hacer caso al despertador y levantarse para ir al Sweetbriar Rose a preparar desayunos.
El cansancio lo abandonó en cuanto encendió las luces, que, por cortesía del generador de Andy Sanders, todavía funcionaban.
Alguien había estado allí.
La señal era tan sutil que al principio no logró localizarla. Cerró los ojos, después volvió a abrirlos y dejó pasear la mirada sin presiones por su híbrido entre salón y cocina americana, intentando abarcarlo todo. Los libros que había pensado dejar atrás no habían cambiado de sitio en las estanterías; las sillas estaban donde habían estado, una bajo la lámpara y la otra junto a la única ventana de la habitación, con su vista panorámica del callejón; la taza del café y el plato de la tostada seguían en el escurreplatos, junto al diminuto fregadero.
Entonces se le encendió la bombilla, como suele suceder con esas cosas si no se pone demasiado empeño. Era la alfombra, la que él consideraba su alfombra No Lindsay.
De aproximadamente metro y medio de largo y sesenta centímetros de ancho, la alfombra No Lindsay tenía un repetitivo diseño en diamante, azul, rojo, blanco y marrón. La había comprado en Bagdad, pero un policía iraquí en quien confiaba le había asegurado que era de fabricación kurda. «Muy antigua, muy bonita», había dicho el policía. Se llamaba Latif Abdaljaliq Hasan. Un buen agente. «Parece turco, pero no no no.» Sonrisa enorme. Dientes blancos. Una semana después de ese día en el mercado, la bala de un francotirador le voló los sesos a Latif Abdaljaliq Hasan y se los sacó por la nuca. «¡Nada de turco! ¡Iraquí!»
El mercader de alfombras llevaba una camiseta amarilla en la que decía NO DISPARE, SOLO SOY EL PIANISTA. Latif le había escuchado, asintiendo. Se habían reído juntos. Entonces el mercader había hecho un gesto obsceno sorprendentemente americano y se habían reído con más ganas aún.
– ¿De qué va esto? -preguntó Barbie.
– Dice que senador americano compró cinco como esa. Lindsay Graham. Cinco alfombra, quinientos dólares. Quinientos encima la mesa, para prensa. Más por debajo. Pero todas alfombras de senadora falsas. Sí sí sí. Esta no falsa, esta de verdad. Yo, Latif Hasan, te lo digo, Barbie. Alfombra no Lindsay Graham.
Latif alzó la mano y Barbie chocó los cinco con él. Aquel había sido un buen día. Caluroso, pero bueno. Había comprado la alfombra por doscientos dólares estadounidenses, y un reproductor de DVD multizona. La No Lindsay era su único souvenir de Iraq, y nunca la pisaba. Siempre la rodeaba. Había pensado dejarla allí al irse; imaginaba que, en el fondo, su intención había sido dejar atrás Iraq cuando se marchara de Mills, pero estaba visto que no tenía muchas probabilidades de conseguirlo… Allí adonde ibas, allí estabas. La gran verdad zen de todos los tiempos.
Él no la había pisado, era supersticioso con eso, siempre daba un rodeo para evitarla, como si pisándola fuese a activar algún ordenador en Washington y a encontrarse de nuevo en Bagdad o en la jodida ciudad de Faluya. Sin embargo, alguien la había pisado, porque la No Lindsay estaba torcida. Arrugada. Y un poco doblada. Esa mañana, hacía mil años, él la había dejado perfectamente alineada al salir.
Entró en el dormitorio. La colcha estaba tan lisa como siempre, pero la sensación de que alguien había estado allí era igual de fuerte. ¿Sería el resto de un olor a sudor? ¿Una vibración psíquica? Barbie no lo sabía, y tampoco le importaba. Fue a su cómoda, abrió el primer cajón y vio que el par de vaqueros súper desgastados que había dejado en lo alto de la pila estaba ahora al fondo. Y sus pantalones cortos de soldado, que él había guardado con las cremalleras hacia arriba, estaban ahora con las cremalleras hacia abajo.
Inmediatamente fue al segundo cajón y a los calcetines. Tardó menos de cinco segundos en comprobar que sus placas de identificación habían desaparecido, y no le sorprendió. No, no le sorprendió lo más mínimo.
Cogió el móvil desechable que también había pensado dejar allí y volvió a la habitación principal. La guía telefónica de Tarker's y Chester's Mills estaba en una mesita junto a la puerta, un libro tan delgado que casi era un panfleto. Buscó el número que quería, aunque en realidad no esperaba encontrarlo; los jefes de policía no solían permitir que sus números particulares aparecieran en las guías.
Salvo, por lo visto, en las ciudades pequeñas. Al menos en esa estaba, aunque la entrada era discreta: H y B Perkins 28 Morin Street. A pesar de que era más de medianoche, Barbie marcó el número sin dudarlo. No podía permitirse esperar. Tenía la impresión de que les quedaba poquísimo tiempo.
El teléfono estaba sonando. Sería Howie, sin duda, que la llamaba para decirle que iba a llegar tarde, que cerrara la casa con llave y se fuera a dormir…
Entonces todo se le vino otra vez encima como una lluvia de desagradables regalos que caía desde una piñata envenenada: el recuerdo de que Howie estaba muerto. No sabía quién podía estar llamándola -consultó su reloj- a las doce y veinte de la noche, pero no era Howie.
Se estremeció al sentarse, frotándose el cuello, maldiciéndose por haberse quedado dormida en el sofá, maldiciendo también a quienquiera que la hubiera despertado a una hora tan intempestiva para refrescarle el recuerdo de su nueva y extraña soledad.
Entonces se le ocurrió que solo podía haber una razón para que la llamaran tan tarde: o había desaparecido la Cúpula, o habían abierto una brecha en ella. Se dio un golpe en la pierna contra la mesita del café con suficiente fuerza para que los papeles que había en ella se desplazaran, luego cojeó hasta el teléfono, que estaba junto al sillón de Howie (cómo le dolía mirar ese sillón vacío) y descolgó.
– ¿Qué? ¡¿Qué?!
– Soy Dale Barbara.
– ¡Barbie! ¿Se ha partido? ¿Se ha partido la Cúpula?
– No. Ojalá llamara por eso, pero no.
– Entonces, ¿por qué llamas? ¡Son casi las doce y media de la madrugada!
– Has dicho que tu marido estaba investigando a Jim Rennie.
Brenda permaneció en silencio, asimilando aquello. Se llevó la palma de la mano a un lado del cuello, al lugar en el que Howie la había acariciado por última vez.
– Así es, pero ya te lo he dicho, no tenía absolutamente…
– Recuerdo lo que me has dicho -le dijo Barbie-. Tienes que escucharme, Brenda. ¿Puedes hacerlo? ¿Estás despierta?
– Ahora sí.
– ¿Tu marido tenía notas?
– Sí. En su portátil. Las he imprimido. -Estaba mirando los documentos de la carpeta VADER, esparcidos sobre la mesita del café.
– Bien. Mañana por la mañana quiero que metas esa copia impresa en un sobre y que se lo lleves a Julia Shumway. Dile que lo guarde en un lugar seguro. En una caja fuerte, si es que tienen caja de caudales o en un archivador con llave. Dile que solo debe abrirlo si nos sucediera algo a ti, a mí, o a los dos.
– Me estás asustando.
– No debe abrirlo bajo ningún otro concepto. Si le dices eso, ¿te hará caso? Mi instinto me dice que sí.
– Claro que me hará caso, pero ¿por qué no podemos dejar que lo vea?
– Porque si la directora del periódico local ve lo que tu marido tenía sobre Big Jim, y Big Jim se entera de que lo ha visto, habremos perdido casi toda la fuerza que tenemos. ¿Me sigues?
– S-sí… -Se sorprendió deseando desesperadamente que fuera Howie quien estuviera manteniendo esa conversación pasada la medianoche.
– Ya te he dicho que a lo mejor me detenían hoy si el impacto del misil no funcionaba. ¿Recuerdas que te lo he dicho?
– Por supuesto.
– Bueno, pues no me han detenido. Ese gordo hijoputa sabe esperar el momento más oportuno. Pero no esperará mucho más. Estoy casi convencido de que sucederá mañana… hoy, más tarde, quiero decir. A menos, claro, que puedas detenerlo amenazándolo con airear cualquier mierda que desenterrara tu marido.
– ¿De qué crees que te acusarán para arrestarte?
– Ni idea, pero no será por hurto. Y, en cuanto esté en la cárcel, creo que podría sufrir un accidente. Vi muchísimos accidentes de ese tipo en Iraq.
– Es una locura. -Pero tenía esa espantosa verosimilitud que Brenda a veces había experimentado en pesadillas.
– Piénsalo, Brenda. Rennie tiene algo que ocultar, necesita un cabeza de turco y tiene al nuevo jefe de policía en el bolsillo. Los astros están alineados.
– Había pensado ir a verlo de todas formas -dijo Brenda-. Y pensaba llevar a Julia conmigo, por seguridad.
– No lleves a Julia -dijo él-, pero no vayas sola.
– ¿No creerás de verdad que podría…?
– No sé lo que podría hacer, hasta dónde llegaría. ¿En quién confías además de en Julia?
Brenda recordó al instante aquella tarde, los incendios casi apagados, ella de pie junto a la Little Bitch Road, sintiéndose bien a pesar de su dolor porque estaba hasta las cejas de endorfinas. Romeo Burpee le había dicho que debería presentarse como mínimo a jefa de bomberos.
– Rommie Burpee -dijo.
– Vale, pues entonces él.
– ¿Le cuento lo que tenía Howie contra…?
– No -dijo Barbie-. Él solo es tu póliza de seguros. Y otra cosa: guarda el portátil de tu marido bajo llave.
– Vale… Pero si guardo bajo llave el portátil y le doy a Julia lo que he imprimido, ¿qué voy a enseñarle a Jim? Supongo que podría imprimir una segunda copia…
– No. Con que haya una rondando por ahí ya es suficiente. Por ahora, al menos. Hacer que se sienta temeroso de Dios es una cosa. Si le metemos miedo, se volverá demasiado impredecible. Brenda, ¿crees que maneja asuntos sucios?
No lo dudó:
– Con todo mi corazón. -Porque Howie lo creía… con eso me basta.
– Y ¿recuerdas lo que dicen esos archivos?
– No las cantidades exactas ni los nombres de todos los bancos que han usado, pero sí lo suficiente.
– Entonces te creerá -dijo Barbie-. Con o sin una segunda copia en papel, te creerá.
Brenda metió los documentos de VADER en un sobre manila. En la parte de delante escribió el nombre de Julia. Dejó el sobre en la mesa de la cocina, después fue al estudio de Howie y guardó su portátil en la caja fuerte. Era pequeña y tuvo que poner el Mac de lado, pero al final consiguió que cupiera. Terminó dándole a la rueda de combinaciones no solo una sino dos vueltas, como siguiendo las instrucciones de su difunto marido. Al hacerlo, se fue la luz. Por un momento, una parte primitiva de ella creyó que la había hecho saltar dando esa vuelta de más a la rueda.
Después se dio cuenta de que el generador de la parte de atrás se había parado.
Cuando llegó Junior a las seis y cinco minutos de la mañana del martes, con sus pálidas mejillas sin afeitar y el pelo alborotado como gavillas de paja, Big Jim estaba sentado a la mesa de la cocina con un albornoz blanco más o menos del tamaño de la vela mayor de un clíper. Estaba bebiendo una Coca-Cola.
Junior la señaló con un gesto de la cabeza.
– Un buen día empieza con un buen desayuno.
Big Jim levantó la lata, dio un trago y la volvió a bajar.
– No hay café. Bueno, sí que hay, pero no hay electricidad. Al generador se le ha acabado el propano líquido. ¿Por qué no te sacas un refresco? Todavía están bastante fríos, y tienes pinta de necesitar uno.
Junior abrió la nevera y escudriñó su oscuro interior.
– ¿Se supone que tengo que creer que no puedes conseguir una bombona de gas cuando te dé la gana?
Big Jim se sobresaltó un poco al oír eso, luego se relajó. Era una pregunta razonable, y no significaba que Junior supiera algo. El culpable huye cuando nadie le persigue, se recordó Big Jim.
