HORMIGAS

1

Empezaron a ver el resplandor al otro lado de un puente viejo y herrumbroso que se extendía sobre un lecho fangoso. Barbie se inclinó hacia delante entre los asientos frontales de la camioneta.

– ¿Qué es eso? Parece el reloj Indiglo más grande del mundo.

– Es radiación -respondió Ernie.

– No te preocupes -añadió Rommie-. Tenemos lámina de plomo de sobra.

– Norrie me ha llamado desde el móvil de su madre mientras os esperaba -dijo Ernie-. Me ha contado lo del resplandor. Dice que Julia cree que no es más que una especie de… espantapájaros; supongo que podría decirse así. Que no es peligroso, vamos.

– Creía que Julia estaba licenciada en Periodismo, no en Ciencias -dijo Jackie-. Es una mujer muy agradable, e inteligente, pero aun así vamos a proteger la camioneta, ¿verdad? No me gustaría que uno de los regalos de mi cuarenta cumpleaños fuera un cáncer de mama o de ovarios.

– Lo atravesaremos deprisa -dijo Rommie-. Si eso ayuda a que te sientas más segura, métete un trozo de lámina de plomo por debajo de los vaqueros.

– Eso es tan gracioso que me he olvidado de reír -replicó ella, y entonces se imaginó con unas bragas de plomo, muy sexys, y se rió.

Llegaron al oso muerto que se encontraba junto al poste telefónico. Lo habrían visto incluso con los faros apagados, porque la luz combinada de la luna rosa y del cinturón de radiación era tan fuerte que casi se hubiera podido leer un periódico.

Mientras Rommie y Jackie tapaban las ventanillas de la camioneta con lámina de plomo, los demás se acercaron a observar al oso en descomposición.

– No ha sido la radiación -murmuró Barbie.

– No -concedió Rusty-. Suicidio.

– Y hay más.

– Sí. Pero los animales más pequeños parecen estar a salvo. Los chicos y yo vimos muchos pájaros, y en el campo de manzanos había una ardilla rebosante de vida.

– Entonces Julia podría tener razón -admitió Barbie-. El resplandor es un espantapájaros y los animales muertos, otro. Es la vieja táctica del cinturón y los tirantes.

– No te sigo, amigo -dijo Ernie.

Sin embargo Rusty, que aprendió la táctica del cinturón y los tirantes cuando estudiaba medicina, enseguida lo entendió.

– Dos advertencias para mantener alejados a los desconocidos -dijo-. Los animales muertos de día, y un cinturón de radiación brillante de noche.

– Por lo que sé -dijo Rommie, que se unió a ellos en un lado de la carretera-, la radiación solo brilla en las películas de ciencia ficción.

Rusty sintió la tentación de decirle que estaban viviendo en una película de ciencia ficción y que Rommie se daría cuenta de ello cuando se acercase a la extraña caja que había en la cresta. Pero Burpee, por supuesto, tenía razón.

– Se supone que debemos verlo -dijo-. Y lo mismo con los animales muertos. Se supone que debemos decir «Caramba, si hay una especie de rayos suicidas que afectan a los grandes mamíferos, más vale que me aleje. A fin de cuentas, soy un gran mamífero».

– Pero los chicos no se echaron atrás -terció Barbie.

– Porque son chicos -replicó Ernie. Luego, tras meditar sus palabras, añadió-: Y también son skaters. Pertenecen a una raza distinta.

– Aun así, no me gusta -dijo Jackie-, pero como no tenemos ningún otro lugar al que ir, quizá podríamos atravesar el cinturón de Van Allen antes de que pierda el poco valor que me queda. Después de lo sucedido en la comisaría, siento que me faltan las fuerzas.

– Un momento -dijo Barbie-. Aquí hay algo que no encaja. Sé lo que es pero necesito unos segundos para expresarlo.

Todos esperaron. La luz de la luna y la radiación iluminaban los restos del oso. Barbie lo miraba fijamente. Al final alzó la cabeza.

– Vale, esto es lo que me preocupa: hay un «ellos». Lo sabemos porque la caja que ha encontrado Rusty no es un fenómeno natural.

– Exacto, es algo manufacturado -dijo Rusty-. Pero no de origen terrestre. Me apostaría la vida. -Entonces pensó en lo cerca que había estado de perderla hacía menos de una hora y se estremeció. Jackie le dio un apretón en el hombro.

– Olvídate de esa parte ahora -dijo Barbie-. Existe un «ellos», y si quisieran cortarnos el paso, podrían hacerlo. Han aislado a Chester's Mills de todo el mundo. Si quisieran impedir que nos acercáramos a la caja, ¿por qué no han creado una pequeña Cúpula alrededor de ella?

– O un sonido armónico que nos friera el cerebro como un muslo de pollo en el microondas -sugirió Rusty, que empezaba a imbuirse del espíritu de la situación-. O, para el caso, radiación de verdad, joder.

– Quizá sea radiación de verdad -replicó Ernie-. De hecho, el contador Geiger que trajisteis sí lo confirmó.

– Sí -admitió Barbie-, pero ¿qué significa eso, que lo que detecta el contador es peligroso? Rusty y los chicos no están sufriendo lesiones, no se les ha caído el pelo, no están vomitando hasta el hígado.

– Aún no -dijo Jackie.

– Qué alentador -añadió Romeo.

Barbie no hizo caso de sus comentarios.

– Lo que está claro es que si pueden crear una barrera tan fuerte que repele el impacto de los mejores misiles de Estados Unidos, también podrían crear un cinturón de radiación que nos matara rápidamente, quizá al instante. Quizá incluso les conviniera. Un par de víctimas humanas desalentaría más a los exploradores que un puñado de animales muertos. No, creo que Julia tiene razón, y que el supuesto cinturón de radiación no es más que un resplandor inofensivo modificado convenientemente para que lo registren nuestros aparatos de detección. Deben de parecerles muy primitivos, si de verdad son extraterrestres.

