CAEN ESTRELLAS ROSADAS

1

Barbie y Rusty salieron fuera y respiraron hondo al encontrarse al aire libre. Olía a humo a causa del incendio recién extinguido al oeste del pueblo, pero aun así parecía un aire muy fresco en comparación con los gases de la cabaña. Una brisa indolente les acarició las mejillas. Barbie llevaba el contador Geiger en una bolsa de la compra marrón que había encontrado en el refugio antinuclear.

– Ese trasto no aguantará mucho -dijo Rusty, con semblante adusto y serio.

– ¿Qué piensas hacer al respecto? -preguntó Barbie.

– ¿Ahora mismo? Nada. Voy a regresar al hospital para hacer una ronda. Pero esta noche iré a ver a Jim Rennie para pedirle una maldita explicación. Más le vale tener una, y más le vale también tener el resto de nuestro propano, porque de lo contrario pasado mañana el hospital se quedará a oscuras aunque apaguemos todos los aparatos que no son imprescindibles.

– Quizá pasado mañana ya se haya solucionado todo esto.

– ¿Crees que será así?

En lugar de responder, Barbie dijo:

– Ahora mismo quizá sería peligroso presionar al concejal Rennie.

– ¿Solo ahora? Se nota que eres un recién llegado. He oído esa misma cantinela durante los diez mil años que lleva Big Jim gobernando el pueblo. Siempre envía a la gente a paseo o pide paciencia. «Por el bien del pueblo», dice. Es el número uno de su lista de éxitos. La asamblea del pueblo en marzo es una broma. ¿Un artículo para autorizar un nuevo sistema de alcantarillado? Lo siento, la gente no puede pagar esos impuestos. ¿Un artículo para crear más zonas comerciales? Buena idea, el pueblo necesita ingresos, construyamos un Walmart en la 117. ¿Que un estudio medioambiental de la Universidad de Maine dice que hay demasiadas aguas residuales en Chester Pond? Los concejales recomiendan posponer el debate porque todo el mundo sabe que esos estudios científicos los realiza un puñado de ateos humanistas radicales defensores de las causas perdidas. Pero el hospital es por el bien del pueblo, ¿no te parece?

– Sí, claro. -Barbie se quedó un poco desconcertado ante su diatriba.

Rusty clavó la mirada en el suelo con las manos en los bolsillos traseros. Luego alzó la vista.

– Me han dicho que el presidente te ha puesto al mando de la situación. Creo que ha llegado el momento de que asumas el cargo.

– No es mala idea. -Barbie sonrió-. Aunque… Rennie y Sanders tienen su fuerza policial; ¿dónde está la mía?

Antes de que Rusty pudiera contestar, sonó su teléfono. Lo abrió y miró la pantalla.

– ¿Linda? ¿Qué?

Escuchó.

– De acuerdo, lo entiendo. Si estás segura de que están bien ahora… ¿Y dices que fue Judy? ¿No Janelle? -Escuchó un rato más, y añadió-: Pues creo que son buenas noticias. Esta mañana he pasado visita a dos niños más; ambos habían sufrido ataques transitorios que pasaron rápidamente, mucho antes de que yo los viera, y ambos estaban bien después. Y me han llamado tres padres más contándome casos idénticos, Ginny T se ocupó de otro. Podría ser un efecto secundario de la fuerza que alimenta a la Cúpula.

Escuchó.

– Porque no he tenido tiempo de hacerlo -dijo en tono paciente, sin ganas de discutir.

Barbie imaginaba cuál era la pregunta que había suscitado su respuesta: «¿Ha habido más niños que han tenido ataques y me lo dices ahora?».

– ¿Vas a recoger a las niñas? -preguntó Rusty. Escuchó-. Vale. Muy bien. Si ves que algo va mal, llámame de inmediato. Iré volando. Y asegúrate de que Audi se queda con ellas. Sí. Ajá. Yo también te quiero. -Se guardó el teléfono en el cinturón y se mesó el pelo con tanta fuerza que se le achinaron los ojos-. Joder.

– ¿Quién es Audi?

– Nuestra golden retriever.

– Háblame de esos ataques.

Rusty sació su curiosidad, no omitió lo que Jannie había dicho sobre Halloween y las referencias de Judy a las estrellas rosadas.

– Eso de Halloween se parece mucho a los desvaríos del hijo de los Dinsmore -sentenció Barbie.

– Es cierto.

– ¿Y qué hay de los otros niños? ¿Alguno de ellos ha hablado de Halloween? ¿O de estrellas rosadas?

– Los padres a los que he visto hoy me han dicho que sus hijos murmuraban algo mientras sufrían el ataque, pero estaban demasiado asustados para prestar atención.

– ¿Y los niños no lo recuerdan?

– Los niños ni tan siquiera saben que han tenido un ataque.

– ¿Y eso es normal?

– No es anormal.

– ¿Existe alguna posibilidad de que tu hija pequeña haya copiado a la mayor? Tal vez… No sé… porque quería más atención.

A Rusty no se le había pasado esa posibilidad por la cabeza, pero tampoco había tenido tiempo para ello. Meditó la respuesta durante unos instantes.

– Es posible, pero no probable. -Señaló con la cabeza el antiguo contador Geiger amarillo de la bolsa-. ¿Vas a hacer lecturas con ese trasto?

– Yo no -respondió Barbie-. Este aparato es propiedad del pueblo, y a los mandamases no les caigo muy bien. No quiero que me vean con él. -Le ofreció la bolsa a Rusty.

– No puedo. Estoy muy liado.

– Lo sé. -Barbie le dijo a Rusty lo que quería que hiciera. El auxiliar médico escuchó con atención y esbozó una sonrisa.

– De acuerdo -dijo-. Por mí no hay ningún problema. ¿Qué vas a hacer mientras yo te hago los recados?

– Cocinar en el Sweetbriar. El plato especial de esta noche es pollo a la Barbara. ¿Quieres que envíe un poco al hospital?

– Genial -respondió Rusty.

2

En el camino de vuelta al Cathy Russell, Rusty paró en la oficina del Democrat y le dio el contador Geiger a Julia Shumway.

La periodista escuchó atentamente las instrucciones de Barbie y sonrió.

– Ese hombre sabe delegar, tengo que reconocerlo. Será un placer ocuparme de esto.

Rusty pensó en decirle que evitara que alguien la viera con el contador Geiger del pueblo, pero no fue necesario. La bolsa había desaparecido bajo la mesa.

De camino al hospital, llamó a Ginny Tomlinson y le preguntó por el niño que había sufrido un ataque.

– Se llama Jimmy Wicker. Llamó el abuelo. ¿Bill Wicker?

Rusty lo conocía. Bill era el cartero.

– Estaba cuidando de Jimmy mientras la madre iba a llenar el depósito del coche. Casi no queda gasolina normal, por cierto, y Johnny Carver ha tenido las narices de subir el precio a once dólares el galón. ¡Once!

Rusty aguantó el chaparrón con paciencia mientras pensaba que habría podido mantener esa conversación con Ginny cara a cara. Estaba muy cerca del hospital. Cuando acabó de quejarse, le preguntó si el pequeño Jimmy había dicho algo durante el ataque.

– Pues sí. Bill dijo que murmuró un poco. Creo que dijo algo sobre unas estrellas rosadas. O Halloween. O quizá me confundo con lo que dijo Rory Dinsmore después de que le dispararan. La gente ha hablado mucho de eso.

Claro que sí, pensó Rusty con tristeza. Y también hablará de esto, si lo descubren, lo cual es lo más probable.

– De acuerdo -dijo-. Gracias, Ginny.

– ¿Cuándo vas a volver, Red Ryder?

– Estoy aquí al lado.

– Fantástico. Porque tenemos una paciente nueva. Sammy Bushey. La han violado.

Rusty soltó un gruñido.

– Y eso no es todo. La ha traído Piper Libby. Yo no pude sonsacarle el nombre de los violadores, pero creo que la reverenda sí. Ha salido de la habitación como si tuviera el pelo en llamas… -una pausa. Ginny dio un bostezo tan largo que Rusty lo oyó perfectamente-, y estuviera a punto de arderle también el trasero.

– Ginny, cielo, ¿cuándo fue la última vez que dormiste un poco?

– Estoy bien.

– Vete a casa.

– ¿Bromeas? -exclamó, aterrada.

– No. Vete a casa. Duerme. Y no pongas el despertador. -Entonces se le ocurrió una idea-. Pero de camino pásate por el Sweetbriar Rose. Van a hacer pollo. Me lo ha dicho una fuente fiable.

– Pero Sammy…

– Le echaré un vistazo dentro de cinco minutos. Ahora quiero que te largues.

Y colgó el teléfono antes de que ella pudiera protestar.

3

Big Jim Rennie se sentía increíblemente bien para ser un hombre que había cometido un asesinato la noche anterior, lo cual se debía, en parte, a que no lo consideraba un asesinato, del mismo modo que no consideraba un asesinato la muerte de su esposa. Fue el cáncer lo que acabó con ella. No se podía operar. Sí, a buen seguro le había dado demasiados calmantes durante la última semana, y al final incluso había tenido que ayudarla tapándole la cara con una almohada (pero suave, muy suave, dificultándole la respiración, empujándola hacia los brazos de Jesús), pero lo había hecho por amor y afecto. Lo que le sucedió al reverendo Coggins fue algo más brutal, tenía que reconocerlo, pero es que el hombre se había comportado como un estúpido. Fue incapaz de anteponer el bienestar del pueblo al suyo.

– Bueno, ahora estará cenando con Jesucristo nuestro Señor -dijo Big Jim-. Carne asada, puré de patatas con salsa y crujiente de manzana de postre.

Rennie estaba dando buena cuenta de un gran plato de fettuccini Alfredo, cortesía de los congelados Stouffer's. Supuso que contenían demasiado colesterol, pero el doctor Haskell no estaba ahí para darle la tabarra.

– Te he sobrevivido, viejo bobo -dijo Big Jim a su estudio vacío, y soltó una carcajada.

Tenía el plato de pasta y el vaso de leche (Big Jim Rennie no bebía alcohol) sobre el escritorio. Comía a menudo en el estudio, y no veía ningún motivo para cambiar de costumbre por el mero hecho de que Lester Coggins hubiera hallado la muerte allí. Además, la habitación volvía a estar decente y limpia como una patena. Imaginaba que una de esas unidades de investigación que salían en la televisión podría encontrar muchos rastros de sangre con su luminol, sus luces especiales y todas esas cosas, pero ninguna de esas personas iba a aparecer por ahí en el futuro inmediato. En cuanto a la posibilidad de que Pete Randolph investigara el asunto… esa idea era de risa. Randolph era un idiota.

– Pero -dijo Big Jim a la habitación vacía y en tono solemne-, es mi idiota.

Se zampó los últimos fettuccini, se limpió la barbilla con una servilleta, y empezó a escribir notas en la libreta que tenía en la mesa. Había escrito muchas notas desde el sábado; había mucho que hacer. Y si la Cúpula seguía allí, aún habría más trabajo.

En cierto modo Big Jim esperaba que fuera así, por lo menos durante un tiempo. La Cúpula le ofrecía una serie de retos que estaba dispuesto a aceptar (con la ayuda de Dios, por supuesto). El primer punto del día era consolidar su control del pueblo. Para lograrlo necesitaba algo más que un chivo expiatorio; necesitaba un hombre del saco. La opción obvia era Barbara, el hombre que el comunista en jefe del partido demócrata había elegido para sustituir a James Rennie.

La puerta del estudio se abrió. Cuando Big Jim levantó la mirada de las notas, vio a su hijo. Tenía la cara pálida y un rostro inexpresivo. Últimamente a Junior le pasaba algo. A pesar de lo ocupado que estaba con los asuntos del pueblo (y de su otra empresa, que también le había dado quebraderos de cabeza), Big Jim se había dado cuenta de ello. Aun así, confiaba en el muchacho. Aunque Junior lo defraudara, estaba seguro de que podría soportarlo. Siempre se las había apañado muy bien solo, y no iba a cambiar entonces.

Además, su hijo había trasladado el cadáver. Y eso lo convertía en cómplice, lo cual era bueno; de hecho, esa era la esencia de la vida de pueblo. En un pueblo pequeño como el suyo todo el mundo tenía que formar parte de todo. ¿Cómo lo decía esa canción tan tonta? «Todos apoyamos al equipo».

– Hijo, ¿estás bien? preguntó.

– Sí -respondió Junior. No era verdad, pero se encontraba mejor, el último dolor de cabeza empezaba a calmarse. Le había ayudado el hecho de pasar un rato con sus amigas, tal como él sabía. La despensa de los McCain no olía muy bien, pero cuando ya llevaba un rato ahí, cogiéndoles las manos, se acostumbró al olor. Creía que incluso podía llegar a gustarle.

– ¿Has encontrado algo en su apartamento?

– Sí.

Junior le contó lo que había hallado.

– Eso es excelente, hijo. Excelente de verdad. ¿Y ya puedes decirme dónde has puesto el… dónde lo pusiste?

Junior negó lentamente con la cabeza, pero sin mover ni un milímetro los ojos, clavados en el rostro de su padre. Daba un poco de miedo.

– No es necesario que lo sepas. Ya te lo dije. Es un lugar seguro, con eso basta.

– Así que ahora eres tú quien me dice lo que es necesario que sepa y lo que no -replicó el padre en tono tranquilo.