– Digamos simplemente que en este preciso momento no sería prudente.
– Ajá.
Junior cerró la puerta de la nevera y se sentó al otro lado de la mesa. Miró a su viejo con falso regocijo (que Big Jim tomó por afecto).
La familia que mata unida, se mantiene unida, pensó Junior. Al menos por el momento. Siempre y cuando sea…
– Prudente -dijo.
Big Jim asintió y estudió a su hijo, que estaba complementando su bebida matutina con una barrita de cecina Big Jerk.
No preguntó «¿Dónde has estado?». No preguntó «¿Qué te pasa?», aunque era evidente, en la despiadada luz de primera hora de la mañana que inundaba la cocina, que algo le pasaba. Sin embargo, sí tenía una pregunta.
– Hay cadáveres. En plural. ¿Es así?
– Sí. -Junior dio un buen mordisco a la cecina y la hizo pasar con Coca-Cola. La cocina estaba extrañamente silenciosa sin el rumor de la nevera ni el borboteo de la Mr. Coffee.
– Y todos esos cadáveres ¿se pueden dejar en la puerta del señor Barbara?
– Sí. Todos. -Otro bocado. Otra vez tragó. Junior lo miraba fijamente, frotándose la sien izquierda al hacerlo.
– ¿Te ves capaz de descubrir esos cadáveres alrededor del mediodía de hoy?
– Ningún problema.
– Y las pruebas contra nuestro querido señor Barbara, desde luego.
– Sí. -Junior sonrió-. Son buenas pruebas.
– No te presentes en comisaría esta mañana, hijo.
– Debería -dijo Junior-. Podría parecer extraño si no lo hago. Además, no estoy cansado. He dormido con… -Sacudió la cabeza-. He dormido, dejémoslo ahí.
Big Jim tampoco preguntó «¿Con quién has dormido?». Tenía otras preocupaciones que no eran a quién podía estar estafando su hijo; simplemente se alegraba de que el chico no hubiese estado entre los que habían hecho sus cositas con ese asqueroso pedazo de basura de caravana en Motton Road. Hacer cosas con esa clase de chica era una buena forma de pillar algo y enfermar.
Él ya está enfermo, susurró una voz en la cabeza de Big Jim. Podría haber sido la mortecina voz de su esposa. Míralo bien.
A buen seguro esa voz estaba en lo cierto, pero esa mañana tenía preocupaciones más acuciantes que el desorden alimentario de Junior Rennie, o lo que fuera.
– No he dicho que te vayas a la cama. Quiero que patrulles en coche, y quiero que hagas un trabajo para mí. Pero no te acerques al Food City. Me parece que allí va a haber jaleo.
La mirada de Junior revivió.
– ¿Qué clase de jaleo?
Big Jim no respondió de forma directa.
– ¿Podrías encontrar a Sam Verdreaux?
– Claro. Estará en esa chabola de God Creek Road. Lo normal sería que estuviera durmiendo la mona, pero hoy es más probable que se esté retorciendo por culpa del delirium tremens. -Junior rió con malicia al imaginar la escena, después se estremeció y volvió a frotarse la sien-. ¿De verdad crees que soy el más adecuado para hablar con él? Ahora mismo no es mi mayor fan. Seguro que hasta me ha borrado de Facebook.
– No te entiendo.
– Es una broma, papá. Olvídalo.
– ¿Crees que te miraría con otros ojos si le ofrecieras tres litros de whisky? ¿Y más después, si hace bien su trabajo?
– Ese viejo cabrón apestoso me miraría con otros ojos solo con que le ofreciera medio vaso de vino barato.
– Ve a Brownie's a por el whisky -dijo Big Jim. Además de tener cosas para matar el hambre y libros de bolsillo, Brownie's era uno de los tres establecimientos de Mills con licencia para vender alcohol, y la policía tenía llave de los tres. Big Jim le pasó la llave por encima de la mesa-. Puerta trasera. Que nadie te vea entrar.
– ¿Qué se supone que tiene que hacer Sam «el Desharrapado» por la priva?
Big Jim se lo explicó. Junior escuchó sin inmutarse… salvo por sus ojos, inyectados en sangre, que estaban exultantes. Solo tenía una pregunta más: ¿funcionaría?
Big Jim asintió.
– Funcionará. Lo bordaré.
Junior dio otro mordisco a su cecina y otro trago a su refresco.
– Yo también, papá -dijo-. Yo también.
Cuando Junior se hubo marchado, Big Jim entró en su estudio con el albornoz ondeando majestuosamente a su alrededor. Sacó el móvil del cajón central de su escritorio, donde lo tenía guardado siempre que era posible. Pensaba que eran unos cacharros impíos que no hacían más que fomentar un montón de conversaciones disolutas e inútiles… ¿Cuántas horas de trabajo se habían perdido en cotorreos inútiles con esos trastos? Y ¿qué clase de rayos perniciosos te metían en la cabeza mientras cotorreabas?
Aun así, a veces venían bien. Suponía que Sam Verdreaux haría lo que Junior le dijera, pero también sabía que era estúpido no contratar un seguro.
Escogió un número del directorio «oculto» del móvil, al que solo se podía acceder mediante un código numérico. El teléfono sonó una docena de veces antes de que contestaran.
– ¡¿Qué?! -ladró el progenitor de la multitudinaria prole de los Killian.
Big Jim se estremeció y apartó el teléfono de la oreja un momento. Cuando volvió a acercárselo, oyó como unos suaves cloqueos al fondo.
– ¿Estás en el gallinero, Rog?
– Ah… Sí, señor, Big Jim, claro que sí. Hay que dar de comer a los pollos, llueva, nieve o haga sol. -Un giro de ciento ochenta grados, del cabreo al respeto. A Roger Killian más le valía ser respetuoso; Big Jim lo había convertido en un puñetero millonario. Si estaba desperdiciando lo que podría haber sido una buena vida sin preocupaciones económicas con su manía de seguir levantándose al amanecer para dar de comer a un puñado de pollos, era por voluntad de Dios. Roger era demasiado tonto para dejarlo. Esa era su bendita naturaleza, y sin duda le haría un buen servicio a Big Jim ese día.
Y al pueblo, pensó él. Es por este pueblo por quien lo hago. Por el bien del pueblo.
– Roger, tengo un trabajo para ti y para tus tres hijos mayores.
– Solo tengo a dos en casa -dijo el hombre. Con su cerrado acento yanqui, casa sonó a «c'sa»-. Ricky y Randall están aquí, pero Roland estaba en Oxford comprando pienso cuando cayó esa Cúpula del diablo. -Se detuvo y pensó en lo que acababa de decir. Los pollos cloqueaban al fondo-. Perdón por la blasfemia.
– Seguro que Dios te perdona -dijo Big Jim-. Tú y tus dos hijos mayores, entonces. ¿Puedes llevarlos al pueblo a eso de las…? -Big Jim calculó. No tardó mucho. Cuando lo estabas bordando, las decisiones se tomaban rápido-. ¿Digamos que a las nueve en punto, nueve y cuarto a más tardar?
– Tendré que despertarlos, pero claro que sí -dijo Roger-. ¿Qué vamos a hacer? Traer algo más de propa…
– No -dijo Big Jim-, y ni una palabra sobre eso, Dios te bendiga. Tú escucha.
Big Jim habló.
Roger Killian, Dios lo bendiga, escuchó.
De fondo, unos ochocientos pollos cloqueaban mientras se atiborraban de pienso rociado con esteroides.
– ¿Qué? ¿Qué? ¿Por qué?
Jack Cale estaba sentado a su escritorio en el pequeño y apretado despacho del gerente del Food City. El escritorio estaba repleto de listas de inventario que Ernie Calvert y él habían terminado por fin a la una de la madrugada, ya que su esperanza de acabar antes se había hecho pedazos con la lluvia de meteoritos. Entonces las recogió (listas escritas a mano en largas hojas amarillas con pauta) y las agitó delante de Peter Randolph, que estaba de pie en el umbral del despacho. El nuevo jefe de la policía se había engalanado con el uniforme al completo para la visita.
– Mira esto, Pete, antes de que hagas una tontería.
– Lo siento, Jack. El súper queda cerrado. Abrirá otra vez el martes, como almacén de racionamiento. Lo mismo para todos. Nosotros llevaremos las cuentas, Food City Corp no perderá ni un centavo, te lo prometo…
– No se trata de eso. -Jack lanzó algo muy parecido a un gemido. Era un treintañero con cara de niño y una mata de pelo áspero y rojizo a la que en esos momentos torturaba con la mano que no sostenía las hojas amarillas… las cuales Peter Randolph no daba muestras de querer aceptar-. ¡Toma! ¡Mira! ¿De qué me estás hablando, Peter Randolph, por Dios bendito?
Ernie Calvert llegó corriendo desde el almacén del sótano. Tenía una buena barriga, la cara roja, y llevaba el pelo gris rapado a lo militar, como lo había llevado toda la vida. Vestía un guardapolvo verde del Food City.
– ¡Quiere cerrar el súper! -exclamó Jack.
– ¿Por qué ibas a hacer eso, por Dios, si aún tenemos un montón de comida? -preguntó Ernie con enfado-. ¿Por qué asustar a la gente de esa manera? Bastante se asustarán cuando llegue el momento, si esto continúa. ¿De quién ha sido esta estúpida idea?
– Lo han votado los concejales -dijo Randolph-. Cualquier problema que tengáis con el plan, lo decís en la asamblea municipal especial del jueves por la noche. Si esto no se ha acabado ya para entonces, claro.
– ¿Qué plan? -gritó Ernie-. ¿Me estás diciendo que Andrea Grinnell está a favor de esto? ¡Ella no haría algo así!
– Tengo entendido que está con gripe -dijo Randolph-. Guardando cama. Así que ha sido decisión de Andy. Big Jim ha secundado la moción. -Nadie le había dicho que lo explicara así; nadie tenía que hacerlo. Randolph sabía cómo le gustaba que se hicieran las cosas a Big Jim.
– Puede que el racionamiento tenga sentido llegados a cierto punto -dijo Jack-, pero ¿por qué ahora? -Volvió a agitar sus papeles, con las mejillas casi tan rojas como su pelo-. ¿Por qué cuando aún tenemos tantísimo?
– Es el mejor momento para empezar a racionar -dijo Randolph.
– Eso es gracioso viniendo de un hombre con una lancha a motor en el lago de Sebago y una caravana de lujo Winnebago Vectra en el patio de casa -repuso Jack.
– No te olvides del Hummer de Big Jim -terció Ernie.
– Ya basta -dijo Randolph-. Los concejales lo han decidido…
– Bueno, dos de ellos lo han decidido -dijo Jack.
– Querrás decir uno -añadió Ernie-. Y ya sabemos cuál.
– … y yo he venido a comunicarlo, así que punto final. Pon un cartel en el escaparate. SUPERMERCADO CERRADO HASTA NUEVO AVISO.
– Pete. Mira. Sé razonable. -Ernie ya no parecía enfadado; ahora casi parecía que suplicaba-. Con esto la gente se va a llevar un susto de muerte. Si no hay forma de convencerte, ¿qué me dices de un CERRADO POR INVENTARIO, ABRIREMOS EN BREVE? A lo mejor podría añadirse SENTIMOS LAS MOLESTIAS TEMPORALES. Con el TEMPORALES en rojo, o algo así.
Peter Randolph sacudió la cabeza despacio y con gravedad.
– No puedo dejar que hagas eso, Ern. No podría aunque todavía estuvieras oficialmente empleado, como él. -Señaló con la cabeza a Jack Cale, que había dejado las hojas del inventario para poder torturar su pelo con ambas manos-. CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Eso es lo que me han dicho los concejales, y yo cumplo sus órdenes. Además, con las mentiras siempre acaba saliendo el tiro por la culata.
– Sí, bueno, Duke Perkins les habría dicho que cogieran esa orden y se la metieran por la culata -dijo Ernie-. Debería darte vergüenza, Pete, solucionarle la papeleta a ese gordo de mierda. Si te dice que saltes, tú preguntas hasta dónde.
