Rusty se encontraba en la calle, frente a la entrada del hospital, viendo cómo se alzaban las llamas en algún lugar de Main Street, cuando empezó a sonar la melodía del teléfono móvil que llevaba sujeto al cinturón. Twitch y Gina estaban con él; la enfermera cogía a Twitch del brazo en un gesto protector. Ginny Tomlinson y Harriet Bigelow dormían en la sala de personal. El tipo que se había ofrecido como voluntario, Thurston Marshall, hacía la ronda para repartir la medicación, algo que se le daba sorprendentemente bien. Las luces y todos los aparatos volvían a funcionar y, de momento, la situación parecía estable. Hasta que sonó la alarma de incendios, Rusty había tenido la osadía de sentirse bien.
Vio LINDA en la pantalla del teléfono y contestó:
– ¿Cariño? ¿Va todo bien?
– Aquí sí. Las niñas están durmiendo.
– ¿Sabes qué está ard…?
– El periódico. Ahora calla y escucha porque voy a desconectar el teléfono dentro de un minuto y medio: no quiero que me llamen y tener que ir a apagar el incendio. Jackie está aquí y cuidará de las niñas. Tienes que reunirte conmigo en la funeraria. Stacey Moggin también irá. Se ha pasado antes por aquí y me ha dicho que está con nosotros.
El nombre, aunque familiar, no se asoció de inmediato con una cara en la cabeza de Rusty. Sin embargo, lo que resonó en su interior fue el «está con nosotros». Empezaba a haber bandos, empezaba a haber un «con nosotros» y un «con ellos».
– Lin…
– Nos vemos allí. Dentro de diez minutos. Mientras estén apagando el incendio estaremos a salvo porque los hermanos Bowie forman parte del grupo de bomberos voluntarios. Lo dice Stacey.
– ¿Cómo han logrado crear un grupo de voluntarios tan ráp…?
– No lo sé y no me importa. ¿Puedes ir?
– Sí.
– Bien. No utilices el aparcamiento lateral. Ve al que se encuentra en la parte de atrás, al pequeño. -Y se cortó la voz.
– ¿Qué está ardiendo? -preguntó Gina-. ¿Lo sabes?
– No -respondió Rusty-. Porque no ha llamado nadie. -Miró detenidamente a ambos.
Gina no lo pilló, pero Twitch sí.
– Absolutamente nadie.
– Acabo de irme, probablemente para atender una emergencia, pero no sabéis adonde. No os lo he dicho. ¿Vale?
Gina aún parecía confundida, pero asintió. Porque ahora esa gente era su gente, y no cuestionó ese hecho. ¿Por qué iba a hacerlo? Solo tenía diecisiete años. Nosotros y ellos, pensó Rusty. Es un mal ejemplo, sobre todo para alguien de diecisiete años.
– A atender una emergencia -repitió la chica-. No sabemos adónde.
– No. -Twitch asintió-. Tú saltamontes, nosotros humildes hormigas.
– Tampoco le deis mucha importancia -dijo Rusty. Pero era importante, lo sabía. Iba a haber problemas. Gina no era la única menor implicada; Linda y él tenían dos niñas que estaban durmiendo plácidamente y no sabían que papá y mamá zarpaban hacia una tormenta demasiado fuerte para su pequeño bote.
Y aun así…
– Volveré -prometió Rusty con la esperanza de que no fuera una vana ilusión.
Sammy Bushey circulaba con el Malibu de los Evans por la calle del Catherine Russell poco después de que Rusty partiera en dirección a la Funeraria Bowie, y ambos se cruzaron en la cuesta del Ayuntamiento.
Twitch y Gina habían regresado junto a los pacientes, y la entrada del hospital estaba desierta, pero Sammy no se detuvo ahí; el hecho de llevar una pistola en el asiento del acompañante la convertía en una chica precavida. (Phil habría dicho «paranoica».) Se dirigió hacia la parte posterior y aparcó en el espacio reservado para los empleados. Cogió la pistola del 45, se la metió en la cinturilla de los tejanos y la tapó con la camiseta. Cruzó el aparcamiento, se detuvo frente a la puerta de la lavandería y leyó un cartel que decía A PARTIR DEL 1 DE ENERO QUEDA PROHIBIDO FUMAR AQUÍ. Miró la manija de la puerta y supo que si no giraba, cejaría en su empeño. Sería una señal de Dios. Si, por el contrario, la puerta no estaba cerrada con llave…
No lo estaba. Entró, un fantasma pálido y renqueante.
Thurston Marshall estaba cansado -más bien exhausto- pero hacía años que no se sentía tan feliz. Era, sin duda, una sensación perversa; Thurston era un profesor titular, había publicado varios libros de poesía y era el editor de una prestigiosa revista literaria. Compartía cama con una mujer preciosa, inteligente y que lo adoraba. Que dar pastillas, aplicar ungüentos y vaciar cuñas (por no mencionar que le había limpiado la caca al hijo de Sammy Bushey hacía una hora) lo hiciera más feliz que todas esas cosas, casi tenía que ser perverso, y sin embargo era una realidad. Los pasillos del hospital con sus olores a desinfectante y abrillantador lo transportaban a su juventud. Esa noche los recuerdos habían sido muy vívidos, desde el aroma penetrante a esencia de pachulí del apartamento de David Perna, a la cinta de pelo con estampado de cachemir que Thurse lució en la ceremonia conmemorativa con velas celebrada en memoria de Bobby Kennedy. Hizo la ronda tarareando «Big Leg Woman» en voz muy baja.
Echó un vistazo a la sala de personal y vio a la enfermera con la nariz rota y a la guapa ayudante -se llamaba Harriet- dormidas en los catres que habían puesto ahí. El sofá estaba vacío; o aprovecharía para dormir unas cuantas horas en él o regresaría a la casa de Highland Avenue, que se había convertido en su hogar. Seguramente se decantaría por esta última opción.
Extraños cambios.
Extraño mundo.
Sin embargo, antes pasaría a ver una vez más a los que ya consideraba sus pacientes. No le llevaría demasiado tiempo en ese pequeño hospital. Además, la mayoría de las habitaciones estaban vacías. Bill Allnut, que se había visto obligado a permanecer despierto hasta las nueve debido a la herida que había sufrido en los altercados del Food City, dormía ahora profundamente y roncaba, de lado para aliviar la presión de la larga brecha que tenía en la parte posterior de la cabeza.
Wanda Crumley estaba dos habitaciones más allá. El monitor cardíaco emitía los pitidos normales y la presión sanguínea había mejorado un poco, pero le estaban suministrando cinco litros de oxígeno y Thurse temía que fuera una causa perdida. Pesaba mucho y había fumado mucho. Su marido y su hija menor estaban sentados a su lado. Thurse alzó dos dedos en una V de la victoria (que en sus años mozos había sido el signo de la paz) en dirección a Wendell Crumley; la muchacha sonrió resueltamente y se lo devolvió.
Tansy Freeman, la apendicectomía, estaba leyendo una revista.
– ¿Por qué está sonando la sirena de incendios? -le preguntó.
– No lo sé, cielo. ¿Qué tal va el dolor?
– En una escala del uno al diez sería un tres -respondió ella con naturalidad-. Quizá un dos. ¿Podré irme a casa mañana?
– Eso depende del doctor Rusty, pero por lo que veo en mi bola de cristal, diría que sí. -Y al ver cómo a ella se le iluminaba la cara le entraron ganas de llorar, sin ningún motivo que él pudiera entender.
– La madre del bebé ha vuelto -dijo Tansy-. La he visto pasar.
– Bien -dijo Thurse. El bebé no había dado demasiados problemas. Había llorado una o dos veces, pero se había pasado casi todo el rato durmiendo, comiendo o mirando apáticamente al techo desde su cuna. Se llamaba Walter (Thurse no sabía que el «Little» que aparecía en la tarjeta formaba parte de su nombre), pero Thurston Marshall pensaba en él como El Niño Thorazine.