– En este caso, sí.

Big Jim miró a su hijo con cautela.

– ¿Estás seguro de que te encuentras bien? Estás pálido.

– Estoy bien. Solo es un dolor de cabeza. Ya se me está pasando.

– ¿Por qué no comes algo? Hay más fettuccini en el congelador, y el microondas los deja al punto. -Sonrió-. Mejor que disfrutemos de ellos mientras podamos.

Los ojos oscuros y escrutadores descendieron un instante hasta la salsa blanca del plato de Big Jim y luego se posaron de nuevo en la cara de su padre.

– No tengo hambre. ¿Cuándo quieres que encuentren los cuerpos?

– ¿Cuerpos? -Big Jim lo miró fijamente-. ¿A qué te refieres con «cuerpos»?

Junior sonrió. Estiró los labios lo suficiente para enseñar un poco los dientes.

– Da igual. Te dará más credibilidad si te llevas la misma sorpresa que los demás. Digámoslo así: en cuanto apretemos el gatillo, el pueblo querrá colgar a Baaarbie de un manzano. ¿Cuándo quieres hacerlo? ¿Esta noche? Porque podría hacerlo.

Big Jim meditó la cuestión. Echó un vistazo a la libreta. Estaba llena de notas (y de manchas de la salsa Alfredo), pero solo una tenía un círculo alrededor: «la zorra del periódico».

– Esta noche no. Podemos aprovecharlo para más cosas aparte de Coggins si jugamos bien nuestras cartas.

– ¿Y si la Cúpula desaparece mientras dura la partida?

– No pasará nada -dijo Big Jim, que pensaba: Y si el señor Barbara es capaz de encontrar una coartada, lo cual no es probable, pero las cucarachas siempre encuentran una rendija por la que escabullirse cuando se encienden las luces, ahí estarás tú. Tú y esos otros cuerpos-. Ahora ve a comer algo, aunque solo sea una ensalada.

Sin embargo, Junior no se movió.

– No esperes mucho, papá -dijo.

– No lo haré.

Junior lo miró fijamente con esos ojos oscuros que ahora le resultaban tan extraños, y luego pareció perder interés. Bostezó.

– Subo a mi habitación a dormir un poco. Ya comeré luego.

– Pero hazlo. Te estás quedando en los huesos.

– Está de moda -contestó su hijo, y le ofreció una sonrisa huera aún más inquietante que sus ojos. A Big Jim le pareció la sonrisa de una calavera. Le hizo pensar en el tipo que ahora se hacía llamar el Chef como si su vida anterior como Phil Bushey no hubiera existido. Cuando Junior salió del estudio, Big Jim lanzó un suspiro de alivio sin siquiera ser consciente de ello.

Cogió el bolígrafo. Tenía muchas cosas que hacer. Las haría y las haría bien. No era imposible que cuando todo aquello hubiera acabado, publicaran su fotografía en la portada de la revista Time.

4

Con el generador aún encendido -no duraría mucho tiempo a menos que encontrara más bombonas de propano-, Brenda Perkins pudo encender la impresora de su marido y hacer una copia en papel de todo lo que contenía la carpeta VADER. La increíble lista de delitos que Howie había recopilado, y que estaba a punto de denunciar en el momento de su muerte, le parecía más real en papel que en la pantalla del ordenador. Y cuanto más la miraba, más parecía encajar con el Jim Rennie al que había conocido durante gran parte de su vida. Siempre había sabido que era un monstruo; pero no tan grande.

Incluso la información relacionada con la dichosa iglesia de Coggins encajaba… Aunque si lo había leído bien, no era una iglesia, en absoluto, sino una gran tapadera que se dedicaba a blanquear dinero en lugar de a salvar almas. Dinero procedente de la fabricación de droga, una operación que era, según las palabras de su marido, «quizá una de las mayores de la historia de Estados Unidos».

Sin embargo, había algunos problemas que tanto el jefe de policía Howie «Duke» Perkins como el fiscal general del estado habían reconocido. Los problemas se debían a por qué había durado tanto la fase de recopilación de pruebas de la Operación Vader. Jim Rennie no era solo un gran monstruo; era un monstruo listo. Por eso siempre se había conformado con ser el segundo concejal. Tenía a Andy Sanders para que abriera camino por él.

Y para que le hiciera de testaferro, eso también. Durante mucho tiempo, Howie solo tuvo pruebas concluyentes contra Andy. Era el hombre de paja y a buen seguro ni tan siquiera lo sabía mientras se dedicaba a estrechar manos con fingido entusiasmo. Andy era el primer concejal, el primer diácono de la iglesia del Santo Redentor, el primero en el corazón de los habitantes del pueblo, y el destacado protagonista en una serie de documentos que acababan desapareciendo en los oscuros pantanos financieros de Nassau y la isla de Gran Caimán. Si Howie y el fiscal general del estado hubieran actuado demasiado pronto, también habría sido el primero en aparecer en una foto sosteniendo un cartelito con un número. Y quizá habría sido el único, si hubiera creído las inevitables promesas de Big Jim de que todo iría bien si se limitaba a mantener la boca cerrada. Y probablemente lo habría hecho. ¿A quién se le daba mejor callar y hacerse el tonto que a un tonto?

El verano anterior la situación tomó un rumbo que Howie creía que podía conducir al final de la partida. Fue cuando el nombre de Rennie empezó a aparecer en algunos de los papeles que el fiscal general había obtenido, sobre todo los relacionados con una empresa de Nevada llamada Empresas Municipales. El dinero de esa compañía había desaparecido en el oeste en lugar de en el este, no en el Caribe sino en la China continental, un país donde se podían comprar al por mayor los ingredientes principales de los medicamentos descongestionantes, sin que nadie hiciera ninguna o demasiadas preguntas.

¿Por qué se expuso de ese modo Rennie? A Howie Perkins solo se le ocurrió un motivo: habían ganado demasiado dinero y demasiado rápido y solo tenían una forma de blanquearlo. De modo que el nombre de Rennie apareció en varios documentos relacionados con media docena de iglesias fundamentalistas del nordeste. Town Ventures y las otras iglesias (por no mencionar media docena de otras emisoras de radio religiosas y locutores de AM, aunque ninguna tan grande como la WCIK) fueron los primeros errores de verdad que cometió Rennie, ya que dejaron hilos sueltos. Cualquiera podía tirar de los hilos sueltos, y tarde o temprano -en general temprano- todo se acababa desenredando.

No podías parar, ¿verdad?, pensó Brenda mientras permanecía sentada al escritorio de su marido, analizando los documentos. Habías ganado millones de dólares, quizá decenas de millones, y los riesgos eran inmensos, pero aun así no podías parar. Como un mono al que atrapan porque no quiere soltar la comida. Habías amasado una fortuna y seguías viviendo en esa vieja casa de tres plantas y vendiendo coches en ese agujero que tienes junto a la 119. ¿Por qué?

Sin embargo, sabía la respuesta. No era el dinero; era el pueblo; lo que él consideraba su pueblo. Sentado en una playa de Costa Rica, o en una finca con guardas de seguridad en Namibia, Big Jim se habría convertido en Small Jim. Porque un hombre sin un objetivo, aunque tenga las cuentas llenas a rebosar de dinero, siempre es un hombre pequeño.

Si le enseñaba todo lo que tenía, ¿lograría alcanzar un acuerdo con él? ¿Obligarlo a dimitir a cambio de su silencio? No estaba convencida. Y le daba miedo enfrentarse a él. Sería una situación fea, peligrosa. Querría que la acompañara Julia Shumway. Y Barbie. Pero Dale Barbara se había convertido en un objetivo de Big Jim.

La voz de Howie, tranquila pero firme, resonó en su cabeza. Puedes esperar un poco (yo estaba esperando a obtener unas cuantas pruebas definitivas más), pero yo no lo retrasaría demasiado, cariño. Porque cuanto más dure el asedio, más peligroso será Rennie.

Pensó en Howie, en cómo dio marcha atrás por el camino, luego se detuvo para darle un beso en los labios bajo la luz del sol; una boca que ella conocía casi tan bien como la propia, y a la que había amado tanto. Se acarició el cuello como lo hizo él. Como si Howie supiera que se acercaba el final y una última caricia tuviera que valer por todas. Una triquiñuela romántica y facilona, seguro, pero casi se la creyó, y se le inundaron los ojos de lágrimas.

De pronto los papeles y todas las maquinaciones que contenían le parecieron menos importantes. Ni tan siquiera la Cúpula le parecía muy importante. Lo que importaba era el agujero que había surgido de repente en su vida y que estaba engullendo la felicidad que ella siempre había dado por sentado. Se preguntó si el pobre Andy Sanders sentía lo mismo. Supuso que sí.

Le daré veinticuatro horas. Si la Cúpula no ha desaparecido mañana por la noche, iré a ver a Rennie con todo esto, con copias de todo esto, y le diré que tiene que dimitir en favor de Dale Barbara. Le diré que si no lo hace, leerá toda la información sobre su operación de tráfico de drogas en el periódico.

– Mañana -murmuró Brenda, y cerró los ojos. Al cabo de dos minutos se quedó dormida en la silla de Howie.

En Chester's Mills había llegado la hora de la cena. Algunos platos (incluido el pollo al estilo del rey para unas cien personas) se prepararon en cocinas eléctricas o de gas gracias a los generadores del pueblo que aún funcionaban, pero hubo gente que recurrió a sus cocinas de leña, bien para no malgastar los generadores, bien porque la leña era lo único que tenían. El humo se alzó en el aire calmo desde cientos de chimeneas.

Y se extendió.

5

Después de entregar el contador Geiger -el receptor lo aceptó de buen grado, incluso con entusiasmo, y prometió empezar a hacer lecturas el martes a primera hora-, Julia se dirigió a los Almacenes Burpee's acompañada de Horace. Romeo le había dicho que tenía un par de fotocopiadoras Kyocera nuevas que aún no había sacado ni de las cajas. Podía quedarse las dos.

– También tengo una pequeña reserva de propano -dijo mientras le daba una palmadita a Horace-. Te daré el que necesites, al menos mientras pueda. Tenemos que seguir imprimiendo el periódico, ¿tengo razón? Es más importante que nunca, ¿no crees?

Era justo lo que ella creía y así se lo dijo. También le plantó un beso en la mejilla.

– Te debo una, Rommie.

– Espero un gran descuento en mi anuncio semanal cuando todo esto haya acabado. -Y se dio unos golpecitos con el dedo índice en la aleta de la nariz, como si tuvieran un gran secreto. Quizá lo tenían.

Cuando Julia salió de los almacenes, sonó su teléfono. Lo sacó del bolsillo del pantalón y contestó.

– Hola, Julia al habla.

– Buenas noches, señorita Shumway.

– Oh, coronel Cox, es maravilloso oír su voz -exclamó con alegría-. No se imagina lo contentos que estamos los ratones de campo de recibir llamadas del exterior. ¿Qué tal va la vida fuera de la Cúpula?

– La vida en general seguramente va bien -respondió-. Aunque en el lugar en el que yo me encuentro no tanto. ¿Sabe lo de los misiles?

– Vi cómo impactaban. Y rebotaban. Han provocado un bonito incendio en su lado…

– No es mi…

– … y uno más modesto en el nuestro.

– Llamaba porque quiero hablar con el coronel Barbara -dijo Cox-. Que a estas alturas debería llevar encima su maldito teléfono.

– ¡Tiene usted toda la maldita razón! -exclamó con voz alegre-. ¡Y la gente que está en el maldito infierno debería tener un maldito vaso de agua con hielo! -Se detuvo frente a Gasolina & Alimentación Mills; estaba cerrado. El cartel escrito a mano de la ventana decía:

HORARIO DE MAÑANA: 11-14 H. ¡LLEGAD PRONTO!

– Señorita Shumway…

– Hablaremos sobre el coronel Barbara dentro de un instante -dijo Julia-. En este momento quiero hablar de dos cosas. En primer lugar, ¿cuándo permitirán que la prensa acceda a la Cúpula? Porque el pueblo estadounidense merece saber algo más aparte de la versión parcial del gobierno, ¿no cree?

Esperaba que el coronel respondiera que no opinaba lo mismo, que no verían al New York Times o a la CNN en la Cúpula en un futuro próximo, pero Cox la sorprendió.

– Seguramente el viernes, si ninguna de las cartas que tenemos en la manga funciona. ¿Cuál es la otra cosa que quiere saber, señorita Shumway? Sea breve, no soy un oficial de prensa. Esa es otra escala salarial.

– Ha sido usted quien me ha llamado, así que tendría que aguantarme. Aguante, coronel.

– Señorita Shumway, con el debido respeto, el suyo no es el único teléfono móvil de Chester's Mills al que puedo llamar.

– No me cabe la menor duda, pero no creo que Barbie quiera hablar con usted si me hace enfadar. No está muy contento con su nuevo cargo de futuro comandante de prisión militar.

Cox suspiró.

– ¿Qué desea saber?

– Quiero saber la temperatura en el lado sur o este de la Cúpula. La temperatura real, o sea, lejos del incendio que han provocado.

– ¿Por qué…?

– ¿Tiene la información o no? Porque yo creo que sí, o que puede obtenerla. Creo que en este instante está sentado frente a la pantalla de un ordenador, y que tiene acceso a todo, incluso a la talla de mi ropa interior, probablemente. -Hizo una pausa-. Y como diga XL, esta llamada se ha acabado.

