QUÉ MONTÓN DE PÁJAROS MUERTOS

1

El jefe de policía de Mills no oyó ninguna de las explosiones, y eso que estaba en la calle, rastrillando las hojas del césped de su casa, en Morin Street. Había colocado la radio portátil encima del capó del Honda de su mujer para escuchar la retransmisión de música sacra de la WCIK (distintivo de la emisora Christ is King, Cristo Rey, conocida por los más jóvenes del pueblo como Radio Jesús). Además, ya no oía como antes. ¿Y quién con sesenta y siete años?

Sin embargo, sí oyó la primera sirena que atravesó el día; sus oídos eran sensibles a ese sonido como los de una madre al llanto de sus hijos. Howard Perkins sabía incluso qué coche era y quién lo conducía. Solo las unidades Tres y Cuatro seguían llevando esas viejas carracas, pero Johnny Trent se había ido con la Tres hasta Castle Rock para acompañar a los bomberos a aquel condenado simulacro. Lo llamaban «Incendio controlado», aunque de lo que se trataba, en realidad, era de unos cuantos hombres creciditos pasándoselo en grande. De manera que tenía que ser la unidad Cuatro, uno de los dos Dodge que aún conservaban, y lo conduciría Henry Morrison.

Dejó de rastrillar y se irguió; ladeó la cabeza. El sonido de la sirena había empezado a desvanecerse, así que volvió a empuñar el rastrillo. Brenda salió al porche. En Mills casi todo el mundo lo llamaba Duke -el apodo era un vestigio de sus años de instituto, cuando no se perdía ninguna de las películas de John Wayne que proyectaban en el Star-, pero Brenda había dejado de llamarlo así poco después de que se casaran y había adoptado su otro apodo. El que él detestaba.

– Howie, se ha ido la luz. Y se han oído unas explosiones.

Howie. Siempre Howie. Howie como el del cómic de Here's Howie y como el pato Howard y el puñetero Howard Hughes. Intentaba tomárselo como un buen cristiano -qué narices, se lo tomaba como un buen cristiano-, pero a veces se preguntaba si ese apodo no sería el responsable, al menos en parte, de que tuviera que cargar con ese aparatito dentro del pecho.

– ¿Qué?

Su mujer puso los ojos en blanco, caminó hasta la radio que estaba sobre el capó de su coche y apretó el botón de encendido, con lo que silenció al Coro Norman Luboff en mitad de «What a Friend We Have in Jesus».

– ¿Cuántas veces te he dicho que no dejes este cacharro en el capó de mi coche? Me lo rayarás y su valor en la reventa bajará.

– Lo siento, Bren. ¿Qué decías?

– ¡Que se ha ido la luz! Y que ha explotado algo. Por eso seguramente ha salido Johnny Trent.

– Henry -repuso él-. Johnny está en Rock, con los bomberos.

– Bueno, quien sea…

Empezó a sonar otra sirena, esta vez una de las más nuevas, a las que Duke Perkins llamaba Piolines. Debía de ser la Dos, Jackie Wettington. Tenía que ser Jackie, mientras Randolph vigilaba el fuerte meciéndose en su silla, con los pies plantados encima de la mesa, leyendo el Democrat. O sentado en el cagadero. Peter Randolph era un buen agente, y podía ser todo lo duro que hiciera falta, pero a Duke no le caía bien. En parte porque estaba claro que era un hombre de Jim Rennie y en parte porque a veces Randolph era más duro de lo que hacía falta, pero sobre todo porque creía que era un vago, y Duke Perkins no soportaba a los policías vagos.

Brenda lo miraba con unos ojos enormes. Llevaba cuarenta y tres años siendo la mujer de un policía y sabía que dos explosiones, dos sirenas y el corte del suministro eléctrico no sumaban nada bueno. Si Howie conseguía acabar de rastrillar el césped ese fin de semana -o si llegaba a ver a sus adorados Twin Mills Wildcats enfrentarse al equipo de fútbol americano de Castle Rock-, ella se llevaría una buena sorpresa.

– Será mejor que vayas -dijo-. Algo se ha venido abajo. Solo espero que no haya muerto nadie.

Duke Perkins se sacó el teléfono móvil del cinturón. Llevaba colgado ese condenado trasto de la mañana a la noche, como una sanguijuela, pero tenía que admitir que resultaba útil. No marcó ningún número, se limitó a mirarlo, esperando a que sonara.

