PÓNTELO PARA IRTE A CASA, PARECERÁ QUE LLEVAS UN VESTIDO

1

Eran las siete y media de la mañana. Todos, incluso la madre del difunto Benny Drake, con los ojos rojos, habían formado un círculo. Alva tenía un brazo sobre los hombros de Alice Appleton. No quedaba ni rastro del descaro y el valor de la niña, y cuando respiraba se oía un pitido en su diminuto pecho.

Cuando Sam acabó de hablar, hubo un momento de silencio… salvo, por supuesto, el omnipresente rugido de los ventiladores. Entonces Rusty dijo:

– Es una locura. Vas a morir.

– Y si nos quedamos aquí, ¿viviremos? -preguntó Barbie.

– ¿Cómo se te ha ocurrido intentar algo así? -inquirió Linda-. Aunque la idea de Sam funcione y lo logres…

– Oh, creo que funcionará -terció Rommie.

– Claro que sí -dijo Sam-. Un tipo llamado Peter Bergeron me lo dijo, poco después del gran incendio ocurrido en Bar Harbor en el cuarenta y siete. Pete podía ser muchas cosas, pero nunca un mentiroso.

– Aunque al final resulte -dijo Linda-, ¿por qué?

– Porque hay una cosa que no hemos intentado -respondió Julia. Ahora que había tomado una decisión y que Barbie había dicho que la acompañaría, se sentía serena y tranquila-. No hemos intentado suplicar.

– Estás loca, Jules -le espetó Tony Guay-. ¿Crees que te oirán? ¿O que, si te oyen, te escucharán?

Julia se volvió hacia Rusty con semblante grave.

– Cuando tu amigo George Lathrop quemaba hormigas vivas con la lupa, ¿oíste que suplicaran?

– Las hormigas no pueden suplicar, Julia.

– Tú dijiste: «Me di cuenta de que las hormigas también tienen su vida». ¿Por qué te diste cuenta?

– Porque… -Dejó la respuesta en el aire y se encogió de hombros.

– Quizá las oíste -dijo Lissa Jamieson.

– Con el debido respeto, eso es una chorrada -dijo Pete Freeman-. Las hormigas son hormigas. No pueden suplicar.

– Pero la gente sí -replicó Julia-. ¿Y acaso no tenemos también nuestra vida?

Todos se quedaron en silencio.

– ¿Qué otra cosa podríamos probar?

Detrás de ellos, intervino el coronel Cox. Se habían olvidado de él. El mundo exterior y sus habitantes les parecían irrelevantes ahora.

– Yo en su lugar lo intentaría. No quiero empujarles, pero… sí. Lo haría. ¿Barbie?

– Ya les he dicho que estoy de acuerdo -dijo Barbara-. Julia tiene razón. Es nuestra única opción.

2

– Veamos las bolsas -dijo Sam.

Linda le dio tres bolsas de la basura de color verde. En dos de ellas había guardado la ropa para ella y Rusty y unos cuantos libros para las niñas (las camisas, los pantalones, los calcetines y la ropa interior estaba tirada detrás del pequeño grupo de supervivientes). Rommie había donado la tercera, que había utilizado para llevar dos escopetas de caza. Sam examinó las tres, encontró un agujero en la bolsa de las armas y la apartó a un lado. Las otras dos estaban intactas.

– De acuerdo -dijo-. Escuchad con atención. Utilizaremos el monovolumen de la señora Everett para acercarnos a la caja, pero antes lo necesitamos aquí. -Señaló el Honda Odyssey-. ¿Está segura de que las ventanas están cerradas? Tienen que estarlo, varias vidas dependerán de ello.

– Estaban cerradas -dijo Linda-. Habíamos encendido el aire acondicionado.

Sam miró a Rusty.

– Tiene que traerla hasta aquí, Doc, pero lo primero que tiene que hacer es apagar el aire. Entiende el motivo, ¿verdad?

– Para proteger el entorno dentro del vehículo.

– Entrará un poco de aire nocivo cuando abra la puerta, claro, pero no mucho si se da prisa. En el interior aún quedará aire sano. Aire del pueblo. Suficiente para que los ocupantes respiren tranquilamente hasta llegar a la caja. La camioneta vieja no sirve de nada, y no solo porque tenga las ventanas abiertas…

– Tuvimos que hacerlo -dijo Norrie, que miró hacia la camioneta robada de la compañía telefónica-. El aire acondicionado estaba estropeado. Lo dijo el abuelo. -Un lágrima brotó lentamente de su ojo izquierdo y abrió un surco entre la suciedad de la mejilla. Todo estaba sucio, cubierto por una capa de hollín, tan fina que casi no se veía pero que caía del cielo opaco.

– No pasa nada, cielo -le dijo Sam-. Además, esos neumáticos no valen una mierda. Basta echarles un vistazo para saber de dónde ha salido ese cacharro.

– Entonces supongo que si necesitamos otro vehículo será una camioneta -dijo Rommie-. Iré a buscarla.

Sin embargo, Sam negó con la cabeza.

– Es mejor que utilicemos el coche de la señora Shumway, los neumáticos son más pequeños y serán más fáciles de manejar. Además, son nuevos. El aire de su interior será más fresco.

Joe McClatchey sonrió de oreja a oreja.

– ¡El aire de los neumáticos! ¡Tenemos que pasar el aire de los neumáticos a las bolsas de basura! ¡Serán botellas de submarinismo caseras! ¡Señor Verdreaux, es un genio!

Sam «el Desharrapado» también sonrió, mostrando los seis dientes que le quedaban.

– La idea no es mía, hijo. Es mérito de Pete Bergeron. Me contó la historia de unos hombres que se quedaron atrapados en el incendio de Bar Harbor. Sobrevivieron y se encontraban en buen estado, pero cuando las llamas se extinguieron el aire era irrespirable. De modo que lo que hicieron fue coger la rueda de un camión maderero y turnarse para inspirar aire de la válvula hasta que el viento limpió el aire exterior. Pete dijo que sabía a rayos, como un pescado muerto, pero sobrevivieron.

– ¿Bastará con una rueda? -preguntó Julia.

– Quizá, pero si la rueda de recambio es uno de esos donuts de emergencia que solo sirven para recorrer treinta kilómetros por autopista, no podemos fiarnos.

– No lo es -dijo Julia-. Odio esas ruedas. Le pedí a Johnny Carver que me consiguiera una nueva, y lo hizo. -Miró hacia el pueblo-. Supongo que ahora Johnny está muerto. Al igual que Carrie.

– Es mejor que quitemos una de las del coche, por si acaso -dijo Barbie-. Llevas gato, ¿verdad?