Entonces abrió la puerta de la habitación 23, la que tenía el cartel amarillo de BEBÉ A BORDO pegado con una ventosa, y vio que la chica -una víctima de violación, le había susurrado al oído Gina- estaba sentada en la silla junto a la cama. Tenía al bebé en el regazo y le daba un biberón.
– ¿Se encuentra bien -Thurse miró el otro nombre que había en la tarjeta de la puerta-, señora Bushey?
Lo pronunció Bouchez, pero Sammy no se molestó en corregirlo o en decirle que en primaria los niños la llamaban Bushey Tetas Gordas.
– Sí, doctor -respondió.
Thurse tampoco se molestó en corregir el malentendido. Esa dicha no definida, la que llega acompañada de unas lágrimas ocultas, se hizo mayor. Cuando pensaba en lo cerca que había estado de no ofrecerse como voluntario… Si Caro no lo hubiera animado… se habría perdido todo eso.
– El doctor Rusty se alegrará de que haya vuelto. Y Walter también. ¿Necesita algún calmante?
– No. -Era cierto. Aún le dolían sus partes, sentía punzadas, pero aquello quedaba lejos. Se sentía como si estuviera flotando por encima de sí misma, atada a la tierra por un cordel finísimo.
– Muy bien. Eso significa que está mejorando.
– Sí -respondió Sammy-. Dentro de poco ya estaré bien.
– Cuando haya acabado de darle el biberón, métase en la cama, ¿de acuerdo? El doctor Rusty pasará a verla por la mañana.
– Muy bien.
– Buenas noches, señora Bouchez.
– Buenas noches, doctor.
Thurse cerró la puerta con mucho cuidado y siguió recorriendo el pasillo. Al final se encontraba la habitación de Georgia Roux. Tan solo un vistazo y se iría a dormir.
Tenía los ojos vidriosos pero estaba despierta. El chico que había ido a verla, no. Estaba sentado en una esquina, dormitando en la única silla de la habitación con una revista de deportes en el regazo y las largas piernas estiradas.
Georgia le hizo una seña, y cuando Thurse se inclinó sobre ella, le susurró algo. Como lo hizo en voz baja y apenas le quedaban dientes sanos, solo entendió una palabra o dos. Se acercó un poco más.
– No o 'sperte. -Aquella voz le recordó a la de Homer Simpson-. Ej e único ca venido a visita'me.
Thurse asintió. Hacía mucho que se habían acabado las horas de visita, por supuesto, y teniendo en cuenta la camisa azul y el arma que llevaba, era probable que al chico le cayera una buena bronca por no acudir a la llamada de la sirena antiincendios, pero aun así, ¿qué daño iba a causar? Un bombero más o menos no supondría una gran diferencia, y si el chico dormía tan profundamente como para no oír la sirena tampoco sería de gran ayuda de todos modos, Thurse se llevó un dedo a los labios y dedicó un «chis» a la chica para demostrarle que eran cómplices. Ella intentó sonreír, pero hizo una mueca de dolor.
Thurston, sin embargo, no le ofreció ningún calmante; según el historial que había a los pies de la cama, había recibido la dosis máxima y no podía suministrarle más hasta las dos de la madrugada. De modo que salió, cerró la puerta con cuidado y recorrió el pasillo. No se dio cuenta de que la puerta con el cartel de BEBÉ A BORDO estaba entreabierta.
El sofá lo atrajo con sus cantos de sirena cuando pasó por delante, pero Thurston había decidido regresar a la casa de Highland Avenue.
Y ver cómo estaban los niños.
Sammy permaneció sentada junto a la cama con Little Walter en el regazo hasta que el nuevo doctor se fue. Entonces besó a su hijo en ambas mejillas y en los labios.
– Pórtate bien -le dijo-. Mamá te verá en el cielo si la dejan entrar. Creo que la dejarán. Ya ha pasado mucho tiempo en el infierno.
Lo dejó en la cuna y abrió el cajón de la mesita de noche. Había guardado la pistola dentro para que Little Walter no se la clavara mientras lo tenía en brazos y le daba de comer por última vez. Entonces la sacó.
La parte baja de Main Street estaba cortada por dos coches de policía aparcados morro contra morro y con las luces encendidas. Una multitud, silenciosa y pacífica, casi triste, se había arremolinado tras ellos, observando la situación.
Horace, el corgi, solía ser un perro silencioso, su repertorio vocal se limitaba a una serie de ladridos para dar la bienvenida a casa y algún que otro ladrido agudo para recordarle a Julia que existía y quería que le hiciera caso. Pero cuando Julia se detuvo junto a la Maison des Fleurs, el perro profirió un largo aullido desde el asiento posterior. Julia estiró la mano hacia atrás para acariciarle la cabeza con cariño. Para consolarlo y consolarse.
– Julia, Dios mío -dijo Rose.
Salieron. La intención original de Julia era dejar a Horace en el coche, pero cuando este profirió otro de aquellos aullidos breves y desconsolados, como si supiera lo que había sucedido, como si lo supiera de verdad, ella metió la mano bajo el asiento del acompañante, cogió la correa, abrió la puerta para que saliera, y sujetó la correa al collar. Antes de cerrar la puerta, cogió su cámara personal, una Casio de bolsillo, del compartimiento que había junto al asiento. Horace se abrió paso entre la muchedumbre de transeúntes que había en la acera; tiraba de la correa.
El primo de Piper Libby, Rupe, un policía a tiempo parcial que había llegado a Chester's Mills cinco años antes, intentó detenerlas.
– Nadie puede pasar a partir de aquí, señoras.
– Es mi casa -dijo Julia-. Arriba se encuentran todas mis posesiones, ropa, libros, objetos personales, todo. Abajo está el periódico que fundó mi bisabuelo. En más de ciento veinte años solo ha faltado a su cita con los lectores en cuatro ocasiones. Y ahora va a quedar reducido a cenizas. Si quieres evitar que vea de cerca cómo sucede, vas a tener que pegarme un tiro.
Rupe parecía inseguro, pero cuando Julia echó a caminar de nuevo (seguida de Horace, que miró al hombre calvo con recelo), el policía se hizo a un lado. Aunque solo momentáneamente.
– Usted no -le ordenó a Rose.
– Yo, sí. A menos que quieras que te eche laxante en el próximo chocolate frapé que pidas.
– Señora… Rose… Tengo que obedecer órdenes.
– Al diablo con esas órdenes -exclamó Julia, con un tono más cansado que desafiante. Cogió a Rose del brazo y la arrastró por la acera. No se detuvo hasta que sintió que el calor le abrasaba la cara.
El Democrat era un infierno. La docena de policías presentes ni siquiera intentaban sofocarlo, a pesar de que tenían fumigadoras (algunas todavía lucían las pegatinas que Julia podía leer fácilmente a la luz de las llamas: ¡OTRO PRODUCTO ESPECIAL DE LAS REBAJAS DE BURPEE!) y estaban mojando el Drugstore y la librería. Dada la ausencia de viento, Julia pensó que podrían salvar ambas tiendas… Y de ese modo el resto de los negocios del lado este de Main Street.
– Es fantástico que hayan aparecido tan rápido -dijo Rose.
Julia no abrió la boca, se limitó a observar las llamas, que se alzaban en la oscuridad y ocultaban las estrellas de color rosa. Estaba demasiado aturdida para llorar.
Todo, pensó. Todo.
Entonces recordó el paquete de periódicos que había guardado en el maletero antes de partir para reunirse con Cox y se corrigió: Casi todo.
Pete Freeman se abrió camino entre los policías que estaban sofocando el incendio que afectaba a la fachada norte del Drugstore de Sanders. Las lágrimas habían logrado abrir unos surcos limpios en aquel rostro sucio de hollín.