– ¿Está haciendo gala de su sentido del humor, señorita Shumway, o siempre se comporta así?

– Estoy cansada y asustada. Lo puede atribuir a eso.

Cox permaneció en silencio unos instantes. A Julia le pareció oír que tecleaba algo en el ordenador. Entonces dijo:

– La temperatura en Castle Rock es de ocho grados. ¿Le sirve?

– Sí. -La diferencia no era tan grande como temía, pero aun así era considerable-. Estoy mirando el termómetro de la ventana de la gasolinera. Marca catorce. Hay una diferencia de seis grados entre dos localidades que están a menos de treinta kilómetros de distancia. A menos que se aproxime un frente cálido por el oeste de Maine esta noche, diría que aquí está ocurriendo algo. ¿Está de acuerdo conmigo?

El coronel no respondió a la pregunta, pero lo que dijo hizo que Julia se olvidara de la cuestión.

– Vamos a intentar otra cosa. Alrededor de las nueve de esta noche. Es lo que quería decirle a Barbie.

– Esperemos que el plan B funcione mejor que el plan A. En este momento, creo que la persona designada por el presidente está alimentando a la multitud en el Sweetbriar Rose. Pollo al estilo del rey, según dice el rumor. -Vio las luces de la calle y le sonaron las tripas.

– ¿Puede escucharme y transmitirle un mensaje? -Y oyó lo que el coronel no añadió: «Bruja buscabroncas».

– Me encantaría -respondió. Con una sonrisa. Porque era una bruja buscabroncas cuando tenía que serlo.

– Vamos a probar un ácido que aún está en fase experimental. Un compuesto fluorhídrico sintético. Nueve veces más corrosivo que el normal.

– Que bien vivimos gracias a la química.

– Me han dicho que, en teoría, podría abrir un agujero de tres mil metros de profundidad en un lecho de roca.

– Trabaja para una gente muy divertida, coronel.

– Lo intentaremos en el cruce de Motton Road… -se oyó un crujido de papeles- con Harlow. En principio estaré ahí.

– Entonces le diré a Barbie que le pida a otro que friegue los platos.

– ¿También nos honrará con su compañía, señorita Shumway?

Abrió la boca para decir «No me lo perdería», cuando se oyó un estruendo en la calle, un poco más arriba.

– ¿Qué está pasando? -preguntó Cox.

Julia no contestó. Colgó el teléfono, se lo guardó en el bolsillo y echó a correr hacia el lugar de donde provenían los gritos. Y algo más. Algo que sonaba como un gruñido.

El disparo se produjo cuando aún estaba a media manzana.

6

Piper regresó a la casa parroquial y se encontró con Carolyn, Thurston y los hermanos Appleton, que la estaban esperando. Se alegró de verlos porque le permitieron olvidarse de Sammy Bushey. Al menos un tiempo.

Escuchó con atención a Carolyn mientras le contaba el ataque que había sufrido Aidan Appleton, pero el niño parecía encontrarse bien; estaba devorando un paquete de galletas de higo Fig Newton. Cuando Carolyn le preguntó si creía que el niño debía ir a ver a un médico, Piper respondió:

– A menos que se repita, creo que podemos asumir que lo causó el hambre y la emoción del juego.

Thurston sonrió con arrepentimiento.

– Todos estábamos muy emocionados. Divirtiéndonos.

En lo que se refería al alojamiento, la primera posibilidad que se le pasó a Piper por la cabeza fue la casa de los McCain, que estaba cerca de la suya. Sin embargo, no sabía dónde podían tener escondida la llave de emergencia.

Alice Appleton estaba en el suelo dando migas de galleta a Clover. El pastor alemán hacía el viejo truco de «te estoy poniendo el hocico en el tobillo porque soy tu mejor amigo» entre galleta y galleta.

– Es el mejor perro que he visto nunca -le dijo a Piper-. Ojalá pudiéramos tener un perro.

– Yo tengo un dragón -dijo Aidan, que estaba sentado cómodamente en el regazo de Carolyn.

Alice esbozó una sonrisa indulgente.

– Es su A-M-I-G-O invisible.

– Ya veo -afirmó Piper. Se dijo que bien podían romper el cristal de una ventana de la casa de los McCain; a la fuerza ahorcan.

Pero cuando se levantó para ver si había café, se le ocurrió una idea mejor.

– Los Dumagen. ¿Cómo no se me ha ocurrido antes? Han ido a Boston a dar una conferencia. Coralee Dumagen me pidió que le regara las plantas mientras estaban fuera.

– Doy clases en Boston -dijo Thurston-. En Emerson. He editado el último número de Ploughshares. -Y suspiró.

– La llave está bajo una maceta, a la izquierda de la puerta -dijo Piper-. Me parece que no tienen generador, pero hay una cocina de leña. -Dudó unos instantes al darse cuenta de que eran gente de ciudad-. ¿Sabrán usar una cocina de leña sin prender fuego a la casa?

– Me crié en Vermont -respondió Thurston-. Me encargaba de mantener las estufas encendidas, de la casa y el granero, hasta que fui a la universidad. Quién lo iba a decir, todo vuelve. -Y suspiró de nuevo.

– Estoy segura de que habrá comida de sobra en la despensa -dijo Piper.

Carolyn asintió.

– Es lo que nos dijo el conserje del ayuntamiento.

– Y también Juuunior -añadió Alice-. Es policía. Y guapo.

Thurston puso cara triste.

– El policía guapo de Alice me agredió. Él o el otro. No pude distinguirlos.

Piper enarcó las cejas.

– Le dieron un puñetazo en la barriga -dijo Carolyn en voz baja-. Nos llamaron «capullos de Massachusetts», lo cual no es del todo falso, y se rieron de nosotros. Para mí, esa fue la peor parte, cómo se rieron de nosotros. Se comportaron mejor cuando encontraron a los niños, pero… -Negó con la cabeza-. Estaban desquiciados.

Entonces, Piper volvió a acordarse de Sammy. Sintió una palpitación en el lado del cuello, muy lenta y fuerte, pero logró mantener un tono de voz pausado.

– ¿Cómo se llamaba el otro policía?

– Frankie -respondió Carolyn-. Junior lo llamaba Frankie D. ¿Conoce a esos chicos? Debe de conocerlos, ¿no?

– Efectivamente -admitió Piper.

7

Le indicó a la nueva y provisional familia dónde se encontraba la casa de los Dumagen, que tenía la ventaja de hallarse cerca del Cathy Russell si el pequeño volvía a sufrir otro ataque, y cuando se fueron se sentó un rato a la mesa de la cocina, a beber un té. Se lo tomó lentamente. Tomaba un sorbo y dejaba la taza. Tomaba un sorbo y dejaba la taza. Clover gemía. Mantenía un vínculo muy estrecho con su ama, y Piper supuso que el perro notaba su ira.

Quizá cambia mi olor. Lo hace más acre o algo parecido.

Una imagen empezó a tomar forma. Y no era muy agradable. Muchos de los nuevos policías, que eran muy jóvenes, habían jurado su cargo hacía menos de cuarenta y ocho horas y ya habían empezado a descontrolarse. Las licencias que se habían tomado con Sammy Bushey y Thurston Marshall no se extenderían a policías veteranos como Henry Morrison y Jackie Wettington, al menos Piper no lo creía, pero ¿qué ocurriría con Fred Denton? ¿Y con Toby Whelan? Quizá. Era probable. Mientras Duke estuvo al mando, todos esos tipos se habían comportado. No habían hecho gala de una actitud intachable, ya que eran de los que te meten bronca de forma innecesaria después de un stop, pero se comportaban. Sin duda, eran lo mejor que podía permitirse el presupuesto del pueblo. Pero su madre acostumbraba a decir «Lo barato sale caro». Y con Peter Randolph al mando…

Había que hacer algo.

Pero tenía que controlar su mal temperamento. Si no lo hacía, la acabaría controlando a ella.

Cogió la correa del colgador que había junto a la puerta. Clover se levantó de inmediato, meneando la cola, con las orejas erguidas y los ojos brillantes.

– Venga, orejudo. Vamos a presentar una queja.

El pastor alemán seguía relamiéndose las migas de galleta que le habían quedado en el hocico cuando salieron por la puerta.

8

Mientras cruzaba la plaza del pueblo con Clover a su derecha, Piper sentía que podía mantener a raya su genio. Se sintió así hasta que oyó las risas. Ocurrió cuando Clove y ella ya estaban cerca de la comisaría. Vio a los chicos cuyos nombres había logrado arrancarle a Sammy Bushey: DeLesseps, Thibodeau y Searles. Georgia Roux también estaba presente, Georgia, que los había jaleado, según Sammy: «Tírate a esa zorra». También estaba ahí Freddy Denton. Estaban sentados en el último escalón de las escaleras de piedra de la comisaría, bebiendo refrescos y charlando. Duke Perkins nunca lo habría permitido, y Piper pensó que si podía verlo desde dondequiera que estuviese, se estaría revolviendo en su tumba con tal fuerza como para prender fuego a sus restos.

Mel Searles dijo algo y todos estallaron en carcajadas y se dieron palmadas en la espalda. Thibodeau tenía un brazo sobre los hombros de Georgia y con la punta de los dedos acariciaba el pecho de la chica. Ella dijo algo y todos rieron con más fuerza aún.

Piper dedujo que se estaban riendo de la violación y de lo puñeteramente bien que se lo habían pasado, y a partir de ese momento el consejo de su padre perdió la batalla. La Piper que cuidaba de los pobres y los enfermos, la que oficiaba matrimonios y funerales, la que predicaba la caridad y la tolerancia los domingos, se vio desplazada de forma brusca a un segundo plano, desde donde solo podía observar lo que sucedía como si se encontrara tras un cristal deformado. Fue la otra Piper la que tomó el control, la que destrozó su habitación con quince años, derramando lágrimas de ira más que de pena.

Entre el ayuntamiento y el edificio de ladrillo de la comisaría se encontraba la plaza del Monumento a los Caídos. En el centro había una estatua del padre de Ernie Calvert, Lucien Calvert, a quien le concedieron una Estrella de Plata póstuma por sus acciones heroicas en Corea. Los nombres de los otros habitantes de Chester's Mills que habían fallecido en una guerra, incluso los de la guerra civil, estaban grabados en el pedestal de la estatua. También había dos mástiles, uno con la bandera de las barras y las estrellas y otro con la bandera del estado, con su granjero, su marinero y su alce. Ambas colgaban flácidas en la luz que se iba tiñendo de rojo a medida que se acercaba la puesta de sol. Piper Libby pasó entre los mástiles como una mujer en un sueño, acompañada de Clover, que la seguía por el lado derecho, con las orejas erguidas.

Los «agentes» sentados en las escaleras estallaron de nuevo en carcajadas, y a Piper le vinieron a la cabeza los trols de los cuentos de hadas que su padre le leía. Trols en una cueva, regodeándose ante una pila de oro robado. Entonces la vieron y callaron.

– Buenas tardes, reverenda -dijo Mel Searles, que se levantó, e hizo un gesto de engreído con el cinturón.

Se ha puesto de pie al ver a una mujer, pensó Piper. ¿Se lo ha enseñado su madre? Seguramente. Pero el delicado arte de la violación ha tenido que aprenderlo en otra parte.

Searles no había dejado de sonreír cuando ella llegó a los escalones, pero entonces dudó y pareció vacilante; debía de haber visto su expresión. Aunque ni ella misma sabía qué cara ponía. La notaba paralizada. Inmóvil.

Vio que el mayor de todos la miraba fijamente, Thibodeau, con un rostro tan impertérrito como el suyo. Es como Clover, pensó ella. Huele la ira que me domina.

– ¿Reverenda? -preguntó Mel-. ¿Va todo bien? ¿Hay algún problema?

Subió los escalones, ni muy rápido, ni muy despacio, seguida fielmente por Clover.

– Vosotros sois el problema.

Le dio un empujón. Mel no lo esperaba. Aún tenía el refresco en las manos. Cayó en la falda de Georgia Roux, agitando los brazos inútilmente para mantener el equilibrio, y por un instante el refresco se convirtió en un pez manta oscuro que destacó sobre el cielo rojo. Georgia dio un grito de sorpresa cuando Mel cayó sobre ella. Se echó hacia atrás y derramó su vaso de soda sobre la losa de granito que había frente a la doble puerta de la comisaría. Piper olió whisky o bourbon. Habían aderezado la Coca-Cola con lo que el resto del pueblo ya no podía comprar. No le extrañó que se rieran.

La fisura roja que había en el interior de su cabeza se hizo más grande.

– No puede… -intentó decir Frankie, que hizo ademán de levantarse, pero Piper le dio un empujón.

En una galaxia muy muy lejana, Clover, que por lo general era un perro muy dócil, empezó a gruñir.

Frankie cayó de espaldas, con los ojos abiertos como platos. Estaba asustado. Por un instante pareció el niño de catequesis que debió de ser en el pasado.

– ¡La violación es el problema! -gritó Piper-. ¡La violación!

– Cállese -le espetó Carter. Aún estaba sentado, y aunque Georgia estaba encogida a su lado, mantuvo la calma. Los músculos de los brazos se le marcaban bajo la camisa azul de manga corta-. Cállese y váyase de aquí ahora mismo, si no quiere pasar la noche en una celda de…

– Eres tú quien va a dar con los huesos en una celda -replicó Piper-. Todos vosotros.