Julia asintió.

Rommie Burpee sonrió sin demasiado humor.

– Te echo una carrera, Doc. Tu camioneta contra el híbrido de Julia.

– Yo conduciré el Prius -terció Piper-. Quédate donde estás, Rommie. Estás hecho una mierda.

– Menudo vocabulario para ser una reverenda -gruñó Rommie.

– Deberías dar gracias de que aún me sienta con fuerzas para decir palabrotas. -En realidad, la reverenda Libby no tenía pinta de que le quedaran fuerzas para nada, pero aun así Julia le dio las llaves de su coche. Ninguno de ellos parecía en condiciones para salir a tomar unas copas y mover el esqueleto, y Piper estaba en mejor forma que algunos; Claire McClatchey estaba pálida como una vela.

– De acuerdo -dijo Sam-. Tenemos otro problemilla, pero antes…

– ¿Qué? -preguntó Linda-. ¿Qué otro problema?

– No te preocupes por eso ahora. Antes pongámonos en marcha. ¿Cuándo quieres intentarlo?

Rusty miró a la reverenda congregacional de Chester's Mills. Piper asintió.

– No hay mejor momento que el presente -dijo Rusty.

3

El resto de los habitantes del pueblo los observaba, pero no eran los únicos. Cox y casi un centenar de soldados se habían reunido en su lado de la Cúpula y miraban atentos y en silencio, como los espectadores de un partido de tenis.

Rusty y Piper hiperventilaron en la Cúpula para llenarse los pulmones de tanto oxígeno como fuera posible. Entonces echaron a correr, agarrados de la mano, hacia los vehículos. Cuando llegaron a los coches se separaron. Piper tropezó, hincó una rodilla en el suelo y se le cayeron las llaves del Prius, lo que levantó un murmullo entre los espectadores.

La reverenda recogió las llaves de la hierba y se puso en pie de nuevo. Rusty ya estaba en el Odyssey y con el motor el marcha cuando ella abrió la puerta del coche verde y entró rápidamente.

– Espero que se hayan acordado de apagar el aire acondicionado -dijo Sam.

Los vehículos giraron en un tándem casi perfecto, el Prius detrás del monovolumen, mucho mayor, como un terrier pastoreando un rebaño. Avanzaban rápidamente hacia la Cúpula, dando botes en el terreno irregular. Los exiliados estaban desperdigados delante; Alva llevaba en brazos a Alice Appleton, y Linda tenía a una de las pequeñas J bajo cada brazo; no paraban de toser.

El Prius se detuvo a menos de treinta centímetros de la barrera de suciedad, pero Rusty giró con el Odyssey y dio marcha atrás.

– Tu marido tiene un buen par de pelotas y un par de pulmones aún mejores -le dijo Sam a Linda con la mayor naturalidad.

– Es porque dejó de fumar -replicó Linda, que no oyó la risa contenida de Twitch o, al menos, fingió no oírla.

Tuviera o no buenos pulmones, Rusty no se entretuvo. Bajó, cerró la puerta de golpe y se dirigió hacia la Cúpula.

– Está chupado -dijo… y empezó a toser.

– ¿El aire en el interior de la camioneta es respirable, como dijo Sam?

– Es mejor que el de aquí fuera. -Soltó una risa distraída-. Pero tiene razón sobre otra cosa: cada vez que se abren las puertas, sale aire limpio y entra un poco de aire malo. Seguramente podríais llegar hasta la caja sin el aire del neumático, pero creo que lo necesitaríais para volver.

– No conducirán ellos -dijo Sam-. Lo haré yo.

Barbie sintió que sus labios esbozaban una sonrisa, la primera que adornaba su cara desde hacía varios días.

– Creía que te habían retirado el permiso.

– No veo a ningún poli por aquí -dijo Sam, que se volvió hacia Cox-. ¿Y usted, Cap? ¿Ve a algún poli pueblerino o algún policía montado?

– Ni uno -respondió Cox.

Julia se llevó a Barbie a un lado y le preguntó:

– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

– Sí.

– Sabes que las posibilidades de éxito rondan entre lo imposible y lo improbable, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Se le da bien suplicar, coronel Barbara?

Aquella pregunta le hizo retroceder de nuevo al gimnasio de Faluya: Emerson le dio unas patadas tan fuertes en los huevos a uno de los prisioneros que se los retorció de un modo horrible, Hackermeyer agarró a otro de la kufiya y lo apuntó con una pistola en la cabeza. La sangre manchó la pared como siempre lo había hecho, desde los tiempos en que los hombres se peleaban a garrotazos.

– No lo sé -dijo-. Lo único que sé es que es mi turno.

4

Rommie, Pete Freeman y Tony Guay levantaron el Prius con el gato y desmontaron una de las ruedas. Era un coche pequeño, y en circunstancias normales quizá habrían podido levantar la parte de atrás a pulso. Pero en esa situación no. Aunque el coche estaba aparcado cerca de los ventiladores, tuvieron que acercarse a la Cúpula en repetidas ocasiones para coger aire antes de finalizar la tarea. Al final, Rose sustituyó a Tony, que tosía tanto que no podía continuar.

Sin embargo, lograron sacar dos ruedas y las dejaron apoyadas contra la Cúpula.

– Por el momento va todo bien -dijo Sam-. Ahora tenemos que solucionar el problemilla del que hablaba antes. Espero que a alguien se le ocurra una idea, porque a mí no.

Todos lo miraron.

– Mi amigo Peter me dijo que esos tipos arrancaron la válvula y respiraron directamente del neumático, pero aquí eso no va a funcionar. Hay que llenar esas bolsas de la basura, y eso significa un agujero más grande. Podríamos pinchar los neumáticos, pero si no podemos meter algo en el agujero, algo parecido a una pajita, se perderá demasiado aire. Así pues… ¿qué vamos a usar? -Miró alrededor, esperanzado-. Imagino que nadie habrá traído una tienda de campaña. Una de esas que tienen varillas de aluminio huecas.

– Las niñas tienen una de juguete -dijo Linda-, pero está en casa, en el garaje. -Entonces recordó que el garaje ya no existía, ni tampoco la casa a la que estaba adosado, y se rió.

– ¿Y el tubo de un bolígrafo? -preguntó Joe-. Tengo un Bic…

– No es lo bastante grande -respondió Barbie-. ¿Rusty? ¿Y en la ambulancia?

– ¿Un tubo para traqueotomías? -preguntó Rusty sin demasiada convicción, y se respondió a sí mismo-. No. No es lo bastante grande.

Barbie se volvió.