– ¡Lo siento mucho, Julia! -El hombre estaba al borde del llanto-. Casi lo habíamos controlado… Lo habríamos conseguido… pero entonces la última… la última botella que lanzaron esos cabrones impactó en los periódicos que había junto a la puerta y… -Se limpió la cara con la manga de la camisa y se embadurnó de hollín-. ¡Lo siento muchísimo!
Julia lo acogió como si Pete fuera un bebé, aunque medía quince centímetros más y pesaba cuarenta y cinco kilos más que ella. Lo estrechó contra sí poniendo cuidado en no hacerle daño en el brazo herido, y le preguntó:
– ¿Qué ha pasado?
– Cócteles molotov -respondió Pete, entre sollozos-. Ese cabrón de Barbara.
– Está en el calabozo, Pete.
– ¡Sus amigos! ¡Han sido sus malditos amigos! ¡Lo han hecho ellos!
– ¡¿Cómo?! ¿Los has visto?
– Los he oído -contestó, y dio un paso atrás para mirarla-. Habría sido muy difícil no oírlos. Tenían un megáfono. Decían que si Dale Barbara no era liberado, quemarían todo el pueblo. -Sonrió con amargura-. ¿Liberarlo? Deberíamos colgarlo. Dadme una soga y lo haré yo mismo.
Big Jim se acercó caminando. Las llamas le teñían de naranja las mejillas. Sus ojos resplandecían. Lucía una sonrisa tan grande que casi llegaba, literalmente, de oreja a oreja.
– ¿Qué te parece ahora tu amigo Barbie, Julia?
Julia se acercó a Big Jim, y debió de hacerlo con una expresión extraña, porque Rennie retrocedió un paso, como si le diera miedo que le soltara un puñetazo.
– Esto no tiene sentido. Ninguno. Y lo sabes.
– Oh, yo creo que sí. Si eres capaz de aceptar la idea de que Dale Barbara y sus amigos fueron los responsables de la aparición de la Cúpula, creo que tiene mucho sentido. Fue un atentado terrorista, simple y llanamente.
– Y una mierda. Yo estaba de su lado, lo que significa que el periódico también. Él lo sabía.
– Pero esos chicos dijeron… -intentó decir Pete.
– Sí -lo interrumpió ella, sin mirarlo. Tenía los ojos clavados en el rostro de Rennie, iluminado por las llamas-. Esos chicos dijeron, esos chicos dijeron, ¿pero quién demonios son esos chicos? Pregúntate eso, Pete. Pregúntate esto: si no fue Barbie, que no tenía ningún motivo, ¿quién tenía alguna razón para hacer algo así? ¿Quién se beneficia de que Julia Shumway se vea obligada a cerrar la boca y dejar de dar problemas?
Big Jim se volvió y se dirigió hacia dos de los nuevos agentes de policía, solo identificables como tal por los pañuelos azules que llevaban atados alrededor de los bíceps. Uno era un tío cachas y alto con cara de ser poco más que un niño a pesar de su tamaño. El otro solo podía ser un Killian; esa cabeza con forma de pepino era tan característica como un sello conmemorativo.
– Mickey, Richie. Sacad a estas dos mujeres de la escena.
Horace estaba agazapado, gruñendo a Big Jim, que le lanzó una mirada desdeñosa.
– Y si no se van por propia voluntad, tenéis permiso para agarrarlas y lanzarlas contra el capó del coche patrulla más cercano.
– Esto no ha acabado -dijo Julia señalándolo con un dedo. Estaba empezando a llorar, pero eran unas lágrimas demasiado dolorosas y exaltadas para ser de dolor-. Esto no ha acabado, hijo de puta.
La sonrisa de Big Jim apareció de nuevo. Tan reluciente como la cera con la que abrillantaba su Hummer. Y tan oscura.
– Sí que ha acabado -replicó él-. Tema zanjado.
Big Jim regresó al incendio -quería verlo hasta que solo quedara un montón de cenizas del periódico de aquella metomentodo- y tragó una bocanada de humo. De repente se le detuvo el corazón y el mundo se difuminó frente a él, como si fuera un efecto especial. Luego empezó a latir de nuevo, pero de un modo irregular que le hizo jadear. Se dio un puñetazo en el lado izquierdo del pecho y tosió con fuerza, una solución rápida para las arritmias que le había enseñado el doctor Haskell.
Al principio el corazón continuó con su galope irregular (latido… pausa… latido… pausa), pero entonces recuperó el ritmo normal. Por un instante lo vio recubierto de un denso glóbulo de grasa amarilla, como un órgano que ha sido enterrado vivo y lucha por liberarse antes de que se le acabe todo el aire. Sin embargo, borró esa imagen de su cabeza rápidamente.
Estoy bien. Trabajo demasiado. No es nada que no puedan curar siete horas de sueño.
El jefe Randolph se le acercó con una fumigadora sujeta a su ancha espalda. Tenía la cara empapada en sudor.
– ¿Jim? ¿Estás bien?
– Sí -respondió Big Jim. Y lo estaba. Lo estaba. Se encontraba en la cúspide de la vida, era el momento ideal para alcanzar la grandeza, un hito que siempre se había considerado capaz de lograr. No pensaba permitir que unos problemillas de corazón se lo impidieran-. Solo estoy cansado. Llevo todo el día de un lado para otro, sin parar.
– Vete a casa -le aconsejó Randolph-. Nunca creí que llegaría a dar gracias a Dios por la Cúpula, y no voy a hacerlo ahora, pero como mínimo funciona como barrera contra el viento. Todo saldrá bien. He enviado a unos cuantos hombres al tejado del Drugstore y de la librería por si salta alguna chispa, así que puedes…
– ¿A qué hombres? -El corazón se estaba calmando, calmando. Bien.
– A Henry Morrison y a Toby Whelan a la librería. A Georgie Frederick y a uno de los chicos nuevos al del Drugstore. Uno de los hijos de Killian, creo. Rommie Burpee se ha ofrecido como voluntario para subir con ellos.
– ¿Tienes el walkie?
– Claro que sí.
– ¿Y Frederick tiene el suyo?
– Todos los agentes de plantilla lo tienen.
– Pues dile a Frederick que no le quite el ojo de encima a Burpee.
– ¿A Rommie? ¿Por qué, por el amor de Dios?
– No confío en él. Podría ser amigo de Barbara. -Aunque no era Barbara quien preocupaba a Big Jim en lo referente a Burpee. Romeo había sido amigo de Brenda, y era un tipo listo.
Randolph tenía la cara sudorosa surcada de arrugas.
– ¿Cuántos crees que son? ¿Cuántos están del lado del hijo de puta?
Big Jim meneó la cabeza.
– Es difícil de decir, Pete, pero esto es más grande de lo que creemos. Deben de haberlo estado planeando desde hace mucho tiempo. No podemos fijarnos solo en los recién llegados al pueblo y decir que tienen que ser ellos. Algunas de las personas involucradas podrían llevar aquí años. Décadas, incluso. Deben de haberse infiltrado entre nosotros.
– Cielos. Pero ¿por qué, Jim? ¿Por qué, por el amor de Dios?
– No lo sé. Para hacer pruebas, quizá, y utilizarnos como conejillos de Indias. O quizá es un plan de los de arriba. No me extrañaría que al matón de la Casa Blanca se le ocurriera algo así. Lo que importa es que vamos a tener que reforzar la seguridad y vigilar muy de cerca a los mentirosos que intenten socavar nuestros esfuerzos para mantener el orden.
– ¿Crees que ella…? -Señaló con la cabeza a Julia, que estaba viendo cómo ardía su negocio con su perro sentado a su lado jadeando a causa del calor.
