Joe «el Espantapájaros» no se levantó temprano; estuvo levantado hasta tarde. Toda la noche, en realidad.
Estamos hablando de Joseph McClatchey, de trece años de edad, también conocido como el Rey de los Empollones y Skeletor, residente en el 19 de Mills Street. Con su uno noventa de altura y sus sesenta y ocho kilos de peso, era, efectivamente, esquelético. Además, era un auténtico cerebrín. Joe seguía en octavo solo porque sus padres estaban rotundamente en contra de la práctica de «saltarse cursos».
A Joe no le importaba. Sus amigos (para ser un genio enclenque de trece años, tenía una cantidad sorprendente de amigos) estaban allí. Además, los deberes estaban tirados y había un montón de ordenadores con los que pasar el rato; en Maine, todos los alumnos de secundaria tenían uno. Algunas de las mejores páginas web estaban bloqueadas, por supuesto, pero Joe no había tardado mucho en conseguir librarse de esas insignificantes molestias. Estaba encantado de compartir la información con sus colegas, dos de los cuales eran esos intrépidos destrozatablas de Norrie Calvert y Benny Drake. (Benny disfrutaba sobre todo recorriendo la página de Rubias con Braguitas Blancas durante su sesión diaria de biblioteca.) Esos actos de generosidad explicaban sin duda parte de la popularidad de Joe, pero no toda; los chavales creían que molaba. La pegatina que llevaba en la mochila seguramente era lo que más se acercaba a explicar el porqué. Decía REVÉLATE CONTRA LOS QUE MANDAN.
Joe era un alumno de todo sobresalientes, un pívot digno de confianza y a veces brillante del equipo de baloncesto del instituto (¡un jugador de séptimo!) y un futbolista de miedo. Sabía hacerles cosquillas a las teclas del piano y dos años antes había ganado el segundo premio del Concurso Municipal de Talentos Navideños anual con una hilarante y despreocupada coreografía del Redneck Woman de Gretchen Wilson. Consiguió que todos los adultos presentes aplaudieran y se carcajearan. Lissa Jamieson, encargada de la biblioteca municipal, dijo que el chico podría ganarse la vida con eso si le apetecía, pero ser un Napoleon Dynamite de mayor no era la ambición de Joe.
«Estaba amañado», había dicho Sam McClatchey, toqueteando con tristeza la medalla del segundo puesto de su hijo. Probablemente era verdad; el ganador de ese año había sido Dougie Twitchell, que casualmente era el hermano de la tercera concejala. Twitch había hecho malabarismos con una docena de mazas mientras cantaba «Moon River».
A Joe no le importaba si lo habían amañado o no. Había perdido el interés en el baile igual que perdía el interés en la mayoría de las cosas en cuanto las dominaba hasta cierto punto. Incluso su amor por el baloncesto, que como alumno de quinto había supuesto que sería eterno, empezaba a desvanecerse.
Solo su pasión por internet, esa galaxia electrónica de posibilidades infinitas, parecía no pesarle.
Su mayor ambición, que ni siquiera sus padres conocían, era llegar a ser presidente de Estados Unidos. A lo mejor, pensaba a veces, hago el número de Napoleon Dynamite en mi investidura. Esa chorrada estaría en YouTube toda la eternidad.
La primera noche de la Cúpula, Joe la pasó toda entera en internet. Los McClatchey no tenían generador, pero el portátil de Joe estaba cargado y listo para la acción. Además, disponía de media docena de baterías de repuesto. Había animado a los otros siete u ocho niños de su club informático informal a que también tuvieran recambios a mano, y sabía dónde había más si las necesitaba. Tal vez no hicieran falta; la escuela tenía un generador cojonudo y creía que podría recargar allí sin problema. Aunque acabaran cerrando la Secundaria de Mills, el señor Allnut, el conserje, seguro que le echaría un cable; el señor Allnut también era un fan de rubiasconbraguitasblancas.com. Por no hablar de las descargas de música country que Joe «el Espantapájaros» le conseguía gratis.
Esa primera noche, Joe estuvo a punto de fundir su conexión wifi yendo de blog en blog con la acrobática agilidad de un sapo saltando sobre rocas calientes. Cada blog era más funesto que el anterior. Los hechos escaseaban; proliferaban las teorías conspirativas. Joe estaba de acuerdo con sus padres, que llamaban «los pirados del casco de papel de aluminio» a los seguidores de las teorías de la conspiración más estrafalarias que vivían en (y para) internet, pero él también creía en la idea de que si estás viendo un montón de estiércol tiene que haber un poni cerca.
Cuando el día de la Cúpula se convirtió en el día Dos, todos los blogs insinuaban lo mismo: el poni en este caso no eran terroristas, ni invasores del espacio ni el Gran Cthulhu, sino el viejo complejo militar-industrial de toda la vida. Los detalles variaban de una página a otra, pero había tres teorías básicas que estaban en todas. Una era que la Cúpula era una especie de experimento cruel que utilizaba a los habitantes de Chester's Mills como conejillos de Indias. Otra decía que era un experimento que había salido mal y estaba fuera de control («Exactamente igual que en la película La niebla», escribía un blogger). Una tercera teoría decía que no era ni mucho menos un experimento, sino un pretexto creado con frialdad para justificar una guerra con los enemigos declarados de Estados Unidos. «!Y GANAREMOS!», escribía yaDeciaYo87. «Porque con esta nueva arma QUIÉN SE NOS VA A RESISTIR? Amigos, NOS HEMOS CONVERTIDO EN LOS NEW ENGLAND PATRIOTS DE LAS NACIONES!!!!»
Joe no sabía cuál de esas teorías era la verdadera, si es que alguna lo era. En realidad no le importaba. Lo que le importaba era su común denominador: el gobierno.
Había llegado la hora de montar una manifestación, y la encabezaría él, faltaría más. Dentro de la ciudad no, sino en la carretera 119, donde más daño podían hacerle directamente al opresor. Al principio tal vez solo serían los chicos de Joe, pero la cosa crecería. No le cabía ninguna duda. El opresor seguramente seguiría manteniendo a distancia a la prensa acreditada, pero, aun a sus trece años de edad, Joe era lo bastante listo para saber que eso no tenía importancia. Porque había personas dentro de esos uniformes, y cerebros pensantes detrás de esos rostros inexpresivos, por lo menos de algunos. La presencia militar en bloque podía dar forma al opresor, pero habría individuos escondidos dentro de ese bloque, y algunos de ellos serían bloggers secretos. Ellos harían correr la voz, y algunos seguramente acompañarían sus informes con fotografías hechas con la cámara del móvil: Joe McClatchey y sus amigos sosteniendo carteles que dirían BASTA DE SECRETISMO, PARAD EL EXPERIMENTO, LIBERTAD PARA CHESTER'S MILL, etcétera, etcétera.
– También tengo que repartir carteles por el pueblo -murmuró.
Pero eso no sería ningún problema. Todos sus chicos tenían impresora. Y bicis.
Joe «el Espantapájaros» empezó a enviar correos electrónicos con las primeras luces del alba. Pronto haría la ronda con su bicicleta y reclutaría a Benny Drake para que lo ayudara. A lo mejor también a Norrie Calvert. Los miembros de la pandilla de Joe solían levantarse tarde el fin de semana, pero Joe pensó que en el pueblo todo el mundo se levantaría temprano esa mañana. Estaba claro que el opresor no tardaría en cortar internet, como había hecho con los teléfonos, pero de momento era el arma de Joe, el arma de la gente.
Había llegado la hora de rebelarse contra los que mandaban.
– Amigos, levantad las manos -dijo Peter Randolph.
De pie ante sus nuevos reclutas, estaba cansado y tenía ojeras, pero al mismo tiempo sentía una especie de felicidad macabra. El coche patrulla verde del jefe estaba en el aparcamiento del parque automovilístico, con el depósito lleno y listo para la acción. Ahora era suyo.
Los nuevos reclutas -Randolph había pensado llamarlos Ayudantes Especiales en su informe oficial para los concejales- alzaron las manos obedientemente. Eran cinco, y uno no era un «amigo» sino una joven robusta que se llamaba Georgia Roux. Era peluquera en paro y novia de Carter Thibodeau. Junior le había sugerido a su padre que probablemente iría bien incluir a una mujer para tener a todo el mundo contento, y Big Jim accedió de inmediato. Al principio Randolph se había resistido a la idea, pero cuando Big Jim agasajó al nuevo jefe con su sonrisa más feroz, Randolph cedió.
Además, mientras les tomaba juramento (bajo la mirada de parte de sus fuerzas regulares en calidad de público), tuvo que admitir para sí que realmente parecían bastante duros. Junior había perdido algunos kilos durante ese verano y no se acercaba ni mucho menos al peso que había tenido como defensa en el instituto, pero todavía debía de llegar a los ochenta y cinco, y los demás, incluso la chica, eran auténticos armarios.
Estaban allí de pie, repitiendo las palabras que él decía, frase por frase: Junior en el extremo izquierdo, al lado de su amigo Frankie DeLesseps; después Thibodeau y la tal Roux; Melvin Searles el último. Searles lucía una sonrisa distraída, como si estuviera en la feria del condado. Randolph le habría borrado esa basura de la cara en un periquete si hubiera tenido tres semanas para entrenar a esos chicos (incluso una, joder), pero no las tenía.
Lo único en lo que no había cedido ante Big Jim fue en lo referente a las armas. Rennie había argumentado a su favor, insistiendo en que eran «unos jóvenes muy equilibrados y temerosos de Dios» y diciendo que él mismo estaría encantado de proporcionárselas, en caso de que fuera necesario.
Randolph había negado con la cabeza.
– La situación es demasiado inestable. Veamos primero qué tal se defienden.
– Si alguno de ellos acaba herido mientras tú ves qué tal se defienden…
– Nadie va a acabar herido, Big Jim -dijo Randolph, esperando no equivocarse-. Esto es Chester's Mills. Si fuera Nueva York, a lo mejor las cosas serían diferentes.