Pero entonces empezó a aullar otra sirena Piolín: la unidad Uno. Incluso Randolph se había puesto en marcha. Y eso significaba que pasaba algo muy grave. Duke creyó que el teléfono ya no sonaría; se disponía a colgarlo de nuevo en el cinturón cuando sonó. Era Stacey Moggin.

– ¡¿Stacey?! -Sabía que no hacía falta que gritara a aquel puñetero cacharro, Brenda se lo había dicho cientos de veces, pero por lo visto no podía evitarlo-. ¿Qué estás haciendo en comisaría un sábado por la ma…?

– No estoy allí, estoy en casa. Peter me ha llamado y me ha dicho que le diga que se ha ido a la 119 y que es grave. Ha dicho… que una avioneta y un camión maderero han chocado. -Hablaba con voz insegura-. No entiendo cómo ha podido suceder, pero…

Una avioneta. Cielos. Cinco minutos antes, o puede que un poco más, mientras estaba rastrillando las hojas y cantando «How Great Thou Art» a coro con la radio…

– Stacey, ¿ha sido Chuck Thompson? He visto su nuevo Piper sobrevolando la ciudad. Bastante bajo.

– No lo sé, jefe, yo le he contado todo lo que me ha dicho Peter.

Brenda, que no era tonta, ya estaba apartando su Honda para que él pudiera sacar marcha atrás el coche patrulla verde bosque de jefe de policía. Había dejado la radio portátil junto al pequeño montón de hojas rastrilladas.

– Bien, Stace. ¿También estáis sin luz en tu lado de la ciudad?

– Sí, y sin teléfono. Le llamo desde el móvil. Seguramente es grave, ¿verdad?

– Espero que no. ¿Puedes ir a cubrir comisaría? Apuesto a que se ha quedado vacía y abierta.

– Tardo cinco minutos. Localíceme en la unidad base.

– Recibido.

Mientras Brenda volvía por el camino de entrada se disparó la alarma de la ciudad; sus agudos y sus graves siempre conseguían que a Duke Perkins se le encogiera el estómago. Aun así, se tomó su tiempo para rodear a Brenda con un brazo. Ella nunca olvidaría que se tomó su tiempo para hacerlo.

– No te preocupes, Brennie. Está programada para dispararse en caso de corte eléctrico general. Parará dentro de tres minutos. O cuatro. Ya no me acuerdo.

– Ya lo sé, pero aun así la odio. Ese idiota de Andy Sanders la puso en marcha el 11 de septiembre, ¿no te acuerdas? Como si nosotros fuésemos a ser las siguientes víctimas de los atentados suicidas.

Duke asintió. Sí, Andy Sanders era un idiota. Por desgracia, también era el primer concejal, el alegre pelele Mortimer Snerd sentado en el regazo de Big Jim Rennie.

– Cariño, tengo que irme.

– Ya lo sé. -Pero lo siguió hasta el coche-. ¿Qué ha sido? ¿Lo sabes ya?

– Stacey me ha dicho que un camión y una avioneta han chocado en la 119.

Brenda intentó sonreír.

– Es una broma, ¿verdad?

– No si la avioneta ha tenido problemas con el motor y ha intentado aterrizar en la carretera -dijo Duke.

La débil sonrisa desapareció del rostro de Brenda, y su mano derecha cerrada en un puño fue a descansar entre sus pechos, un lenguaje corporal que él conocía bien. Duke se sentó al volante y, aunque el coche patrulla era relativamente nuevo, se acomodó en la forma que su trasero ya había dejado en el asiento. Duke Perkins no era un peso ligero.

– ¡En tu día libre! -exclamó Brenda-. ¡Es una verdadera pena! ¡Y cuando podrías jubilarte con la pensión completa!

– Pues van a tener que aguantarme con mi ropa de los sábados -dijo él, y le sonrió. Esa sonrisa le costó trabajo. Tenía la sensación de que iba a ser un día largo-. «Tal como soy, Señor, tal como soy.» Déjame uno o dos sándwiches en la nevera, ¿quieres?

– Solo uno. Estás cogiendo demasiados kilos. Hasta el doctor Haskell te lo ha dicho, y él nunca regaña a nadie.

– Pues uno. -Puso marcha atrás… y luego volvió a poner punto muerto.