– Pero ¿por qué? -Rusty estalló-. ¿Por qué una barrera? ¡No he podido levantarla ni siquiera moverla un poco! Y cuando la tapé con el delantal de plomo, el mandil ardió. ¡A pesar de que la caja es fría al tacto!

– Si la están protegiendo, tiene que haber alguna forma de destruirla o desconectarla -dijo Jackie-. Sin embargo…

Barbie le lanzó una sonrisa. Sentía algo extraño, como si flotara por encima de sí mismo.

– Venga, Jackie, dilo.

– Sin embargo no la están protegiendo, ¿verdad? No de la gente que está decidida a acercarse a ella.

– Hay más -añadió Barbie-. ¿No podríamos decir que nos están señalando el camino para llegar hasta ella? Joe McClatchey y sus amigos casi siguieron un rastro de migas de pan.

– Aquí está, insignificantes terrícolas -dijo Rusty-. ¿Qué podéis hacer con ella, vosotros que sois lo bastante valientes para acercaros hasta aquí?

– Tiene sentido -dijo Barbie-. Vamos, subamos ahí arriba.

2

– Es mejor que me dejes conducir a partir de aquí -le dijo Rusty a Ernie-. Los chicos perdieron el conocimiento un poco más adelante. A Rommie también estuvo a punto de pasarle, y yo sentí algo. Tuve una especie de alucinación. Un muñeco de Halloween que empezaba a arder.

– ¿Otra advertencia? -preguntó Ernie.

– No lo sé.

Rusty se detuvo en el lugar donde acababa el bosque y empezaba la pendiente desnuda y rocosa que conducía hasta el campo de los McCoy. Frente a ellos, el aire refulgía con tal intensidad que tenían que entrecerrar los ojos, pero no se veía la fuente de aquella luz; el resplandor simplemente estaba ahí, flotando. A Barbie le pareció que era como la luz de las luciérnagas pero un millón de veces más potente. El cinturón debía de tener unos cincuenta metros de ancho. Tras él, el mundo volvía a sumirse en la oscuridad, salvo por el resplandor rosa de la luz de la luna.

– ¿Estás seguro de que no volverás a desmayarte? -preguntó Barbie.

– Parece que es como cuando tocas la Cúpula: la primera vez te vacuna. -Rusty se puso cómodo, cambió de marcha y dijo-: Agárrense la dentadura postiza, damas y caballeros.

Pisó a fondo el acelerador y las ruedas traseras patinaron. La camioneta se adentró en el resplandor. Sus ocupantes no pudieron ver lo que sucedió a continuación ya que el vehículo iba muy bien protegido por las láminas de plomo; sin embargo, los que estaban en la cresta presenciaron la escena -con creciente ansiedad- desde el límite del campo de manzanos. Durante un instante la camioneta fue claramente visible, como si la estuvieran iluminando con un foco. Cuando salió del cinturón de resplandor siguió brillando durante unos segundos, como si la hubieran rociado con radio. Y dejó como una estela de cometa tras de sí, como gases de escape.

– Joder -exclamó Benny-. Son los mejores efectos especiales que he visto jamás.

Entonces el resplandor que rodeaba la camioneta se fue apagando y la estela despareció.

3

Mientras atravesaban el cinturón de luz, Barbie sintió un leve mareo; nada más. Para Ernie, el mundo real de la camioneta y sus ocupantes fue sustituido por una habitación de hotel que olía a pino y en la que se oía el estruendo de las cataratas del Niágara. Y ahí estaba la que era su mujer desde hacía solo doce horas: se dirigía hacia él vestida únicamente con un camisón que no era más que un soplo de aroma de lavanda; le agarró las manos, se las llevó a los pechos y le dijo: «Esta vez no tenemos que parar, cariño».

Entonces oyó los gritos de Barbie y recuperó la conciencia.

– ¡Rusty! ¡Jackie tiene un ataque! ¡Para!

Ernie miró a Jackie y vio que temblaba, tenía los ojos en blanco y los dedos abiertos.

– ¡Sostiene una cruz y todo arde! -gritó ella. Le caía un hilo de saliva de la boca-. ¡El mundo está ardiendo! ¡LA GENTE ESTÁ ARDIENDO! -El grito resonó en la camioneta.

Rusty frenó en seco, detuvo el vehículo en medio de la carretera, bajó de un salto y corrió hasta la puerta lateral. Cuando Barbie la abrió, Jackie se estaba limpiando la saliva de la barbilla con la mano ahuecada. Rommie la había rodeado con un brazo.

– ¿Estás bien? -preguntó Rusty.

– Ahora sí. Es que… todo… estaba en llamas. Era de día, pero estaba oscuro. La gente a-a-ardía… -Rompió a llorar.

– Has dicho algo de un hombre con una cruz -dijo Barbie.

– Una cruz grande y blanca. Colgada de un cordel, o de una tira de cuero. La llevaba en el pecho. El pecho desnudo. Entonces la sostuvo frente a su cara. -Respiró hondo y espiró el aire a breves intervalos-. Los recuerdos se desvanecen. Pero… Joder.

Rusty le enseñó dos dedos y le preguntó cuántos veía. Jackie respondió correctamente y siguió el pulgar con la mirada cuando lo movió a derecha y a izquierda, y luego arriba y abajo. Rusty le dio una palmadita en el hombro y lanzó una mirada de recelo hacia el cinturón de luz. ¿Qué es lo que dijo Gollum de Bilbo Bolsón? «Es artero, mi tesoro.»

– ¿Y tú, Barbie? ¿Estás bien?