– No estoy seguro, pero después de ver cómo se ha comportado esta tarde… Cómo ha entrado en la comisaría gritando qué quería verlo… ¿Qué te dice eso?
– Sí -admitió Randolph. Lanzó hacia Julia una mirada de recelo-. Y luego ha quemado su propia casa. No hay coartada mejor que esa.
Big Jim lo señaló con un dedo, como diciendo «Ahí podrías haber dado en el blanco».
– Tengo que ponerme en marcha. Debo llamar a George Frederick y decirle que vigile de cerca a Lewiston Canuck.
– De acuerdo. -Randolph cogió el walkie-talkie.
Detrás de ellos Fernald Bowie gritó:
– ¡El tejado se desploma! ¡Los de la calle, apartaos! ¡Los que estáis en los tejados de los otros edificios, atentos, atentos!
Con una mano en la puerta de su Hummer, Big Jim observó cómo se desplomaba el tejado del Democrat, que lanzó una lluvia de chispas al cielo negro. Los hombres apostados en los edificios adyacentes comprobaron que las fumigadoras de sus compañeros estuvieran bien cebadas, y permanecieron en posición de descanso, esperando a que saltaran las chispas, dispuestos a rociarlas con agua.
La expresión del rostro de Julia Shumway cuando se derrumbó el tejado del Democrat hizo más bien al corazón de Big Jim que todas las puñeteras medicinas y los marcapasos del mundo. Durante años había tenido que aguantar sus invectivas semanales, y aunque nunca habría admitido que aquella mujer le daba miedo, no cabía duda de que había logrado hacerlo enfadar.
Pero mírala ahora, pensó Big Jim. Parece como si hubiera regresado a casa y hubiera encontrado a su madre muerta en el lavabo.
– Tienes mejor aspecto -dijo Randolph-. Te ha vuelto el color a la cara.
– Me siento mejor -admitió Big Jim-. Pero aun así me voy a casa, a dormir un poco.
– Buena idea -dijo Randolph-. Te necesitamos, amigo mío. Ahora más que nunca. Y si la Cúpula no desaparece… -Movió la cabeza sin dejar de mirar a Big Jim con sus ojos de basset hound-. No sé cómo nos las arreglaríamos sin ti, digámoslo así. Quiero a Andy Sanders como si fuera un hermano, pero no tiene mucho cerebro, que digamos. Y Andrea Grinnell es poco más que un cero a la izquierda desde que se cayó y se hizo daño en la espalda. Eres el pegamento que mantiene unido a Chester's Mills.
Esas palabras conmovieron a Big Jim. Cogió a Randolph del brazo y se lo apretó.
– Daría mi vida por este pueblo. Imagínate cuánto lo quiero.
– Lo sé. Yo también. Y nadie va a robárnoslo.
– Bien dicho -sentenció Big Jim.
Puso el coche en marcha y se subió a la acera para sortear el control que habían puesto en el extremo norte de la zona comercial. El corazón volvía a latirle con normalidad (bueno, casi), pero aun así estaba preocupado. Tendría que ir a ver a Everett, y la idea no le gustaba; Rusty era otro metomentodo con ganas de causar problemas en un momento en el que el pueblo tenía que mantenerse unido. Además, no era médico. Big Jim casi se sentiría más cómodo confiándole sus problemas médicos a un veterinario, pero no había ninguno en el pueblo. Así pues, no le cabía más que esperar que si necesitaba un medicamento, algo que le regulara el ritmo cardíaco, Everett supiera cuál era el más adecuado.
Bueno, pensó, me dé lo que me dé, siempre puedo consultárselo a Andy.
Sí, pero no era ese el mayor problema que lo acuciaba. Se trataba de otra cosa que había dicho Pete: «Y si la Cúpula no desaparece…».
A Big Jim no le preocupaba eso. Sino lo contrario. Si la Cúpula desaparecía (es decir, si desaparecía demasiado pronto), estaría metido en un buen problema aunque no se descubriera el laboratorio de anfetaminas. A buen seguro habría más de un puñetero que cuestionaría sus decisiones. Una de las reglas de la vida política que había abrazado desde siempre era «Los que pueden, lo hacen; los que no pueden, cuestionan las decisiones de los que pueden». Quizá no entenderían que todo lo que había hecho u ordenado hacer, incluso el lanzamiento de piedras del supermercado esa misma mañana, había sido por el bien del pueblo. Los amigos de Barbara de fuera mostrarían cierta tendencia a buscar el malentendido, porque no querrían entender nada. El hecho de que ese Barbara tema amigos fuera, y muy poderosos, era algo que Big Jim no había cuestionado desde que había visto la carta del presidente. Pero de momento no podían hacer nada. Situación que Rennie pretendía que se alargara durante unas cuantas semanas más. Tal vez un mes o dos.
Lo cierto era que le gustaba la Cúpula.
No como algo a largo plazo, por supuesto, pero ¿hasta que hubieran redistribuido el propano de la emisora de radio? ¿Hasta que hubieran desmontado el laboratorio y hubieran reducido a cenizas el granero que lo había albergado (otro crimen que podrían imputar a los compañeros de conspiración de Barbara)? ¿Hasta que Barbara pudiera ser juzgado y ejecutado por el pelotón de fusilamiento de la policía? ¿Hasta que las culpas por el modo en que se había actuado durante la crisis pudieran repartirse entre el máximo número posible de personas, y todo el mérito recayera en una única persona, a saber, él mismo?
Hasta entonces la Cúpula estaba bien donde estaba.
Big Jim decidió que se arrodillaría y rezaría por todo ello antes de acostarse.
Sammy avanzó cojeando por el pasillo del hospital. Miraba los nombres de las puertas y echaba un vistazo en el interior de las habitaciones sin nombre para asegurarse de que no había nadie dentro. Empezaba a preocuparle que la zorra no estuviera allí, cuando llegó a la última y vio una postal que le deseaba una rápida mejoría clavada con una chincheta. El dibujo de un perro decía «Me han dicho que no te sientes muy bien».
Sammy sacó la pistola de Jack Evans de la cinturilla de los vaqueros (cinturilla que le quedaba más floja, por fin había logrado adelgazar un poco, más vale tarde que nunca) y usó la boca de la automática para abrir la postal. En el interior, el perro se estaba lamiendo las partes y decía: «¿Necesitas una limpieza de bajos?». Estaba firmada por Mel, Jim Jr., Carter y Frank, y era exactamente el tipo de mensaje de buen gusto que Sammy habría esperado de ellos.
Abrió la puerta con el cañón del arma. Georgia no estaba sola, hecho que no alteró lo más mínimo la profunda calma que Sammy sentía, la sensación de paz casi alcanzada. La situación podría haber sido distinta si el hombre que dormía en el rincón hubiera sido un inocente, el padre o el tío de la zorra, por ejemplo, pero se trataba de Frankie el Sobatetas. El primero que la había violado, el que le había dicho que debía aprender a tener la boca cerrada excepto cuando estaba de rodillas. El hecho de que estuviera durmiendo no cambiaba nada. Porque los chicos como él siempre se despertaban y empezaban de nuevo con sus chorradas.
Georgia no estaba dormida; tenía demasiado dolor, y el melenudo que había ido a verla no le había ofrecido más drogas. Vio a Sammy y abrió los ojos como platos.
– Tú… -dijo-. Zal d'aquí.
Sammy sonrió.
– Hablas como Homer Simpson -le dijo.
Georgia vio la pistola y abrió más los ojos. Abrió la boca, sin apenas un diente, y gritó.
Sammy siguió sonriendo. Era una sonrisa que cada vez se hacía más y más grande. El grito sonó como música para sus oídos y fue un bálsamo para sus heridas.
– Tírate a esa zorra -dijo-. ¿Verdad, Georgia? ¿No es eso lo que dijiste, puta desalmada?
