«¡ATENCIÓN! ¡POLICÍA DE CHESTER'S MILL! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA! ¡SI NOS OYE, DIRÍJASE HACIA NOSOTROS! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA!»
Thurston Marshall y Carolyn Sturges se incorporaron en la cama, mientras escuchaban esa extraña voz estruendosa y se miraban uno al otro con los ojos abiertos como platos. Ambos daban clase en el Emerson College de Boston. Thurston era profesor numerario de Inglés (y director invitado del último número de Ploughshares), y Carolyn era profesora adjunta del mismo departamento. Hacía seis meses que eran amantes, y aún no habían perdido ni un ápice de la pasión de los primeros tiempos. Estaban en la pequeña cabaña que Thurston tenían en Chester Pond, que se encontraba entre Little Bitch Road y el arroyo Prestile. Habían ido a pasar un largo fin de semana para recrearse en el bello follaje otoñal, pero el único follaje en el que se habían recreado desde el viernes por la tarde era de tipo púbico. En la cabaña no había televisión porque Thurston Marshall la odiaba. Había una radio, pero no la habían encendido. Eran las ocho y media de la mañana del lunes 23 de octubre. Ninguno de los dos tenía ni idea de lo que estaba ocurriendo hasta que una voz estruendosa los despertó de un susto.
«¡ATENCIÓN! ¡POLICÍA DE CHESTER'S MILL! ¡ESTA ZONA…!» -Cerca. Cada vez más cerca.
– ¡Thurston! ¡La hierba! ¿Dónde la has dejado?
– Tranquila -respondió él, pero el temblor de su voz dejaba entrever que era incapaz de seguir su propio consejo. Era un hombre espigado y con una melena canosa, que acostumbraba a recogerse en una cola. Ahora lo llevaba suelto y le llegaba casi a la altura de los hombros. Tenía sesenta años; Carolyn, veintitrés-. Las otras cabañas están vacías en esta época del año, seguro que pasan de largo y regresan a Little Bitch Road.
Carolyn le dio un golpe en el hombro.
– ¡El coche está aparcado delante! ¡Lo verán!
Thurston puso cara de «Oh, mierda».
«… EVACUADA! ¡SI NOS OYE, DIRÍJASE HACIA NOSOTROS! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA!» Ahora estaba muy cerca. Thurston oyó otras voces amplificadas, gente que usaba megáfono, policías que usaban megáfonos, pero esa voz estaba casi a su lado. «¡ESTA ZONA DEBE SER EVAC…!» Hubo un momento de silencio. Entonces: «¡EH, LOS DE LA CABAÑA! ¡SALGAN DE INMEDIATO! ¡AHORA!
Oh, era una pesadilla.
– ¿Dónde has dejado la hierba? -le preguntó ella de nuevo.
La hierba estaba en la otra habitación. En una bolsa que estaba medio vacía, junto a una bandeja con el queso y las tostaditas de la noche anterior. Si alguien entraba, sería la primera maldita cosa que vería.
«¡AQUÍ LA POLICÍA! ¡ESTO VA EN SERIO! ¡ESTA ZONA DEBE SER EVACUADA! ¡SI ESTÁN AHÍ DENTRO, SALGAN ANTES DE QUE ENTREMOS Y LOS SAQUEMOS A RASTRAS!»
Cerdos, pensó él. Son unos cerdos pueblerinos y unos paletos.
Thurston saltó de la cama y cruzó la habitación a la carrera, con el pelo ondeando y sus escuchimizadas nalgas tensas.
Su abuelo había construido la cabaña después de la Segunda Guerra Mundial, y constaba solo de dos habitaciones: un gran dormitorio que daba al estanque y la sala de estar/cocina. Un viejo generador Henske proporcionaba la electricidad, pero Thurston lo había apagado antes de que se fueran a la cama; el estruendo que causaba no era muy romántico. Las ascuas de la hoguera de la noche anterior, que en realidad no era necesaria pero sí muy romántica, aún centelleaban en la chimenea.
Quizá me equivoqué y guardé la hierba en mi maletín…
Por desgracia, no. La hierba estaba ahí, junto a los restos de Brie que habían devorado antes de empezar el maratón de folleteo de la noche anterior.
Se abalanzó sobre la bolsa y alguien llamó a la puerta. No, la golpeó.
– ¡Un minuto! -gritó Thurston, loco de alegría. Carolyn estaba en la puerta del dormitorio, envuelta en una sábana, pero Thurston no se fijó en ella. En su cabeza, que aún sufría la paranoia residual de los excesos de la noche anterior, retumbaban pensamientos inconexos: la revocación de la plaza fija, la policía del pensamiento de 1984, la revocación de la plaza fija, la reacción indignada de sus tres hijos (de dos esposas anteriores) y, por supuesto, la revocación de la plaza fija-. Un minuto, un segundo, déjenme que me vista…
Pero la puerta se abrió de golpe y, en una clara infracción de nueve garantías constitucionales, dos jóvenes irrumpieron en la sala. Uno de ellos llevaba un megáfono. Ambos iban vestidos con vaqueros y camisa azul. La imagen de los tejanos casi resultaba reconfortante, pero entonces vio las insignias y las placas de las camisas.
Lo que nos faltaba, placas policiales, pensó Thurston, medio atontado aún.
Carolyn gritó.
– ¡Salgan de aquí!
– Mira, Junes -dijo Frankie DeLesseps-. Es Cuando Guarri encontró a Zorri.
Thurston cogió la bolsa, la escondió detrás de la espalda y la tiró en el fregadero.
Junior observó el movimiento del miembro viril que provocó ese gesto.
– Es la picha más larga y delgada que he visto en mi vida -dijo. Tenía pinta de estar cansado, y no trataba de ocultarlo, solo había dormido dos horas, pero se sentía bien, de fábula. No quedaba ni rastro de su migraña.
El trabajo le sentaba muy bien.
– ¡SALID! -gritó Carolyn.
Frankie replicó:
– Cierra el pico, cariño, y ponte algo. Tenemos que evacuar a toda la gente de esta parte del pueblo.
– ¡Esto es propiedad privada! ¡SALID DE AQUÍ CAGANDO HOSTIAS!
Frankie no había dejado de sonreír, pero entonces paró. Pasó junto al hombre delgado y flacucho que se encontraba junto al fregadero (temblando junto al fregadero habría sido más preciso), agarró a Carolyn de los hombros y la zarandeó con fuerza.
– Ni se te ocurra echarme la bronca, cariño. Estoy intentando salvarte el culo. A ti y a tu nov…
– ¡Quítame las manos de encima! ¡Irás a la cárcel por esto! ¡Mi padre es abogado! -Intentó darle un bofetón, pero Frankie, que no tenía un despertar muy bueno, le agarró la mano y se la dobló. No lo hizo muy fuerte pero Carolyn gritó y la sábana cayó al suelo.
– ¡Joder! ¡Menudo par de melones! -dijo Junior a Thurston Marshall, que estaba boquiabierto-. ¿Y tú le aguantas el ritmo a esa tía, viejo?
– Vestíos de una vez -dijo Frankie-. No sé si sois idiotas, pero apostaría que sí porque aún estáis aquí. ¿Es que no sabéis…? -Se calló.
Miró a la mujer y al hombre. Ambos estaban igual de aterrados. Perplejos.
– ¡Junior! -dijo.
– ¿Qué?
– Aquí el abuelo y la de las tetazas no saben qué está pasando.
– No te atrevas a llamarme de ese…
Junior levantó las manos.
– Señora, vístase. Tienen que salir de aquí. Las Fuerzas Aéreas estadounidenses van a lanzar un misil de crucero contra esta parte del pueblo dentro de -se miró el reloj- un poco menos de cinco horas.
– ¿ESTÁS LOCO? -gritó Carolyn.
Junior lanzó un suspiro y se dirigió hacia ella. Ahora entendía mejor en qué consistía ser policía. Era un gran trabajo, pero la gente podía ser tan estúpida…
– Si rebota, solo oirá un gran estruendo. Tal vez hará que se cague en las bragas, si llevara, pero no le hará ningún daño. Sin embargo, si la atraviesa, es probable que quede carbonizada, ya que será un misil muy grande y usted se encuentra a menos de tres kilómetros del lugar que dicen que va a ser el punto de impacto.
– ¿Si rebota en qué, anormal? -preguntó Thurston. Ahora que la hierba estaba en el fregadero, usaba una mano para taparse las partes… o como mínimo para intentarlo; su máquina del amor era muy larga y delgada.
– La Cúpula -respondió Frankie-. Y no me gusta el vocabulario que está usando. -Dio un paso al frente y le asestó un puñetazo en el estómago al actual editor invitado de Ploughshares.
Thurston lanzó un grito ronco, se dobló, se tambaleó, logró mantener el equilibrio, pero acabó hincando las rodillas y vomitó una masa blanca que aún olía a Brie.
Carolyn se cogía la muñeca hinchada.
– Vais a ir a la cárcel por esto -amenazó a Junior con voz temblorosa-. Hace tiempo que Bush y Cheney han desaparecido. Ya no vivimos en los Estados Unidos de Corea del Norte.
– Lo sé -replicó Junior, haciendo alarde de una gran paciencia tratándose de un chico a quien no le importaría volver a estrangular a alguien; en su cerebro había un pequeño monstruo chalado y oscuro que creía que un estrangulamiento sería la mejor forma de empezar el día.
Pero no. No. Tenía que cumplir con su parte en la evacuación del pueblo. Había realizado el juramento del deber, fuera lo que cojones fuera.
– Lo sé -repitió-. Pero lo que vosotros dos no entendéis, pijos de mierda de Massachusetts, es que ya no estáis en los Estados Unidos de América, sino en el reino de Chester. Y si no os comportáis, acabaréis en las mazmorras de Chester. Os lo prometo. Sin llamada telefónica, sin abogado y sin juicio. Estamos intentando salvaros la vida. ¿Es que sois demasiado gilipollas para entenderlo?
Carolyn lo miraba asombrada. Thurston intentó ponerse en pie, pero no lo logró, de modo que fue gateando hasta ella. Frankie lo ayudó dándole una patada en el culo. Thurston gritó de sorpresa y dolor.
– Eso es por hacernos perder el tiempo -dijo Frankie-. Admiro tu gusto para las chicas, pero aún nos queda mucho por hacer.
Junior miró a la muchacha. Tenía una boca grande. Unos labios como Angelina. Seguro que era capaz de arrancar la capa de cromo del enganche de un remolque.
– Si no puede vestirse él solo, ayúdalo. Tenemos que echar un vistazo en otras cuatro cabañas, y cuando volvamos, más os vale estar en ese Volvo y de camino al pueblo.
– ¡No entiendo nada de todo esto! -se quejó Carolyn.
– No me extraña -dijo Frankie, que cogió la bolsa de hierba del fregadero-. ¿No sabes que esto vuelve idiota?
La chica empezó a llorar.
– Tranquila -le dijo Frankie-. La voy a confiscar y ya verás como dentro de unos días empiezas a notar que eres más lista.
– No nos has leído los derechos -replicó ella, entre sollozos.
Junior se quedó asombrado. Entonces estalló en carcajadas.
– Tenéis derecho a piraros de aquí y a cerrar la puta boca, ¿vale? En esta situación son los únicos derechos que tenéis. ¿Lo entiendes?
Frankie estaba examinando la droga confiscada.
– Junior -dijo-, apenas hay semillas en esto. Es de primera calidad.
Thurston había llegado hasta Carolyn. Se puso en pie y se le escapó un pedo. Junior y Frankie se miraron. Intentaron contenerse, al fin y al cabo eran representantes de la ley, pero no pudieron. Se desternillaron de la risa al mismo tiempo.
– ¡Charlie el Trombón ha vuelto al pueblo! -exclamó Frankie, que chocó la mano en alto con su compañero.
Thurston y Carolyn se quedaron en la puerta del dormitorio ocultando su desnudez mutua con un abrazo y sin quitar la vista de los intrusos burlones. De fondo, como las voces de una pesadilla, los megáfonos seguían anunciando que estaban evacuando la zona. Gran parte de las voces amplificadas se dirigían ahora hacia la Little Bitch Road.