Entonces Randolph dijo:
– Y protegeré y serviré lo mejor que pueda a los habitantes de este pueblo.
Ellos lo repitieron con tanta dulzura como los alumnos de catequesis el día de la visita de los padres. Hasta Searles, distraído y risueño, lo dijo bien. Y tenían buena planta. No iban armados -todavía-, pero al menos llevaban walkie-talkies. También porras.
Stacey Moggin (que también iba a hacer un turno completo de patrulla) había conseguido camisas de uniforme para todos menos para Carter Thibodeau. No había encontrado nada que le fuera bien porque el chico tenía los hombros demasiado anchos, pero la sencilla camisa de trabajo azul que se había traído de casa no estaba mal. No era reglamentaria, pero estaba limpia. Y la placa plateada que llevaba sobre el bolsillo izquierdo transmitía el mensaje que había que transmitir.
Tal vez aquello funcionase.
– Con la ayuda de Dios -dijo Randolph.
– Con la ayuda de Dios -repitieron todos.
Randolph vio con el rabillo del ojo cómo se abría la puerta. Era Big Jim. Se unió a Henry Morrison, al jadeante George Frederick, a Fred Denton y a la recelosa Jackie Wettington al fondo de la sala. Rennie había ido para ver jurar a su hijo, Randolph lo sabía. Y, puesto que todavía se sentía incómodo por haberse opuesto a que los nuevos hombres llevasen armas (negarle cualquier cosa a Big Jim iba en contra de la naturaleza políticamente acomodada de Randolph), el nuevo jefe improvisó en honor del segundo concejal.
– Y no le permitiré gilipolleces a nadie.
– ¡Y no le permitiré gilipolleces a nadie! -repitieron. Con entusiasmo. Esta vez todos ellos sonrientes. Ansiosos. Dispuestos a pisar las calles.
Big Jim asintió y alzó el pulgar a pesar de la palabrota. Randolph sintió que se expandía. Poco sabía él que esas palabras regresarían para torturarlo: No le permitiré gilipolleces a nadie.
Cuando Julia Shumway entró esa mañana en el Sweetbriar Rose, la mayoría de los que habían ido a desayunar se habían marchado ya a la iglesia o a improvisados foros de debate en la plaza del pueblo. Eran las nueve en punto. Barbie estaba solo; ni Dodee Sanders ni Angie McCain se habían presentado, lo cual no sorprendió a nadie. Rose había ido al Food City. Anson la había acompañado. Con suerte, volverían cargados de provisiones, pero Barbie no se permitiría creerlo hasta que de verdad viera el material.
– Está cerrado hasta la hora de comer -dijo-, pero hay café.
– ¿Y un rollito de canela? -preguntó Julia con ilusión.
Barbie negó la cabeza.
– Hoy Rose no ha hecho. Intenta que el generador dure el máximo.
– Parece sensato -dijo-. Solo café, entonces.
Él ya llevaba la cafetera y le sirvió.
– Pareces cansada.
– Barbie, todo el mundo parece cansado esta mañana. Y muerto de miedo.
– ¿Qué tal va el periódico?
– Esperaba poder sacarlo a eso de las diez, pero parece que más bien será esta tarde. El primer Democrat extra desde que el Prestile se desbordó en 2003.
– ¿Problemas de producción?
– Mientras mi generador siga en marcha, no. Solo quiero acercarme a la tienda a ver si se forma una turba. Conseguir esa parte de la historia, si es que llega a suceder. Pete Freeman ya está allí para sacar fotos.
A Barbie no le gustó la palabra «turba».
– Dios, espero que se comporten.
– Se comportarán; al fin y al cabo esto es Chester's Mills, no Nueva York.
Barbie no estaba tan seguro de que hubiese mucha diferencia entre los ratones de ciudad y los ratones de campo en una situación de estrés, pero mantuvo la boca cerrada. Ella conocía a los locales mejor que él.
Y Julia, como si le leyera la mente:
– Claro que podría equivocarme. Por eso he enviado a Pete.
Miró alrededor. Todavía había algunas personas al principio de la barra, terminándose los huevos y el café, y por supuesto la gran mesa del fondo (la «mesa del chismorreo», en habla yanqui) también estaba llena de viejos que daban vueltas a lo ocurrido y discutían acerca de lo que sucedería a continuación. Sin embargo, tenían el centro del restaurante para ellos dos.
– Tengo que decirte un par de cosas -dijo Julia en voz baja-. Deja de revolotear haciéndote el camarero feliz y siéntate.
Barbie le hizo caso y se sirvió una taza de café. Era el culo de la cafetera y sabía a diesel… pero el culo de la cafetera era donde se concentraba el cargamento de cafeína, claro.
Julia rebuscó en el bolsillo de su vestido, sacó su móvil y se lo pasó por encima de la mesa.
– Tu hombre, Cox, ha vuelto a llamar esta mañana a las siete. Supongo que tampoco ha dormido mucho esta noche. Me ha pedido que te diera esto. No sabe que tienes uno.
Barbie dejó el teléfono donde estaba.
– Si ya espera un informe, es que ha sobrevalorado seriamente mis capacidades.
– No ha dicho eso. Ha dicho que si necesitaba hablar contigo quería poder localizarte.
Eso hizo que Barbie se decidiera. Volvió a empujar el móvil hacia ella. Julia lo cogió, no parecía sorprendida.
– También ha dicho que, si no tenías noticias suyas antes de las cinco de la tarde, lo llamaras. Nos pondrá al día. ¿Quieres el número del prefijo raro?
Barbie suspiró.
– Claro.
Ella se lo anotó en una servilleta: pequeños números prolijos.
– Me parece que van a intentar algo.
– ¿El qué?
– No lo ha dicho, pero me ha dado la sensación de que tienen una serie de opciones sobre la mesa.
– Seguro que sí. ¿Qué más tienes en mente?
– ¿Quién dice que tenga algo más?
– Me ha dado esa sensación -repuso él, sonriente.
– Vale, el contador Geiger.
– He pensado que hablaré de eso con Al Timmons. -Al era el conserje del ayuntamiento y un habitual del Sweetbriar Rose. Barbie se llevaba bien con él.
Julia negó con la cabeza.
– ¿No? ¿Por qué no?
– ¿Quieres saber quién le hizo a Al un préstamo personal sin intereses para que enviara a su hijo pequeño a la Heritage Christian University de Alabama?
– ¿Jim Rennie?
– Exacto. Y vayamos ahora a por el doble o nada, donde se les puede dar la vuelta a los marcadores. Adivina quién adelantó el dinero del quitanieves Fisher de Al.
– Me parece a mí que va a ser Jim Rennie.
– Correcto. Y, puesto que tú eres la caca de perro que el concejal Rennie no consigue acabar de limpiarse del zapato, acudir a personas que están en deuda con él podría no ser buena idea. -Se inclinó hacia delante-. Pero resulta que yo sé quién tenía un juego completo de las llaves del reino: ayuntamiento, hospital, centro de salud, colegios, lo que quieras.
– ¿Quién?
– Nuestro difunto jefe de policía. Y resulta que conozco muy bien a su mujer… a su viuda. No le tiene ningún aprecio a James Rennie. Más aún: sabe guardar un secreto si la convences de que hay que guardarlo.
– Julia, el cadáver de su marido aún está caliente.
Julia pensó en la pequeña y deprimente sala de la Funeraria Bowie e hizo una mueca de lástima y aversión.
– Puede, pero seguro que enseguida adquirirá la temperatura ambiente. Sé a qué te refieres y aplaudo tu compasión. Pero… -Le cogió la mano. Eso sorprendió a Barbie, pero no le desagradó-. No nos hallamos en circunstancias normales y, por muy destrozada que esté, Brenda Perkins lo sabe. Tú tienes un trabajo que hacer. Puedo convencerla de eso. Eres el hombre de dentro.
– El hombre de dentro -dijo Barbie, y de repente recibió la visita de un par de recuerdos que no eran bienvenidos: un gimnasio de Faluya y un iraquí llorando, desnudo salvo por su deshilachada kufiya. Después de ese día y de ese gimnasio, había dejado de querer ser un hombre de dentro. Y, aun así, allí lo era.
– O sea que ¿puedo…?
Hacía una mañana muy cálida para ser octubre y, aunque la puerta estaba cerrada (la gente podía salir, pero no volver a entrar), las ventanas estaban abiertas. Un estrépito metálico y hueco y un aullido de dolor entraron entonces por las ventanas que daban a Main Street. Le siguieron gritos de protesta.
Barbie y Julia se miraron por encima de sus tazas de café con idéntica expresión de sorpresa y aprehensión.
Ahora empieza, pensó Barbie. Sabía que no era verdad -había empezado el día anterior, cuando había caído la Cúpula-, pero al mismo tiempo se sentía seguro de que sí lo era.
La gente de la barra corrió hacia la puerta. Barbie se levantó y se unió a ellos, y Julia los siguió.
Calle abajo, en el lado norte de la plaza del pueblo, la campana de la torre de la Primera Iglesia Congregacional empezó a sonar, llamando a sus feligreses al oficio.
Junior Rennie se sentía genial. Esa mañana no padecía ni una sombra de migraña y a su estómago le había sentado bien el desayuno. Pensó que incluso sería capaz de comer a la hora del almuerzo. Eso estaba bien. Últimamente no toleraba demasiado la comida; la mitad de las veces le bastaba mirarla para que le entraran ganas de vomitar. Pero esa mañana no. Tortitas y beicon, nena.
Si esto es el Apocalipsis, pensó, tendría que haber llegado antes.