– Hazla callar -dijo Georgia. No gimoteaba pero casi-. Hazla callar, Cart.

– Señora… -Era Freddy Denton.

Llevaba la camisa del uniforme por fuera y el aliento le olía a bourbon. Si Duke lo hubiera visto, lo habría echado a la puta calle. A él y a todos. Intentó ponerse en pie y esta vez fue él quien cayó despatarrado al suelo, con una mirada que habría resultado graciosa en otras circunstancias. Por suerte todos estaban sentados mientras ella estaba de pie, lo cual facilitaba mucho las cosas. Pero, oh, sentía un martilleo en las sienes. Volvió a centrar la atención en Thibodeau, el más peligroso de todos. Seguía mirándola con una calma exasperante. Como si ella fuera un bicho raro de una feria ambulante, y él hubiera pagado veinticinco centavos para verla. Pero la estaba mirando desde abajo, y eso suponía una gran ventaja para Piper.

– Pero no será una celda de la comisaría -le dijo directamente a Thibodeau-. Será en Shawshank, donde a los matones de patio de colegio como vosotros les hacen lo que le hicisteis a esa chica.

– Zorra estúpida -dijo Carter, como si estuviera haciendo un comentario banal sobre el tiempo-. No nos hemos acercado a su casa.

– Es verdad -dijo Georgia, que se había vuelto a sentar. Tenía una mancha de Coca-Cola en una de las mejillas, donde todavía se podían apreciar las últimas marcas de un virulento caso de acné juvenil-. Y, además, todo el mundo sabe que Sammy Bushey no es más que una puta bollera mentirosa.

Piper esbozó una sonrisa y miró a Georgia, que retrocedió ante la mujer chalada que había aparecido de repente en los escalones mientras disfrutaban de la puesta de sol.

– ¿Cómo sabes el nombre de esa puta bollera mentirosa? Yo no lo he dicho.

La boca de Georgia se abrió en una O de angustia. Y por primera vez algo alteró la calma de Carter Thibodeau. Lo que Piper no sabía era si fue el miedo o la cólera.

Frank DeLesseps se puso en pie con cautela.

– Es mejor que no vaya por ahí lanzando acusaciones de las que no tiene ninguna prueba, reverenda Libby.

– Y que tampoco agreda a agentes de policía -dijo Freddy Denton-. Estoy dispuesto a pasarlo por alto esta vez, todos hemos estado sometidos a una gran tensión, pero debe retirar esas acusaciones ahora mismo. -Hizo una pausa y añadió de manera penosa-: Y dejar de empujarnos, por supuesto.

Piper no había apartado la mirada de Georgia; su mano aferraba con tal fuerza el asa de la cadena de Clover, que le palpitaba. El perro permanecía con las patas delanteras abiertas y la cabeza agachada, sin dejar de gruñir. Parecía un potente motor fueraborda al ralentí. Se le había erizado de tal modo el pelo de la nuca que no se veía el collar.

– ¿Cómo sabes su nombre, Georgia?

– Yo… yo… me lo he imaginado…

Carter la agarró del hombro y se lo apretó.

– Cállate, nena. -Y luego, mirando a Piper, aunque sin levantarse (porque no quiere que vuelva a sentarlo de un empujón, el muy cobarde), dijo-: No sé qué mosca le habrá picado, pero anoche estábamos todos juntos en la granja de Alden Dinsmore. Intentando que los soldados emplazados en la 119 nos dieran alguna información, algo que no logramos. Eso está en el extremo opuesto de la casa de Bushey. -Miró a sus amigos.

– Claro -dijo Frankie.

– Claro -aseguró Mel, que miró a Piper con recelo.

– ¡Sí! -añadió Georgia. Carter la estaba abrazando. La chica recuperó la confianza y lanzó una mirada desafiante a Piper.

– Georgia dio por sentado que estaba hablando de Sammy -dijo Carter con la misma calma exasperante- porque Sammy es la mayor cerda mentirosa del pueblo.

Mel Searles soltó una carcajada estridente.

– Pero no usasteis protección -replicó Piper. Sammy se lo había dicho y cuando vio cómo se le crispaba la cara a Thibodeau supo que era cierto-. No usasteis protección y le han hecho las pruebas de violación. -No tenía ni idea de si era cierto, y no le importaba. A juzgar por cómo abrieron los ojos, se lo habían creído, y con eso le bastaba-. Cuando comparen vuestro ADN con el que encontraron…

– Ya basta -dijo Carter-. Cállese.

Piper le dedicó una sonrisa furibunda.

– No, señor Thibodeau. Esto no ha hecho más que empezar, hijo mío.

Freddy Denton intentó agarrarla. Piper le dio un empujón y entonces notó que alguien le agarraba el brazo y se lo retorcía. Se volvió y miró a Thibodeau a los ojos. Ya no había calma en ellos; ahora refulgían de ira.

Hola, hermano, fue el pensamiento incoherente que le pasó por la cabeza.

– Que te follen, puta zorra -le espetó, y esta vez fue ella quien recibió el empujón.

Piper cayó de espaldas por la escalera. El instinto la llevó a encogerse para intentar rodar; no quería golpearse la cabeza con los peldaños ya que sabía que podían fracturarle el cráneo. Matarla o, peor aún, dejarla como un vegetal. Se golpeó en el hombro izquierdo y soltó un aullido de dolor. Un dolor familiar. Se había dislocado ese hombro jugando al fútbol en el instituto veinte años atrás, y, maldición, acababa de sucederle otra vez.

Levantó las piernas por encima de la cabeza y dio una voltereta hacia atrás, se torció el cuello, se dio un golpe en las rodillas y se hizo una herida en ambas. Al final aterrizó boca abajo. Había llegado casi al final de la escalera. Tenía sangre en la mejilla, sangre en la nariz, sangre en los labios, le dolía el cuello, pero, oh, Dios, el hombro se había llevado la peor parte: salido hacia arriba y torcido de un modo que recordaba a la perfección. La última vez que lo había visto sí estaba cubierto por un jersey de nailon rojo de los Wildcats. A pesar de todo, hizo un gran esfuerzo para ponerse en pie, y dio gracias a Dios de que aún tuviera fuerzas para aguantarse derecha; podría haber quedado paralizada.

Había soltado la cadena cuando caía por la escalera y Clover se abalanzó sobre Thibodeau. Le mordió en el pecho y en la barriga por debajo de la camisa, se la arrancó, derribó a Carter y atacó sus órganos vitales.

– ¡Quítemelo de encima! -gritó Carter. Nada tranquilo ahora-. ¡Va a matarme!

Y sí, Clover lo estaba intentando. Había puesto las patas delanteras sobre sus muslos y las movía hacia arriba y hacia abajo mientras Carter se retorcía. Parecía un pastor alemán montando en bicicleta. Cambió el ángulo de ataque y le dio un mordisco en el hombro, lo que provocó otro grito. Entonces Clover se lanzó a su cuello. Carter logró ponerle las manos en el pecho justo a tiempo para que no le mordiera en la tráquea.

– ¡Deténgalo!

Frank intentó coger la correa, pero Clover se volvió y le dio una dentellada en los dedos. De modo que DeLesseps retrocedió y el perro pudo volver a centrarse en el hombre que había tirado a su ama por la escalera. Abrió el hocico, le mostró una doble hilera de dientes blancos y relucientes, y se le lanzó al cuello. Carter levantó la mano y profirió un grito de dolor cuando Clover la mordió y empezó a zarandearla como si fuera uno de sus muñecos de trapo. Salvo que los muñecos no sangraban, y la mano de Carter sí.

Piper subió la escalera tambaleándose, sujetándose el brazo izquierdo sobre el diafragma. Su cara era una máscara de sangre. Un diente le colgaba de la comisura de los labios como un resto de comida.

– ¡QUÍTEMELO DE ENCIMA, POR EL AMOR DE DIOS, QUÍTEME EL PUTO PERRO DE ENCIMA!

Piper estaba abriendo la boca para ordenarle a Clover que se detuviera cuando vio que Fred Denton desenfundaba su pistola.

– ¡No! -gritó-. ¡Puedo detenerlo!

Fred se volvió hacia Mel Searles y señaló al perro con la mano libre. Mel dio un paso al frente y le soltó una patada en la pata trasera. Fue una patada alta y dura, tal como había hecho (no hacía tanto tiempo) con balones de fútbol americano. Clover cayó de lado y soltó la mano sangrante y llena de cortes de Thibodeau. Dos dedos apuntaban en direcciones extrañas, como señales torcidas de tráfico.

– ¡NO! -gritó de nuevo Piper, con tanta fuerza e intensidad, que el mundo se tiñó de gris antes sus ojos-. ¡NO LE HAGAS DAÑO A MI PERRO!

Fred no le prestó atención. Cuando Peter Randolph atravesó de golpe la doble puerta, descamisado, con la cremallera del pantalón bajada, y sosteniendo el ejemplar de Outdoors que había estado leyendo en el lavabo, Fred tampoco le prestó atención. Apuntó con su pistola automática al perro y disparó.

Un sonido ensordecedor inundó la plaza. La bala reventó la tapa de los sesos de Clover, convertida en una masa de sangre y huesos. El perro dio un paso hacia su ama, que sangraba y no paraba de gritar, dio otro, y se derrumbó.

Fred, que aún tenía la pistola en la mano, se dirigió hacia Piper y la agarró del brazo herido. El bulto del hombro provocó un grito de queja. Sin embargo, la mujer no apartó la mirada del cuerpo de su perro, al que había criado desde que era un cachorro.

– Estás detenida, puta loca -dijo Fred. Acercó su cara, pálida, sudorosa, con los ojos desorbitados, a la de Piper para que le llegaran los salivazos-. Todo lo que digas puede y será usado en tu puta contra.

En el otro lado de la calle, los clientes del Sweetbriar Rose salieron del local, Barbie entre ellos; no se había quitado el delantal ni la gorra de béisbol. Julia Shumway llegó antes.

Captó la escena, no vio tanto los detalles como el todo: perro muerto; grupo de policías; mujer ensangrentada que gritaba y tenía un hombro más alto que el otro; un policía calvo, el maldito Freddy Denton, zarandeándola por el brazo conectado a ese hombro; más sangre en los escalones, lo que sugería que Piper había caído por ellos. O que la habían empujado.

Julia hizo algo que nunca había hecho: metió la mano en el bolso, abrió la cartera y, mientras subía los escalones, la mostró y gritó:

– ¡Prensa! ¡Prensa! ¡Prensa!

Al menos logró que dejaran de zarandearla.

9

Diez minutos más tarde, en el despacho que hasta hacía poco había sido de Duke Perkins, Carter Thibodeau estaba sentado en el sofá bajo la fotografía y los certificados enmarcados de Duke, con el hombro vendado y la mano envuelta con toallitas de papel. Georgia estaba sentada a su lado. Thibodeau tenía la frente llena de gotas de sudor, pero después de decir «Creo que no tengo nada roto», guardó silencio.

Fred Denton se hallaba sentado en una silla de la esquina. Su pistola estaba en la mesa del jefe. La había entregado por propia voluntad y se limitó a decir: «Tuve que hacerlo, mira la mano de Cart».

Piper ocupaba la silla que ahora pertenecía a Peter Randolph. Julia le había limpiado casi toda la sangre de la cara con más toallitas de papel. La mujer, en estado de shock, temblaba de dolor, pero guardaba silencio, al igual que Thibodeau. Tenía la mirada clara.

– Clover solo lo atacó -señaló a Carter con la mandíbula- cuando él me tiró por la escalera. El empujón hizo que soltara la correa. La reacción de mi perro fue justificada. Estaba protegiéndome de una agresión criminal.

– ¡Fue ella quien nos atacó! -gritó Georgia-. ¡Esa puta loca nos atacó! Subió por la escalera soltando un montón de estupideces…

– Cállate -le ordenó Barbie-. Callaos todos de una puta vez. -Miró a Piper-. No es la primera vez que se te disloca el hombro, ¿verdad?

– Quiero que se vaya de aquí, señor Barbara -dijo Randolph… pero habló sin demasiada convicción.

– Puedo ocuparme de esto -le espetó Barbara-. ¿Puede usted?

Randolph no contestó. Mel Searles y Frank DeLesseps se quedaron fuera, junto a la puerta. Parecían preocupados.

Barbie se volvió hacia Piper.

– Es una subluxación, una separación parcial. No es grave. Puedo encajártelo antes de ir al hospital…

– ¿Hospital? -gruñó Fred Denton-. Está deten…

– Cierra el pico, Freddy -le ordenó Randolph-. Aquí nadie está detenido. Al menos de momento.

Barbie miró a Piper a los ojos.

– Pero tengo que hacerlo ahora, antes de que la hinchazón empeore. Si esperamos a que lo haga Everett en el hospital, tendrán que ponerte anestesia. -Se le acercó al oído y murmuró-: Mientras estés inconsciente, ellos darán su versión de los hechos, y tú no podrás dar la tuya.

– ¿Qué le está diciendo? -preguntó Randolph bruscamente.

– Que va a dolerle -respondió Barbie-. ¿Lista, reverenda?

Piper asintió.

– Adelante. El entrenador Gromley lo hizo junto a la línea de banda, y era un inútil total. Date prisa. Y hazlo bien, por favor.