– No quiero ver el coche cuando volvamos -dijo Junior-. De lo contrario os joderé vivos.
Se fueron. Carolyn se vistió y ayudó a Thurston, a quien le dolía demasiado el estómago para inclinarse y ponerse los zapatos. Cuando acabaron, ambos estaban llorando. En el coche, mientras seguían el camino que llevaba a la Little Bitch, Carolyn intentó hablar con su padre por el móvil. Solo había silencio.
En el cruce de la Little Bitch Road y la 119 había un coche de policía aparcado. Una agente corpulenta y pelirroja señalaba el arcén y les hizo un gesto para que circularan por él. En lugar de obedecerle, Carolyn paró el coche y bajó. Le enseñó su muñeca hinchada.
– ¡Nos han agredido! ¡Dos tipos que se hacían pasar por policías! ¡Uno se llamaba Junior y el otro Frankie! Nos han…
– ¡Moved el culo y largaos o seré yo quien os agreda! -dijo Georgia Roux-. No estoy de cachondeo, guapa.
Carolyn se la quedó mirando pasmada. El mundo se había convertido en un episodio de la Dimensión desconocida mientras ella dormía. Tenía que ser eso; ninguna otra explicación tenía el más mínimo sentido. Oiría la voz de Rod Serling de un momento a otro.
Se metió en el Volvo (que llevaba una pegatina en el parachoques descolorida pero aún legible: ¡OBAMA 2012! ¡SÍ, AÚN PODEMOS!) y pasó junto al coche de policía. Había otro policía sentado en el interior, mayor, comprobando una lista. Por un momento pensó en recurrir a él, pero luego cambió de opinión.
– Enciende la radio -dijo Carolyn-. Averigüemos si está ocurriendo algo de verdad.
Thurston la encendió, pero solo se oía a Elvis Presley y a los Jordanaires cantando «How Great Thou Art».
Carolyn la apagó, pensó en decir «La pesadilla es oficialmente real», pero no lo hizo. Lo único que quería era salir de ese pueblo de chalados cuanto antes.
En el mapa, la carretera que llevaba a Chester Pond era un hilo fino con forma de gancho, apenas visible. Después de salir de la cabaña de Marshall, Junior y Frankie se sentaron un rato en el coche de Frankie para estudiar el plano.
– No puede haber nadie más aquí abajo -dijo Frankie-. En esta época del año no. ¿Qué te parece? ¿Volvemos al pueblo y que les den por saco? -Señaló la cabaña con el pulgar-. Ya se habrán pirado, y si no lo han hecho, a nadie le importará una mierda.
Junior meditó la respuesta un instante y negó con la cabeza. Habían realizado el juramento del deber. Además, no tenía mucha prisa en volver ya que su padre se pondría a darle la lata, preguntándole qué había hecho con el cuerpo del reverendo. Coggins estaba haciendo compañía a sus novias en la despensa de McCain, pero no era necesario que su padre lo supiera. Por lo menos hasta que al viejo se le ocurriera una forma de involucrar a Barbara en el asunto.
Y Junior creía que su padre hallaría alguna solución. Si había algo que se le daba bien a Big Jim, era joder a la gente.
Ahora ya ni tan siquiera importa que se entere de que he dejado la facultad, pensó Junior, porque sé algo peor de él. Mucho peor.
El hecho de haber abandonado los estudios no le parecía importante; era una minucia en comparación con lo que estaba sucediendo en Chester's Mills. Aun así, debía tener cuidado. Junior no descartaba que su padre intentara joderlo si la situación lo requería.
– ¿Junior? Tierra a Junior.
– Estoy aquí -dijo, levemente irritado.
– ¿Volvemos al pueblo?
– Echemos un vistazo a las otras cabañas. Están a menos de medio kilómetro, y si regresamos al pueblo, Randolph nos mandará que hagamos otra cosa.
– No me importaría ir a comer algo.
– ¿Dónde? ¿Al Sweetbriar? ¿Quieres matarratas con huevos revueltos cortesía de Dale Barbara?
– No se atrevería.
– ¿Estás seguro?
– Vale, vale. -Frankie encendió el coche y dio marcha atrás. Las hojas de brillantes colores pendían inmóviles de los árboles, y el aire era sofocante. Parecía que estaban en julio, no en octubre-. A esos pijos de mierda de Massachusetts más les vale haberse ido cuando volvamos, porque si no tendré que presentarle a la tetona a mi vengador calvo.
– Me encantaría sujetarla -dijo Junior-. Yippee-ky-yi-yay, hijo de puta.
Las primeras tres cabañas estaban claramente vacías; ni siquiera se molestaron en bajar del coche. El camino se había convertido en un par de surcos con un montículo cubierto de hierba en el centro. Los árboles que crecían a ambos lados cubrían el sendero, y algunas de las ramas más bajas casi rozaban el techo del coche.
– Creo que la última está después de esta curva -dijo Frankie-. La carretera acaba en esta mierda de embarc…
– ¡Cuidado! -gritó Junior.
Tomaron una curva muy cerrada y se encontraron con dos niños, un niño y una niña, en mitad de la carretera. No hicieron ningún amago de apartarse. Estupefactos, con la mirada perdida. Si Frankie no hubiera tenido miedo de dejarse el tubo de escape en el montículo central del camino, si hubiera ido a toda velocidad, los habría atropellado. En lugar de eso, pisó el freno y el coche se detuvo a medio metro.
– Oh, Dios mío, casi los atropello -dijo-. Creo que me va a dar un infarto.
– Si a mi padre no le dio, a ti tampoco -respondió Junior.
– ¿Eh?
– Da igual. -Junior bajó del coche. Los niños no se habían movido. La niña era más alta y mayor. Debía de tener nueve años y el niño, cinco. Tenían la cara pálida y sucia. La niña cogía de la mano al pequeño y miraba a Junior, pero el niño miraba al frente, como si estuviera viendo algo interesante en el faro del lado del conductor.
Junior vio la expresión de terror en el rostro de la niña y dobló una rodilla en el suelo, frente a ella.
– ¿Estás bien, cielo?
Respondió el niño, sin apartar la mirada del faro.
– Quiero a mi madre. Y quiero el dezayuno.
Frankie se les acercó.
– ¿Son de verdad? -Habló en un tono como si dijera «Estoy de broma pero no del todo». Alargó la mano y acarició el brazo de la niña.
La cría dio un respingo y lo miró.
– Mamá no ha vuelto -dijo en voz baja.
– ¿Cómo te llamas, cielo? -preguntó Junior-. ¿Y quién es tu mamá?
– Me llamo Alice Rachel Appleton -respondió-. Y él es Aidan Patrick Appleton. Nuestra madre es Vera Appleton. Nuestro padre es Edward Appleton, pero mamá y él se divorciaron el año pasado y ahora él vive en Plano, Texas. Nosotros vivimos en Weston, Massachusetts, en el número dieciséis de Oak Way. Nuestro número de teléfono es… -Lo recitó con la inexpresiva precisión de un buzón de voz.
Junior pensó: Joder, más capullos de Massachusetts. Pero tenía sentido; ¿quién si no iba a quemar gasolina, con lo cara que estaba, solo para ver cómo caían las hojas de los putos árboles?
Frankie también se había arrodillado.
– Alice -dijo-, escúchame, cielo. ¿Dónde está tu madre?
– No lo sé. -Un reguero de lágrimas de goterones transparentes empezó a correr por las mejillas de la niña-. Vinimos a ver las hojas. También queríamos ir en kayak. Nos gustan los kayaks, ¿verdad, Aide?
– Tengo hambre -dijo Aidan con voz lastimera, y también rompió a llorar.
Cuando vio a los hermanos en ese estado a Junior también le entraron ganas de llorar. Sin embargo, se recordó a sí mismo que era policía. Los policías no lloraban, por lo menos cuando estaban de servicio. Le preguntó de nuevo a la niña dónde estaba su madre, pero fue el hermano quien contestó.
– Fue a comprar telitos.
– Quiere decir pastelitos -añadió Alice-. Pero también fue a comprar otras cosas. Porque el señor Killian no cuidó de la cabaña como debía. Mamá dijo que yo podía vigilar a Aidan porque ya soy mayor y que no tardaría en volver, que solo iba a Yoder's. Solo me dijo que no dejara que Aide se acercara al estanque.
Junior empezaba a entender lo que había sucedido. Al parecer la mujer esperaba encontrar la cabaña llena de comida, con algunos alimentos básicos, como mínimo, pero de haber conocido bien a Roger Killian no habría confiado en él. Ese hombre era un estúpido de primera categoría, y había transmitido su exigua capacidad intelectual a toda su prole. Yoder's era una tienda miserable que se encontraba pasado Tarker's Mills, especializada en cerveza, licores de café y espaguetis en lata. En condiciones normales, era un trayecto de veinte minutos. Pero la mujer no había regresado y Junior sabía por qué.
– ¿Se fue el sábado por la mañana? -preguntó-. Fue el sábado, ¿verdad?
– ¡Quiero a mi mamá! -gritó Aidan-. ¡Y quiero mi dezayuno! ¡Me duele la barriga!
– Sí -respondió la chica-. El sábado por la mañana. Estábamos viendo dibujos animados, pero ahora no podemos ver nada porque no hay electricidad.
Junior y Frankie se miraron. Dos noches a solas en la oscuridad. La niña debía de tener nueve años; el niño, cinco. A Junior le horrorizaba pensar en ello.
– ¿Habéis comido algo? -le preguntó Frankie a Alice Appleton-. Cielo, ¿habéis comido algo?
– Había una cebolla en el cajón de las verduras -susurró la niña-. Comimos una mitad cada uno. Con azúcar.
– Joder -exclamó Frankie, que añadió acto seguido-: No he dicho nada. No me habéis oído. Un momento. -Regresó al coche, abrió la puerta del acompañante y empezó a hurgar en la guantera.
– ¿A dónde ibais, Alice? -preguntó Junior.
– Al pueblo. A buscar a mamá y algo para comer. Queríamos ir caminando hasta las otras cabañas y luego atravesar el bosque. -Señaló vagamente hacia el norte-. Me pareció que sería más rápido.
Junior sonrió, pero por dentro se quedó helado. La niña no señalaba hacia Chester's Mills, sino en dirección a TR-90. A una zona donde solo había vegetación y pozos negros. Y la Cúpula, claro. Lo más probable era que ambos hubieran muerto de hambre ahí fuera; Hansel y Gretel sin el final feliz.
Y estuvimos tan apunto de no subir hasta aquí. Joder.
Frankie volvió del coche. Traía una barrita Milky Way. Parecía antigua y estaba aplastada, pero tenía el envoltorio intacto. Al ver cómo los niños clavaron la mirada en la chocolatina, Junior pensó en los críos que se veían a veces en las noticias. Esa mirada en unas caras estadounidenses era irreal, horrible.
– Es lo único que he encontrado -dijo Frankie mientras arrancaba el envoltorio-. Ya os compraremos algo más en el pueblo.
Partió el Milky Way en dos y les dio un pedazo a cada niño. La chocolatina desapareció en cinco segundos. Cuando Aidan devoró su trozo, se metió los dedos en la boca para rechupetearlos. Las mejillas se hundían rítmicamente mientras rebañaba los últimos restos de chocolate.
Como un perro lamiendo la grasa de un palo, pensó Junior.
Se volvió hacia Frankie.
– No podemos esperar a regresar al pueblo. Pararemos en la cabaña donde estaban el viejo y la chica, y les daremos a estos niños todo lo que encontremos.
Frankie asintió y cogió a Aidan en brazos. Junior hizo lo propio con la hermana. Podía oler su sudor, su miedo. Le acariciaba el pelo, como si con ese gesto fuera a hacer desaparecer el mal olor.
– No os va a pasar nada -dijo-. Ni a ti ni a tu hermano. Nos os va a pasar nada. Estáis a salvo.
– ¿Me lo prometes?
– Sí.
La niña lo abrazó por el cuello. Era una de las mejores sensaciones que había sentido en toda su vida.