A cada ayudante especial se le había asignado un agente oficial de tiempo completo. A Junior le había tocado Freddy Denton, y eso también estaba bien. Denton, algo calvo pero aún en buena forma a sus cincuenta años, era conocido por ser un poli duro de cojones… aunque había excepciones. Había sido presidente del Club de Apoyo de los Wildcats durante los años en que Junior jugó al fútbol americano en el instituto, y se rumoreaba que nunca le había puesto una multa a ningún jugador del equipo de fútbol del centro. Junior no podía hablar por todos ellos, pero sabía que Freddy le había pasado por alto más de una a Frankie DeLesseps, y el propio Junior había oído dos veces la vieja frase de «Por esta vez no voy a ponerte multa, pero frena un poco». A Junior podría haberle tocado Wettington, quien seguramente pensaba que a uno recién salido del banquillo conseguiría llevárselo a la cama. Tenía unas buenas tetas, pero ¿no era una pringada? No le había impresionado nada esa mirada de ojos fríos que le había dirigido después de la jura, cuando Freddy y él habían pasado por delante de ella de camino a la calle.
Aún queda algo de sitio en la despensa para ti si te da por joderme, Jackie, pensó, y se echó a reír. ¡Dios, qué bien le sentaba el calor y la luz en la cara! ¿Cuánto hacía que no se sentía tan bien?
Freddy se volvió hacia él.
– ¿Algo divertido, Junes?
– Nada en especial -dijo Junior-. Solo es que estoy en racha, nada más.
Su trabajo -al menos esa mañana- era patrullar a pie por Main Street («Para anunciar nuestra presencia», había dicho Randolph), subir primero por una acera y bajar luego por la otra. Un servicio bastante agradable en el cálido sol de octubre.
Pasaban por delante de Gasolina & Alimentación Mills cuando oyeron unas voces exaltadas en el interior. Una era la de Johnny Carver, el gerente y copropietario. La otra era demasiado confusa para que Junior pudiera reconocerla, pero Freddy Denton puso ojos de exasperación.
– Es ese desharrapado de Sam Verdreaux, como que me llamo Freddy -dijo-. ¡Mierda! Y no son ni las nueve y media.
– ¿Quién es Sam Verdreaux? -preguntó Junior.
La boca de Freddy se tensó, se convirtió en la línea blanca que Junior recordaba de sus días de fútbol. Era su expresión de «Joder, nos han pasado por delante». También la de «Joder, esa falta estaba mal pitada».
– Te has estado perdiendo lo mejorcito de la alta sociedad de Mills, Junes. Pero estás a punto de ser presentado.
Carver estaba diciendo:
– Ya sé que son más de las nueve, Sammy, y ya veo que tienes dinero, pero de todas formas no puedo venderte vino. Ni esta mañana, ni esta tarde, ni esta noche. Seguramente mañana tampoco, a menos que este jaleo se resuelva. Órdenes del propio Randolph. Es el nuevo jefe de policía.
– ¡Y una mierda! -respondió la otra voz, pero arrastraba tanto las palabras que a los oídos de Junior llegó en forma de «Yuna merd…»-. Pete Randolph no es más que un pedazo de mierda pegado al trasero de Duke Perkins.
– Duke ha muerto y Randolph dice que no se vende alcohol. Lo siento, Sam.
– Solo una botella de T-Bird -rezongó Sam. «Namás cuna 'tella de T-Bird»-. La necesito. Y, además, puedo pagártela. Venga. ¿Cuánto hace que compro aquí?
– Vale, a la mierda. -Aunque sonaba asqueado consigo mismo, Johnny ya se estaba volviendo hacia el estante de las cervezas y el vino, que ocupaba todo el largo de la pared, cuando Junior y Freddy avanzaron por el pasillo.
Seguramente había decidido que una botella de T-Bird era un precio muy bajo si conseguía que ese viejo borracho saliera de su tienda, sobre todo porque había unos cuantos compradores mirando y esperando ansiosos a ver cómo se desarrollarían los hechos.
El cartel escrito a mano que había sobre la caja decía NO SE VENDE ALCOHOL HASTA NUEVO AVISO, pero el muy nenaza estaba echando mano a una botella de las del centro. Ahí era donde tenía el garrafón de baratillo. Junior llevaba menos de dos horas en el cuerpo, pero sabía que aquello era mala idea. Si Carver cedía ante ese borrachuzo desgreñado, otros clientes menos desagradables exigirían el mismo privilegio.
Freddy Denton, por lo visto, pensaba lo mismo.
– No lo hagas -le dijo a Johnny Carver. Y a Verdreaux, que lo estaba mirando con los ojos rojos de un topo atrapado en un incendio en la maleza-: No sé si te quedan neuronas suficientes para leer el cartel, pero sí sé que has oído lo que te ha dicho este hombre: hoy no hay alcohol. Así que con viento fresco. Llévate tu mal olor a otra parte.
– No puede hacer eso, agente -dijo Sam, irguiéndose hasta alcanzar su metro setenta de altura. Llevaba unos pantalones de algodón mugrientos, una camiseta de Led Zeppelin y unas zapatillas viejas con la parte de atrás rota. Se diría que la última vez que se había cortado el pelo se remontaba a cuando Bush II arrasaba en las encuestas-. Tengo mis derechos. Este es un país libre. Eso dice en la Constitución de Independencia.
– La Constitución queda abolida en Mills -dijo Junior, que no sabía que sus palabras eran una profecía-. Así que apaga las velas y vámonos. -¡Dios, qué bien se sentía! ¡En apenas un día había pasado del catastrofismo total a la euforia absoluta!
– Pero…
Sam se quedó allí de pie un momento con el labio inferior temblando, intentando ofrecer más argumentos. Junior observó con desagrado y fascinación que al viejo imbécil se le humedecían los ojos. Sam extendió las manos, que le temblaban mucho más que la flácida boca. Solo tenía un argumento más que presentar, pero era difícil expresarlo delante de tanto público. Como no tenía más remedio, lo hizo.
– Lo necesito de verdad, Johnny. No es broma. Solo un poco, para dejar de temblar. Lo haré durar. Y no montaré ningún jaleo. Te lo juro por el nombre de mi madre. Me iré a casa. -Casa, para Sam «el Desharrapado», era una choza levantada en medio de un patio horripilantemente pelado y salpicado de viejas piezas de coche.
– A lo mejor debería… -empezó a decir Johnny Carver.
Freddy no le hizo caso.
– Desharrapado, en tu vida has conseguido que una botella te dure nada.
– ¡No me llames así! -gritó Sam Verdreaux. Las lágrimas le anegaron los ojos y se deslizaron por sus mejillas.
– Llevas la cremallera abierta, viejo -dijo Junior, y cuando Sam miró abajo, a la bragueta de sus mugrientos pantalones, Junior le pasó un dedo por la parte inferior de la barbilla y después le pellizcó la napia. Era un truco de escuela primaria, cierto, pero no había perdido su encanto. Junior dijo incluso lo que decían entonces-: Tienes una mancha… ¡Te lo has creído!
Freddy Denton se rió. También un par de personas más. Incluso Johnny Carver sonrió, aunque en realidad no parecía querer hacerlo.
– Sal de aquí, Desharrapado -dijo Freddy-. Hace buen día. Supongo que no querrás pasarlo en una celda.
Pero algo -quizá que lo hubieran llamado Desharrapado, quizá que le hubieran pellizcado la nariz, quizá las dos cosas- había vuelto a encender parte de esa furia que había inspirado sobrecogimiento y miedo en los compañeros de Sam cuando había sido transportista de troncos en el lado canadiense de los Merimachee, hacía cuarenta años. El temblor de sus labios y sus manos desapareció, al menos por el momento. Sus ojos se clavaron en Junior, y profirió un carraspeo cargado de flemas pero indudablemente despectivo. Cuando habló, su voz ya no arrastraba las palabras.
– Que te jodan, niño. Tú no eres policía y nunca fuiste demasiado bueno jugando al fútbol. Por lo que he oído decir, ni siquiera conseguiste entrar en el equipo B de la universidad.
Luego deslizó la mirada hasta el agente Denton.
– Y tú, agente de pacotilla. El domingo es legal vender después de las nueve de la mañana. Ha sido así desde los setenta, y fin de la cuestión.
Ahora miraba a Johnny Carver. La sonrisa de Johnny había desaparecido, y los clientes que observaban la escena permanecían muy callados. Una mujer se llevó una mano a la garganta.
– Tengo dinero, de curso legal, y me voy a llevar lo que es mío.
Hizo amago de pasar tras el mostrador. Junior lo agarró por la parte de atrás de la camiseta y el trasero de los pantalones, le hizo dar media vuelta y lo lanzó contra la entrada del establecimiento.
– ¡Oye! -gritó Sam cuando sus pies pedalearon por encima de los viejos tablones encerados-. ¡Quítame las manos de encima! ¡Quítame las putas manos de…!
Por la puerta y escalera abajo, Junior empujaba al viejo por delante de él. Pesaba tan poco como un saco de plumas. Y, Dios, ¡se estaba pedorreando! ¡Pum-pum-pum, como una puñetera ametralladora!
En la acera estaba aparcada la furgoneta de Stubby Norman, en cuyo lateral se leía COMPRAVENTA DE MUEBLES y ANTIGÜEDADES A PRECIOS ESTRELLA. El propio Stubby estaba de pie junto a la furgoneta con la boca abierta. Junior no dudó. Lanzó al viejo borracho que no dejaba de farfullar de cabeza contra el lateral del vehículo. La delgada chapa emitió un melodioso ¡BONG!
A Junior no se le ocurrió que podría haber matado a ese imbécil apestoso hasta que Sam «el Desharrapado» cayó como una piedra, mitad en la acera, mitad en la cuneta. Pero hacía falta más de un empujón contra el lateral de una vieja furgoneta para matar a Sam Verdreaux. O para hacerlo callar. Soltó un grito, luego simplemente se echó a llorar. Se puso de rodillas. Unos chorretones escarlata le resbalaban por la cara desde el cuero cabelludo, donde se le había abierto una brecha. Se limpió un poco, miró la sangre sin acabar de creérselo, después enseñó sus dedos pringados.