– Será mejor que cierres el pico ahora mismo si sabes lo que te conviene -dijo Randolph, señalándolo. El dedo le temblaba un poco-. A menos que quieras pasarte el resto del día en el calabozo acusado de falta de respeto, será mejor que cierres la boca y cumplas las órdenes. Esta es una situación de crisis…
Ernie lo miró con incredulidad.
– ¿Acusado de falta de respeto? ¡Eso no existe!
– Ahora sí. Si no me crees, ponme a prueba.
Más tarde -demasiado tarde para que sirviera de algo-, Julia Shumway lograría hacerse una idea bastante clara de cómo habían empezado los disturbios en el Food City, aunque no tuvo oportunidad de publicarlo. Y aunque lo hubiera publicado, lo habría tratado como un puro reportaje periodístico: qué, quién, cómo, cuándo, dónde y por qué. Si le hubiesen pedido que escribiera sobre el nudo emocional del suceso, se habría sentido perdida. ¿Cómo explicar que gente a la que conocía de toda la vida -gente a la que respetaba, a la que quería- se había convertido en una turba? Se dijo a sí misma: Podría haberme hecho una idea más clara si hubiese estado allí desde el principio y hubiese visto cómo empezó, pero eso no era más que pura racionalización, la negativa a enfrentarse a esa fiera desmandada y descerebrada que puede surgir cuando se provoca a un grupo de gente asustada. Había visto fieras así en las noticias de la televisión, normalmente en otros países. Jamás había esperado verlo en su propio pueblo.
Y tampoco había necesidad. Eso era lo que acababa pensando una y otra vez. El pueblo solo llevaba setenta horas aislado y estaba repleto de casi todo tipo de provisiones; por misterioso que pareciera, las únicas reservas que escaseaban eran las de gas propano.
Más tarde se diría: Fue el momento en que este pueblo por fin se dio cuenta de lo que estaba pasando. Probablemente esa idea contenía parte de verdad, pero no la satisfizo. Lo único que podía decir con total certeza (y solo lo dijo para sí) era que había visto al pueblo enloquecer, y que después de eso ella ya no volvería a ser la misma persona.
Las dos primeras personas que ven el cartel son Gina Buffalino y su amiga Harriet Bigelow. Las dos chicas van vestidas con el uniforme blanco de enfermera (ha sido idea de Ginny Tomlinson; le ha dado la sensación de que la bata blanca inspiraría más confianza entre los pacientes que los delantales de voluntarias sanitarias) y están monísimas. También parecen cansadas a pesar de su juvenil capacidad de resistencia. Han sido dos días duros y tienen otro entero por delante después de una noche de pocas horas de sueño. Han ido a buscar chocolatinas (comprarán suficientes para todo el mundo menos para el pobre Jimmy Sirois, que es diabético; ese es el plan) y están hablando de la lluvia de meteoritos. La conversación cesa cuando ven el cartel en la puerta.
– El súper no puede haber cerrado -dice Gina sin dar crédito-. Es martes por la mañana. -Pega la cara al cristal y se hace sombra con las manos a los lados para tapar el brillo del radiante sol matutino.
Mientras está ocupada en eso, Anson Wheeler llega con Rose Twitchell de copiloto. Han dejado a Barbie en el Sweetbriar, terminando con el servicio del desayuno. Rose baja de la pequeña furgoneta, que tiene su nombre pintado en el lateral, antes aún de que Anson haya apagado el motor. Lleva una larga lista de alimentos básicos y quiere conseguir todo lo que pueda lo más rápido que pueda. Entonces ve el CERRADO HASTA NUEVO AVISO colgado en la puerta.
– ¿Qué narices es esto? Si vi a Jack Cale anoche mismo y no me dijo ni una palabra…
Está hablando con Anson, que la sigue resoplando, pero es Gina Buffalino la que contesta.
– Además, todavía está lleno de cosas. En las estanterías hay de todo.
Otras personas se acercan. El súper tendría que abrir dentro de cinco minutos y Rose no es la única que había planeado empezar temprano con las compras; gente de diferentes puntos del pueblo se ha despertado, ha visto que la Cúpula sigue en su lugar y ha decidido aprovisionarse de alimentos. Cuando más tarde se le pregunte por esa repentina precipitación, Rose dirá: «Lo mismo sucede cada invierno cuando el departamento de climatología convierte una alerta de tormenta en alerta de tormenta de nieve. Sanders y Rennie no podrían haber escogido peor día para salir con esa chorrada».
Entre los primeros en llegar están las unidades Dos y Cuatro de la policía de Chester's Mills. No muy por detrás de ellos llega Frank DeLesseps en su Nova (ha arrancado la pegatina de SEXO, DROGAS O GASOIL porque le ha dado la sensación de que no era muy adecuada para un agente de la ley). Carter y Georgia van en la Dos; Mel Searles y Freddy Denton en la Cuatro. Han aparcado algo más allá, junto a LeClerc's Maison des Fleurs, por orden del jefe Randolph. «No tenéis por qué llegar demasiado pronto», les ha informado. «Esperad hasta que en el aparcamiento haya una docena de coches más o menos. Eh, a lo mejor ven el cartel, se van a casa y ya está.»
Eso no sucede, por supuesto, tal como Big Jim sabía. Y la aparición de los agentes, sobre todo de esos tan jóvenes e inexpertos, sirve de provocación más que de apaciguamiento. Rose es la primera que protesta. Escoge a Freddy y le enseña su larga lista de la compra, luego señala por la ventana, donde la mayoría de las cosas que quiere se ven ordenadamente alineadas en las estanterías. Freddy se muestra educado al principio, consciente de que la gente (que todavía no es una multitud) los está mirando, pero es difícil mantener la calma con esa pintamonas malhablada delante de las narices. ¿Es que no se da cuenta de que él solo está cumpliendo órdenes?
– ¿Quién te crees que está dando de comer a esta ciudad, Fred? -pregunta Rose. Anson le pone una mano en el hombro. Rose se la quita de encima. Sabe que Freddy ve rabia en lugar de la profunda inquietud que siente ella, pero no puede evitarlo-. ¿Crees que un camión de distribuciones Sysco lleno de provisiones va a caernos en paracaídas desde el cielo?
– Señora…
– ¡Ay, déjalo ya! ¿Desde cuándo soy una «señora» para ti? Llevas veinte años viniendo a mi cafetería cuatro y cinco días a la semana a comer crepes de arándanos y ese asqueroso beicon reblandecido que tanto te gusta, y siempre me has llamado Rosie. Pero mañana no vas a comerte ningún crepe a menos que consiga algo de harina y un poco de manteca y algo de sirope y… -Se interrumpe-. ¡Por fin! ¡Algo de sensatez! ¡Gracias, Señor!
Jack Cale está abriendo una de las puertas dobles. Mel y Frank han ocupado posiciones justo delante, y Jack apenas tiene espacio para pasar entre ambos. Los posibles clientes (ya hay un par de docenas, aunque todavía falta un minuto para la hora oficial de apertura del supermercado, las nueve de la mañana) avanzan en tropel y solo se detienen cuando Jack escoge una llave del manojo que lleva en el cinturón y vuelve a cerrar. Se produce un gemido colectivo.
– ¿Por qué narices has hecho eso? -exclama Bill Wicker, indignado-. ¡Mi mujer me ha encargado huevos!
– Eso díselo a los concejales y al jefe Randolph -responde Jack. Su pelo parece querer escapar en todas direcciones. Le lanza una mirada lúgubre a Frank DeLesseps y otra más lúgubre aún a Mel Searles, que está intentando sin demasiada fortuna contener una sonrisa, quizá incluso su famosa risa nyuck-nyuck-nyuck-. Yo seguro que les diré un par de cosas. Pero de momento ya he tenido bastante de esta mierda. Me largo. -Echa a andar a grandes pasos entre la muchedumbre con la cabeza gacha y las mejillas más encendidas aún que su pelo.
Lissa Jamieson, que acaba de llegar con su bicicleta (todo lo que aparece en su lista cabría en la cesta que lleva en la parte de atrás; sus necesidades son pequeñas, tirando a minúsculas), tiene que virar para esquivarlo.
Carter, Georgia y Freddy están apostados frente al gran escaparate de cristal, donde en un día normal Jack habría dispuesto las carretillas y el fertilizante. Carter lleva tiritas en los dedos, y bajo la camisa se le ve un vendaje más grueso. Freddy se lleva la mano a la culata de la pistola mientras Rose Twitchell sigue echándole una bronca, y Carter desearía poder soltarle un revés. Los dedos están bien, pero el hombro le duele un huevo. El pequeño grupo de aspirantes a compradores se convierte en un grupo grande, y cada vez llegan más coches al aparcamiento.
Antes de que el agente Thibodeau pueda estudiar bien a la muchedumbre, sin embargo, Alden Dinsmore invade su espacio personal. Alden está demacrado y parece haber perdido diez kilos desde la muerte de su hijo. Lleva un brazalete negro de luto en el brazo izquierdo y parece aturdido.
– Tengo que entrar, hijo. Mi mujer me ha mandado a comprar unas latas. -Alden no dice latas de qué. Seguramente latas de todo. O a lo mejor tan solo se ha puesto a pensar en la cama vacía del piso de arriba, la que nunca volverá a estar ocupada, y en esa maqueta de avión del escritorio, que nunca estará terminada, y se le ha olvidado por completo.
– Lo siento, señor Dimmesdale -dice Carter-. No puede hacerlo.
– Es Dinsmore -dice Alden con voz aturdida. Echa a andar hacia las puertas.
Están cerradas, no hay forma de entrar, pero aun así Carter propina al granjero un buen empellón hacia atrás. Por primera vez, Carter siente cierta comprensión hacia los profesores que solían castigarlo en el instituto; es muy molesto que no te hagan caso.
Además, hace calor y el hombro le duele a pesar de los dos Percocet que le ha dado su madre. Veinticuatro grados a las nueve de la mañana es algo raro en octubre, y el color azul desvaído del cielo dice que aún hará más calor a mediodía, y más aún a las tres de la tarde.
Alden tropieza hacia atrás y se da con Gina Buffalino, y los dos se habrían caído de no ser por Petra Searles, que no es un peso ligero y los ayuda a recuperar la verticalidad. Alden no parece enfadado, solo desconcertado.
– Mi mujer me ha enviado por unas latas -le explica a Petra.
Se alza un murmullo desde la gente reunida. No es un sonido de enfado; todavía no. Han ido allí por comida, y la comida está allí pero la puerta está cerrada. Y ahora un mocoso que ha dejado el instituto y que la semana pasada era mecánico de coches acaba de empujar a un hombre.
Gina mira a Carter, Mel y Frank DeLesseps con los ojos muy abiertos. Señala.
– ¡Esos son los tíos que la violaron! -le dice a su amiga Harriet sin bajar la voz-. ¡Son los tíos que violaron a Sammy Bushey!
A Mel le desaparece la sonrisa de la cara; se le han quitado las ganas de reírse.
– Calla -dice.
Al fondo del gentío, Ricky y Randall Killian han llegado en una furgoneta Chevrolet Canyon. Sam Verdreaux llega no mucho después de ellos, a pie, claro está; a Sam le retiraron el carnet de conducir de forma indefinida en 2007.
Gina da un paso al frente mirando a Mel con los ojos bien abiertos. Junto a ella, Alden Dinsmore se ha convertido en un pasmarote, como un granjero robot que se ha quedado sin batería.
– ¿Y vosotros, tíos, se supone que sois la policía? ¿Cómo es eso?
– Eso de la violación fue cosa de esa puta mentirosa -dice Frank-. Y será mejor que dejes de gritarlo antes de que te arreste por alterar el orden público.
– Joder que sí -dice Georgia. Se ha acercado un poco más a Carter. Él no le hace caso. Está observando a la muchedumbre. Porque eso es lo que es. Si cincuenta personas constituyen una muchedumbre, entonces esto lo es. Y no dejan de llegar más. Carter desearía haber cogido su pistola. No le gusta la hostilidad que está viendo.