Se asomó por la ventanilla y Brenda comprendió que quería un beso. Le dio un largo beso de despedida mientras la alarma de la ciudad resonaba en el frío aire de octubre, y él le acarició el cuello mientras sus bocas estaban unidas, algo que a ella siempre le había hecho vibrar y que él ya casi nunca hacía.

Su caricia, allí, al sol… Brenda tampoco olvidó eso jamás.

Mientras él se alejaba por el camino de entrada, ella le gritó algo. Él solo lo entendió en parte. Estaba claro: tenía que ir al otorrino. Que le pusieran un audífono si hacía falta. Aunque seguramente eso sería lo último que Randolph y Big Jim necesitarían para darle la patada a su viejo culo.

Duke frenó y volvió a asomarse.

– ¿Que tenga cuidado con mi qué?

– ¡Con tu marcapasos! -repitió Brenda, casi a gritos. Riendo. Exasperada. Sintiendo aún la mano de él en su cuello, una piel que había sido suave y firme (así lo sentía ella) hasta ayer. O quizá anteayer, cuando todavía escuchaban a KC y la Sunshine Band en lugar de Radio Jesús.

– ¡Ah, tranquila! -repuso él, y arrancó.

Cuando Brenda volvió a verlo, estaba muerto.

2

Billy y Wanda Debec no llegaron a oír la doble explosión porque estaban en la carretera 117 y porque estaban discutiendo. La pelea empezó de forma muy simple cuando Wanda comentó que hacía un día bonito y Billy contestó que le dolía la cabeza y que no sabía por qué tenían que ir al mercadillo de los sábados de Oxford Hills, donde seguro que no encontrarían más que las mismas baratijas manoseadas de siempre.

Wanda le dijo que no le dolería la cabeza si no se hubiera pimplado una docena de cervezas la noche anterior.

Billy le preguntó si había contado las latas del cubo de reciclaje (por muy mamado que fuera, Billy bebía en casa y siempre tiraba las latas al cubo del reciclaje; esas cosas, junto con su trabajo de electricista, hacían que se sintiera orgulloso).

Ella dijo que sí, que claro que las había contado. Es más…

Cuando llegaron a Patel's Market, en Castle Rock, ya habían pasado del «Bebes demasiado, Billy» y del «Y tú eres demasiado pesada, Wanda» al «Ya me dijo mi madre que no me casara contigo» y al «¿Por qué tienes que estar siempre jodiendo?». Durante los últimos dos de los cuatro años que llevaban casados, aquello se había convertido en un intercambio bastante manido, pero esa mañana Billy, de pronto, sintió que ya no podía más. Sin poner el intermitente y sin aminorar, entró en el amplio aparcamiento recalentado del mercadillo y luego volvió a salir a la 117 sin mirar siquiera una vez por el espejo retrovisor, y mucho menos por encima del hombro. En la carretera, detrás de ellos, Nora Robichaud tocó el claxon. Su mejor amiga, Elsa Andrews, chasqueó la lengua. Las dos mujeres, ambas enfermeras retiradas, intercambiaron una mirada pero ni una sola palabra. Eran amigas desde hacía demasiado tiempo para que necesitaran palabras en semejantes situaciones.

Mientras tanto, Wanda le preguntó a Billy a dónde creía que iba.

Billy dijo que volvía a casa a echarse una siesta. Que podía ir sola a ese mercadillo de mierda.

Wanda comentó que casi había chocado con esas dos ancianas (las susodichas ancianas habían quedado ya muy atrás; Nora Robichaud era de la opinión de que, a falta de alguna razón condenadamente buena, ir a más de sesenta kilómetros por hora era cosa del demonio).

Billy comentó que Wanda ya se parecía a su madre y decía las mismas cosas que ella.

Wanda le pidió que aclarara qué quería decir con eso.

Billy dijo que tanto la madre como la hija tenían el culo gordo y lengua viperina.

Wanda le dijo a Billy que era peor que una resaca.

Billy le dijo a Wanda que era fea.

Fue un intercambio de sentimientos exhaustivo y justo y, cuando cruzaron de Castle Rock a Motton, directos hacia una barrera invisible que había aparecido no mucho después de que Wanda iniciara esa animada discusión diciendo que hacía un día bonito, Billy había superado los cien por hora, que era casi la máxima velocidad que podía alcanzar el pequeño Chevy de mierda de Wanda.

– ¿Qué es ese humo? -preguntó ella de pronto, señalando al nordeste, hacia la 119.

– No sé -repuso él-. ¿Será que mi suegra se ha tirado un pedo? -Le hizo tanta gracia que se echó a reír.