– Sí. He sufrido un leve mareo durante unos segundos, eso es todo. ¿Ernie?

– He visto a mi mujer. Y la habitación del hotel de nuestra luna de miel. Era una imagen tan nítida como si fuera de día.

Pensó de nuevo en el momento en que ella se dirigía hacia él. Hacía años que no le venía esa imagen a la cabeza; era una pena haber relegado al olvido un recuerdo tan fantástico. Sus muslos blancos bajo el escueto camisón; el triángulo oscuro y nítido de su vello púbico; los pezones erectos al rozar con la seda, como si fueran a arañarle la palma de las manos mientras ella hundía la lengua en su boca y le lamía por dentro el labio inferior.

«Esta vez no tenemos que parar, cariño.»

Ernie se reclinó en el asiento y cerró los ojos.

4

Rusty subió hasta la cresta, esta vez lentamente, y aparcó la camioneta entre el granero y la granja destartalada. La camioneta del Sweetbriar Rose ya estaba allí, así como la de los Almacenes Burpee y un Chevrolet Malibu. Julia había aparcado su Prius dentro del granero. Horace el corgi estaba sentado junto al parachoques trasero, como si montara guardia. No parecía un perro feliz y no se acercó a saludarlos. En el interior de la granja había un par de lámparas Coleman encendidas.

Jackie señaló la camioneta en la que se podía leer ¡EN BURPEE'S TODOS LOS DÍAS HAY REBAJAS! en uno de los laterales.

– ¿Cómo ha llegado eso hasta aquí? ¿Es que tu mujer ha cambiado de opinión?

Rommie esbozó una sonrisa.

– Si crees eso es que no conoces a Misha. No, tengo que darle las gracias a Julia, que ha reclutado a sus dos reporteros estrella. Esos chicos…

Se calló en cuanto Julia, Piper y Lissa Jamieson aparecieron entre las sombras del campo iluminadas por la luna. Avanzaban a trompicones, una junto a la otra, cogidas de la mano, llorando.

Barbie corrió hasta Julia y la agarró de los hombros. Ella estaba en el extremo de la hilera, y la linterna que sostenía con la mano libre cayó al suelo cubierto de maleza, frente a la puerta del jardín. Lo miró a la cara e intentó sonreír.

– Veo que te han sacado, coronel Barbara. Uno a cero para el equipo de casa.

– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Barbie.

Entonces llegaron corriendo Joe, Benny y Norrie, seguidos de sus madres. Los gritos de los chicos cesaron de golpe cuando vieron el estado en que se encontraban las tres mujeres. Horace se abalanzó ladrando sobre su ama. Julia se arrodilló y hundió la cara en su pelaje. Horace la olisqueó y, de repente, retrocedió. Se sentó y aulló. Julia lo miró y se tapó la cara como si estuviera avergonzada. Norrie agarraba a Joe de la mano con la izquierda y a Benny con la derecha. Estaban serios y asustados. Pete Freeman, Tony Guay y Rose Twitchell salieron de la casa pero no se acercaron a los recién llegados, permanecieron apiñados junto a la puerta de la cocina.

– Hemos ido a verla -dijo Lissa con indolencia. No había ni rastro de su típica alegría «jo-el-mundo-es-maravilloso»-. Nos hemos arrodillado alrededor. Tiene un símbolo que no había visto nunca… no es de la cábala…

– Es horrible -dijo Piper mientras se limpiaba los ojos-. Julia lo ha tocado. Ha sido la única, pero todas… todas…

– ¿Los habéis visto? -preguntó Rusty.

Julia dejó caer los brazos y le dirigió una mirada de asombro.

– Sí. Yo los he visto, todas los hemos visto. A ellos. Horrible.

– Los cabeza de cuero -dijo Rusty.

– ¿Qué? -preguntó Piper. Entonces asintió-. Supongo que podríamos llamarlos así. Caras sin caras. Caras altas.

Caras altas, pensó Rusty. No sabía qué significaba, pero sabía que era cierto. Pensó de nuevo en sus hijas y su amiga Deanna intercambiando secretos y chucherías. Entonces pensó en su mejor amigo de la infancia -al menos durante una temporada, ya que Georgie y él tuvieron una pelea muy fuerte en segundo- y una sensación de pánico sobrecogedor se apoderó de él.

Barbie lo agarró.

– ¿Qué? -le preguntó casi a gritos-. ¿Qué pasa?

– Nada. Es que… Cuando era pequeño tenía un amigo. George Lathrop. Un año le regalaron una lupa por su cumpleaños. Y a veces… en el patio…

Rusty ayudó a Julia a ponerse en pie. Horace había regresado a su lado, como si aquello que lo asustaba se hubiera desvanecido, al igual que el resplandor de la camioneta.

– ¿Qué hacíais? -le preguntó Julia, que volvía a hablar casi con calma-. Cuéntanoslo.

– Íbamos a la antigua escuela de primaria de Main Street. Solo había dos clases, una para los de primero a cuarto, y otra para los de quinto a octavo. El patio no estaba pavimentado. -Rió con voz temblorosa-. Joder, ni siquiera había agua corriente, solo un retrete, al que llamábamos…

– La Casa de la Miel -dijo Julia-. Yo también fui a esa escuela.

– George y yo pasábamos los columpios y nos acercábamos hasta la valla. Íbamos a un lugar donde había hormigueros, y quemábamos hormigas.

– No se ponga así, Doc -dijo Ernie-. Muchos niños han hecho eso y cosas aún peores. -El propio Ernie, junto con unos cuantos amigos, había untado con queroseno el rabo de un gato callejero y le había prendido fuego. Era un recuerdo que nunca había compartido con nadie, como tampoco compartía con nadie los detalles de su noche de bodas.

