Cuando Linda y Jackie regresaron de la comisaría, Rusty y las niñas estaban sentados en el escalón delantero esperándolas. Las niñas aún llevaban puesto el pijama (de algodón ligero, no de franela como era habitual en esa época del año). A pesar de que aún no eran las siete de la mañana, el termómetro que había en la parte exterior de la ventana de la cocina marcaba ya dieciocho grados.
Por lo general, las niñas echaban a correr por el camino del jardín para abrazar a su madre mucho antes que Rusty, pero esa mañana su padre les sacó varios metros. Agarró a Linda de la cintura y ella le echó los brazos al cuello con tanto ímpetu que casi le hizo daño; no fue un abrazo de «hola, guapo», sino el de alguien que se estaba ahogando.
– ¿Estás bien? -le susurró Rusty al oído.
El pelo de Linda rozaba la mejilla de su marido mientras asentía. Entonces se apartó. Le brillaban los ojos.
– Estaba convencida de que Thibodeau iba a mirar en los cereales, Jackie tuvo la idea de escupir en ellos, una genialidad, pero estaba segura…
– ¿Por qué llora mamá? -preguntó Judy, que parecía a punto de romper a llorar también.
– No estoy llorando -respondió Linda; luego se secó los ojos-. Bueno, quizá un poco. Es que me alegro mucho de ver a vuestro padre.
– ¡Todos nos alegramos de verlo! -le dijo Janelle a Jackie-. ¡Porque mi papá ES EL JEFE!
– Eso es nuevo -dijo Rusty, y acto seguido besó a Linda en la boca de forma apasionada.
– ¡Se están besando en la boca! -exclamó Janelle, fascinada.
Judy se tapó los ojos y se rió.
– Venga, chicas, a los columpios -dijo Jackie-. Luego tenéis que vestiros para ir a la escuela.
– ¡QUIERO DAR UNA VUELTA DE CAMPANA! -gritó Janelle, que encabezó la marcha.
– ¿A la escuela? -preguntó Rusty-. ¿En serio?
– En serio -respondió Linda-. Solo los pequeños, a la escuela primaria de East Street. Medio día. Wendy Goldstone y Ellen Vanedestine se han ofrecido voluntarias para dar clase. Hasta los tres años en una clase, y de cuatro a seis en otra. No sé si aprenderán algo, pero tendrán un lugar al que ir y cierta sensación de normalidad. Quizá. -Miró hacia el cielo, que estaba despejado pero tenía un tono amarillento. Como un ojo azul con cataratas, pensó ella-. No me vendría mal un poco de normalidad. Fíjate en el cielo.
Rusty alzó la vista brevemente, luego apartó un poco a su mujer para poder mirarla con detenimiento.
– ¿Lo habéis logrado? ¿Estás segura?
– Sí, pero casi nos pillan. Estas cosas son divertidas en las películas de espías, pero en la vida real son horribles. No participaré en su fuga, cariño. Por las niñas.
– Los dictadores siempre toman a los niños como rehenes -dijo Rusty-. En algún momento la gente debe plantarse y decir que eso ya no funciona.
– Pero no aquí ni ahora. Esto ha sido idea de Jackie, que se ocupe ella. No pienso tomar parte en ello, y tampoco permitiré que tú lo hagas.
Sin embargo, Rusty sabía que, si se lo pedía, su mujer sería incapaz de negarse; era la expresión que se ocultaba bajo su expresión. Si aquello lo convertía en el jefe, entonces no quería serlo.
– ¿Vas a ir a trabajar? -le preguntó Rusty.
– Por supuesto. Los niños van a ir con Marta, Marta los lleva a la escuela, Linda y Jackie se enfrentan a otro día de trabajo como policías bajo la Cúpula. Cualquier otra cosa parecería rara. Odio tener que pensar así. -Lanzó un suspiro-. Además, estoy cansada. -Miró alrededor para asegurarse de que las niñas no podían oírla-. Estoy hecha una mierda. Apenas he dormido. ¿Tú vas a ir al hospital?
Rusty negó con la cabeza.
– Ginny y Twitch estarán solos como mínimo hasta mediodía… Aunque con la ayuda de ese hombre recién llegado no creo que pasen muchos apuros. Parece que a Thurston le va un poco el rollo new age, pero es bueno. Voy a ir a ver a Claire McClatchey. Tengo que hablar con los chicos y debo ir hasta el lugar donde detectaron la punta de radiación con el contador Geiger.
– ¿Qué le digo a la gente que me pregunte dónde estás?
Rusty meditó la respuesta.
– La verdad, supongo. Al menos en parte. Diles que estoy investigando un posible generador de la Cúpula. Tal vez eso hará que Rennie se pare a pensar antes de dar el siguiente paso.
– ¿Y cuando me pregunten por la ubicación? Porque lo harán.
– Di que no lo sabes, pero que crees que es en la zona oeste del pueblo.
– Black Ridge está al norte.
– Lo sé. Si Rennie le dice a Randolph que envíe a su policía montada, quiero que vayan al lugar equivocado. Si alguien te pregunta por ello más tarde, dile que estabas cansada y que te hiciste un lío. Y escucha, cariño, antes de ir a la comisaría haz una lista de la gente que podría considerar a Barbie inocente de los asesinatos. -Volvía a pensar de nuevo en términos de «nosotros y ellos»-. Tenemos que hablar con esas personas antes de la asamblea de mañana. Con mucha discreción.
– Rusty, ¿estás seguro de esto? Porque después del incendio de anoche, todo el mundo andará al acecho de los amigos de Dale Barbara.
– ¿Que si estoy seguro? Sí. ¿Me gusta? Desde luego que no.
Linda alzó de nuevo la vista hacia el cielo teñido de amarillo, luego miró los dos robles de su jardín delantero, cuyas hojas colgaban lacias e inmóviles; se habían desteñido y sus vívidos colores se habían transformado en un marrón apagado. Suspiró.
– Si Rennie le ha tendido una trampa a Barbara, lo más probable es que también sea el responsable del incendio del periódico. Lo sabes, ¿no?
– Sí.
– Y si Jackie puede sacar a Barbara de la cárcel, ¿dónde lo esconderá? ¿En qué lugar del pueblo estará seguro?
– Tendré que pensar en ello.
– Si puedes encontrar el generador y apagarlo, todo estos juegos de espías serán innecesarios.
– Reza para que así sea.
– Lo haré. ¿Y qué pasa con la radiación? No quiero que acabes teniendo leucemia o algo así.
– Se me ha ocurrido una idea al respecto.
– ¿Puedo preguntar?
Rusty sonrió.
– Mejor que no. Es una idea un poco loca.
Linda agarró de la mano a su marido y entrelazaron los dedos.
– Ten cuidado.
Él le dio un beso fugaz.
– Tú también.
Ambos miraron a Jackie, que estaba empujando a las chicas en los columpios. Debían tener cuidado con muchas cosas. Aun así, Rusty se dio cuenta de que el riesgo se estaba convirtiendo en un factor importante de su vida. Eso si quería seguir mirando su reflejo todas las mañanas en el espejo del baño mientras se afeitaba.
A Horace el corgi le gustaba la comida de los humanos.
De hecho, a Horace el corgi le encantaba la comida de los humanos. Sin embargo, como sufría cierto sobrepeso (por no mencionar la manchita gris que le había salido en el hocico en los últimos años), se suponía que no podía probarla, y Julia había dejado de dársela después de que el veterinario le hubiera dicho claramente que su generosidad estaba reduciendo la esperanza de vida de su compañero de piso. Esa conversación había tenido lugar dieciséis meses antes; desde entonces la dieta de Horace se limitaba a la comida para perros Bil-Jac y alguna que otra chuchería canina de régimen. Las golosinas en cuestión parecían envoltorios de espuma de poliestireno, y a juzgar por la mirada de reproche que le lanzaba Horace antes de comérselas, su sabor debía de hacer honor a su aspecto. No obstante, Julia se mantuvo firme: se acabó la piel de pollo frito, se acabaron los Cheez Doodles y se acabaron los mordiscos a su donut del desayuno.
Eso limitaba el consumo de Horace de alimentos verboten, pero no lograba ponerle fin por completo; el régimen impuesto tan solo reducía su dieta a forraje, lo que gustaba a Horace, ya que lo devolvía a la naturaleza cazadora de sus parientes zorrunos. En sus paseos matutinos y nocturnos abundaban especialmente los placeres culinarios. Era increíble lo que la gente dejaba en las alcantarillas de Main y West Street que conformaban su ruta habitual. Había patatas fritas, patatas de bolsa, galletas con mantequilla de cacahuete a medio comer, algún que otro envoltorio de barrita de helado con restos de chocolate. En una ocasión encontró una tartaleta entera de Table Talk. La arrancó de la bandejita y se la zampó en un abrir y cerrar de ojos antes de que alguien pudiera decir «colesterol».
Sin embargo, no siempre lograba zamparse las golosinas que encontraba; a veces Julia veía uno de los objetivos de Horace y tiraba de la correa antes de que pudiera ingerirlo. Aun así, el corgi se salía con la suya en muchas ocasiones porque Julia lo paseaba a menudo sosteniendo en una mano un libro o una copia doblada de The New York Times. El hecho de que no le hiciera caso en favor del Times no era siempre bueno -como cuando quería que le rascara la barriga a conciencia, por ejemplo-, pero durante los paseos ese ninguneo era una bendición. Para un corgi pequeño y amarillo, ninguneo significaba aperitivo.
Esa mañana nadie le hacía caso. Julia y la otra mujer, la propietaria de la casa, cuyo olor lo impregnaba todo, en especial la zona cercana al cuarto al que iban los humanos a depositar sus cacas y marcar territorio, estaban hablando. De pronto la otra mujer se puso a llorar y Julia la abrazó.
– Estoy mejor, pero no bien del todo -dijo Andrea. Estaban en la cocina. Horace podía oler el café que estaban bebiendo. Café frío, no caliente. También olía los pastelitos. Eran de los glaseados-. Aún lo quiero. -Si se refería al pastelito glaseado, Horace también.
– Ese anhelo podría durar mucho tiempo -dijo Julia-, y eso ni tan siquiera es lo más importante. Celebro tu valor, Andi, pero Rusty tenía razón, el síndrome de abstinencia es peligroso, es insensato provocártelo. Tienes suerte de no haber sufrido convulsiones.
– Por lo que sé, alguna he padecido. -Andrea tomó un trago de su café. Horace oyó el sorbo-. He tenido unos cuantos sueños condenadamente vívidos. En uno había un incendio. Muy grande. En Halloween.
– Pero estás mejor.
– Un poco. Empiezo a pensar que lo conseguiré. Julia, me gustaría que te quedases conmigo, pero creo que podrías encontrar un lugar mejor. El olor…
– Sobre el olor podemos hacer algo. Compraremos un ventilador de batería en Burpee's. Si la oferta de pensión completa es firme, e incluye a Horace, la acepto. Nadie que está dejando una adicción debería hacerlo solo.
– No creo que haya ningún otro método, cielo.
– Ya sabes a lo que me refiero. ¿Por qué lo has hecho?
– Porque los habitantes de este pueblo podrían necesitarme por primera vez desde que me eligieron. Y porque Jim Rennie me amenazó con no darme pastillas si me oponía a sus planes.
Horace desconectó del resto de la charla. Estaba más interesado en un olor que llegaba a su sensible olfato procedente del espacio entre la pared y el sofá. Era en ese sofá en el que a Andrea le gustaba sentarse en tiempos mejores (aunque también más medicados) para ver programas como The Hunted Ones (una ingeniosa continuación de Perdidos) y Dancing with the Stars, y a veces una película en HBO. Las noches de cine acostumbraba a comer palomitas hechas en el microondas. Ponía el bol en la mesa supletoria. Como la gente colocada no destaca por su pulcritud, había unas cuantas palomitas bajo la mesa. Eso era lo que había olido Horace.
Dejó a las mujeres con su cháchara y se escurrió bajo la mesa, hasta el hueco junto al sofá. Era un espacio estrecho, pero la mesita formaba un puente natural y él era un perro estrechito, sobre todo desde que se había convertido en una versión corgi de Weight Watchers. Las primeras palomitas estaban justo detrás de la carpeta VADER, que se encontraba en el interior del sobre de papel manila. De hecho, Horace estaba sobre el nombre de su ama (escrito con la letra clara de la difunta Brenda Perkins), dando buena cuenta de aquel inesperado manjar, sorprendentemente delicioso, cuando Andrea y Julia regresaron a la sala de estar.
Una mujer dijo: «Llévaselo a ella».
Horace alzó la mirada, con las orejas erguidas. No había sido Julia ni la otra mujer; sino una voz muerta. Horace, al igual que todos los perros, oía voces muertas a menudo, y en ocasiones veía a sus propietarios. Los muertos estaban por todas partes, pero los vivos no los veían, del mismo modo que no podían oler los más de diez mil aromas que los rodeaban cada minuto del día.
«Llévaselo a Julia, lo necesita, es suyo.»
Aquello era absurdo. Julia jamás comería algo que hubiera estado en su boca, Horace lo sabía por experiencia. Aunque se lo acercara con el hocico, ella no lo comería. Era comida de humanos, sí, pero también era comida del suelo.
«Las palomitas no. El…»
– ¿Horace? -preguntó Julia con ese tono brusco que significaba que se estaba portando mal, como si le dijera «Oh, qué perro tan malo eres, sabes portarte mejor», bla, bla, bla-. ¿Qué estás haciendo ahí? Sal ahora mismo.
Horace retrocedió. Le dedicó su sonrisa más simpática, en plan, «Oh, Julia, te quiero mucho», con la esperanza de que no tuviera ninguna palomita pegada en la punta del hocico. Se había comido unas cuantas, pero le daba la sensación de que solo había encontrado una mínima parte del tesoro.
– ¿Estabas hurgando por ahí en busca de comida?
Horace se sentó y se la quedó mirando con una expresión de adoración absolutamente sincera; quería mucho a Julia.
– ¿O debería preguntarte qué estabas comiendo? -Se agachó para mirar en el hueco que había entre el sofá y la pared.
Antes de lograr su objetivo, a la otra mujer le entraron arcadas. Se abrazó a sí misma en un intento de detener los espasmos, pero no lo logró. Su olor cambió. Horace sabía que iba a echar la pota. La miró atentamente. En ocasiones los vómitos de la gente contenían cosas buenas.
– ¿Andi? -preguntó Julia-. ¿Estás bien?
Qué pregunta tan tonta, pensó Horace. ¿Acaso no notas el olor? Pero esa también era una pregunta tonta. Julia apenas percibía su propio olor cuando estaba sudada.
– Sí. No. No debería haber comido ese bollo con pasas. Voy a… -Salió corriendo de la habitación. El hedor a caca y pis de aquella casa iba a empeorar, supuso Horace. Julia la siguió. Por un instante Horace dudó, no sabía si meterse bajo la mesa, pero su sentido del olfato detectó la preocupación de Julia y corrió tras ella.
Había olvidado por completo la voz muerta.
Rusty llamó a Claire McClatchey desde el coche. Era pronto, pero ella contestó al primer tono, lo cual no le sorprendió. Nadie en Chester's Mills dormía demasiado últimamente, al menos sin ayuda farmacológica.
Le prometió que Joe y sus amigos estarían en casa a las ocho y media como muy tarde, que iría a recogerlos ella misma si era necesario. Bajó un poco la voz y añadió:
– Creo que Joe está enamorado de la chica de los Calvert.
– Sería tonto si no lo estuviera -respondió Rusty.
– ¿Los llevarás ahí?
– Sí, pero no a la zona de mayor radiación. Se lo prometo, señora McClatchey.
– Claire. Si voy a permitir que mi hijo te acompañe a una zona en la que, al parecer, los animales se suicidan, creo que deberíamos tutearnos.
– Consigue que Benny y Norrie estén en tu casa a la hora acordada y prometo que cuidaré de ellos durante la excursión. ¿De acuerdo?
Claire se mostró conforme. Cinco minutos después de colgar el teléfono, Rusty dejaba la inquietantemente desierta Motton Road y enfilaba Drummond Lane, una calle corta flanqueada por las casas más bonitas de Eastchester. La más bonita entre las bonitas era la que tenía un buzón en el que se leía BURPEE. Unos instantes después Rusty se encontraba en la cocina de Romeo, bebiendo café (caliente; el generador de los Burpee aún funcionaba) con Romeo y su mujer, Michela. Ambos estaban pálidos y tenían un semblante adusto. Rommie ya iba vestido de calle, pero su esposa aún llevaba puesta la bata de ir por casa.
– ¿Crees que Bagbie se caggó a Bren? -preguntó Rommie-. Pogque si lo hiso, amigo mío, lo mataré yo mismo.
Michela le puso una mano en el brazo.
– No seas tonto, cariño.
– No lo creo -respondió Rusty-. Creo que le han tendido una trampa. Pero si le cuentas a la gente lo que acabo de decir, todos podríamos meternos en problemas.
– Rommie apreciaba mucho a esa mujer. -Michela sonreía pero hablaba en tono gélido-. A veces pienso más que a mí.
Romeo no confirmó ni negó la acusación; de hecho, hizo como si no la hubiera oído. Se inclinó hacia Rusty y lo miró fijamente con sus ojos castaños.
– ¿De qué hablas? ¿Cómo le tendiegon la trampa?
– Preferiría no entrar en detalles. He venido aquí por otra cuestión. Y me temo que también es secreta.
– Entonces prefiero no oírlo -dijo Michela, que salió de la cocina y se llevó la taza con ella.
– Creo que esta noche me va a dejag a pan y agua -dijo Rommie.
– Lo siento.
Romeo se encogió de hombros.
– Tengo una amiga en el otro lado del pueblo. Misha lo sabe, pego no dise nada. Dime qué otro asunto te traes entre manos, doctog.
– Hay unos niños que creen que pueden haber encontrado la fuente que genera la Cúpula. Son jóvenes pero inteligentes. Confío en ellos. Llevaron con ellos un contador Geiger y detectaron una punta de radiación en Black Ridge Road. No en la zona de peligro, no se acercaron tanto.
– ¿Asercagse a qué? ¿Qué viegon?
– Unos destellos de luz púrpura. ¿Sabes dónde está aquel viejo campo de manzanos?
– Jodeg, sí. De los McCoy. De joven llevaba ahí a las chicas en mi coche. Se ve todo el pueblo. Tenía un Jeep Willys antiguo… -Lanzó una fugaz mirada nostálgica-. Bueno, eso da igual. ¿No egan más que destellos?