Velma Winter, que dirige Brownie's (o dirigía, antes de que cerrara), llega con Tommy y Willow Anderson. Velma es una mujer grande, corpulenta, que se peina como Bobby Darin y que por la pinta podría ser la reina guerrera de Bollerilandia, pero ha enterrado a dos maridos, y lo que se cuenta en la mesa del chismorreo del Sweetbriar es que los mató a polvos y que los miércoles va al Dipper's en busca del tercero; es la Noche del Karaoke Country, y atrae a un público más madurito. Ahora se planta frente a Carter, las manos en sus carnosas caderas.
– Cerrado, ¿eh? -dice con voz profesional-. Vamos a ver los papeles.
Carter está confuso, y sentirse confuso le enfurece.
– Atrás, zorra. Yo no necesito papeles. Nos ha enviado el jefe. Lo han ordenado los concejales. Esto va a ser un almacén de alimentos.
– ¿Racionamiento? ¿Es eso lo que quieres decir? -Suelta un bufido-. No en mi pueblo. -Se abre paso entre Mel y Frank y empieza a aporrear la puerta-. ¡Abrid! ¡Los de dentro, abrid!
– No hay nadie en casa -dice Frank-. Más te valdría dejarlo.
Pero Ernie Calvert no se ha ido. Llega por el pasillo de la pasta, la harina y el azúcar. Velma lo ve y se pone a aporrear con más fuerza.
– ¡Abre, Ernie! ¡Abre!
– ¡Abre! -Las voces de la muchedumbre están de acuerdo.
Frank mira a Mel y asiente. Juntos, agarran a Velma y apartan sus noventa kilos de la puerta a pulso. Georgia Roux se ha vuelto y le hace señas a Ernie para que retroceda. Ernie no se va. Ese idiota de los cojones se queda allí plantado.
– ¡Abre! -brama Velma-. ¡Abre ya! ¡Abre ya!
Tommy y Willow se le unen. También Bill Wicker, el cartero. Y Lissa, con el rostro exultante; toda la vida ha esperado formar parte de una manifestación espontánea, y ahí tiene su oportunidad. Levanta un puño apretado y empieza a moverlo al ritmo: dos golpes pequeños en el «abre» y uno grande en el «ya». Otros la imitan. «Abre ya» se convierte en «¡A-bre YA! ¡A-bre YA! ¡A-bre YA!», Ahora todos agitan el puño siguiendo ese ritmo de dos más uno; puede que setenta personas, puede que ochenta, y más que no dejan de llegar. La delgada línea azul que hay frente al supermercado parece más delgada que nunca. Los cuatro jóvenes policías miran hacia Freddy Denton en busca de una idea, pero Freddy no tiene ninguna.
Lo que sí tiene, no obstante, es un arma. Será mejor que dispares al aire cuanto antes, Calvito, piensa Carter, o esta gente nos va a arrollar.
Otros dos policías -Rupert Libby y Toby Whelan- llegan en coche por Main Street desde la comisaría (donde han estado tomándose un café y viendo la CNN), adelantando a toda pastilla a Julia Shumway, que se acerca haciendo footing con su cámara colgada al hombro.
Jackie Wettington y Henry Morrison también se dirigen hacia el supermercado, pero entonces el walkie-talkie del cinturón de Henry empieza a hacer ruido. Es el jefe Randolph, que dice que Henry y Jackie tienen que mantener su puesto en Gasolina & Alimentación Mills.
– Pero hemos oído que… -empieza a decir Henry.
– Esas son vuestras órdenes -dice Randolph, sin añadir que son órdenes que él solo comunica… procedentes de un poder superior, por así decir.
– ¡A-bre YA! ¡A-bre YA! ¡A-bre YA! -La muchedumbre agita sus puños en el aire cálido a modo de poderoso saludo. Siguen asustados, pero también exaltados. Empiezan a dejarse llevar. El Chef los habría mirado y habría visto a un hatajo de neófitos del cristal a los que solo les hace falta una canción de los Grateful Dead en la banda sonora para completar la película.
Los chicos Killian y Sam Verdreaux se están abriendo camino entre la multitud. Entonan el cántico -no como camuflaje protector, sino porque la vibración de esa muchedumbre tirando a turba resulta demasiado poderosa para resistirse-, pero no se molestan en agitar los puños; tienen trabajo que hacer. Nadie les presta demasiada atención. Más tarde, solo unos cuantos recordarán haberlos visto.
La enfermera Ginny Tomlinson también está avanzando entre el gentío. Ha ido a decirles a las chicas que las necesitan en el Cathy Russell; hay nuevos pacientes, uno de ellos es un caso grave. Se trata de Wanda Crumley, de Eastchester. Los Crumley viven junto a los Evans, cerca del límite municipal de Motton. Cuando Wanda ha salido esta mañana a ver cómo estaba Jack, se lo ha encontrado muerto ni a seis metros de donde la Cúpula le cortó la mano a su mujer. Jack estaba echado de espaldas con una botella junto a él y los sesos secándose en la hierba. Wanda ha regresado corriendo a su casa, gritando el nombre de su marido, y apenas había llegado junto a él cuando se ha desplomado de un infarto. Wendell Crumley ha tenido suerte de no estrellar su pequeño monovolumen Subaru de camino al hospital; ha ido a ciento treinta casi todo el trayecto. Rusty está ahora con Wanda, pero Ginny no cree que Wanda -cincuenta años, sobrepeso, muy fumadora- sobreviva.
– Chicas -dice-. Os necesitamos en el hospital.
– ¡Son esos, señora Tomlinson! -grita Gina. No tiene más remedio que gritar para que la oiga entre la vociferante muchedumbre. Señala a los policías y se echa a llorar, en parte por miedo y cansancio, pero sobre todo por indignación-. ¡Esos son los que la violaron!
Esta vez Ginny mira más allá de los uniformes y se da cuenta de que Gina tiene razón. Ginny Tomlinson no tiene el reconocido mal genio de Piper Libby, pero sí tiene mucho carácter, y aquí, además, hay un agravante: a diferencia de Piper, Ginny ha visto a la joven Bushey sin bragas. Su vagina lacerada e inflamada. Unos enormes moratones en los muslos que no vieron hasta que le limpiaron la sangre. Muchísima sangre.
Ginny se olvida de que en el hospital necesitan a las chicas. Se olvida de sacarlas de una situación peligrosa e imprevisible. Incluso se olvida del ataque al corazón de Wanda Crumley. Echa a andar hacia delante apartando a codazos a alguien que está en medio (resulta ser Bruce Yardley, el cajero-embolsador, que agita su puño como todos los demás), y se acerca a Mel y a Frank. Los dos observan con atención a la muchedumbre, cada vez más hostil, y no la ven llegar.
Ginny levanta las dos manos, por un momento parece el malo de un western entregándose al sheriff. Después mueve rápidamente ambas manos y les da sendos bofetones simultáneos.
– ¡Cabrones! -grita-. ¿Cómo pudisteis? ¿Cómo pudisteis ser tan cobardes? ¿Tan asquerosamente crueles? Iréis a la cárcel por esto, todos vosotr…
Mel no piensa, solo reacciona. Le da un puñetazo en toda la cara y le rompe las gafas y la nariz. Ella retrocede tambaleándose, sangrando, chillando. El anticuado gorrito de enfermera titular, liberado de las horquillas que lo sostenían, se le cae de la cabeza. Bruce Yardley, el joven cajero, intenta sostenerla pero no lo consigue. Ginny se da contra una hilera de carritos de la compra, que echan a rodar como un trenecito. Cae de rodillas y se apoya en las manos, llorando de dolor y conmoción. Unas brillantes gotas de sangre de su nariz (que no solo está rota, sino destrozada) empiezan a caer sobre las grandes RC amarillas de NO APARCAR.
La muchedumbre se queda un momento en silencio, atónita, mientras Gina y Harriet corren hasta donde está encogida Ginny.
Entonces se alza la voz de Lissa Jamieson, una perfecta y clara voz de soprano:
– ¡MALDITOS CERDOS!
Es en ese momento cuando vuela la piedra. El primer lanzador nunca será identificado. Puede que sea el único crimen del que Sam Verdreaux «el Desharrapado» ha salido impune.
Junior se lo ha llevado hasta el punto más alto de la ciudad, y Sam, con visiones de whisky danzando en su mente, ha bajado explorando por la orilla este del arroyo Prestile para encontrar la piedra adecuada. Tiene que ser grande pero no demasiado, o no conseguirá lanzarla con puntería, aunque una vez (a veces parece que hace un siglo; otras parece que hace nada) fue el pitcher titular de los Mills Wildcats en el primer partido del torneo del estado de Maine. Por fin la ha encontrado, no muy lejos del Puente de la Paz: cuatrocientos, seiscientos gramos, y lisa como un huevo de oca.
«Una cosa más», ha dicho Junior al dejar a Sam «el Desharrapado». Esa cosa más no es cosa de Junior, pero Junior no se lo ha dicho a Sam, igual que el jefe Randolph no les ha dicho a Wettington y a Morrison quién ha ordenado que se quedaran en su puesto. No habría sido prudente.
«Apunta a la chica.» Esas han sido las últimas palabras de Junior para Sam «el Desharrapado» antes de dejarlo. «Se lo merece, así que no falles.»
Cuando Gina y Harriet, con sus uniformes blancos, se arrodillan junto a la enfermera titular que llora y sangra a cuatro patas (y mientras todos los demás también tienen puesta la atención en ella), Sam coge impulso igual que lo hizo aquel lejano día de 1970, lanza y consigue su primer strike en más de cuarenta años.
Y en más de un sentido. El pedrusco de medio kilo de granito con cuarzo le da de lleno a Georgia Roux en la boca, le destroza la mandíbula por cinco sitios y todos los dientes menos cuatro. La hace recular contra la luna del escaparate, la mandíbula le cuelga casi hasta el pecho de una forma grotesca, y un torrente incesante de sangre mana de su boca.
Un instante después vuelan otras dos piedras; una de Ricky Killian, otra de Randall. La de Ricky le da a Bill Allnut en la parte de atrás de la cabeza y tira al conserje al asfalto, no muy lejos de Ginny Tomlinson. ¡Mierda!, piensa Ricky. ¡Tenía que darle a un puto poli! No solo es que esas eran sus órdenes; más o menos era algo que siempre había querido hacer.
Randall tiene mejor puntería. Se la estampa a Mel Searles en plena frente. Mel cae como una saca de correos. Se produce una pausa, un momento de aliento contenido. Pensemos en un coche haciendo equilibrios sobre dos ruedas, decidiendo si volcar o no. Vemos a Rose Twitchell mirando alrededor, perpleja y asustada, sin saber muy bien qué está pasando y menos aún qué hacer al respecto. Vemos a Anson pasarle un brazo por la cintura. Oímos a Georgia Roux aullar por su boca desencajada, sus gritos se parecen extrañamente al sonido que hace el viento al deslizarse por la cuerda encerada de una bramadera. La sangre mana por su lengua herida mientras ella brama. Vemos a los refuerzos. Toby Whelan y Rupert Libby (es el primo de Piper, aunque ella no hace alarde del parentesco) son los primeros en llegar a escena. La contemplan… luego retroceden. Después llega Linda Everett. Va a pie con otro poli de media jornada, Marty Arsenault, que la sigue resoplando. Linda empieza a abrirse paso entre la multitud, pero Marty (que ni siquiera se ha puesto el uniforme esta mañana, solo se ha despegado de la cama y se ha puesto un par de vaqueros viejos) la agarra del hombro. Linda casi se libra de él, pero entonces piensa en sus hijas. Avergonzada de su propia cobardía, deja que Marty se la lleve hasta donde Rupe y Toby están observando cómo se suceden los hechos. De ellos cuatro, solo Rupe lleva un arma esta mañana, ¿dispararía? Claro que sí, cojones; puede ver a su propia esposa en esa muchedumbre, dándole la mano a su madre (a Rupe no le importaría disparar a su suegra). Vemos llegar a Julia justo después de Linda y Marty, intentando recobrar el aliento pero alzando ya la cámara, tirando la tapa del objetivo al suelo a causa de sus prisas por disparar. Vemos a Frank DeLesseps arrodillarse junto a Mel justo a tiempo para esquivar otra piedra, que pasa silbando por encima de su cabeza y abre un agujero en una de las puertas del supermercado.