– ¿Coronel Cox? ¿Alguna idea?

Cox negó con la cabeza, de mala gana.

– Aquí debemos de tener mil cosas que funcionarían, pero eso no sirve de mucho.

– ¡No podemos permitir que esto dé al traste con nuestro plan! -exclamó Julia. Barbie notó la frustración y un punto de pánico en su voz-. ¡A la porra las bolsas! ¡Nos llevaremos los neumáticos y respiraremos directamente de ellos!

Sam negó con la cabeza de inmediato.

– No sirve, señorita. Lo siento pero no puede ser.

Linda se agachó junto a la Cúpula, respiró hondo varias veces y aguantó la respiración. Entonces se dirigió a la parte de atrás de su Odyssey, limpió el hollín de la ventana trasera y miró en el interior.

– La bolsa aún está ahí -dijo-. Gracias a Dios.

– ¿Qué bolsa? -preguntó Rusty, que la agarró de los hombros.

– La de Best Buy, con tu regalo de cumpleaños. Es el ocho de noviembre, ¿o es que lo habías olvidado?

– Pues sí. Adrede. ¿Quién quiere cumplir los cuarenta? ¿Qué es?

– Sabía que si lo metía en casa antes de que lo envolviera, lo encontrarías… -Miró a los demás, con el rostro solemne y tan sucio como un niño de la calle-. Es un cotilla, de modo que lo dejé en el coche.

– ¿Qué le compraste, Linnie? -preguntó Jackie Wettington.

– Espero que sea un regalo para todos nosotros -dijo Linda.

5

Cuando estuvieron listos, Barbie, Julia y Sam «el Desharrapado» abrazaron y besaron a todo el mundo, incluso a los niños. Los rostros de las casi dos docenas de exiliados que iban a quedarse atrás no reflejaban demasiadas esperanzas. Barbie intentó decirse a sí mismo que se debía al cansancio y a las dificultades para respirar, pero sabía que la realidad era bien distinta. Eran besos de despedida.

– Buena suerte, coronel Barbara -dijo Cox.

Barbie asintió con un leve gesto de la cabeza y se volvió hacia Rusty, que era importante de verdad, porque estaba bajo la Cúpula.

– No pierdas la esperanza y no dejes que los demás la pierdan. Si esto no funciona, cuida de ellos hasta cuando puedas y tan bien como puedas.

– Oído. Hazlo lo mejor que puedas.

Barbie señaló con la cabeza a Julia.

– Creo que depende más de ella. Y qué demonios, tal vez incluso logremos regresar aunque no salga bien.

– Estoy seguro -dijo Rusty, que pareció sincero, pero su mirada lo delató.

Barbie le dio una palmada en el hombro y luego se reunió con Sam y Julia, junto a la Cúpula, respirando profundamente el aire fresco que lograba filtrarse. Le preguntó a Sam:

– ¿Estás seguro de que quieres hacer esto?

– Sí. Estoy en deuda con alguien.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Julia.

– Preferiría no decirlo. -Esbozó una pequeña sonrisa-. Sobre todo frente a la periodista del pueblo.

– ¿Lista? -le preguntó Barbie a Julia.

– Sí. -Lo agarró de la mano y le dio un apretón fuerte y fugaz-. En la medida en que pueda estarlo.

6

Rommie y Jackie Wettington se situaron junto a las puertas de atrás del monovolumen. Cuando Barbie gritó «¡Ya!», Jackie abrió las puertas y Rommie lanzó los dos neumáticos del Prius al interior. Barbie y Julia se metieron dentro inmediatamente después, y las puertas se cerraron tras ellos al cabo de una fracción de segundo. Sam Verdreaux, viejo y muy castigado por la bebida, pero aun así ágil como un felino, ya estaba al volante del Odyssey, acelerando.

El aire del interior del monovolumen apestaba como el del exterior, una mezcla de madera quemada y hedor subyacente de pintura y aguarrás, pero era mejor que lo que habían respirado junto a la Cúpula, a pesar de la ayuda de las docenas de ventiladores.

No tardará en empeorar, pensó Barbie. No puede durar mucho siendo tres aquí dentro.

Julia cogió la bolsa con los característicos colores negro y amarillo de Best Buy y le dio la vuelta. Lo que cayó fue un cilindro de plástico con las palabras PERFECT ECHO. Y debajo: 50 CD VÍRGENES. Intentó quitar el precinto de celofán pero se resistía. Barbie hurgó en el bolsillo para sacar la navaja y se le cayó el alma a los pies. No encontraba la navaja. Claro que no. Ahora no era más que un montón de escoria bajo los restos de la comisaría.

– ¡Sam! ¡Por favor, dime que tienes una navaja!

Sam le lanzó una sin abrir la boca.

– Era de mi padre. La he llevado encima toda la vida y quiero que me la devuelvas.

El mango de la navaja era de una madera muy pulida por el uso, pero cuando la abrió, comprobó que la hoja estaba muy afilada. Serviría para quitar el precinto y para pinchar las ruedas.

– ¡Date prisa! -gritó Sam, que pisó con más fuerza el acelerador del Odyssey-. ¡No vamos a ponernos en marcha hasta que me avises, pero dudo que el motor aguante mucho más con este aire tan sucio!

Barbie rajó el precinto y Julia lo quitó. Cuando le dio la vuelta al cilindro de plástico hacia la izquierda, cayó. Los CD vírgenes que iban a ser el regalo de cumpleaños de Rusty Everett estaban en una bobina de plástico negro. Tiro los CD al suelo de la camioneta, y agarró la bobina. Apretó los labios a causa del esfuerzo.

– Déjame intent… -dijo Barbie, pero Julia partió la bobina.

– Las chicas también son fuertes. Sobre todo cuando están muertas de miedo.

– ¿Está hueco? Como no lo esté, volveremos a la casilla de salida.

Se acercó la bobina a la cara. Barbie miró por un lado y vio el ojo azul de Julia en el otro extremo.

– En marcha, Sam -dijo Barbara-. Todo listo.

– ¿Estás seguro de que funcionará? -preguntó Sam a gritos, mientras metía la marcha.

– ¡Y que lo digas! -respondió Barbie, porque de haber dicho «¿Cómo demonios quieres que lo sepa?» no le habría infundido ánimos a nadie. Ni siquiera a sí mismo.

7

Los supervivientes de la Cúpula observaban en silencio mientras el monovolumen avanzaba por el camino de tierra que conducía a lo que Norrie Calvert llamaba «la caja de los destellos». El Odyssey se adentró en la neblina, se convirtió en un fantasma y desapareció.