Frank se despertó y miró alrededor desconcertado y con los ojos desorbitados. Había movido el trasero hasta el borde de la silla, y cuando Georgia gritó de nuevo, dio un respingo y cayó al suelo. Llevaba un arma en el cinturón, como todos, y se llevó la mano a la pistola.
– Baja el arma, Sammy, bájala, aquí somos todos amigos, seamos amigos.
Sammy respondió:
– Deberías mantener la boca cerrada excepto cuando estás de rodillas, tragándote la polla de tu amigo Junior. -Entonces apretó el gatillo de la Springfield. La detonación de la automática atronó en la pequeña habitación. El primer disparo pasó por encima de la cabeza de Frankie e hizo añicos la ventana. Georgia gritó de nuevo. Estaba intentando bajar de la cama y se había arrancado la vía intravenosa y los cables de los monitores. Sammy le dio un empujón y cayó de espaldas.
Frankie aún no había sacado la pistola. Atenazado por el miedo y la confusión, estaba tirando de la funda en lugar de del arma, y solo logró levantarse el cinturón por el lado derecho. Sammy dio dos pasos hacia él, agarró la pistola con ambas manos, como había visto en la televisión, y disparó de nuevo. El lado izquierdo de la cabeza de Frankie estalló. Un fragmento de cuero cabelludo impactó en la pared y se quedó pegado allí. Se llevó la mano a la herida. La sangre empezó a manar entre los dedos. Entonces desapareció la mano, que se hundió en la esponja supurante donde había estado su cráneo.
– ¡Para! -gritó con los ojos fuera de las órbitas y llenos de lágrimas-. ¡No, para! ¡No me hagas daño! -Y entonces-: ¡Mamá! ¡Maaaami!
– Tranquilo, tu mami no te educó muy bien -dijo Sammy, y le disparó de nuevo, esta vez en el pecho. Frankie se estampó contra la pared. Apartó la mano de la cabeza y la dejó caer al suelo; salpicó en el charco de sangre que había empezado a formarse. Le descerrajó un tiro por tercera vez, este en el órgano con el que la había herido. Entonces se volvió hacia Georgia.
La chica estaba hecha un ovillo. El monitor que había encima de ella pitaba sin parar, probablemente porque se había arrancado los cables. El pelo le tapaba los ojos. Georgia gritaba y gritaba.
– ¿No es eso lo que dijiste? -preguntó Sammy-. Tírate a esa zorra, ¿verdad?
– ¡Lo hiento!
– ¿Qué?
Georgia lo intentó de nuevo.
– ¡Lo hiento! ¡Lo hiento, Hammy! -Y, entonces, el súmmum de lo absurdo-: ¡Lo 'etiro!
– No puedes. -Sammy disparó a Georgia en la cara y luego en el cuello. La chica salió despedida hacia atrás como Frankie, y se quedó quieta.
Sammy oyó ruido de pasos y gritos en el pasillo. También gritos somnolientos de preocupación en algunas de las habitaciones. Sentía causar ese alboroto, pero en ocasiones no había otra elección.
En ocasiones había que hacer las cosas. Y una vez hechas, llegaba la paz.
Se llevó la pistola a la sien.
– Te quiero, Little Walter. Mamá quiere a su niño.
Y apretó el gatillo.
Rusty tomó West Street para sortear el incendio, y luego regresó a Main Street en el cruce con la 117. La Funeraria Bowie estaba a oscuras salvo por unas velas eléctricas que había en el escaparate. Se dirigió a la parte de atrás, al aparcamiento pequeño, tal como le había pedido su mujer, y aparcó junto al coche fúnebre Cadillac, largo y gris. En algún lugar no muy lejos de allí, sonaba el martilleo de un generador.
Estaba a punto de poner la mano en la manija de la puerta cuando sonó su teléfono. Lo apagó sin mirar quién podía llamarle, y cuando alzó la vista de nuevo, había un policía junto a la ventana. Un policía que había desenfundado la pistola.
Era una mujer. Cuando esta se inclinó, Rusty vio una cascada de pelo rubio ensortijado, y por fin apareció la cara asociada al nombre que su mujer había mencionado. La telefonista y recepcionista de la policía durante el turno de día. Rusty dio por sentado que la habían obligado a pasarse a jornada completa el día de la Cúpula o justo después. También dio por sentado que ella misma se había asignado la misión que tenía entre manos en ese momento.
La policía guardó la pistola.
– Eh, doctor Rusty. Soy Stacey Moggin. Me curó una urticaria hace… ¿dos años? Ya sabe, en el… -Se dio unas palmadas en el trasero.
– Lo recuerdo. Me alegra verla con los pantalones subidos, señora Moggin.
Se rió del mismo modo en que hablaba: en voz baja.
– Espero no haberlo asustado.
– Un poco. Estaba apagando el móvil, y entonces apareció usted.
– Lo siento. Entre, Linda ya está esperando. No tenemos mucho tiempo. Me quedaré montando guardia. Le haré un doble clic a Lin por el walkie si viene alguien. Si son los Bowie, dejarán el coche en el aparcamiento lateral, por lo que podremos salir por East Street sin que nos vean. -Ladeó la cabeza y sonrió-. Bueno… quizá peco de optimista, pero al menos no podrán identificarnos. Si tenemos suerte.
Rusty la siguió, se orientaba por los destellos de su melena.
– ¿Has forzado la cerradura, Stacey?
– No, por Dios. Había una llave en la comisaría. La mayoría de las tiendas de Main Street nos dan una copia.
– ¿Y por qué te has metido en esto?
– Porque la gente se ha dejado arrastrar por un montón de estupideces fruto del miedo. Duke Perkins habría puesto fin a todo esto mucho antes. Ahora, venga. Y hágalo rápido.
– Eso no puedo prometértelo. De hecho, no puedo prometerte nada. No soy patólogo.
– Pues tan rápido como pueda.
Rusty la siguió al interior. Un instante después, Linda lo rodeaba con sus brazos.
Harriet Bigelow gritó dos veces y se desmayó. Gina Buffalino se quedó mirando la escena con la mirada vidriosa a causa del shock.
– Sacad a Gina de aquí -ordenó Thurse. Había llegado al aparcamiento, oyó los disparos y regresó corriendo. Y encontró eso. Esa matanza.
Ginny le puso un brazo alrededor de los hombros a Gina y la acompañó al pasillo, donde se encontraban los pacientes ambulatorios, entre ellos Bill Allnut y Tansy Freeman, con los ojos desorbitados y aterrorizados.
– Sácala de aquí -le dijo Thurse a Twitch, señalando a Harriet-. Y bájale la falda, que la chica no pierda la dignidad.
Twitch obedeció. Cuando Ginny y él regresaron a la habitación, Thurse estaba arrodillado junto al cuerpo de Frank DeLesseps, que había muerto porque había ido a cuidar de Georgia en lugar de su novio y se había pasado las horas de visita. Thurse había tapado a Georgia con una sábana en la que habían empezado a florecer amapolas de sangre.
– ¿Hay algo que podamos hacer, doctor? -preguntó Ginny. Sabía que no era médico, pero estaba tan alterada que le salió de forma automática. Estaba mirando el cuerpo despatarrado de Frank y se tapó la boca con la mano.
– Sí. -Thurse se levantó y sus rodillas huesudas crujieron como dos pistolas-. Llamad a la policía. Esto es el escenario de un crimen.
– Todos los que se encuentren de servicio estarán sofocando el incendio -dijo Twitch-. Y los que no estén allí, irán de camino o estarán durmiendo con el teléfono desconectado.
– Pues llamad a quien sea, por el amor de Dios, y averiguad si se supone que debemos hacer algo antes de limpiar este desastre. Tomad fotografías, o yo qué sé. Tampoco es que haya muchas dudas acerca de lo ocurrido. Disculpadme un minuto, voy a vomitar.