Barbie dijo:

– Julia, coge un cabestrillo del botiquín de primeros auxilios y ayúdame a tumbarla boca arriba.

Julia, que estaba muy pálida y mareada, hizo lo que le ordenó.

Barbie se sentó en el suelo, a la izquierda de Piper, se quitó un zapato, y le agarró el antebrazo, justo por encima de la muñeca, con ambas manos.

– No sé qué método utilizó el entrenador Gromley -dijo- pero este es el que empleó un médico al que conocí en Iraq. Cuenta hasta tres y luego grita «espoleta».

– Espoleta -dijo Piper, desconcertada a pesar del dolor-. Bueno, vale, tú eres el médico.

No, pensó Julia, Rusty es ahora lo más parecido a un médico que tenemos. Había llamado a Linda para pedirle el número de Rusty, pero enseguida le saltó el buzón de voz.

Todo el mundo estaba en silencio. Incluso Carter Thibodeau observaba la escena. Barbie hizo un gesto de asentimiento a Piper. Tenía la frente perlada con gotas de sudor, pero permanecía concentrada, lo que le hizo ganarse el respeto de Barbie. Le puso el pie descalzo en la axila izquierda, y apretó con fuerza. Entonces, mientras tiraba lenta pero firmemente del brazo, hizo presión con el pie.

– Bueno, ahí vamos. Empieza a contar.

– Uno… dos… tres… ¡ESPOLETA!

Cuando Piper gritó, Barbie tiró del brazo. Todos los presentes oyeron el ruido sordo que hizo la articulación al encajar de nuevo en su sitio. El bulto de la blusa de Piper desapareció como por arte de magia. La reverenda gritó pero no perdió el conocimiento. Barbie le puso el cabestrillo por el cuello y alrededor del brazo, y se lo inmovilizó tan bien como pudo.

– ¿Mejor? -preguntó.

– Mejor -respondió ella-. Mucho mejor, gracias a Dios. Aún me duele, pero no tanto.

– Tengo aspirinas en el monedero -dijo Julia.

– Dale la aspirina y luego vete -le ordenó Randolph-. Todos, salvo Carter, Freddy, la reverenda y yo.

Julia le lanzó una mirada de incredulidad.

– ¿Estás de coña? Vamos a llevarla al hospital. ¿Puedes caminar?

Piper se puso en pie tambaleándose.

– Creo que sí. Pero no mucho.

– Siéntese, reverenda Libby -dijo Randolph, pero Barbie sabía que no iba a hacerle caso. Lo notó en el tono de voz del jefe de policía.

– ¿Por qué no me obliga? -Piper levantó el brazo izquierdo con cautela y el cabestrillo que lo sujetaba. El brazo temblaba, pero podía moverlo-. Estoy segura de que podría dislocármelo de nuevo, y muy fácilmente. Venga. Enséñeles a estos… a estos chicos… que usted es como ellos.

– ¡Y lo publicaré en el periódico! -exclamó Julia con alegría-. ¡Doblaremos la tirada!

Barbie añadió:

– Le sugiero que aplacemos este asunto hasta mañana, jefe. Permita que le den unos calmantes más fuertes que una aspirina a la señora, y que Everett eche un vistazo a los cortes de las rodillas. Con la Cúpula, dudo que exista riesgo de huida.

– Su perro intentó matarme -dijo Carter. A pesar del dolor, parecía haber recuperado la calma.

– Jefe Randolph, DeLesseps, Searles y Thibodeau son culpables de violación -dijo Piper, Julia la rodeó con un brazo, pero Piper habló con voz tranquila y clara-: Roux es cómplice de violación.

– ¡Y una mierda! -graznó Georgia.

– Deben ser suspendidos de inmediato.

– Está mintiendo -dijo Thibodeau.

El jefe Randolph parecía que estuviera viendo un partido de tenis. Al final, posó la mirada en Barbie.

– ¿Me estás diciendo lo que tengo que hacer, niñato?

– No, señor, solo es una sugerencia basada en mi experiencia como agente de la ley en Iraq. Es usted quien debe tomar sus propias decisiones.

Randolph se relajó.

– De acuerdo, de acuerdo. -Bajó la mirada; fruncía el ceño. Todos vieron que se daba cuenta de que aún tenía la bragueta bajada y que solucionaba el problema. Entonces alzó la vista y dijo-: Julia, lleve a la reverenda Piper al hospital. En cuanto a usted, señor Barbara, me da igual a dónde vaya, pero lo quiero fuera de la comisaría. Esta noche les tomaré declaración a mis agentes, y a la reverenda Libby mañana.

– Espere -dijo Thibodeau. Le mostró los dedos torcidos a Barbie-. ¿Puede hacer algo con ellos?

– No lo sé -respondió Barbie en tono que esperaba sonara agradable. La situación ya no era tan violenta como al principio, y había llegado el momento de la negociación política, tal como recordaba de la época en la que había tenido que tratar con policías iraquíes que no eran muy distintos del hombre sentado en el sofá y los demás que estaban amontonados junto a la puerta. Se trataba de llevarse bien con gente a la que te gustaría escupirle a la cara-. ¿Puedes decir «espoleta»?

10

Rusty había apagado el teléfono antes de llamar a la puerta de Big Jim, que ahora se encontraba sentado detrás de su escritorio, y Rusty en la silla que había delante… La silla de los que iban a suplicar algo, o a pedir un puesto de trabajo.

En el estudio (probablemente Rennie lo hacía figurar como un despacho profesional en la declaración de la renta) reinaba un olor muy agradable, a pino, como si lo hubieran limpiado a fondo hacía poco, pero a Rusty no le gustaba. No era solo el cuadro de un Jesús agresivamente caucásico pronunciando un sermón en la montaña, o las placas de autocomplacencia, o el suelo de madera noble que debería haber estado protegido por una alfombra; eran todas esas cosas y algo más. A Rusty Everett apenas le interesaba ni creía en lo sobrenatural, pero aun así tenía la sensación de que ese despacho estaba embrujado.

Es porque te da un poco de miedo, pensó. Eso es todo.

Con la esperanza de que el miedo no se reflejara en su voz o en su cara, Rusty le contó a Rennie que habían desaparecido varios depósitos de propano del hospital. Que había encontrado uno de ellos en la cabaña de suministros de detrás del ayuntamiento, que actualmente estaba alimentando el generador del ayuntamiento. Y que era el único depósito que había.

– De modo que tengo dos preguntas -dijo Rusty-. ¿Cómo es posible que haya llegado un depósito del hospital hasta el centro del pueblo? ¿Y dónde están los demás?

Big Jim se meció en la silla, se llevó las manos a la nuca y miró hacia el techo en actitud meditativa. Rusty posó la mirada en el trofeo de béisbol que había en el escritorio de Rennie. Delante había una nota de Bill Lee, antiguo jugador de los Boston Red Sox. La pudo leer porque estaba vuelta hacia fuera. Por supuesto. Para que la vieran los invitados y se quedaran maravillados. Al igual que las fotografías de la pared, la pelota de béisbol proclamaba que Big Jim Rennie se había codeado con gente famosa: «Fíjate en mis autógrafos, en lo imponentes que son, y desespérate». Para Rusty, la pelota de béisbol y la nota de cara a las visitas parecían resumir las malas sensaciones que albergaba sobre aquella habitación. Era todo apariencias, un pequeño tributo al prestigio y al poder pueblerino.

– No sabía que tenías permiso para meter las narices en nuestra cabaña de suministros -dijo Big Jim sin apartar la vista del techo y con sus gordos dedos entrelazados detrás de la cabeza-. ¿Quizá eres un funcionario del ayuntamiento y no lo sabía? En tal caso, es culpa mía, lo siento, como dice Junior. Y yo que creía que no eras más que un enfermero con un talonario de recetas.

Rusty sabía que era la técnica habitual de Rennie, intentar cabrearlo. Distraerlo.

– No soy un funcionario del ayuntamiento -respondió-, pero sí un trabajador sanitario. Y un contribuyente.

– ¿Y?

Rusty notó que la sangre empezaba a subirle a la cabeza.

– Pues que todo eso hace que la cabaña de los suministros también sea un poco mía. -Esperó para ver si Big Jim reaccionaba, pero el hombre que había tras el escritorio se mantenía impertérrito-. Además, no estaba cerrado con llave. Lo cual tampoco viene al caso. Vi lo que vi, y me gustaría obtener una explicación. Como empleado del hospital.

– Y contribuyente. No lo olvides.

Rusty lo miró fijamente. Ni tan siquiera asintió con la cabeza.

– Pues no puedo dártela -respondió Rennie.

Rusty enarcó las cejas.

– ¿De verdad? Creía que siempre le tenías tomado el pulso al pueblo. ¿No era eso lo que decías la última vez que te presentaste al cargo de concejal? ¿Y ahora me dices que no puedes explicarme qué ha pasado con el propano del pueblo? No me lo creo.

Por primera vez, Rennie pareció molesto.

– Me da igual que me creas o no. No sabía nada de los depósitos. -Pero desvió la mirada levemente hacia un lado, como si quisiera comprobar que su fotografía autografiada de Tiger Woods seguía en su sitio; el típico gesto de un mentiroso.

Rusty volvió a la carga:

– Al hospital apenas le queda propano. Sin gas, los pocos de nosotros que aún estamos trabajando tendremos que hacerlo en unas condiciones dignas de un quirófano en pleno campo de batalla de la guerra civil. Los ingresados que tenemos ahora mismo, incluido un paciente que ha sufrido un infarto y un caso grave de diabetes que podría acabar en amputación, sufrirán graves problemas si nos quedamos sin electricidad. El posible amputado es Jimmy Sirois. Su coche está en el aparcamiento y tiene una pegatina en el parachoques que dice VOTA A BIG JIM.

– Lo investigaré -dijo Big Jim, con el aire propio de un hombre que está concediendo un favor-. Lo más probable es que el propano del pueblo esté almacenado en alguna otra propiedad del ayuntamiento. En cuanto al vuestro, no sé qué decirte.

– ¿Qué otra propiedad? Está el parque de bomberos y ese montón de arena y sal de God Creek Road; allí ni siquiera hay un cobertizo. Son las únicas propiedades del ayuntamiento, que yo sepa.

– Everett, soy un hombre ocupado. Vas a tener que disculparme.

Rusty se puso en pie. Le entraron ganas de cerrar las manos en forma de puño, pero se controló.

– Te lo voy a preguntar una última vez. De forma clara y directa. ¿Sabes dónde están los depósitos que han desaparecido?

– No. -Esta vez los ojos de Rennie se posaron en Dale Earnhardt-. Y voy a pasar por alto las posibles insinuaciones de esa pregunta, hijo, porque si no lo hiciera me arrepentiría. Y ahora ¿por qué no te vas y compruebas cómo se encuentra Jimmy Sirois? Dile que Big Jim le envía sus mejores deseos y que se pasará a verlo en cuanto amainen un poco estos problemillas.

Rusty tuvo que hacer un gran esfuerzo para controlar su ira, pero era una batalla que estaba perdiendo.

– ¿Que me vaya? Creo que has olvidado que eres un funcionario, no un dictador. Por el momento soy la máxima autoridad médica del pueblo, y quiero res…

Sonó el teléfono móvil de Big Jim, que lo cogió bruscamente. Escuchó. Las arrugas de su boca abierta se hicieron más profundas.

– ¡Caray! En cuanto me despisto… -Escuchó un poco más y añadió-: Si hay alguien más en tu despacho, Pete, cierra el pico antes de que se te escape algo y la líes. Llama a Andy. Estaré allí enseguida, y lo solucionaremos entre los tres.

Colgó el teléfono y se puso en pie.

– Tengo que ir a la comisaría. Se trata de una emergencia o de más problemillas, y no podré saberlo hasta que llegue allí. Y a ti te necesitan en el hospital o en el centro de salud, creo. Parece que la reverenda Libby ha tenido un problema.

– ¿Por qué? ¿Qué le ha pasado?

Los fríos ojos de Big Jim, encajados en sus órbitas pequeñas y angulosas, lo miraron fijamente.

– Estoy seguro de que ella te contará su versión. No sé cuánta verdad habrá en ella, pero te la contará. Así que ve a hacer tu trabajo, jovencito, y déjame hacer el mío.

Rusty bajó al vestíbulo y salió de la casa. Las sienes le palpitaban con fuerza. Hacia el oeste, la puesta de sol era una mancha sangrienta refulgente. Apenas soplaba una brisa de aire, pero aún se notaba el olor a humo. Al pie de la escalera, Rusty levantó un dedo y señaló al funcionario público que estaba esperando que abandonara su propiedad antes de que él, Rennie, hiciera lo propio. Big Jim puso mala cara al ver el dedo, pero Rusty no lo bajó.

– Nadie tiene que decirme cuál es mi trabajo. Y una parte de él será buscar el propano desaparecido. Si lo encuentro en el lugar equivocado, otra persona acabará ocupando tu cargo, concejal Rennie. Es una promesa.

Big Jim hizo un gesto despectivo con la mano.

– Sal de aquí, hijo. Vete a trabajar.