Rusty y Linda se encontraban uno junto al otro, cada uno con una niña en brazos.

– ¿Qué opinas, Rusty? -preguntó Linda.

El respondió:

– Creo que tenemos que esperar lo mejor.

– ¿Y prepararnos para lo peor?

– Eso también.

8

Pasaban frente a la granja cuando Sam dijo: -Vamos a entrar en el manzanar. Apretaos los machos porque no pienso frenar este cabrón aunque le destroce los bajos.

– ¡Adelante! -exclamó Barbie, en el momento en que una sacudida lo hizo volar por el aire aferrado a uno de los neumáticos. Julia se agarraba al otro, como una náufraga a un salvavidas. Los manzanos pasaron fugazmente. Las hojas parecían sucias, marchitas. La mayoría de la fruta había caído al suelo a causa del fuerte viento que azotó el campo tras la explosión.

Otra fuerte sacudida. Barbie y Julia volaron y cayeron juntos; ella sobre el regazo de Barbie, que no soltaba su rueda.

– ¿Dónde te dieron el carnet, viejo tarado? -gritó Barbie-. ¿En Sears and Roebuck?

– ¡En Walmart! -respondió el anciano a grito pelado-. ¡Todo es más barato en el mundo de Wally! -Entonces dejó de reír-. La veo. Veo a la zorra de los destellos. Es una luz púrpura brillante. Me detendré a su lado. Esperad a pinchar los neumáticos cuando hayamos parado, a menos que queráis rajarlos.

Un instante después pisó el freno hasta el fondo y detuvo el Odyssey con una sacudida que hizo que Barbie y Julia se empotraran contra el asiento trasero. Ahora sé lo que siente una bola de la máquina del millón, pensó Barbie.

– ¡Conduces como un taxista de Boston! -exclamó Julia, indignada.

– Tú no olvides… -un ataque de tos le obligó a dejar la respuesta a medias- que la propina es del veinte por ciento. -Parecía que se ahogaba.

– ¿Sam? -preguntó Julia-. ¿Estás bien?

– Quizá no -respondió con naturalidad-. Estoy sangrando por algún lado. Podría ser la garganta, pero parece algo más profundo. Creo que se me ha desgarrado un pulmón. -Volvió a toser.

– ¿Qué podemos hacer?

Sam logró controlar el ataque de tos.

– Apagar ese puto trasto para que podamos salir de aquí. No me quedan cigarrillos.

9

– Ahora me toca a mí -dijo Julia-. Solo te aviso.

Barbie asintió.

– Sí, señora.

– Tú solo tienes que darme aire. Si lo que hago no funciona, intercambiamos los papeles.

– Tal vez me ayudaría saber qué piensas hacer.

– No tengo un plan concreto. Tan solo una intuición y un poco de esperanza.

– No seas tan pesimista. También tienes dos neumáticos, dos bolsas de basura y un tubo.

Julia sonrió. Su rostro tenso y sucio se iluminó.

– Tomo nota.

Sam volvió a toser, inclinado sobre el volante. Escupió algo.

– Jesús, José y María, qué asco -exclamó-. Daos prisa.

Barbie pinchó su neumático con la navaja y oyó el fuosh del aire en cuanto la quitó. Julia le puso el tubo en la mano con la eficiencia de una enfermera de urgencias. Barbie lo clavó en el agujero, vio la empuñadura de goma… y sintió una divina ráfaga de aire que le azotó el rostro sudoroso. Respiró profundamente una vez, incapaz de contenerse. El aire era mucho más fresco, más rico, que el que atravesaba la Cúpula gracias a los ventiladores del exterior. Su cerebro pareció despertarse y tomó una decisión. En lugar de poner una bolsa de basura sobre el tubo, arrancó un trozo grande de plástico de una de ellas.

– ¿Qué haces? -gritó Julia.

No había tiempo para decirle que no era la única que había tenido una intuición.

Tapó el tubo con el trozo de plástico.

– Confía en mí. Ve a la caja y haz lo que tengas que hacer.

Lo miró por última vez con los ojos desorbitados y abrió la puerta del Odyssey. Estuvo a punto de caerse al suelo, recuperó el equilibrio, tropezó con un montículo y se arrodilló junto a la caja. Barbie la siguió con ambos neumáticos. Llevaba la navaja de Sam en el bolsillo. Se arrodilló él también y le ofreció a Julia la rueda de la que sobresalía el tubo negro.

Julia quitó el tapón de plástico, tomó aire (se le hincharon las mejillas con el esfuerzo, lo espiró a un lado y volvió a aspirar. Las lágrimas le corrían por la cara y abrían surcos limpios por las mejillas. Barbie también lloraba. No tenía nada que ver con la emoción; era como si estuvieran atrapados bajo la lluvia ácida más asquerosa del mundo. El aire exterior era mucho peor que el que había junto a la Cúpula.

Julia aspiró un poco más.

– Bueno -dijo, mientras espiraba, casi con un silbido-. Bastante bueno. No sabe a pescado. Solo a polvo. -Tomó aire de nuevo y le ofreció el neumático a Barbie.

Él negó con la cabeza y se lo devolvió, a pesar de que empezaba a notar un martilleo en los pulmones. Se dio unas palmadas en el pecho y la señaló.

Ella volvió a respirar hondo, y lo hizo en dos ocasiones. Barbie aplastó el neumático para ayudarla. Muy a lo lejos, en otro mundo, oía toser y toser y toser a Sam.

Se le va a partir el pecho en dos, pensó Barbie. Se sintió como si él mismo fuera a caer en pedazos si no respiraba en breve, y cuando Julia empujó el neumático para ofrecérselo, se inclinó sobre la pajita improvisada y respiró hondo, intentando que el maravilloso y polvoriento aire llegara hasta el fondo de sus pulmones. No había suficiente, parecía como si no fuera a haber suficiente, y hubo un momento en que el pánico

(Dios, me ahogo)

casi se apoderó de él. La imperiosa necesidad de regresar al monovolumen -qué más da Julia, que se ocupe de sí misma- fue casi imposible de resistir… pero logró imponerse a ella. Cerró los ojos, respiró e intentó hallar la calma, aquel punto de equilibrio que tenía que estar en algún lado.

Tranquilo. Calma. Tranquilo.

Aspiró aire de forma lenta y continua por tercera vez, y el corazón aminoró un poco el ritmo. Observó a Julia, que se inclinó hacia delante y agarró la caja a ambos lados. No ocurrió nada, lo cual no le sorprendió. Había tocado la caja la primera vez que subieron, por lo que era inmune a la descarga inicial.