El lado oeste de Chester's Mills era la zona menos poblada del pueblo, y a las nueve menos cuarto de la mañana había sido evacuado casi por completo. El único coche de policía que quedaba en la Little Bitch era la unidad Dos. Jackie Wettington iba al volante, y Linda Everett llevaba la escopeta. El jefe Perkins, un poli de pueblo de la vieja escuela, nunca habría enviado a patrullar a dos mujeres juntas, pero Perkins ya no estaba al mando y a las chicas les gustó la novedad. Los hombres, sobre todo los hombres policía y sus continuas bromitas, podían ser muy pesados.
– ¿Estás lista para volver? -preguntó Jackie-. El Sweetbriar estará cerrado, pero si suplicamos tal vez nos den una taza de café.
Linda no contestó. Estaba pensando en el lugar en el que la Cúpula se cruzaba con la Little Bitch Road. Ir hasta allí había sido una experiencia inquietante, y no solo porque los guardias seguían de espaldas a la Cúpula y no se habían inmutado cuando ella les dio los buenos días mediante el megáfono del techo. Había sido inquietante porque ahora había una gran X roja pintada con spray en la Cúpula, suspendida en el aire como un holograma de ciencia ficción. Señalaba el punto de impacto previsto. Parecía imposible que un misil lanzado desde trescientos o cuatrocientos kilómetros de distancia pudiera impactar en un objetivo tan pequeño, pero Rusty le aseguró que era posible.
– ¿Lin?
Linda regresó al aquí y al ahora.
– Sí, cuando quieras.
De pronto sonó la radio.
– Unidad Dos, unidad Dos, ¿me leéis? Cambio.
Linda cogió el micrófono.
– Base, aquí Dos. Te oímos, Stacey, pero la recepción no es muy buena, cambio.
– Todo el mundo dice lo mismo -contestó Stacey Moggin-. Es peor cerca de la Cúpula, pero mejora a medida que te acercas al pueblo. Aún estáis en la Little Bitch, ¿verdad? Cambio.
– Sí -respondió Linda-. Acabamos de echar un vistazo en casa de los Killian y los Boucher. Ambos se han ido. Si ese misil atraviesa la Cúpula, Roger Killian va a tener muchos pollos asados, cambio.
– Pues haremos un picnic. Pete quiere hablar contigo. El jefe Randolph, quiero decir, cambio.
Jackie aparcó el coche patrulla en el arcén. Hubo una pausa llena de interferencias y entonces habló Randolph, que no se molestaba en decir «cambio», nunca lo había hecho.
– ¿Habéis ido a echar un vistazo a la iglesia, unidad Dos?
– ¿A la del Santo Redentor? -preguntó Linda-. Cambio.
– Es la única que conozco por aquí, agente Everett. A menos que haya aparecido una mezquita hindú de un día para otro.
A Linda le parecía que no eran los hindúes los que oraban en las mezquitas, pero no creyó que fuera el momento adecuado para enmendarle la plana a nadie. Randolph estaba cansado y malhumorado.
– La iglesia del Santo Redentor no estaba en nuestro sector. Tenían que encargarse de ella un grupo de los policías nuevos. Thibodeau y Searles, creo. Cambio.
– Id a echar un vistazo -les ordenó Randolph, que parecía más irritado que nunca-. Nadie ha visto a Coggins, y un par de sus feligreses quieren besuquearse con él, o como se diga.
Jackie se puso un dedo en la sien y fingió que se pegaba un tiro. Linda, que quería regresar para ver cómo estaban sus hijos en casa de Marta Edmund, asintió.
– De acuerdo, jefe -dijo Linda-. Lo haremos. Cambio.
– Pasaos también por la casa del reverendo. -Hubo una pausa-. Y también por la emisora de radio; no ha parado de sonar, así que tiene que haber alguien.
– Lo haremos. -Iba a decir «cambio y corto», pero entonces se le ocurrió algo-. Jefe, ¿han dicho algo en la televisión? ¿Ha hecho alguna declaración el presidente? Cambio.
– No tengo tiempo para escuchar todo lo que dice ese bocazas. Buscad al reverendo y decidle que mueva el culo hasta aquí. Y vosotras haced lo mismo. Corto.
Linda dejó el micrófono en el soporte y miró a Jackie.
– ¿Que movamos el culo hasta allí? -se preguntó Jackie-. ¿El culo?
– Él es un caraculo -añadió Linda.
Su comentario debía de ser gracioso, pero no causó efecto alguno. Por un instante se quedaron sentadas en el coche, en silencio. Entonces Jackie, en voz tan baja que apenas la oyó su compañera, dijo:
– Esto es terrible.
– ¿Te refieres a que hayan puesto a Randolph en el lugar de Perkins?
– Eso y la contratación de los nuevos policías. -Hizo el gesto de comillas al pronunciar la última palabra-. Son un puñado de críos. ¿Sabes? Cuando estaba fichando, Henry Morrison me dijo que Randolph ha contratado a dos más esta mañana. Llegaron de la calle con Carter Thibodeau y Pete les hizo el contrato y listo, sin hacerles ninguna pregunta.
Linda sabía qué tipo de amistades frecuentaba Carter, ya fuera en el Dipper's o en Gasolina & Alimentación Mills, donde utilizaban el garaje para poner a punto sus motos de empresa.
– ¿Dos más? ¿Por qué?
– Pete le dijo a Henry que podríamos necesitarlos si la teoría del misil no funciona. «Para asegurarnos de que la situación no se nos va de las manos», dijo. Y ya sabes quién le metió esa idea en la cabeza.
Linda lo sabía de sobra.
– Por lo menos no van con pistola.
– Hay un par de ellos que sí. Y no son reglamentarias, sino personales. Mañana, si esto no acaba hoy, todos tendrán una. Y lo que ha hecho Pete esta mañana, dejarlos patrullar juntos en lugar de ponerlos con un policía de verdad… ¿Qué pasa con el período de entrenamiento? Veinticuatro horas, lo tomas o lo dejas. ¿Te has dado cuenta de que ahora esos críos nos superan en número?
Linda pensó en ello en silencio.
– Son las Juventudes Hitlerianas -dijo Jackie-. Eso es lo que pienso. Tal vez esté exagerando un poco, pero le pido a Dios que esto acabe hoy para que no tengamos que averiguarlo.
– No me imagino a Peter Randolph como Hitler.
– Yo tampoco. Lo veo más como un Hermann Goering. Es a Rennie a quien veo cuando pienso en Hitler. -Puso la marcha atrás, hizo un par de maniobras y tomaron el camino hacia la iglesia del Santo Cristo Redentor.
La iglesia estaba abierta y vacía, y el generador, apagado. En la casa del párroco reinaba el silencio, pero el Chevrolet del reverendo Coggins estaba aparcado en el pequeño garaje. Linda echó un vistazo en el interior y vio dos pegatinas en el parachoques. La de la derecha decía: ¡SI HOY ES EL DÍA DEL ARREBATAMIENTO, QUE ALGUIEN AGARRE EL VOLANTE DE MI COCHE! La de la izquierda decía: MI OTRO COCHE TIENE DIEZ MARCHAS.
Linda llamó la atención a Jackie sobre la segunda.
– Tiene una bicicleta, lo he visto montado en ella. Pero no la veo en el garaje, así que tal vez la ha cogido para ir al pueblo y ahorrar gasolina.
– Tal vez -concedió Jackie-. Y tal vez deberíamos entrar a echar un vistazo en la casa para asegurarnos de que no ha resbalado en la ducha y se ha desnucado.
– ¿Eso significa que quizá lo veamos desnudo?
– Nadie dijo que el trabajo de la policía fuera agradable -dijo Jackie-. Vamos.
La casa estaba cerrada, pero en ciudades en las que los residentes estacionales constituían una gran parte de la población, los policías eran expertos en entrar en las casas. Buscaron la llave en los sitios habituales. Jackie la encontró colgada de un gancho tras el postigo de una ventana de la cocina. La llave abrió la puerta trasera.
– ¿Reverendo Coggins? -dijo Linda al asomar la cabeza-. Somos la policía, reverendo Coggins, ¿está en casa?
No hubo respuesta. Entraron. La planta baja estaba ordenada y limpia, pero Linda tuvo un extraño presentimiento. Se dijo a sí misma que solo se debía al hecho de estar en la casa de otra persona. En la casa de un hombre religioso, sin que nadie las hubiera invitado.
Jackie subió al piso superior.
– ¿Reverendo Coggins? Somos la policía. Si está aquí, diga algo.
Linda se quedó al pie de la escalera, mirando hacia arriba. La casa le transmitía una sensación horrible. Eso la hizo pensar en Janelle temblando en pleno ataque; también había sido una sensación horrible. Una extraña certeza se apoderó de ella: si Janelle estuviera allí con ella, seguro que tendría otro de sus ataques. Sí, y empezaría a hablar de cosas extrañas. De Halloween y la Gran Calabaza, tal vez.
Era una escalera de lo más normal, pero no quería subir, solo quería que Jackie confirmara que la casa estaba vacía para que pudieran ir a la emisora de radio. Pero cuando su compañera le dijo que subiera, Linda lo hizo.
Jackie estaba en el centro del dormitorio de Coggins. Había una sencilla cruz de madera en una pared y una placa en otra que decía HIS EYE IS ON THE SPARROW. La colcha estaba a los pies de la cama. Había rastros de sangre en la sábana.
– Y esto -dijo Jackie-. Ven aquí.
Linda obedeció a regañadientes. En el suelo de madera pulida, entre la cama y la pared, había un trozo de cuerda con nudos manchados de sangre.
– Parece que le dieron una paliza -dijo Jackie en tono grave-. Con fuerza suficiente como para dejarlo inconsciente. Luego lo tumbaron en la… -Miró a su compañera-. ¿No?
– Veo que no te criaste en un hogar religioso -dijo Linda.
– Claro que sí. Adorábamos a la Santa Trinidad: Papá Noel, el Conejo de Pascua y el Ratoncito Pérez. ¿Y tú?
– Me crié en un hogar baptista, simple y llanamente. Pero oía hablar de cosas como esta. Creo que Coggins se flagelaba.
– ¡Puaj! Lo hacían para expiar los pecados, ¿no?
– Sí. Y creo que nunca ha pasado de moda del todo.
– Entonces todo esto tiene sentido. Más o menos. Ve al baño y echa un vistazo a la cisterna.
Linda ni se movió. La visión de la cuerda ya había sido lo bastante horrible, y la sensación que transmitía la casa -quizá demasiado vacía- era peor.
– Venga, no te va a morder, y me apuesto un dólar contra diez centavos a que has visto cosas peores.
Linda entró en el baño. Había dos revistas sobre la cisterna. Una era devota, El cenáculo. La otra se llamaba Coñitos orientales. Linda dudaba que esa se vendiera en muchas librerías religiosas.
– Bueno -dijo Jackie-. Empezamos a formarnos una idea, ¿no? Se sienta en la taza, estrangula al calvo…
– ¿Estrangula al calvo? -Linda se rió a pesar de los nervios. O quizá debido a ellos.
– Así lo llamaba mi madre -dijo Jackie-. Bueno, la cuestión es que cuando acaba, se da unos cuantos azotes para expiar sus pecados y luego se va a la cama y tiene dulces sueños asiáticos. Hoy por la mañana se ha levantado fresco y libre de todo pecado, ha rezado y se ha ido al pueblo en su bicicleta. ¿Tiene sentido?
Tenía. Pero no explicaba la sensación horrible que le transmitía la casa.
– Vamos a echar un vistazo a la emisora de radio -dijo-. Luego volvemos al pueblo y nos tomamos un café. Invito yo.
– Vale -convino Jackie-. El mío solo, a ser posible en vena.
El estudio de la WCIK, acristalado y con el techo bajo, también estaba cerrado, pero en los altavoces que había bajo los aleros del edificio sonaba «Good Night, Sweet Jesus», interpretada por el célebre cantante soul Perry Como. Tras el estudio se alzaba imponente la torre de transmisiones, coronada por la luz roja intermitente, apenas visible debido a la deslumbrante luz del sol matutino. Cerca de la torre había otro edificio, parecido a un granero. Linda dedujo que debía de albergar el generador de la emisora y el resto de suministros necesarios para seguir transmitiendo el milagro del amor de Dios hasta el oeste de Maine, el este de New Hampshire y, a buen seguro, los planetas interiores del sistema solar.