Wanda Debec por fin se dio cuenta de que estaba harta. Eso le hizo ver el mundo y su futuro con una claridad casi mágica. Estaba volviéndose hacia él con las palabras «Quiero el divorcio» en la punta de la lengua cuando llegaron al límite municipal de Motton y Chester's Mills y se estrellaron contra la barrera. El Chevy de mierda estaba equipado con airbags, pero el de Billy no se abrió y el de Wanda lo hizo a medias. A Billy, el volante le aplastó el pecho, la columna de dirección le destrozó el corazón y murió casi en el acto.

La cabeza de Wanda impactó contra el salpicadero, y el repentino y catastrófico desplazamiento del bloque del motor del Chevy le rompió una pierna (la izquierda) y un brazo (el derecho). No sintió ningún dolor, solo se dio cuenta de que el claxon aullaba, de que el coche de pronto estaba cruzado en mitad de la carretera y con la parte de delante aplastada, casi plana, y de que lo veía todo de color rojo.

Cuando Nora Robichaud y Elsa Andrews tomaron la curva hacia el sur (habían conversado animadamente sobre el humo que desde hacía varios minutos veían ascender por el nordeste y se felicitaban por haber tomado esa otra carretera menos concurrida), Wanda Debec se estaba arrastrando sobre los codos a lo largo de la línea blanca. Tenía la cara empapada en sangre, tapada casi por completo. Un trozo del parabrisas destrozado le había arrancado la mitad del cuero cabelludo; un gran colgajo de piel le pendía sobre la mejilla izquierda como si fuera un moflete fuera de sitio.

Nora y Elsa se miraron horrorizadas.

– ¡Mierda, mierda! -exclamó Nora, incapaz de decir nada más.

En cuanto el coche se detuvo, Elsa bajó y corrió hacia aquella mujer tan malherida. Para ser una señora mayor (acababa de cumplir los setenta), Elsa era extraordinariamente rápida.

Nora dejó el coche en punto muerto y fue a reunirse con su amiga. Juntas ayudaron a Wanda a llegar hasta el Mercedes de Nora, viejo pero en perfecto estado. El color de la chaqueta de Wanda había pasado de marrón a un ruano embarrado, y parecía que hubiera sumergido las manos en pintura roja.

– ¿'stá Billy? -preguntó, y Nora vio que a la pobre se le habían saltado la mayoría de los dientes. Tres de ellos estaban pegados a la parte delantera de su chaqueta ensangrentada-. ¿'onde 'stá? ¿'stá bien? ¿Q'ha pasa'o?

– Billy está bien y tú también -dijo Nora, y después le preguntó a Elsa con la mirada.

Elsa asintió y corrió hacia el Chevy, casi oculto por el vapor que salía de su radiador reventado. Una mirada por la puerta abierta del lado del pasajero, que colgaba de una sola bisagra, bastó para decirle a Elsa, que había sido enfermera durante casi cuarenta años (último superior: Dr. Ron Haskell, siendo «Dr.» la abreviatura de «Don Retrasado»), que Billy no estaba ni mucho menos bien. Aquella joven con la mitad del pelo colgando a un lado de la cabeza ya era viuda.

Elsa regresó al Mercedes y se sentó en el asiento de atrás, junto a la joven, que se había quedado medio inconsciente.

– Está muerto, y como no nos lleves al Cathy Russell rapidito rapidito, ella no tardará en estarlo -le dijo a Nora.

– Pues agárrate bien -replicó Nora, y pisó a fondo.

El motor del Mercedes era potente y arrancó con una sacudida hacia delante. Nora viró brusca y hábilmente para rodear el Chevrolet de los Debec y chocó contra la barrera invisible cuando aún estaba acelerando. Por primera vez en veinte años no había pensado en abrocharse el cinturón; atravesó el parabrisas y se partió el cuello contra la barrera invisible, igual que Bob Roux. La joven salió disparada entre los envolventes asientos delanteros del Mercedes, cruzó el parabrisas destrozado y aterrizó boca abajo y con las piernas extendidas sobre el capó. Iba descalza. Los mocasines (comprados la última vez que fue al mercadillo de Oxford Hills) se le habían caído en el primer accidente.