Entonces, de repente, arqueó la espalda. Gruñó. Barbie intentó ofrecerle aire, pero ella no le hizo caso. Empezó a sangrar por la nariz, y por la comisura del ojo derecho. Las gotas rojas le corrían por las mejillas.

– ¿Qué sucede? -gritó Sam. Con voz apagada, entrecortada.

No lo sé, pensó Barbie. No sé qué está pasando.

Pero una cosa sabía: si Julia no respiraba pronto, moriría. Sacó el tubo del neumático, lo sujetó con los dientes y clavó la navaja de Sam en la segunda rueda. Metió el tubo en el agujero y lo tapó con el plástico.

Entonces esperó.

10

Este es el momento fuera del tiempo:

Julia está en una amplia habitación blanca sin techo sobre la que hay un extraño cielo verde. Es… ¿qué? ¿El cuarto de los juguetes? Sí, el cuarto de los juguetes. Su cuarto de los juguetes.

(No, está tumbada en el suelo del quiosco de música.)

Es una mujer de cierta edad.

(No, es una niña.)

No hay tiempo.

(Es 1974 y hay todo el tiempo del mundo.)

Tiene que tomar aire del neumático.

(No lo hace.)

Algo la mira. Algo horrible. Pero ella también le resulta terrible a ese algo, porque es mayor de lo que debería, y está ahí. Se supone que no debería estar ahí. Se supone que debería estar en la caja. Sin embargo, es inofensiva. Eso lo sabe, aunque es

(solo un niño)

de muy corta edad; de hecho, acaba de salir de la guardería. Habla.

– Eres de mentira.

– No, soy real. Por favor, soy real. Todos lo somos.

La cabeza de cuero la mira con su rostro sin ojos. Tuerce el gesto. Las comisuras de la boca se inclinan hacia abajo, a pesar de que no tiene boca. Y Julia se da cuenta de la suerte que ha tenido de haber encontrado solo a uno. Normalmente hay más, pero se han

(ido a casa a cenar ido a casa a comer ido a la cama ido a la escuela ido de vacaciones, da igual adonde se hayan ido)

ido a algún lado. Si estuvieran ahí todos juntos, la habrían echado. La que hay podría hacerlo, pero es muy curiosa.

¿Ella?

Sí.

Es de género femenino, como ella.

– Por favor, libéranos. Déjanos vivir nuestra vida.

No hay respuesta. No hay respuesta. No hay respuesta. Entonces:

– No eres real. Eres…

¿Qué? ¿Qué dice? ¿Sois juguetes de la tienda de juguetes? No, pero es algo así. A Julia le viene a la cabeza el recuerdo fugaz del terrario para hormigas que tuvieron su hermano y ella cuando eran pequeños. El recuerdo llega y se va en menos de un segundo. Un terrario para hormigas no es el concepto más adecuado, pero, al igual que los «juguetes de la tienda de juguetes», se acerca bastante. Es un símil bastante apropiado.

– ¿Cómo podéis tener vida si no sois reales?

– ¡SOMOS MUY REALES! -grita ella, y ese es el gemido que oye Barbie-, ¡TAN REALES COMO VOSOTROS!

Silencio. Un algo con un rostro de cuero que cambia en una amplia habitación blanca sin techo que, en cierto modo, también es el quiosco de música de Chester's Mills. Entonces:

– Demuéstralo.

– Dame la mano.

– No tengo mano. No tengo cuerpo. Los cuerpos no son reales. Los cuerpos son sueños.

– ¡Entonces dame tu mente!

La niña cabeza de cuero no quiere. No piensa hacerlo.

De modo que Julia se la coge.

11

Este es el lugar que no es un lugar:

Hace frío en el quiosco y ella está muy asustada. Peor aún, está, ¿humillada? No, es algo mucho peor que la humillación. Si conociera la palabra «vejar» diría: «Sí, sí, eso es, me siento vejada». Le quitaron los pantalones.

(Y en algún lugar los soldados están dando patadas a gente desnuda en un gimnasio. Es la vergüenza de otra persona entremezclada con la suya.)

Julia llora.

(A él le entran ganas de llorar, pero no lo hace. Ahora mismo eso tienen que ocultarlo.)

Las chicas la han dejado sola, pero aún sangra por la nariz; Lila le dio un bofetón y le prometió que le cortaría la nariz si se chivaba y todas le escupieron y ahora está tirada aquí en el suelo y debe de haber llorado mucho porque cree que le sangra el ojo y la nariz y se ha quedado sin respiración. Pero no le importa si sangra mucho o por dónde. Preferiría morir desangrada en el suelo del quiosco que regresar a casa con aquellas braguitas de niña. Preferiría morir desangrándose si con ello no tuviera que ver cómo el soldado

(Después de esto Barbie intenta no pensar en ese soldado, pero cuando lo hace piensa «Hackermeyer el hackermonstruo».)

arrastraba al hombre desnudo por la cosa

(kufiya)

que lleva en la cabeza, pero ella sabe qué es lo que viene a continuación. Es lo que siempre viene a continuación cuando estás bajo la Cúpula.

Ve que una de las chicas ha vuelto. Kayla Bevins ha regresado. Está allí y mira a la estúpida Julia Shumway, que se creía muy lista. La pequeña y estúpida Julia Shumway con sus braguitas de niña pequeña. ¿Ha regresado Kayla para quitarle el resto de la ropa y tirarla en el tejado del quiosco para que tenga que regresar desnuda a casa, tapándose la entrepierna con las manos? ¿Por qué es tan mala la gente?

Cierra los ojos para contener las lágrimas y cuando los abre de nuevo, Kayla ha cambiado. Ahora no tiene cara, solo una especie de casco de cuero que cambia y que no muestra compasión, ni amor, ni siquiera odio.

Tan solo… interés. Sí, eso. ¿Qué hace cuando hago… esto?

Julia Shumway no es digna de nada más. Julia Shumway no importa; busca lo insignificante de lo más insignificante y allí está ella, la cucaracha Shumway que intenta escabullirse. También es una cucaracha prisionera desnuda; una cucaracha prisionera en un gimnasio en el que solo queda el turbante deshecho sobre la cabeza del hombre y bajo el turbante un último recuerdo de un khubz aromático y recién salido del horno que su mujer sostiene en las manos. Ella es un gato al que le queman la cola, una hormiga bajo un microscopio, una mosca a punto de perder las alas por culpa de los dedos curiosos de un niño de tercero en un día lluvioso, un juego para niños sin cuerpo aburridos y con todo el universo en sus manos. Ella es Barbie, es Sam a punto de morir en el monovolumen de Linda Everett, es Ollie muriendo entre las cenizas, es Alva Drake llorando a su hijo muerto.