Sobre todo por cómo nos reímos cuando el gato echó a correr, pensó. Caray, menudas carcajadas.

– Sigue -le pidió Julia.

– Ya está.

– No está -dijo ella.

– Mira -intervino Joanie Calvert-. Estoy segura de que todo es muy psicológico, pero no creo que sea el momento apropiado para…

– Calla, Joanie -le ordenó Claire.

Julia no había apartado la mirada de Rusty en ningún momento.

– ¿Por qué te importa tanto? -preguntó Rusty. En ese momento se sintió como si no tuvieran espectadores. Como si ellos dos estuvieran solos.

– Cuéntamelo.

– Un día, mientras hacíamos… eso… me di cuenta de que las hormigas también tienen su pequeña vida. Sé que suena a rollo sentimentaloide…

Barbie dijo:

– Millones de personas de todo el mundo creen eso mismo. A pies juntillas.

– Bueno, el caso es que pensé: «Les estamos haciendo daño. Las estamos quemando en el suelo, quizá las estamos achicharrando en su casa subterránea». Desde luego, así era en lo que respecta a las víctimas de la acción directa de la lupa de Georgie. Algunas dejaban de moverse, pero la mayoría empezaba a arder.

– Es horrible -dijo Lissa, que volvía a retorcer el anj.

– Sí. Pero entonces un día le pedí a Georgie que parara. No me hizo caso. Me dijo: «Es una guerra jukular». Lo recuerdo muy bien. No nuclear, sino jukular. Intenté quitarle la lupa, pero cuando me di cuenta ya estábamos peleándonos, y su lupa de cristal se rompió.

Hizo una pausa.

– Eso no es la verdad, aunque es lo que dije entonces, y ni siquiera la tunda que me dio mi padre me hizo cambiar la historia. Lo que George le contó a sus padres fue lo que de verdad pasó: rompí la maldita lupa a propósito. -Señaló hacia la oscuridad-. Como rompería esa caja si pudiera. Porque ahora nosotros somos las hormigas y la caja es la lupa.

Ernie pensó de nuevo en el gato con la cola en llamas. Claire McClatchey recordó que su mejor amiga de tercero y ella se sentaron sobre una niña llorica a la que odiaban. La niña acababa de llegar a la escuela y tenía un curioso acento sureño; cuando hablaba parecía que tenía la boca llena de puré de patatas. Cuanto más gritaba la chica, más se reían ellas. Romeo Burpee recordó la borrachera que cogió la noche en que Hillary Clinton lloró en New Hampshire, cómo alzó la copa hacia el televisor y dijo: «Se acabó lo que se daba, nena, apártate y deja que un hombre haga el trabajo de un hombre».

Barbie recordó cierto gimnasio: el calor del desierto, el olor a mierda y el sonido de las risas.

– Quiero verlo yo mismo -dijo-. ¿Quién me acompaña?

Rusty suspiró.

– Yo.

5

Mientras Barbie y Rusty se acercaban a la caja del extraño símbolo y de la luz brillante e intermitente, el concejal James Rennie se encontraba en la celda en la que Barbie había estado encarcelado hasta esa misma noche.

Carter Thibodeau lo ayudó a poner el cuerpo de Junior sobre el camastro.

– Déjame a solas con él -le ordenó Big Jim.

– Jefe, sé lo mal que debe de sentirse, pero hay cientos de asuntos que requieren su atención en este momento.

– Soy consciente de ello. Y me ocuparé de todo. Pero antes quiero dedicarle unos momentos a mi hijo. Cinco minutos. Luego ve a buscar a unos cuantos compañeros y llevadlo a la funeraria.

– De acuerdo. Lamento su pérdida. Junior era un buen chico.

– No lo era -respondió Big Jim en aquel tono moderado de «Solo digo las cosas como son»-. Pero era mi hijo y lo quería. Y esto no es tan malo, lo sabes.

Carter reflexionó.

– Lo sé.

Big Jim sonrió.

– Sé que lo sabes. Empiezo a pensar que eres el hijo que debería haber tenido.

Carter, halagado, se sonrojó, luego subió al trote la escalera en dirección a la sala de los agentes.

Cuando se fue, Big Jim se sentó en el camastro y puso la cabeza de Junior en su regazo. Su hijo no tenía ni un rasguño en la cara, y Carter le había cerrado los ojos. De no ser por la sangre que le empapaba la camisa, podría haber estado durmiendo.

Era mi hijo y lo quería.

Era cierto. Había estado a punto de sacrificar a Junior, sí, pero existía un precedente para eso; bastaba recordar lo que había sucedido en el monte Calvario. Y al igual que Jesucristo, su hijo había muerto por una causa. Fueran cuales fuesen los daños causados por el desvarío de Andrea Grinnell, serían reparados en cuanto el pueblo se diera cuenta de que Barbie había matado a varios agentes de policía entregados a su trabajo, incluido el único hijo de su líder. El hecho de que Barbie anduviera suelto, y a buen seguro estuvieran planeando nuevas maldades, suponía un beneficio político para él.

Big Jim permaneció sentado un rato más, peinándole el pelo a Junior con los dedos, embelesado con su rostro sosegado. Entonces empezó a cantarle en voz baja la misma canción que su madre le cantaba a él de pequeño en la cuna, mientras observaba el mundo con ojos curiosos y muy abiertos. «La barca de mi bebé es una luna plateada, que navega por el cielo; navega por el mar de rocío, entre las nubes alza el vuelo… navega, bebé, navega… por el mar…»

Se detuvo ahí. No recordaba cómo seguía. Le levantó la cabeza a Junior y se puso en pie. El corazón le dio un vuelco y contuvo la respiración… pero enseguida recuperó el ritmo normal. Imaginaba que al final tendría que ir a por más verapaloquefuera a la farmacia de Andy, pero de momento tenía cosas que hacer.