Jackie llamó a la puerta y luego la golpeó con fuerza.
– Creo que aquí dentro no hay nadie -dijo Linda… pero el lugar también le transmitía una sensación horrible. Y el aire tenía un olor raro, viciado y enrarecido. Le recordaba el olor de la cocina de su madre incluso después de que la airearan; su madre fumaba como un carretero y creía que lo único que valía la pena comer eran las cosas fritas en una sartén caliente y con abundante manteca.
Jackie sacudió la cabeza.
– Hemos oído a alguien, ¿verdad?
Linda no respondió, porque era cierto. Habían estado escuchando la emisora durante el trayecto desde la casa del pastor, y habían oído la suave voz de un locutor que anunciaba el siguiente disco como: «Otro mensaje del amor de Dios en forma de canción».
En esta ocasión, la búsqueda de la llave les llevó algo más de tiempo, pero Jackie la encontró en un sobre pegado bajo el buzón. En el interior había además un pedazo de papel en el que alguien había garabateado 1 6 9 3.
La llave era un duplicado, y estaba un poco pegajosa, pero tras unos forcejeos abrió la cerradura. En cuanto entraron, oyeron el pitido de la alarma. El teclado estaba en la pared. Cuando Jackie tecleó los números, el ruido cesó. Ahora solo se oía música. Perry Como había dado paso a un tema instrumental; Linda pensó que era sospechosamente parecido al solo de órgano de «In-A-Gadda-Da-Vida». Los altavoces del interior eran mil veces mejores que los de fuera, y la música sonaba más fuerte, como si estuvieran vivos.
¿La gente trabaja en este antro de mojigatería?, se preguntó Linda. ¿Contesta al teléfono? ¿Hace negocios? ¿Cómo pueden?
Ese lugar también tenía algo horrible. Linda estaba convencida de ello. Era algo más que escalofriante; se palpaba el peligro. Cuando vio que Jackie había quitado la correa de su pistola automática reglamentaria, Linda hizo lo mismo. Le gustaba notar el tacto de la culata. Tu vara y tu culata me infunden aliento, pensó.
– ¿Hola? -dijo Jackie-. ¿Reverendo Coggins? ¿Hay alguien?
No hubo respuesta. El mostrador de recepción estaba vacío. A la izquierda había dos puertas cerradas. Enfrente, una ventana abarcaba un lado de la sala principal. Linda vio unas luces que parpadeaban en el interior. Supuso que era el estudio.
Jackie abrió con un pie las puertas cerradas, pero mantuvo una distancia más que prudencial. Tras una de ellas había un despacho. Detrás de la otra había una sala de reuniones equipada con un lujo sorprendente, dominada por un televisor gigante de pantalla plana. Estaba encendido, pero en silencio. Parecía que Anderson Cooper, casi a tamaño natural, estaba realizando uno de sus reportajes en Main Street de Castle's Rock. Los edificios estaban cubiertos de banderas y lazos amarillos. Linda vio una pancarta en la ferretería que decía: LIBERADLOS, y sintió escalofríos por todo el cuerpo. En la parte inferior de la pantalla se podía leer: FUENTES DEL DEPARTAMENTO DE DEFENSA AFIRMAN QUE EL IMPACTO DEL MISIL ES INMINENTE.
– ¿Por qué está encendido el televisor? -preguntó Jackie.
– Porque quienquiera que estuviera aquí, lo dejó así cuando…
Una voz atronadora la interrumpió.
«Esa ha sido la versión de Raymond Howell de "Christ My Lord and Leader".»
Las dos mujeres dieron un respingo.
«Y yo soy Norman Drake, y quiero recordaros tres hechos muy importantes: estáis escuchando Hora de los clásicos en la WCIK, Dios os ama, y envió a su Hijo para que muriera por vosotros en la cruz del calvario. Son las nueve y veinticinco de la mañana y, tal como nos gusta recordaros, la vida es breve. ¿Habéis entregado vuestro corazón al Señor? Volvemos en unos instantes.»
Norman Drake dio paso a un demonio con pico de oro que vendía la Biblia en DVD, y lo mejor era que podías pagarla en mensualidades y devolverla si no quedabas tan contento como un niño con zapatos nuevos. Linda y Jackie se acercaron al cristal del estudio de emisiones y miraron dentro. No estaban ni Norman Drake ni el demonio del pico de oro, pero cuando se acabó el anuncio y regresó el locutor para anunciar la siguiente canción, una luz verde se volvió roja, y una roja se volvió verde. Cuando la música empezó a sonar, otra luz roja cambió al verde.
– ¡Está todo automatizado! -exclamó Jackie-. ¡Todo el maldito sistema!
– Entonces, ¿por qué tenemos la sensación de que hay alguien aquí dentro? Y no me digas que a ti no te pasa.
Jackie no lo negó.
– Porque es raro. El locutor dice hasta la hora. ¡Cariño, este montaje debe de haber costado una fortuna! Esto sí que es el fantasma de la máquina… ¿Cuánto crees que durará?
– Seguramente hasta que se acabe el propano y el generador se pare.
Linda vio otra puerta cerrada y la abrió con el pie, como había hecho Jackie… Salvo que, a diferencia de su compañera, desenfundó la pistola y la mantuvo apuntando hacia abajo, sin quitarle el seguro.
Era un lavabo y estaba vacío. Sin embargo, en la pared había la imagen de un Jesús muy caucásico.
– No soy religiosa -dijo Jackie-, así que vas a tener que explicarme por qué quiere la gente que Jesús los observe mientras cagan.
Linda negó con la cabeza.
– Vámonos de aquí antes de que me dé algo -dijo-. Este lugar es la versión en radio del Mary Celeste.
Jackie miró alrededor, incómoda.
– Bueno, debo admitir que da miedo. -De pronto alzó la voz y soltó un grito-: ¡Eh! ¡Hola! ¿Hay alguien? ¡Última oportunidad! -Linda se sobresaltó y le entraron ganas de decirle a Jackie que no gritara de aquel modo. Porque podía oírla alguien y salir a su encuentro. O algo por el estilo.
Nada. Nadie.
Cuando salieron al exterior, Linda respiró hondo.
– Una vez, cuando era una adolescente, unos cuantos amigos y yo fuimos a Bar Harbor y paramos a comer junto a un acantilado con unas vistas espectaculares. Éramos seis. Era un día despejado y se veía hasta la costa de Irlanda. Cuando acabamos de comer, dije que quería hacer una fotografía. Mis amigos saltaban y hacían el tonto, por lo que yo tuve que ir retrocediendo, para intentar que salieran todos en la foto. De repente, una de las chicas, Arabella, mi mejor amiga por entonces, paró de jugar con otra chica y gritó «¡Quieta, Linda, quieta!». Me detuve y miré atrás. ¿Sabes qué vi?
Jackie negó con la cabeza.
– El océano Atlántico. Había retrocedido hasta el borde del precipicio, en la zona de picnic. Había un cartel de advertencia, pero ninguna valla ni barandilla. Un paso más y me habría caído. Y lo que sentí entonces es lo mismo que siento ahora.
– Lin, está vacío.
– No lo creo. Y me parece que tú tampoco.
– No voy a negar que es un lugar que da escalofríos, pero hemos mirado en todas las salas…
– En el estudio no. Además, la televisión estaba encendida y la música, demasiado alta. Y no creerás que la tienen a ese volumen habitualmente, ¿verdad?
– ¿Cómo voy a saber lo que hacen esos santurrones? -preguntó Jackie-. Quizá estaban esperando el Apocalipo.
– Apocalipsis.
– Da igual. ¿Quieres que vayamos a echar un vistazo al granero?
– En absoluto -respondió Linda, lo que hizo reír a Jackie.
– Vale. Diremos que no hay ni rastro del reverendo, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– Pues volvamos al pueblo. A tomar un café.
Antes de sentarse en el asiento del copiloto, Linda lanzó una última mirada al edificio del estudio, que se alzaba envuelto en la dicha musical que representaba al americano medio. No se oía nada más; se dio cuenta de que no se oía cantar ni a un pájaro, y se preguntó si se habían muerto todos al chocar contra la Cúpula. Pero eso no era posible. ¿Verdad?
Jackie señaló el micrófono.
– ¿Quieres que dé un último aviso por los altavoces? Si hay alguien escondido ahí dentro, debería regresar de inmediato al pueblo. Se me acaba de ocurrir que tal vez tenían miedo de nosotras.
– Lo que quiero es que dejes de tocar las narices y que nos vayamos de aquí.
Jackie no replicó. Dio marcha atrás por el sendero que llevaba a la Little Bitch Road y emprendieron el camino de vuelta a Chester's Mills.
El tiempo pasaba. La música religiosa seguía sonando. Norman Drake regresó y anunció que eran las 9.34, hora de la costa Este, y que Dios los quería a todos. Posteriormente llegó un anuncio de Coches de Ocasión Jim Rennie, realizado por el propio segundo concejal: «¡Han llegado nuestras rebajas especiales de otoño, y tenemos coches para dar y tomar», dijo Big Jim con voz falsamente compungida. «¡Tenemos Fords, Chevies y Plymouths! ¡Tenemos coches difíciles de encontrar como el Dodge Ram, y otros aún más difíciles de encontrar como el Mustang! ¡Amigos, estoy no junto a uno, ni dos, sino junto a tres Mustangs que están como nuevos, uno de ellos es el famoso descapotable V6, y cada uno cuenta con la famosa Garantía Cristiana de Jim Rennie! Revisamos todos los coches que vendemos, financiamos la compra, y lo hacemos todo a precios muy, muy bajos. ¡Y ahora mismo -lanzó una risa más compungida que antes- tenemos que quitárnoslos TODOS de encima! ¡Así que venga! ¡La cafetera siempre está encendida, vecino, y, recuerda, con Big Jim, todos a mil!»
Una puerta que ninguna de las dos mujeres había visto se abrió en la parte posterior del estudio. En el interior había más luces, toda una galaxia. La habitación era poco más que un cuchitril lleno de cables, interruptores, routers y cajas de fusibles. Parecía que no había espacio para un hombre. Pero el Chef estaba más que delgado, estaba escuálido. Sus ojos eran apenas destellos hundidos en el cráneo. Tenía la piel pálida y llena de manchas. Tenía los labios doblados hacia dentro, sobre unas encías que habían perdido casi todos los dientes. Llevaba una camisa y unos pantalones andrajosos, y sus caderas eran dos alas descarnadas; los días en los que el Chef usaba ropa interior no eran más que un lejano recuerdo. Es dudoso que Sammy Bushey hubiera reconocido a su marido desaparecido. Tenía un bocadillo de mantequilla de cacahuete y gelatina en una mano (ahora solo podía comer cosas blandas) y una Glock 9 en la otra.
Se acercó a la ventana que daba al aparcamiento pensando en que saldría corriendo y mataría a las intrusas si seguían allí; le había faltado poco para hacerlo cuando estaban dentro. Pero le entró el miedo. No se podía matar a los demonios. Cuando sus cuerpos humanos morían, se apoderaban de otro. Cuando se encontraban en el momento de tránsito entre un cuerpo y otro, los demonios parecían mirlos. El Chef los había visto en unos sueños muy vívidos que tenía en las ocasiones, cada vez más raras, en que lograba dormir.
Pero se habían ido. Su atman había sido demasiado fuerte para ellas.
Rennie le había dicho que tenía que encerrarse detrás, y el Chef Bushey le había hecho caso, pero tal vez tendría que encender de nuevo algunos de los fogones, porque la semana anterior habían hecho un gran envío a Boston y se había quedado casi sin producto. Necesitaba humo. Era de lo que se alimentaba su atman esos días.
Sin embargo, de momento ya había tenido suficiente. Había renunciado al blues, que tan importante había sido para él en sus días como Phil Bushey -B.B. King, Koko y Hound Dog Taylor, Muddy y Howlin' Wolf, incluso el inmortal Little Walter-, y había renunciado al sexo; incluso había renunciado a hacer trabajar sus intestinos, estaba estreñido desde julio. Pero no importaba. Lo que humillaba al cuerpo alimentaba al atman.