Pero, sobre todo, es una niña pequeña encogida de miedo sobre el suelo de madera astillosa del quiosco de música de la plaza del pueblo, una niña pequeña castigada por su inocente arrogancia, una niña pequeña que cometió el error de pensar que era grande cuando era pequeña, que era importante cuando no lo era, que le importaba al mundo cuando, en realidad, el mundo es una enorme locomotora muerta con motor pero sin faro. Pero con todo su corazón y mente y alma grita:

– ¡DÉJANOS VIVIR, POR FAVOR! ¡TE LO SUPLICO, POR FAVOR!

Y por un instante ella es la cabeza de cuero de la habitación blanca; es la chica que ha regresado (por una serie de motivos que ni siquiera puede explicarse a sí misma) al quiosco de música. Por un horrible instante Julia es la agresora en lugar de la víctima. Incluso es el soldado de la pistola, el monstruo con el que aún sueña Dale Barbara, el que no se detuvo.

Entonces vuelve a ser simplemente ella misma.

Y mira a Kayla Bevins.

La familia de Kayla es pobre. Su padre corta madera en el TR y bebe en el pub de Freshie (que, con el paso del tiempo, se convertirá en el Dipper's). Su madre tiene una cicatriz rosa en la mejilla, por lo que los niños la llaman Cara de Cereza o Cabeza de Fresa. Kayla no tiene ropa bonita. Hoy lleva un viejo jersey marrón y una falda de cuadros vieja y unos mocasines gastados y unos calcetines blancos que se le caen. Tiene un rasguño en una rodilla de alguna caída o algún empujón en el patio. Es Kayla Bevins, sin duda, pero ahora tiene la cara de cuero. Y aunque adopta diversas formas, ninguna de ella se parece ni remotamente a la humana.

Julia piensa: Estoy viendo el aspecto que tiene el niño para la hormiga, si la hormiga alza la vista desde su lado de la lupa. Si alza la vista antes de empezar a arder.

– ¡KAYLA, POR FAVOR! ¡POR FAVOR! ¡ESTAMOS VIVOS!

Kayla baja la mirada, hacia ella, sin hacer nada. Entonces cruza los brazos (son brazos humanos) y se quita el jersey por la cabeza. No hay cariño en su voz cuando habla; tampoco arrepentimiento ni remordimientos.

Pero tal vez haya compasión.

Dice

12

Julia fue apartada de la caja como si le hubieran dado un manotazo. Expulsó todo el aire. Antes de que pudiera inspirar, Barbie la agarró del hombro, quitó el tapón de plástico del tubo y se lo metió en la boca con la esperanza de no cortarle la lengua o, Dios no lo quisiera, clavarle el tubo de plástico en el paladar. Pero no podía permitir que respirara aire contaminado. Su necesidad de oxígeno era tan imperiosa, que podían darle convulsiones o morir en el acto.

Poco importaba dónde había estado, Julia parecía entender. En lugar de intentar zafarse, se aferró al neumático del Prius como si le fuera la vida en ello y empezó a aspirar por el tubo de forma desesperada. Barbie sintió las sacudidas estremecedoras que azotaron a Julia.

Sam por fin dejó de toser pero entonces oyó otro sonido. Julia también. Aspiró aire una vez más del neumático y alzó la vista, con los ojos abiertos como platos en sus profundas y oscuras órbitas.

Un perro ladró. Tenía que ser Horace, era el único perro que quedaba con vida. Él…

Barbie la agarró del brazo con tal fuerza que Julia creyó que se lo iba a romper. El rostro de Barbie era la expresión del más puro asombro.

La caja del extraño símbolo flotaba a algo más de un metro por encima del suelo.

13

Horace fue el primero que notó el aire fresco porque era el que estaba más cerca del suelo. Empezó a ladrar. Entonces lo notó Joe: una brisa sorprendentemente fría que le acarició la espalda empapada en sudor. Estaba apoyado contra la Cúpula, y la Cúpula se movía. Hacia arriba. Norrie dormitaba con la cara sonrojada apoyada en el pecho de Joe, cuando él vio que un mechón de su pelo sucio y apelmazado empezaba a ondear. Norrie abrió los ojos.

– ¿Qué…? Joey, ¿qué pasa?

Joe lo sabía, pero estaba demasiado aturdido para hablar. Sintió que algo frío se deslizaba por su espalda, como una interminable hoja de cristal que se alzaba.

Horace ladraba como un loco, agachado, con el hocico pegado al suelo. Era su postura de «quiero jugar», pero no estaba jugando. Metió el morro bajo la Cúpula y olisqueó el aire frío, dulce y fresco.

¡Cielos!

14

En el lado sur de la Cúpula, el soldado Clint Ames también dormitaba. Estaba sentado con las piernas cruzadas en el arcén de la carretera 119, envuelto en una manta, al estilo indio. De pronto el aire se enrareció, como si las pesadillas que revoloteaban en su cabeza hubieran adoptado forma física. Entonces tosió y se despertó.

El hollín se arremolinaba alrededor de sus botas y le manchaba los pantalones caqui. ¿De dónde demonios procedía? El incendio había tenido lugar en el interior. Entonces lo vio. La Cúpula se estaba levantando como una persiana gigante. Era imposible, alcanzaba varios kilómetros por encima y por debajo de la tierra, todo el mundo lo sabía, pero estaba sucediendo.

Ames no dudó. Reptó con las manos y las rodillas y agarró a Ollie Dinsmore por los brazos. Por un instante sintió que la Cúpula le rozaba la espalda, parecía de cristal y muy dura, y no había tiempo para pensar: «Si vuelve a bajar ahora, me partirá en dos». Entonces arrastró al chico hacia fuera.

De pronto pensó que era un cadáver.

– ¡No! -gritó. Llevó al chico hacia uno de los ventiladores-. ¡Ni se te ocurra morirte, chico de las vacas!

Ollie empezó a toser, se inclinó hacia delante y vomitó sin apenas fuerzas. Ames lo aguantó. Los demás corrían hacia ellos, gritando de alegría, encabezados por el sargento Groh.

Ollie vomitó de nuevo.

– No me llames chico de las vacas -susurró.

– ¡Traed una ambulancia! -gritó Ames-. ¡Necesitamos una ambulancia!

– No, lo llevaremos al Central Maine General en helicóptero -dijo Groh-. ¿Alguna vez has ido en helicóptero, muchacho?

Con la mirada perdida, Ollie negó con la cabeza. Y vomitó sobre los zapatos del sargento Groh.

El militar sonrió y le estrechó la mugrienta mano.