11

Durante las primeras treinta y cinco horas de existencia de la Cúpula, más de dos docenas de niños sufrieron ataques. En algunos casos, como en el de las chicas Everett, los padres se dieron cuenta de lo sucedido. En muchos otros, no, y en los días posteriores se redujo drásticamente el número de ataques hasta que cesaron por completo. Rusty lo comparó con los pequeños shocks que experimentaba la gente cuando se acercaba demasiado a la Cúpula. La primera vez, sentías un escalofrío que te erizaba el pelo de la nuca; luego, la mayoría de las personas no sentía nada. Era como si las hubieran inoculado.

– ¿Me estás diciendo que la Cúpula es como la varicela? -le preguntó Linda más tarde-. ¿Que la coges una vez y ya estás vacunado para siempre?

Janelle tuvo dos ataques, y también un niño pequeño llamado Norman Sawyer, pero en ambos casos el segundo ataque fue más suave que el primero, y no hubo balbuceos. La mayoría de los niños que había visto Rusty solo habían sufrido uno y, al parecer, no se produjeron efectos secundarios.

Solo dos adultos tuvieron ataques durante esas primeras treinta y cinco horas. Ambos ocurrieron al atardecer del lunes, y ambos tenían unas causas claras.

En el caso de Phil Bushey, también conocido como el Chef, la causa fue el consumo de altas dosis de su propio producto. Cuando Rusty y Big Jim se separaron, Chef Bushey estaba sentado frente al granero de almacenamiento de la WCIK, embelesado con la puesta de sol (muy cerca del punto de impacto de los misiles, donde el escarlata del cielo quedó oscurecido por el hollín de la Cúpula), con la pipa para el cristal en una mano. Estaba de viaje por la ionosfera; quizá mil quinientos kilómetros más allá. En las pocas nubes bajas que flotaban bajo esa luz sangrienta, veía las caras de su madre, de su padre, de su abuelo; vio a Sammy y a Little Walter.

Todas las caras de las nubes sangraban.

Cuando se le empezó a mover el pie derecho, y cuando el izquierdo le siguió el ritmo, no hizo caso. Aquellos temblores eran parte del viaje, todo el mundo lo sabía. Pero entonces empezaron a temblarle las manos y se le cayó la pipa en la hierba alta (amarilla y marchita a causa de la actividad que se desarrollaba en la fábrica). Un instante después empezó a sacudir la cabeza de un lado a otro.

Ya está, pensó con una calma que en parte se convirtió en alivio. Esta vez me he pasado. Voy a palmarla. Seguramente es lo mejor.

Pero no la palmó, ni siquiera perdió el conocimiento. Se recostó lentamente en un lado, entre temblores, viendo cómo el mármol negro se alzaba en el cielo rojo. Se expandió hasta convertirse en una bola del juego de los bolos, y luego en una pelota de playa muy inflada. Y siguió creciendo hasta que engulló el cielo rojo.

El fin del mundo, pensó. Seguramente es lo mejor.

Por un instante pensó que se había equivocado, porque empezaron a brillar las estrellas. Pero eran de un color distinto. Eran rosadas. Y entonces, oh, Dios, empezaron a caer, dejando una larga estela rosa tras ellas.

Luego llegó el fuego. Un horno estruendoso, como si alguien hubiera abierto una trampilla escondida y el Infierno se hubiera cernido sobre Chester's Mill.

– Es nuestro regalo -murmuró con la pipa apretada contra el brazo, lo que le causó una quemadura que no vio ni notó hasta más tarde. Se quedó temblando en la hierba amarilla. El blanco de los ojos reflejaba la refulgente puesta de sol-. Es nuestro regalo de Halloween. Primero el susto… luego el regalo.

El fuego se convirtió en una cara, en una versión naranja de los rostros ensangrentados que había visto en las nubes justo antes de que le diera el ataque. Era el rostro de Jesús. Jesús lo miraba con el ceño fruncido.

Y habló. Le habló a él. Le dijo que el fuego era responsabilidad suya. Suya. El fuego y la… la…

– La pureza -murmuró, tumbado en la hierba-. No… la purificación.

Jesús ya no parecía tan furioso. Y se estaba desvaneciendo. ¿Por qué? Porque el Chef lo había entendido. Primero llegaron las estrellas rosadas; luego el fuego purificador; y luego el sufrimiento acabaría.

El Chef se quedó quieto mientras el ataque daba paso a las primeras horas de sueño de verdad que había tenido en las últimas semanas, quizá meses. Cuando se despertó, era noche cerrada: no quedaba ni rastro de rojo en el cielo. Estaba helado, pero no mojado.

Bajo la Cúpula ya no caía el rocío.

12

Mientras el Chef observaba el rostro de Cristo en la puesta de sol infecta, Andrea Grinnell, la tercera concejala, estaba sentada en el sofá intentando leer. Su generador se había apagado, pero ¿había llegado a funcionar en algún momento? No lo recordaba. Sin embargo, tenía un artilugio, una pequeña lámpara muy potente, que su hermana Rose le había puesto en el calcetín de Navidad el año pasado. Nunca había tenido ocasión de utilizarlo hasta entonces, aunque funcionaba bien. Bastaba con sujetarlo al libro y encenderlo. Estaba chupado. De modo que la luz no era un problema. Las palabras por desgracia, sí. No paraban de moverse por la páginas, a veces intercambiaban el sitio con otras, y la prosa de Nora Roberts, que acostumbraba a ser muy clara, no tenía el menor sentido. Sin embargo, Andrea seguía intentándolo porque no se le ocurría qué más hacer.

La casa apestaba a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Tenía diarrea y la cisterna no funcionaba. Tenía hambre pero no podía ingerir alimentos. Había intentado comer un bocadillo alrededor de las cinco de la tarde -un inofensivo bocadillo de queso- y lo había vomitado en el cubo de la basura de la cocina unos minutos después de haberlo acabado. Sudaba a mares (ya se había cambiado una vez de ropa, y a buen seguro tendría que volver a hacerlo si era capaz de ello) y le temblaban los pies.

Pues empiezo el proceso de desintoxicación con mal pie, pensó. Y no podré ir a la reunión de emergencia de esta noche, si es que Jim no la ha anulado.

Teniendo en cuenta cómo había ido la última conversación con Big Jim y Andy Sanders, quizá era lo mejor; si aparecía, tratarían de intimidarla aún más, de obligarla a hacer cosas que no quería. Era mejor que se quedara en casa hasta que desapareciera esa… esa…

– Esta mierda -dijo, y se apartó el pelo húmedo de los ojos-. Hasta que desaparezca esta puta mierda de mi sistema.

Cuando volviera a ser ella misma, se enfrentaría a Jim Rennie. Hacía ya mucho que tendría que haber tomado la decisión. Y lo haría a pesar de su espalda dolorida, que le dolía bastante sin su OxyContin (aunque no era la tortura que esperaba, lo cual fue una grata sorpresa). Rusty quería que tomara metadona. ¡Metadona, por el amor de Dios! ¡Aquello era heroína con otro nombre!

«Si estás pensando en dejarlo de golpe, no lo hagas -le había dicho Rusty-. Es probable que tengas algún ataque.»

Le dijo que si seguía su método tardaría unos diez días, pero Andrea no podía esperar tanto. Al menos mientras aquella Cúpula espantosa siguiera cubriendo el pueblo. Era mejor cortar por lo sano. Cuando llegó a esa conclusión, tiró todas las pastillas por el lavabo, no solo la metadona, sino también unas cuantas pastillas de OxyContin que había encontrado en el fondo de un cajón de la mesita de noche. Solo pudo tirar dos veces más de la cadena antes de que el depósito dejara de funcionar. Y ahora ahí estaba, sentada, temblando e intentando convencerse a sí misma de que había hecho lo adecuado.

Era lo único que podía hacer, pensó. Aunque sea una solución que te obliga a pasar por lo mejor y lo peor.

Intentó pasar la página del libro, pero golpeó la lámpara con su estúpida mano y cayó al suelo. El haz de luz iluminó el techo. Andrea miró hacia arriba y de repente empezó a elevarse por encima de sí misma. Y rápido. Era como ir en un ascensor expreso invisible. Solo tuvo un momento para mirar abajo y ver que su cuerpo aún seguía en el sofá, temblando sin poder contenerse. Un reguero de babas le corría por la barbilla. Vio la mancha de humedad que se extendía por la entrepierna de sus vaqueros y pensó: Sí, por supuesto que voy a tener que cambiarme de nuevo. Si sobrevivo a esto, claro.

Entonces atravesó el techo, la habitación que había arriba, el desván con sus cajas oscuras apiladas y sus lámparas, y salió a la noche. La Vía Láctea se extendía ante ella, pero era distinta. La Vía Láctea se había teñido de rosa.

Y entonces empezó a caer.

En algún lugar, muy muy lejos por debajo de ella, Andrea oyó el cuerpo que había dejado atrás. Estaba gritando.

13

Barbie creyó que Julia y él hablarían de lo que le había sucedido a Piper Libby mientras se alejaban del pueblo, pero permanecieron en silencio casi todo el rato, ensimismados en sus pensamientos. Ninguno de los dos dijo que se sintió aliviado cuando vio que aquella puesta de sol de un rojo tan poco natural empezaba a perder intensidad, pero ambos lo estaban.

Julia intentó poner la radio en una ocasión, pero solo se oía la WCIK, que emitía «All Prayed Up», y la apagó de nuevo.

Barbie solo habló una vez, cuando abandonaron la 119 y se dirigieron hacia el oeste por la estrecha vía de Motton Road, flanqueada por unos bosques muy densos.

– ¿He hecho lo correcto?

En opinión de Julia, había hecho muchas cosas correctas durante el enfrentamiento con el jefe de policía en su despacho, incluyendo el tratamiento satisfactorio de dos pacientes con dislocaciones, pero sabía a qué se refería.

– Sí. Era el momento perfectamente equivocado para imponer tu autoridad.

Barbie estaba de acuerdo, pero estaba cansado, desanimado y sentía que no estaba a la altura de la tarea que le habían encomendado.

– Estoy seguro de que los enemigos de Hitler dijeron lo mismo. Que lo dijeron en 1934, y tenían razón. En 1936, y tenían razón. También en 1938. «No es el momento adecuado para enfrentarnos a él», dijeron. Y cuando se dieron cuenta de que ya había llegado el momento, de repente estaban protestando en Auschwitz o en Buchenwald.

– No es lo mismo -replicó Julia.

– ¿Crees que no?

Esta vez la periodista no contestó, pero entendió su punto de vista. Hitler había trabajado empapelando pisos, o eso se contaba; Jim Rennie era vendedor de coches de segunda mano. Tanto monta, monta tanto.

Más adelante, los últimos rayos de resplandor se filtraban entre los árboles. Dibujaban un grabado de sombras sobre el asfalto de Motton Road.

Había varios camiones militares aparcados al otro lado de la Cúpula, en el pueblo de Harlow, y treinta o cuarenta soldados yendo de un lado al otro. Todos llevaban máscaras antigás colgando del cinturón. Había un camión con la advertencia MUY PELIGROSO PROHIBIDO ACERCARSE aparcado, casi tocando la puerta que habían pintado con spray en la Cúpula. Una manguera de plástico colgaba de una válvula en la parte posterior del depósito. Dos hombres manipulaban la manguera, que acababa en un tubo del tamaño de un bolígrafo Bic; llevaban casco y un mono hechos de un material brillante.

En el lado de Chester's Mills solo había un espectador. Lissa Jamieson, la bibliotecaria del pueblo, se encontraba junto a una bicicleta Schwinn. Era un modelo antiguo para mujeres, con una caja para la leche en el guardabarros trasero. En la parte posterior de la caja había una pegatina que decía CUANDO EL PODER DEL AMOR SEA MÁS FUERTE QUE EL AMOR POR EL PODER, EL MUNDO HALLARÁ LA PAZ – JIMI HENDRIX.

– ¿Qué estás haciendo aquí, Lissa? -le preguntó Julia mientras salía de su coche. Se llevó una mano a los ojos para que no la deslumbraran los focos.

Lissa estaba toqueteando el anj que llevaba en el cuello colgado de una cadena de plata. Miró a Julia, a Barbie y de nuevo a Julia.

– Cuando estoy alterada o preocupada salgo a pasear en bicicleta. A veces lo hago hasta medianoche. Me ayuda a calmar el pneuma. He visto las luces y me he acercado hasta aquí -dijo como si estuviera pronunciando un conjuro, y soltó el anj para trazar un extraño símbolo en el aire-. ¿Y qué hacéis vosotros aquí?

– Hemos venido a ver el experimento -dijo Barbie-. Si funciona, podrás ser la primera en salir de Chester's Mills.

Lissa esbozó una sonrisa. Pareció un poco forzada, pero a Barbie le gustó que realizara aquel esfuerzo.

– Si lo hiciera me perdería el plato especial del martes por la noche del Sweetbriar. Pastel de carne, ¿no?

– Sí, ese es el plan -admitió; no añadió que si la Cúpula seguía en su sitio al martes siguiente, la spécialité de la maison sería probablemente quiche de calabacín.

– No sueltan prenda -dijo Lissa-. Lo he intentado.

Un hombre achaparrado como una boca de incendios salió de detrás del camión y se situó bajo la luz. Llevaba unos pantalones caqui, una chaqueta de popelín y un sombrero con el logo de los Black Bears de Maine. Lo primero que sorprendió a Barbie fue que James O. Cox había engordado. Lo segundo, su pesada chaqueta, abrochada hasta arriba, peligrosamente cerca de algo parecido a una papada. Nadie más, ni Barbie, ni Julia, ni Lissa, iba abrigado. No era necesario en su lado de la Cúpula.