Los transeúntes se habían quedado tan quietos que parecía que jugaban a las estatuas. Contemplaban con los ojos muy abiertos al hombre arrodillado que extendía una mano con la palma llena de sangre.
– ¡Denunciaré a esta puta ciudad por brutalidad policial! -bramó Sam-. ¡Y GANARÉ!
Freddy bajó los peldaños de la tienda y se detuvo junto a Júnior.
– Venga, dilo -le dijo Junior.
– ¿Que diga qué?
– Que me he pasado.
– Y una mierda. Ya has oído lo que ha dicho Pete: no le permitáis gilipolleces a nadie. Compañero, esa consigna entra en vigor aquí y ahora.
¡Compañero! El corazón de Junior saltó al oír esa palabra.
– ¡No podéis echarme si tengo dinero! -despotricaba Sam-. ¡No podéis darme una paliza! ¡Soy ciudadano de Estados Unidos! ¡Nos veremos en los tribunales!
– Buena suerte -dijo Freddy-. Los tribunales están en Castle Rock y, por lo que he oído decir, la carretera que va hasta allí está cerrada.
Tiró del hombre para que se pusiera en pie. La nariz también le sangraba, y el chorro había convertido su camiseta en un babero rojo. Freddy se llevó una mano a la parte baja de la espalda para buscar unas esposas de plástico (Tengo que conseguir unas, pensó Junior con admiración). Unos instantes después estaban en las muñecas de Sam.
Freddy miró a los testigos: a los que estaban en la calle, a los que se apiñaban en la puerta de la gasolinera.
– ¡Este hombre queda arrestado por alteración del orden público, desacato a agentes de la policía e intento de agresión! -exclamó con esa voz de pito que Junior recordaba bien de sus días en el campo de fútbol. Siempre lo había sacado de quicio, soltando bravatas desde la banda. Esta vez le sonó a gloria.
Supongo que estoy creciendo, pensó Junior.
– También queda arrestado por quebrantar la nueva norma que prohíbe el alcohol instaurada por el jefe Randolph. ¡Presten mucha atención! -Freddy zarandeó a Sam. El rostro y el pelo mugriento de Sam salpicaron sangre-. Estamos inmersos en una situación de crisis, amigos, pero tenemos a un nuevo sheriff en el pueblo, y se ha propuesto controlarla. Acostúmbrense a ello, acéptenlo y aprendan a quererlo. Ese es mi consejo. Si lo siguen, estoy seguro de que superaremos esta situación sin ningún problema. Si se resisten… -Señaló las manos del viejo, esposadas con plástico a su espalda.
Un par de personas incluso aplaudieron. Para Junior Rennie, aquel sonido fue como agua fresca en un día caluroso. Después, cuando Freddy obligó a caminar a Sam calle arriba, Junior sintió unos ojos que lo miraban. Fue una sensación tan clara que bien podrían haber sido unos dedos dándole golpecitos en la nuca. Se volvió y allí estaba Dale Barbara. De pie junto a la directora del periódico, mirándolo con ojos inexpresivos. Barbara, que le había dado una buena paliza aquella noche en el aparcamiento. Que les había dejado marcas a los tres antes de que la superioridad numérica por fin volviera las tornas.
Las buenas vibraciones de Junior empezaron a esfumarse. Casi podía sentirlas levantando el vuelo a través de su coronilla, como si fueran pajarillos. O murciélagos en un campanario.
– ¿Qué haces tú aquí? -preguntó a Barbara.
– Yo tengo una pregunta mejor -dijo Julia Shumway. Lucía su tensa sonrisilla-. ¿Qué haces tú tratando con brutalidad a un hombre que pesa una cuarta parte que tú y te triplica la edad?
A Junior no se le ocurrió nada que decir. Sintió que la sangre le afluía a la cara y se expandía por sus mejillas. De repente vio a la zorra del periódico en la despensa de los McCain, haciendo compañía a Angie y a Dodee. Y a Barbara. A lo mejor tumbado encima de la zorra del periódico, como si se estuviera beneficiando a esa vieja creída.
Freddy llegó al rescate de Junior. Habló con calma. Llevaba en la cara esa expresión de policía impasible conocida en todo di mundo.
– Cualquier pregunta sobre la política de la policía debe dirigirla al nuevo jefe, señora. Mientras tanto, haría bien en recordar que, de momento, estamos solos. A veces, cuando la gente se queda sola, hay que dar ejemplo.
– A veces, cuando la gente se queda sola, hace cosas de las que más tarde se arrepiente -respondió Julia-. Normalmente cuando empiezan las investigaciones.
Las comisuras de los labios de Freddy se curvaron hacia abajo. Después empujó a Sam por la acera.
Junior miró a Barbie unos segundos más, luego dijo:
– Más vale que tengas cuidado con lo que dices cuando yo esté cerca. Y cuidado por dónde andas. -Tocó adrede su nueva y brillante placa con el pulgar-. Perkins está muerto y ahora yo soy la ley.
– Junior -dijo Barbie-, no tienes buen aspecto. ¿Te encuentras mal?
Junior lo miró con ojos un poco demasiado abiertos. Después se volvió y siguió a su nuevo compañero. Apretaba los puños.
En tiempos de crisis, la gente tiende a recurrir a los consuelos habituales. Ese es el caso tanto de religiosos como de infieles. Los feligreses de Chester's Mill no se llevaron ninguna sorpresa aquella mañana: Piper Libby habló de esperanza en la Congregación, y Lester Coggins habló del fuego infernal en el Santo Cristo Redentor. Las dos iglesias estaban abarrotadas.
La homilía de Piper era sobre el evangelio de san Juan: «Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros». Les dijo a los que llenaban los bancos de la Congregación que en época de crisis la oración era muy importante -el consuelo de la oración, el poder de la oración-, pero que también era importante ayudarse unos a otros, depender unos de otros y amarse unos a otros.
– Dios nos pone a prueba con cosas que no comprendemos -dijo-. A veces es con una enfermedad. A veces es con la muerte inesperada de un ser querido. -Miró con compasión a Brenda Perkins, sentada con la cabeza gacha y las manos unidas sobre el regazo de un vestido negro-. Y ahora es con una barrera inexplicable que nos ha dejado aislados del mundo exterior. No lo comprendemos, pero tampoco comprendemos la enfermedad, el dolor ni la muerte inesperada de una buena persona. Le preguntamos a Dios por qué, y en el Antiguo Testamento la respuesta es la que Él le da a Job: «¿Dónde estabas tú cuando yo creé el mundo?». En el Nuevo Testamento (con mayor claridad), es la respuesta que Jesús le da a sus discípulos: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado». Eso es lo que tenemos que hacer hoy y todos los días hasta que esto haya concluido: amarnos los unos a los otros. Ayudarnos los unos a los otros. Y esperar que esta prueba termine, como siempre terminan las pruebas de Dios.
La homilía de Lester Coggins era sobre los Números (una parte de la Biblia no precisamente célebre por su optimismo): «He aquí que habréis pecado ante el SEÑOR, y sabed que vuestro pecado os alcanzará».
Igual que Piper, Lester mencionó el concepto de prueba -éxito eclesiástico a lo largo de todos los líos de tres pares de cajones de la historia-, pero su tema principal fue la plaga del pecado, cómo Dios se encargaba de esas plagas, cómo parecía estrujarlas entre sus dedos igual que un hombre estrujaría un molesto grano hasta que el pus saliera propulsado cual Colgate sagrado.
Y puesto que, aun a la clara luz de una hermosa mañana de octubre, seguía más que medio convencido de que el pecado por el que estaba siendo castigado el pueblo era el suyo, Lester fue especialmente elocuente. Hubo lágrimas en muchos ojos y las exclamaciones de «¡Sí, Dios mío!» se oían desde un rincón de amenes a otro. Cuando Lester estaba tan inspirado, a veces se le ocurrían nuevas ideas brillantes mientras predicaba. Ese día se le ocurrió una y la expresó al instante, sin detenerse mucho a pensarlo. No necesitaba pensarlo. Hay cosas que son demasiado brillantes, demasiado relucientes, para no ser correctas.
– Esta tarde iré al lugar en el que la 119 choca con la misteriosa Puerta del Señor.
– ¡Sí, Jesucristo! -exclamó una mujer que lloraba. Otras dieron una palmada o alzaron las manos para dar testimonio.
– Calculo que a las dos de la tarde. Iré y me arrodillaré en aquellos pastos de ganado lechero, sí, y le rezaré a Dios para que ponga fin a esta desgracia.
Esta vez las exclamaciones de «Sí, Dios mío» y «Sí, Jesucristo» y «Dios, todo lo sabe» fueron más fuertes.
– Pero antes… -Lester alzó la mano con la que se había fustigado la espalda desnuda en la oscuridad de la noche-. Antes… ¡rezaré por el PECADO que ha causado este DOLOR, este SUFRIMIENTO y esta DESGRACIA! Si estoy solo, puede que Dios no me oiga. Si vienen conmigo dos o tres, o incluso cinco personas, Dios SEGUIRÁ sin oírme, ¿podéis decir amén?
Podían. Lo hicieron. Todos ellos habían alzado las manos y las movían de un lado a otro, atrapados en aquel fervor del buen Dios.
– Pero si TODOS VOSOTROS vinierais conmigo… si todos rezáramos en círculo justo allí, sobre la hierba de Dios, bajo el cielo azul de Dios… a la vista de los soldados que dicen custodiar la obra de la recta mano de Dios… si TODOS VOSOTROS vinierais, si TODOS NOSOTROS rezáramos juntos, a lo mejor lograríamos llegar al fondo de este pecado y sacarlo a rastras hasta la luz para que allí muera, ¡y obrar un milagro de Dios todopoderoso! ¿VENDRÉIS CONMIGO? ¿OS ARRODILLARÉIS CONMIGO?