6

Dejó a Junior y subió lentamente por la escalera, agarrándose a la barandilla. Carter estaba en la sala de los agentes. Se habían llevado los cadáveres y estaban secando la sangre de Mickey Wardlaw con hojas de periódico.

– Vayamos al ayuntamiento antes de que esto se llene de policías -le dijo a Carter-. El día de Visita empieza oficialmente dentro de -miró su reloj- unas doce horas. Tenemos mucho que hacer antes de eso.

– Lo sé.

– Y no te olvides de mi hijo. Quiero que los Bowie lo hagan bien. Que presenten los restos de forma respetuosa y utilicen un buen ataúd. Dile a Stewart que como vea a Junior en una de esas cajas baratas que tienen detrás, lo mataré yo mismo.

Carter lo apuntó en su libreta.

– Yo me encargo de todo.

– Y dile a Stewart que iré a hablar con él dentro de poco. -Varios agentes entraron por la puerta principal. Parecían acoquinados, un poco asustados, muy jóvenes y verdes. Big Jim se levantó, no sin ciertas dificultades, de la silla en la que se había sentado para recuperar el aliento-. Hora de ponerse en marcha.

– Por mí perfecto -dijo Carter, pero no se movió.

Big Jim miró alrededor.

– ¿En qué piensas, hijo?

«Hijo». A Carter le gustó cómo sonaba ese «hijo». Su padre había muerto cinco años antes, cuando empotró su camioneta contra uno de los puentes gemelos de Leeds; no fue una gran pérdida. Había maltratado a su mujer y a sus dos hijos (el hermano mayor de Carter servía en el ejército), pero a Thibodeau eso no le importaba demasiado; su madre recurrió al licor de café para sumirse en un estado de letargo, y Carter siempre fue capaz de encajar unos cuantos golpes. Odiaba a su padre porque era un llorón y un estúpido. La gente daba por sentado que Carter también lo era, hasta Junes lo creía, pero no era cierto. El señor Rennie lo entendía y, sin duda, no era un llorón.

Carter descubrió que tenía claro cuál debía ser su siguiente paso.

– Tengo algo que tal vez le interese.

– Ah, ¿sí?

Big Jim siguió a Carter al piso inferior, el chico quería ir a su taquilla. La abrió, sacó el sobre que tenía impresa la palabra VADER y se lo ofreció a Big Jim. La huella de sangre que había en el sobre parecía brillar.

Big Jim lo abrió.

– Jim -dijo Peter Randolph, que había entrado sin que se dieran cuenta y se encontraba junto al escritorio de recepción vuelto del revés; parecía cansado-. Creo que hemos logrado controlar la situación, pero no consigo encontrar a varios de los nuevos agentes. Me parece que han abandonado.

– Era de esperar -replicó Big Jim-. Pero será temporal. Volverán cuando recuperemos la calma y se den cuenta de que Dale Barbara no va a regresar al pueblo con una panda de caníbales sanguinarios para comérselos vivos.

– Pero ahora con el maldito día de Visita…

– Pete, mañana casi todo el mundo se comportará mejor que nunca, y estoy convencido de que tendremos suficientes agentes para ocuparnos de todos aquellos que no lo hagan.

– ¿Y qué hacemos con la rueda de pre…?

– ¿Es que no te das cuenta de que estoy un poco ocupado? ¿No lo ves, Pete? ¡Por el amor de Dios! Ve a la sala de plenos del ayuntamiento dentro de media hora y hablaremos de todo lo que quieras. Pero ahora, déjame en paz de una vez.

– Claro. Lo siento. -Pete se fue, tenso y ofendido, como su voz.

– Alto -dijo Rennie.

Randolph se detuvo.

– No me has expresado tu pésame por mi hijo.

– Lo… Lo siento mucho.

Big Jim escrutó a Randolph con la mirada.

– Ya lo creo que lo sientes.

Cuando Randolph se fue, Rennie sacó los papeles del sobre, les echó un vistazo y volvió a meterlos. Lanzó una mirada a Carter de sincera curiosidad.

– ¿Por qué has tardado tanto en dármelo? ¿Acaso querías quedártelo?

Ahora que le había entregado el sobre, Carter vio que no le quedaba más remedio que contarle la verdad.

– Sí. Al menos durante un tiempo. Por si acaso.

– Por si acaso ¿qué?

Thibodeau se encogió de hombros.

Big Jim no insistió. Siendo un hombre acostumbrado a tener archivos sobre todo aquel que fuera susceptible de causarle problemas, no fue necesario. Otra cuestión le interesaba más.

– ¿Por qué has cambiado de opinión?

A Carter le pareció de nuevo que no le quedaba más remedio que contarle la verdad.

– Porque quiero ser su hombre de confianza, jefe.

Big Jim enarcó sus pobladas cejas.

– ¿Tú? ¿Más que él? -Señaló con la cabeza la puerta por la que acababa de salir Randolph.

– ¿Él? Es un inútil.

– Sí. -Big Jim le puso una mano en un hombro-. Lo es. Vámonos. Y cuando lleguemos al ayuntamiento, el primer punto del día será quemar estos papeles en la estufa de leña de la sala de prensa.

7

Eran muy altas. Y horribles.

Barbie las vio en cuanto la descarga que pasó por sus brazos se desvaneció. Su primer impulso fue soltar la caja, pero se contuvo y siguió agarrándola, mirando las criaturas que los mantenían cautivos. Que los mantenían cautivos y los torturaban por placer, si Rusty estaba en lo cierto.