Cox hizo el saludo militar. Barbie se lo devolvió y se sintió bastante bien al hacerlo.

– Hola, Barbie -dijo Cox-. ¿Qué tal está Ken?

– Ken está perfecto -respondió Barbie-. Y sigo siendo esa zorra que siempre se lleva la mejor parte.

– Esta vez no, coronel -replicó Cox-. Esta vez parece que se ha quedado bien jodido en el autorrestaurante.

14

– ¿Quién es? -susurró Lissa, que no dejaba de manosear el anj. Como no soltara pronto la cadena, a Julia le entrarían ganas de arrancársela de un tirón-. ¿Y qué están haciendo?

– Intentando sacarnos de aquí -respondió Julia-. Y tras el espectacular fracaso del otro día, creo que han hecho bien en intentarlo de un modo discreto. -Dio un paso al frente-. Hola, coronel Cox, soy su directora de periódico favorita. Buenas noches.

La sonrisa de Cox no fue muy amarga, lo cual decía mucho en su favor, pensó Julia.

– Señorita Shumway. Es usted más guapa de lo que imaginaba.

– Pues debo admitir que es usted muy hábil con…

Barbie la detuvo cuando estaba a tres metros de Cox y la agarró de los brazos.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– La cámara. -Casi se había olvidado de que la llevaba colgada del cuello hasta que Barbara la señaló-. ¿Es digital?

– Claro, es la de Pete Freeman. -Iba a preguntar por qué cuando se dio cuenta-. Crees que la Cúpula la estropeará.

– Eso en el mejor de los casos -dijo Barbie-. Recuerda lo que le pasó al marcapasos del jefe Perkins.

– Mierda -exclamó ella-. ¡Mierda! Quizá aún tenga mi vieja Kodak en el maletero.

Lissa y Cox se miraron el uno al otro con igual fascinación, según le pareció a Barbie.

– ¿Qué van a hacer? -preguntó Lissa-. ¿Va a haber otra explosión?

Cox dudó pero Barbie se apresuró a decir:

– Más le vale que se lo diga, coronel. Si no lo hace, lo haré yo.

Cox lanzó un suspiro.

– Insiste en su política de total transparencia, ¿verdad?

– ¿Por qué no? Si esto sale bien, los habitantes de Chester's Mills lo pondrán por las nubes. El único motivo por el que no suelta prenda es porque está acostumbrado a no hacerlo.

– No. Es lo que me han ordenado mis superiores.

– Están en Washington -dijo Barbie-. Y la prensa está en Castle Rock, y lo más probable es que todos estén viendo porno en los canales de cable de pago. Aquí solo estamos nosotros.

Cox lanzó un suspiro y miró hacia la marca del tamaño de una puerta que habían hecho con spray en la Cúpula.

– Es el lugar en el que los hombres que llevan los trajes protectores derramarán nuestro compuesto experimental. Si tenemos suerte, el ácido abrirá un agujero en la Cúpula y luego podremos romper la zona marcada como uno rompe un trozo de cristal de una ventana después de usar un cortavidrios.

– ¿Y si no tenemos suerte? -preguntó Barbie-. ¿Y si la Cúpula se descompone y desprende un gas venenoso que nos mata a todos? ¿Para eso son las máscaras?

– De hecho -respondió Cox-, los científicos creen que es más probable que el ácido cause una reacción química que provoque que la Cúpula empiece a arder. -Vio la expresión de pánico de Lissa y añadió-: Pero consideran que ambas posibilidades son muy remotas.

– Claro -exclamó Lissa, dando vueltas al anj-, porque no son ellos los que van a morir gaseados o quemados.

Cox añadió:

– Entiendo su preocupación, señora…

– Melissa -lo corrigió Barbie. De repente le pareció importante que Cox se diera cuenta de que esa gente que se encontraba bajo la Cúpula eran personas de verdad, algo más que unos cuantos miles de contribuyentes-. Melissa Jamieson. Lissa para los amigos. Es la bibliotecaria del pueblo. También es consejera académica de los alumnos de secundaria y da clases de yoga, creo.

– Tuve que dejarlo -dijo Lissa con una sonrisa inquieta-. Demasiadas cosas a la vez.

– Encantado de conocerla, señora Jamieson -dijo Cox-. Mire, es un riesgo que vale la pena correr.

– Si opináramos lo contrario, ¿podríamos detenerlos? -preguntó ella.

Cox se escabulló con una evasiva.

– No hay ninguna prueba de que esta cosa, sea lo que sea, se esté debilitando o biodegradando. A menos que podamos atravesarla, creemos que podrían pasar una buena temporada ahí dentro.

– ¿Tienen alguna idea de su origen? ¿Alguna teoría?

– Ninguna -respondió Cox, pero apartó la mirada como la había apartado Big Jim en su conversación con Rusty Everett.

Barbie pensó: ¿Por qué miente? ¿Ha sido otra vez un acto reflejo? ¿Acaso cree que los civiles son como champiñones, que hay que mantenerlos a oscuras y darles mierda para comer? Seguramente se debía a todo eso. Pero lo ponía nervioso.

– ¿Es fuerte? -preguntó Lissa-. Su ácido… ¿es fuerte?

– Es el más corrosivo que existe, por lo que sabemos -contestó Cox, y Lissa retrocedió dos pasos.

Cox se volvió hacia los hombres que llevaban los trajes espaciales.

– ¿Estáis listos?

Hicieron un gesto afirmativo con los pulgares, enfundados en guantes. Detrás de ellos, cesó toda la actividad. Los soldados observaban inmóviles, con las manos sobre las máscaras antigás.

– Vamos a empezar -dijo Cox-. Barbie, le aconsejo que esas dos bellas damas y usted se alejen unos cincuenta metros como mínimo de…

– Fijaos en las estrellas -dijo Julia con voz suave y atemorizada. Tenía la cabeza inclinada hacia atrás, y Barbie vio en su cara de asombro la niña que había sido treinta años atrás.

Barbara también alzó la cabeza y vio la Osa Mayor, Orión. Todas en su sitio… Sin embargo, parecían desenfocadas y se habían vuelto rosa. La Vía Láctea se había convertido en un chicle que abarcaba toda la bóveda celeste de la noche.

– Cox -dijo Barbie-. ¿Ve eso?

El coronel alzó la vista.

– ¿Si veo el qué? ¿Las estrellas?

– ¿Qué aspecto tienen desde ahí fuera?

– Bueno… Brillan mucho, claro. Aquí no hay contaminación lumínica. -Entonces se le ocurrió algo y chasqueó los dedos-. ¿Ustedes qué ven? ¿Han cambiado de color?

– Son preciosas -dijo Lissa. Tenía los ojos muy abiertos y brillantes-. Pero también dan miedo.

– Son de color rosa -añadió Julia-. ¿Qué está ocurriendo?

– Nada -respondió Cox, pero parecía incómodo.

– ¿Qué? -preguntó Barbie-. Desembuche. -Y añadió sin pensarlo-: Señor.

– Hemos recibido el informe meteorológico a las siete de la tarde. Ponía especial énfasis en el viento. Solo por si acaso… bueno, solo por si acaso. Dejémoslo ahí. Actualmente la corriente en chorro ha llegado hasta Nebraska o Kansas por el oeste, se ha extendido por el sur y luego llegará a la costa Este. Es un patrón habitual para finales de octubre.

– ¿Y eso qué tiene que ver con las estrellas?

– A medida que se aproxima al norte, la corriente pasa por muchas ciudades y localidades industriales. Todo lo que arrastra de esos sitios se está quedando incrustado en la Cúpula en lugar de subir hasta el norte, hasta Canadá y el Ártico. Se ha acumulado tal cantidad que ha creado una especie de filtro óptico. Estoy convencido de que no es peligroso…

– Aún no -dijo Julia-. Pero ¿y dentro de una semana o un mes? ¿Regarán nuestro espacio aéreo a treinta mil pies de altura cuando todo se oscurezca?

Antes de que Cox pudiera responder, Lissa Jamieson dio un grito y señaló el cielo. Luego se tapó la cara.

Las estrellas rosadas estaban cayendo y dejaban una estela rosada tras ellas.

15

– Más drogas -dijo Piper con voz ausente mientras Rusty le auscultaba el corazón.

El auxiliar médico le dio unas palmaditas en la mano derecha; en la izquierda tenía muchas heridas.

– Basta de drogas -dijo-. Oficialmente estás colocada.

– Jesús quiere que tome más drogas -dijo Piper con la misma voz soñadora-. Quiero colocarme para hacer un viaje a tierras desconocidas.

– El único viaje que vas a hacer es a tierras de Morfeo, pero lo tendré en cuenta.

Piper se incorporó. Rusty intentó que se tumbara de nuevo, pero solo se atrevió a tocarle el hombro derecho, y eso no le bastó.

– ¿Podré irme de aquí mañana? Tengo que ir a ver al jefe Randolph. Esos chicos violaron a Sammy Bushey.

– Y podrían haberte matado -replicó él-. Se te dislocara el hombro o no, tuviste mucha suerte de caer de ese modo. Ya me ocuparé yo de Sammy.

– Esos policías son peligrosos. -Piper le cogió la muñeca con la mano derecha-. No pueden seguir siendo policías. Harán daño a alguien más. -Se lamió los labios-. Tengo la boca muy seca.

– De eso ya me encargo yo, pero tendrás que tumbarte.

– ¿Extrajisteis muestras de esperma a Sammy? ¿Puedes compararlas con las de los chicos? Si puedes, acosaré a Peter Randolph hasta que los obligue a proporcionarlas. Lo acosaré día y noche.

– No tenemos la tecnología necesaria para comparar muestras de ADN -dijo Rusty. Además, no hay muestras de esperma porque Gina Buffalino la lavó, a petición de la propia Sammy-. Voy a buscarte algo de beber. Todas las neveras, excepto las del laboratorio, están apagadas para ahorrar energía, pero hay una nevera de camping en la sala de enfermería.

– Zumo -dijo Piper, y cerró los ojos-. Sí, me gustaría tomar zumo. De naranja o manzana. Pero no quiero V8. Es muy salado.

– De manzana -dijo Rusty-. Esta noche solo puedes tomar líquidos.

Piper susurró:

– Echo de menos a mi perro. -Luego volvió la cabeza hacia un lado. Rusty creía que cuando regresara con el zumo estaría dormida.

Cuando se encontraba en mitad del pasillo, Twitch dobló la esquina corriendo a toda prisa. Venía de la sala de enfermería.

– Sal fuera, Rusty.

– En cuanto le haya llevado a la reverenda Libby un…

– No, ahora. Tienes que verlo.

Rusty regresó a la habitación 29 y echó un vistazo. Piper roncaba de un modo muy poco femenino, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta el hinchazón de la nariz.

Siguió a Twitch por el pasillo, casi corriendo para mantener el ritmo de sus largas zancadas.

– ¿Qué pasa? -Aunque en realidad quería decir «¿Y ahora qué?».

– No te lo puedo explicar, y probablemente no me creerías si lo hiciera. Tienes que verlo por ti mismo. -Abrió las puertas del vestíbulo de golpe.

En el camino que llevaba al hospital, más allá de la marquesina donde desembarcaban a los pacientes, estaban Ginny Tomlinson, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, una amiga a la que Gina había llamado para que les echara una mano. Las tres se abrazaban, como si quisieran darse ánimos, y miraban el cielo.

Estaba lleno de rosadas estrellas refulgentes, y muchas parecían caer y dejar tras de sí una estela casi fluorescente. Rusty sintió un escalofrío en la espalda. Judy previó esto, pensó. «Las estrellas rosadas están cayendo en líneas.»

Y así era. Así era.

Parecía como si el cielo estuviera cayendo a su alrededor.

16

Alice y Aidan Appleton dormían profundamente cuando las estrellas rosadas empezaron a caer, pero Thurston Marshall y Carolyn Sturges no dormían. Estaban en el jardín trasero de la casa de los Dumagen viendo cómo trazaban esas brillantes líneas de color rosa. Algunas líneas se entrecruzaban y, cuando eso sucedía, formaban una especie de runas rosadas que destacaban en el cielo y luego se desvanecían.

– ¿Es el final del mundo? -preguntó Carolyn.

– En absoluto -dijo él-. Es un enjambre de meteoritos. Durante el otoño son muy habituales aquí, en Nueva Inglaterra. Creo que ya es tarde para las Perseidas, de modo que debe de ser una lluvia no recurrente. Tal vez sea polvo y fragmentos de roca de un asteroide que estalló hace un billón de años. ¡Piensa en eso, Caro!

Pero ella no quería.

– ¿Las lluvias de meteoritos siempre son de color rosa?

– No -respondió él-. Creo que fuera de la Cúpula debe de verse blanca y que nosotros la estamos viendo a través de una capa de polvo y materia. En otras palabras, contaminación. Ha cambiado de color.

Carolyn pensó en eso mientras observaban aquella pataleta rosa y silenciosa del cielo.

– Thurse, el pequeño… Aidan… cuando tuvo ese ataque, o lo que fuera, dijo…

– Recuerdo lo que dijo. «Las estrellas rosadas están cayendo. Dejan unas líneas tras ellas.»

– ¿Cómo podía saberlo?

Thurston se limitó a menear la cabeza.