Por supuesto que irían. Por supuesto que se arrodillarían. A la gente le encanta reunirse para rezarle al Señor con sinceridad en los buenos tiempos y en los malos. Y cuando la banda atacó «Todo lo que ordene mi Dios es bueno» (en clave de sol, Lester a la guitarra solista), todos cantaron dispuestos a ganarse el Cielo.
Jim Rennie estaba allí, desde luego; fue Big Jim el que se encargó de organizar los coches para llevar a todo el mundo.
¡BASTA DE SECRETISMO!
¡LIBERTAD PARA CHESTER'S MILL!
¡¡¡MANIFIÉSTATE!!!
¿DÓNDE? ¡En la granja lechera Dinsmore de la 119!
(Busca el CAMIÓN ACCIDENTADO y a los AGENTES DE LA
OPRESIÓN MILITAR)
¿CUÁNDO? ¡14.00 HOE (Hora de la Opresión Este)!
¿QUIÉN? ¡TÚ y todos los amigos que puedas traer!
¡Diles que QUEREMOS EXPLICARLES NUESTRA HISTORIA
A LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN! ¡Diles que QUEREMOS
SABER QUIÉN NOS HA HECHO ESTO!
¡Y POR QUÉ!
Sobre todo, diles que ¡¡¡QUEREMOS SALIR!!!
¡Este es NUESTRO PUEBLO! ¡Tenemos que luchar por él!
¡¡¡TENEMOS QUE RECUPERARLO!!!
Tenemos carteles, pero trae el tuyo por si acaso
(y recuerda que las blasfemias son contraproducentes).
¡REVÉLATE CONTRA EL PODER!
¡CAÑA AL OPRESOR!
Comité por un Chester's Mill Libre
Si en el pueblo había un hombre que pudiera adoptar como lema personal ese viejo dicho nietzscheano de «Lo que no me mata me hace más fuerte», ese era Romeo Burpee, un currante con un aura muy de Elvis a lo Daddy Cool y botas de punta con laterales elásticos. Le debía su nombre de pila a una romántica madre francoamericana; su apellido, a un padre yanqui que se creía muy duro y era práctico hasta su rancia y tacaña médula. Romeo había sobrevivido a una infancia de crueles pullas -además de alguna que otra paliza- para acabar convirtiéndose en el hombre más rico del pueblo. (Bueno… no. Big Jim era el hombre más rico del pueblo, pero gran parte de su riqueza tenía que mantenerse oculta por necesidad.) Rommie era el dueño de los almacenes independientes más grandes y más rentables del estado. Allá por los años ochenta, sus patrocinadores potenciales le dijeron que estaba loco al apostar por un nombre tan descaradamente feo como Burpee's. La respuesta de Rommie había sido que, si el nombre no había perjudicado a Semillas Burpee, no lo perjudicaría a él. Y ahora su éxito de ventas en verano eran las camisetas que decían VEN A BURPEES A TOMAR GRANIZADOS SLURPEES. ¡Chupaos esa, banqueros sin imaginación!
En buena parte había tenido éxito porque había comprendido cuál era la gran oportunidad y la había perseguido sin detenerse ante nada. A eso de las diez del domingo por la mañana -no mucho después de haber visto cómo se llevaban a Sam «el Desharrapado» al garito de la policía-, otra gran oportunidad se presentó ante él. Como sucedía siempre si estaba uno ojo avizor.
Romeo vio a unos chicos colgando carteles. Estaban hechos con ordenador y tenían un aspecto muy profesional. Los chicos -la mayoría en bici, un par en monopatín- estaban haciendo un gran trabajo empapelando Main Street. Una manifestación de protesta en la 119. Romeo se preguntó de quién habría sido la idea.
Alcanzó a uno y se lo preguntó.
– La idea ha sido mía -dijo Joe McClatchey.
– ¿Te estás quedando conmigo?
– No me estoy quedando con nadie -repuso Joe.
Rommie quiso darle cinco dólares, no hizo caso de sus protestas y se los metió en el bolsillo de atrás. Valía la pena pagar por la información. Rommie pensó que la gente iría a la manifestación de aquel chaval. Se morían por expresar su miedo, su frustración y su justificada ira.
Poco después de dejar que Joe «el Espantapájaros» siguiera su camino, Romeo oyó que la gente hablaba de un encuentro de oración que el reverendo Coggins celebraría por la tarde. La misma hora, Dios bendito; el mismo lugar, Dios bendito.
Estaba claro que era una señal. Una señal que decía OPORTUNIDAD DE VENTA AQUÍ.
Romeo fue a su establecimiento, donde el negocio estaba parado. La gente que había salido a hacer la compra de la semana se había ido al Food City o a Gasolina & Alimentación Mills. Y eran una minoría. La mayoría estaba o en la iglesia o en casa, viendo las noticias. Toby Manning, detrás de la caja, miraba la CNN en un pequeño televisor a pilas.
– Apaga a esos charlatanes y cierra caja -dijo Romeo.
– ¿En serio, señor Burpee?
– Sí. Saca del almacén la carpa grande. Que te ayude Lily.
– ¿La carpa de los Saldos del Verano?
– Esa misma -dijo Romeo-. Vamos a montarla en ese prado donde se estrelló la avioneta de Chuck Thompson.
– ¿El campo de Alden Dinsmore? ¿Y si nos pide dinero por usarlo?
– Pues le pagamos. -Romeo ya estaba haciendo cálculos.
En sus almacenes se vendía de todo, incluso artículos de alimentación de liquidación, y en esos momentos tenía aproximadamente mil paquetes de salchichas Happy Boy de liquidación en el congelador industrial que había detrás de la tienda. Se los había comprado a la central de Happy Boy en Rhode Island (compañía ya desaparecida, un pequeño problema de microbios, aunque no la E. coli, gracias a Dios), con la intención de venderlas a turistas y lugareños que tuvieran previsto organizar una barbacoa el Cuatro de Julio. No habían tenido tan buena salida como él esperaba, por culpa de la maldita recesión, pero él de todas formas las había guardado, tozudo como un mono agarrado a un cacahuete. Y a lo mejor ahora…
Los serviremos clavados en esos palitos de jardín de Taiwán, pensó. Todavía tengo un millón de esos cabritos. Les pondremos un nombre mono, algo como Frank-A-Chups. Además, tenían algo así como un centenar de cajas de refresco en polvo de lima y de limón Yummy Tummy, otro artículo de liquidación del que esperaba deshacerse.
– Cargaremos también todas las bombonas de propano Blue Rhino. -Su mente repiqueteaba como una caja registradora, que era justo el sonido que le gustaba a Romeo.
Parecía que Toby empezaba a animarse.
– ¿Qué está tramando, señor Burpee?
Rommie se puso a hacer inventario de todo lo que ya estaba a punto de anotar en sus libros como pérdida total. Esos molinetes de baratillo… las bengalas que habían sobrado del Cuatro de Julio… los caramelos rancios que había estado guardando para Halloween…
– Toby -dijo-, vamos a organizar el mayor día de campo y barbacoa que ha visto este pueblo. Muévete. Tenemos mucho que hacer.
Rusty estaba haciendo la ronda en el hospital con el doctor Haskell cuando sonó el walkie-talkie que Linda había insistido en que llevara en el bolsillo.
La voz de su mujer sonaba metálica pero clara.
– Rusty, al final voy a tener que salir. Randolph dice que parece que la mitad del pueblo va a acercarse esta tarde a la barrera por la 119… unos van a rezar, otros a una manifestación. Romeo Burpee montará su carpa para vender perritos calientes, así que estate preparado para recibir una avalancha de pacientes con gastroenteritis al final del día.
Rusty gruñó.
– Al final voy a tener que dejar a las niñas con Marta. -Linda parecía a la defensiva y preocupada, una mujer que de pronto se daba cuenta de que no podía hacerse cargo de todo-. La pondré al tanto del problema de Jannie.
– Vale. -Rusty sabía que si le decía que se quedara en casa lo haría… y lo único que conseguiría con eso sería preocuparla más justo cuando su preocupación empezaba a decrecer un poco. Además, si de verdad se congregaba una muchedumbre, la necesitarían.
– Gracias -dijo-. Gracias por ser comprensivo.
– Tú acuérdate de enviar a la perra a casa de Marta con las niñas -dijo Rusty-. Ya sabes lo que ha dicho Haskell.
Esa mañana, el doctor Ron Haskell, el Mago, se había volcado en cuerpo y alma en la familia Everett. En realidad se había volcado en cuerpo y alma desde el inicio de la crisis. Rusty jamás lo habría esperado, pero se lo agradecía. Y, por las bolsas que tenía el viejo bajo los ojos y su boca marchita, vio que Haskell lo estaba pagando. El Mago era demasiado mayor para crisis médicas; últimamente su ritmo se ajustaba más a echar cabezadas en la sala de descanso del tercer piso. Sin embargo, aparte de Ginny Tomlinson y de Twitch, no quedaban más que Rusty y el Mago para defender el fuerte. Había sido lo que se dice mala suerte que la Cúpula se les hubiera venido encima una mañana tan hermosa de fin de semana, cuando todo el que podía salir del pueblo lo había hecho.
La noche anterior, Haskell, aunque rondaba los setenta, se había quedado en el hospital con Rusty hasta las once, cuando el auxiliar médico lo había sacado literalmente a empujones por la puerta, y había regresado esa mañana a las siete, cuando Rusty y Linda llegaban con sus hijas a rastras. Y también con Audrey, que parecía haber aceptado el nuevo entorno del Cathy Russell con bastante calma. Judy y Janelle habían entrado flanqueando a la gran golden retriever, acariciándola para que se sintiera tranquila. Janelle parecía muerta de miedo.