– También encontraron muchos animales muertos, entre ellos un ciervo y un oso. Les pareció que se habían suicidado.
Rommie lo miró muy serio.
– Te acompaño.
– Por mí perfecto… hasta cierto punto. Uno de nosotros tiene que ir hasta arriba, y ese debería ser yo. Pero necesito un traje antirradiación.
– ¿Qué tienes en mente?
Rusty se lo dijo. Cuando acabó, Rommie sacó un paquete de Winston y le ofreció uno.
– Mi marca favorita, siempre que el paquete no sea mío -dijo Rusty, y cogió uno-. Bueno, ¿qué me dices?
– De acuegdo, te echagé una mano -respondió Rommie mientras encendía los cigarros con el mechero-. En mis almasenes tengo de todo, como bien saben todos los habitantes del pueblo; -Señaló a Rusty con su cigarrillo-. Pego mejog que no salga ninguna fotografía tuya en el pegiódico, pogque tendrás una pinta gidícula.
– Eso no me preocupa -dijo Rusty-. Anoche quemaron el periódico.
– Eso he oído. Otra vez Bagbara. Sus amigos.
– ¿Te lo has creído?
– Soy un alma crédula. Cuando Bush dijo que había agmas nucleages en Iraq, me lo creí. Yo le desía a la gente: «Ese hombre sabe lo que dise». También creo que Oswald actuó solo.
Desde la habitación contigua Michela dijo:
– Deja de hablar con ese falso acento francés.
Rommie le lanzó una sonrisa burlona a Rusty, como diciendo «Ya ves lo que tengo que aguantar».
– Sí, querida -dijo sin el menor rastro de su acento gabacho, luego se volvió de nuevo hacia Rusty-. Deja tu coche aquí. Iremos en mi camioneta, que es más espaciosa. Llévame a la tienda y después ve a buscar a esos niños. Yo me encargo de confeccionar tu traje antirradiación. Pero en cuanto a los guantes… No sé qué hacer.
– Tenemos guantes de plomo en el armario de la sala de rayos X del hospital. Llegan hasta el codo. También puedo coger uno de los mandiles…
– Buena idea, no quiero que pongas en peligro tu recuento de esperma…
– Quizá también haya un par de las gafas de plomo que utilizaban los técnicos y los radiólogos en los setenta. Aunque puede que las tiraran. Lo único que espero es que el recuento de radiación no supere demasiado la última lectura que obtuvieron los chicos, que aún se encontraba en la zona verde.
– Sin embargo has dicho que no se acercaron mucho a la fuente.
Rusty lanzó un suspiro.
– Si la aguja del contador Geiger llega o ochocientos o mil, mi fertilidad será la última de mis preocupaciones.
Antes de que se fueran, Michela, que se había puesto una minifalda y un suéter sumamente cómodo, regresó a la cocina y regañó a su marido por ser tan tonto. Iba a meterlos en problemas. Lo había hecho en el pasado e iba a hacerlo de nuevo. Sin embargo, en esa ocasión las consecuencias podían ser mucho más graves de lo que él creía.
Rommie la abrazó y le contestó en un francés apresurado. Ella le contestó en el mismo idioma, escupiendo las palabras. Él replicó. Michela le dio dos golpes con el puño en el hombro, rompió a llorar y le besó. Una vez fuera, Rommie se volvió hacia Rusty y se encogió de hombros en un gesto de disculpa.
– No puede evitarlo -dijo Romeo-. Tiene el alma de un poeta y el carácter de un dóberman.
Cuando Rusty y Romeo Burpee llegaron a los almacenes, Toby Manning ya estaba allí, esperando para abrir las puertas y servir al público, si tal era el deseo de Rommie. Petra Searles, que trabajaba en el Drugstore, se encontraba junto a Toby. Ambos estaban sentados en unas sillas de jardín, de las que colgaba una etiqueta que decía GRANDES REBAJAS DE FIN DE VERANO.
– ¿Seguro que no quieres contarme cómo vas a fabricar ese traje antirradiación antes de -Rusty miró el reloj- las diez?
– Es mejor que no -dijo Romeo-. Me dirías que estoy loco. Tú vete. Coge los guantes, las gafas y el mandil. Habla con los chicos. Así me darás un poco de tiempo.
– ¿Vamos a abrir, jefe? -preguntó Toby cuando Rommie bajó de la camioneta.
– No lo sé. Tal vez por la tarde. Voy a estar un poco liado esta mañana.
Rusty se puso en marcha. Se encontraba en la cuesta del Ayuntamiento cuando se dio cuenta de que tanto Toby como Petra llevaban brazaletes azules.
Encontró guantes, mandiles y un par de gafas de plomo en el fondo del armario de la sala de rayos X, cuando ya casi estaba a punto de rendirse. La cinta de las gafas estaba rota, pero se dijo que seguro que Rommie podría graparla. Lo bueno fue que no tuvo que explicarle a nadie qué se traía entre manos. Todo el hospital parecía estar durmiendo.
Salió de nuevo a la calle, aspiró el aire de la mañana -anodino, aunque con un desagradable regusto a humo- y miró hacia el oeste, hacia el manchurrón negro que habían dejado los misiles. Parecía un tumor de piel. Era consciente de que él se estaba concentrando en Barbie, en Big Jim y en los asesinos porque eran el elemento humano, cosas que más o menos entendía. Pero olvidarse de la Cúpula sería un error potencialmente catastrófico. Tenía que desaparecer, y pronto, o sus pacientes con asma o enfermedades pulmonares obstructivas crónicas empezarían a tener problemas. Y todas esas personas eran solo los canarios de la mina de carbón.
Ese cielo manchado de nicotina.
– No es bueno -murmuró y tiró lo que había cogido a la parte de atrás de la camioneta-. No es bueno para nada.
Los tres chicos se encontraban en casa de los McClatchey cuando Rusty llegó. Estaban extrañamente tranquilos para ser unos adolescentes que ese mismo miércoles, si les sonreía la suerte, podían ser aclamados como héroes nacionales.
– ¿Estáis listos? -preguntó Rusty con mayor entusiasmo del que en realidad sentía-. Antes de dirigirnos a nuestro destino, tenemos que parar en los almacenes de Burpee, pero no nos entretendremos dem…
– Antes quieren decirte algo -le cortó Claire-. Sabe Dios que preferiría que no fuera así. Esto no hace más que empeorar. ¿Te apetece un zumo de naranja? Estamos intentando acabarlo antes de que se estropee.
Rusty respondió con un gesto del pulgar y el índice que indicaba que solo quería un sorbo. No le entusiasmaba el zumo de naranja, pero quería que la mujer saliera de la habitación y tenía la sensación de que ella quería irse. Estaba pálida y parecía asustada. Rusty sospechaba que el asunto no estaba relacionado con lo que los chicos habían encontrado en Black Ridge; era algo distinto.
Justo lo que necesitaba, pensó.
Cuando Claire se hubo ido, Rusty dijo:
– Escupid.
Benny y Norrie se volvieron hacia Joe, que lanzó un suspiro, se apartó el pelo de la frente y suspiró a su vez. Ese joven adolescente serio y el chico buscabroncas que agitaba pancartas en el campo de Alden Dinsmore tres días antes guardaban poco parecido. Estaba tan pálido como su madre, y unas cuantas espinillas, quizá las primeras, habían aparecido en su frente. Rusty había visto ese tipo de erupciones con anterioridad. Era acné causado por el estrés.
– ¿Qué pasa, Joe?
– La gente dice que soy inteligente -respondió Joe, y Rusty se asustó al ver que el chico estaba al borde de las lágrimas-. Supongo que lo soy, pero a veces preferiría no serlo.
– Tranquilo -le dijo Benny-, en otros aspectos eres muy estúpido.
– Cierra el pico, Benny -le ordenó Norrie amablemente.
Joe no hizo caso de los comentarios.
– Empecé a ganar a mi padre al ajedrez cuando tenía seis años, y a mi madre a los ocho. En la escuela saco sobresalientes. Siempre gano los concursos de Ciencias. Hace dos años que escribo mis propios programas informáticos. No estoy fanfarroneando. Sé que tengo talento.
Norrie sonrió y puso una mano sobre la suya. Joe se la agarró.
– Pero me limito a establecer relaciones. Eso es todo. Si A, entonces B. Si A no, entonces B a tomar por saco. Y seguramente todo el alfabeto.
– ¿De qué estamos hablando exactamente, Joe?
– No creo que el cocinero sea el autor de todos esos asesinatos. Es decir, no lo creemos.
Pareció aliviado cuando Norrie y Benny asintieron. Pero no fue nada en comparación con la mirada de alegría (entremezclada con incredulidad) que le iluminó la cara cuando Rusty admitió:
– Yo tampoco.
– Os dije que tenía agallas -dijo Benny-. Y cose las heridas.
Claire regresó con un vasito de zumo. Rusty dio un sorbo. Estaba caliente pero se podía beber. Si seguían sin generador, al día siguiente ya no estaría bebible.
– ¿Por qué crees que no fue él? -preguntó Norrie.
– Vosotros primero.
El generador de Black Ridge había quedado temporalmente en un segundo plano para Rusty.
– Ayer por la mañana vimos a la señora Perkins -dijo Joe-. Estábamos en la plaza del pueblo haciendo lecturas con el contador Geiger. Vimos a la señora Perkins subir por la cuesta del Ayuntamiento.
Rusty dejó el vaso en la mesa que había junto a la silla y se inclinó hacia delante con las manos entre las rodillas.
– ¿A qué hora fue?
– Mi reloj se paró el domingo cuando estaba junto a la Cúpula, así que no puedo decirlo con exactitud, pero la vimos mientras tenía lugar la pelea en el supermercado. De modo que debían de ser, más o menos, las nueve y cuarto. No podía ser más tarde.
– Ni más temprano. Porque los disturbios ya habían empezado. Los oísteis.
– Sí -afirmó Norrie-. Gritaban mucho.
– ¿Y estáis seguros de que era Brenda Perkins? ¿De que no podría haber sido otra mujer? -El corazón le latía con fuerza. Si la habían visto con vida durante los disturbios, entonces Barbie estaba libre de toda sospecha.
– Todos la conocemos -dijo Norrie-. Era la jefa de mi grupo de exploradoras antes de que yo lo dejara. -El hecho de que en realidad la hubieran expulsado por fumar no le pareció relevante, de modo que lo omitió.
– Y sé por mi madre lo que dice la gente sobre los asesinatos -añadió Joe-. Me ha contado todo lo que sabe. Lo de las placas de identificación y eso.
– Tu madre no quería contarte todo lo que sabía -terció Claire-, pero mi hijo puede ser muy insistente y el asunto me pareció importante.
– Lo es -le aseguró Rusty-. ¿Adonde fue la señora Perkins?
Benny respondió a la pregunta.
– Primero a casa de la señora Grinnell, no sabemos qué le dijo pero no fue nada bonito porque le cerró la puerta en las narices.
Rusty frunció el entrecejo.
– Es cierto -dijo Norrie-. Creo que la señora Perkins le entregó correspondencia o algo parecido. Le dio un sobre; la señora Grinnell lo cogió y cerró de un portazo. Tal como ha dicho Benny.
– Vaya -murmuró Rusty. Desde el viernes anterior no había habido reparto de correo en Chester's Mills. Pero lo que parecía importante era que Brenda estaba viva y haciendo recados en un momento en el que Barbie tenía coartada-. Luego ¿adonde fue?
– Cruzó Main Street y subió por Mills Street -respondió Joe.
– Esta calle.
– Así es.
Rusty se volvió hacia Claire.
– ¿Vino…?
– No vino aquí -respondió Claire-. A menos que lo hiciera mientras yo estaba en el sótano comprobando cuántas latas de comida me quedaban. Estuve una media hora. Quizá cuarenta minutos. Yo… quería huir del alboroto del supermercado.
Benny repitió lo que había dicho el día anterior.
– Mills Street tiene cuatro manzanas. Eso son muchas casas.
– Para mí eso no es lo importante -terció Joe-. Llamé a Anson Wheeler, que era un skater tope hardcore y a veces aún va a The Pit, en Oxford. Le pregunté si Barbara fue a trabajar ayer por la mañana y me dijo que sí, que fue al Food City cuando empezaron los disturbios. Estuvo con Anson y con la señorita Twitchell a partir de entonces. De modo que Barbara tiene coartada para el asesinato de la señora Perkins, ¿y recuerdas lo que he dicho de que si A no, entonces B no? ¿Y tampoco el resto del alfabeto?
Rusty creía que la metáfora era un poco demasiado matemática para asuntos humanos, pero entendía lo que decía Joe. Había otras víctimas para las que quizá Barbie no tendría coartada, pero el hecho de que la mayoría de los asesinados hubiera muerto en circunstancias similares apuntaba claramente a que eran víctimas del mismo homicida. Y si Big Jim había matado a una de las víctimas, como mínimo, tal como sugerían los costurones de la cara de Coggins, lo más probable era que las hubiera matado a todas.
O quizá había sido Junior, que ahora iba por ahí armado con una pistola y lucía una placa.
– Tenemos que ir a la policía, ¿verdad? -preguntó Norrie.
– Eso me da mucho miedo -dijo Claire-. Me da muchísimo miedo. ¿Y si Rennie mató a Brenda Perkins? También vive en esta calle.
– Eso es lo que dije ayer -le recordó Norrie.
– ¿Y no os parece probable que si fue a ver a una concejala y esta le cerró la puerta en las narices, luego fuera a probar suerte con el otro concejal de la calle?
Joe respondió con cierta indulgencia:
– Dudo que exista una relación entre ambos hechos, mamá.
– Quizá no, pero aun así podría haber ido a ver a Jim Rennie. Y Peter Randolph… -La mujer negó con la cabeza-. Cuando Big Jim le dice que salte, él pregunta hasta dónde.
– ¡Muy buena, señora McClatchey! -exclamó Benny-. Es usted la más lista, oh, madre de mi…
– Gracias, Benny, pero en este pueblo el más listo es Jim Rennie, que es quien manda.
– ¿Y qué hacemos? -Joe lanzó una mirada de preocupación a Rusty.
El auxiliar médico pensó de nuevo en la mancha. En el cielo amarillo. En el olor a humo que impregnaba el aire. También pensó en la determinación de Jackie Wettington para sacar a Barbie del calabozo. A pesar de lo peligroso que pudiera ser, a buen seguro era una opción más acertada que confiar en el efecto que pudiera surtir el testimonio de tres chicos, sobre todo cuando el jefe de policía que debía escucharlos era incapaz de limpiarse el culo sin un manual de instrucciones.
– Ahora mismo, nada. Dale Barbara está seguro donde está. -Rusty esperaba que eso fuera cierto-. Tenemos que ocuparnos del otro asunto. Si de verdad habéis encontrado el generador de la Cúpula, y podemos apagarlo…
– El resto de los problemas se solucionarán por sí solos -dijo Norrie Calvert, que pareció muy aliviada.
– Podría suceder así -admitió Rusty.
Después de que Petra Searles regresara al Drugstore (a hacer inventario, dijo), Toby Manning le preguntó a Rommie si podía ayudarlo en algo, pero su jefe negó con la cabeza.
– Vete a casa a echarles una mano a tu padre y a tu madre.
– Solo está mi padre -dijo Toby-. Mi madre fue al supermercado de Castle Rock el sábado por la mañana. Dice que el Food City es muy caro. ¿Qué va a hacer?
– No mucho -respondió Rommie, sin precisar-. Dime una cosa, Toby, ¿por qué lleváis Petra y tú esos pedazos de tela de color azul en el brazo?
Toby miró la tela como si se hubiera olvidado de que la llevaba.
– Es solo para demostrar solidaridad -respondió-. Después de lo que ocurrió anoche en el hospital… después de todo lo que ha sucedido…
Rommie asintió.
– ¿No os han nombrado ayudantes de policía ni nada por el estilo?
– Qué va. Es algo más parecido a… ¿recuerdas que tras los atentados del 11-S parecía que todo el mundo tenía una camiseta y una gorra de los bomberos y la policía de Nueva York? Pues es algo por el estilo. -Meditó unos instantes-. Supongo que si necesitaran ayuda me gustaría echar una mano, pero parece que se las apañan bien. ¿Seguro que no quiere que me quede?
– Sí. Venga, lárgate. Ya te llamaré si decido abrir esta tarde.
– Vale. -A Toby le brillaban los ojos-. Quizá podríamos organizar las Rebajas de la Cúpula. Ya sabe lo que dicen: cuando la vida te da limones, haz limonada.
– Quizá, quizá -dijo Rommie, pero dudaba que fuera a haber tales rebajas. Esa mañana estaba muy poco interesado en deshacerse de mercancías de mala calidad a unos precios que parecieran gangas. Tenía la sensación de que había experimentado grandes cambios en los últimos tres días; no tanto de carácter, sino de perspectiva. Parte de esos cambios estaban relacionados con la extinción del incendio y el compañerismo que surgió después. Todo el pueblo se había implicado, pensó. La gente había mostrado su mejor faceta, lo cual se debía, en gran parte, al asesinato de su antigua amante, Brenda Perkins… a quien Rommie aún recordaba como Brenda Morse. Era una mujer muy atractiva, y si descubría quién se la había cargado, suponiendo que Rusty tuviera razón y no hubiese sido Dale Barbara, esa persona pagaría por ello. Rommie Burpee se encargaría personalmente.
En el fondo de su tenebroso almacén se encontraba la sección Reparaciones del Hogar, situada, de forma muy conveniente, junto a la sección Bricolaje. Rommie cogió en esta un par de cizallas de uso industrial, entró en aquella y se dirigió al rincón más alejado, oscuro y polvoriento de su reino de la venta al por menor. Allí encontró veinticuatro rollos de veinte kilos de plomo en lámina de la marca Santa Rosa; normalmente se utilizaban para construir tejados, como tapajuntas y como aislamiento para chimeneas. Metió dos rollos (y las cizallas) en un carro y recorrió la tienda hasta llegar a la sección Deportes. Una vez allí, se puso a hurgar y rebuscar. Estalló varias veces en carcajadas. Iba a funcionar, sí, pero Rusty Everett estaría très amusant.