Entonces…
Entonces alguien grita. Quién, nunca se sabrá; ni siquiera se pondrán de acuerdo sobre el sexo de quien ha gritado, aunque la mayoría cree que ha sido una mujer, y más tarde Rose le dirá a Anson que está casi segura de que ha sido Lissa Jamieson.
– ¡ADENTRO!
Alguien más vocifera: «¡COMIDA!», y la muchedumbre se abalanza hacia delante.
Freddy Denton dispara su pistola una vez, al aire. Después la baja, el pánico hace que esté a punto de descargarla contra la multitud. Antes de que pueda hacerlo, alguien se la quita de la mano. Denton cae al suelo gritando de dolor. Entonces, la punta de una gran bota de granjero -la de Alden Dinsmore- impacta contra su sien. Las luces no se apagan del todo para el agente Denton, pero sí se atenúan considerablemente y, para cuando vuelven a iluminarse, los Grandes Disturbios del Supermercado han terminado.
La sangre cala el vendaje del hombro de Carter Thibodeau, y unas pequeñas escarapelas florecen en su camisa azul, pero él, al menos por el momento, no es consciente del dolor. No hace ningún intento por correr. Clava los pies y descarga contra la primera persona que se pone a tiro. Ese resulta ser Charles «Stubby» Norman, el dueño de la tienda de antigüedades del límite municipal de la 117. Stubby cae aferrándose la boca, de la que le sale sangre a chorros.
– ¡Atrás, capullos! -gruñe Carter-. ¡Atrás, hijos de puta! ¡Nada de saqueos! ¡Atrás!
Marta Edmunds, la niñera de Rusty, intenta ayudar a Stubby y por intentarlo se gana un puñetazo de Frank DeLesseps en el pómulo. Se tambalea, se lleva una mano a la cara y mira con incredulidad al joven que acaba de golpearla… y entonces es arrollada, y Stubby bajo ella, por una oleada de aspirantes a compradores a la carga.
Carter y Frank empiezan a repartir puñetazos, pero solo consiguen propinar tres golpes antes de que los distraiga un extraño aullido. Es la bibliotecaria de la ciudad; tiene el pelo alborotado alrededor del rostro, normalmente afable. Está empujando la hilera de carritos de la compra y bien podría estar gritando «¡Banzai!». Frank salta para quitarse de en medio, pero los carritos embisten a Carter y lo envían volando por los aires. El agita los brazos intentando no caerse, y la verdad es que lo habría conseguido de no ser por los pies de Georgia. Tropieza con ellos, aterriza de espaldas y lo pisotean. Gira para ponerse boca abajo, entrelaza las manos sobre la cabeza y espera a que todo termine.
Julia Shumway aprieta el disparador una y otra y otra vez. Puede que las fotografías desvelen rostros de gente a quien conoce, pero ella en el visor solo ve a desconocidos. Una turba.
Rupe Libby levanta el brazo hasta la altura del hombro y dispara cuatro tiros al aire. El sonido de la descarga recorre la cálida mañana, plano y declamatorio, una línea de signos de exclamación auditivos. Toby Whelan vuelve a desaparecer en su coche, se da un golpe en la cabeza y pierde la gorra (AYUDANTE DE LA POLICÍA DE CHESTER'S MILL en amarillo en la parte de delante). Agarra el megáfono del asiento de atrás, se lo lleva a los labios y grita:
– ¡DEJEN DE HACER ESO! ¡RETÍRENSE! ¡POLICÍA! ¡PAREN! ¡ES UNA ORDEN!
Julia lo retrata.
La muchedumbre no hace caso ni de los tiros ni del megáfono. No hacen caso de Ernie Calvert cuando llega con su guardapolvo verde por un lateral del edificio, forzando sus rodillas doloridas.
– ¡Entrad por detrás! -grita-. ¡No tenéis por qué hacer eso, he abierto por detrás!
La muchedumbre está decidida a seguir con el allanamiento. Golpean las puertas, con sus pegatinas de ENTRADA y SALIDA y OFERTAS TODOS LOS DÍAS. Al principio las puertas aguantan, después la cerradura cede bajo el peso de la multitud. Los que han llegado primero quedan aplastados contra las puertas y resultan heridos: dos personas con costillas rotas, un esguince de cuello, dos brazos rotos.
Toby Whelan se dispone a levantar el megáfono de nuevo, después simplemente lo deja con exquisito cuidado sobre el capó del coche en el que han llegado Rupe y él. Recoge su gorra de AYUDANTE, la sacude, se la vuelve a poner. Rupe y él caminan hacia la tienda, pero se detienen, impotentes. Linda y Marty Arsenault se les unen. Linda ve a Marta y se la lleva hacia el pequeño grupo de policías.
– ¿Qué ha pasado? -pregunta Marta, atónita-. ¿Alguien me ha pegado? Tengo todo este lado de la cara muy caliente. ¿Quién está con Judy y Janelle?
– Tu hermana se las ha llevado esta mañana -dice Linda, y la abraza-. No te preocupes.
– ¿Cora?
– Wendy. -Cora, la hermana mayor de Marta, vive en Seattle desde hace un año. Linda se pregunta si Marta habrá sufrido una conmoción cerebral. Cree que debería verla el doctor Haskell, y entonces recuerda que Haskell está en el depósito de cadáveres del hospital o en la Funeraria Bowie. Ahora Rusty está solo, y hoy va a tener mucho trabajo.
Carter lleva a Georgia medio en volandas hacia la unidad Dos. La chica sigue aullando con esos espeluznantes gritos de bramadera. Mel Searles ha recobrado la conciencia, o algo parecido, turbio. Frankie lo lleva hacia donde están Linda, Marta, Toby y los demás policías. Mel intenta levantar la cabeza, después la vuelve a dejar caer sobre el pecho. De la frente abierta mana un reguero de sangre; tiene la camisa empapada.
La gente entra en el súper en tropel. Corren por los pasillos empujando carritos de la compra o haciéndose con cestas de una pila que hay junto al expositor de briquetas de carbón (¡ORGANICE UNA BARBACOA DE OTOÑO!, dice el cartel). Manuel Ortega, el jornalero de Alden Dinsmore, y su buen amigo Dave Douglas van directos a las cajas registradoras y empiezan a aporrear las teclas de SIN VENTA, a coger el dinero a puñados y a metérselo en los bolsillos; ríen como locos mientras lo hacen.
Ahora el supermercado está lleno; es día de ofertas. En la sección de congelados, dos mujeres se pelean por el último pastel de limón Pepperidge Farm. En la de delicatessen, un hombre le da un mamporro a otro con una salchicha kielbasa mientras le dice que deje un poco de carne para los demás, joder. El carnívoro comprador se vuelve y le da un viaje en toda la nariz al que blande la kielbasa. No tardan en rodar por el suelo a puñetazo limpio.
Estallan otras peleas. Ranee Conroy, propietario y único empleado de Servicios y Suministros Eléctricos de Western Maine Conroy («Nuestra especialidad, la sonrisa»), le da un puñetazo a Brendan Ellerbee, un profesor de ciencias de la Universidad de Maine retirado, porque Ellerbee ha llegado antes que él al último saco grande de azúcar. Ellerbee cae, pero se aferra al saco de cinco kilos de Domino's y, cuando Conroy se agacha para quitárselo, Ellerbee gruñe: «¡Pues toma!», y le da en la cara con él. El saco de azúcar revienta y Ranee Conroy desaparece en una nube blanca. El electricista cae contra una de las estanterías, tiene la cara blanca como la de un mimo y grita que no puede ver, que se ha quedado ciego. Carla Venziano, con su bebé mirando con ojos desorbitados por encima de su hombro desde la mochila que lleva a la espalda, empuja a Henrietta Clavard para apartarla del expositor de arroz Texmati; al pequeño Steven le encanta el arroz, también le encanta jugar con el envase de plástico vacío, y Carla piensa llevarse un buen montón. Henrietta, que cumplió ochenta y cuatro años en enero, cae despatarrada sobre el duro saco de huesos que solía ser su trasero. Lissa Jamieson quita de en medio de un empujón a Will Freeman, el dueño del concesionario local de Toyota, para poder hacerse con el último pollo del refrigerador. Antes de que consiga echarle mano, una adolescente que lleva una camiseta de RABIA PUNK se lo arrebata, le saca una lengua con piercing a Lissa y se larga tan contenta.
Se oye un ruido de cristales haciéndose añicos seguido de unos animados vítores compuestos (aunque no únicamente) por voces masculinas. Han logrado abrir la nevera de la cerveza. Muchos compradores, tal vez pensando en ORGANIZAR UNA BARBACOA DE OTOÑO, enfilan directos en esa dirección. En lugar de «¡A-bre YA!», ahora el cántico es «¡Cer-ve-za! ¡Cer-ve-za!»
Otros tipos se cuelan en los almacenes del sótano y de la parte de atrás. Pronto hay hombres y mujeres sacando botellas y cajas de vino. Algunos se cargan los cajones de tinto sobre la cabeza como si fueran porteadores nativos de la selva de una vieja película.
Julia, cuyos zapatos crujen sobre migas de cristal, hace fotos y fotos y fotos.
Fuera, el resto de los policías van acercándose, Jackie Wettington y Henry Morrison incluidos, que han abandonado su puesto en Gasolina & Alimentación Mills de mutuo acuerdo. Se unen a los demás agentes en un grupo apretado y preocupado que se hace a un lado para limitarse a mirar. Jackie ve la cara de espanto de Linda Everett y la protege entre sus brazos. Ernie Calvert se les une y grita:
– ¡Esto era innecesario! ¡Completamente innecesario! -mientras unas lágrimas surcan sus regordetas mejillas.
– ¿Y ahora qué hacemos? -pregunta Linda, con la mejilla apretada contra el hombro de Jackie.
Marta está a su lado, mirando como hechizada el supermercado y apretándose con una mano la contusión amarillenta que tiene en la cara y que se inflama rápidamente. Delante de ellos, el Food City bulle de chillidos, risas, algún que otro grito de dolor. Se lanzan objetos; Linda ve un rollo de papel higiénico desenrollándose como una festiva serpentina al sobrevolar en parábola el pasillo de menaje del hogar.
– Cielo -dice Jackie-, no lo sé.
Anson le arrebató la lista de la compra a Rose y entró corriendo en el súper con ella en la mano antes de que su jefa pudiera impedírselo. Rose se quedó junto a la furgoneta-restaurante, dudando, cerrando y abriendo los puños, preguntándose si ir tras él o no. Acababa de decidir que se quedaría allí plantada cuando sintió un brazo sobre los hombros. Dio un bote, después volvió la cabeza y vio a Barbie. La intensidad de su alivio llegó a aflojarle las rodillas. Le apretó el brazo; en parte como consuelo, sobre todo para no desmayarse.
Barbie sonreía sin demasiado humor.
– Qué divertido, ¿eh, chica?
– No sé qué hacer -dijo ella-. Anson está ahí dentro… absolutamente todos están ahí dentro… y la policía está ahí, mirando y nada más.
– Seguro que no quieren recibir más palos de los que han recibido ya. Y no me extraña. Esto estaba bien planeado y ha sido deliciosamente ejecutado.
– ¿De qué estás hablando?
– No importa. ¿Quieres que intentemos pararlo antes de que empeore más aún?
– ¿Cómo?
Levantó el megáfono que había recogido del capó del coche, donde lo había dejado Toby Whelan. Cuando se lo tendió, Rose retrocedió y se llevó las manos al pecho.
– Hazlo tú, Barbie.
– No. Eres tú la que lleva años dándoles de comer, es a ti a quien conocen, es a ti a quien harán caso.
Rose cogió el megáfono, aunque con ciertas dudas.
– No sé qué decir. No se me ocurre nada en absoluto que pueda hacerlos parar. Toby Whelan ya lo ha intentado. No le han hecho ni caso.
– Toby ha intentado darles órdenes -dijo Barbie-. Dar órdenes a una turba es como dar órdenes a un hormiguero.
– Aun así, no sé qué…
– Yo te lo diré. -Barbie habló con calma, y eso la calmó.
Se detuvo el tiempo suficiente para saludar con un gesto a Linda Everett. Ella y Jackie se acercaron juntas, una con el brazo en la cintura de la otra.