– ¿Qué pasa con la perra? -preguntó Haskell, y cuando Rusty le puso al corriente, el médico asintió y le dijo a Janelle-: Vamos a echarte un vistazo, cielo.
– ¿Me va a doler? -preguntó la niña, con aprensión.
– No, a menos que aceptar un caramelo después de que te mire los ojos duela.
Cuando el examen médico hubo terminado, los adultos dejaron a las dos niñas y a la perra en la sala de diagnosis y salieron al pasillo. Haskell tenía los hombros caídos. Su pelo parecía haber encanecido de la noche a la mañana.
– ¿Cuál es tu diagnóstico, Rusty? -le había preguntado Haskell.
– Petit mal. Yo diría que causado por el nerviosismo y la preocupación, aunque Audi lleva haciendo «eso de los gañidos» desde hace meses.
– Cierto. Empezaremos dándole Zarontin. ¿Estás de acuerdo?
– Sí. -A Rusty le emocionó que le preguntara. Estaba empezando a lamentar algunas de las maldades que había pensado sobre Haskell.
– Y que la perra esté siempre con ella, ¿sí?
– Por supuesto.
– ¿Se pondrá bien, Ron? -preguntó Linda. En aquel momento no tenía pensado ir a trabajar; había planeado pasar el día realizando actividades tranquilas con las niñas.
– Está bien -dijo Haskell-. Muchos niños padecen ataques de petit mal. La mayoría tienen solo uno o dos. Otros tienen más durante unos años y luego cesan. Rara vez se producen daños crónicos.
Linda parecía aliviada. Rusty esperó que nunca tuviera que enterarse de lo que Haskell callaba: que algunos niños desafortunados, en lugar de encontrar la salida de ese zarzal neurológico, se internaban más en él y progresaban hasta el grand mal. Y los ataques de grand mal sí podían causar daños. Podían matar.
Justo entonces, después de terminar la ronda matutina (solo media docena de pacientes y una nueva mamá sin complicaciones) y deseando tomar una taza de café antes de salir volando hacia el centro de salud, esa llamada de Linda.
– Estoy segura de que a Marta no le importará tener a Audi en casa -dijo.
– Bien. Llevarás tu walkie de poli mientras estás de servicio, ¿verdad?
– Sí. Por supuesto.
– Entonces dale tu walkie personal a Marta. Acordemos un canal de comunicación. Si a Janelle le sucediera algo, yo iría corriendo.
– Está bien. Gracias, tesorito. ¿Hay alguna posibilidad de que puedas escaparte esta tarde?
Mientras Rusty lo pensaba, vio que Dougie Twitchell llegaba por el pasillo. Llevaba un cigarrillo detrás de la oreja y caminaba con su habitual garbo de «me importa todo una mierda», pero Rusty vio preocupación en su cara.
– Es posible que consiga escaquearme una hora. No te prometo nada.
– Lo entiendo, pero sería genial verte.
– Lo mismo digo. Ten cuidado ahí fuera. Y di a la gente que no se coma esos perritos calientes. Seguramente Burpee los tenía en la nevera desde hace diez mil años.
– Eso son sus filetes de mastodonte -dijo Linda-. Cambio y corto, cielo. Te buscaré.
Rusty guardó el walkie en el bolsillo de su bata blanca y se volvió hacia Twitch.
– ¿Qué pasa? Quítate ese cigarrillo de detrás de la oreja. Esto es un hospital.
Twitch se quitó el cigarrillo de donde estaba y lo miró.
– Iba a fumármelo fuera, junto al almacén.
– No es buena idea -dijo Rusty-. Ahí es donde se guardan las reservas de propano.
– Eso es lo que venía a decirte. La mayoría de los depósitos han desaparecido.
– No digas chorradas. Esos trastos son gigantescos… No recuerdo si contienen doce o veinte mil litros cada uno.
– ¿Qué quieres decir? ¿Que he olvidado mirar detrás de la puerta?
Rusty empezó a frotarse las sienes.
– Si tardan… quienes sean… más de tres o cuatro días en fundir ese campo de fuerza, vamos a necesitar beaucoup de propano líquido.
– Dime algo que no sepa -apuntó Twitch-. Según la ficha de inventario de la puerta, se supone que tiene que haber siete de esos cachorritos, pero solo hay dos. -Guardó el cigarrillo en el bolsillo de su bata blanca-. He ido a ver en el otro almacén, solo para asegurarme; se me ha ocurrido que a lo mejor alguien había cambiado los depósitos de sitio…
– ¿Por qué iba nadie a hacer eso?
– Qué sé yo, oh, Todopoderoso. En fin, que el otro almacén es para los suministros realmente importantes del hospital: basura de jardinería y paisajismo. Todas las herramientas siguen allí y están inventariadas, pero ha desaparecido el fertilizante.
A Rusty no le importaba el fertilizante; le importaba el propano.
– Bueno… si la cosa se pone mal, cogeremos de las existencias municipales.
– Te buscarás una bronca con Rennie.
– ¿Cuando el Cathy Russell podría ser su única opción si se le colapsa su corazoncito? Lo dudo. ¿Crees que hay alguna posibilidad de que pueda escaparme un rato esta tarde?
– Eso dependerá del Mago. Parece que ahora es el oficial de mayor rango.
– ¿Dónde está?
– Durmiendo en la sala de descanso. Y además el cabrón ronca como un loco. ¿Quieres despertarlo?
– No -dijo Rusty-. Déjalo dormir. Ya no volveré a llamarlo el Mago. Visto lo duro que ha trabajado desde que ha aparecido esta mierda, creo que se merece algo mejor.
– Vaya, vaya, senséi. Has alcanzado un nuevo nivel de iluminación.
– Chúpamela, pequeño saltamontes -dijo Rusty.
Ahora mira esto; fíjate bien.
Son las dos cuarenta de la tarde de otro estupendo y vistoso día de otoño en Chester's Mills. Si la prensa no tuviera prohibido el acceso, estarían en el paraíso del fotoperiodismo, y no solo porque los árboles están en plena explosión de color. Los habitantes del pueblo encarcelados han migrado en masa al campo de ganado lechero de Alden Dinsmore. Alden ha negociado con Romeo Burpee unos derechos de uso: seiscientos dólares. Ambos están contentos; el granjero porque ha subido considerablemente la oferta inicial de Burpee de doscientos, Romeo porque si lo hubieran presionado habría subido hasta mil.
De los manifestantes y los que gritan «Jesucristo», Alden no ha sacado ni una triste moneda de diez centavos. Sin embargo, eso no quiere decir que no les esté cobrando; Dinsmore nació en una granja, pero no nació ayer. Cuando se le ha presentado esta oportunidad, ha delimitado una gran zona de aparcamiento al norte del lugar en el que ayer acabaron descansando los fragmentos de la avioneta de Chuck Thompson, y allí ha apostado a su mujer (Shelley), su hijo mayor (Ollie; seguro que recuerdas a Ollie) y a su jornalero (Manuel Ortega, un sin papeles que habla yanqui como si hubiera nacido allí). Alden está cobrando cinco dólares por coche, una fortuna para un lechero de tres al cuarto que lleva los últimos dos años evitando por los pelos que el Keyhole Bank le ponga las manos encima a su granja. Hay quejas por la tarifa, pero no muchas; cobran más por aparcar en la Feria de Fryeburg y, a menos que la gente quiera aparcar junto al arcén -que ya está copado por los coches de los más madrugadores- y luego caminar más de medio kilómetro hasta donde se encuentra toda la diversión, no les queda otro remedio.
¡Y menuda escena tan variopinta y extraña! Ni más ni menos que un circo de tres pistas con los sencillos habitantes de Mills en todos los papeles protagonistas. Cuando Barbie llega con Rose y Anse Wheeler (el restaurante vuelve a estar cerrado, abrirá otra vez para la cena: solo bocadillos fríos, nada de parrilla), se quedan mirando boquiabiertos y sin decir nada. Julia Shumway y Pete Freeman están haciendo fotografías. Julia lo deja unos instantes, lo suficiente para dirigirle a Barbie su atractiva pero de algún modo introspectiva sonrisa.
– Menudo espectáculo, ¿no te parece?
Barbie sonríe con torpeza.
– Sí, señora.
En la primera pista de este circo tenemos a los vecinos que han respondido a los carteles que han colgado Joe «el Espantapájaros» y su cuadrilla. El número de asistentes a la protesta es bastante satisfactorio, casi doscientos, y los sesenta carteles que habían preparado los chicos (el más popular: ¡¡DEJADNOS SALIR, JODER!!) se han agotado en nada. Por suerte, mucha gente se ha animado a traer el suyo. El preferido de Joe es uno que tiene unos barrotes de cárcel impresos sobre un mapa de Mills. Lissa Jamieson no solo lo sostiene en alto, sino que lo sube y lo baja con agresividad. Jack Evans está allí, con aspecto pálido y lúgubre. Su cartel es un collage de fotografías en el que se ve a la mujer que murió desangrada ayer. ¿QUIÉN HA MATADO A MI ESPOSA?, grita. Joe «el Espantapájaros» lo siente mucho por él… pero ¡qué pasada de cartel! Si los periodistas pudieran verlo, se cagarían de gusto en los pantalones.
Joe ha organizado a los manifestantes en un gran círculo que gira justo delante de la Cúpula, señalizada por una línea de pájaros muertos en el lado de Chester's Mills (el personal militar ha retirado los del lado de Motton). El círculo da la oportunidad a la gente de Joe -así los considera él- de enarbolar sus carteles hacia los guardias allí apostados, que siguen volviéndoles la espalda con determinación (y exasperándolos). Joe también ha imprimido y repartido «octavillas con consignas». Las ha compuesto junto a la ídolo del skate de Benny Drake, Norrie Calvert. Además de ser la leche con su tabla Blitz, las rimas de Norrie son simples pero contundentes, ¿eh? Una consigna dice: «¡Ole-le! ¡Ola-la! ¡Chester's Mills, libre ya!». Otra: «¿Quién ha sido? ¿Quién ha sido? ¡Que lo admita el malnacido!». Joe, de mala gana, ha vetado otra obra maestra de Norrie que dice: «¡No más silencio, ni manipulaciones! ¡Queremos a la prensa, pedazo de cabrones!».