Echó un vistazo al aparcamiento y a la carretera una vez más para asegurarse de que los demonios ya no rondaban por allí, luego se guardó la automática en el cinturón, en el hueco de la espalda, y se dirigió hacia el almacén, que en los últimos tiempos se había convertido, más bien, en una fábrica. Una fábrica que estaba cerrada, pero él podía solucionar eso, y lo haría en caso de que fuera necesario.
El Chef fue a buscar su pipa.
Rusty Everett estaba de pie mirando el pequeño cobertizo que había detrás del hospital. Usaba una linterna porque Ginny Tomlinson (ahora jefa administrativa de los servicios médicos de Chester's Mills, a pesar de que era una locura) y él habían decidido cortar la electricidad de todas las secciones que no la necesitaban imperiosamente. A la izquierda, en su propio cobertizo, oía el rugido del gran generador alimentándose del enorme depósito de propano.
«La mayoría de las bombonas han desaparecido», había dicho Twitch, y vaya si era así. «Según la tarjeta de la puerta, debería haber siete, pero solo hay dos.» Twitch se equivocaba en eso. Solo quedaba una. Rusty enfocó con la linterna la inscripción CR HOSP que había en el costado de la bombona, bajo el logotipo de Dead River, la compañía de suministro.
– Te lo dije -soltó Twitch desde detrás, lo que hizo que Rusty diera un respingo.
– Te equivocaste. Solo hay una.
– ¡Anda ya! -Twitch entró en el cobertizo. Echó un vistazo en el interior mientras Rusty iluminaba las cajas de suministros que había alrededor de la zona central, vacía casi por completo-. Pues es verdad.
– Sí.
– Intrépido líder, alguien nos está robando el propano.
Rusty no se lo podía creer, pero no encontró otra explicación.
Twitch se puso en cuclillas.
– Mira aquí.
Rusty se arrodilló. La extensión de un kilómetro cuadrado que había detrás del hospital se había asfaltado ese mismo verano, y puesto que el frío aún no había podido agrietarla, era una superficie suave y lisa. De modo que resultaba fácil ver las huellas de neumáticos que había frente a las puertas correderas del cobertizo.
– Parecen las marcas de un volquete -observó Twitch.
– O de cualquier camión grande.
– Da igual, la cuestión es que hay que ir a echar un vistazo al almacén que hay detrás del ayuntamiento. Twitch no confía en Gran Jefe Rennie. Él mala persona.
– ¿Por qué iba a robarnos el propano? Los concejales tienen de sobra para ellos.
Se dirigieron hacia la puerta que conducía a la lavandería del hospital, también cerrada, por lo menos de forma temporal. Había un banco junto a la puerta. Un cartel pegado en los ladrillos decía A PARTIR DEL 1 DE ENERO ESTÁ PROHIBIDO FUMAR AQUÍ. ¡DÉJALO AHORA Y EVITA LAS PRISAS!
Twitch sacó su paquete de Marlboro y se lo ofreció a Rusty; éste lo rechazó con un gesto de la mano pero enseguida lo reconsideró y cogió un cigarrillo. Twitch los encendió.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó.
– ¿Cómo sé qué?
– Que tienen de sobra para ellos. ¿Lo has comprobado?
– No -admitió Rusty-. Pero en caso de que quisieran robar, ¿por qué a nosotros? No es solo que robar algo del hospital local se considere un gesto de mala educación por parte de la gente más adinerada, sino que la oficina de correos está casi al lado. Allí también debe de haber.
– Tal vez Rennie y sus amigos ya han robado el propano de correos. Además, ¿cuánto debía de haber? ¿Una bombona? ¿Dos? Una minucia.
– No entiendo para qué lo necesitan. No tiene sentido.
– Nada de lo que está sucediendo lo tiene -dijo Twitch, que lanzó un bostezo tan grande que Rusty oyó cómo le crujían las mandíbulas.
– Deduzco que ya has acabado la ronda. -Rusty tuvo un instante para meditar sobre el matiz surrealista de la pregunta. Desde la muerte de Haskell, Rusty se había convertido en el médico jefe, y Twitch, que hasta hacía tres días era enfermero, ocupaba entonces el cargo de Rusty: médico asistente.
– Sí. -Twitch lanzó un suspiro-. El señor Carty no llegará a mañana.
Rusty pensaba lo mismo acerca de Ed Carty, que sufría un cáncer de estómago terminal y aún aguantaba.
– ¿Comatoso?
– Así es, senséi.
Twitch podía contar los demás pacientes con los dedos de una mano, lo cual, tal como sabía Rusty, era una suerte. Quizá hasta podría haberse sentido afortunado, si no hubiera estado tan cansado y preocupado.
– Diría que George Werner está estable.
Werner, residente en Eastchester, de sesenta años y obeso, había sufrido un infarto de miocardio el día de la Cúpula. Sin embargo, Rusty creía que sobreviviría… esta vez.
– En cuanto a Emily Whitehouse… -Twitch se encogió de hombros-. No tiene buena pinta, senséi.
Emmy Whitehouse, de cuarenta años y que no tenía ni cien gramos de sobrepeso, había sufrido un infarto una hora después del accidente de Rory Dinsmore. Su caso era mucho peor que el de George Werner porque la mujer era una fanática del ejercicio y padecía lo que el doctor Haskell llamaba un «colapso de gimnasio».
– La chica de los Freeman está mejorando, Jimmy Sirois se mantiene estable y Nora Coveland está bien. Le daremos el alta después de comer. En general, la situación no está muy mal.
– No -dijo Rusty-, pero empeorará. Te lo aseguro. Y… si sufrieras una herida muy grave en la cabeza, ¿querrías que te operara yo?
– Pues no -respondió Twitch-. No he perdido la esperanza de que aparezca en cualquier momento Gregory House.
Rusty apagó el cigarrillo en la lata y miró hacia el cobertizo del propano, que estaba casi vacío. Quizá debería ir a echar un vistazo al almacén que había detrás del ayuntamiento. ¿Qué daño puede causarle?
En esta ocasión fue él quien bostezó.
– ¿Cuánto tiempo aguantarás? -preguntó Twitch, con voz seria-. Solo lo pregunto porque en este momento eres el único médico del pueblo.
– Tanto como sea necesario. Lo que me preocupa es estar tan cansado que la pifie. Y también tener que enfrentarme a algo que esté más allá de mis habilidades. -Pensó en Rory Dinsmore… Y en Jimmy Sirois. Pensar en Jimmy era peor, porque con Rory ya no se podía cometer errores médicos. Sin embargo, con Jimmy…
Rusty se vio a sí mismo de nuevo en el quirófano, escuchando el leve pitido de los aparatos de monitorización. Se vio a sí mismo mirando la pierna pálida y desnuda de Jimmy, con una línea negra dibujada en el lugar por el que iban a realizar la incisión. Pensó en Dougie Twitchell poniendo a prueba sus conocimientos de anestesiólogo. Sintió cómo Ginny Tomlinson le ponía un escalpelo en la mano enfundada en el guante de látex y luego lo miraba por encima de su mascarilla, con sus serenos ojos azules.
Dios no quiera que tenga que enfrentarme a eso, pensó.
Twitch le puso una mano en el brazo.
– Tranquilo -le dijo-. No pienses más allá del día de hoy.
– Y un cuerno, no pienso más allá de una hora -dijo Rusty, que se puso en pie-. Tengo que ir al centro de salud, a ver qué pasa.
Gracias a Dios que esto no ha ocurrido en verano; tendríamos tres mil turistas y setecientos niños de campamento a nuestro cargo.
– ¿Quieres que te acompañe?
Rusty negó con la cabeza.
– Ve a echar una mirada a Ed Carty. A ver si aún sigue en el reino de los vivos.
Rusty echó un último vistazo al cobertizo donde almacenaban el propano, dobló la esquina del edificio y avanzó en diagonal hacia el centro de salud, en el extremo más alejado de Catherine Russell Drive.
Ginny estaba en el hospital, por supuesto; iba a pesar por última vez al bebé de la señora Cloveland antes de enviarlos a casa. La recepcionista de guardia era Gina Buffalino, una chica de diecisiete años que tenía exactamente seis semanas de experiencia médica. Como voluntaria. Cuando vio entrar a Rusty lo miró como un ciervo que se queda paralizado ante los faros de un coche, lo que provocó que al médico se le cayera el alma a los pies, pero la sala de espera estaba vacía, lo cual era una buena noticia. Muy buena.
– ¿Alguna llamada? -preguntó Rusty.
– Una. De la señora Venziano, de Black Ridge Road. A su bebé se le había quedado atascada la cabeza entre los barrotes del parque. Quería que le enviáramos una ambulancia. Le… Le dije que le untara la cabeza al bebé con aceite de oliva y que intentara sacarlo. Funcionó.
Rusty sonrió. Tal vez aún había esperanzas con esa chica. Gina le devolvió la sonrisa, aliviada.
– Por lo menos esto está vacío -dijo Rusty-. Lo cual está muy bien.
– No exactamente. La señora Grinnell está aquí… ¿Andrea? La he puesto en el consultorio tres. -Gina titubeó-. Parecía bastante alterada.
La moral de Rusty, que había subido un poco, volvió a quedar por los suelos. Andrea Grinnell. Y alterada. Eso significaba que quería que le aumentara la dosis de OxyContin. Algo que él, apelando a su conciencia, no podía hacer, aunque Andy Sanders tuviera suficientes existencias en el Drugstore.
– Bueno. -Se dirigió hacia el consultorio tres, pero antes de llegar se detuvo y se volvió-. No has intentado localizarme.
Gina se sonrojó.
– Es que ella me dijo explícitamente que no lo hiciera.
Esa respuesta confundió a Rusty, pero solo un instante. Quizá Andrea tenía un problema con las pastillas, pero no era tonta. Sabía que si Rusty estaba en el hospital era probable que estuviera con Twitch. Y Dougie Twitchell resultaba ser su hermano menor, al que, a pesar de tener treinta y nueve años, había que proteger de todas las cosas malas de la vida.
Rusty se quedó junto a la puerta, en la que había un 3 negro pegado, intentando prepararse para la que le iba a caer encima. Iba a ser difícil. Andrea no era uno de esos borrachos desafiantes, a los que Rusty estaba acostumbrado, que afirmaban que el alcohol no formaba parte de sus problemas; tampoco era uno de esos adictos al cristal que habían ido apareciendo con una frecuencia cada vez mayor por el hospital durante el último año. Resultaba más difícil establecer con exactitud la responsabilidad de Andrea en su problema, lo cual complicaba el tratamiento. Sin duda, había sufrido grandes dolores desde su caída. Y el OxyContin era lo mejor para ella, ya que le permitía soportar el dolor para poder dormir e iniciar la terapia. Ella no tenía la culpa de que el medicamento que le permitía hacer esas cosas era el que los médicos llamaban a veces la «heroína de los paletos».
Abrió la puerta y entró, mientras ensayaba su negativa. Amable pero firme, se dijo a sí mismo. Amable pero firme.
Andrea estaba sentada en la silla de la esquina, bajo el póster del colesterol, con las rodillas juntas y la cabeza gacha, sin apartar la vista del monedero que tenía en el regazo. Era una mujer grande que en ese momento parecía pequeña. Como si se hubiera reducido de tamaño. Cuando alzó la cabeza para mirarlo y Rusty vio lo demacrada que tenía la cara -las arrugas que le enmarcaban la boca, las ojeras casi negras-, cambió de opinión y decidió escribir la receta en uno de los cuadernos rosa del doctor Haskell. Cuando acabara la crisis de la Cúpula quizá intentaría apuntarla a un programa de desintoxicación; amenazarla con explicárselo a su hermano, si era necesario. Ahora, sin embargo, iba a darle lo que necesitaba. Porque en raras ocasiones había visto la necesidad reflejada en el rostro de alguien de un modo tan crudo.
– Eric… Rusty… Tengo problemas.
– Lo sé. Ya lo veo. Te haré una…
– ¡No! -Lo miró con una expresión cercana al horror-. ¡Ni aunque te lo suplique! ¡Soy una drogadicta y tengo que desengancharme! ¡Soy una yonqui! -La cara se le surcó de arrugas. Intentó tensar los músculos para borrarlas, pero no pudo, de modo que al final se la tapó con las manos. Unos sollozos desgarradores se colaron entre los dedos.