Cuando acabó, enderezó la espalda para relajar los músculos y las vértebras y vio el cartel en el que aparecía un punto de mira sobre un ciervo en el otro extremo de la sección Deportes. Sobre el ciervo aparecía el siguiente recordatorio: LA TEMPORADA DE CAZA ESTÁ A PUNTO DE EMPEZAR: ¡HORA DE ARMARSE!
Dado el modo en que se estaban desarrollando los acontecimientos, a Rommie le pareció buena idea pertrecharse. Sobre todo si Rennie o Randolph decidían confiscar todas las armas que no pertenecieran a los polis.
Cogió otro carro, se acercó a las vitrinas donde estaban los rifles, y buscó, guiándose solo por el tacto, la llave en el manojo que le colgaba del cinturón. Burpee solo vendía productos Winchester, y como faltaba una semana para el inicio de la temporada de caza del ciervo, Rommie creyó que podría justificar unos cuantos huecos en sus existencias si alguien preguntaba algo. Escogió un Wildcat 22, una Black Shadow que incorporaba el sistema speed-pump de cerrojo giratorio y dos Black Defenders, equipadas también con el speed-pump. A estas armas añadió una Model 70 Extreme Weather (con mira telescópica) y un 70 Featherweight (sin mira). Cogió munición para todas las armas, luego llevó el carro hasta su despacho y guardó los rifles en la vieja caja fuerte de color verde de la marca Defender que ocultaba en el suelo.
Esto es una paranoia, lo sé, pensó mientras giraba la ruedecilla.
Pero no se sentía paranoico. Y mientras se dirigía hacia el exterior para esperar a Rusty y a los chicos, se acordó de atarse un pedazo de tela azul en el brazo. Tenía que decirle a Rusty que hiciera lo mismo. El camuflaje no era mala idea.
Cualquier cazador de ciervos lo sabía.
A las ocho en punto de esa mañana, Big Jim se encontraba de nuevo en el estudio de su casa. Carter Thibodeau, que iba a ser su guardaespaldas mientras la Cúpula no desapareciera, estaba enfrascado en la lectura de un número de Car and Driver, en concreto en una comparación entre el 2012 BMW H y el 2011 Ford Vesper R/T. Ambos parecían unos coches magníficos, pero cualquiera que no supiera que los BMW eran los mejores estaba loco. Lo mismo podía decirse, pensaba, de todo aquel que no supiera que el señor Rennie era ahora el BMW H de Chester's Mill.
Big Jim se sentía bastante bien, en parte porque había dormido una hora más después de visitar a Barbara. Iba a necesitar muchas más siestas revitalizadoras en los próximos días. Tenía que mantenerse en forma, seguir siendo el primero. No iba a admitir que también le preocupaba la posibilidad de sufrir alguna arritmia más.
El hecho de tener a Thibodeau a su lado le tranquilizaba considerablemente, sobre todo desde que Junior mostraba un comportamiento tan errático (Por decirlo de algún modo, pensó). Thibodeau tenía pinta de matón, pero parecía encajar bien en el papel de ayuda de campo. Big Jim aún no estaba seguro del todo, pero creía que Thibodeau podía ser más inteligente que Randolph.
De modo que decidió ponerlo a prueba.
– ¿Cuántos hombres hay vigilando el supermercado, hijo? ¿Lo sabes?
Carter dejó la revista y sacó una libretita desgastada del bolsillo trasero, un gesto que a Big Jim le gustó.
Después de pasar unas cuantas hojas, respondió:
– Anoche había cinco, tres agentes de plantilla y dos de los nuevos. No han tenido ningún problema. Hoy solo habrá tres. Todos de los nuevos. Aubrey Towle (su hermano es el propietario de la librería, ya sabe), Todd Wendlestat y Lauren Conree.
– ¿Y convienes en que bastará solo con tres?
– ¿Eh?
– Que si estás de acuerdo, Carter. Convenir significa estar de acuerdo.
– Sí, me parece bien porque es de día.
No hizo una pausa para pensar en lo que tal vez desearía oír el jefe. A Rennie le gustó su actitud.
– Muy bien. Ahora escucha. Quiero que hables con Stacey Moggin esta mañana. Dile que llame a todos los agentes que tengamos en plantilla. Quiero que se presenten en el Food City esta tarde, a las siete. Voy a hablar con ellos.
De hecho, iba a pronunciar otro discurso, en esta ocasión sin cortapisas, a tumba abierta. Quería azuzarlos como a una jauría de perros.
– De acuerdo. -Carter tomó nota de ello en su libro de ayuda de campo.
– Y diles a todos que cada uno debe traer a un voluntario más.
Carter deslizó el lápiz mordisqueado por la lista.
– Ya tenemos… a ver… veintiséis.
– Tal vez no sean suficientes. Recuerda lo que ocurrió ayer por la mañana en el supermercado, y lo del periódico de Julia Shumway anoche. Somos nosotros o la anarquía, Carter. ¿Sabes lo que significa esa palabra?
– Hum, sí, señor. -Carter estaba casi seguro de que tenía algo que ver con un campo de tiro con arco, y supuso que su nuevo jefe le estaba diciendo que Chester's Mills podría convertirse en una galería de tiro o algo por el estilo si no controlaban la situación con mano dura-. Quizá deberíamos hacer una batida en busca de armas, o algo así.
Big Jim sonrió. Sí, era un chico encantador en muchos sentidos.
– Eso está en la orden del día, seguramente se llevará a cabo la semana que viene.
– Si la Cúpula sigue ahí. ¿Cree que será así?
– Lo creo. -Tenía que seguir. Aún quedaba mucho por hacer. Debía repartir de nuevo las reservas de propano por el pueblo. Debía borrar todos los rastros del laboratorio de metanfetaminas que había tras la emisora de radio. Además, y eso era crucial, aún no había alcanzado la grandeza. Aunque estaba en camino de lograrlo-. Mientras tanto, envía a un par de agentes, de los de plantilla, a los almacenes de Burpee para que confisquen todas las armas. Si Romeo pone alguna pega, que le digan que debemos mantenerlas fuera del alcance de los amigos de Dale Barbara. ¿Lo has entendido?
– Sí. -Carter tomó nota-. Enviaré a Denton y Wettington. ¿De acuerdo?
Big Jim frunció el entrecejo. Wettingon, la chica de los grandes pechos. No confiaba en ella. Seguramente era que no le gustaba ningún policía con pechos, las mujeres no podían tener lugar en un cuerpo de agentes de la ley, pero había algo más. Era el modo en que ella lo miraba.
– Freddy Denton sí, Wettington no. Tampoco Henry Morrison. Envía a Denton y a George Frederick. Diles que guarden las armas en la cámara acorazada de la comisaría.
– Vale.
Sonó el teléfono de Rennie y las arrugas de su frente se hicieron aún más profundas. Respondió a la llamada y dijo:
– Concejal Rennie.
– Hola, concejal. Soy el coronel James O. Cox. Estoy al mando del llamado Proyecto Cúpula. Me parece que ya es hora de que hablemos.
Big Jim se reclinó en la silla con una sonrisa en los labios.
– Pues diga usted, coronel, y que Dios le bendiga.
– Según la información que me ha llegado, han detenido al hombre designado por el presidente de Estados Unidos para asumir el mando de la situación en Chester's Mills.
– Es correcto, señor. El señor Barbara está acusado de asesinato. Se le imputan cuatro cargos. No creo que el presidente quiera que un asesino en serie esté al mando de la situación. Esa decisión no le beneficiaría demasiado en las encuestas.
– De modo que es usted quien está al mando ahora.
– Oh, no -replicó Rennie, que sonrió de oreja a oreja-. No soy más que un humilde segundo concejal. Andy Sanders es quien manda, y Peter Randolph, nuestro nuevo jefe de policía, como ya sabrá, fue el agente que lo detuvo.
– En otras palabras, tiene las manos limpias. Esa será su posición cuando la Cúpula desaparezca y empiece la investigación.
Big Jim se regodeó de la frustración que detectó en la voz de aquel puñetero. Ese hijo de la Gran Bretaña estaba acostumbrado a dar órdenes; el hecho de recibirlas era una nueva experiencia para él.
– ¿Por qué iba a tenerlas sucias, coronel Cox? Las placas de Barbara se encontraron en una de las víctimas. No creo que haya prueba más concluyente que esa.
– Ni conveniente.
– Llámelo como quiera.
– Si sintoniza cualquier canal de noticias por cable -dijo Cox-, verá que se están planteando interrogantes muy serios sobre la detención de Barbara, sobre todo en vista de su historial militar, que es ejemplar. También se están planteando interrogantes sobre su propio historial, que no es tan ejemplar.
– ¿Cree que todo eso me sorprende? A ustedes se les da muy bien manejar a los medios de comunicación a su antojo. Llevan haciéndolo desde Vietnam.
– La CNN ha destapado una historia sobre una investigación a la que se le sometió por prácticas de publicidad engañosa a finales de la década de 1990. La NBC está informando de que también se le investigó en 2008 por la concesión de créditos no éticos. ¿Es posible que lo acusaran de imponer unos tipos de interés ilegales? ¿De alrededor del cuarenta por ciento? ¿Y de embargar coches y camiones que ya se habían pagado dos y hasta tres veces? Seguramente sus votantes estarán viendo las noticias en este momento.
Todas esas acusaciones habían desaparecido. Había pagado una buena cantidad de dinero para hacerlas desaparecer.
– La gente de mi pueblo sabe que esos programas son capaces de inventar cualquier cosa con tal de vender unos cuantos tubos más de crema para las hemorroides y más botes de somníferos.
– La cosa no acaba aquí. Según el fiscal general del estado de Maine, el antiguo jefe de policía, el que murió el sábado pasado, lo estaba investigando por evasión de impuestos, apropiación indebida de propiedades y fondos públicos, y por participación en tráfico de drogas. No hemos transmitido esta información a la prensa aún, y no tenemos intención de hacerlo… si está dispuesto a llegar a un acuerdo. Dimita como concejal. El señor Sanders debería hacer lo mismo. Nombren a Andrea Grinnell, la tercera concejala, responsable al mando de la situación, y a Jacqueline Wettington representante del presidente en Chester's Mills.
El poco buen humor que le quedaba a Big Jim se fue al garete.
– Pero ¿es que se ha vuelto loco? ¡Andi Grinnell es una drogadicta enganchada al OxyContin, y en la puñetera cabeza de Jacqueline Wettington no hay rastro de su cerebro!
– Te aseguro que eso no es cierto, Rennie. -Se acabaron los tratamientos de cortesía; la era de los buenos sentimientos había quedado atrás-. Wettington recibió una mención especial por ayudar a desarticular una red que se dedicaba al tráfico de drogas en el Sexagesimoséptimo Hospital de Apoyo en Combate en Wurzburgo, Alemania, y fue recomendada especialmente por un hombre llamado Jack Reacher, el policía militar más duro que ha servido jamás en el ejército, hostia, según mi humilde opinión.
– Usted no tiene nada de humilde, señor, y no me gusta su lenguaje sacrílego. Soy cristiano.
– Un cristiano que vende droga, según mi información.
– A palabras necias, oídos sordos; sobre todo si vienen de usted. -Sobre todo mientras yo siga bajo la Cúpula, pensó Big Jim, que sonrió-. ¿Tiene alguna prueba?
– Venga, Rennie, de tipo duro a tipo duro, ¿acaso importa? Para la prensa, la Cúpula es un acontecimiento mayor que el 11-S. Y está despertando compasión. Si no empiezas a ceder, te emplumaré de tal manera que parecerás una gallina toda tu vida. En cuanto desaparezca la Cúpula te llevaré ante un subcomité del Senado, un gran jurado y a la cárcel. Te lo prometo. Pero si decides mantenerte al margen, nos olvidaremos de todo. Eso también te lo prometo.
– En cuanto desaparezca la Cúpula -murmuró Rennie-. ¿Y eso cuándo sucederá?
– Quizá antes de lo que crees. Pienso ser el primero en entrar, y la primera orden que daré será que te pongan las esposas y que te escolten hasta un avión que te llevará directo a Fort Leavenworth, en Kansas, donde serás huésped de Estados Unidos, a la espera de juicio.
Big Jim se quedó sin habla por unos instantes debido al descaro de su interlocutor. Entonces se rió.
– Si de verdad quisieras lo mejor para el pueblo, Rennie, te mantendrías al margen. Mira lo que ha ocurrido durante tu mandato: seis asesinatos, dos en el hospital anoche, por lo que sabemos, un suicidio y unos disturbios desencadenados por los alimentos. No estás a la altura de la misión.
Big Jim agarró la bola de béisbol con fuerza y la apretó. Carter Thibodeau lo miraba con el entrecejo fruncido y semblante de preocupación.
Si estuviera aquí, coronel Cox, le haría lo mismo que a Coggins. Lo haría con Dios como testigo.
– ¿Rennie?
– Estoy aquí. -Hizo una pausa-. Y usted ahí. -Otra pausa-. Y la Cúpula no va a desaparecer. Creo que ambos lo sabemos. Pueden tirar la bomba atómica más grande que tengan, convertir los pueblos de nuestro alrededor en lugares inhabitables durante doscientos años, matar a todos los habitantes de Chester's Mills con la radiación si atraviesa la Cúpula, y aun así no desaparecerá. -Se le había acelerado la respiración, pero el corazón le latía con fuerza y de forma constante en el pecho-. Porque la Cúpula es la voluntad de Dios.
Rennie, en lo más profundo de su corazón, creía en eso. Del mismo modo que creía que también era deseo de Dios que él cogiera las riendas del pueblo para sacarlo adelante durante las semanas, meses y años por venir.
– ¿Qué?
– Ya me ha oído. -Era consciente de que lo estaba apostando todo, su futuro, a la existencia continuada de la Cúpula. Era consciente de que algunas personas creerían que estaba loco al hacerlo. También era consciente de que esas personas eran un puñado de infieles no creyentes. Como el puñetero coronel James O. Cox.
– Rennie, sé razonable. Por favor.
A Big Jim le gustó ese «por favor»; le permitió recuperar el buen humor de golpe.
– Es mejor que recapitulemos, ¿le parece, coronel Cox? Andy Sanders está al mando de la situación, no yo. Sin embargo agradezco la llamada de cortesía de un mandamás como usted, por supuesto. Y aunque estoy convencido de que Andy también agradecerá su oferta para gestionar la situación, por persona interpuesta, por así decirlo, creo que hablo por él cuando digo que puede coger su oferta y metérsela ahí donde no brilla el sol. Los habitantes de Chester's Mills estamos solos, y vamos a manejar la situación solos.
– Estás loco -dijo Cox con perplejidad.
– Es lo que siempre dicen los infieles a los religiosos. Es su último argumento contra la fe. Estamos acostumbrados, y no se lo echo en cara. -Lo cual era mentira-. ¿Puedo hacerle una pregunta?
– Adelante.
– ¿Va a cortarnos el teléfono y la conexión a internet?
– Es lo que te gustaría, ¿verdad?
– Por supuesto que no. -Otra mentira.
– Los teléfonos e internet van a seguir funcionando. Y también se mantiene la rueda de prensa del viernes. En la que vas a tener que responder a unas cuantas preguntas difíciles, te lo aseguro.
– No pienso asistir a ninguna rueda de prensa en el futuro más próximo, coronel. Y tampoco lo hará Andy. Y la señora Grinnell sería incapaz de realizar ninguna declaración comprensible, la pobre. Así que ya puede ir anulando su…
– Oh, no. En absoluto. -¿Era una sonrisa lo que le pareció detectar en el tono de voz de Cox?-. La rueda de prensa se celebrará el viernes a mediodía, de modo que tenemos tiempo de sobra para vender crema para las hemorroides en las noticias de la noche.
– ¿Y quién de nuestro pueblo espera que asista?
– Todo el mundo, Rennie. No faltará nadie. Porque permitiremos que sus familiares se acerquen hasta la Cúpula desde el lado de Motton, en el lugar donde sucedió el accidente aéreo en el que murió la esposa de Sanders, tal como recordarás. La prensa también acudirá para grabarlo todo. Va a ser como un día de visita en la prisión del estado, aunque en este caso nadie es culpable de nada. Excepto tú quizá.
Rennie volvió a enfurecerse.
– ¡No puede hacerlo!
– Oh, claro que sí. -Ahí estaba la sonrisa-. Si vas, puedes sentarte en tu lado de la Cúpula y hacerme gestos de burla con la mano; yo me sentaré en mi lado y haré lo mismo. La gente formará a una hilera alrededor de la Cúpula y estoy convencido de que muchos llevarán camisetas que digan DALE BARBARA ES INOCENTE y LIBERTAD PARA DALE BARBARA y DESTITUCIÓN DE JAMES RENNIE. Habrá reencuentros bañados en lágrimas, manos que intentarán acariciar las manos que estarán al otro lado de la Cúpula, quizá algún intento de beso. Será un material excelente para la televisión y una propaganda excelente. Y lo que es más importante: hará que la gente de Chester's Mills se pregunte por qué tiene que aguantar a un incompetente como tú al mando de la situación.
La voz de Big Jim se convirtió en un gruñido cavernoso.
– No lo permitiré.
– ¿Cómo piensas evitarlo? Habrá más de mil personas. No puedes pegarles un tiro a todas. -Cuando el coronel habló de nuevo, lo hizo con un tono calmado y razonable-. Venga, concejal, arreglemos la situación. Aún puedes salir limpio de todo esto. Solo tienes que soltar los mandos.
Big Jim vio a su hijo avanzar por el pasillo hacia la puerta de la calle, como un fantasma, todavía vestido con el pantalón del pijama y las zapatillas; apenas reparó en él. Junior podría haber caído muerto en el pasillo y Big Jim habría permanecido encorvado sobre el escritorio, con la bola de béisbol de oro en una mano y el teléfono en la otra. Un pensamiento le martilleaba la cabeza: poner a Andrea Grinnell al mando de la situación, y a la agente Pechos de segunda de a bordo.
Era una broma.
De mal gusto.
– Coronel Cox, váyase a tomar por culo.
Colgó, hizo girar la silla del escritorio y lanzó la bola de oro, que impactó en la fotografía autografiada de Tiger Woods. El cristal se partió en añicos, el marco cayó al suelo, y Carter Thibodeau, que estaba acostumbrado a infundir miedo en los corazones de los demás pero no a sentirlo en carne propia, se puso en pie de un salto.
– ¿Señor Rennie? ¿Se encuentra bien?