«Tenemos que ser políticamente correctos», le dijo. Lo que se está preguntando ahora mismo es si Norrie Calvert es demasiado joven para darle un beso. Y si le dejaría catar lengua si lo hiciera. Él nunca ha besado a una chica, pero, si van a morir de hambre como bichos atrapados bajo un Tupperware, seguramente debería darle un beso a esta antes de que llegue ese momento.
En la segunda pista tenemos al círculo de oración del reverendo Coggins. Parece que están ahí como enviados por Dios. Y, en un elegante despliegue de distensión eclesiástica, al coro del Cristo Redentor se ha unido una docena de hombres y mujeres del coro de la Congregación. Están cantando «A Mighty Fortress is Our God», y un buen número de vecinos sin afiliación que se saben la letra se les ha unido también. Sus voces se elevan hacia el inmaculado cielo azul, con las estridentes exhortaciones de Lester y las exclamaciones de «amén» y «aleluya» del círculo de oración entrelazándose con el cántico en un perfecto contrapunto (aunque no en armonía, eso sería ir demasiado lejos). El círculo de oración no deja de crecer a medida que otros vecinos se arrodillan y se les unen, dejando temporalmente a un lado sus carteles para poder alzar las manos unidas en súplica. Los soldados les han dado la espalda; a lo mejor, Dios no.
Pero la pista central de este circo es la más grande y las más fabulosa. Romeo Burpee ha plantado la carpa de Ofertas del Final del Verano bastante lejos de la Cúpula y unos cincuenta y pico metros al este del círculo de oración; ha calculado su emplazamiento realizando una medición de la leve brisa que sopla. Quiere asegurarse de que el humo de sus parrillas Hibachi llega tanto a los que están rezando como a los que se están manifestando. Su única concesión al aspecto religioso de la tarde es ordenar a Toby Manning que apague su aparato de música, del que salía a todo volumen esa canción de James McMurtry sobre la vida en una ciudad pequeña; no pega mucho con el «How Great Thou Art» y el «Won't You Come to Jesus». El negocio va bien y no hará sino mejorar. De eso Romeo está convencido. Los perritos calientes -descongelándose a medida que se cocinan- podrán dar retortijones a algún que otro estómago, pero su aroma es perfecto en la calidez del sol de la tarde; como en una feria del condado, y no como el rancho del comedor de una cárcel. Los niños corretean moviendo sus molinillos y amenazando con prender fuego a la hierba de Dinsmore con las bengalas que sobraron del Cuatro de Julio. Por todas partes hay vasos de papel vacíos que antes contenían refresco de limón en polvo (nauseabundo) o un café preparado en dos patadas (más nauseabundo todavía). Más adelante, Romeo le dirá a Toby Manning que pague diez pavos a algún chaval, quizá al hijo de Dinsmore, para que recoja la basura. Las relaciones con la comunidad, siempre importantes. Ahora mismo, sin embargo, Romeo está totalmente concentrado en la improvisada caja registradora que se ha montado, una caja de cartón que antes contenía papel higiénico Charmin. Guarda la tira de billetes y devuelve unas pocas monedas: así es como se hacen negocios en Estados Unidos, tesorito. Cobra cuatro pavos por perrito y, como que se llama Romeo, la gente los paga. Antes de que se ponga el sol, espera haber sacado tres de los grandes, puede que mucho más.
¡Y mira! ¡Ahí está Rusty Everett! ¡Al final ha podido escaparse! ¡Bien por él! Casi desearía haber parado a recoger a las niñas -seguro que esto les encantaría, y a lo mejor disipaba sus miedos ver a tanta gente pasándoselo bien-, aunque tal vez sería demasiada excitación para Jannie.
Localiza a Linda en el mismo instante en que ella lo localiza a él y se pone a saludar con la mano como una loca, casi dando saltos. Con las trenzas de Intrépida Chica Policía que lleva casi siempre que trabaja, Lin parece una animadora de instituto. Está entre Rose, la hermana de Twitch, y el joven que cocina en el restaurante. A Rusty le extraña un poco; pensaba que Barbara se había ido del pueblo. Está a malas con Big Jim. Una pelea de bar, eso ha oído decir Rusty, aunque no le tocaba guardia cuando los participantes llegaron para que los remendaran. Por Rusty, bien. Ya ha remendado a más de uno y más de dos clientes del Dipper's.
Abraza a su mujer, le da un beso en la boca, después planta a Rose un beso en la mejilla. Intercambia un apretón de manos con el cocinero y se lo vuelven a presentar.
– Mira esos perritos calientes -se lamenta Rusty-. Ay, mi madre.
– Será mejor que vayas preparando las cuñas, Doc -dice Barbie, y todos se echan a reír.
Es asombroso que se rían en estas circunstancias, pero no son los únicos… Cielos, y ¿por qué no? Si no puedes reírte cuando las cosas van mal -reírte y montar un pequeño carnaval-, entonces es que estás muerto o deseas estarlo.
– Esto es divertido -dice Rose, ajena a lo pronto que va a terminar la diversión.
Un Frisbee pasa flotando. Ella lo atrapa en pleno vuelo y se lo devuelve a Benny Drake, que salta para pillarlo y luego gira para enviárselo a Norrie Calvert, que lo recoge de espaldas: ¡toma chulería! El círculo de oración ora. El coro mixto, que por fin ha encontrado su voz, ha escogido ese éxito de todos los tiempos: «On Ward Christian Soldiers». Una niña que no es mayor que Judy pasa dando saltos, con la falda bailando alrededor de sus regordetas rodillas, aferrando una bengala con una mano y un vaso del horrible refresco de lima con la otra. Los manifestantes giran y giran en un vórtice cada vez más amplio, ahora vociferan «¡Ole-le! ¡Ola-la! ¡Chester's Mills, libre ya!». Allá en lo alto, unas nubes esponjosas con fondo umbrío se deslizan hacia el norte desde Motton… y luego se dividen al acercarse a los soldados, rodeando la Cúpula. El cielo que tienen justo encima es de un azul inmaculado y sin nubes. En el campo de Dinsmore hay quien estudia esas nubes y se pregunta por la lluvia futura en Chester's Mills, pero nadie habla de ello en voz alta.
– Me pregunto si el domingo que viene todavía nos divertiremos -dice Barbie.
Linda Everett lo mira. No es una mirada agradable.
– ¿No crees que antes…?
Rose la interrumpe.
– Mirad allí. Ese niño no debería conducir ese condenado trasto tan deprisa; va a volcar. Cómo detesto esos quads…
Todos miran el pequeño vehículo de inmensos neumáticos y lo siguen mientras traza una diagonal por el blanco heno de octubre. No se dirige hacia ellos, cierto, sino hacia la Cúpula. Y va demasiado deprisa. Un par de soldados oyen el motor que se acerca y por fin se vuelven.
– Ay, Dios mío, no permitas que se estrelle -gime Linda Everett.
Rory Dinsmore no se estrella. Más le valdría haberse estrellado.
Una idea es como un microbio del resfriado: tarde o temprano siempre hay alguien que la pilla. Los jefes del Estado Mayor ya habían pillado la idea; la habían lanzado de aquí para allá en varias de las reuniones a las que había asistido el antiguo jefe de Barbie, el coronel James O. Cox. Tarde o temprano, alguien tenía que contagiarse de esa misma idea en Mills, y no fue del todo una sorpresa que ese alguien resultara ser Rory Dinsmore, que era con diferencia la herramienta más afilada de la caja de los Dinsmore («No sé de dónde lo ha sacado», dijo Shelley Dinsmore cuando Rory llevó a casa sus primeras notas, todo sobresalientes…, y lo dijo más con voz de preocupación que de orgullo). Si hubiera vivido en el pueblo -y si hubiera tenido ordenador (que no tenía)-, Rory sin lugar a dudas habría formado parte de la pandilla de Joe McClatchey «el Espantapájaros».
A Rory le habían prohibido que fuera al carnaval/encuentro de oración/manifestación; en lugar de comer extraños perritos calientes y de ayudar a gestionar el aparcamiento de coches, su padre le había ordenado que se quedara en casa y diera de comer a las vacas. Cuando terminara, tenía que embadurnarles las ubres con ungüento Bag Balm, un trabajo que detestaba.
– Y cuando les hayas dejado las ubres suaves y brillantes -le dijo su padre-, barre los establos y deshaz algunas balas de heno.
Lo estaban castigando por haberse acercado a la Cúpula el día anterior después de que su padre se lo hubiese prohibido expresamente. Y por haberse atrevido a darle unos golpecitos con los nudillos, por el amor de Dios. Apelar a su madre, algo que solía funcionar, no le había servido de nada esta vez.
– Podrías haberte matado -dijo Shelley-. Además, tu padre dice que fuiste un insolente.
– ¡Solo les dije cómo se llama el cocinero! -protestó Rory, y por eso su padre le había soltado otra colleja mientras Ollie miraba con silenciosa y petulante aprobación.
– Ser tan listo te traerá problemas -dijo Alden.
Resguardado tras la espalda de su padre, Ollie le había sacado la lengua. Shelley, sin embargo, lo vio… y esta vez fue Ollie el que se llevó una colleja. Lo que no hicieron, con todo, fue prohibirle los placeres y las diversiones de la improvisada feria de esa tarde.
– Y ni te acerques a ese maldito kart -dijo Alden, señalando al quad que estaba aparcado a la sombra, entre los establos de ordeño 1 y 2-. Si tienes que mover el heno, carga con él. Así te pondrás fuerte.