– ¿Puedes ponerte en contacto con tu marido? -preguntó Barbie a Linda.
– Si tiene el móvil encendido…
– Dile que venga… con una ambulancia si es posible. Si no contesta al teléfono, coge un coche patrulla y acércate al hospital.
– Tiene pacientes…
– Tiene unos cuantos pacientes más aquí mismo. Solo que no lo sabe. -Barbie señaló a Ginny Tomlinson, que estaba sentada con la espalda apoyada contra la pared lateral de hormigón del supermercado y apretándose la cara, que le sangraba, con las manos. Gina y Harriet Bigelow estaban a su lado, agachadas, pero cuando Gina intentó contener con un pañuelo la hemorragia de la nariz brutalmente deformada de Ginny, esta soltó un grito de dolor y apartó la cabeza-. Empezando por una de las dos enfermeras cualificadas que le quedan, si no me equivoco.
– ¿Y tú qué vas a hacer? -preguntó Linda mientras sacaba el móvil de su cinturón.
– Rose y yo vamos a hacer que paren. ¿Verdad, Rose?
Rose se detuvo nada más pasar la puerta, atónita ante el caos que tenía delante. Un acre olor a vinagre flotaba en el aire mezclado con aromas a salmuera y cerveza. Había mostaza y Kétchup esparcidos sobre el suelo de linóleo del pasillo 3, como un charco de vómito de colores chillones. Una nube de azúcar y harina flotaba sobre el pasillo 5. La gente empujaba a través de ella sus cargados carritos, muchos tosían y se frotaban los ojos. Algunos carritos viraban bruscamente al pasar por encima de un montón de judías secas desparramadas.
– Quédate aquí un momento -dijo Barbie, aunque Rose no daba muestras de querer moverse; estaba hipnotizada, aferrando el megáfono entre sus pechos.
Barbie encontró a Julia sacando fotografías de las cajas registradoras saqueadas.
– Deja eso y ven conmigo -dijo.
– No, tengo que hacerlo, no hay nadie más. No sé dónde está Pete Freeman, y Tony…
– No tienes que fotografiarlo, tienes que detenerlo. Antes de que pase algo mucho peor. -Señaló a Fern Bowie, que pasaba por delante de ellos con una cesta cargada en una mano y una cerveza en la otra. Tenía la ceja partida y le corría la sangre por la cara, pero Fern parecía la mar de contento.
– ¿Cómo?
La llevó junto a Rose.
– ¿Preparada, Rose? Ha llegado la hora del espectáculo.
– Es que… Bueno…
– Recuerda: serena. No intentes detenerlos; solo intenta bajar la temperatura.
Rose respiró hondo, después se llevó el megáfono a la boca:
– HOLA A TODOS, SOY ROSE TWITCHELL, DEL SWEETBRIAR ROSE.
Hay que decir en su favor que sí que sonó serena. La gente miró alrededor al oír su voz; no porque sonara apremiante, como sabía Barbie, sino todo lo contrario. Lo había visto en Tikrit, Faluya, Bagdad. Sobre todo después de bombardeos en lugares públicos, cuando llegaban la policía y los transportes de tropas.
– POR FAVOR, TERMINAD VUESTRAS COMPRAS LO MÁS RÁPIDA Y CALMADAMENTE POSIBLE.
Unas cuantas personas soltaron una risa al oír eso, después se miraron unos a otros como si volvieran en sí. En el pasillo 7, Carla Venziano, avergonzada, ayudó a Henrietta Clavard a ponerse de pie. Hay suficiente Texmati para las dos, se dijo Carla. Pero ¿en qué estaba pensando, por el amor de Dios?
Barbie asintió con la cabeza para decirle a Rose que continuara y movió los labios formando la palabra «café». Oyó, a lo lejos, la dulce sirena de una ambulancia que se acercaba.
– CUANDO HAYÁIS ACABADO, VENID AL SWEETBRIAR A TOMAR UN CAFÉ. ESTARÁ RECIÉN HECHO, INVITA LA CASA.
Unos cuantos aplaudieron. Un vozarrón soltó:
– ¿Y quién quiere café? ¡Tenemos CERVEZA! -La ocurrencia fue recibida con risas y alaridos.
Julia pellizcó a Barbie en el brazo. Tenía la frente arrugada, con un ceño que a Barbie le pareció muy republicano.
– No están comprando; están robando.
– ¿Quieres escribir un editorial o sacarlos de aquí antes de que maten a alguien por un paquete de Blue Mountain Torrefacto? -preguntó.
Ella lo pensó mejor y asintió, su ceño dejó paso a esa sonrisa introspectiva que a Barbie empezaba a gustarle muchísimo.
– Tiene usted algo de razón, coronel -dijo.
Barbie se volvió hacia Rose, gesticuló como si diera vueltas a una manivela, y Rose empezó otra vez. Acompañó a las dos mujeres recorriendo todos los pasillos, empezando por las secciones prácticamente arrasadas de delicatessen y lácteos, en busca de alguien que pudiera estar lo bastante encendido como para ofrecer resistencia. No había nadie. Rose iba ganando confianza y el súper se iba calmando. La gente se marchaba. Muchos empujaban carritos cargados con los productos del pillaje, pero Barbie seguía tomándolo por una buena señal. Cuanto antes salieran de allí, mejor, no importaba cuántas porquerías se llevaran con ellos… y la clave era que oyeran que los llamaban compradores en lugar de ladrones. Devuélvele a un hombre o a una mujer el respeto por sí mismo, en la mayoría de los casos -no siempre, pero sí en la mayoría- también le estarás devolviendo la capacidad de pensar con algo de claridad.
Anson Wheeler se unió a ellos empujando un carro de la compra lleno de provisiones. Parecía algo avergonzado y le sangraba un brazo.
– Alguien me ha dado con un bote de olivas -explicó-. Ahora huelo a sándwich italiano.
Rose le pasó el megáfono a Julia, que se puso a transmitir el mismo mensaje en el mismo tono agradable: Terminen, compradores, y salgan de manera ordenada.
– No podemos llevarnos todo esto -dijo Rose, señalando el carro de Anson.
– Pero lo necesitamos, Rosie -dijo él. Su tono parecía de disculpa, pero sonó firme-. Lo necesitamos de verdad.
– Pues entonces dejaremos algo de dinero -dijo ella-. Bueno, si es que no me han robado el bolso de la furgoneta.
– Humm… No creo que vaya a funcionar -dijo Anson-. Unos tipos han robado el dinero de las cajas. -Había visto qué tipos eran, pero no quería decirlo. Al menos mientras la directora del periódico local caminaba a su lado.
Rose estaba horrorizada.
– ¿Qué ha pasado aquí? En el nombre de Dios, pero ¿qué ha pasado?
– No lo sé -respondió Anson.
Fuera, la ambulancia aparcó y su sirena se extinguió en un gruñido. Uno o dos minutos después, mientras Barbie, Rose y Julia seguían peinando los pasillos con el megáfono (la muchedumbre ya iba decreciendo), alguien detrás de ellos dijo:
– Ya basta. Denme eso.
Barbie no se sorprendió al ver al jefe Randolph en acción y de punta en blanco con su uniforme de gala. Por fin se presentaba, a buenas horas… Como estaba previsto.
Rose estaba al megáfono ensalzando las virtudes del café gratis del Sweetbriar. Randolph se lo quitó de las manos e inmediatamente se puso a dar órdenes y soltar amenazas:
– ¡MÁRCHENSE! ¡LES HABLA EL JEFE PETER RANDOLPH, LES ORDENO QUE SE MARCHEN YA! ¡DEJEN LO QUE LLEVAN EN LAS MANOS Y MÁRCHENSE YA! ¡SI SUELTAN LO QUE LLEVAN EN LAS MANOS Y SE VAN, TODAVÍA PUEDEN EVITAR QUE LOS DENUNCIEN!
Rose miró a Barbie, consternada. Él se encogió de hombros. No importaba. El espíritu de la turba ya había desaparecido. Los policías que seguían en pie (Carter Thibodeau incluido, tambaleándose pero en pie) empezaron a apremiar a la gente para que saliera. Cuando los «compradores» no quisieron dejar sus cestas llenas, los polis tiraron al suelo unas cuantas, y Frank DeLesseps volcó un carro repleto. Lucía un rostro adusto, pálido, enfadado.
– ¿Quiere decirles a esos chicos que dejen de hacer eso? -le dijo Julia a Randolph.
– No, señorita Shumway, no quiero -respondió Randolph-. Esa gente son saqueadores y como tales se los trata.
– ¿De quién es la culpa? ¿Quién ha cerrado el súper?
– Apártese de en medio -dijo Randolph-. Tengo trabajo que hacer.
– Qué lástima que no estuviera aquí cuando han entrado a la fuerza -comentó Barbie.
Randolph se lo quedó mirando. Su mirada era hostil pero parecía satisfecha. Barbie suspiró. En algún lugar había un reloj que no se detenía. Él lo sabía, y Randolph también. Pronto sonaría la alarma. De no ser por la Cúpula, podría huir. Sin embargo, claro está, de no ser por la Cúpula nada de eso estaría pasando.
Allá delante, Mel Searles intentaba quitarle a Al Timmons su cesta cargada. Como Al no quiso dársela, Mel se la arrebató… y luego tiró al anciano al suelo. Al gritó de dolor, vergüenza e indignación. El jefe Randolph rió. Fue un sonido breve, cortante, sin gracia (¡Ja! ¡Ja! ¡Ja!), y en él Barbie creyó oír aquello en lo que pronto se convertiría Chester's Mill si la Cúpula no se alzaba.
– Vamos, señoras -dijo-. Salgamos de aquí.
Rusty y Twitch estaban alineando a los heridos, más o menos una docena en total, a lo largo de la pared de hormigón del supermercado cuando salieron Barbie, Julia y Rose. Anson estaba de pie junto a la furgoneta del Sweetbriar, apretándose la herida sangrante del brazo con una toallita de papel.
La expresión de Rusty era adusta, pero al ver a Barbie se animó un poco.
– Eh, compañero. Tú te quedas conmigo esta mañana. De hecho, eres mi nuevo enfermero titulado.
– Sobrevaloras una barbaridad mi criterio para cribar pacientes -dijo Barbie, pero se acercó.
Linda Everett pasó corriendo junto a Barbie y se lanzó a los brazos de Rusty. Él la estrechó brevemente.
– ¿Te puedo ayudar, cielo? -le preguntó. A quien Linda estaba mirando era a Ginny, y con horror. Ginny vio su mirada y cerró los ojos con cansancio.
– No -dijo Rusty-. Tú haz lo que tengas que hacer. Cuento con Gina y con Harriet, y cuento con el enfermero Barbara.
– Haré lo que pueda -dijo Barbie, y casi añadió: Por lo menos hasta que me detengan.
Linda se inclinó para hablarle a Ginny.
– Lo siento muchísimo.
– Estaré bien -repuso ella, pero no abrió los ojos.
Linda le dio un beso a su marido, lo miró con preocupación y regresó hasta donde estaba Jackie Wettington, con una libreta en la mano, tomándole declaración a Ernie Calvert. Ernie no paraba de frotarse los ojos mientras hablaba.
Rusty y Barbie trabajaron codo con codo durante más de una hora mientras los agentes colocaban cinta policial amarilla delante del súper. En cierto momento, Andy Sanders se acercó a inspeccionar los daños chasqueando la lengua y sacudiendo la cabeza. Barbie oyó que le preguntaba a alguien a dónde iría a parar el mundo cuando sus propios conciudadanos podían llegar a una cosa así. También le estrechó la mano al jefe Randolph y le dijo que estaba haciendo un trabajo cojonudo.
Cojonudo.
Cuando lo estás bordando, la necesidad de descansar desaparece. El conflicto se convierte en tu amigo. La mala suerte se convierte en buena, de la de tocarte la lotería. Y todas esas cosas no las aceptas con gratitud (un sentimiento reservado para peleles y fracasados, en opinión de Big Jim Rennie), sino como algo que te corresponde. Bordarlo es como llevar unas alas mágicas, y uno debería (una vez más, en opinión de Big Jim) planear imperiosamente.