Sus caras, si es que eran caras, eran angulosas, pero los ángulos estaban acolchados y parecían cambiar por momentos, como si la realidad subyacente no tuviera una forma fija. No sabía cuántos había ni dónde estaban. Al principio pensó que había cuatro; luego ocho; luego solo dos. Inspiraban una profunda sensación de odio en él, quizá porque eran tan extrañas que no podía percibirlas bien. La región de su cerebro encargada de interpretar la información sensorial que recibía era incapaz de descodificar los mensajes que enviaban sus ojos.

Mis ojos no podían verlos ni siquiera con un telescopio. Estas criaturas se encuentran en una galaxia muy, muy lejana.

No había forma de saberlo (la razón le decía que los propietarios de la caja tanto podían tener una base bajo el hielo en el Polo Sur como orbitar alrededor de la Luna con su versión de la nave estelar Enterprise), pero él lo sabía. Estaban en casa… fuera cual fuese su casa. Los observaban. Y se lo estaban pasando bien.

Por fuerza, porque esos hijos de puta se estaban riendo.

Entonces regresó al gimnasio de Faluya. Hacía calor porque no había aire acondicionado, solo unos ventiladores en el techo que removían el aire pegajoso y viciado. Habían soltado a todos los interrogados salvo a dos Abdules que cometieron la imprudencia de burlarse de ellos un par de días después de que dos artefactos explosivos mataran a seis estadounidenses y un francotirador asesinara a uno más, un chico de Kentucky que caía bien a todo el mundo: Carstairs. De modo que la emprendieron a patadas con los Abdules por todo el gimnasio, y los desnudaron, y a Barbie le habría gustado decir que se fue, pero no lo hizo. Le habría gustado decir que no participó, pero lo hizo. Todos estaban muy alterados. Recordó cómo propinó una patada en el trasero huesudo y manchado de mierda de uno de los Abdules, y la huella roja que dejó su bota. Ambos Abdules estaban ya desnudos por entonces. Recordó que Emerson le dio una patada tan fuerte en los cojones al otro que se los retorció de un modo espantoso, y que acto seguido le dijo: «Esto es por Carstairs, puto moro de mierda». Pocos días después alguien le entregaría una bandera a su madre mientras ella permanecía sentada en una silla plegable junto a la tumba; la misma historia de siempre. Y entonces, mientras Barbie tomaba conciencia de que técnicamente él estaba al mando de esos hombres, el sargento Hackermeyer agarró a uno de los retenidos de la kufiya deshilachada, la única prenda que llevaba puesta, y lo puso contra la pared y le apuntó a la cabeza con la pistola e hizo una pausa y nadie dijo «No» en la pausa y nadie dijo «No lo hagas» en la pausa y el sargento Hackermeyer apretó el gatillo y la sangre impactó contra la pared como lo ha hecho durante tres mil años y más, y eso fue todo, adiós, Abdul, no te olvides de escribirnos cuando estés desvirgando a esas vírgenes.

Barbie soltó la caja e intentó ponerse en pie, pero le fallaron las piernas. Rusty lo agarró hasta que recuperó las fuerzas.

– Joder -exclamó Barbie.

– Los has visto, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Son niños? ¿Qué opinas?

– Quizá. -Pero no lo dijo convencido, no era lo que le decía el corazón-. Podría ser.

Regresaron lentamente hasta donde se encontraban los demás, arremolinados frente a la granja.

– ¿Estás bien? -preguntó Rommie.

– Sí -dijo Barbie. Tenía que hablar con los chicos. Y con Jackie. También con Rusty. Pero aún no. Antes debía recuperar el control sobre sí mismo.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

– Rommie, ¿te queda más lámina de plomo en la tienda? -preguntó Rusty.

– Sí. La he dejado en el muelle de carga.

– Muy bien -dijo Rusty. Tomó prestado el móvil de Julia. Esperaba que Linda estuviera en casa y no en la sala de interrogatorios de la comisaría, pero albergar esperanzas era lo único que podía hacer.

8

La llamada de Rusty fue necesariamente breve, duró menos de treinta segundos, lo suficiente para que ese horrible jueves diera un giro de ciento ochenta grados para Linda Everett y se convirtiera en un día radiante. Se sentó a la mesa de la cocina, se tapó la cara con las manos y lloró. Intentó hacerlo en silencio porque había cuatro niños arriba, no solo dos. Se había llevado a casa a los Appleton, de modo que ahora tenía a los A y a las J.

Alice y Aidan estaban alteradísimos -¿cómo no iban a estarlo, por Dios?-, pero la compañía de Jannie y Judy les había ayudado. Así como las dosis de Benadryl. A petición de las niñas, Linda había puesto los sacos de dormir en el suelo de la habitación, y ahora los cuatro dormían como troncos entre las camas; Judy y Aidan abrazados el uno al otro.

Mientras recuperaba el sosiego, alguien llamó a la puerta de la cocina. Al principio creyó que se trataba de la policía, aunque teniendo en cuenta el baño de sangre y el caos que imperaba en el centro del pueblo, no esperaba que fueran a verla tan pronto. Sin embargo, el golpeteo no fue en absoluto autoritativo.

Se dirigió hacia la puerta, pero se detuvo para coger un trapo de la encimera con el que secarse la cara. Al principio no reconoció al hombre que había ido a verla, en gran parte porque llevaba el pelo diferente. Ya no lo tenía recogido en una cola, sino que caía sobre los hombros de Thurston Marshall, enmarcando su cara; parecía una anciana lavandera que ha recibido malas noticias, noticias horribles, tras un largo y duro día de trabajo.

Linda abrió la puerta. Por un instante Thurse permaneció en la entrada.

– ¿Caro ha muerto? -preguntó con voz grave y áspera. Como si se hubiera desgañitado en Woodstock cantando el «Fish Cheer» y no hubiera recuperado la voz, pensó Linda-. ¿De verdad ha muerto?