No tenía muy buen aspecto. Unas manchas de color púrpura le motearon las mejillas. Sus pequeños ojos estaban abiertos como platos y sobresalían de sus órbitas de grasa sólida. La vena de la frente le latía.
– Nunca me quitarán el pueblo -susurró Big Jim.
– Claro que no -dijo Carter-. Sin usted, nos hundimos.
La reacción de Thibodeau relajó a Big Jim hasta cierto punto. Cogió de nuevo el teléfono y entonces recordó que Randolph se había ido a dormir. El nuevo jefe apenas había pegado ojo desde el inicio de la crisis y le había dicho a Carter que pensaba dormir al menos hasta mediodía. Lo cual no suponía ningún problema. De todos modos, aquel hombre era un inútil.
– Carter, escribe una nota, y enséñasela a Morrison (si es el jefe de la comisaría esta mañana) y luego déjala en el escritorio de Randolph. Después, regresa aquí. -Hizo una pausa para meditar, y frunció el entrecejo-. Y mira si Junior anda por ahí también. Se ha ido mientras hablaba por teléfono con el coronel Haz-lo-que-yo-te-diga. No salgas a la calle a buscarlo si no lo ves en la comisaría, pero si está ahí, comprueba que esté bien.
– Claro. ¿Qué mensaje quiere que deje?
– «Estimado jefe Randolph: Jacqueline Wettington debe ser depuesta de su cargo de agente de policía de Chester's Mills de forma inmediata.»
– ¿Eso significa despedida?
– Sí, claro.
Carter tomaba nota en su libreta y Big Jim le dio tiempo para que lo apuntara todo. Volvía a sentirse bien. Más que bien. Se sentía en la gloria.
– Añade: «Estimado agente Morrison: Cuando Wettington llegue hoy, haga el favor de informarla de que ha sido relevada de su cargo y dígale que debe vaciar su taquilla. Si pregunta por la causa, dígale que estamos reorganizando el departamento y que ya no requerimos de sus servicios».
– ¿«Servicios» se escribe con be, señor Rennie?
– No es la ortografía lo que importa, sino el mensaje.
– De acuerdo. Entendido.
– Si Wettington tiene más preguntas, que venga a verme.
– Muy bien. ¿Eso es todo?
– No. Diles que quien la vea primero debe quitarle la placa y la pistola. Si se pone tonta y dice que la pistola es de su propiedad, que le den un recibo y le prometan que se la devolverán o se la pagarán cuando haya acabado la crisis.
Carter acabó de tomar nota y luego alzó la vista.
– ¿Qué problema hay con Junes, señor Rennie?
– No lo sé. Es un presentimiento, imagino. Sea lo que sea, no tengo tiempo para ocuparme de ello en este momento. Hay asuntos más acuciantes que requieren mi atención. -Señaló la libreta-. Déjame leer eso.
Carter obedeció. Su letra era como los garabatos de un niño de tercero de primaria, pero había tomado nota de todo. Rennie lo firmó.
Carter llevó los frutos de su labor como secretario a la comisaría. Henry Morrison los recibió con una incredulidad que rayó en el motín. Thibodeau también echó un vistazo en busca de Junior, pero el hijo de Big Jim no estaba allí y nadie lo había visto. Le pidió a Henry que estuviera atento por si lo veía.
Entonces, le dio un arrebato y bajó a ver a Barbie, que estaba tumbado en el camastro, con las manos tras la cabeza.
– Ha llamado tu jefe -le dijo-. Ese tal Cox. Rennie lo llama el coronel «Haz-lo-que-yo-te-diga».
– Seguro que sí -afirmó Barbie.
– El señor Rennie lo ha enviado a tomar por culo. ¿Y sabes qué? Que tu amigo del ejército ha tenido que joderse y aguantarse. ¿Qué te parece eso?
– No me sorprende. -Barbie seguía sin apartar la vista del techo. Parecía calmado. Era irritante-. Carter, ¿has pensado hacia dónde se dirige todo esto? ¿Has intentado pensar a largo plazo?
– No hay largo plazo, Baaarbie. Ya no.
Barbie se limitaba a mirar el techo con una sonrisita que dibujaba unos hoyuelos en la comisura de sus labios. Como si supiera algo que Carter ignoraba. A Thibodeau le entraron ganas de abrir la puerta de la celda y darle un puñetazo a ese imbécil. Entonces recordó lo que había sucedido en el aparcamiento del Dipper's. Prefería dejar que Barbie se enfrentara con sus trucos sucios a un pelotón de fusilamiento. A ver qué tal se le daba.
– Ya nos veremos, Baaarbie.
– Seguro -dijo Barbie, que no se molestó en mirarlo-. Vivimos en un pueblo pequeño, hijo, y todos apoyamos al equipo.
Cuando sonó el timbre de la casa parroquial, Piper Libby aún llevaba la camiseta de los Bruins y los pantalones cortos que utilizaba como pijama. Abrió la puerta. Suponía que sería Helen Roux, que llegaba una hora antes a su cita de las diez para hablar sobre los preparativos del funeral y el entierro de Georgia. Pero era Jackie Wettington. Vestía el uniforme, pero no llevaba la placa en el pecho izquierdo ni pistola en la cadera. Parecía aturdida.
– ¿Jackie? ¿Qué pasa?
– Me han despedido. Ese cabrón me la tiene jurada desde la fiesta de Navidad de la comisaría, cuando intentó meterme mano y le di un manotazo, pero dudo que me hayan echado por eso, dudo incluso que haya influido mínimamente en la decisión…
– Entra -dijo Piper-. He encontrado un pequeño hornillo de gas, del anterior pastor, creo, en uno de los armarios de la despensa y, por increíble que parezca, aún funciona. ¿No te apetece una taza de té?
– Sería fantástico -respondió Jackie. Tenía los ojos inundados en lágrimas, que empezaron a correrle por las mejillas. Se las limpió con un gesto casi furioso.
Piper la hizo pasar a la cocina y encendió el camping gas Brinkman que había sobre la encimera.
– Ahora cuéntamelo todo.
Jackie lo hizo, y no se olvidó del pésame de Henry Morrison, poco delicado pero sincero.
– Esa parte la susurró -dijo mientras tomaba la taza que Piper le ofreció-. Ahora mismo la comisaría parece el cuartel general de la maldita Gestapo. Perdón por el lenguaje grosero.
Piper le quitó importancia con un ademán.
– Henry dice que si protesto en la asamblea del pueblo de mañana, no haré más que empeorar las cosas, que Rennie sacará a relucir un puñado de acusaciones por incompetencia inventadas. Seguramente tiene razón. Pero el mayor incompetente que hay esta mañana en la comisaría es el que está al mando. En cuanto a Rennie… Está llenando la comisaría de agentes que le serán fieles en caso de que haya alguna protesta organizada en contra de su forma de dirigir la situación.
– Desde luego -dijo Piper.
– La mayoría de los nuevos policías no tienen la edad legal para comprar cerveza pero van por ahí con pistola. Se me pasó por la cabeza la posibilidad de decirle a Henry que él podría ser el siguiente en saltar, ha realizado ciertos comentarios sobre la forma en que Randolph dirige la comisaría, y está claro que los lameculos se habrán chivado, pero a juzgar por la expresión de su cara, ya lo sabía.
– ¿Quieres que vaya a ver a Rennie?
– No serviría de nada. De hecho, no lamento estar fuera, lo que no soporto es que me hayan despedido. El gran problema es que lo que va a suceder mañana por la noche podría afectarme. Tal vez debería desaparecer con Barbie. Eso si encontráramos un escondite en el que ocultarnos.
– No entiendo de qué hablas.
– Lo sé pero voy a contártelo. Y aquí es donde empiezan los riesgos. Si no guardas el secreto, acabaré en la cárcel. Quizá me pongan al lado de Barbie cuando Rennie mande formar su pelotón de fusilamiento.
Piper la miró muy seria.
– Tengo cuarenta y cinco minutos antes de que llegue la madre de Georgia Roux. ¿Es tiempo suficiente para que me cuentes lo que tengas que contarme?
– De sobra.
Jackie empezó con el examen de los cuerpos en la funeraria. Describió la marca de las puntadas de la cara de Coggins y la bola de béisbol de oro que Rusty había visto. Respiró hondo y a continuación le contó su plan para sacar a Barbie del calabozo durante la asamblea extraordinaria que se iba a celebrar la noche siguiente.
– Aunque no tengo ni idea de dónde puedo esconderlo si logramos sacarlo de allí. -Tomó un sorbo de té-. ¿Qué te parece?
– Que necesito otra taza. ¿Tú?
– Estoy servida, gracias.
Desde la encimera Piper dijo:
– Vuestro plan es peligrosísimo, supongo que no necesitas que te lo diga, pero quizá no exista otro modo de salvarle la vida a un inocente. Nunca he creído que Dale Barbara fuera culpable de esos asesinatos, y después de mi encontronazo con las fuerzas del orden del pueblo, la idea de que intenten ejecutarlo para evitar que se haga con el mando de la situación no me sorprende demasiado. -Luego añadió, recurriendo al razonamiento de Barbie, aunque sin saberlo-: Rennie no sabe adoptar una perspectiva a largo plazo, y los policías tampoco. Lo único que les preocupa es quién es el amo del cotarro. Ese tipo de actitud está destinada al fracaso.
Regresó a la mesa.
– El día en que volví aquí para hacerme cargo de la casa parroquial, que era mi ambición desde niña, me di cuenta de que Rennie era un monstruo en fase embrionaria. Ahora, y disculpa si la expresión te parece muy melodramática, ha nacido el monstruo.
– Gracias a Dios -dijo Jackie.
– ¿Gracias a Dios que ha nacido el monstruo? -Piper sonrió y enarcó las cejas.
– No, gracias a Dios que lo ves así.
– Hay más, ¿verdad?
– Sí. A menos que no quieras formar parte de ello.
– Cielo, ya estoy implicada. Si pueden meterte en la cárcel por conspiración, a mí podrían hacerme lo mismo por no denunciarlo. Somos lo que a nuestro gobierno le gusta llamar «terroristas autóctonos».
Jackie asimiló la idea en un silencio sombrío.
– Tú no estás hablando solamente de liberar a Dale Barbara, ¿verdad? Quieres organizar un movimiento de resistencia activa.
– Supongo que sí -admitió Jackie, y lanzó una risa de impotencia-. Después de estar seis años en el Ejército de Estados Unidos, nunca me lo habría imaginado, siempre he apoyado a mi país ciegamente, sin importarme que estuviera bien o no lo que hiciera, pero… ¿Se te ha pasado por la cabeza la posibilidad de que la Cúpula no desaparezca? ¿Ni este otoño, ni este invierno? ¿Quizá ni siquiera el año que viene ni en toda nuestra vida?
– Sí. -Piper mantenía la calma, pero tenía las mejillas pálidas-. He pensado en ello. Como la mayoría de los habitantes de Chester's Mills, aunque solo sea de pasada.
– Entonces piensa en esto: ¿quieres vivir durante un año, o cinco, en una dictadura gobernada por un idiota homicida? Suponiendo que vayamos a tener cinco años.
– Por supuesto que no.
– Entonces quizá sea esta la única oportunidad de pararle los pies. Tal vez ya no sea un embrión, pero lo que está construyendo, esta máquina, aún está en pañales. Es el mejor momento. -Jackie hizo una pausa-. Si ordena a la policía que empiece a requisar las armas de los ciudadanos de a pie, podría ser nuestra única oportunidad.
– ¿Qué quieres que haga?
– Celebremos una reunión en la casa parroquial. Esta noche. Estas personas, si vienen todas. -Sacó del bolsillo trasero la lista que Linda Everett y ella habían preparado.
Piper desdobló la hoja de papel y la leyó. Había ocho nombres. Alzó la vista.
– ¿Lissa Jamieson, la bibliotecaria de los cristales? ¿Ernie Calvert? ¿Estás segura de estos dos?
– ¿Quién mejor que una bibliotecaria cuando tienes que enfrentarte a un dictador novato? En cuanto a Ernie… En mi opinión, después de lo que sucedió en el supermercado ayer, si se encontrara a Jim Rennie en la calle, envuelto en llamas, ni siquiera se molestaría en mearle para apagarlo.
– Algo vago desde el punto de vista pronominal, pero por lo demás es una descripción muy pintoresca.
– Quería pedirle a Julia Shumway que sondeara a Ernie y a Lissa, pero ahora podré hacerlo por mí misma. Creo que voy a tener mucho tiempo libre.
Sonó el timbre de la puerta.
– Es probable que sea la afligida madre -dijo Piper, que se puso en pie-. Imagino que llegará medio achispada. Le gusta mucho el licor de café, pero dudo que alivie el dolor.
– No me has dicho lo que piensas sobre la asamblea -le dijo Jackie.
Piper Libby sonrió.
– Dile a nuestro grupo de amigos de terroristas autóctonos que se presenten aquí entre las nueve y las nueve y media. Deberían venir a pie y de uno en uno; son técnicas habituales de la resistencia francesa. No es necesario que hagamos publicidad de lo que estamos haciendo.
– Gracias -dijo Jackie-. Muchas gracias.
– De nada. También es mi pueblo. Si no te importa, preferiría que salieras por la puerta trasera.
Había una pila de trapos limpios en la parte de atrás de la camioneta de Rommie Burpee. Rusty cogió un par y se los ató a modo de pañuelo en la mitad inferior de la cara, a pesar de lo cual seguía teniendo la nariz, la garganta y los pulmones impregnados del hedor del oso muerto. Los primeros gusanos habían incubado en sus ojos, en la boca abierta y en el cerebro.
Se puso en pie, retrocedió y se tambaleó un poco. Rommie lo cogió del hombro.
– Si se desmaya, agárralo -dijo Joe, nervioso-. Quizá esa cosa afecta más a los adultos.
– Es solo el olor -se justificó Rusty-. Ya estoy bien.
Pero a pesar de que se alejaron del oso, seguía oliendo muy mal: un hedor muy fuerte a humo lo impregnaba todo, como si Chester's Mills se hubiera convertido en una gran habitación sin ventilar. Además del olor a humo y a animal descompuesto, percibía la vegetación putrefacta y la fetidez que desprendía el lecho moribundo del Prestile. Ojalá soplara un poco de viento, pensó, pero tan solo había una débil brisa de vez en cuando que solo traía más malos olores. Hacia el oeste se habían formado unas nubes -debía de estar cayendo un buen chaparrón en New Hampshire-, pero cuando llegaron a la Cúpula se disgregaron como un río que se divide al encontrar una roca grande que sobresale en su curso. Rusty empezaba a albergar grandes dudas de que llegara a llover bajo la Cúpula. Tenía que echar un vistazo a alguna página web de predicciones meteorológicas… si encontraba algún momento. Llevaba una vida terriblemente ajetreada e inquietantemente desestructurada.
– ¿Crees que el oso murió de rabia, doctor? -preguntó Rommie.
– Lo dudo. Creo que sucedió justamente lo que dijeron los chicos: un simple suicidio.
Entraron en la camioneta, con Rommie al volante, e iniciaron el lento ascenso por Black Ridge Road. Rusty llevaba el contador Geiger en el regazo. La aguja subía de forma constante y vio cómo se acercaba a la marca de +200.
– ¡Deténgase aquí, señor Burpee! -gritó Norrie-. ¡Antes de salir del bosque! Si va a perder el conocimiento, preferiría que no lo hiciera mientras conduce, aunque sea a quince kilómetros por hora.
Rommie obedeció y detuvo la camioneta.
– Bajad, chicos. Voy a haceros de niñera. A partir de aquí el doctor seguirá solo. -Se volvió hacia Rusty-. Llévate la camioneta, pero ve despacio y detente en cuanto la radiación alcance un nivel peligrosamente alto. O cuando empieces a sentirte mareado. Caminaremos detrás de ti.
– Tenga cuidado, señor Everett -dijo Joe.
Benny añadió:
– No se preocupe si se la pega con la camioneta. Le empujaremos hasta la carretera cuando vuelva en sí.
– Gracias -dijo Rusty-. Sois todo corazón.
– ¿Eh?
– Da igual.
Rusty se puso al volante y cerró la puerta del conductor. El contador Geiger seguía funcionando en el asiento del acompañante. Salió del bosque muy lentamente. Enfrente, Black Ridge Road se alzaba hacia el campo de manzanos. Al principio no vio nada fuera de lo normal, y sintió una profunda decepción. Entonces una luz púrpura brillante lo cegó y pisó el freno de golpe. Había algo ahí, sin duda, algo brillante entre las copas de los árboles medio abandonados. Justo detrás de él, por el espejo retrovisor de la camioneta, vio que los demás se detenían.
– ¿Rusty? -preguntó Rommie-. ¿Va todo bien?
– Lo veo.
Contó hasta quince y la luz púrpura emitió un nuevo destello. Iba a coger el contador Geiger cuando Joe se asomó a la ventanilla del copiloto. Los nuevos granos destacaban en la cara del chico como estigmas.
– ¿Siente algo? ¿Como si estuviera atontado o le diera vueltas la cabeza?
– No -respondió Rusty.
Joe señaló hacia delante.
– Ahí es donde perdimos el conocimiento. Justo ahí. -Rusty vio las marcas en la tierra, en el lado izquierdo de la carretera.
– Id hasta ahí -le pidió Rusty-. Los cuatro. A ver si perdéis el conocimiento de nuevo.
– Joder -dijo Benny, que se acercó hasta Joe-. ¿Qué soy, un conejillo de Indias?
– De hecho, creo que el conejillo de Indias es Rommie. ¿Qué me dices, te atreves?
– Sí. -Rommie se volvió hacia los chicos-. Si pierdo el conocimiento y vosotros no, arrastradme hasta aquí, que parece una zona fuera de peligro.
El cuarteto se dirigió hacia el lugar donde estaban las marcas. Rusty los miró atentamente desde la camioneta. Casi habían llegado a su destino cuando Rommie aminoró la marcha y se tambaleó. Norrie y Benny lo agarraron de un lado para que no perdiera el equilibrio, y Joe del otro. Pero Rommie no se cayó. Al cabo de un instante se irguió de nuevo.
– No sé si ha sido algo real o solo… ¿cómo se dice…? El poder de la sugestión, pero ya me siento bien. Por un instante me he sentido aturdido. ¿Vosotros notáis algo, chicos?
Los tres negaron con la cabeza. A Rusty no le sorprendió. Era como la varicela: una enfermedad leve que contraían sobre todo los niños y que solo la pasaban una vez.