Carolyn lo abrazó con más fuerza. En ocasiones como esa (aunque nunca había pasado por una situación exactamente como aquella en toda su vida), se alegraba de que Thurston fuera lo bastante mayor como para ser su padre. En ese instante deseaba que fuera su padre.

– ¿Cómo podía saber que iba a suceder esto? ¿Cómo podía saberlo?

17

Aidan había dicho algo más durante su trance profético: «Todo el mundo está mirando». Y a las nueve y media de esa noche de lunes, cuando la lluvia de meteoritos se encontraba en su punto culminante, esa afirmación se hizo realidad.

La noticia se extiende por teléfono móvil y por correo electrónico, pero principalmente siguiendo el método antiguo: de boca en boca. A las diez menos cuarto, Main Street está atestada de gente que observa los silenciosos fuegos artificiales. La mayoría de los presentes también guarda silencio. Unas cuantas personas lloran. Leo Lamoine, un miembro fiel de la congregación del Santo Redentor del difunto reverendo Coggins, grita que ha llegado el Apocalipsis, que ve los cuatro jinetes en el cielo, que el arrebatamiento empezará enseguida, etcétera. Sam «el Desharrapado», que volvía a estar en la calle desde las tres de la tarde, sobrio y malhumorado, le dice a Leo que, como no deje de decir tonterías sobre el Papalipsis, será él quien vea sus propias estrellas. Rupe Libby, de la policía de Chester's Mills, con la mano en la culata de la pistola, les ordena que cierren el pico de una puta vez y que dejen de asustar a la gente. Como si no estuviera ya asustada. Willow y Tommy Anderson están en el aparcamiento del Dipper's; Willow llora con la cabeza apoyada en el hombro de Tommy. Rose Twitchell está junto a Anson Wheeler frente al Sweetbriar Rose; ambos llevan aún el delantal y también ponen un brazo sobre el hombro del otro. Norrie Calvert y Benny Drake están con sus padres, y cuando la mano de Norrie se desliza hasta la de Benny, él la coge con un estremecimiento que las estrellas rosadas no pueden igualar. Jack Cale, el actual gerente del Food City, está en el aparcamiento del supermercado. Jack llamó a Ernie Calvert, el antiguo director, a última hora de la tarde y le preguntó si le importaría ayudarle a hacer el inventario a mano. Estaban enfrascados en la tarea, con la esperanza de haber acabado a medianoche, cuando estalló el alboroto de Main Street. Ahora están uno junto al otro, observando la lluvia de estrellas rosadas. Stewart y Fernald Bowie se encuentran frente a su funeraria mirando hacia el cielo. Henry Morrison y Jackie Wettington están al otro lado de la funeraria con Chaz Bender, que da clases de historia desde primaria hasta el instituto.

– No es más que una lluvia de meteoritos vista a través de la cortina de la contaminación -les dice Chaz a Jackie y a Henry… pero él también parece sobrecogido.

El hecho de que la materia acumulada haya cambiado el color de las estrellas hace que la gente considere la situación de un modo distinto, y los llantos se extienden rápidamente. Es un murmullo suave, casi como la lluvia.

A Big Jim no le interesa en absoluto ese puñado de luces sin importancia, sino la interpretación que hará la gente de ellas. Cree que esta noche todo el mundo se limitará a regresar a su casa. Sin embargo, mañana las cosas podrían ser distintas. Y el miedo que ve en la mayoría de los rostros tal vez no sea tan malo. La gente atemorizada necesita líderes fuertes, y si hay algo que Big Jim Rennie sabe que puede proporcionar, es un liderazgo fuerte.

Está frente a las puertas de la comisaría de policía con el jefe Randolph y Andy Sanders. Por debajo de ellos, apiñados, se encuentran sus niños problemáticos: Thibodeau, Searles, Roux el putón, y el amigo de Junior, Frank. Big Jim baja la escalera por la que había caído Libby unas horas antes (Podría habernos hecho un favor a todos si se hubiera desnucado, piensa) y le da una palmadita en el hombro a Frankie.

– ¿Estás disfrutando del espectáculo, Frankie?

Con esa mirada asustada parece un niño de doce años en lugar de un muchacho de veintidós o los que tenga.

– ¿Qué es, señor Rennie? ¿Lo sabe?

– Una lluvia de meteoritos. Es Dios, que saluda a Su gente.

Frank DeLesseps se relaja un poco.

– Vamos a volver dentro -dice Big Jim, y señala con el pulgar a Randolph y a Andy, que aún están mirando el cielo-. Hablaremos un rato y luego os llamaré a vosotros cuatro. Cuando entréis, quiero que contéis la misma puñetera historia. ¿Lo has entendido?

– Sí, señor Rennie -responde Frankie.

Mel Searles mira a Big Jim con los ojos como platos y boquiabierto. Big Jim cree que ese chico tiene toda la pinta de que su coeficiente intelectual no supera los setenta. Aunque eso tampoco es algo malo por fuerza.

– Parece el fin del mundo, señor Rennie -dice.

– Tonterías. ¿Estás salvado, hijo?

– Supongo -responde Mel.

– Entonces no tienes nada de lo que preocuparte. -Big Jim los mira de uno en uno y acaba en Carter Thibodeau-. Y esta noche, el camino a la salvación, muchachos, pasa porque todos contéis la misma historia.

No todo el mundo ve las estrellas rosadas. Al igual que los hermanos Appleton, las hijas de Rusty Everett duermen profundamente. Como Piper. Como Andrea Grinnell. Como el Chef, despatarrado en la hierba marchita que hay junto al que podría ser el mayor laboratorio de metanfetaminas de América. Y lo mismo puede decirse de Brenda Perkins, que se quedó dormida entre lágrimas en el sofá, con la copia impresa de la carpeta VADER sobre la mesita para el café que hay ante ella.

Los muertos tampoco las ven, a menos que estén mirando desde un lugar más luminoso que esta llanura oscura donde unos ejércitos ignorantes libran batalla. Myra Evans, Duke Perkins, Chuck Thompson y Claudette Sanders permanecen ocultos en la Funeraria Bowie; el doctor Haskell, el señor Carty y Rory Dinsmore se encuentran en el depósito de cadáveres del Hospital Catherine Russell; Lester Coggins, Dodee Sanders y Angie McCain aún están en la despensa de los McCain. Al igual que Junior. Está entre Dodee y Angie, y les coge la mano. Le duele la cabeza, pero solo un poco. Cree que tal vez se quede a dormir ahí.

En Motton Road, en Eastchester (no muy lejos del lugar en el que se está llevando a cabo el intento de perforar la Cúpula con un compuesto ácido experimental a pesar del extraño cielo rosa), Jack Evans, marido de la difunta Myra, está de pie en el jardín trasero con una botella de Jack Daniels en una mano y el arma que ha elegido para proteger su hogar, una Ruger SR9, en la otra. Bebe y ve cómo caen las estrellas rosadas. Sabe lo que son, y pide un deseo por cada una que ve, y desea la muerte, porque sin Myra su vida se ha convertido en un pozo sin fin. Tal vez sería capaz de vivir sin ella, y tal vez sería capaz de vivir como una rata en una jaula de cristal, pero las dos cosas a la vez no. Cuando la lluvia de meteoritos se vuelve más intermitente (lo que sucede alrededor de las diez y cuarto, unos cuarenta y cinco minutos después de que empezara) toma el último sorbo de Jack Daniels, tira la botella en el césped y se revienta los sesos. Es el primer suicidio oficial en Chester's Mills.

Y no será el último.

18

Barbie, Julia y Lissa Jamieson observaron en silencio cómo los dos soldados vestidos de astronauta quitaban el fino tubo del extremo de la manguera de plástico. Lo depositaron en una bolsa de plástico opaco con cierre hermético, y luego metieron la bolsa en un maletín metálico con la inscripción MATERIALES PELIGROSOS. Lo cerraron con dos llaves distintas, y se quitaron el casco. Parecían cansados, acalorados y desanimados.

Dos hombres mayores -demasiado para ser soldados- se alejaron con un aparato de aspecto muy complejo del lugar en el que se había llevado a cabo el experimento con el ácido en tres ocasiones. Barbie dedujo que los tipos, posiblemente científicos de la NSA (la Agencia Nacional de Seguridad), habían hecho algún tipo de análisis espectrográfico. O que lo habían intentado. Se habían quitado la máscara antigás que habían utilizado durante el experimento y la llevaban sobre la cabeza, como si fuera un extraño sombrero. Barbie podría haberle preguntado a Cox qué conclusiones esperaban extraer de las pruebas, y quizá Cox podría haberle dado una respuesta directa, pero Barbie también estaba desanimado.

Encima de ellos, los últimos meteoros rosados surcaban el cielo.

Lissa señaló hacia Eastchester.

– He oído algo que ha sonado como un disparo. ¿Y vosotros?

– Seguramente el tubo de escape de un coche o un chico que ha lanzado un cohete -dijo Julia, que también estaba cansada y ojerosa. Cuando quedó claro que el experimento, la prueba con el ácido, por así decirlo, no iba a funcionar, Barbie la pilló secándose los ojos. Sin embargo eso no le impidió tomar fotografías con su Kodak.

Cox se acercó a ellos, acompañado por la sombra que los focos que habían montado arrojaban en dos direcciones. Señaló el lugar donde habían hecho la marca con forma de puerta.

– Supongo que esta aventura le ha costado setecientos cincuenta mil dólares al contribuyente estadounidense, eso sin contar los gastos de I+D necesarios para desarrollar el compuesto ácido, que se ha comido la pintura que habíamos puesto aquí y no ha hecho una puta mierda más.

– No diga palabrotas, coronel -dijo Julia con una sonrisa que no era más que una sombra de la habitual.

– Perdón, señorita editora -replicó Cox con amargura.

– ¿De verdad creía que esto iba a funcionar? -preguntó Barbie.

– No, pero tampoco creía que viviría para ver llegar al hombre a Marte, y ahora los rusos dicen que van a enviar una tripulación de cuatro personas en 2020.

– Ah, ya lo entiendo -terció Julia-. Los marcianos se han enterado y se han cabreado.

– En tal caso, han tomado represalias contra el país equivocado -dijo Cox… y Barbie vio algo en su mirada.

– ¿Está seguro, Jim? -preguntó con voz calma.

– ¿Cómo dice?

– Que la Cúpula es obra de extraterrestres.

Julia dio dos pasos al frente. Estaba pálida y le brillaban los ojos.

– ¡Díganos lo que sabe, maldita sea!

Cox levantó una mano.

– Basta. No sabemos nada. Sin embargo, hay una teoría. Sí. Marty, ven aquí.

Uno de los hombres mayores que habían llevado a cabo el experimento se acercó a la Cúpula. Llevaba la máscara antigás cogida de la correa.

– ¿Cuál es tu análisis? -le preguntó Cox, y cuando se dio cuenta de los titubeos del hombre, añadió-: Habla con franqueza.

– Bueno… -Marty se encogió de hombros-. Hay rastros de minerales. De contaminantes de la tierra y transmitidos por el aire. Por lo demás, nada. Según el análisis espectrográfico, esa cosa no está ahí.

– ¿Y qué hay del HY-908? -Y añadió para Barbie y las mujeres-: El ácido.

– Ha desaparecido -respondió Marty-. La cosa que no está ahí se lo ha comido.

– Según tus conocimientos, ¿es eso posible?

– No. Pero según nuestros conocimientos la Cúpula tampoco es posible.

– ¿Y eso te empuja a creer que la Cúpula podría ser la creación de alguna forma de vida con conocimientos más avanzados de física, química, biología o lo que sea? -Al ver que Marty dudaba de nuevo, Cox repitió lo que le había dicho antes-: Habla con franqueza.

– Es una posibilidad. También es posible que algún supervillano terrestre la haya puesto ahí. Un Lex Luthor de verdad. O podría ser obra de algún país renegado, como Corea del Norte.

– ¿Algún candidato más? -preguntó Barbie con escepticismo.

– Yo me inclino por el origen extraterrestre -confesó Marty. Golpeó la Cúpula con los nudillos y ni parpadeó; ya había recibido su descarga-. La mayoría de los científicos estamos trabajando en eso ahora mismo, si podemos decir que estamos trabajando cuando en realidad no estamos haciendo nada. Es la regla Sherlock: cuando eliminas lo imposible, lo que queda, por improbable que sea, es la respuesta.

– ¿Algo o alguien ha aterrizado en un platillo volante y ha exigido que lo llevaran ante nuestro líder? -preguntó Julia.

– No -respondió Cox.

– ¿Lo sabrían si hubiera ocurrido? -preguntó Barbie, que pensó; ¿Estamos teniendo esta conversación? ¿O estoy soñando?

– No necesariamente -respondió Cox tras un breve titubeo.

– También podría ser meteorológico -añadió Marty-. Joder, incluso biológico, un bicho vivo. Hay una escuela de pensamiento que cree que esta cosa es una especie de híbrido de la bacteria E. coli.

– Coronel Cox -dijo Julia en voz baja-, ¿somos el experimento de alguien? Porque esa es la sensación que tengo.

Lissa Jamieson, mientras tanto, miraba hacia las bonitas casas de la zona residencial de Eastchester. Casi todas las luces estaban apagadas, bien porque la gente que vivía allí no tenía generadores bien porque ahorraban combustible.

– Eso ha sido un disparo -dijo-. Estoy segura de que ha sido un disparo.

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