Ginny se apartó para que Thurston pudiera entrar en el minúsculo lavabo de la habitación. Cerró la puerta, pero aun así se oyó perfectamente el sonido de sus arcadas, el sonido de un motor en plena aceleración pero atascado debido a la suciedad.
Ginny notó una leve sensación de mareo que pareció elevarla de forma liviana. Logró contenerla y, cuando miró a Twitch, este estaba cerrando el teléfono móvil.
– Rusty no ha respondido -dijo-. Le he dejado un mensaje de voz. ¿Alguien más? ¿Rennie?
– ¡No! -Casi se estremeció-. Él no.
– ¿Mi hermana? Me refiero a Andi.
Ginny se lo quedó mirando.
Twitch aguantó la mirada pero acabó agachando la cabeza.
– Tal vez no -murmuró.
Ginny le tocó el brazo, junto a la muñeca. Twitch tenía la piel fría. Pero imaginaba que ella también.
– Si te sirve de consuelo -dijo Ginny-, creo que está intentando desengancharse. Vino a ver a Rusty, y estoy casi segura que fue por eso.
Twitch se pasó las manos por ambos lados de la cara y por un instante la convirtió en una máscara de dolor de una ópera bufa.
– Esto es una pesadilla.
– Sí -se limitó a admitir Ginny. Entonces sacó su móvil de nuevo.
– ¿A quién vas a llamar? -Twitch logró esbozar una sonrisa-. ¿A los Cazafantasmas?
– No. Si Andi y Big Jim están descartados, ¿quién nos queda?
– Sanders, pero es un puto inútil y lo sabes. ¿Por qué no limpiamos todo esto y ya está? Thurston tiene razón, es obvio lo que ha ocurrido aquí.
Thurston salió del baño. Se estaba limpiando la boca con una toalla de papel.
– Porque existen ciertas reglas, jovencito. Y teniendo en cuenta las actuales circunstancias, es más importante que nunca que las sigamos. O, como mínimo, que pongamos todo nuestro empeño en ello.
Twitch alzó la cabeza y vio el cerebro de Sammy Bushey en lo alto de una pared, secándose. Lo que la chica había utilizado para pensar parecía ahora un coágulo de copos de avena. Rompió a llorar.
Andy Sanders estaba sentado en el apartamento de Dale Barbara, en un lado de la cama. La ventana estaba teñida del resplandor naranja de las llamas del edificio del Democrat, que se encontraba al lado. Por encima de él oyó pasos y voces amortiguadas; supuso que había hombres en el tejado.
Andy había subido por la escalera interior desde la farmacia. Abrió la bolsa marrón y sacó el contenido: un vaso, una botella de agua Dasani y un frasco de pastillas: OxyContin. La etiqueta decía PARA A. GRINNELL. Eran rosa y había unas veinte. Sacó unas cuantas, las contó, y sacó más. Veinte. Cuatrocientos miligramos. Tal vez no serían suficientes para matar a Andrea, que había logrado desarrollar cierta tolerancia, pero estaba convencido de que bastarían para él.
El calor del incendio del edificio de al lado atravesaba la pared. Estaba empapado en sudor. Debía de estar como mínimo a cuarenta grados. Quizá más. Se secó la cara con la colcha.
No tendré que aguantarlo mucho más. En el cielo soplará una brisa agradable y todos cenaremos juntos en la mesa del Señor.
Usó el culo del vaso para machacar las pastillas y asegurarse de que todas causaban efecto al mismo tiempo. Como un martillazo en la cabeza de un buey. Solo tenía que tumbarse en la cama, cerrar los ojos, y luego buenas noches, dulce farmacéutico, que un coro de ángeles te acompañe hacia el descanso celestial.
Yo… y Claudie… y Dodee. Juntos para la eternidad.
No lo creo, hermano.
Era la voz de Coggins, en su tono más sombrío y declamatorio. Andy hizo una pausa en el proceso de machacado de las pastillas.
Los suicidas no cenan con sus seres amados, amigo mío; van al infierno y cenan brasas ardientes que queman eternamente en su estómago. ¿Vas a decir «aleluya» ahora? ¿Vas a decir «amén»?
– Sandeces -susurró Andy, que siguió moliendo las pastillas-. Tú enseguida corriste a meter el hocico en el comedero, como todos nosotros. ¿Por qué iba a creerte?
Porque digo la verdad. Tu mujer y tu hija te están mirando ahora mismo, suplicándote que no lo hagas. ¿Acaso no las oyes?
– No -respondió Andy-. Y eso tampoco eres tú. Es una parte de mi mente que se comporta con cobardía. Ha intentado dirigirme toda la vida. Así es como Big Jim se adueñó de mi voluntad. Así es como me metí en este lío de las anfetaminas. No necesitaba el dinero, ni siquiera soy capaz de asimilar semejantes cantidades de dinero, pero no sabía cómo decir no. Pero ahora puedo decirlo. No, señor. No me queda nada por lo que vivir, y quiero irme. ¿Tienes algo que decir al respecto?
Parecía que Lester Coggins se había quedado sin palabras. Andy acabó de reducir las pastillas a polvo y llenó el vaso de agua. Vertió el polvo rosa en el vaso usando el costado de la mano y luego lo revolvió todo con el dedo. Lo único que se oía eran las llamas y los gritos amortiguados de los hombres que intentaban extinguirlas desde arriba, el bum-bum-bum de los hombres que caminaban por el tejado.
– De un trago -dijo… pero no bebió.
Tenía la mano en el vaso, sin embargo esa parte cobarde de su ser, esa parte que no quería morir a pesar de que no le quedaba nada importante por lo que vivir, fue incapaz de moverlo.
– No, esta vez no vas a ganar -dijo, pero soltó el vaso para poder secarse con la colcha el sudor que le corría por la cara-. No ganas siempre, y no vas a ganar ahora.
Se llevó el vaso a los labios. Una dulce promesa de olvido flotaba en su interior. Pero volvió a dejarlo en la mesita de noche.
Esa parte cobarde aún lo dominaba. Maldita fuera.
– Envíame una señal, Señor -susurró-. Envíame una señal para que sepa que puedo beber esto. Aunque solo sea porque es la única forma que tengo de salir de este pueblo.
En el edificio de al lado, el tejado del Democrat se vino abajo con una lluvia de chispas. Por encima de él, alguien -parecía Romeo Burpee- gritó:
– ¡Estad listos, chicos, estad listos, joder!
«Estad listos.» Esa era la señal, sin duda. Andy Sanders levantó el vaso de la muerte de nuevo, y esta vez la parte cobarde de su ser no se lo pudo impedir. La parte cobarde parecía haberse rendido.
En su bolsillo, su móvil hizo sonar las primeras notas de «You're Beautiful», una mierda de canción sentimental que había elegido Claudie. Por un instante estuvo a punto de beber el contenido del vaso, pero entonces una voz le susurró que aquello también podía ser una señal. No sabía si era la voz de su parte cobarde, o la de Coggins, o la de su corazón. Y puesto que no lo sabía, contestó a la llamada.
– ¿Señor Sanders? -Era la voz de una mujer, cansada, desdichada y asustada. Andy la identificó-. Soy Virginia Tomlinson, del hospital.
– ¡Ginny, claro! -exclamó con su habitual tono alegre y servicial. Era muy raro.
– Me temo que tenemos un problema. ¿Puede venir?
La luz logró atravesar la confusa oscuridad de la cabeza de Andy. Lo llenó de sorpresa y gratitud. Alguien le había preguntado «¿Puede venir?». ¿Había olvidado lo bien que le hacían sentir esas cosas? Supuso que sí, pero ese era el motivo que lo había impulsado a presentarse al cargo de concejal en primera instancia. Ese y no el mero hecho de poseer cierto poder; aquello era cosa de Big Jim. Tan solo quería echar una mano. Así era como había empezado; y quizá como iba a acabar.