– Sigue avanzando, Rusty -le dijo Rommie-. No tienes que subir con todas esas láminas de plomo hasta ahí arriba si no es necesario, pero ve con cuidado.
Rusty siguió avanzando lentamente. Oyó los «clics» acelerados del contador Geiger pero no sintió nada extraordinario. La luz de la cima de la colina emitía destellos a intervalos de quince segundos. Llegó hasta Rommie y los chicos y los dejó atrás.
– No siento nad… -empezó a decir, y entonces sucedió: no se le fue la cabeza exactamente, pero tuvo una sensación rara, de extraña claridad. Mientras duró, sintió que su cabeza era un telescopio y que podía ver cualquier cosa que deseara, por muy lejos que estuviera. Si quería podía ver a su hermano realizando su trayecto matutino habitual en coche hasta San Diego.
En algún lugar, en un universo adyacente, oyó que Benny gritaba:
– ¡Eh, el doctor Rusty está perdiendo el conocimiento!
Sin embargo, no era cierto; aún podía ver la tierra de la carretera a la perfección. Divinamente bien. Todas las piedras y esquirlas de mica. Si había dado un volantazo -y suponía que lo había hecho- fue para esquivar al hombre que había aparecido de repente ahí. Era un tipo escuálido que parecía más alto de lo que era debido a un ridículo sombrero de chistera de color rojo y blanco ladeado de un modo cómico. Vestía unos vaqueros y una camiseta en la que ponía SWEETHOME ALABAMA PLAY THAT DEAD BAND SONG.
Eso no es un hombre, es un muñeco de Halloween.
Sí, seguro. ¿Qué otra cosa podía ser con esas palas de jardinero a modo de manos, un saco de arpillera por cabeza y unas cruces blancas cosidas como ojos?
– ¡Doc! ¡Doc! -Era Rommie.
El muñeco de Halloween empezó a arder.
Al cabo de un instante, desapareció. Ahora solo estaban la carretera, la colina y la luz púrpura, que resplandecía a intervalos de quince segundos, y parecía decir «Ven, ven, ven».
Rommie abrió la puerta del conductor.
– Doc… Rusty… ¿Estás bien?
– Sí. Ha sido pasajero. Imagino que a ti te ha pasado lo mismo. ¿Has visto algo, Rommie?
– No. Por un instante me ha parecido que olía a fuego, pero creo que es porque el aire está impregnado de olor a humo.
– Yo vi una hoguera de calabazas ardiendo -dijo Joe-. Os lo dije, ¿no?
– Sí. -Rusty no le había concedido demasiada importancia a ese hecho, a pesar de que lo había oído por boca de su propia hija. En ese momento sí que le prestó atención.
– Yo oí gritos -dijo Benny-, pero he olvidado lo demás.
– Yo también -añadió Norrie-. Era de día, pero aún estaba un poco oscuro. Oí gritos y vi, creo, que me caía hollín en la cara.
– Doc, quizá sería mejor que volviéramos -observó Rommie.
– De eso nada -dijo Rusty-. Al menos mientras exista la posibilidad de sacar a mis hijas, y a los hijos de los demás, de aquí.
– Seguro que a algunos adultos también les gustaría irse -añadió Benny. Joe le dio un codazo.
Rusty miró el contador Geiger. La aguja estaba clavada en la marca de +200.
– Quedaos aquí -les ordenó.
– Doc -dijo Joe-, ¿y si la radiación le afecta y pierde el conocimiento? Entonces, ¿qué hacemos?
Rusty meditó la respuesta.
– Si aún estoy cerca, arrastradme hasta aquí. Pero tú no, Norrie. Solo los chicos.
– ¿Por qué yo no? -preguntó ella.
– Porque quizá algún día quieras tener hijos. Y que solo tengan dos ojos y las extremidades en los lugares correspondientes.
– Vale. Yo me quedo aquí -dijo Norrie.
– En cuanto a los demás, la exposición durante un breve período de tiempo no entraña peligros. Pero me refiero a muy poco tiempo. Si recorro la mitad del camino o llego al campo de manzanos, dejadme.
– Eso es duro, Doc.
– No me refiero a que me abandonéis -dijo Rusty-. Tienes más rollos de láminas de plomo en la tienda, ¿verdad?
– Sí. Deberíamos haberlos traído.
– Estoy de acuerdo, pero no es imposible pensar en todo. Si ocurre lo peor, coge el resto del plomo, pégalo en las ventanas del coche que elijas y ven a por mí. Aunque quizá por entonces ya vuelva a estar de nuevo en pie y de camino hacia el pueblo.
– Sí. O tal vez sigas tirado en el suelo sometido a una exposición letal.
– Mira, Rommie, seguramente nos estamos preocupando de forma innecesaria. Creo que los mareos, o las pérdidas de conocimiento en el caso de los chicos, son como los demás fenómenos relacionados con la Cúpula. Los sientes una vez, y luego ya está.
– Podrías estar jugándote la vida.
– Tarde o temprano tendremos que empezar a apostar.
– Buena suerte -dijo Joe, y le acercó su puño por la ventana.
Rusty se lo chocó con suavidad e hizo lo mismo con Norrie y Benny. Rommie también le ofreció el suyo.
– Si es bueno para los chicos, también lo es para mí.
Veinte metros más allá del lugar en el que Rusty había tenido la visión del muñeco con la chistera, los «clics» del contador Geiger se convirtieron en un rugido desquiciado. Vio que la aguja marcaba +400 y se adentraba en la zona roja.
Paró la camioneta y sacó el equipo que preferiría no tener que ponerse. Miró a los demás.
– Una advertencia -dijo-. Y esto va por ti, sobre todo, Benny Drake. Como os riáis, volvéis a casa a pie.
– No me reiré -prometió Benny, pero al cabo de poco estallaron todos en carcajadas, hasta el propio Rusty. Se quitó los tejanos y se puso unos pantalones de entrenamiento de fútbol americano por encima de los calzoncillos. En el lugar donde deberían haber ido las protecciones de los muslos y los glúteos, metió unas piezas cortadas de lámina de plomo. Luego se puso un par de espinilleras de receptor de béisbol y las cubrió con más lámina de plomo. Acto seguido se puso un collarín y un delantal de plomo para proteger la glándula tiroides y los testículos respectivamente. Era el delantal más grande que tenían, y colgaba hasta las brillantes espinilleras de color naranja. Había pensado en ponerse otro delantal por la espalda (en su opinión, tener un aspecto ridículo era mejor que morir de cáncer de pulmón), pero al final decidió no hacerlo. Ya había aumentado su peso hasta más de ciento treinta y cinco kilos. Y la radiación no disminuía. Creía que no tendría ningún problema si debía llegar hasta la fuente.
Bueno. Quizá.
Llegados a ese punto, Rommie y los chicos habían logrado reprimir las carcajadas y reducirlas a unas risitas discretas y contenidas. Estuvieron a punto de perder la compostura cuando Rusty se puso un gorro de baño de la talla XL con dos láminas de plomo, pero cuando se enfundó los guantes hasta los codos y se puso las gafas estallaron de nuevo en risotadas.
– ¡Vive! -gritó Benny, que se puso a caminar con los brazos estirados, como el monstruo de Frankenstein-. ¡Amo, vive!
Rommie se dirigió a trompicones a un lado de la carretera y, riéndose a carcajadas, se sentó en una roca. Joe y Norrie se tiraron al suelo y se pusieron a rodar como un par de pollos revolcándose en la tierra.
– Ya podéis empezar a caminar hacia casa -dijo Rusty, pero sonreía mientras subía, no sin ciertas dificultades, de nuevo a la camioneta.
Frente a él, la luz púrpura brillaba como un faro.
Henry Morrison salió de la comisaría cuando el jaleo que los nuevos reclutas armaban en los vestuarios, como si estuvieran en la media parte de un partido, le resultó insoportable. La situación no hacía más que empeorar. Supuso que lo sabía incluso antes de que Thibodeau, el matón que ahora hacía de guardaespaldas del concejal Rennie, apareciera con una orden firmada para despedir a Jackie Wettington, una buena agente y aún mejor persona.
Henry consideró que era el primer paso de lo que a buen seguro iba a ser una campaña exhaustiva para eliminar del cuerpo a los agentes mayores, a los que Rennie debía de ver como partidarios de Duke Perkins. Él sería el próximo. Freddy Denton y Rupert Libby tenían posibilidades de quedarse; Rupe era un capullo del montón; Denton, un caso perdido. Echarían a Linda Everett. Seguramente también a Stacey Moggin. Y entonces la comisaría de Chester's Mills volvería a ser un club masculino, salvo por Lauren Conree, que era del género tonto.
Recorría lentamente Main Street, casi vacía, como la calle de un pueblo fantasma de un western. Sam «el Desharrapado» estaba sentado bajo la marquesina del Globe; la botella que tenía entre las rodillas no debía de contener Pepsi-Cola, pero Henry no se detuvo. Que el viejo borrachín disfrutara de un trago.
Johnny y Carrie Carver estaban tapando con tablones las ventanas delanteras de Gasolina & Alimentación Mills. Ambos lucían los brazaletes azules que se habían extendido por todo el pueblo y que a Henry le ponían la piel de gallina.
Se arrepentía de no haber aceptado la plaza en la policía de Orono cuando se la ofrecieron el año anterior. No habría sido un ascenso en su carrera, y sabía que tratar con universitarios borrachos o colocados habría sido una mierda, pero el sueldo era mayor y Frieda le dijo que las escuelas de Orono eran mucho mejores.
Sin embargo, al final Duke lo convenció de que se quedara con la promesa de que le conseguiría un aumento de cinco de los grandes en la siguiente asamblea del pueblo y la confesión de que iba a despedir a Peter Randolph si este no se jubilaba de forma voluntaria. «Ascenderías a adjunto del jefe de policía, y eso son diez de los grandes más al año -le dijo Duke-. Cuando me jubile, puedes optar a mi puesto, si eso es lo que quieres. La alternativa, claro, es hacer de taxista a universitarios con los pantalones pringados de vómito reseco y llevarlos de vuelta a su residencia. Piénsatelo.»
La propuesta le pareció bien a él, le pareció bien (bueno… bastante bien) a Frieda y, por supuesto, tranquilizó a los niños, que no soportaban la idea de tener que trasladarse. Sin embargo, ahora Duke estaba muerto, Chester's Mills se encontraba bajo la Cúpula y la comisaría se estaba convirtiendo en un lugar que transmitía muy malas sensaciones y olía aún peor.
Dobló por Prestile Street y vio a Junior frente a la cinta policial amarilla con la que habían acordonado la casa de los McCain. El hijo de Rennie llevaba pantalones de pijama, zapatillas y nada más. Se balanceaba de un modo ostensible y el primer pensamiento que le vino a la cabeza a Henry fue que Junior y Sam «el Desharrapado» tenían mucho en común.
El segundo pensamiento fue sobre el cuerpo de policía. Quizá no le quedaba mucho tiempo en él, pero aún pertenecía al cuerpo, y una de las reglas inquebrantables de Duke Perkins era: «Nunca permitáis que el nombre de un agente de policía de Chester's Mills aparezca en la columna sobre tribunales del Democrat». Y Junior, tanto si a Henry le gustaba como si no, era un agente.
Detuvo la unidad Tres y se dirigió hacia el lugar en el que Junior se balanceaba hacia delante y hacia atrás.
– Eh, Junes, ¿por qué no volvemos a la comisaría y te tomas un café? A ver si se te pasa… -«la borrachera» era lo que quería decir, pero entonces reparó en que los pantalones del pijama del chico estaban empapados. Junior se había meado.
Alarmado y asqueado -nadie debía verlo, Duke se retorcería en su tumba-. Henry alargó el brazo y agarró a Junior del hombro.
– Venga, hijo. Estás montando una escena.
– Eran mis almiiigas -dijo Junior sin volverse. Se balanceaba más rápido. Por lo poco que podía ver Henry, tenía cara de distraído y ausente-. Las metí en la defensa para sorberlas. Sin metértela, solo lengua. -Se rió, luego escupió. O lo intentó. Un reguero blanco y espeso le colgaba de la barbilla, como un péndulo.
– Ya basta, voy a llevarte a casa.
Esta vez Junior se volvió y Henry vio que no estaba borracho. Tenía el ojo izquierdo teñido de un rojo brillante. La pupila muy dilatada. El lado izquierdo de la boca, abierto hacia abajo, mostraba algunos de sus dientes. Aquella mirada gélida le hizo pensar fugazmente en El barón sardónico, una película con la que pasó mucho miedo de niño.
Junior no tenía que ir a la comisaría a tomar un café, y no tenía que ir a casa a dormir la mona. Junior tenía que ir al hospital.
– Vamos, chico -dijo-. Camina.
Al principio Junior pareció dispuesto a obedecer y Henry lo acompañó casi hasta el coche, pero el chico se detuvo de nuevo.
– Olían igual y me gustaba -dijo-. Amos, amos, amos, está a punto de empezar a nevar.
– Sí, sin duda. -Henry quería que rodeara el capó del coche y meterlo en el asiento delantero, pero ahora le parecía una solución poco práctica. Tendría que conformarse con ir detrás, aunque los asientos traseros de los coches de policía acostumbraban a estar impregnados de un olor peculiar. Junior miró por encima del hombro hacia la casa de los McCain, y una expresión de anhelo se apoderó de su rostro medio congelado.
– ¡Almiiigas! -gritó Junior-. ¡Sin metérlela, solo lengua! ¡Solo lengua, carbonazo! -Sacaba la lengua y hacía pedorretas. Era un ruido parecido al que hace el Correcaminos antes de dejar atrás al Coyote, envuelto en una nube de polvo. Entonces se rió y se dirigió de nuevo hacia la casa.
– No, Junior -dijo Henry, que lo agarró de la cintura de los pantalones del pijama-. Tenemos que…
Junior se dio la vuelta a una velocidad sorprendente. Ya no reía; su cara se había transformado en una mueca felina de odio y furia. Se abalanzó sobre Henry agitando los puños. Sacó la lengua y se la mordió con los dientes. Parloteaba en un extraño idioma que parecía no tener vocales.
Henry hizo lo único que se le ocurrió: apartarse a un lado. Junior se precipitó contra el coche y la emprendió a puñetazos con las luces del techo; rompió una de ellas y se hizo varios cortes en los nudillos. En ese instante la gente empezó a salir de sus casas para ver qué estaba ocurriendo.
– ¡Gthn bnnt mnt! -gritó Junior-. ¡Mnt! ¡Mnt! ¡Gthn! ¡Gthn!
Apoyó el pie en el bordillo, resbaló y lo metió en la alcantarilla. Se tambaleó pero al final logró mantener el equilibrio. Un hilo de sangre y saliva le colgaba de la barbilla; tenía varios cortes en las manos; sangraban abundantemente.
– ¡Me estaba volviendo loco! -gritó Junior-. ¡Le pagué con la rodilla para que se cayera y se pagó encima! ¡Mierda por todos lados! Yo… Yo… -Se calló. Pareció meditar sobre lo sucedido y dijo-: Necesito ayuda. -Entonces hizo «pum» con la boca, un ruido tan fuerte como la detonación de una pistola del calibre 22 en un entorno de silencio, se desplomó hacia delante y cayó entre el coche de policía aparcado y la acera.
Henry lo llevó al hospital con las luces y la sirena encendidas. Lo que no hizo fue pensar en las últimas palabras que había dicho Junior, unas palabras que casi tenían sentido. No quería ir tan lejos.
Ya tenía suficientes problemas.
Rusty subía lentamente por Black Ridge, mirando continuamente el contador Geiger, que ahora rugía como una radio de AM sintonizada entre emisoras. La aguja subió de +400 a +1K. Rusty estaba convencido de que llegaría a +4K cuando alcanzara la cima de la cresta. Sabía que eso no podía significar nada bueno -su «traje antirradiación» podía considerarse una solución improvisada, en el mejor de los casos-, pero seguía avanzando, recordándose a sí mismo que los rads eran acumulativos; si actuaba con rapidez no se vería sometido a una cantidad de radiación letal. Tal vez pierda algo de pelo durante un tiempo, pero no será algo letal. Hay que pensar en ello como si fuera una misión de bombardeo: alcanzar el objetivo, hacer lo que haya que hacer y regresar.
Encendió la radio, oyó a los Mighty Clouds of Joy en la WCIK, y la apagó de inmediato. Las gotas de sudor le entraron en los ojos y tuvo que parpadear para que no le nublaran la vista. Incluso con el aire acondicionado al máximo, hacía muchísimo calor en la camioneta. Echó un vistazo por el espejo retrovisor y vio a sus compañeros de exploración apiñados. Parecían muy pequeños.
El rugido del contador Geiger cesó. Miró hacia el aparato y la aguja había caído hasta el cero.
Rusty estuvo a punto de frenar, pero cayó en la cuenta de que Rommie y los chicos creerían que tenía problemas. Además, debía de ser cosa de la batería. Pero cuando miró de nuevo el contador, vio que el indicador de encendido aún brillaba con fuerza.
En la cima de la colina, la carretera acababa frente a un granero rojo y largo delante del cual había espacio suficiente para que los vehículos dieran la vuelta. Había un camión viejo y un tractor aún más viejo que se aguantaba en una única rueda. El granero parecía en bastante buenas condiciones, aunque algunas de las ventanas estaban rotas. Detrás del edificio se alzaba una granja desierta con parte del tejado derruido, seguramente a causa del peso de la nieve.
Uno de los extremos del granero estaba abierto, e incluso con las ventanas cerradas y el aire acondicionado a toda marcha, Rusty podía oler el aroma a sidra de las manzanas viejas. Se detuvo junto a los escalones que conducían a la casa. Había una cadena que impedía el paso y de la que colgaba un cartel que decía: PROHIBIDO EL PASO. El cartel estaba oxidado, era viejo y, a todas luces, inútil. Había latas de cerveza desparramadas por el porche en el que la familia McCoy debía de sentarse en las tardes de verano para disfrutar de la brisa y de las vistas: a la derecha el pueblo entero de Chester's Mills, y a la izquierda hasta el estado de New Hampshire. Alguien había escrito con spray LOS WILDCATS SON LOS MEJORES en una pared antaño roja pero ahora teñida de un rosa deslucido. En la puerta, con un spray de otro color, podía leerse GUARIDA DE ORGÍAS. Rusty supuso que la pintada expresaba los deseos de algún adolescente hambriento de sexo. O quizá era el nombre de un grupo de heavy-metal.