Elsa Andrews se golpeó contra la parte de atrás del asiento del conductor y luego rebotó, aturdida pero ilesa. Al principio, su puerta parecía atascada, pero consiguió abrirla poniendo el hombro contra ella y embistiendo. Salió y contempló los restos desparramados de los dos accidentes. Los charcos de sangre. El Chevy de mierda hecho papilla, del que seguía saliendo un poco de vapor.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó. Esa había sido también la pregunta de Wanda, aunque Elsa no lo recordaba. Estaba de pie en medio de un amasijo de cromo y cristales ensangrentados. Se llevó el dorso de la mano izquierda a la frente, como si quisiera comprobar si tenía fiebre-. ¿Qué ha pasado? ¿Qué es lo que ha pasado? ¿Nora? ¿Norita? ¿Dónde estás, cariño?

Entonces vio a su amiga y profirió un grito de pena y horror. Un cuervo que miraba desde lo alto de un pino, al otro lado de la barrera, el de Mills, soltó un graznido, un grito que sonó como una risa insultante.

Las piernas de Elsa se tornaron de goma. Retrocedió hasta que su trasero topó con el morro arrugado del Mercedes.

– Norita -dijo-. Ay, cariño. -Algo le hizo cosquillas en la nuca. No estaba segura, pero pensó que probablemente era un mechón de pelo de la chica herida. Solo que a esas alturas, claro está, era la chica muerta.

Y la pobre y dulce Nora, con la que a veces había compartido ilícitos traguitos de ginebra o vodka en la lavandería del Cathy Russell, las dos riendo como dos niñas que están de campamento… Los ojos de Nora estaban abiertos, miraban hacia arriba, al brillante sol de mediodía, y su cabeza estaba torcida en un feo ángulo, como si hubiera muerto intentando mirar atrás por encima del hombro para asegurarse de que Elsa estaba bien.

Elsa, que sí estaba bien -solo se había llevado «un buen susto», como ellas solían decir de algunos afortunados supervivientes en sus días en el servicio de urgencias-, se echó a llorar. Se dejó resbalar por el lateral del coche (rasgándose el abrigo con una arista metálica) y se sentó en el asfalto de la 117. Seguía allí sentada y seguía llorando cuando Barbie y su nuevo amigo, el de la gorra de los Sea Dogs, llegaron hasta ella.

3

Sea Dogs resultó ser Paul Gendron, un vendedor de coches del norte del estado que se había retirado y se había ido a vivir a la granja de sus difuntos padres, en Motton, dos años antes. Barbie se enteró de eso y de muchísimas cosas más sobre Gendron desde que salieron del lugar del accidente de la 119 y hasta que descubrieron otro choque -no tan espectacular pero horrible de todos modos- donde la carretera 117 entraba en Mills. Barbie habría estado más que encantado de estrecharle la mano a Gendron, pero tendrían que dejar esas cortesías para más adelante, para cuando descubrieran dónde terminaba la barrera invisible.

Ernie Calvert había llamado a la Guardia Nacional del Aire en Bangor, pero lo habían puesto en espera antes de que hubiera tenido ocasión de explicar por qué llamaba. Entretanto, las sirenas que se aproximaban anunciaban la inminente llegada de los representantes locales de la ley.

– No esperen que vengan los bomberos -dijo el granjero que había llegado corriendo con sus hijos a través del campo. Se llamaba Alden Dinsmore, y todavía estaba intentando recuperar el aliento-. Se han ido a Castle Rock, a quemar una casa para practicar. Podrían haber practicado un montón aquí mis… -Entonces vio que su hijo pequeño se acercaba al lugar donde la huella sanguinolenta de la mano de Barbie parecía estar secándose en el vacío, en el aire soleado-. ¡Rory, no te acerques ahí!

Rory, que se moría de curiosidad, no le hizo caso. Alargó un brazo y dio unos golpecitos en el aire, justo a la derecha de la huella de la mano de Barbie. Sin embargo, antes de eso, Barbie vio que la carne de gallina recorría el brazo del chico por debajo de las irregulares mangas cortadas de su sudadera de los Wildcats. Ahí había algo, algo que arremetía cuando te acercabas. El único lugar en el que Barbie había sentido algo parecido había sido cerca del gran generador eléctrico de Avon, Florida, adonde una vez llevó a una chica para darse el lote.

El sonido que hizo el puño del niño fue como el que hacían unos nudillos contra el lateral de una fuente de Pyrex. Acalló el murmullo de la pequeña muchedumbre de espectadores que habían estado viendo arder los restos del camión maderero (y, en algunos casos, haciendo fotografías con los teléfonos móviles).