Poco después, los Dinsmore de menos luces salieron juntos y atravesaron el campo hacia la carpa de Romeo. El más brillante de ellos se quedó atrás con una horca y un bote de Bag Balm grande como un jarrón.
Rory se dispuso a hacer sus tareas con desánimo pero a conciencia; a veces su despierto intelecto lo metía en problemas, pero lo cierto es que a pesar de todo era un buen hijo, y la idea de escaquearse de las tareas de castigo ni se le pasó por la cabeza. Al principio no se le pasó nada por la cabeza. Se encontraba en ese agraciado estado de vacuidad mental que a veces resulta ser un terreno muy fértil; el terreno en el que de pronto brotan nuestros sueños más brillantes y nuestras mayores ideas (tanto las buenas como las espectacularmente malas), a menudo en todo su esplendor. Sin embargo, siempre existe una cadena de asociaciones.
Cuando Rory empezó a barrer el pasillo principal del establo 1 (decidió que dejaría el detestable ungüento de ubres para el final), oyó un rápido pom-pum-pam que no podía ser más que una traca de petardos. Sonaban un poco como si fueran disparos. Eso le hizo pensar en el rifle 30-30 de su padre, que estaba guardado en el armario de la entrada. Los chicos tenían prohibido tocarlo salvo estricta supervisión -cuando iban a practicar tiro al blanco o en temporada de caza-, pero el armario no estaba cerrado con llave y la munición se encontraba en el estante de arriba.
Y entonces tuvo la idea. Rory pensó: Podría abrir un agujero en esa cosa. Tal vez reventarla. Vio la imagen, reluciente y clara, de lo que pasa cuando uno acerca una cerilla a la superficie de un globo.
Dejó la escoba y corrió a la casa. Igual que mucha gente brillante (sobre todo los niños brillantes), su punto fuerte era la inspiración más que la reflexión. Si su hermano mayor hubiese tenido una idea así (algo improbable), Ollie habría pensado: Si no pudo atravesarla una avioneta, ni un camión maderero a toda velocidad, ¿qué probabilidades tiene una bala? Puede que también hubiera razonado: Ya estoy metido en un lío por desobedecer, y esto es desobediencia elevada a la novena potencia.
Bueno… no, seguramente Ollie no habría pensado eso. Las aptitudes matemáticas de Ollie habían tocado techo con la multiplicación simple.
Rory, sin embargo, ya se las veía con el álgebra universitario, y lo tenía más que dominado. Si le hubiesen preguntado cómo iba a conseguir una bala lo que no habían conseguido ni un camión ni una avioneta, habría dicho que el efecto del impacto de un Winchester Elite XP3 sería mucho mayor que ninguno de los anteriores. Tenía lógica. Para empezar, la velocidad sería mayor. Por otro lado, el impacto en sí estaría concentrado en la punta de una bala de 180 gramos. Estaba convencido de que funcionaría. Tenía la elegancia incuestionable de una ecuación algebraica.
Rory vio su sonriente rostro (aunque modesto, desde luego) en la portada de USA Today, se vio entrevistado en Las noticias de la noche con Brian Williams; sentado en una carroza cubierta de flores en un desfile en su honor, rodeado de chicas estilo Reina del Baile (seguramente con vestidos sin tirantes, a lo mejor en bañador) mientras él saludaba al público y nevaba confeti a mansalva. ¡Sería EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER'S MILL!
Agarró el rifle del armario, se acercó el escabel y alcanzó con la mano una caja de XP3 del estante. Metió dos cartuchos en la recámara (uno de reserva), después salió corriendo con el rifle alzado por encima de la cabeza, como un guerrillero a la conquista (aunque, concedámosle una cosa, puso el seguro sin pensarlo siquiera). La llave del quad Yamaha que tenía prohibido conducir estaba colgada del tablero del establo 1. Sujetó el llavero entre los dientes mientras amarraba el rifle a la parte trasera del quad con un par de gomas elásticas. Se preguntó si la Cúpula produciría algún sonido al reventar. Probablemente debería haber cogido los tapones para tiradores que había en el estante superior del armario, pero regresar por ellos era impensable; tenía que hacer aquello en ese mismo instante.
Así son las buenas ideas.
Rodeó el establo 2 con el quad y se detuvo justo lo necesario para estimar la magnitud de la muchedumbre que había en el campo. Emocionado como estaba, fue lo bastante sensato para no dirigirse hacia donde la Cúpula cruzaba la carretera (y donde los manchones de las colisiones del día anterior seguían pendiendo como la suciedad de un cristal sin lavar). Alguien podía detenerlo antes de que lograra reventar la Cúpula. Y entonces, en lugar de ser EL CHICO QUE SALVÓ CHESTER'S MILL, seguramente acabaría como EL CHICO QUE SE PASÓ UN AÑO ENGRASANDO TETAS DE VACA. Sí, y durante la primera semana lo haría en cuclillas porque tendría el trasero demasiado dolorido para sentarse. Algún otro acabaría llevándose el mérito por su gran idea.
Condujo en una diagonal que lo llevaría hasta la Cúpula a algo menos de quinientos metros de la carpa; se detendría en el lugar donde la paja estaba aplastada. Eso, como bien sabía, había sido provocado por los pájaros que habían caído. Vio que los soldados apostados en esa zona se volvían hacia el rugido creciente del quad. Oyó gritos de alarma entre los asistentes a la feria y las oraciones. Los cánticos de los himnos cesaron con un alto discordante.
Lo peor de todo fue que vio a su padre agitando su mugrienta gorra John Deere hacia él y vociferando:
– ¡ME CAGO EN TODO, RORY, PARA ESO!
Rory estaba demasiado acelerado para detenerse y, buen hijo o no, tampoco quería detenerse. El quad se topó con un montículo y él dio un buen bote en el asiento, agarrándose y riendo como un chiflado. De pronto tenía su gorra Deere del revés, y ni siquiera recordaba habérsela puesto así. El quad se inclinó sobre el morro, después decidió no volcar. Ya casi había llegado, y uno de aquellos soldados vestidos con uniforme de faena también le gritaba que se detuviera.
Rory se frenó, y a punto estuvo de dar una voltereta por encima del manillar del Yamaha. No pensó en poner aquel condenado trasto en punto muerto, así que el vehículo siguió avanzando y chocó contra la Cúpula antes de calarse. Rory oyó cómo se plegaba el metal y cómo el faro se rompía en pedazos.
Los soldados, por miedo a que el quad los atropellara (el ojo que no ve nada que lo escude de un objeto que se acerca desencadena reflejos poderosos), cayeron hacia uno y otro lado y dejaron un hermoso hueco, eso le ahorró a Rory el tener que decirles que se alejaran del posible estallido explosivo. Quería ser un héroe, pero no quería herir ni matar a nadie para lograrlo.
Tenía que darse prisa. Quienes estaban más cerca del punto donde se había detenido eran los que se encontraban en el aparcamiento y los que se apiñaban en torno a la carpa de Ofertas del Final del Verano, y corrían como condenados. Su padre y su hermano estaban entre ellos, ambos gritaban que no hiciera lo que fuera que se había propuesto hacer.
Rory tiró del rifle para liberarlo de las gomas elásticas, se calzó la culata en el hombro y apuntó a la barrera invisible a metro y medio por encima de un trío de gorriones muertos.
– ¡No, chico, mala idea! -gritó uno de los soldados.
Rory no le prestó atención, porque en realidad la idea era buena. La gente de la carpa y del aparcamiento ya estaba cerca. Alguien -Lester Coggins, que corría mucho mejor de lo que tocaba la guitarra- gritó:
– ¡En el nombre de Dios, hijo, no hagas eso!
Rory apretó el gatillo. No; solo lo intentó. El seguro seguía puesto. Miró por encima del hombro y vio cómo el predicador alto y delgado de la iglesia de los chiflados fanáticos adelantaba a su padre, que estaba sin resuello y tenía la cara roja. Lester llevaba la camisa por fuera, ondeando. Tenía los ojos abiertos como platos. El cocinero del Sweetbriar Rose iba justo detrás. Ya no estaban a más de cincuenta y cinco metros, y el reverendo parecía que acababa de poner la cuarta marcha.
Rory quitó el seguro con el pulgar.
– ¡No, chico, no! -volvió a gritar el soldado al tiempo que se agazapaba en su lado de la Cúpula y extendía las manos abiertas.
Rory no le hizo caso. Así son las buenas ideas. Disparó.
Fue, por desgracia para Rory, un tiro perfecto. La bala de alto impacto dio plenamente en el blanco, contra la Cúpula, rebotó y regresó como una pelota de goma atada a una cuerda. Rory no sintió dolor de inmediato, pero una enorme capa de luz blanca le inundó la cabeza mientras el más pequeño de los dos fragmentos de la bala le saltaba el ojo izquierdo y se metía en su cerebro. La sangre empezó a manar a chorro, y después le resbaló entre los dedos cuando cayó de rodillas aferrándose la cara.
– ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego! -gritaba el niño, y Lester pensó al instante en el versículo al que había ido a parar su dedo: «Locura, ceguera y turbación de espíritu»-. ¡Estoy ciego! ¡Estoy ciego!
Lester apartó las manos del niño y vio la cuenca roja de la que manaba sangre. Los restos de lo que había sido un ojo colgaban sobre la mejilla de Rory. Cuando alzó la cabeza hacia Lester, el picadillo cayó sobre la hierba con un ruido sordo.
El reverendo tuvo un momento para acunar al niño en sus brazos antes de que el padre llegara y se lo arrebatara. Así estaba bien. Así era como debía ser. Lester había pecado y le había suplicado una guía al Señor. La guía le había sido concedida, le había sido dada una respuesta. Por fin sabía lo que tenía que hacer con los pecados que James Rennie le había llevado a cometer.
Un niño ciego le había mostrado el camino.