Rusty se le acercó, hincó una rodilla en el suelo y le puso un brazo alrededor de los hombros.
– Andrea, está muy bien que quieras dejarlo, es una decisión excelente, pero tal vez este no sea el mejor momento…
Lo miró con los ojos rojos y anegados en lágrimas.
– Tienes razón en eso, es el peor momento, ¡pero tiene que ser ahora! Y no se lo digas a Dougie ni a Rose. ¿Puedes ayudarme? ¿Crees que es posible? Porque no he podido lograrlo por mí sola. ¡Esas malditas pastillas de color rosa! Las pongo en el armario de los medicamentos y me digo «Basta por hoy», ¡y al cabo de una hora las estoy tomando de nuevo! Nunca había estado así, en toda mi vida.
Bajó la voz como si fuera a revelarle un gran secreto.
– Creo que el problema ya no es de mi espalda, creo que mi cerebro le está diciendo a mi espalda que tiene que causarme dolor para que yo siga tomando esas malditas pastillas.
– ¿Por qué ahora, Andrea?
Ella se limitó a menear la cabeza.
– ¿Puedes ayudarme o no?
– Sí, pero si piensas dejarlo de golpe, no lo hagas. Por un motivo, porque es probable que… -Por un instante vio a Jannie temblando en la cama, hablando sobre la Gran Calabaza-. Es probable que tengas ataques.
Ella no lo oyó o hizo caso omiso de sus palabras.
– ¿Cuánto tiempo?
– ¿Para superar la parte física? Dos semanas. Tal vez tres. -Y eso si todo va rápido, pensó, pero no lo dijo.
Ella lo agarró del brazo. Tenía la mano muy fría.
– Es demasiado lento.
Un incómodo pensamiento empezó a tomar forma en la cabeza de Rusty. A lo mejor no era más que un ataque de paranoia causado por el estrés, pero aun así resultaba bastante convincente.
– Andrea, ¿te está chantajeando alguien?
– ¿Bromeas? Todo el mundo sabe que tomo esas pastillas. Vivimos en un pueblo muy pequeño. -Algo que, en opinión de Rusty, no respondía a la pregunta-. ¿Cuál sería la duración mínima?
– Con inyecciones de B12, mas tiamina y vitaminas, tal vez podría reducirse a diez días. Pero quedarías en un estado lamentable. No podrías dormir demasiado y tendrías el síndrome de la pierna inquieta. Pero, créeme, la inquietud no te afectaría únicamente a la pierna, sino al cuerpo entero. Y alguien tendría que suministrarte la dosis, cada vez menor, alguien que se haría cargo de las pastillas y no te las daría cuando se lo pidieras. Porque lo harás.
– ¿Diez días? -Parecía esperanzada-. Y para entonces esto habrá acabado, ¿verdad? Todo esto de la Cúpula.
– Quizá esta tarde. Es lo que todos esperamos.
– Diez días -dijo ella.
– Diez días.
Y, pensó Rusty, durante el resto de tu vida seguirás queriendo esas malditas pastillas. Pero tampoco lo dijo en voz alta.
En el Sweetbriar Rose había muchísimo trabajo para ser un lunes por la mañana… aunque, claro, en la historia del pueblo nunca había habido una mañana de lunes como esa. Aun así, los clientes se fueron de buena gana cuando Rose anunció que la parrilla estaba apagada y que no la encenderían hasta las cinco de la tarde.
– ¡Y tal vez entonces ya podréis ir a Moxie's, a Castle Rock, a comer allí! -sentenció, lo que provocó un aplauso espontáneo, aunque Moxie's tenía fama de ser un antro grasiento.
– ¿No hay comida? -preguntó Ernie Calvert.
Rose miró a Barbie, que alzó las manos a la altura de los hombros. A mí no me preguntes.
– Bocadillos -respondió Rose-. Hasta que se acaben.
Una respuesta que provocó aún más aplausos. La gente parecía sorprendentemente optimista esa mañana; había habido risas y bromas. Quizá la señal más clara de la mejora de la salud mental del pueblo se encontraba en la parte posterior del restaurante, donde la mesa del chismorreo volvía a estar en funcionamiento.
La televisión que había sobre la barra -sintonizada en ese momento con la CNN- tenía gran parte de la culpa. Los bustos parlantes solo podían ofrecer rumores, pero la mayoría eran esperanzadores. Varios de los científicos a los que habían entrevistado afirmaban que el misil de crucero tenía muchas posibilidades de atravesar la Cúpula y poner fin a la crisis. Uno de ellos calculaba que las probabilidades de éxito eran «superiores al ochenta por ciento». Aunque, claro, él trabaja en el MIT de Cambridge, pensó Barbie. Puede permitirse el lujo de ser optimista.
Entonces, mientras limpiaba la parrilla, alguien llamó a la puerta. Barbie se volvió y vio a Julia Shumway, flanqueada por tres chicos. Parecía una profesora de instituto que había salido de excursión con la clase. Barbie se dirigió hacia la puerta mientras se secaba las manos en el delantal.
– Si dejamos que entren todos los que quieren comer, nos quedaremos sin comida en menos que canta un gallo -espetó Anson, irritado, mientras limpiaba las mesas. Rose había ido al Food City a intentar comprar más carne.
– No creo que quieran comer -replicó Barbie, que tenía razón.
– Buenos días, coronel Barbara -dijo Julia con su sonrisita de Mona Lisa-. Me entran ganas de llamarte comandante Barbara. Como la…
– La obra de teatro, lo sé. -Barbie había escuchado esa broma unas cuantas veces. Unas diez mil-. ¿Es tu pelotón de soldados?
Uno de los chicos era muy alto y muy delgado, con una mata de pelo castaño; el otro era un muchacho que llevaba pantalones cortos muy anchos y una camiseta descolorida de 50 Cent; la tercera era una chica guapa con un relámpago en una mejilla. Era una calcomanía, no un tatuaje, le daba un aire de cierto desparpajo. Barbie se dio cuenta de que si le decía que parecía la versión de instituto de Joan Jett, la chica no sabría a quién se refería.
– Norrie Calvert -dijo Julia, poniendo una mano en el hombro a la riot grrrl-. Benny Drake. Y este tallo espigado de aquí es Joseph McClatchey. La manifestación de protesta de ayer fue idea suya.
– Pero yo no quería que nadie resultara herido -se apresuró a decir Joe.
– Tú no tuviste la culpa de que algunas personas acabaran en el hospital -dijo Barbie-. Así que no te preocupes por eso.
– ¿Es usted el gran lunático? -preguntó Benny, mientras lo miraba.
Barbie se rió.
– No -respondió-. Ni tan siquiera intentaré serlo, a menos que me vea obligado a ello.
– Pero conoce a los soldados que hay ahí fuera, ¿verdad? -preguntó Norrie.
– Bueno, no personalmente. Ellos son marines y yo serví en el ejército.
– Aún perteneces al ejército, según el coronel Cox -dijo Julia, que lucía su impasible sonrisita pero cuyos ojos centelleaban con emoción-. ¿Podemos hablar contigo? El joven señor McClatchey ha tenido una idea, y creo que es genial. Si funciona.
– Funcionará -afirmó Joe-. En cuestiones de informática, soy el put… soy el gran lunático.
– Pasad a mi despacho -dijo Barbie, que los acompañó a la barra.
Era un plan genial, sin duda, pero ya eran las diez y media, y si iban a lanzar el misil, debían apresurarse. Se volvió hacia Julia.
– ¿Tienes el móv…?
Julia se lo puso en la palma de la mano antes de que Barbie acabara la pregunta.
– El número de Cox está en la agenda.
– Muy bien. Ahora solo me falta saber cómo se accede a la agenda.
Joe cogió el teléfono.
– ¿De dónde has salido, de la Edad Media?
– ¡Sí! -respondió Barbie-. Cuando había caballeros audaces y las damiselas no llevaban ropa interior.
Norrie soltó una carcajada, levantó su pequeño puño y Barbie chocó el suyo.
Joe apretó unos cuantos botones del minúsculo teclado. Escuchó y le pasó el teléfono a Barbie.
Cox debía de estar esperando sentado con una mano sobre el teléfono, porque ya había respondido cuando Barbie se puso el móvil de Julia al oído.
– ¿Qué tal va, coronel? -preguntó Cox.
– En general, bien.
– No está mal.
Eso es fácil decirlo, pensó Barbie.
– Imagino que la situación seguirá bien hasta que el misil rebote en la Cúpula o la atraviese y cause grandes daños en los bosques y granjas que hay de nuestro lado. Algo que sería muy bien recibido por los habitantes de Chester's Mills. ¿Qué dicen sus muchachos?
– No mucho. Nadie se atreve a hacer predicciones.
– Pues no es eso lo que hemos oído en la televisión.
– No tengo tiempo para estar al tanto de lo que dicen los periodistas. -Barbie notó un dejo de desdén-. Tenemos esperanzas. Esperemos que no nos salga el tiro por la culata. Perdón por el juego de palabras.
Julia no paraba de abrir y cerrar las manos para que Barbie fuera al grano.
– Coronel Cox, estoy sentado aquí con cuatro amigos. Uno de ellos es un joven que se llama Joe McClatchey y que ha tenido una idea bastante buena. Le voy a pasar el teléfono ahora mismo…
Joe negó con la cabeza con tanta fuerza que se le alborotó el pelo, pero Barbie no le hizo caso.
– … para que se la explique.
Y le dio el móvil a Joe.
– Habla -le dijo.
– Pero…
– No discutas con el gran lunático, hijo. Habla.
Así lo hizo Joe, al principio tímidamente, con muchos «ah», «hum» y «ya sabe», pero a medida que se fue sintiendo más seguro, se expresó con mayor fluidez. Entonces escuchó. Al cabo de un instante sonrió. Y poco después dijo:
– ¡Sí, señor! ¡Gracias, señor! -Y le devolvió el teléfono a Barbie-. ¡Es increíble, van a intentar aumentar nuestra conexión wifi antes de que disparen el misil! ¡Dios, esto es la hostia! -Julia lo agarró del brazo y Joe dijo-: Perdón, señorita Shumway, quería decir una pasada.
– Ahora da igual, ¿crees que puedes montarlo todo?
– ¿Me toma el pelo? Ningún problema.
– ¿Coronel Cox? -dijo Barbie-. ¿Es cierto lo del wifi?
– No podemos impedir que ustedes intenten algo por su cuenta -respondió Cox-. Creo que fue usted quien me lo dijo en primer lugar. De modo que lo mejor será que les ayudemos. Tendrán la conexión a internet más rápida del mundo, por lo menos durante el día de hoy. Tienen ahí a un muchacho muy inteligente, por cierto.
– Sí, señor, comparto su opinión -dijo Barbie, que le hizo un gesto de aprobación con el pulgar a Joe. El chico estaba radiante de felicidad.
Cox añadió:
– Si la idea del chico funciona y ustedes lo graban, asegúrese de enviarnos una copia. Nosotros realizaremos nuestras propias grabaciones, por supuesto, pero los científicos al mando de todo esto querrán ver cómo es el impacto desde su lado de la Cúpula.
– Creo que podemos hacer algo mejor que todo eso -dijo Barbie-. Si Joe logra montar la infraestructura, creo que gran parte del pueblo podrá verlo en vivo.
Esta vez fue Julia quien levantó el puño. Barbie sonrió e hizo chocar el suyo.
– Joooder -exclamó Joe. La expresión de asombro de su rostro le hacía aparentar ocho años, en lugar de trece. El tono de confianza inquebrantable desapareció de su voz. Barbie y él se encontraban a unos treinta metros del lugar en que la Little Bitch Road se cruzaba con la Cúpula. El muchacho no miraba a los soldados, que se habían vuelto para observarlos; era la cinta militar de aviso y la gran X roja lo que lo fascinaban.
– Han desplazado el campamento -dijo Julia-. Ya no están las tiendas.
– Claro. Dentro de unos… -Barbie miró su reloj- noventa minutos, hará bastante calor aquí. Muchacho, más vale que te pongas manos a la obra.
Pero ahora que estaban ahí, en la carretera desierta, Barbie empezó a preguntarse si Joe podría hacer lo que había prometido.