– Bienvenido de nuevo a Estados Unidos, hijo. Bienvenido al mundo.

Ollie puso un brazo alrededor del cuello de Ames. Era consciente de que iba a perder el conocimiento. Intentó aguantar para dar las gracias, pero no lo consiguió. Lo último de lo que fue consciente antes de sumirse de nuevo en la oscuridad fue que el soldado sureño le dio un beso en la mejilla.

15

En el extremo norte, Horace fue el primero en salir. Corrió como una bala hacia el coronel Cox y empezó a trotar alrededor de sus pies. Horace no tenía rabo, pero daba igual: meneaba el trasero.

– Diantre -dijo Cox. Cogió al corgi en brazos y Horace se puso a darle lametazos como un desesperado.

Los supervivientes permanecían juntos en su lado (la línea de demarcación se veía claramente en la hierba, brillante en un lado y de un gris apagado en el otro); empezaban a entender lo que estaba sucediendo pero no se atrevían a creerlo. Rusty, Linda, las dos pequeñas J, Joe McClatchey y Norrie Calvert, con sus madres de pie a ambos lados. Ginny, Gina Buffalino y Harriet Bigelow, abrazadas. Twitch también abrazaba a su hermana Rose, que lloraba y acunaba a Little Walter. Piper, Jackie y Lissa estaban cogidas de la mano. Pete Freeman y Tony Guay, los únicos que quedaban del Democrat, se encontraban tras ellas. Alva Drake se apoyaba en Rommie Burpee, que sostenía a Alice Appleton en brazos.

Todos observaron cómo la superficie sucia de la Cúpula se alzaba velozmente en el aire. El follaje otoñal del otro lado poseía un brillo desgarrador.

El aire dulce y fresco hizo ondear su pelo y les secó el sudor de la piel.

– Antes nos veíamos como a través de un cristal sucio… -dijo Piper Libby-. Y ahora nos vemos cara a cara.

Horace saltó de los brazos del coronel Cox y empezó a correr trazando ochos en la hierba, a ladrar, a olisquearlo todo y a intentar mear por todas partes.

Los supervivientes miraron con rostro de incredulidad hacia el brillante cielo que se extendía sobre una mañana de domingo de finales de otoño en Nueva Inglaterra. Y sobre ellos, la barrera sucia que los había mantenido prisioneros seguía alzándose, cada vez más rápido, y se encogía hasta convertirse en una línea, como un guión largo escrito con lápiz sobre una hoja de papel azul.

Un pájaro sobrevoló el lugar donde estuvo la Cúpula. Alice Appleton, que aún se encontraba en brazos de Rommie, miró hacia arriba y se rió.

16

Barbie y Julia estaban de rodillas, separados por el neumático, respirando por turnos del tubo. Observaron la caja mientras esta se alzaba de nuevo. Al principio lo hizo lentamente, y pareció quedarse flotando en el aire a casi dos metros de altura, como si dudara. Entonces salió disparada hacia arriba a una velocidad imposible de seguir para el ojo humano; habría sido como intentar seguir la trayectoria de una bala. La Cúpula se levantaba o, en cierto modo, tiraban de ella.

La caja, pensó Barbie. Está atrayendo la Cúpula hacia arriba, del modo en que un imán atrae las limaduras de hierro.

La brisa avanzaba hacia ellos. Barbie percibió cómo ondeaba la hierba a su paso. Sacudió a Julia del hombro y señaló hacia el norte. El asqueroso cielo gris volvía a ser de un azul casi deslumbrante. Podían ver de nuevo claramente los árboles llenos de vida.

Julia apartó la cabeza del tubo y respiró.

– No sé si es muy buena… -dijo Barbie, pero entonces la brisa los acarició. Vio cómo agitaba el pelo de Julia y sintió que le secaba el sudor de su rostro mugriento con delicadeza, como la mano de una amante.

Julia tosió de nuevo. Barbara le dio unas palmadas en la espalda mientras él respiraba por primera vez. El hedor aún no había desaparecido y le desgarró la garganta, pero era respirable. El aire viciado se desplazaba hacia el sur, mientras el aire fresco del TR-90 procedente del lado de la Cúpula -lo que había sido el TR-90 del lado de la Cúpula- ocupaba su lugar. La segunda vez que inspiró aire fue mejor; la tercera, aún mejor; la cuarta, un regalo de Dios.

O de una niña cabeza de cuero.

Barbie y Julia se abrazaron junto al cuadrado negro que la caja dejó en el suelo, donde no volvería a crecer nada, nunca más.

17

– ¡Sam! -gritó Julia-. ¡Tenemos que ir a buscar a Sam!

Seguían tosiendo mientras corrían hacia el Odyssey, pero Sam ya no tosía. Estaba desplomado sobre el volante, con los ojos abiertos, respirando débilmente. Tenía la parte inferior de la cara cubierta de sangre, y cuando Barbie lo echó hacia atrás, vio que la camisa azul del anciano se había teñido de un púrpura sucio.

– ¿Puedes llevarlo? -preguntó Julia-. ¿Puedes llevarlo hasta donde están los soldados?

Por un instante la respuesta estuvo a punto de ser «No», pero Barbie dijo:

– Puedo intentarlo.

– No -susurró Sam, que los miró-. Me duele demasiado. -Un hilo de sangre manaba de su boca con cada palabra que pronunciaba-. ¿Lo has logrado?

– Ha sido Julia -dijo Barbie-. No sé exactamente cómo, pero lo ha logrado.

– Parte del mérito es del hombre del gimnasio -dijo ella-. Del hombre al que disparó el hackermonstruo.

Barbie se quedó boquiabierto, pero Julia no se dio cuenta. Abrazó a Sam y le dio un beso en ambas mejillas.

– Y el mérito en parte también es tuyo, Sam. Nos has traído hasta aquí y viste a la niña del quiosco de música.

– En mi sueño no eras una niña -dijo Sam-. Eras adulta.

– Pues la niña estaba ahí. -Julia se llevó las manos al pecho-. Y también está aquí. Vive.

– Ayúdame a salir de la camioneta -susurró Sam-. Quiero oler el aire fresco antes de morir.

– No vas a…

– Cierra el pico, mujer. Ambos sabemos la verdad.

Julia y Barbie agarraron a Sam cada uno de un brazo, lo levantaron con cuidado, y lo tumbaron en el suelo.

– Huele este aire -dijo Sam-. Dios bendito. -Respiró profundamente y tosió un poco de sangre-. Me llega cierto olor a madreselva.

– A mí también -dijo Julia, y le apartó el pelo de la frente.