– ¿Señor Sanders? ¿Está ahí?
– Sí. Tranquila, Ginny. Llego enseguida. -Hizo una pausa-. Y no me llames señor Sanders. Soy Andy. Esto nos afecta a todos, lo sabes.
Colgó, llevó el vaso al baño y tiró el contenido al váter. La buena sensación que lo había embargado, la sensación de luz y asombro, duró hasta que tiró de la cadena. Entonces la depresión cayó sobre él como un abrigo viejo y maloliente. ¿Lo necesitaban? Era muy extraño. No era más que el viejo y estúpido Andy Sanders, el títere cuyos hilos movía Big Jim. El portavoz. La marioneta. El hombre que leía las mociones y propuestas de Big Jim como si fueran suyas. El hombre que era útil cada dos años, más o menos, para hacer campaña y hacer gala de su encanto sureño. Algo que Big Jim era incapaz de hacer o no estaba dispuesto.
Había más pastillas en el frasco. Había más Dasani en la nevera de abajo. Pero Andy no meditó en serio sobre esa posibilidad; le había hecho una promesa a Ginny Tomlinson, y era un hombre de palabra. Sin embargo, no había descartado el suicidio, tan solo lo había postergado. Lo había pospuesto, tal como se decía en el mundillo de la política local. Y más le valía salir de esa habitación que a punto había estado de convertirse en su cámara mortuoria.
Estaba empezando a llenarse de humo.
La sala de trabajo del depósito de cadáveres de los Bowie se encontraba bajo tierra, y Linda se sintió lo bastante segura para encender las luces. Rusty las necesitaba para llevar a cabo el examen.
– Menuda porquería -dijo él, y señaló el suelo de baldosas, sucio y lleno de pisadas, las latas de cerveza y refrescos que había sobre las mesas, un cubo de la basura en un rincón sobre el que revoloteaban unas cuantas moscas-. Si la Junta Estatal de Servicios Funerarios viera esto, o el Departamento de Salud, lo cerrarían en menos que canta un gallo.
– En menos que canta un gallo vamos a tener que salir nosotros de aquí si no queremos que nos pillen -le recordó Lisa. Estaba mirando la mesa de acero inoxidable que había en el centro de la habitación. La superficie estaba sucia debido a una serie de sustancias que, a buen seguro, era mejor no identificar, y había un envoltorio de Snickers hecho una bola junto a uno de los desagües-. Vamos, date prisa, Eric, este lugar apesta.
– Y no solo en el sentido literal -replicó Rusty. Aquel desorden lo ofendía; es más, lo indignaba. Habría sido capaz de darle un puñetazo en la boca a Stewart Bowie solo por el envoltorio del caramelo tirado en la mesa en la que drenaban la sangre a los fallecidos del pueblo.
En el otro extremo de la habitación había seis refrigeradores mortuorios de acero inoxidable. Detrás de ellos se oía el zumbido continuo del equipo de refrigeración.
– Aquí no escasea el propano -murmuró Rusty-. Los hermanos Bowie no reparan en gastos.
No había nombres en las ranuras para las tarjetas de la parte frontal de los refrigeradores -otro signo de dejadez-, de modo que Rusty abrió los seis. Los primeros dos estaban vacíos, lo cual no le sorprendió. La mayoría de las personas que habían muerto desde la aparición de la Cúpula, incluido Ron Haskell y los Evans, habían sido enterrados rápidamente. Jimmy Sirois, que no tenía ningún familiar cercano, seguía en la pequeña morgue del Cathy Russell.
En los otros cuatro refrigeradores se encontraban los cuerpos que había ido a ver. El olor a descomposición lo golpeó en cuanto sacó las camillas. El hedor aplastó los olores desagradables pero menos agresivos de los conservantes y los ungüentos funerarios. Linda se apartó, le dieron arcadas.
– No vomites, Linny -dijo Rusty, y se dirigió a los armarios que había en el otro lado de la habitación. En el primer cajón que abrió solo había números atrasados de Field & Stream, y Rusty lanzó una maldición. Sin embargo, en el de debajo encontró lo que necesitaba. Metió la mano debajo de un trocar, que tenía toda la pinta de que nunca lo habían limpiado, y sacó un par de mascarillas verdes de plástico que aún estaban en su funda. Le dio una a Linda y se puso la otra. Miró en el siguiente cajón y sacó un par de guantes de goma. Eran de color amarillo brillante, endemoniadamente alegres.
– Si crees que a pesar de la mascarilla vas a vomitar, sube arriba con Stacey.
– Estoy bien. Debo hacer de testigo.
– No estoy muy seguro de que tu testimonio sirviera de mucho; a fin de cuentas, eres mi mujer.
Ella insistió:
– Debo hacer de testigo. Tú date toda la prisa que puedas.
Las camillas donde reposaban los cuerpos daban asco, lo cual no le sorprendió después de haber visto el estado en el que se encontraba el resto de la zona de trabajo, pero aun así le repugnaba. Linda se había acordado de llevar una vieja grabadora de casete que había encontrado en el garaje. Rusty apretó el botón de RECORD, probó el sonido y le sorprendió que no fuera demasiado malo. Dejó la pequeña Panasonic en una de las camillas vacías. Entonces se puso los guantes. Tardó más de lo previsto ya que le sudaban las manos. Debía de haber talco en alguna parte, pero no tenía intención de perder más tiempo buscándolo. Ya se sentía como un ladrón. Qué diablos, era un ladrón.
– Bueno, ahí vamos. Son las diez y cuarenta y cinco de la noche del veinticuatro de octubre. Este examen está teniendo lugar en la sala de trabajo de la Funeraria Bowie. Que está asquerosa, por cierto. Da vergüenza. Veo cuatro cuerpos, tres mujeres y un hombre. Dos de las mujeres son jóvenes, y deben de tener alrededor de veinte años. Se trata de Angela McCain y Dodee Sanders.
– Dorothy -dijo Linda desde el otro lado de la mesa de trabajo-. Se llama… llamaba… Dorothy.
– Me corrijo. Dorothy Sanders. La tercera mujer es de edad madura. Se trata de Brenda Perkins. El hombre tiene unos cuarenta años. Es el reverendo Lester Coggins. Para que conste, puedo identificar a todas estas personas.
Hizo un gesto a su mujer y señaló los cuerpos. Ella los miró y se le llenaron los ojos de lágrimas. Levantó un poco la mascarilla, lo suficiente para decir:
– Soy Linda Everett, del departamento de policía de Chester's Mills. Mi número de placa es el siete, siete, cinco. También reconozco los cuatro cuerpos. -Volvió a ponerse la mascarilla. Por encima, los ojos lanzaban una mirada suplicante.
Rusty le hizo un gesto para que retrocediera. Era todo una farsa. Él lo sabía e imaginaba que Linda también. No obstante, no se sentía deprimido. Desde que era niño había anhelado seguir la carrera de Medicina, y habría acabado siendo médico si no hubiera tenido que abandonar los estudios para ocuparse de sus padres. Lo mismo que lo había impulsado a diseccionar ranas y ojos de vaca en clase de biología durante su primer año en el instituto, le servía también de acicate ahora: la simple curiosidad. La necesidad de saber. Y pensaba lograr su objetivo. Tal vez no acabaría sabiéndolo todo, pero sí algunas cosas.
Aquí es donde los muertos ayudan a los vivos. ¿Había dicho eso Linda?
Daba igual. Estaba convencido de que lo ayudarían si podían.
– A simple vista, parece que no han maquillado los cuerpos, pero los cuatro han sido embalsamados. No sé si el proceso se ha completado, pero sospecho que no, porque las punciones de la arteria femoral aún están en su sitio.