Cogió el contador Geiger y le dio unos golpecitos. La aguja se movió y el aparato hizo ruido. Parecía que funcionaba pero que no detectaba ninguna radiación.
Salió de la camioneta y, tras un breve debate interior, se quitó gran parte de las protecciones caseras; se dejó únicamente el delantal, los guantes y las gafas. Luego recorrió un lateral del granero sosteniendo el sensor del contador Geiger delante de él mientras se prometía que regresaría a por el resto de su «traje» en cuanto la aguja hiciera el menor movimiento.
Sin embargo, cuando llegó a la esquina del granero y la luz resplandeció a poco más de cuarenta metros de él, la aguja no se movió. Parecía imposible, si es que la radiación estaba relacionada con la luz. A Rusty solo se le ocurría una explicación: el generador había creado una zona de radiación para ahuyentar a los exploradores como él. Era una medida de protección. Quizá lo mismo podía decirse de la sensación de mareo que había sentido y de la pérdida de conocimiento de los chicos. Era una medida de protección, como las púas de un puercoespín o el olor de una mofeta.
¿No es más probable que el contador no funcione bien? Tal vez te estés sometiendo a una cantidad letal de rayos gama en este preciso instante. Este cacharro es una reliquia de la Guerra Fría.
Pero mientras se acercaba al campo de manzanos, Rusty vio una ardilla que corría por la hierba y se encaramaba a un árbol. Se detuvo en una rama doblada por el peso de la fruta y se quedó mirando al bípedo intruso con ojos brillantes y la cola ahuecada. A Rusty le pareció que estaba perfectamente, y no vio ningún cuerpo de animal muerto en la hierba, ni entre la vegetación que rodeaba los árboles: no había ningún rastro de suicidio ni de posibles víctimas de la radiación.
Ahora estaba muy cerca de la luz, cuyos destellos eran tan deslumbrantes que casi lo obligaban a cerrar los ojos. A la derecha, parecía que el mundo entero se extendía a sus pies. Podía ver el pueblo, que parecía una maqueta perfecta, a seis kilómetros de distancia. La cuadrícula de las calles; el chapitel de la aguja de la iglesia congregacional; el centelleo de unos cuantos coches en circulación. Veía el edificio bajo de ladrillo del hospital Catherine Russell, y, hacia el oeste, la mancha negra del lugar en el que habían impactado los misiles. Estaba suspendida en el cielo, como un lunar en la mejilla del día. El cielo era de un azul apagado, casi su color normal, pero en el horizonte el azul se convertía en un amarillo venenoso. Opinaba que ese color se debía, en parte, a la contaminación, la misma mierda que había teñido de rosa las estrellas, pero sospechaba que tal vez la verdadera causa era algo tan poco siniestro como el polen otoñal que se había pegado a la superficie invisible de la Cúpula.
Se puso en marcha de nuevo. Cuanto más rato estuviera ahí arriba, sobre todo fuera del alcance de la vista de sus amigos, más nerviosos se pondrían. Quería ir directamente a la fuente de la luz, pero salió del manzanar y se dirigió al borde de la colina. Desde ahí vio a los otros; no eran más que unos puntos a lo lejos. Dejó el contador Geiger en el suelo y agitó lentamente ambas manos por encima de la cabeza para demostrarles que estaba bien. Rommie y los chicos le devolvieron el gesto.
– Vale -dijo. Tenía las manos empapadas en sudor a causa de los pesados guantes-. A ver qué tenemos aquí.
Era la hora del almuerzo en la escuela de primaria de East Street. Judy y Janelle Everett estaban sentadas al fondo del patio con su amiga Deanna Carver, que tenía seis años, de modo que encajaba a la perfección entre ambas hermanas en lo que respecta a la edad. Deanna llevaba un pequeño brazalete azul en la manga izquierda de su camiseta. Había insistido para que Carrie se lo atara antes de ir a la escuela, para ser igual que sus padres.
– ¿Para qué es? -le preguntó Janelle.
– Significa que me gusta la policía -dijo Deanna, que siguió masticando su Fruit Roll-Up.
– Quiero uno -dijo Judy-, pero amarillo. -Pronunció esta palabra con mucho cuidado. Una vez, cuando era más pequeña, dijo «amalilo» y Jannie se rió de ella.
– De color amarillo no hay -dijo Deanna-, solo azul. Estos Roll-Up están buenos. Ojalá tuviera un millón.
– Engordarías mucho -dijo Janelle-. Explotarías.
Las niñas se rieron y luego permanecieron en silencio un rato, mientras observaban a los niños mayores. Las hermanas mordisqueaban sus galletitas saladas caseras untadas con mantequilla de cacahuete. Algunas chicas jugaban al tejo. Los chicos trepaban por una estructura con forma de puente colgante, y la señorita Goldstone empujaba a las gemelas Pruitt en los columpios. La señora Vanedestine había organizado un partido de kickball.
Janelle pensó que todo parecía bastante normal, pero no era así. Nadie gritaba, nadie lloraba por un rasguño en la rodilla, Mindy y Mandy Pruitt no le suplicaban a la señorita Goldstone que admirara sus peinados a juego. Parecía que todo el mundo se limitaba a fingir que era la hora del almuerzo, incluso los adultos. Y todo el mundo, incluida ella, lanzaba miradas furtivas hacia el cielo, que debería haber sido azul y no lo era, del todo.
Sin embargo, lo peor no era nada de eso. Lo peor era, desde el inicio de los primeros ataques, la agobiante certeza de que iba a suceder algo malo.
Deanna dijo:
– Iba a disfrazarme de Sirenita en Halloween, pero ahora ya no. No voy a ir de nada. No quiero salir. Halloween me da miedo.
– ¿Has tenido una pesadilla? -le preguntó Janelle.
– Sí. -Deanna le ofreció su Fruit Roll-Up-. ¿Lo quieres? No tengo tanta hambre como creía.
– No -respondió Janelle, que ni tan siquiera quería el resto de su galletita con mantequilla de cacahuete, lo que era muy poco habitual en ella. Y Judy solo había comido la mitad de la suya. Janelle recordó que en una ocasión vio cómo Audrey arrinconaba a un ratón en el garaje de casa. Recordó que Audrey ladró, se abalanzó sobre el ratón cuando este intentó escabullirse. Aquello la entristeció y llamó a su madre para que se llevara a Audrey y no pudiera comerse el ratoncito. Su madre se rió, pero lo hizo.
Ahora ellas eran los ratones. Jannie había olvidado gran parte de los sueños que había tenido durante los ataques, pero eso aún lo recordaba.
Ahora eran ellas las que estaban arrinconadas.
– Me quedaré en casa y ya está -dijo Deanna. Tenía una lágrima en el ojo izquierdo, brillante, límpida y perfecta-. Me quedaré en casa durante todo Halloween. No vendré ni a la escuela. No. Nadie me obligará.
La señora Vanedestine dejó el partido de kickball e hizo sonar el timbre para que todos regresaran a la clase, pero al principio ninguna de las tres niñas se levantó.
– Ya es Halloween -dijo Judy-. Mira. -Señaló al otro lado de la calle, en dirección al porche de los Wheelers, donde había una calabaza-. Y mira. -Esta vez señaló un par de fantasmas de cartulina que flanqueaban las puertas de la oficina de correos-. Y mira.
Señaló el jardín de la biblioteca, donde había un muñeco de peluche que había puesto Lissa Jamieson. Sin duda lo había hecho con intención de que fuera algo divertido, pero a menudo lo que divierte a los adultos asusta a los niños, y Janelle pensó que tal vez el muñeco del jardín de la biblioteca iría a hacerle una visita esa misma noche mientras permanecía tumbada en la oscuridad y esperaba a quedarse dormida.
La cabeza estaba hecha con un saco de arpillera y los ojos eran unas cruces blancas de hilo. El sombrero era como el que llevaba el gato en el cuento del Dr. Seuss. Tenía palas de jardinero a manera de manos (Unas manos malas, viejas y que todo lo agarran, pensó Janelle) y una camiseta con una inscripción. No entendía lo que significaba, pero era capaz de leerlo: SWEETHOME ALABAMA PLAY THAT DEAD BAND SONG.
– ¿Lo ves? -Judy no lloraba, pero tenía los ojos muy abiertos y una expresión muy seria; era una mirada consciente de un pensamiento demasiado complejo y oscuro para expresarlo-. Ya es Halloween.
Janelle cogió a su hermana de la mano y la puso en pie.
– No, aún no -la rectificó… pero tenía miedo de que sí lo fuera. Iba a suceder algo malo, algo relacionado con el fuego. Nada de golosinas o sustos. Sustos feos. Sustos malos.
– Vámonos adentro -les dijo a Judy y a Deanna-. A cantar canciones y eso. Será bonito.
Normalmente era bonito, pero ese día no. Incluso antes de la gran explosión en el cielo, no era bonito. Janelle no dejaba de pensar en el muñeco con los ojos con forma de cruz. Y en aquella camiseta horrible: PLAY THAT DEAD BAND SONG.
Cuatro años antes de que apareciera la Cúpula, el abuelo de Linda Everett murió y dejó a cada uno de sus nietos una pequeña pero nada despreciable cantidad de dinero. El cheque de Linda ascendió a 17.232,04 dólares. Gran parte del dinero fue a parar a la cuenta de ahorro para la universidad de las niñas, pero le pareció más que justificado gastar unos cuantos cientos de dólares en un regalo para Rusty. Se acercaba su cumpleaños y desde que habían salido al mercado unos años antes, siempre había querido un Apple TV.
A lo largo de su relación le había comprado regalos más caros, pero nunca uno que le hubiera gustado más. La idea de poder descargar películas de la red y luego verlas en la televisión en lugar de estar encadenado a la pantalla más pequeña de su ordenador lo colmó de alegría. El artilugio en cuestión era un rectángulo blanco de plástico de dieciocho centímetros de lado y dos centímetros de grosor. El objeto que Rusty encontró en Black Ridge se parecía tanto a su Apple TV que al principio creyó que era uno… salvo que modificado, por supuesto, para poder mantener prisionero a todo un pueblo y emitir La sirenita en tu televisor vía wi-fi y en alta definición.
El aparato que había en el manzanar de los McCoy era de color gris oscuro, no blanco, y en lugar del logotipo familiar de la manzana, Rusty vio este símbolo algo turbador:
Sobre el símbolo había una excrecencia cubierta con un capuchón, del tamaño del nudillo de su dedo meñique. Dentro de la tapa había una lente de vidrio o cristal. Y era esta lente la que emitía los destellos púrpura intermitentes.
Rusty se inclinó y tocó la superficie del generador (si es que era un generador). Sintió de inmediato una fuerte descarga que le subió por el brazo y se extendió por todo el cuerpo. Intentó apartarse pero no pudo. Tenía los músculos agarrotados. El contador Geiger emitió un sonido estridente y se quedó en silencio. Rusty no sabía si la aguja había alcanzado la zona de peligro porque tampoco podía mover los ojos. De pronto el mundo empezó a oscurecerse, la luz se disipaba, desaparecía como el agua que se cuela por el desagüe de una bañera, y pensó con súbita y calma lucidez: Voy a morir. Qué forma tan estúpida de i…
Entonces, en esa oscuridad, surgieron unas caras, pero no eran rostros humanos, y más tarde no estaría muy seguro de que fueran caras. Eran unos cuerpos sólidos geométricos que parecían recubiertos de cuero. Las únicas partes de esos seres que parecían remotamente humanas eran las marcas con forma de diamante que tenían en los costados y que podrían haber sido las orejas. Las cabezas (si eran cabezas) se volvieron las unas hacia las otras, como si fueran a debatir algo, o en una actitud similar. Creyó oír risas. Creyó percibir cierta emoción. Vio a niños en el patio de la escuela de primaria de East Street -sus hijas, quizá, y su amiga Deanna Carver- intercambiando comida y secretos en el recreo.
Todo sucedió en pocos segundos, no más de cuatro o cinco. Luego se desvaneció. La descarga desapareció de forma tan brusca como cuando la gente tocaba por primera vez la superficie de la Cúpula; tan rápido como la sensación de mareo y la visión del muñeco con la chistera ladeada. Estaba arrodillado en la cima de la cresta desde la que se dominaba el pueblo, sofocado debido al traje de plomo.
A pesar de todo, la imagen de los cabeza de cuero permaneció. Apoyados unos contra otros y riendo, como una confabulación obscenamente infantil.
Los otros están ahí abajo observándome. Saluda. Demuéstrales que estás bien.
Alzó ambas manos por encima de la cabeza -ahora las movía con soltura-, y las agitó lentamente hacia delante y hacia atrás, como si el corazón no le latiera desbocado en el pecho, como si los regueros de sudor acre no le corrieran por el pecho.
Abajo, en la carretera, Rommie y los chicos le devolvieron el saludo.
Rusty respiró hondo varias veces para calmarse y luego acercó el sensor del contador Geiger al cuadrado plano y gris que se encontraba sobre una alfombra de hierba esponjosa. La aguja no llegaba a +5. Era radiación de fondo, nada más.
Rusty estaba casi convencido de que ese objeto cuadrado y plano era la fuente de todos sus problemas. Unas criaturas -no seres humanos, sino criaturas- lo estaban usando para mantenerlos prisioneros, pero eso no era todo. También lo estaban utilizando para observarlos.
Y para divertirse. Esos cabrones se estaban riendo. Los había oído.
Rusty se quitó el delantal, cubrió con él la caja, de la que sobresalía la lente, se levantó y retrocedió. Por un instante no sucedió nada. Entonces el delantal empezó a arder. Desprendió un olor acre y repugnante. Observó que la superficie brillante se llenaba de ampollas y burbujas, observó cómo aparecieron las llamas. Acto seguido, el delantal, que en realidad no era más que un trozo de plástico recubierto con una lámina de plomo, se deshizo en pedazos. De repente varios trozos ardieron, el mayor de los cuales se encontraba aún encima de la caja. Al cabo de un instante, el delantal, o lo que quedaba de él, se desintegró. Solo quedaron unos cuantos remolinos de ceniza y el olor, pero por lo demás… puuf. Había desaparecido.
¿He visto eso?, se preguntó Rusty, y luego lo dijo en voz alta, se lo preguntó al mundo. Percibía el olor del plástico quemado y otro olor más fuerte; dedujo que era el del plomo fundido, lo cual era una locura, algo imposible, pero el delantal había desaparecido.
– ¿De verdad he visto eso?
Como respondiendo a su pregunta, la luz púrpura emitió un destello desde el capuchón del tamaño de un nudillo que había sobre la caja. ¿Eran aquellos fogonazos una forma de renovar la Cúpula, del mismo modo en que al apretar la tecla de un ordenador se actualiza la pantalla? ¿O acaso permitían que los cabeza de cuero observaran el pueblo? ¿Ambas cosas? ¿Ninguna?
Se dijo que no debía acercarse a la caja plana de nuevo. Se dijo que lo más sensato que podía hacer era regresar a la camioneta (sin el peso del delantal podría correr), luego huir de allí a toda prisa, deteniéndose únicamente para recoger a sus compañeros, que lo esperaban más abajo.
Pero lo que hizo fue acercarse otra vez a la caja y arrodillarse ante ella, una postura que para su gusto recordaba demasiado a un gesto de adoración.
Se quitó uno de los guantes, tocó el suelo alrededor de la cosa y apartó la mano rápidamente. Estaba caliente. Los pedazos del mandil quemado habían chamuscado algunos fragmentos de hierba. Entonces alargó la mano para tocar la caja y se armó de valor para sufrir otra quemadura o descarga… aunque no era eso lo que más le preocupaba: tenía miedo de ver aquellas formas de cuero, que parecían cabezas sin llegar a serlo, reunidas unas junto a otras urdiendo una conspiración de risas.
Pero no sucedió nada. No tuvo visiones y no sintió calor. La caja gris resultaba fría al tacto, a pesar de que había visto cómo bullía y ardía el delantal de plomo.
La luz púrpura volvió a destellar. Rusty fue precavido y no puso la mano delante. En lugar de eso, agarró la cosa por los lados mientras se despedía mentalmente de su mujer y sus hijas y les pedía perdón por ser tan rematadamente estúpido. Esperaba verse envuelto en llamas y arder. Cuando eso no sucedió, intentó levantar la caja. Aunque era del tamaño de un plato llano, y no mucho más grueso, no pudo moverla. Era como si estuviera soldada a un pilar que se hundía treinta metros en el lecho de roca de Nueva Inglaterra; sin embargo, no era así. Descansaba sobre una alfombra de hierba, y cuando Rusty deslizó los dedos por ambos lados, se tocaron por debajo. Los entrelazó e intentó levantar la cosa. No hubo descarga, visiones, ni calor; tampoco ningún movimiento. Ni la más mínima vibración.
Pensó: Estoy agarrando una especie de artilugio extraterrestre. Una máquina de otro mundo. Puede que incluso baya visto fugazmente a los seres que la manejan.
Desde un punto de vista intelectual la idea era increíble, alucinante incluso, pero no le emocionaba, quizá porque estaba demasiado aturdido, demasiado abrumado por un exceso de información que no podía asimilar.
¿Y ahora qué hago? ¿Ahora qué demonios hago?
No lo sabía. Sin embargo, se dio cuenta de que no debía de estar tan emocionalmente impasible como creía porque sintió que un arrebato de desesperación empezaba a hacer mella en él y a duras penas logró evitar la vocalización de ese sentimiento en un grito. Los cuatro compañeros que estaban abajo podían oírlo y creer que tenía problemas. Algo que, por supuesto, era cierto. Pero no estaba solo.
Se puso en pie, a pesar de que le temblaban las piernas y estas amenazaban con ceder en cualquier momento. El aire, denso y caliente, parecía pegarse a su piel como una capa de aceite. Regresó lentamente hacia la camioneta, entre los manzanos cargados de fruta. Lo único de lo que estaba convencido era de que Big Jim Rennie no podía de ninguna de las maneras conocer la existencia del generador. No porque fuera a intentar destruirlo, sino porque a buen seguro ordenaría que montaran guardia junto a él para asegurarse de que nadie lo destruyera. Para asegurarse de que siguiera haciendo lo que estaba haciendo, y así él pudiera seguir haciendo lo que estaba haciendo. A Big Jim le gustaban las cosas tal como estaban, al menos de momento.