– Sí, pero… ¿ve los árboles?
Al principio Barbie no lo entendió. Miró a Julia, que se encogió de hombros. Entonces Joe señaló el lugar concreto y vio a qué se refería. Los árboles que se encontraban en el lado de Tarker de la Cúpula se mecían debido a una moderada brisa otoñal; las hojas caían en una lluvia de colores alrededor de los marines que observaban la escena. En el lado de Mills, las ramas apenas se movían y la mayoría de los árboles conservaban todo el follaje. Barbie estaba casi convencido de que el aire lograba atravesar la barrera, pero sin apenas fuerza. La Cúpula amortiguaba la fuerza del viento. Pensó en cuando Paul Gendron, el tipo de la gorra de los Sea Dogs, y él llegaron al arroyo y vieron cómo se amontonaba el agua.
Julia dijo:
– Las hojas de nuestro lado parecen… no sé… como lánguidas. Mustias.
– Eso es porque en el otro lado sopla el viento y aquí apenas hay una débil brisa -replicó Barbie, que se preguntó si en verdad se debía a eso. O únicamente a eso. Pero ¿de qué servía especular sobre la calidad actual del aire de Chester's Mills cuando no podían hacer nada al respecto?-. Venga, Joe. Ponte en marcha.
Habían pasado por casa de los McClatchey con el Prius de Julia para coger el PowerBook de Joe. (La señora McClatchey le había hecho jurar a Barbie que mantendría a su hijo a salvo, y Barbie lo hizo.) Ahora Joe señalaba hacia la carretera.
– ¿Aquí?
Barbie alzó las manos a los lados de la cara y miró hacia la X roja.
– Un poco a la izquierda. ¿Puedes hacerlo? ¿Lo ves?
– Sí. -Joe abrió el PowerBook y lo encendió. El sonido de encendido del Mac sonó tan bonito como siempre, pero Barbie pensó que nunca había visto nada tan surrealista como el ordenador plateado sobre el asfalto parcheado de la Little Bitch con la pantalla abierta. Parecía resumir a la perfección los últimos tres días.
– La batería está a tope, así que debería aguantar como mínimo seis horas -dijo Joe.
– ¿No hibernará? -preguntó Julia.
Joe le lanzó una mirada condescendiente, como diciendo «Por favor, mamá». Entonces se volvió de nuevo hacia Barbie.
– Si el misil me quema el portátil, ¿me promete que me comprará otro?
– El Tío Sam se encargará de eso -le aseguró Barbie-. Yo mismo haré la petición.
– Genial.
Joe se inclinó sobre el PowerBook. Había un pequeño cilindro plateado sobre la pantalla. Joe les había dicho que era una virguería de la informática llamada iSight. Deslizó el dedo sobre el touchpad, apretó ENTER, y la pantalla se inundó de repente con una imagen brillante de la Little Bitch Road. A ras de suelo, cada bache e irregularidad del asfalto parecía una montaña. A media distancia, Barbie podía ver hasta la altura de las rodillas a los marines que estaban montando guardia.
– Señor, ¿tiene imagen, señor? -preguntó uno de ellos.
Barbie alzó la mirada.
– Escuche, marine, si yo estuviera pasando revista, usted estaría haciendo flexiones con mi bota pegada en su culo. Tiene una mancha en la bota izquierda, algo inaceptable para un soldado que no está en combate.
El marine se miró la bota, que estaba manchada. Julia rió. Joe no. Estaba absorto en su cometido.
– Está demasiado bajo. Señorita Shumway, ¿tiene algo en el coche que podamos usar para…? -Levantó la mano unos noventa centímetros.
– Sí -respondió ella.
– Y tráigame mi bolsa pequeña del gimnasio, por favor. -Siguió tecleando en el PowerBook y luego extendió la mano-. ¿Móvil?
Barbie se lo entregó. Joe apretó los diminutos botones a una velocidad pasmosa. Entonces:
– ¿Benny? Ah, Norrie, vale. ¿Estáis ahí?… Genial. Apuesto a que jamás habíais estado en un bar. ¿Estáis preparados? Perfecto. No colguéis. -Escuchó y sonrió-. ¿En serio? Tío, por lo que estoy viendo, esto es increíble. Tenemos una conexión wifi de la hostia. Esto va a volar. -Cerró el teléfono y se lo devolvió a Barbie.
Julia regresó con la bolsa del gimnasio de Joe y una caja de cartón que contenía ejemplares no distribuidos de la edición especial del Democrat del domingo. Joe puso el portátil sobre la caja (el aumento inesperado del plano hizo que Barbie tuviera una leve sensación de mareo), lo comprobó de nuevo y mostró su absoluta satisfacción. Hurgó en la bolsa del gimnasio, sacó una caja negra con una antena y la conectó al ordenador. Los soldados se habían amontonado en su lado de la Cúpula y los observaban con interés. Ahora sé cómo se siente un pez en un acuario, pensó Barbie.
– Parece que está bien -murmuró Joe-. Me sale una bombilla verde.
– ¿No deberías llamar a tus…?
– Si funciona, me llamarán -replicó Joe. Entonces añadió-: Oh, oh, creo que vamos a tener problemas.
Barbie creyó que se refería al ordenador, pero el muchacho ni siquiera lo estaba mirando. Barbie siguió su mirada y vio el coche verde del jefe de policía. No avanzaba muy rápido, pero tenía las luces encendidas. Pete Randolph salió del asiento del conductor, y del otro lado lo hizo (el coche se balanceó un poco cuando descendió el segundo pasajero) Big Jim Rennie.
– ¿Qué caray estáis haciendo? -preguntó.
El teléfono que Barbie tenía en las manos sonó; se lo entregó a Joe sin apartar la mirada del concejal y el jefe de policía, que se dirigían hacia ellos.
El cartel que había sobre la puerta del Dipper's decía ¡BIENVENIDOS A LA MAYOR SALA DE BAILE DE MAINE!, y por primera vez en la historia de ese bar de carretera, la sala estaba abarrotada a las once y cuarenta y cinco de la mañana. Tommy y Willow Anderson saludaban a la gente a medida que esta iba llegando a la puerta, un poco como si fueran pastores que daban la bienvenida a la iglesia a los feligreses. En este caso, la Primera Iglesia de Bandas de Rock directa desde Boston.
Al principio el público permaneció en silencio porque únicamente aparecía una palabra de color azul en la gran pantalla: ESPERANDO. Benny y Norrie habían conectado su equipo y habían puesto el canal 4 del televisor. Entonces, de repente, apareció la Little Bitch Road a todo color, incluso se veía cómo caían las hojas alrededor de los marines.
La multitud estalló en aplausos y vítores.
Benny y Norrie chocaron la mano, pero aquello no bastaba para Norrie, que le plantó un beso en la boca, de tornillo. Era el momento más feliz de la vida de Benny, más incluso que cuando logró permanecer en posición vertical mientras hacía un full pipe.
– ¡Llámalo! -le dijo Norrie.
– Voy -respondió Benny. Le ardía tanto la cara que creyó que le iban a salir llamas de un momento a otro, pero sonreía. Apretó la tecla de RELLAMADA y se llevó el teléfono al oído-. ¡Tío, lo tenemos! ¡La imagen es tan clara que…!
Joe lo interrumpió.
– Houston, tenemos un problema.
– No sé qué creéis que estáis haciendo -dijo el jefe Randolph-, pero quiero una explicación, y vais a apagar ese trasto hasta que me deis una. -Señaló el PowerBook.
– Disculpe, señor -dijo uno de los marines, que lucía los galones de alférez-. Se trata del coronel Barbara y tiene autorización oficial del gobierno para esta operación.
Big Jim respondió con su sonrisa más sarcástica. La vena del cuello le palpitaba con fuerza.
– Este hombre no es más que un coronel de alborotadores. Es el pinche del restaurante del pueblo.
– Señor, según mis órdenes…
Big Jim hizo callar al alférez con un gesto del dedo.
– En Chester's Mills, el único gobierno oficial que reconocemos ahora mismo es el nuestro, soldado, y yo soy su representante. -Se volvió hacia Randolph-. Jefe, si ese niñato no apaga el ordenador, desenchufa el cable.
– No veo ningún cable -replicó Randolph, que miró a Barbie, luego al alférez de los marines y finalmente a Big Jim. Había empezado a sudar.
– ¡Entonces rompe la dichosa pantalla de una patada! ¡Cárgatelo!
Randolph se dirigió hacia el ordenador. Joe, asustado pero decidido, se situó delante del PowerBook. Aún tenía el móvil en la mano.
– ¡Ni se atreva! ¡Es mío y no he infringido ninguna ley!
– Vuelva aquí, jefe -dijo Barbie-. Es una orden. Si aún reconoce el gobierno del país en el que vive, obedecerá.
Randolph miró alrededor.
– Jim, tal vez…
– Tal vez nada -replicó Big Jim-. Ahora mismo, este es el país en el que vives. Apaga ese dichoso ordenador.
Julia se abrió paso, agarró el PowerBook y le dio la vuelta para que la cámara iVision mostrara a los recién llegados. Unos cuantos mechones de pelo se habían desprendido de su práctico moño y ahora resaltaban sobre sus mejillas sonrosadas. A Barbie le pareció que estaba guapísima.
– ¡Pregúntale a Norrie si ven algo! -dijo Julia a Joe.
La sonrisa de Big Jim se transformó en una mueca.
– ¡Eh, tú, baja eso! -le espetó el vendedor de coches usados.
– ¡Pregúntale si ven algo!
Joe hizo la pregunta. Escuchó. Entonces dijo:
– Sí, están viendo al señor Rennie y al agente Randolph. Norrie dice que quieren saber qué está pasando.
Randolph puso cara de consternación; Rennie de furia.
– ¿Quién quiere saberlo? -preguntó Randolph.
Julia respondió:
– Hemos montado una conexión en directo con el Dipper's…
– ¡Ese antro pecaminoso! -exclamó Big Jim, que tenía las manos cerradas y las apretaba con fuerza. Barbie calculó que el hombre debía de tener un sobrepeso de unos cincuenta kilos, y vio que hizo una mueca cuando movió el brazo derecho, como si le hubiera dado un tirón, pero parecía que aún era capaz de soltar algún puñetazo. Y en ese instante parecía lo bastante furioso como para intentarlo… aunque no sabía si se atrevería con él, con Julia o con el chico. Tal vez Rennie tampoco.
– La gente lleva reunida allí desde las once y cuarto -dijo Julia-. Las noticias se propagan rápido. -Sonrió con la cabeza inclinada hacia un lado-. ¿Te gustaría saludar a tus posibles electores, Big Jim?
– Es un farol -replicó Rennie.
– ¿Por qué iba a tirarme un farol con algo tan fácil de comprobar? -Se volvió hacia Randolph-. Llama a uno de tus policías y pregúntale dónde ha tenido lugar la gran reunión del pueblo esta mañana. -Y se volvió de nuevo hacia Jim-. Como apagues el ordenador, cientos de personas sabrán que les impediste ver un acontecimiento que las afectaba vitalmente. De hecho, se trata de un acontecimiento del que podría depender su vida.
– ¡No teníais autorización!
Barbie, que por lo general era capaz de mantener la calma, empezaba a perder la paciencia. No era que ese hombre fuera estúpido; estaba claro que no. Y eso era precisamente lo que lo sacaba de quicio.
– Pero ¿qué problema tienes? ¿Ves algún peligro? Porque yo no. La idea es montar el ordenador, dejarlo emitiendo y luego irnos.
– Si el plan del misil no funciona, podría desatar el pánico entre la gente. Saber que algo ha fracasado es una cosa; pero verlo en directo es otra. Vete a saber cuál podría ser la puñetera reacción de la gente.
– No tienes muy buena opinión de la gente a la que gobiernas, concejal.
Big Jim abrió la boca para replicar -tal vez algo del estilo de «Y me lo han demostrado en varias ocasiones», pensó Barbie, pero entonces recordó que buena parte de los habitantes de Chester's Mills estaba presenciando ese enfrentamiento en una gran pantalla de televisión. Quizá en alta definición.
– Me gustaría que borraras esa sonrisa sarcástica de la cara, Barbara.