– Joder, si no lo veo… -dijo alguien.

Alden Dinsmore apartó a su hijo de ahí tirando del cuello rasgado de la sudadera y luego le soltó una colleja como la que había recibido poco antes su hijo mayor.

– ¡Ni se te vuelva a ocurrir! -gritó el hombre, zarandeando al niño-. ¡Ni se te ocurra! ¡Ni siquiera sabes qué es eso!

– ¡Pa, es como una pared de cristal! Es…

Dinsmore lo zarandeó un poco más. Seguía resollando, y Barbie temió por su corazón.

– ¡Ni se te vuelva a ocurrir! -repitió el hombre, y empujó al chico hacia su hermano mayor-. Vigila a este idiota, Ollie.

– Sí, señor -dijo Ollie, y le dedicó a su hermano una sonrisa de suficiencia.

Barbie miró hacia Mills y vio que se acercaban las luces intermitentes de un coche patrulla, pero muy por delante de él -como si escoltara a los polis en virtud de una autoridad superior- iba un gran vehículo negro que parecía algo así como un ataúd con ruedas: el Hummer de Big Jim Rennie. Cuando lo vio, los golpes y las magulladuras que tenía Barbie desde lo del aparcamiento del Dipper's, y que ya estaban empezando a curarse, volvieron a dolerle.

Rennie Senior no había estado allí, claro, pero su hijo había sido el principal instigador, y Big Jim se había encargado de cuidar de Junior. Si eso significaba hacerle la vida imposible en Mills a cierto pinche itinerante -lo bastante imposible para que el pinche en cuestión decidiera levantar el campamento y largarse del pueblo-, mejor que mejor.

Barbie no quería estar allí cuando llegara Big Jim. Y menos aún con la policía presente. El jefe Perkins lo había tratado bien, pero el otro tipo -Randolph- había mirado a Dale Barbara como si fuese una mierda de perro pegada a un zapato elegante.

Barbie se volvió hacia Sea Dogs y dijo:

– ¿Qué te parece si hacemos una pequeña excursión, tú por tu lado y yo por el mío, y vemos hasta dónde llega esta cosa?

– ¿Y escaparnos de aquí antes de que llegue aquel charlatán? -Gendron también había visto el Hummer-. Amigo, tú sí que sabes. ¿Al oeste o al este?

4

Se dirigieron hacia el oeste, hacia la carretera 117, y no encontraron el final de la barrera, pero vieron las maravillas que había obrado al caer. Las ramas de los árboles se habían partido y habían creado senderos a cielo abierto donde antes no los había. Había tocones partidos por la mitad y encontraron cadáveres plumíferos por todas partes.

– Qué montón de pájaros muertos -dijo Gendron. Se recolocó la gorra en la cabeza con manos un poco temblorosas. Tenía la cara pálida-. Nunca había visto tantos.

– ¿Estás bien? -preguntó Barbie.

– ¿Físicamente? Sí, creo que sí. Psicológicamente me siento como si hubiera perdido la chaveta. ¿Y tú?

– Lo mismo -repuso Barbie.

A algo más de tres kilómetros de la 119 se encontraron con God Creek Road y el cadáver de Bob Roux tirado junto a su tractor, todavía en marcha. Barbie se acercó instintivamente al hombre caído y, una vez más, chocó contra la barrera… aunque en esta ocasión se acordó en el último segundo y frenó a tiempo para impedir que volviera a sangrarle la nariz.

Gendron se arrodilló y tocó el cuello grotescamente ladeado del granjero.

– Muerto.

– ¿Qué es esa cosa rota que hay a su alrededor, esas piezas blancas?

Gendron cogió el trozo de mayor tamaño.

– Creo que es uno de esos trastos para escuchar música grabada del ordenador. Ha debido de romperse cuando se ha dado contra… -Gesticuló señalando hacia delante-. Contra eso.

Empezó a oírse un alarido procedente del pueblo, más crudo y más fuerte de cómo había sonado la alarma.

Gendron miró hacia allí un instante.

– La sirena de los bomberos -dijo-. Para lo que va a servir…

– Vienen desde Castle Rock -dijo Barbie-. Los oigo.

– ¿Sí? Pues entonces tienes mejor oído que yo. Vuelve a decirme cómo te llamabas, amigo.

– Dale Barbara. Barbie para los amigos.