Rusty abrió la puerta de la camioneta y fue entonces cuando, a poco más de un kilómetro al norte de Black Ridge, una gran explosión lo sacudió todo. Fue como si Dios se hubiera inclinado hacia abajo y hubiera disparado una escopeta celestial.
Rusty soltó un grito de sorpresa y miró hacia arriba. Se tapó los ojos de inmediato para protegérselos de la intensa bola de fuego que ardía en el cielo, en el límite entre el TR-90 y Chester's Mills. Otro avión se había estrellado contra la Cúpula. Aunque en esta ocasión no fue un mero Seneca V. Una columna de humo negro se alzó en el punto de impacto; Rusty calculó que debía de encontrarse como mínimo a seis mil metros. Si la marca negra dejada por los impactos de los misiles era como un lunar en la mejilla del día, esa nueva marca era un tumor de piel. Un tumor que se había ido extendiendo de manera desenfrenada.
Rusty se olvidó del generador. Se olvidó de las cuatro personas que lo esperaban. Se olvidó de sus propias hijas, a pesar de las cuales había corrido el riesgo de acabar ardiendo en llamas y luego desintegrarse. Por un espacio de dos minutos, en su cabeza solo hubo lugar para un sobrecogimiento teñido de negro.
Los restos del aparato caían al suelo en el otro lado de la Cúpula. Tras el morro aplastado del avión caía un motor en llamas; tras el motor caía una cascada de asientos azules, muchos de los cuales arrastraban consigo a los pasajeros, atados con el cinturón; tras los asientos caía una gran ala brillante que descendía zigzagueando como una hoja de papel en una corriente de aire; tras el ala caía la cola de lo que debía de ser un 767. Era de color verde oscuro. Encima había un dibujo color verde claro. A Rusty le pareció un trébol.
No es un trébol cualquiera, sino el trébol irlandés, el shamrock.
Entonces el fuselaje del avión se estrelló contra el suelo como una flecha defectuosa y provocó un incendio en el bosque.
La onda expansiva sacude el pueblo entero y todo el mundo sale a ver qué ha sucedido. Todo Chester's Mills se lanza a la calle. La gente se queda frente a su casa, en el camino de entrada, en la acera, en medio de Main Street. Y aunque el cielo al norte de su cárcel está bastante nublado, tienen que taparse los ojos para que no los deslumbre el fulgor de lo que a Rusty le pareció, desde la cima de Black Ridge, un segundo sol.
Ven lo que es, por supuesto; los que tienen mejor vista incluso pueden leer el nombre del fuselaje del avión que se desploma antes de que desaparezca tras los árboles. No es nada sobrenatural; es algo que ya ha sucedido antes esa misma semana (aunque a menor escala, claro está). Sin embargo, desata una sombría sensación de pavor que se apodera de toda la población de Chester's Mills y que no la abandonará hasta el final.
Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal sabe que llega un momento, un punto de inflexión, en el que la negación da paso a la aceptación. Para la mayoría de los habitantes de Chester's Mills, el punto de inflexión llegó el 25 de octubre, a media mañana, mientras se encontraban a solas, o acompañados por sus vecinos, viendo cómo más de trescientas personas caían a los bosques del núcleo urbano TR-90.
Esa misma mañana, un poco antes, alrededor de un quince por ciento de la población debía de lucir brazalete azul de «solidaridad»; al atardecer de ese miércoles de octubre, la cifra se doblará. Cuando salga el sol mañana, lo llevará más del cincuenta por ciento de la población.
La negación da paso a la aceptación; la aceptación genera dependencia. Todo aquel que ha atendido a un paciente terminal lo sabe. Los enfermos necesitan a alguien que les lleve las pastillas y los vasos de zumo dulce y frío con que tragarlas. Necesitan a alguien que les alivie el dolor de las articulaciones con árnica. Necesitan a alguien que se siente con ellos cuando cae la noche y las horas se alargan. Necesitan a alguien que les diga: «Duerme un poco, por la mañana te sentirás mejor. Estoy aquí, así que duerme. Duerme un poco. Duerme y deja que me encargue de todo».
«Duerme.»
El agente Henry Morrison llevó a Junior al hospital -por entonces el chico se encontraba en un estado más próximo a la conciencia, aunque aún decía cosas sin sentido- y Twitch se lo llevó en una camilla. Fue un alivio ver cómo se alejaba.
Henry llamó al servicio de información telefónica para pedir los números de teléfono de Big Jim de su casa y del ayuntamiento, pero no respondió nadie porque eran líneas fijas. Estaba escuchando a una máquina que le decía que el número de móvil de James Rennie no constaba en su base de datos cuando el avión explotó. Salió corriendo junto con todos los que no se encontraban postrados en una cama, y se quedó frente a la puerta de entrada del hospital mirando la nueva marca negra de la superficie invisible de la Cúpula. Los últimos restos del avión aún no habían llegado al suelo.
Big Jim sí que se encontraba en su despacho del ayuntamiento, pero había desconectado el teléfono para poder preparar ambos discursos -el que daría a los policías esa misma noche, y el que pronunciaría a todo el pueblo la noche siguiente- sin interrupciones. Oyó la explosión y salió corriendo afuera. El primer pensamiento que le vino a la cabeza fue que Cox había lanzado una bomba nuclear. ¡Una puñetera bomba nuclear! ¡Si atravesaba la Cúpula, arrasaría con todo!
Se encontraba junto a Al Timmons, el conserje del ayuntamiento. Al señaló hacia el norte, en lo alto del cielo, donde aún se alzaba una columna de humo. A Big Jim le pareció la explosión de un proyectil antiaéreo en una película antigua de la Segunda Guerra Mundial.
– ¡Ha sido un avión! -gritó Al-. ¡Y era grande! ¡Dios mío! ¿Es que no los habían avisado?
Big Jim sintió una prudente sensación de alivio, y el martillo pilón que le machacaba el pecho aminoró el ritmo. Si era un avión… tan solo un avión y no una bomba nuclear o algún tipo de supermisil…
Sonó su teléfono móvil. Lo sacó del bolsillo del abrigo y lo abrió.
– ¿Peter? ¿Eres tú?
– No, señor Rennie. Soy el coronel Cox.
– ¿Qué ha hecho? -gritó Rennie-. ¿Qué han hecho ahora, por el amor de Dios?
– Nada -respondió Cox. En su voz no había el tono autoritario de antes; parecía aturdido-. No ha tenido nada que ver con nosotros. Ha sido… Espere un momento.
Rennie esperó. Main Street estaba atestada de gente que miraba hacia el cielo boquiabierta. A Rennie le parecieron ovejas vestidas con ropa humana. Al día siguiente se apiñarían en el ayuntamiento y empezarían «beee, beee, beee», ¿cuándo va a mejorar la situación? Y «beee, beee, beee», cuida de nosotros hasta entonces. Y él lo haría. No porque quisiera, sino porque era la voluntad de Dios.
Cox regresó al aparato. Ahora parecía cansado además de aturdido. No era el mismo hombre que había intimidado a Big Jim para que dimitiera. Y así es como quiero que te dirijas a mí, pensó Rennie. Exactamente.
– Según la información inicial de la que dispongo, el vuelo 179 de Air Ireland ha impactado contra la Cúpula y ha explotado.
Salió de Shannon y se dirigía hacia Boston. Tenemos dos testigos que afirman haber visto un trébol en la cola, y un equipo de la ABC que estaba grabando junto a la zona de cuarentena de Harlow podría haber… Un segundo.
Fue mucho más que un segundo; más que un minuto. El corazón de Big Jim estaba a punto de recuperar su ritmo normal (si ciento veinte latidos por minuto pueden considerarse como tal), pero volvió a acelerarse y sufrió otra arritmia. Rennie tosió y se golpeó el pecho. Parecía que el corazón se le había estabilizado cuando sufrió una arritmia descomunal. Notó cómo el sudor empezaba a brotarle en la frente. El día, que hasta entonces se presentaba como aburrido, de repente era demasiado trepidante.
– ¿Jim? -Era Al Timmons, y aunque estaba justo al lado de Big Jim, su voz parecía provenir de una galaxia muy, muy lejana-. ¿Estás bien?
– Bien -respondió Big Jim-. Quédate aquí. Tal vez te necesite.
Cox retomó la conversación.
– Se confirma que era un vuelo de Air Ireland. Acabo de ver la grabación del accidente que ha hecho la ABC. Había una periodista realizando una crónica y la explosión sucedió detrás de ella. Lo han grabado todo.
– Estoy convencido de que les subirá la audiencia.
– Señor Rennie, tal vez hayamos tenido nuestras diferencias, pero confío en que transmitirá a sus electores el mensaje de que lo sucedido no debería preocuparles en absoluto.
– Dígame cómo es posible que una cosa así… -El corazón le hizo de nuevo un extraño. Se le agitó la respiración, y luego se le cortó. Se golpeó en el pecho por segunda vez, más fuerte, y se sentó en un banco junto al camino de ladrillo que llevaba del ayuntamiento a la acera.
Al lo miraba a él en lugar de mirar la cicatriz que el accidente había dejado en la Cúpula; tenía la frente surcada de arrugas de preocupación y -pensó Big Jim- miedo. Incluso entonces, a pesar de lo que estaba sucediendo, se alegraba de ver esa reacción, se alegraba de ver que lo consideraban alguien indispensable. De que las ovejas necesitaran un pastor.
– ¿Rennie? ¿Está ahí?
– Estoy aquí. -Y también su corazón, aunque distaba mucho de encontrarse en la mejor situación posible-. ¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo es posible? Creía que habían advertido a todo el mundo.
– No estamos seguros y no podremos estarlo hasta que recuperemos la caja negra, pero tenemos una teoría bastante plausible. Emitimos una directriz para avisar a todas las compañías aéreas comerciales de que se alejaran de la Cúpula, que se encuentra en la ruta habitual del 179. Creemos que alguien se olvidó de reprogramar el piloto automático. Tan sencillo como eso. En cuanto tengamos información más detallada se la transmitiremos, pero ahora mismo lo importante es sofocar cualquier estallido de pánico antes de que este se extienda.
Sin embargo, en ciertas circunstancias, el pánico podía ser algo bueno. En ciertas circunstancias, podía -como los disturbios por la comida o los incendios provocados- tener un efecto beneficioso.
– Ha sido una estupidez a gran escala, pero aun así no deja de ser un simple accidente -dijo Cox-. Asegúrese de que la gente de Chester's Mills lo sabe.
Sabrán lo que yo les diga y creerán lo que yo quiera, pensó Rennie.
El corazón de Rennie se estremeció como un pedazo de carne al caer sobre una plancha caliente, recuperó un ritmo más normal, y luego se estremeció de nuevo. Big Jim apretó el botón rojo para colgar el teléfono sin responder a Cox y se guardó el móvil en el bolsillo. Entonces miró a Al.
– Necesito que me lleves al hospital -dijo con toda la calma de que fue capaz-. Tengo ciertas molestias.
Al, que llevaba un brazalete de solidaridad, parecía más alarmado que nunca.
– Por supuesto, Jim. Quédate ahí sentado mientras voy a por mi coche. No podemos permitir que te ocurra nada. El pueblo te necesita.
Bien lo sé, pensó Big Jim, sentado en el banco, mientras miraba la gran mancha negra que había en el cielo.
– Encuentra a Carter Thibodeau y dile que se reúna conmigo en el Cathy Russell. Quiero tenerlo cerca.
Quería dar más instrucciones, pero el corazón se le detuvo por completo. Por un instante que se hizo eterno, se abrió a sus pies un abismo claro y negro. Rennie dio un grito ahogado y se golpeó en el pecho. El corazón latió desbocado. Pensó: Ni se te ocurra dejarme ahora, tengo mucho que hacer. No te atrevas, puñetero. No te atrevas.
– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Norrie con voz aguda e infantil, y acto seguido se respondió a sí misma-: Ha sido un avión, ¿verdad? Un avión lleno de gente. -Rompió a llorar. Los chicos intentaron contener sus propias lágrimas, pero no pudieron. A Rommie también le entraron ganas de llorar.
– Sí -dijo-. Creo que eso es lo que ha sido.
Joe se volvió para mirar hacia la camioneta, que ahora se dirigía hacia ellos. Al llegar al pie de la cresta aceleró, como si Rusty tuviera mucha prisa. Cuando llegó junto a ellos y salió del vehículo, Joe vio que tenía otro motivo para ir tan rápido: no llevaba el delantal de plomo.
Antes de que Rusty pudiera decir algo, sonó su móvil. Lo abrió, miró el número y contestó la llamada. Creía que sería Ginny, pero era el recién llegado, Thurston Marshall.
– Sí, ¿qué? Si es por el avión, lo he visto… -Escuchó, torció el gesto y asintió-. De acuerdo, sí. Vale. Voy ahora. Dile a Ginny o a Twitch que le den dos miligramos de Valium por vía intravenosa. No, mejor que sean tres. Y dile que se calme. Es algo ajeno a su naturaleza, pero dile que lo intente. A su hijo dadle cinco miligramos.
Colgó el teléfono y miró a sus compañeros.
– Los dos Rennie están en el hospital, el padre con una arritmia; las había padecido antes. Ese estúpido necesita un marcapasos desde hace dos años. Thurston dice que el hijo muestra los síntomas propios de un glioma. Espero que se equivoque.
Norrie volvió hacia Rusty su rostro surcado de lágrimas. Tenía un brazo alrededor de Benny Drake, que se estaba secando los ojos con afán. Cuando Joe se puso al otro lado de la chica, ella también lo abrazó.
– Eso es un tumor cerebral, ¿verdad? -preguntó Norrie-. Y de los malignos.
– Cuando afectan a chicos de la edad de Junior, la mayoría son malignos.
– ¿Qué has encontrado ahí arriba? -preguntó Rommie.
– ¿Y qué le ha pasado a su delantal? -preguntó Benny.
– He encontrado lo que Joe creía que encontraría.
– ¿El generador? -preguntó Rommie-. Doc, ¿estás seguro?
– Sí. No se parece a nada que haya visto antes. Y estoy convencido de que nadie en toda la Tierra ha visto algo así.
– Es un objeto de otro planeta -dijo Joe en voz tan baja que pareció un susurro-. Lo sabía.
Rusty le lanzó una mirada seria.
– No puedes hablar del tema. Ninguno de nosotros debe hacerlo. Si os preguntan, decid que hemos estado buscando y no hemos encontrado nada.
– ¿Ni tan siquiera a mi madre? -preguntó Joe en tono lastimero.
Rusty estuvo a punto de ceder, pero se hizo fuerte. Era un secreto que ya conocían cinco personas, muchas más de lo deseable. Pero los chicos merecían saberlo, y Joe McClatchey lo había adivinado desde el principio.
– Ni tan siquiera a ella, por lo menos de momento.
– No puedo mentirle -dijo Joe-. No me sale. Tiene visión de madre.
– Entonces dile que te hice jurar que guardarías el secreto y que es lo mejor para ella. Si te presiona, dile que hable conmigo. Venga, tengo que volver al hospital. Rommie, conduce tú. Tengo los nervios destrozados.
– ¿No vas a…? -preguntó Rommie antes de que Rusty lo cortara.
– Os lo contaré todo. De camino al hospital. Quizá incluso podamos decidir qué demonios vamos a hacer al respecto.
Una hora después de que el 767 de Air Ireland se estrellara contra la Cúpula, Rose Twitchell entraba en la comisaría de Chester's Mills con un plato cubierto con una servilleta. Stacey Moggin volvía a estar sentada al escritorio, tan distraída y cansada como se sentía Rose.
– ¿Qué es eso? -preguntó Stacey.
– La comida. Para mi cocinero. Dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate.
– Rose, se supone que no puedo dejarte bajar. Se supone que no puedo dejar bajar a nadie.
Mel Searles estaba hablando con dos de los nuevos policías sobre un espectáculo de monster trucks que había visto en el Civic Center de Portland la primavera anterior, pero dejó la conversación a medias y se volvió.
– Yo se lo llevo, señora Twitchell.
– Ni hablar -replicó Rose.
Mel se quedó sorprendido. Y un poco dolido. Siempre le había caído bien Rose, y creía que el sentimiento era mutuo.
– Me da miedo que se te caiga el plato -le explicó, aunque eso no era del todo cierto; la verdad era que no confiaba lo más mínimo en él-. Te he visto jugar al fútbol americano, Melvin.
– Oh, venga, no soy tan torpe.
– Además, quiero ver si está bien.
– No puede recibir visitas -dijo Mel-. Lo ha dicho el jefe Randolph, que recibió órdenes directas del concejal Rennie.
– Bueno, pues voy a bajar. Y tendrás que utilizar la Taser para detenerme, y si lo haces, jamás volveré a prepararte los gofres de fresa tal como te gustan, con la masa del centro poco hecha. -Miró alrededor y preguntó con desdén-: Además, no veo a ninguno de los dos por aquí. ¿O acaso me equivoco?
A Mel se le pasó por la cabeza la idea de hacerse el duro, aunque solo fuera para impresionar a los novatos, pero decidió no hacerlo. Rose le caía bien. Y le gustaban sus gofres, sobre todo cuando estaban poco hechos y se le deshacían en la boca. Se subió el cinturón y dijo:
– De acuerdo. Pero la acompañaré y no le dará nada hasta que yo haya echado un vistazo bajo esa servilleta.
Rose la levantó. Debajo había dos sándwiches de beicon, lechuga y tomate, y una nota escrita en el dorso de una cuenta del Sweetbriar Rose. «Aguanta, confiamos en ti», decía.
Mel cogió la nota, la arrugó y la tiró a la papelera. Falló y uno de los agentes novatos se apresuró a recogerla.
– Vamos -dijo Mel; cogió medio sándwich y le dio un buen mordisco-. De todas maneras, tampoco se lo habría comido todo -le dijo a Rose.
Rose no respondió, pero mientras Mel bajaba la escalera, se le pasó por la cabeza la idea de estrellarle el plato en la crisma.
La dueña del Sweetbriar había recorrido la mitad del pasillo cuando Mel dijo:
– No dejaré que se acerque más, señorita Twitchell. Yo le acercaré la comida.
Rose le entregó el plato y observó con tristeza cómo Mel se arrodillaba, hacía pasar los sándwiches entre los barrotes y anunciaba:
– La comida está servida, «mesié».
Barbie no le hizo caso. Miraba a Rose.
– Gracias. Aunque si los ha hecho Anson, no sé si estaré tan agradecido después del primer mordisco.