– ¿Ahora también vas a controlar las expresiones de la gente? -preguntó Julia.
Joe «el Espantapájaros» se tapó la boca, pero no antes de que Randolph y Big Jim vieran la sonrisa del chico. Y oyeran la risita que se coló entre los dedos.
– Oigan -dijo el alférez-, más les vale que despejen la zona. El tiempo pasa.
– Julia, enfócame con la cámara -dijo Barbie.
La periodista lo hizo.
El Dipper's nunca había estado tan lleno, ni siquiera en la memorable Nochevieja de 2009, cuando tocaron los Vatican Sex Kittens. Y nunca había reinado tal silencio. Más de quinientas personas, hombro con hombro y cadera con cadera, observaban la imagen mientras la cámara del PowerBook de Joe giraba ciento ochenta grados para enfocar a Dale Barbara.
– Ahí está mi chico -murmuró Rose Twitchell, y sonrió.
– Hola a todos -dijo Barbie. La calidad de la imagen era tan buena que varias personas le devolvieron el saludo-. Soy Dale Barbara, y he vuelto a ser reclutado por el Ejército de Estados Unidos como coronel.
El anuncio fue recibido con un murmullo general de sorpresa.
– El montaje de esta cámara aquí, en la Little Bitch Road, es únicamente mi responsabilidad, y como habréis deducido, existe cierta divergencia de opiniones entre el concejal Rennie y yo sobre la idoneidad de continuar con la transmisión.
Esta vez el murmullo fue más fuerte. Y no de felicidad.
– No tenemos tiempo para discutir los detalles sobre quién se encuentra al mando de la situación -prosiguió Barbie-. Vamos a enfocar la cámara hacia el punto en el que se supone que debe impactar el misil. Sin embargo, el permiso para retransmitir este acontecimiento depende de vuestro segundo concejal. Si decide denegarlo, deberéis pedirle cuentas a él. Gracias por vuestra atención.
Barbara desapareció del plano. Por un instante, la multitud que se había congregado en la pista de baile solo vio el bosque, pero entonces la imagen rotó de nuevo, descendió y se posó en la X flotante. Tras ella, los marines estaban cargando su equipo en dos grandes camiones.
Will Freeman, propietario y trabajador del concesionario Toyota local (y que no era muy amigo de James Rennie), habló directamente al televisor.
– Deja de tocar las narices, Jimmy, o la semana que viene habrá un nuevo concejal en Mills.
Hubo un murmullo general de aprobación. Los habitantes de Chester's Mills guardaban silencio sin apartar la mirada de la pantalla, a la espera de que el programa que estaban viendo, aburrido y sumamente emocionante al mismo tiempo, continuara o finalizara.
– ¿Qué quieres que haga, Big Jim? -preguntó Randolph. Se sacó un pañuelo del bolsillo de la cadera y se secó el sudor de la nuca.
– ¿Qué quieres hacer tú? -replicó Big Jim.
Por primera vez desde que había cogido las llaves del coche verde de jefe de policía, Pete Randolph se dio cuenta de que se las entregaría encantado a cualquier otro. Lanzó un suspiro y dijo:
– Prefiero dejar las cosas como están.
Big Jim asintió, con un gesto que parecía decir «tú sabrás lo que haces». Luego esbozó una sonrisa, si puede decirse algo así del mohín que hizo con los labios, claro.
– Bueno, tú eres el jefe. -Se volvió hacia Barbie, Julia y Joe «el Espantapájaros»-. Han ganado la batalla. ¿No es cierto, señor Barbara?
– Puedo asegurarle que aquí no se está librando ninguna batalla, señor -respondió Barbie.
– Y un… cuerno. Esto es una lucha por el poder, simple y llanamente. He visto muchas en mi vida. Algunas han tenido éxito… y otras han fracasado. -Se acercó a Barbie sin relajar el brazo derecho, que estaba hinchado.
De cerca, Barbie olió una mezcla de colonia y sudor. Rennie tenía la respiración entrecortada. Bajó el tono de voz. Quizá Julia no oyó lo que dijo a continuación, pero Barbie sí.
– Has hecho una apuesta muy arriesgada, hijo. Si el misil atraviesa la Cúpula, ganas. Pero si no lo logra… ten cuidado conmigo. -Por un instante sus ojos, casi enterrados en los pliegues de carne, pero que desprendían un claro destello de inteligencia fría, se clavaron en los de Barbie, que le aguantó la mirada. Entonces Rennie se volvió-. Venga, jefe Randolph. La situación ya es lo suficientemente complicada gracias al señor Barbara y a sus amigos. Volvamos al pueblo. Más vale que tus tropas estén preparadas en caso de que haya disturbios.
– ¡Ese es el mayor disparate que he oído jamás! -exclamó Julia.
Big Jim hizo un gesto de desdén con la mano sin volverse hacia ella.
– ¿Quieres ir al Dipper's, Jim? -preguntó Randolph-. Tenemos tiempo.
– Nunca se me ocurriría poner un pie en ese lupanar -respondió Big Jim. Abrió la puerta del copiloto-. Lo que quiero es echarme una siesta. Pero no podré porque estoy demasiado ocupado. Tengo grandes responsabilidades. No las he pedido, pero las tengo.
– Algunos hombres hacen grandes cosas, y otros se ven aplastados por ellas, ¿no es cierto, Jim? -preguntó Julia, que lucía su sonrisa impasible.
Big Jim se volvió hacia ella, y la expresión de puro odio de su rostro la hizo retroceder un paso, pero Rennie se limitó a hacer un gesto de desprecio.
– Vamos, jefe.
El coche de policía enfiló hacia Mills, con las luces aún encendidas en la luz neblinosa y de un leve tono estival.
– Vaya -dijo Joe-. Ese tipo da miedo.
– Es justo lo que yo pienso -admitió Barbie.
Julia miraba fijamente a Barbie sin el menor atisbo de sonrisa.
– Tenías un enemigo -dijo-. Ahora tienes un enemigo a muerte.
– Creo que tú también.
Ella asintió.
– Por nuestro bien, espero que la táctica del misil funcione.
El alférez dijo:
– Coronel Barbara, nos vamos. Me quedaría mucho más tranquilo si ustedes tres hicieran lo mismo.
Barbie asintió y, por primera vez desde hacía años, realizó el saludo militar.
Un B-52 que había despegado a primera hora de ese lunes de la base del ejército del aire de Carswell estaba sobrevolando Burlington, Vermont, desde las 10.40 (a la fuerza aérea le gusta llegar pronto a la fiesta siempre que sea posible). La misión había recibido el nombre clave de GRAN ISLA. El piloto comandante era el mayor Gene Ray, que había participado en las guerras del Golfo y de Iraq (en conversaciones privadas se refería a esta como la «Puta farsa del señor uve doble»). Iba equipado con dos misiles de crucero Fasthawk; eran dos buenos proyectiles, más fiables y potentes que el antiguo Tomahawk, pero le resultaba muy extraño estar a punto de disparar con armamento real contra un objetivo estadounidense.
A las 12.53 una luz roja del panel de control se volvió ámbar. El COMCOM tomó el control del avión y lo situó en el nuevo rumbo. Debajo, Burlington desapareció bajo las alas.
Ray habló por el micrófono.
– Ha llegado el momento de empezar la función, señor.
En Washington, el coronel Cox respondió:
– Recibido, mayor. Buena suerte. Explote a esa cabrona.
– Así lo haré -respondió Ray.
A las 12.54 la luz ámbar empezó a parpadear. A las 12.54 y 55 segundos, se volvió verde. Ray apretó el interruptor marcado con un 1. No sintió nada, apenas un leve zumbido desde abajo, pero vio por vídeo cómo el Fasthawk iniciaba su vuelo. Aceleró rápidamente a la máxima velocidad, y dejó tras de sí una estela en el cielo que parecía el arañazo de una uña.
Gene Ray se santiguó y acabó con un beso en el pulgar.
– Ve con Dios, hijo mío -dijo.
La velocidad máxima del Fasthawk era de cinco mil seiscientos kilómetros por hora. Situado a ochenta kilómetros de su objetivo (a unos cincuenta kilómetros al oeste de Conway, New Hampshire, y ahora en el lado este de las White Mountains), el ordenador primero calculó y luego autorizó la aproximación final. La velocidad del misil bajó de cinco mil seiscientos kilómetros a casi tres mil mientras descendía. Enfiló la carretera 302, que es la calle principal de North Conway. Los peatones alzaron la vista hacia el cielo con inquietud mientras el Fasthawk pasaba por encima de ellos.
– ¿No vuela muy bajo ese avión a reacción? -preguntó una mujer a su acompañante en el aparcamiento de Settlers Green Outlet Village, mientras se tapaba los ojos. Si el sistema de teledirección del Fasthawk pudiera haber hablado, quizá habría dicho: «Y aún no has visto nada, cielo».
Pasó por encima del límite entre Maine y New Hampshire a una altura de poco más de novecientos metros y con un estruendo que hacía castañetear los dientes y rompía los cristales de las ventanas. Cuando el sistema de teledirección tomó la 119, descendió primero a trescientos metros y luego a ciento cincuenta. Por entonces, el ordenador funcionaba a toda máquina, analizando la información proporcionada por el sistema de teledirección y realizando mil correcciones de curso cada minuto.
En Washington, el coronel James O. Cox dijo: -Fase final de la aproximación. Sujétense la dentadura postiza. El Fasthawk tomó la Little Bitch y descendió casi a nivel del suelo, todavía a una velocidad cercana a Mach 2, analizando cada colina y cada curva. La cola del proyectil refulgía con tal intensidad que era imposible mirarla directamente y dejaba tras de sí un hedor tóxico a propergol. Arrancaba las hojas de los árboles, incluso quemaba algunas. Provocó la implosión de un tenderete situado al pie de la carretera, en Tarker's Hollow, y varias planchas de madera y calabazas aplastadas salieron volando por los aires. El estruendo que siguió hizo que la gente se tirara al suelo con las manos en la cabeza.
Esto va a funcionar, pensó Cox. ¿Cómo no va a funcionar?
Al final, se habían congregado ochocientas personas en el Dipper's. Nadie abría la boca, aunque los labios de Lissa Jamieson se movían en silencio mientras le rezaba al alma suprema new age que resultara ser objeto de su devoción en ese momento. En una mano tenía un cristal; la reverenda Piper Libby, por su parte, sostenía la cruz de su madre frente a los labios. Ernie Calvert dijo: -Ahí viene.
– ¿Por dónde? -preguntó Marty Arsenault-. No veo nad…
– ¡Escuchad! -exclamó Brenda Perkins.
Oyeron cómo se aproximaba: un zumbido de otro mundo en la zona oeste del pueblo, un mmmm que se convirtió en un MMMMMM en pocos segundos. En la gran pantalla de televisión apenas vieron algo hasta al cabo de media hora, mucho tiempo después de que el misil hubiera fracasado en su objetivo. Benny Drake pasó de nuevo la grabación a cámara lenta, fotograma a fotograma, para aquellos que aún estaban en el Dipper's. La gente vio cómo el misil enfilaba la curva de la Little Bitch Road. Volaba a no más de un metro del suelo, casi rozando su propia sombra difuminada: En el siguiente fotograma, el Fasthawk, cargado con una ojiva de explosión por fragmentación diseñada para explotar al impactar en el objetivo, estaba congelado en el aire en el lugar donde los marines habían plantado el campamento.
En los siguientes fotogramas, la pantalla se llenó de un blanco tan intenso que todos los presentes tuvieron que taparse los ojos. Entonces, cuando el resplandor se atenuó, vieron los fragmentos del misil -un sinfín de puntos negros sobre la explosión-, y una gran quemadura en el lugar donde antes estaba la X roja. El misil había impactado exactamente en su objetivo.
Después de eso, la multitud del Dipper's vio cómo los árboles situados en el exterior de la Cúpula empezaban a arder. También observaron cómo el asfalto se deformaba y luego se fundía.
– Dispare el otro -dijo Cox sin entusiasmo, y Gene Ray obedeció. El misil rompió más ventanas y asustó a más gente del este de New Hampshire y el oeste de Maine.
Por lo demás, el resultado fue el mismo.