Si hubiera salido un poco más tarde o un poco antes de la vieja rectoría de Mill Street donde vivían los Rennie, no habría visto lo que vio, y habría tratado con Brenda Perkins de una forma muy diferente. Sin embargo, salió exactamente en el momento oportuno. Así eran las cosas cuando lo estabas bordando; la defensa se venía abajo y tú te colabas por ese mágico hueco recién creado para encestar con un gancho fácil.
Fueron los cánticos de «¡A-bre YA! ¡A-bre YA!» los que lo sacaron de su estudio, donde había estado tomando notas para lo que él planeaba llamar la Administración del Desastre… en la cual el alegre y sonriente Andy Sanders sería la cabeza titular y Big Jim sería el poder tras el trono. «Si no está roto, para qué arreglarlo» era la Regla Número Uno del manual del usuario de política de Big Jim, y tener a Andy dando la cara había funcionado siempre a las mil maravillas. En Chester's Mill casi todos sabían que era un idiota, pero no importaba. A la gente se le podía hacer el mismo juego una y otra vez, porque el noventa y ocho por ciento de ellos eran aún más idiotas. Y aunque Big Jim nunca había montado una campaña política a tan gran escala (sería comparable a una dictadura municipal), no tenía duda alguna de que funcionaría.
No había incluido a Brenda Perkins en su lista de posibles factores problemáticos, pero no importaba. Cuando lo estabas bordando, los factores problemáticos acababan por desaparecer. También eso lo aceptabas como algo que te correspondía.
Caminó por la acera hasta la esquina de Mill y Main Street, una distancia de no más de unos cien pasos, con su barriga oscilando plácidamente por delante de él. La plaza del pueblo estaba justo ahí delante. Algo más allá, colina abajo, en el otro lado de la calle estaban el ayuntamiento y la comisaría, con el Monumento a los Caídos entre ambos.
No podía ver el Food City desde la esquina, pero sí veía toda la zona de comercios de Main Street. Y vio a Julia Shumway. Salía a toda prisa de las oficinas del Democrat con una cámara en la mano. Corrió calle abajo, hacia el sonido de los cánticos, intentando echarse la cámara al hombro sin detenerse. Big Jim la siguió con la mirada. Era divertido, la verdad; qué ansiosa estaba por llegar al último desastre.
Cada vez era más divertido. Julia se detuvo, dio media vuelta, volvió corriendo, comprobó la puerta de las oficinas del periódico, vio que estaba abierta y la cerró con llave. Después echó a correr otra vez, impaciente por ver a sus amigos y vecinos portándose mal.
Por primera vez se está dando cuenta de que en cuanto la fiera ha salido de la jaula es capaz de morder a cualquiera en cualquier lugar, pensó Big Jim. Pero no te preocupes, Julia…, yo cuidaré de ti, como he hecho siempre. Puede que tenga que bajarle los humos a ese periodicucho tan desagradable que tienes, pero ¿no es un precio muy bajo a cambio de tu seguridad?
Claro que lo era. Y si la chica se empeñaba…
– A veces suceden cosas -dijo Big Jim. Estaba de pie en la esquina, con las manos en los bolsillos, sonriendo. Y al oír los primeros gritos… el sonido de cristales rotos… los disparos… su sonrisa se hizo mayor. «Suceden cosas» no era exactamente como lo había expresado Junior, pero Big Jim consideraba que se le acercaba bastante…
Su sonrisa se convirtió en una mueca al ver a Brenda Perkins. La mayoría de la gente que había en Main Street iba hacia el Food City a ver qué era todo aquel jaleo, pero Brenda caminaba calle arriba en lugar de calle abajo. Tal vez incluso iba a casa del propio Rennie… lo cual no podía significar nada bueno.
¿Qué puede querer de mí esta mañana? ¿Qué puede ser tan importante que supere a un saqueo en el supermercado local?
Era del todo posible que lo último en lo que Brenda estuviera pensando fuese en él, pero el radar de Big Jim estaba sonando, así que la vigiló de cerca.
Ella y Julia pasaron por lados diferentes de la calle. Ninguna se fijó en la otra. Julia intentaba correr mientras se colocaba la cámara. Brenda iba mirando la mole roja y destartalada de Almacenes Burpee's. Llevaba una bolsa de la compra de tela que se balanceaba junto a su rodilla.
Cuando llegó a Burpee's, Brenda intentó abrir la puerta sin éxito. Después se hizo atrás y miró en derredor, como quien encuentra un obstáculo inesperado en sus planes e intenta decidir qué debe hacer a continuación. Puede que aún hubiera visto a Shumway si hubiera mirado hacia atrás, pero no lo hizo. Brenda miró a derecha e izquierda, y luego al otro lado de Main Street, a las oficinas del Democrat.
Después de echarle otro vistazo a Burpee's, cruzó hacia el periódico y probó suerte con esa puerta. Cerrada también, por supuesto; Big Jim había visto a Julia cerrarla. Brenda volvió a intentarlo, tironeando del pomo por si acaso. Llamó. Miró dentro. Después se apartó, las manos en las caderas, la bolsa colgando. Cuando echó a andar de nuevo por Main Street (con paso vacilante, sin mirar ya en derredor), Big Jim retrocedió hacia su casa a paso raudo. No sabía muy bien por qué no quería que Brenda lo viera curioseando… pero no tenía por qué saberlo. Cuando lo estabas bordando solo tenías que actuar siguiendo tus instintos. Eso era lo bonito.
Lo que sí sabía era que, si Brenda llamaba a su puerta, él estaría preparado para recibirla. Quisiera lo que quisiese.
«Mañana por la mañana quiero que le lleves la copia impresa a Julia Shumway», le había dicho Barbie. Pero las oficinas del Democrat estaban cerradas con llave y no había luz dentro. Era casi seguro que Julia estaría en lo que fuera aquel jaleo que se oía en el súper. Seguramente Pete Freeman y Tony Guay también estarían allí.
De manera que ¿qué se suponía que tenía que hacer con los documentos VADER? Si en las oficinas hubiese habido un buzón para el correo, podría haber metido el sobre manila en su bolsa de tela por la ranura. Pero no había buzón para el correo.
Brenda supuso que tendría que ir a buscar a Julia al súper, o volver casa a esperar hasta que las cosas se calmasen y Julia regresara a las oficinas. Como no estaba de un ánimo muy lógico, ninguna de las dos opciones la atraía demasiado. En cuanto a la primera, parecía que en el Food City se estuvieran produciendo unos disturbios a gran escala, y Brenda no quería verse metida allí en medio. En cuanto a la última…
Era sin duda la mejor opción. La opción sensata. ¿No era «La paciencia es la madre de la ciencia» uno de los dichos preferidos de Howie?
Pero ser paciente nunca había sido el fuerte de Brenda, y su madre tenía otro dicho: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy». Eso era lo que quería hacer en ese momento. Enfrentarse a él, esperar a que despotricase, que lo negase, que se justificase, y después darle dos opciones: dimitir en favor de Dale Barbara o ver publicados sus sucios trapicheos en el Democrat. Esa confrontación era para ella como un medicamento amargo, y lo mejor con los medicamentos amargos eran tragarlos todo lo deprisa que pudieras y enjuagarte la boca después. Ella pensaba enjuagársela con un bourbon doble, y no esperaría hasta mediodía para hacerlo.
Solo que…
«No vayas sola.» Barbie también le había dicho eso. Y cuando le había preguntado en quién más confiaba, ella había dicho que en Romeo Burpee. Pero Burpee's también estaba cerrado. ¿Qué le quedaba?
La cuestión era si Big Jim sería capaz de hacerle daño o no, y Brenda pensó que la respuesta era no. Creyó que estaba físicamente a salvo de Big Jim, por mucho que Barbie pudiera preocuparse; esa preocupación era, sin duda, consecuencia de sus experiencias en la guerra. Aquel fue un terrible error de cálculo por su parte; no era la única que se aferraba a la idea de que el mundo seguía siendo tal como había sido antes de que cayera la Cúpula.
Lo cual todavía le dejaba el problema de los documentos VADER.
Seguramente Brenda tenía más miedo de la lengua de Big Jim que de un posible daño físico, pero sabía que era una locura presentarse en su puerta con el archivo aún en su poder. Él podría quitárselo, aunque le dijera que no era la única copia. No podía permitírselo.
A mitad de la cuesta del Ayuntamiento, torció por Prestile Street y atajó por la parte de arriba de la plaza. La primera casa era la de los McCain. La siguiente era la de Andrea Grinnell. Y aunque Andrea estaba casi siempre eclipsada por sus homólogos varones de la junta de concejales, Brenda sabía que era honrada y que no apreciaba a Big Jim. Por extraño que pareciera, era a Andy Sanders a quien Andrea rendía pleitesía, aunque Brenda era incapaz de comprender cómo podía nadie tomarse en serio a ese hombre.
A lo mejor la tiene pillada por alguna parte, dijo la voz de Howie en su cabeza.
Brenda casi se echó a reír. Era ridículo. Lo importante de Andrea era que había sido una Twitchell antes de que Tommy Grinnell se casara con ella, y los Twitchell eran fuertes, incluso los más apocados de ellos. Brenda pensó que podía dejarle a Andrea el sobre con los documentos VADER… suponiendo que su casa no estuviera también cerrada y vacía. No creía que fuera así. ¿No había oído decir que Andrea estaba en casa con gripe?
Cruzó Main Street pensando en lo que le diría: ¿Podrías guardarme esto? Volveré a buscarlo dentro de una media hora. Si no vuelvo a buscarlo, llévaselo a Julia al periódico. Y asegúrate, además, de que Dale Barbara lo sepa.
¿Y si le preguntaba a santo de qué venía tanto misterio? Brenda decidió que sería sincera. A Andrea, la noticia de que pretendía obligar a Jim Rennie a dimitir seguramente le sentaría mejor que una dosis doble de Theraflu.
A pesar de su deseo de despachar cuanto antes su desagradable encargo, Brenda se detuvo un momento frente a la casa de los McCain. Parecía desierta, pero eso no tenía nada de extraño; muchas familias se encontraban fuera del pueblo cuando cayó la Cúpula. Era otra cosa. Un tenue olor, para empezar, como si allí dentro hubiese comida caducada. De repente el día le pareció más caluroso, el aire más pegajoso, los sonidos de lo que fuera que sucedía en el Food City sonaban más lejanos. Brenda se dio cuenta de por qué: se sentía observada. Se quedó quieta pensando en lo mucho que se parecían esas ventanas con las persianas bajadas a unos ojos cerrados. Aunque no cerrados del todo, no. Unos ojos que espiaban.
Déjate de tonterías, mujer. Tienes cosas que hacer.
Siguió camino hasta la casa de Andrea; se detuvo una vez para mirar atrás por encima del hombro. No vio más que una casa triste con las persianas bajadas y envuelta en el ligero hedor de sus alimentos podridos. Solo la carne olía tan mal tan pronto. Pensó que Henry y LaDonna debían de tener mucha guardada en el congelador.
Era Junior el que observaba a Brenda, Junior de rodillas, Junior vestido solo con ropa interior mientras la cabeza le palpitaba y le martilleaba. Miraba desde el salón, espiaba por el borde de una persiana cerrada. Cuando Brenda se hubo marchado, él regresó a la despensa. Pronto tendría que abandonar a sus amigas, lo sabía, pero de momento las quería para sí. Y quería la oscuridad. Quería incluso el hedor que emanaba de su piel ennegrecida.
Cualquier cosa, cualquier cosa que le aliviara ese feroz dolor de cabeza.
Después de dar tres vueltas al anticuado timbre de manivela, Brenda al final se resignó a volver a casa. Estaba dando media vuelta cuando oyó unos pasos lentos y arrastrados que se acercaban a la puerta. Preparó una sonrisita de «Hola, vecina», pero se le congeló en el rostro al ver a Andrea: mejillas pálidas, oscuras ojeras bajo los ojos, pelo hecho un desastre, cintura apretada por el cinturón de una bata, pijama debajo. Esa casa no olía a carne putrefacta sino a vómito.
Andrea le dedicó una sonrisa tan pálida como sus mejillas y su frente.
