A dos mil pies de altura, donde Claudette Sanders disfrutaba de su clase de vuelo, la pequeña localidad de Chester's Mills relucía bajo la luz de la mañana como algo recién hecho y servido. Los coches avanzaban lentamente a lo largo de Main Street entre destellos de sol. El campanario de la iglesia de la Congregación parecía lo bastante afilado para perforar el inmaculado cielo. El sol recorría la superficie del arroyo Prestile mientras el Seneca V lo sobrevolaba: avioneta y agua cruzando la ciudad a lo largo del mismo curso diagonal.
– ¡Chuck, me parece que veo a dos niños junto al Puente de la Paz! ¡Pescando! -Se sentía tan feliz que se rió.
Las clases de vuelo habían sido cortesía de su marido, que era primer concejal del pueblo. Pese a ser de la opinión de que si Dios hubiese querido que el hombre volara le habría dado alas, Andy era un hombre sumamente maleable, y al final Claudette se había salido con la suya. Había disfrutado de la experiencia desde el primer momento. Pero aquello no era mero disfrute; aquello era euforia. Ese día, por primera vez, había comprendido de verdad qué hacía que volar fuera algo tan extraordinario. Qué lo hacía tan genial.
Chuck Thompson, su instructor, movió la palanca con suavidad y después señaló el tablero de mandos.
– No lo dudo -dijo-, pero hay que volar cara arriba, Claudie, ¿vale?
– Perdón, perdón.
– No pasa nada. -Llevaba años enseñando a volar y le gustaban los alumnos como Claudie, esos que estaban ansiosos por aprender algo nuevo. A Andy Sanders eso podría costarle una fortuna dentro de poco; a su mujer le encantaba el Seneca y había expresado su deseo de tener uno igual que aquel pero nuevo. Un aparato como ese debía de costar alrededor de un millón de dólares. Aunque no era lo que se dice una consentida, no se podía negar que Claudie Sanders tenía unos gustos bastante caros que Andy, un hombre afortunado, parecía satisfacer sin problemas.
A Chuck también le gustaban los días como ese: visibilidad ilimitada, nada de viento, condiciones perfectas para una clase. Aun así, el Seneca se sacudió un poco cuando su alumna se pasó corrigiendo la posición.
– Cuidado, ten siempre en mente pensamientos alegres. Ponte a ciento veinte. Sigamos por la carretera 119. Y desciende hasta novecientos.
Eso hizo ella, dejando el Seneca una vez más en perfecto equilibrio. Chuck se relajó.
Pasaron por encima de Coches de Ocasión Jim Rennie y luego dejaron atrás el pueblo. A ambos lados de la 119 había campos y árboles llenos de color. La sombra cruciforme del Seneca aceleraba sobre el asfalto, un ala oscura rozó brevemente a una hormiga humana con una mochila a la espalda. La hormiga humana miró hacia arriba y saludó. Chuck le devolvió el saludo, aunque sabía que aquel tipo no podía verlo.
– ¡Joder, hace un día espléndido! -exclamó Claudie.
Chuck se rió.
Solo les quedaban cuarenta segundos de vida.
La marmota avanzaba bamboleándose por el arcén de la carretera 119, avanzaba en dirección a Chester's Mills, aunque el pueblo quedaba todavía a kilómetro y medio de distancia e incluso Coches de Ocasión Jim Rennie no era más que una serie de titilantes destellos de luz solar dispuestos en filas allí donde la carretera torcía hacia la izquierda. La marmota había planeado (en la medida en que pueda decirse que una marmota haya planeado nada) volver a internarse en la vegetación mucho antes de llegar tan lejos, pero por el momento el arcén le parecía bien. Se había alejado de su madriguera más de lo que había sido su primera intención, pero el sol le calentaba el lomo y los aromas que percibía su nariz eran frescos y formaban en su cerebro unas representaciones rudimentarias que no llegaban a ser imágenes.
Se detuvo y se irguió un instante sobre las patas traseras. Ya no veía tan bien como antes, pero sí lo suficiente para distinguir a un humano que caminaba en dirección a ella por el arcén contrario.
La marmota decidió que avanzaría todavía un poco más. A veces los humanos dejaban tras de sí cosas buenas para comer.
Era un animal viejo, y gordo. En sus tiempos había saqueado más de uno y más de dos cubos de la basura, y conocía el camino hasta el vertedero de Chester's Mills tan bien como los tres túneles de su madriguera; en el vertedero siempre había cosas ricas que comer. Avanzaba con el complacido bamboleo de los ancianos, vigilando al humano que caminaba por el otro lado de la carretera.
El hombre se detuvo. La marmota se dio cuenta de que la había visto. A su derecha, justo delante de ella, había un abedul caído. Se escondería ahí debajo, esperaría a que el hombre pasara y luego buscaría algo suculento que…
Los pensamientos de la marmota llegaron hasta ahí, y pudo dar tres pasitos bamboleantes más a pesar de que había quedado partida por la mitad. Después se desplomó en el borde de la carretera. La sangre salía a chorros y borbotones; las tripas se desparramaron sobre la tierra; las patas traseras dieron dos rápidas sacudidas, después quedaron inmóviles.
Lo último que pensó antes de esa oscuridad que a todos nos llega, a marmotas y humanos por igual, fue:
¿Qué ha pasado?
Todas las agujas del panel de mandos cayeron inertes.
– ¿Qué narices…? -dijo Claudie Sanders.
Se volvió hacia Chuck. Tenía los ojos muy abiertos, pero en ellos no había pánico, solo desconcierto. No había tiempo para el pánico.
Chuck ni siquiera llegó a ver el panel de mandos. Vio el morro del Seneca arrugándose hacia él. Después vio cómo se desintegraban las dos hélices.
No hubo tiempo de ver más. No hubo tiempo de nada. El Seneca explotó por encima de la carretera 119 y se precipitó sobre los campos como una lluvia de fuego. También llovieron pedazos de cuerpos. Un antebrazo humeante (de Claudette) aterrizó con un golpetazo junto a la marmota tan limpiamente seccionada.
Era 21 de octubre.