Sam puso una mano sobre la de Julia.

– ¿Se… se han arrepentido?

– Solo había una -respondió Julia-. Si hubiera habido más, no habría funcionado. No se puede luchar contra una multitud azuzada por la crueldad. Y no… no se ha arrepentido. Ha tenido compasión, pero no se ha arrepentido.

– No son como nosotros, ¿verdad? -susurró el anciano.

– No, en absoluto.

– La compasión es para los fuertes -dijo Sam; suspiró-. Yo solo puedo arrepentirme. Lo que hice fue por culpa del alcohol, pero aun así me arrepiento. Si pudiera enmendaría todo lo hecho.

– Fuera lo que fuese, al final lo has compensado -terció Barbie; le agarró la mano izquierda. La alianza, grotescamente grande para tan poca carne, bailaba en el dedo corazón.

Los ojos de Sam, de un azul yanqui desvaído, se volvieron hacia él, e intentó sonreír.

– Quizá sí… por todo lo que he hecho. Pero he sido feliz en el proceso. No creo que se pueda compensar una cosa como… -Empezó a toser de nuevo, y escupió más sangre con la boca desdentada.

– Ya vale -dijo Julia-. No intentes hablar más. -Estaban arrodillados, uno a cada lado de Sam. Julia miró a Barbie-. Olvídate de llevarlo a ningún lado. Ha sufrido un desgarro interno. Vamos a tener que ir a pedir ayuda.

– ¡Oh, el cielo! -dijo Sam Verdreaux.

Esas fueron sus últimas palabras. Suspiró y su pecho, vacío, no volvió a hincharse. Barbie intentó cerrarle los ojos, pero Julia le cogió la mano para detenerlo.

– Deja que mire -dijo-. Aunque esté muerto, deja que mire tanto tiempo como quiera.

Se sentaron junto a él. Oyeron cantar a un pájaro. Y en algún lugar, Horace seguía ladrando.

– Supongo que debería ir a buscar a mi perro -dijo Julia.

– Sí -dijo Barbie-. ¿En coche?

Ella negó con la cabeza.

– Vayamos a pie. Creo que aguantaremos medio kilómetro si vamos despacio, ¿no?

Barbie la ayudó a levantarse.

– Averigüémoslo -respondió.

18

Mientras caminaban con las manos entrelazadas sobre la alfombra de hierba que cubría el antiguo camino de suministros, Julia le contó todo lo que pudo sobre lo que llamaba su «estancia en el interior de la caja».

– Así pues -dijo Barbie cuando ella acabó su relato-, le has contado las cosas horribles de las que somos capaces, o se las has mostrado, y aun así nos ha liberado.

– Saben todas las cosas horribles que podemos hacer -dijo Julia.

– Ese día de Faluya es el peor recuerdo de mi vida. Lo que lo convierte en algo tan malo es… -Intentó pensar en la expresión que había utilizado Julia-. Es que yo fui el agresor en lugar de la víctima.

– Tú no lo hiciste -dijo ella-. Fue ese otro hombre.

– No importa -replicó Barbie-. Aquel hombre está muerto, da igual quién lo hiciera.

– ¿Habría sucedido si solo hubiera habido dos o tres de vosotros en el gimnasio? ¿O si hubieras estado tú solo?

– No. Por supuesto que no.

– Entonces culpa al destino. O a Dios. O al universo. Pero deja de culparte a ti mismo.

Quizá nunca fuera capaz de conseguirlo, pero entendía lo que había dicho Sam al final. El arrepentimiento por algo mal hecho era mejor que nada, supuso Barbie, pero por muy grande que fuera ese arrepentimiento no podría compensar la alegría sentida durante la destrucción, tanto si era quemar hormigas como disparar a prisioneros.

En Faluya no sintió alegría alguna. Podía considerarse inocente en ese aspecto. Y eso era bueno.

Los soldados corrían hacia ellos. Tal vez les quedaba un minuto más a solas. Quizá dos.

Barbara se detuvo y la agarró de los brazos.

– Te quiero por lo que has hecho, Julia.

– Lo sé -respondió ella con calma.

– Lo que has hecho es muy valiente.

– ¿Me perdonas por haberte robado recuerdos? No quería hacerlo; simplemente ocurrió.

– Estás perdonada del todo.

Los soldados estaban más cerca. Cox corría con los demás, seguido de Horace. El coronel no tardaría en llegar, preguntaría por Ken y con esa pregunta el mundo los reclamaría.

Barbie alzó la mirada hacia el cielo, respiró hondo aquel aire cada vez más limpio.

– No puedo creer que haya desaparecido.

– ¿Crees que regresará alguna vez?

– Quizá no a este planeta, y no gracias a esa tropa. Crecerán y no volverán a su cuarto de los juguetes, pero la caja permanecerá. Y otros niños la encontrarán. Tarde o temprano, la sangre siempre acaba salpicando la pared.

– Eso es horrible.

– Quizá, pero ¿quieres que te diga lo que decía mi madre?

– Por supuesto.

Barbie recitó:

– «La noche es más oscura justo antes del amanecer.»

Julia rió. Fue un sonido precioso.

– ¿Qué te dijo la niña cabeza de cuero al final? -preguntó Barbara-. Dímelo rápido porque ya casi han llegado y esto es solo entre tú y yo.

A Julia pareció sorprenderle que no lo supiera.

– Me dijo lo mismo que Kayla. «Póntelo para irte a casa, parecerá que llevas un vestido.»

– ¿Hablaba del jersey marrón?

Julia le cogió la mano de nuevo.

– No. De nuestra vida. Nuestra pequeña vida.

Barbara meditó sobre sus palabras.

– Si es lo que te ha dado, aprovechémosla.

Julia señaló hacia los soldados:

– ¡Mira quién viene!

Horace la vio. Avivó el paso, se coló entre los hombres que corrían y, cuando los dejó atrás, se agachó un poco y aceleró al máximo. Una gran sonrisa adornaba su hocico. Llevaba las orejas pegadas hacia atrás. Su sombra se deslizaba sobre la hierba manchada de hollín. Julia se arrodilló y extendió los brazos.

– ¡Ven con mamá, cariño! -gritó.

Horace saltó. Ella lo agarró al vuelo y se echó hacia atrás, riendo. Barbie la ayudó a ponerse en pie.

Regresaron juntos al mundo, con ese regalo que les habían dado: simplemente la vida.

La compasión no era amor, pensó Barbie…, pero si eres un niño, darle ropa a alguien que está desnudo tenía que ser un paso en la dirección adecuada.


22 de noviembre de 2007 – 14 de marzo de 2009

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