– Los he preparado yo -respondió ella-. Barbie, ¿por qué te han pegado? ¿Intentabas huir? Tienes muy mal aspecto.
– No fue porque intentara huir, sino porque ofrecí resistencia a la autoridad. ¿Verdad, Mel?
– Deja de hacerte el listillo o entraré ahí y te quitaré los sándwiches.
– Bueno, podrías intentarlo -replicó Barbie-, y así zanjamos la cuestión. -Mel no mostró intención alguna de aceptar su oferta, por lo que Barbie volvió a dirigirse a Rose-. ¿Ha sido un avión? A juzgar por el ruido, lo parecía. Y de los grandes.
– La ABC dice que era una avión de Air Ireland. Cargado de pasajeros.
– Déjame adivinarlo. Se dirigía hacia Boston o Nueva York y alguna lumbrera menos lista de lo que se creía olvidó reprogramar el piloto automático.
– No lo sé. Aún no han dicho nada sobre esa parte.
– Vamos. -Mel se acercó a Rose y la agarró del brazo-. Ya basta de cháchara. Tiene que irse antes de que me meta en problemas.
– ¿Estás bien? -preguntó Rose a Barbie, sin hacer caso de la orden, por lo menos en un principio.
– Sí -respondió Barbara-. ¿Y tú? ¿Ya has hecho las paces con Jackie Wettington?
¿Cuál era la respuesta correcta a esa pregunta? Por lo que ella sabía, no tenía que hacer las paces con Jackie. Le pareció ver que Barbie sacudía de forma imperceptible la cabeza, y esperó que no fuera solo fruto de su imaginación.
– Aún no -respondió Rose.
– Deberías hacerlo. Dile que deje de comportarse como una bruja.
– Como si eso fuera posible -murmuró Mel, que agarró a Rose del brazo con fuerza-. Vamos, no me obligue a arrastrarla.
– Dile que he dicho que eres buena -exclamó Barbie mientras Rose subía la escalera, esta vez seguida de Mel-. Deberíais hablar. Y gracias por los sándwiches.
«Dile que he dicho que eres buena.»
Ese era el mensaje. Estaba convencida de ello. Creía que Mel no lo había pillado; siempre había sido un poco lerdo, y no parecía haberse vuelto más inteligente desde la aparición de la Cúpula. Seguramente por eso Barbie decidió arriesgarse.
Rose comprendió que tenía qué encontrar a Jackie cuanto antes y transmitirle el mensaje: «Barbie dice que soy buena. Barbie dice que puedes hablar conmigo».
– Gracias, Mel -dijo Rose cuando llegaron a la sala de los agentes-. Ha sido un detalle que me hayas dejado bajar.
Mel echó un vistazo alrededor y no vio a nadie de rango superior, así que se relajó.
– No pasa nada, pero no piense que le dejaré bajar con la cena, porque eso no sucederá. -Meditó sobre lo que había dicho y le salió la vena filosófica-: Aunque supongo que merece algún plato sabroso. La semana que viene a estas horas estará más tieso que el plato en el que le ha traído los sándwiches.
Eso ya lo veremos, pensó Rose.
Andy Sanders y el Chef estaban sentados junto al granero de almacenamiento de la WCIK fumando cristal. Enfrente de ellos, en el campo que rodeaba la torre de la radio, había un montículo de tierra marcado con una cruz hecha con listones de cajas. Bajo el montículo se encontraba Sammy Bushey, torturadora de Bratz, víctima de una violación, madre de Little Walter. El Chef dijo que más tarde quizá robaría una cruz de verdad del cementerio que había junto al estanque de Chester. Si tenía tiempo. Quizá no.
Levantó el mando de la puerta del garaje como para dar énfasis a su afirmación.
A Andy le daba pena lo que le había sucedido a Sammy, como le daban pena Claudette y Dodee, aunque ahora era una pena fría y aséptica, almacenada en el interior de su propia Cúpula: la podías ver, apreciar su existencia, pero no podías llegar hasta ella, lo cual era positivo. Intentó explicarle todo eso a Chef Bushey, pero se trataba de un concepto complejo y se hizo un lío. A pesar de todo, el Chef asintió y le pasó una gran pipa de cristal a Andy. Grabadas en el costado podían leerse las palabras: PROHIBIDA SU VENTA.
– Es bueno, ¿verdad? -preguntó el Chef.
– ¡Sí! -exclamó Andy.
Durante un rato debatieron sobre los dos grandes temas de los fumetas: que la droga que estaban fumando era de puta madre, y lo jodidos que los estaba dejando esa droga tan de puta madre. En cierto momento hubo una gran explosión hacia el norte. Andy se tapó los ojos, que le quemaban por culpa del humo. Estuvo a punto de tirar la pipa, pero el Chef la rescató.
– ¡Me cago en la puta, ha sido un avión! -Andy intentó ponerse en pie, pero a pesar de que estaba rebosante de energía, le flaquearon las piernas y se dejó caer.
– No, Sanders -dijo el Chef; dio una calada a la pipa. Sentado con las piernas abiertas y dobladas, y los pies planta contra planta, a Andy le pareció que era un jefe indio con la pipa de la paz.
Apoyados en el costado de la cabaña entre Andy y el Chef había cuatro AK-47 automáticos, de fabricación rusa pero importados de China, al igual que muchos otros objetos almacenados en aquel lugar. También había cinco cajas apiladas con cargadores de treinta balas y una caja con granadas RGD-5. El Chef le ofreció a Andy una traducción de los ideogramas que aparecían en la caja de las granadas: «Que no se te caiga esta cabrona».
Entonces el Chef cogió uno de los AK y se lo puso sobre las rodillas.
– Eso no ha sido un avión -dijo en voz bien alta.
– Ah, ¿no? ¿Entonces qué ha sido?
– Una señal de Dios. -El Chef miró hacia la pared lateral del granero en la que había hecho un par de pintadas: dos citas (interpretadas de forma bastante libre) del Apocalipsis en las que destacaba el número 31 en grande. Entonces miró de nuevo a Andy. Al norte, la columna de humo empezaba a disiparse. Debajo de ella se alzaba una nueva columna en el lugar en el que había caído el avión-. Interpreté mal la fecha -dijo con voz siniestra-. Halloween va a llegar antes este año. Quizá hoy, quizá mañana, quizá pasado mañana.
– O quizá el día después de pasado mañana -añadió Andy amablemente.
– Quizá -admitió el Chef-, pero creo que será antes. ¡Sanders!
– ¿Qué, Chef?
– Toma un arma. Ahora perteneces al Ejército del Señor. Eres un soldado cristiano. Tus días de lamerle el culo a ese apóstata hijo de puta han acabado.
Andy cogió un AK y lo dejó sobre sus muslos desnudos. Su peso y su calidez le resultaban agradables. Comprobó que el seguro estaba puesto.
– ¿A qué apóstata hijo de puta te refieres?
El Chef le lanzó una mirada de absoluto desdén, pero cuando Andy alargó la mano para coger la pipa, se la entregó de buen grado. Había de sobra para los dos, habría hasta el final, y sí, en verdad, el final no estaba muy lejos.
– A Rennie. Ese apóstata hijo de puta.
– Es amigo mío, colega, pero puede ser un cabrón -admitió Andy-. Cielos, este cristal está de puta madre.
– Lo está -admitió el Chef con aire taciturno, y cogió la pipa (a la que Andy ahora llamaba la pipa de la paz)-. Es la más larga de las pipas largas de cristal, la más pura de las puras, ¿y qué es, Sanders?
– ¡Un medicamento para la melancolía! -respondió Andy rápidamente.
– ¿Y qué es eso? -Señaló la marca negra que el avión había dejado en la Cúpula.
– ¡Una señal! ¡De Dios!
– Sí -dijo el Chef, más calmado-. Eso es justamente lo que es. Hemos emprendido un viaje por Dios, Sanders. ¿Sabes qué ocurrió cuando Dios abrió el séptimo sello? ¿Has leído el Apocalipsis?
Andy tenía algún recuerdo, de la época del campamento al que había asistido de adolescente, de unos ángeles saliendo de ese séptimo sello como los payasos que salen de un coche demasiado pequeño en el circo, pero prefirió no expresarlo de ese modo. El Chef podría considerarlo una blasfemia. Se limitó a negar con la cabeza.
– Ya me lo imaginaba -dijo el Chef-. Seguro que te han largado muchos sermones en el Santo Redentor, pero sermonear no es educar. Los sermones no son mierda visionaria de verdad. ¿Lo entiendes?
Lo que Andy entendía era que quería otra calada, pero asintió con la cabeza.
– Cuando se abrió el séptimo sello, aparecieron siete ángeles con siete trompetas. Y cada vez que uno la tocaba, una plaga asolaba la Tierra. Toma, dale una calada, te ayudará a concentrarte.
¿Cuánto tiempo llevaban fumando? Tenía la sensación de que hacía horas. ¿Habían visto un accidente de avión de verdad? Andy creía que sí, pero no estaba del todo convencido. Le parecía algo muy inverosímil. Quizá debería echarse una siesta. Sin embargo, el mero hecho de estar ahí con el Chef, colocándose y recibiendo enseñanzas, era una sensación maravillosa, rayana en el éxtasis.
– He estado a punto de suicidarme, pero Dios me ha salvado -le dijo al Chef. El pensamiento era tan maravilloso que se le inundaron los ojos de lágrimas.
– Sí, sí, eso es obvio. Pero esto que te voy a contar, no. Así que escucha.
– Eso hago.
– El primer ángel tocó la trompeta y desató una lluvia de sangre en la Tierra. El segundo ángel tocó la trompeta y una montaña de fuego se precipitó en el mar. De ahí los volcanes y toda esa mierda.
– ¡Sí! -gritó Andy, que apretó sin querer el gatillo del AK-47 que tenía en el regazo.
– Ve con cuidado -le advirtió el Chef-. Si no hubiera tenido puesto el seguro, me habrías clavado la picha en ese pino. Dale una calada a esto. -Le pasó la pipa. Andy ni siquiera recordaba habérsela dado, pero debía de haberlo hecho por fuerza. ¿Y qué hora era? Parecía media tarde, pero ¿cómo era posible? No le había entrado hambre a la hora del almuerzo, y siempre tenía hambre a mediodía, era su momento de la comida preferido.
– Ahora escucha, Sanders, porque esta es la parte importante:
El Chef citó de memoria porque se había volcado en el Apocalipsis cuando se trasladó a la emisora de radio; lo leyó y releyó de forma obsesiva, a veces hasta que despuntaba el alba.
– «¡El tercer ángel tocó la trompeta, y cayó del cielo una gran estrella! ¡Ardiendo como una antorcha!»
– ¡Es lo que acabamos de ver!
El Chef asintió. Tenía los ojos clavados en la mancha negra en la que el 179 de Air Ireland había encontrado su fin.
– «Y el nombre de la estrella es Ajenjo. Y la tercera parte de las aguas se convirtió en ajenjo; y muchos hombres murieron a causa de esas aguas, porque se hicieron amargas.» ¿Tú eres un hombre amargado, Sanders?
– ¡No! -exclamó Andy.
– No. Somos personas sosegadas. Pero ahora que la estrella Ajenjo ha refulgido en el cielo, llegarán los hombres amargados. Me lo ha dicho Dios, Sanders, y no son chorradas. Ponme a prueba, si quieres, y verás que paso de las chorradas. Van a intentar quitárnoslo todo. Rennie y sus compinches de mierda.
– ¡Ni hablar! -gritó Andy. Un súbito ataque de paranoia, horriblemente intenso, se apoderó de él. ¡Quizá ya estaban ahí! ¡Esos compinches de mierda arrastrándose entre los árboles! ¡Esos compinches de mierda avanzando por la Little Bitch Road en una hilera de camiones! Ahora que El Chef había sacado el tema, entendía por qué Rennie quería hacerlo. Lo llamaría «eliminar las pruebas».
– ¡Chef! -Agarró a su nuevo amigo del hombro.
– Afloja, Sanders, me haces daño.
Soltó un poco.
– Big Jim ya ha hablado de venir a buscar los depósitos de propano, ¡ese es el primer paso!
El Chef asintió.
– Ya vinieron una vez. Se llevaron dos depósitos. Los dejé. -Hizo una pausa y dio unas palmaditas a las granadas-. Pero no se lo volveré a permitir. ¿Estás conmigo?
Andy pensó en los kilos de droga que había en el edificio en el que estaban apoyados y le dio al Chef la respuesta que este esperaba.
– Hermano mío -dijo, y lo abrazó.
El Chef tenía calor y estaba pegajoso, pero Andy lo abrazó con entusiasmo. Las lágrimas le corrían por la cara; por primera vez en veinte años no se había afeitado a pesar de ser un día entre semana. Era genial. Era… era…
¡Algo que los unía!
– Hermano mío -le susurró al Chef al oído, entre sollozos.
El Chef lo apartó un poco y lo miró muy serio.
– Somos agentes del Señor -dijo.
Y Andy Sanders, solo en el mundo salvo por el escuálido profeta que estaba sentado a su lado, dijo amén.
Jackie encontró a Ernie Calvert detrás de su casa, arrancando las malas hierbas del jardín. A pesar de lo que le había dicho a Piper, le preocupaba un poco cómo abordarlo, pero al final todo resultó fácil. Ernie la agarró de los hombros, con unas manos sorprendentemente fuertes para un hombre tan bajo y corpulento, y le brillaban los ojos.
– ¡Gracias a Dios, por fin alguien ve lo que trama ese charlatán! -Dejó caer las manos-. Lo siento. Le he manchado la blusa.
– No pasa nada.
– Es un tipo peligroso, agente Wettington. Lo sabe, ¿verdad?
– Sí.
– Y listo. Organizó los disturbios del supermercado del mismo modo en que un terrorista pondría una bomba.
– No me cabe la menor duda.
– Pero también es estúpido. Listo y estúpido, una combinación terrible. Puede convencer a la gente de que lo siga. Hasta el infierno. ¿Se acuerda de Jim Jones?
– Logró que todos sus seguidores bebieran veneno. Entonces, ¿vendrá a la asamblea?
– Puede estar segura. ¡Y punto en boca! A menos que quiera que hable yo con Lissa Jamieson; no me importaría.
Antes de que Jackie pudiera responder, sonó su teléfono móvil.
Era el personal; había devuelto el del cuerpo de policía junto con la placa y la pistola.
– ¿Diga? Jackie al habla.
– Mihi portatoe vulneratos, sargento Wettington -dijo una voz desconocida.
El lema de su antigua unidad de Wurzburgo («Traednos a vuestros heridos»), y Jackie respondió sin pensarlo:
– En camillas, muletas o bolsas, nosotros los curamos con saliva y harapos. ¿Quién demonios llama?
– El coronel James Cox, sargento.
Jackie apartó el teléfono de la boca.
– ¿Me permites un instante, Ernie?
El hombre asintió y regresó a su jardín. Jackie se dirigió hacia la valla.
– ¿Qué puedo hacer por usted, coronel? ¿Estamos hablando por una línea segura?
– Sargento, si su hombre, Rennie, puede intervenir las llamadas hechas desde fuera de la Cúpula, es que vivimos en un mundo que da pena.
– No es mi hombre.
– Me alegra saberlo.
– Y ya no pertenezco al ejército. El Sexagesimoséptimo ni tan siquiera aparece en mi retrovisor, señor.
– Bueno, eso no es del todo cierto, sargento. Por orden del presidente de Estados Unidos se ha reincorporado usted a filas. Bienvenida.
– Señor, no sé si darle las gracias o enviarlo a tomar por culo.
Cox se rió sin muchas ganas.
– Saludos de parte de Jack Reacher.
– ¿Es él quien le ha dado el número?
– Me ha dado su número y la ha recomendado. Y una recomendación de Reacher puede llegar muy lejos. Me ha preguntado qué puede hacer por mí. La respuesta es doble, y ambas partes son sencillas. En primer lugar, ayude a Dale Barbara a salir del lío en que se ha metido. A menos que crea que es culpable de los cargos que se le imputan.
– No, señor, estoy convencida de que no lo es. Es decir, de que no lo somos. Nos acusan a varios.
– Bien. Muy bien. -Hubo un claro tono de alivio en la voz del hombre-. En segundo lugar, puede bajarle los humos a ese cabrón de Rennie.
– Eso sería trabajo de Barbie. Si… ¿está seguro de que esta línea es segura?
– Seguro.
– Si podemos sacarlo.
– En eso andan, ¿no es cierto?
– Sí, señor, eso creo.
– Excelente. ¿Cuántos camisas pardas tiene Rennie?
– Ahora mismo, unos treinta, pero no ha parado de contratar agentes. Y los de Chester's Mills son camisas azules, pero le entiendo. No infravalore a Rennie, coronel. Tiene a gran parte del pueblo en el bolsillo. Vamos a intentar sacar a Barbie, y más le vale desearnos suerte, porque no creo que pueda enfrentarme a Big Jim a solas. Derrocar a dictadores sin ayuda del mundo exterior está muy por encima de mi rango. Y, para que lo sepa, mis días como agente de policía de Chester's Mills se han acabado. Rennie me ha echado a la calle.
– Téngame al corriente de lo que sucede siempre que pueda. Saquen a Barbara de la cárcel y cédale el mando de la operación de resistencia. Ya veremos quién acaba en la calle.
– Le gustaría estar aquí, ¿verdad, señor?
– Con todo mi corazón -respondió sin el menor atisbo de duda-. Me libraría de ese hijo de puta en doce horas.
Jackie tenía sus dudas al respecto; las cosas eran distintas bajo la Cúpula. La gente de fuera no podía entenderlo. Incluso el tiempo era distinto. Hacía tan solo cinco días, todo era normal. Sin embargo, ahora…
– Una cosa más -añadió el coronel Cox-. Encuentre un hueco en su apretada agenda para mirar la televisión. Vamos a esforzarnos al máximo para hacerle la vida un poco más difícil a Rennie.
Jackie se despidió, colgó y se acercó a Ernie, que seguía arrancando malas hierbas.
– ¿Tiene un generador? -preguntó.
– Se le acabó el combustible anoche -dijo Ernie en tono un tanto amargo.
– Bueno, pues vayamos a algún lugar donde haya un televisor que funcione. Mi amigo me ha dicho que deberíamos mirar las noticias.
Se dirigieron al Sweetbriar Rose. Por el camino, se encontraron a Julia Shumway y continuaron los tres juntos.