– Me temo que sí -respondió Linda, en voz baja, por miedo a despertar a los niños-. Lo siento mucho, señor Marshall.

Thurse permaneció inmóvil bajo el dintel. Entonces enredó los dedos en los rizos canosos que colgaban a ambos lados de su cara y empezó a balancearse hacia delante y hacia atrás. Linda no creía en los romances entre personas con mucha diferencia de edad; en ese aspecto estaba algo chapada a la antigua. Habría dado a Marshall y a Caro Sturges dos años como mucho, quizá solo seis meses (el tiempo que tardaran sus órganos sexuales en desfogarse) pero esa noche no cabía la menor duda en cuanto a los sentimientos de ese hombre. En cuanto a su pérdida.

Fuera lo que fuese lo que había entre ellos, esos niños intensificaron el sentimiento, pensó Linda. Y la Cúpula también. Vivir bajo la Cúpula lo intensificaba todo. A Linda le parecía que llevaban varios años en aquella situación, no días. El mundo exterior se desvanecía como un sueño al despertarse.

– Entre -le dijo-. Pero no haga ruido, señor Marshall. Los niños están durmiendo. Los míos y los suyos.

9

Le dio un vaso de té hecho al sol; no estaba helado, ni siquiera un poco frío, pero era lo mejor que podía ofrecerle en esas circunstancias. Él se bebió la mitad, dejó el vaso, y se frotó los ojos con los puños, como un niño que sigue despierto mucho después de su hora de irse a la cama. Linda supo lo que era, un esfuerzo por mantener el control sobre sí mismo, y se sentó en silencio, a la espera.

Thurse respiró hondo, expulsó el aire, y metió la mano en el bolsillo de la vieja camisa azul que llevaba. Sacó una cinta de cuero y se ató el pelo. Linda lo consideró una buena señal.

– Cuénteme lo que ha ocurrido -le pidió Thurse-. Y cómo ha ocurrido.

– No lo he visto todo. Alguien me dio un golpetazo en la parte de atrás de la cabeza mientras intentaba apartar… a Caro… de en medio.

– Pero un policía le disparó, ¿no es cierto? Un policía de este maldito pueblo al que tanto le gustan los policías y las armas.

– Sí. -Linda estiró el brazo y le cogió la mano-. Alguien gritó «pistola». Y había una pistola. Era de Andrea Grinnell. Tal vez la llevó a la asamblea con la intención de matar a Rennie.

– ¿Cree que eso justifica lo que le ha sucedido a Caro?

– Cielos, no. Y lo que le ha sucedido a Andi ha sido un claro homicidio.

– Caro ha muerto intentando proteger a los niños, ¿verdad?

– Sí.

– Unos niños que ni siquiera eran suyos.

Linda no respondió.

– Aunque sí. Suyos y míos. Llamémoslo vicisitudes de guerra o vicisitudes de la Cúpula, pero eran nuestros, los niños que, de otro modo, nunca habríamos tenido. Y hasta que la Cúpula desaparezca, si es que eso llega a suceder, son míos.

Los pensamientos bullían en la cabeza de Linda. ¿Podía confiar en ese hombre? Creía que sí. Rusty había confiado en él; dijo que era muy buen enfermero para llevar tanto tiempo sin practicar. Y Thurston odiaba a los que ostentaban el poder bajo la Cúpula. Tenía motivos para que fuera así.

– Señora Everett…

– Por favor, llámame Linda.

– Linda, ¿puedo dormir en tu sofá? Me gustaría estar aquí si se despiertan en mitad de la noche. Si no lo hacen, y espero que así sea, me gustaría que me vieran por la mañana cuando bajen.

– No hay ningún problema. Desayunaremos todos juntos. Toca cereales. La leche aún no se ha agriado, pero le falta poco.

– Me parece perfecto. En cuanto hayan desayunado los chicos, te dejaremos en paz. Perdóname si eres del pueblo de toda la vida, pero estoy hasta la coronilla de Chester's Mills. No puedo alejarme tanto como me gustaría, pero pienso esforzarme al máximo. El único paciente del hospital que se encontraba en estado grave era el hijo de Rennie, y se ha ido esta tarde por su propio pie. Regresará, lo que tiene en la cabeza le hará volver, pero de momento…

– Está muerto.

Thurston no pareció muy sorprendido.

– Un ataque, supongo.

– No. Un disparo. En el calabozo.

– Me gustaría decir que lo siento, pero no es así.

– Yo tampoco -dijo Linda. No estaba segura de lo que había hecho Junior allí, pero imaginaba que el afligido padre se las ingeniaría para darle la vuelta a lo sucedido.

– Volveré con los niños al estanque donde estábamos Caro y yo cuando empezó todo. Es un lugar tranquilo y estoy seguro de que encontraré suficiente comida para unos cuantos días. Quizá bastantes. Tal vez encuentre incluso una cabaña con generador. Pero en lo que se refiere a la vida en comunidad -pronunció estas últimas palabras con ironía-, estoy en paz. Alice y Aidan también.

– Quizá yo conozca un lugar mejor al que ir.

– ¿De verdad? -Y cuando Linda no dijo nada, Thurse estiró una mano y le acarició la suya-. Tienes que confiar en alguien. Y podría ser yo.

De modo que Linda se lo contó todo, incluso cómo pararon en la tienda de Burpee para coger más lámina de plomo antes de partir hacia Black Ridge. Hablaron hasta casi medianoche.

10

El extremo norte de la granja de los McCoy era inservible (debido a las fuertes nevadas del invierno anterior, el tejado ocupaba ahora el salón) pero en el lado oeste había un comedor de estilo rústico casi tan largo como un vagón, y fue ahí donde se reunieron los fugitivos de Chester's Mills. Para empezar, Barbie preguntó a Joe, Norrie y Benny por lo que habían visto, o soñado, cuando perdieron el conocimiento en lo que llamaban el cinturón de luz.