– Bueno, Barbie, y ¿ahora qué?

– Seguimos caminando, supongo. No podemos hacer nada por este tipo.

– No, ni siquiera puedo llamar a nadie -dijo Gendron con tristeza-. Me he dejado el teléfono. Supongo que tú no tienes móvil…

Barbie sí tenía, pero lo había dejado en el apartamento que había desocupado, junto con algunos calcetines, camisas, vaqueros y calzoncillos. Se había marchado con lo puesto, nada más que con la ropa que llevaba a la espalda, porque en Chester's Mills no había nada que quisiera llevarse consigo. Salvo algunos buenos recuerdos, y para eso no necesitaba maleta, ni siquiera mochila.

Explicarle todo eso a un desconocido era demasiado complicado, así que se limitó a negar con la cabeza.

Había una vieja manta sobre el asiento del Deere. Gendron apagó el tractor, se hizo con la manta y cubrió el cadáver.

– Espero que estuviera escuchando algo que le gustara cuando sucedió -dijo.

– Sí -repuso Barbie.

– Vamos. Encontremos el final de esto, sea lo que sea. Quiero estrecharte la mano. A lo mejor hasta me emociono y te doy un abrazo.

5

Poco después de descubrir el cadáver de Roux -ya estaban muy cerca del accidente de la 117, aunque ninguno de los dos lo sabía-, llegaron a un pequeño riachuelo. Los dos se quedaron quietos un momento, cada uno a su lado de la barrera, mirando con asombro y en silencio.

Al cabo, Gendron dijo:

– Dios bendito.

– ¿Qué se ve desde tu lado? -preguntó Barbie.

Lo único que podía ver desde el suyo era el agua que se alzaba y caía hacia el subsuelo. Era como si la corriente se hubiese encontrado con una presa invisible.

– No sé cómo describirlo. Nunca había visto nada igual. -Gendron hizo una pausa, se rascó las dos mejillas y dejó caer la mandíbula de tal manera que su cara, larga ya de por sí, se pareció un poco a la del hombre que grita en ese cuadro de Edvard Munch-. Bueno, sí. Una vez. Parecido. Cuando le llevé a mi hija un par de pececitos de colores por su sexto cumpleaños. O a lo mejor ese año cumplía siete. Los llevé a casa desde la tienda de animales en una bolsa de plástico, y eso es lo que parece: agua en el fondo de una bolsa de plástico. Solo que esto es plano en lugar de abombado. El agua se amontona contra esa… cosa, y luego se derrama hacia izquierda y derecha por tu lado.

– ¿No pasa ni una gota?

Gendron se agachó con las manos en las rodillas y echó una mirada.

– Sí, parece que algo lo atraviesa. Pero no mucho, solo unas gotitas. Y nada de la porquería que arrastra el agua. Ya sabes, palitos, hojas y esas cosas.

Siguieron avanzando, Gendron por su lado y Barbie por el suyo. De momento, ninguno de los dos pensaba en términos de dentro y fuera. No se les había ocurrido que tal vez la barrera no tenía final.

6

Entonces llegaron a la carretera 117, donde había tenido lugar otro horrible accidente: dos coches y al menos dos personas de las que Barbie podía decir con seguridad que estaban muertas. Había otra, o eso le pareció, desplomada al volante de un viejo Chevrolet prácticamente hecho papilla. Pero esta vez había también una superviviente: estaba sentada con la cabeza gacha junto a un Mercedes-Benz destrozado. Paul Gendron corrió hacia ella mientras Barbie no podía hacer más que quedarse allí quieto mirando. La mujer vio a Gendron e intentó levantarse.

– No, señora, ni lo intente. No le conviene hacer eso -dijo él.

– Creo que estoy bien -repuso la mujer-. Solo… ya sabe, me he llevado un buen susto. -Por alguna razón, eso le hizo reír, aunque tenía el rostro abotargado por las lágrimas.

En ese momento apareció otro coche, una tartana conducida por un viejo que encabezaba un desfile de otros tres o cuatro conductores a todas luces impacientes. El viejo vio el accidente y se detuvo. Los coches de detrás hicieron lo mismo.

Elsa Andrews ya se había puesto de pie y tenía la cabeza lo bastante clara para poder formular la que acabaría siendo la pregunta del día:

– ¿Contra qué hemos chocado? No ha sido el otro coche, Nora lo ha rodeado.

Gendron respondió con total sinceridad.

– No lo sé, señora.