– Ya sé que no tengo buen aspecto -dijo. Las palabras salieron en forma de graznido-. Será mejor que no te invite a pasar. Voy mejorando, pero puede que todavía se contagie.
– ¿Te ha visto el doctor…? -No, claro que no. El doctor Haskell estaba muerto-. ¿Te ha visto Rusty Everett?
– Desde luego que sí -dijo Andrea-. Pronto todo irá bien, eso me ha dicho.
– Estás sudando.
– Todavía tengo unas décimas de fiebre, pero ya casi ha pasado. ¿Te puedo ayudar en algo, Bren?
Estuvo a punto de decir que no, no quería cargar a una mujer que seguía claramente enferma con una responsabilidad como la que llevaba en su bolsa de la compra, pero entonces Andrea dijo algo que le hizo cambiar de opinión. Los grandes acontecimientos a menudo avanzan sobre pequeñas ruedas.
– Siento mucho lo de Howie. Quería a ese hombre.
– Gracias, Andrea. -No solo por tu compasión, sino por llamarlo Howie en lugar de Duke.
Para Brenda siempre había sido Howie, su querido Howie, y los documentos VADER eran su última obra. Seguramente su mayor obra. Brenda de pronto decidió ponerla en marcha, y sin más demora. Metió la mano en la bolsa y sacó el sobre manila con el nombre de Julia escrito en el anverso.
– ¿Podrías guardarme esto, cielo? ¿Solo durante un rato? Tengo que hacer un recado y no quiero llevarlo encima.
Brenda habría respondido a cualquier pregunta que Andrea le hubiera hecho, pero por lo visto Andrea no tenía ninguna pregunta. Se limitó a aceptar el grueso sobre con un gesto de distraída gentileza. Y así estaba bien. Así tardarían menos. Además, de esa forma Andrea quedaba fuera del enredo, lo cual podía ahorrarle repercusiones políticas en algún momento futuro.
– Encantada -dijo Andrea-. Y ahora… si me perdonas… creo que será mejor que me eche un rato. ¡Pero no voy a dormir! -añadió, como si Brenda hubiese puesto objeciones a ese plan-. Te oiré cuando vuelvas.
– Gracias -dijo Brenda-. ¿Estás bebiendo zumo?
– A litros. No tengas prisa, cielo… Haré de canguro de tu sobre.
Brenda iba a darle otra vez las gracias, pero la tercera concejala de Mill ya había cerrado la puerta.
Hacia el final de su conversación con Brenda, el estómago de Andrea había empezado a agitarse. Luchó por controlarlo, pero era una lucha que iba a perder. Balbuceó algo sobre beber zumo, le dijo a Brenda que no se diera prisa y luego le cerró la puerta en las narices y echó a correr hacia su apestoso baño produciendo unos sonidos de cloaca desde lo más profundo de la garganta.
Junto al sofá del salón había una mesita, y hacia allí lanzó a ciegas el sobre manila mientras pasaba corriendo. El sobre se deslizó por la pulida superficie y cayó por el otro lado, por el hueco oscuro que quedaba entre la mesita y el sofá.
Andrea consiguió llegar al baño pero no al retrete… aunque daba lo mismo: estaba casi lleno de esa papilla cenagosa y hedionda que su cuerpo había estado expulsando durante la interminable noche que acababa de pasar. Se inclinó, esta vez sobre el lavabo, y soportó las arcadas hasta que tuvo la sensación de que se le saldría el esófago y se desparramaría sobre la salpicada porcelana, aún caliente y palpitante.
Eso no sucedió, pero el mundo se volvió gris y se alejó de ella tambaleándose sobre tacones altos, cada vez más pequeño y menos tangible, mientras ella se balanceaba intentando no desmayarse. Cuando se sintió algo mejor, recorrió el pasillo despacio, con piernas de goma, pasando una mano a lo largo de la madera para mantener el equilibrio. Temblaba y oía el castañeteo nervioso de sus dientes, un sonido horrible que Andrea parecía percibir no desde los oídos sino desde la parte de atrás de los ojos.
Ni siquiera se le ocurrió intentar llegar a su dormitorio, en el piso de arriba; prefirió ir al porche de la parte de atrás, que había mandado cerrar. En el porche tendría que hacer demasiado frío para que se estuviera a gusto tan avanzado octubre, pero ese día hacía mucho bochorno. No se tumbó en la vieja chaise longue, más bien se derrumbó en su abrazo mohoso pero en cierto modo reconfortante.
Me levantaré dentro de un minuto, se dijo. Sacaré la última botella de agua Poland Spring de la nevera y me enjuagaré este sabor asqueroso de la bo…
Pero sus pensamientos se perdieron ahí. Cayó en un sueño profundo, pesado, del que ni siquiera la despertaron las agitadas convulsiones de sus pies y sus manos. Tuvo muchos sueños. Uno fue un incendio terrible del que la gente huía, tosiendo y vomitando, en busca de algún lugar donde pudieran encontrar aire todavía fresco y limpio. Otro fue que Brenda Perkins iba a verla a casa y le daba un sobre. Cuando Andrea lo abrió, de él salió un manantial inagotable de pastillas rosadas de OxyContin. Para cuando despertó, era por la tarde y los sueños estaban olvidados. Igual que la visita de Brenda Perkins.
– Pasa a mi estudio -dijo Big Jim con alegría-. ¿O quieres antes algo de beber? Tengo Coca-Cola, aunque me temo que está algo caliente. Mi generador se rindió anoche. Ya no hay propano.
– Pero imagino que sabes dónde conseguir más -dijo ella.
Él enarcó las cejas en una mueca inquisitiva.
– La metanfetamina que fabricas -siguió ella con paciencia-. Tengo entendido, según las notas de Howie, que es eso lo que has estado cocinando en grandes partidas. «Cantidades que lo dejan a uno pasmado», escribió. Eso debe de consumir muchísimo gas propano.
Ahora que por fin se había metido en ello, descubrió que los temblores habían desaparecido. Incluso sintió cierto placer frío al observar cómo ascendía el rubor por las mejillas de Big Jim y seguía por su frente sin detenerse.
– No tengo la menor idea de qué me estás hablando. Creo que tu dolor… -Suspiró, extendió sus manos de dedos rechonchos-. Pasa. Hablaremos de esto y te tranquilizaré.
Brenda sonrió. El hecho de que pudiera sonreír fue algo así como una revelación, y la ayudó a imaginar más aún que Howie la estaba viendo… desde algún lugar. Y también que le decía que tuviera cuidado. Era un consejo que pensaba seguir.
En el jardín delantero de Rennie había dos sillas Adirondack entre las hojas caídas.
– Se está muy bien aquí fuera -dijo ella.
– Prefiero hablar de negocios dentro.
– ¿Preferirías ver tu fotografía en la portada del Democrat? Porque puedo encargarme de eso.
Big Jim se estremeció como si le hubiera asestado un golpe y, por un breve instante, Brenda vio odio en esos ojos pequeños, hundidos, de cerdo.
– A Duke nunca le gusté, y supongo que es natural que sus sentimientos se hayan transmitido a su…
– ¡Se llamaba Howie!
Big Jim alzó las manos de golpe, como dando a entender que no había forma de razonar con algunas mujeres, y la llevó hacia las sillas que miraban hacia Mill Street.
Brenda Perkins estuvo hablando casi media hora; a medida que hablaba se sentía más fría y más enfadada. El laboratorio de metanfetamina, con Andy Sanders y (casi con seguridad) Lester Coggins como socios silenciosos. La escalofriante magnitud de todo aquel negocio. Su posible emplazamiento. Los intermediarios a los que se les había prometido inmunidad a cambio de información. El camino que seguía el dinero. Cómo la operación se había hecho tan grande que el farmacéutico local ya no podía seguir suministrando con seguridad los componentes necesarios y requerían de importaciones exteriores.
– La mercancía llegaba a la ciudad en camiones de la Sociedad Bíblica Gideon -dijo Brenda-. El comentario de Howie al respecto fue: «Se han pasado de listos».
Big Jim estaba sentado, mirando hacia la silenciosa calle residencial. Brenda sentía la rabia y el odio que irradiaba. Era como el calor que desprende una fuente de horno.
– No puedes demostrar nada de eso -dijo al cabo.
– Eso no importará si los documentos de Howie aparecen en el Democrat. No es el procedimiento reglamentario, pero tú mejor que nadie entenderás que nos saltemos un pequeño detalle como ese.
Big Jim sacudió una mano.
– Bah, seguro que tenías algún documento -dijo-, pero mi nombre no aparece en ninguno.
– Aparece en los papeles de las Empresas Municipales -repuso ella, y Big Jim se balanceó en su silla como si Brenda le hubiera dado un puñetazo en la sien-. Empresas Municipales, constituidas en Carson City. Y desde Nevada, el camino que sigue el dinero lleva a Chongqing City, la capital farmacéutica de la República Popular China. -Sonrió-. Te creías muy listo, ¿verdad? Mucho.
– ¿Dónde están esos documentos?
– Le he dejado una copia a Julia esta mañana. -Meter a Andrea en eso era lo último que quería. Y, si él pensaba que estaban en manos de la directora del periódico, conseguiría hacerlo caer mucho más deprisa. A lo mejor creía que Andy Sanders o él podrían coaccionar a Andrea.
– ¿Hay más copias?
– ¿Tú qué crees?
Big Jim lo pensó un momento y luego dijo: -Siempre lo he mantenido fuera del pueblo. Ella no replicó.
– Ha sido por el bien del pueblo.
– Has hecho mucho bien a esta localidad, Jim. Tenemos el mismo alcantarillado que teníamos en 1960, el estanque de Chester está asqueroso, el distrito empresarial moribundo… -Se había erguido en su asiento y aferraba los brazos de la silla-. Eres un gusano de mierda con pretensiones de superioridad moral.
– ¿Qué quieres? -Miraba al frente, a la calle vacía. En la sien le latía una vena enorme.
– Que anuncies tu dimisión. Barbie ocupará el cargo, tal como el presidente ha…
– Jamás dimitiré en favor de ese puñetero. -Se volvió para mirarla. Big Jim sonreía. Era una sonrisa atroz-. No le has dado nada a Julia, porque Julia se había ido al súper a presenciar la batalla de la comida. Puede que tengas los documentos de Duke a buen recaudo en algún sitio, pero no le has dejado ninguna copia a nadie. Lo has intentado con Rommie, luego con Julia, y luego has venido aquí. Te he visto subir por la cuesta del Ayuntamiento.
– Sí que se los he dado -contestó ella-. Los llevaba conmigo. -¿Y si le decía dónde los había dejado? Mala suerte para Andrea. Se dispuso a levantarse-. Has tenido tu oportunidad. Ahora me marcho.
– Tu otro error ha sido pensar que estarías a salvo aquí fuera, en la calle. En una calle vacía. -Su voz casi era amable y, cuando le tocó el brazo, ella se volvió para mirarlo. La agarró de la cara. Y se la retorció.
Brenda Perkins oyó un crujido penetrante, como cuando una rama cargada de hielo se rompe a causa del peso, y siguió ese sonido hacia una gran oscuridad, intentando gritar el nombre de su marido mientras avanzaba.
Big Jim entró y cogió una gorra de propaganda de Coches de Ocasión Jim Rennie del armario de la entrada. También unos guantes. Y una calabaza de la despensa. Brenda seguía en su silla Adirondack, con la barbilla sobre el pecho. Big Jim miró alrededor. Nadie. El mundo era suyo. Le puso la gorra en la cabeza (bajando mucho la visera), los guantes en las manos y la calabaza en el regazo. Con eso habría de sobra, pensó, hasta que Junior regresara y se la llevara a un lugar donde pudiera pasar a formar parte de la factura de la carnicería de Dale Barbara. Hasta entonces, no era más que otro pelele de Halloween.
Miró en la bolsa de la compra. Contenía el monedero de Brenda, un peine y una novela de bolsillo. Bueno, ahí todo en orden. Estaría bien en el sótano, detrás de la caldera apagada.
La dejó con la gorra medio torcida en la cabeza y la calabaza en el regazo, y entró para esconder la bolsa y esperar a su hijo.