Joe recordó las calabazas en llamas. Norrie dijo que todo se tiñó de negro y que el sol desapareció. En un primer momento, Benny afirmó que no recordaba nada. Entonces se llevó la mano a la boca.

– Había gritos -dijo-. Oí gritos. Fue horrible.

Todos meditaron sobre las palabras de Benny en silencio. Entonces Ernie dijo:

– Las calabazas en llamas no nos permiten estrechar demasiado el círculo, si eso es lo que intenta, coronel Barbara. En todos los graneros del pueblo debe de haber un montón de calabazas. Ha sido una buena temporada. -Hizo una pausa-. Al menos lo era.

– Rusty, ¿y tus hijas?

– Más o menos lo mismo -respondió Rusty, y les contó lo que recordaba.

– Parar Halloween, parar la Gran Calabaza -murmuró Rommie.

– Tíos, creo que veo un patrón -exclamó Benny.

– No jodas, Sherlock -dijo Rose, y todos rieron.

– Te toca, Rusty -terció Barbie-. ¿Qué viste al perder el conocimiento mientras subías aquí?

– No llegué a perder el conocimiento -dijo Rusty-. Y todo esto podría explicarse por la presión a la que hemos estado sometidos. La histeria colectiva, incluidas las alucinaciones en grupo, son habituales cuando la gente está sometida a una gran tensión.

– Gracias, doctor Freud -dijo Barbie-. Ahora cuéntanos lo que viste.

Rusty llegó hasta la chistera con sus rayas patrióticas cuando Lissa Jamieson exclamó:

– ¡Es el muñeco del jardín de la biblioteca! Lleva una vieja camiseta mía con una cita de Warren Zevon…

– «Sweet home Alabama, play that dead band's song» -dijo Rusty-. Y unas palas de jardinero a modo de manos. La cuestión es que empezó a arder y, luego, puuf, desapareció. Y también la sensación de mareo.

Miró a los demás. Todos lo observaban con los ojos como platos.

– Tranquilos, relajaos, seguramente vi el muñeco antes de que sucediera todo esto, y mi subconsciente lo sacó a la luz. -Señaló a Barbie-. Y como vuelvas a llamarme doctor Freud, te daré un tortazo.

– ¿Lo habías visto antes? -preguntó Piper-. ¿Quizá cuando fuiste a recoger a tus hijas a la escuela? La biblioteca está enfrente del patio.

– Que yo recuerde, no. -Rusty no añadió que no había ido a recoger a sus hijas desde principios de mes, y dudaba que entonces la biblioteca ya hubiera puesto la decoración de Halloween.

– Ahora tú, Jackie -dijo Barbie.

Ella se humedeció los labios.

– ¿Tan importante es?

– Creo que sí.

– Gente en llamas -dijo ella-. Y humo, y un fuego que desprendía un brillo que atravesaba el humo cuando este cambiaba de dirección. Parecía que el mundo ardía.

– Sí -intervino Benny-. La gente gritaba porque se estaba quemando. Ahora lo recuerdo. -Con un gesto brusco pegó la cara contra el hombro de Alva Drake, que lo abrazó.

– Aún faltan cinco días para Halloween -dijo Claire.

– No lo creo -repuso Barbie.

11

La estufa que había en un rincón de la sala de plenos del ayuntamiento estaba llena de polvo y en no muy buen estado, pero se podía utilizar. Big Jim se aseguró de que el tiro de la chimenea estuviera abierto (chirrió un poco), y entonces sacó los papeles de Duke Perkins del sobre con la huella de sangre. Echó un vistazo a las hojas, hizo una mueca al leer lo que decían y las tiró a la estufa. Sin embargo, decidió quedarse el sobre.

Carter estaba hablando por teléfono con Stewart Bowie; le dijo lo que Big Jim quería para su hijo y le ordenó que se pusiera manos a la obra de inmediato. Es un buen chico, pensó Big Jim. Quizá llegue lejos. Siempre que sepa dónde le aprieta el zapato. La gente que no lo sabía, pagaba un precio. Andrea Grinnell lo había descubierto esa misma noche.

Había una caja de cerillas en el estante, junto a la estufa. Big Jim encendió una y la acercó a la esquina de las «pruebas» de Duke Perkins. Dejó la portezuela de la estufa abierta para ver cómo ardía. Fue muy satisfactorio.

Carter se acercó hasta él.

– Tengo a Stewart Bowie al teléfono. ¿Le digo que le llamará luego?

– Trae aquí -dijo Big Jim, que extendió la mano para coger el móvil.

Carter señaló el sobre.

– ¿No va a quemarlo?

– No. Quiero que pongas dentro unas cuantas hojas en blanco de la fotocopiadora.

Carter tardó un instante en comprenderlo.

– Esa mujer sufrió alucinaciones, ¿verdad?

– Pobrecilla -dijo Big Jim-. Baja al refugio antinuclear, hijo. Por ahí. -Señaló con el pulgar una discreta puerta (salvo por una vieja placa metálica con unos triángulos negros sobre fondo amarillo) no lejos de la estufa-. Hay dos habitaciones. Al fondo de la segunda verás un pequeño generador.

– De acuerdo…

– Delante del generador hay una trampilla. Cuesta de ver, pero si miras bien la verás. Levántala y echa un vistazo en el interior. Debería haber ocho o diez bombonas de propano. Al menos las había la última vez que miré. Compruébalo y dime cuántas quedan.

Esperó a ver si Carter preguntaba por qué, pero no lo hizo. Tan solo se volvió para cumplir con las órdenes que le habían dado. De modo que Big Jim se lo dijo.

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