– Pregúntale si tiene un teléfono móvil -dijo Barbie. Después se dirigió al grupo de espectadores-. ¡Oigan! ¿Alguien tiene un teléfono móvil?

– Yo sí, chico -dijo una mujer, pero, antes de que pudiera decir más, todos oyeron un zup-zup-zup que se acercaba. Era un helicóptero.

Barbie y Gendron cruzaron una mirada de espanto.

El helicóptero era azul y blanco, y volaba bajo. Se dirigía hacia la columna de humo que señalizaba el emplazamiento del camión maderero accidentado en la 119, pero el aire estaba perfectamente despejado, con ese efecto casi de lupa que parecen tener los mejores días del norte de Nueva Inglaterra, y Barbie leyó con facilidad el gran 13 azul que llevaba pintado en el costado. También vio el ojo del logo de la CBS. Era un helicóptero de la tele, venido desde Portland. Barbie pensó que debía de estar por la zona y era un día perfecto para conseguir jugosas imágenes del accidente para las noticias de las seis.

– Oh, no -gimió Gendron, protegiéndose los ojos del sol. Luego gritó-: ¡Alejaos de ahí, idiotas! ¡Alejaos!

Barbie se le unió.

– ¡No! ¡Dejadlo! ¡Marchaos!

Era inútil, desde luego. Y, lo que era aún más inútil, hacía grandes gestos con los brazos para que se alejaran.

Elsa miraba a Barbie y a Gendron sin comprender nada.

El helicóptero bajó hasta la altura de las copas de los árboles y permaneció allí, suspendido.

– No creo que pase nada -dijo Gendron con alivio-. Seguramente la gente de allá también ha intentado alejarlos. El piloto debe de haber visto…

Pero entonces el helicóptero viró hacia el norte con la intención de acercarse a los pastos de Alden Dinsmore desde una perspectiva diferente y chocó contra la barrera. Barbie vio cómo se desprendía uno de los rotores. El helicóptero se inclinó, cayó y viró bruscamente, todo a la vez. Entonces explotó y se precipitó en una lluvia de vivo fuego sobre la carretera y los campos del otro lado de la barrera.

El lado de Gendron. El exterior.

7

Junior Rennie se coló como un ladrón en la casa en la que había crecido. O como un fantasma. No había nadie, por supuesto; su padre debía de haberse ido ya a su gigantesco concesionario de coches usados de la carretera 119 -al cual Frank, amigo de Junior, a veces llamaba el Sagrado Templo del Compre Sin Entrada-, y Francine Rennie llevaba los últimos cuatro años sin salir del cementerio de Pleasant Ridge. La alarma de la ciudad había dejado de sonar y las sirenas de la policía se habían alejado hacia algún lugar del sur. La casa estaba felizmente tranquila.

Se tomó dos Imitrex, después se quitó la ropa y se metió en la ducha. Cuando salió, vio que la camisa y los pantalones estaban manchados de sangre. En esos momentos no podía ocuparse de ello. Envió la ropa debajo de la cama de una patada, corrió las cortinas, se arrastró hasta el catre y se tapó hasta la cabeza con la colcha, como hacía cuando era pequeño y tenía miedo de los monstruos del armario. Se quedó allí temblando, la cabeza le tañía como si dentro tuviera todas las campanas del infierno.

Estaba dormitando cuando la sirena de los bomberos empezó a sonar y lo sobresaltó. Se puso a temblar otra vez, pero ya no le dolía tanto la cabeza. Dormiría un poco y luego pensaría qué haría. Matarse seguía pareciendo la mejor opción con diferencia. Porque lo atraparían. Ni siquiera podía volver a limpiarlo todo, no le daría tiempo de limpiar antes de que Henry o LaDonna McCain regresaran de hacer sus recados del sábado. Podía huir -tal vez-, pero no hasta que la cabeza dejara de dolerle. Y, desde luego, tendría que ponerse algo de ropa. No podía empezar una vida de fugitivo en pelota picada.

En conjunto, seguramente matarse sería lo mejor. Pero entonces ese puto cocinero ganaría. Y, si se paraba a pensarlo en serio, todo aquello era culpa del puto cocinero.

La sirena de los bomberos dejó de sonar en algún momento. Junior se quedó dormido, tapado con la colcha hasta la cabeza. Cuando despertó, eran las nueve de la noche. Ya no le dolía la cabeza.

Y la casa seguía vacía.

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