»Angela y Dodee, perdón, Dorothy, han sido víctimas de una paliza y están en avanzado estado de descomposición. Coggins también ha recibido una paliza, salvaje, a juzgar por el aspecto que tiene, y también está en estado de descomposición, aunque no tan avanzada; la musculatura facial y de los brazos ha empezado a desprenderse. Brenda, Brenda Perkins, quiero decir… -Dejó la frase inacabada.
– ¿Rusty? -preguntó Linda, nerviosa-. ¿Cielo?
Estiró una mano enfundada en el guante, se lo pensó dos veces, se quitó el guante y le palpó la garganta. Entonces le levantó la cabeza y notó el nudo monstruosamente grande que tenía justo debajo de la nuca. Volvió a dejar la cabeza sobre la mesa y puso el cuerpo de costado para poder examinar la espalda y las nalgas.
– Cielos -dijo.
– ¿Rusty? ¿Qué?
Para empezar; aún está cubierta de mierda, pensó… Pero aquello no podía constar en la grabación. Aunque Randolph o Rennie solo escucharan los primeros sesenta segundos antes de aplastar la cinta con un tacón y quemar los restos. No quería añadir ese detalle de su profanación.
Pero lo recordaría.
– ¿Qué?
Se humedeció los labios y dijo:
– Brenda Perkins muestra livor mortis en las nalgas y los muslos, lo que indica que lleva muerta al menos doce horas, probablemente catorce. Tiene contusiones en ambas mejillas. Son huellas de manos. No cabe la menor duda al respecto. Alguien la agarró de la cara y le retorció la cabeza hacia la izquierda con fuerza, lo que causó la fractura de las vértebras cervicales atlas y axis, Cl y C2. Probablemente también le fracturó la columna vertebral.
– Oh, Rusty -gimió Linda.
Rusty le abrió primero un párpado, luego el otro. Vio lo que temía.
– Las contusiones en las mejillas y las petequias en esclera, manchas de sangre en el blanco de los ojos, sugieren que la muerte no fue instantánea. La víctima no podía respirar y murió asfixiada. Podría haber estado o no consciente. Esperemos que no. Es lo único que puedo decir, por desgracia. Las chicas, Angela y Dorothy, son las que llevan más tiempo muertas. El estado de descomposición sugiere que sus cadáveres permanecieron almacenados en un lugar cálido.
Apagó la grabadora.
– En otras palabras, no veo nada que exonere por completo a Barbie y nada que no supiéramos ya.
– ¿Y si sus manos no encajan con las contusiones de la cara de Brenda?
– Las marcas son demasiado difusas para estar seguros. Lin, me siento como el hombre más estúpido de la tierra.
Volvió a guardar los cadáveres de las chicas -que en ese momento deberían haber estado paseando por el centro comercial de Auburn, mirando pendientes, comprando ropa en Deb, hablando de novios- en el interior de los refrigeradores y se volvió hacia Brenda.
– Dame un trapo. He visto un montón junto al fregadero. Hasta parecían limpios, lo cual es un milagro en una pocilga como esta.
– ¿Qué piensas…?
– Dame un trapo y ya está. Mejor que sean dos. Mójalos.
– ¿Tenemos tiempo para…?
– Vamos a tener que conseguirlo como sea.
Linda observó en silencio cómo su marido limpiaba con cuidado las nalgas y la parte posterior de los muslos de Brenda Perkins. Cuando acabó, tiró los trapos sucios en una esquina, y pensó que si los hermanos Bowie hubieran estado ahí, le habría metido uno en la boca a Stewart y otro en la del puto Fernald.
Posó un beso en la helada frente de Brenda y guardó el cadáver en el refrigerador. Iba a hacer lo mismo con Coggins, pero se detuvo. La cara del reverendo solo había recibido una limpieza muy superficial; aún tenía sangre en las orejas, en las narinas, y la frente estaba manchada de hollín.
– Linda, humedece otro trapo.
– Cielo, ya llevamos aquí casi diez minutos. Te quiero porque muestras un gran respeto por los muertos, pero también tenemos que preocuparnos de los vivos…
– Tal vez haya encontrado algo. Coggins no murió del mismo modo. Puedo verlo incluso sin… Humedece un trapo.
Linda no discutió, mojó otro trapo, lo escurrió y se lo dio a su marido. Luego observó cómo Rusty limpiaba los restos de sangre de la cara del cadáver con gestos suaves pero exentos del cariño que había mostrado con Brenda.
Linda nunca había sido una admiradora de Lester Coggins (que en una ocasión había afirmado en su programa semanal de la radio que los niños que veían a Miley Cyrus corrían el riesgo de acabar en el infierno), pero aun así le dolió ver lo que Rusty dejó al descubierto.
– Dios mío, parece un espantapájaros que ha servido de diana a un puñado de niños armados con piedras.
– Ya te lo había dicho. No recibió el mismo tipo de paliza. Estas contusiones no son de puñetazos o patadas.
Linda señaló una parte de la cabeza.
– ¿Qué es eso que hay en la sien?
Rusty no respondió. Por encima de la mascarilla, sus ojos asomaban con un destello de asombro. Y también de algo más: un atisbo de comprensión.
– ¿Qué pasa, Eric? Parece… No lo sé… Puntos de sutura.
– Exacto. -La mascarilla se deformó cuando la boca dibujó una sonrisa. No de felicidad, sino de satisfacción. Del tipo más lúgubre-. Y también hay en la frente. ¿Los ves? Y en la mandíbula. Esa contusión le fracturó la mandíbula.
– ¿Qué arma deja una marca como esa?
– Una bola de béisbol -dijo Rusty, cerrando el cajón-. Y no una normal, sino… ¿una bañada en oro? Sí. Lanzada con suficiente fuerza, creo que podría. De hecho, creo que así fue.
Inclinó la frente sobre la de su mujer. Las mascarillas se rozaron. La miró a los ojos.
– Jim Rennie tiene una. La vi en su escritorio cuando fui a hablar con él sobre el propano que había desaparecido. No sé en cuanto a los demás, pero creo que sabemos dónde murió Lester Coggins. Y quién lo mató.
Cuando el tejado se derrumbó, a Julia le resultó imposible permanecer allí observando la escena.
– Ven conmigo a casa -le ofreció Rose-. La habitación de invitados es tuya durante el tiempo que necesites.
– Gracias pero no. Necesito estar sola, Rosie. Bueno, ya sabes… con Horace. Tengo que pensar.
– ¿Dónde te quedarás? ¿Estarás bien?
– Sí -respondió sin saber si iba a ser cierto o no. Su cabeza estaba bien, todos los procesos mentales estaban en orden, pero se sentía como si alguien les hubiera dado un chute de novocaína a sus emociones-. Quizá me pase a verte luego.
Cuando Rosie se fue -cruzó a la otra acera y se volvió para decirle adiós con la mano con gesto preocupado-, Julia regresó al Prius, sentó a Horace en el asiento del acompañante y se puso al volante. Buscó a Pete Freeman y a Tony Guay y no los vio por ningún lado. Quizá Tony había llevado a Pete al hospital para que le pusieran algún ungüento en el brazo. Era un milagro que ninguno de los dos hubiera resultado herido de mayor gravedad. Y si no se hubiera llevado con ella a Horace cuando fue a ver a Cox, el perro habría acabado incinerado con todo lo demás.
Cuando le vino a la cabeza ese pensamiento, se dio cuenta de que sus emociones no estaban dormidas sino escondidas. Empezó a emitir un sonido, una especie de lamento. Horace aguzó las orejas y la miró con preocupación. Julia intentó parar pero no pudo.
El periódico de su padre.
El periódico de su abuelo.
De su bisabuelo.
Cenizas.
Bajó por West Street y cuando llegó al aparcamiento abandonado que había tras el Globe, aparcó. Apagó el motor, acercó a Horace hacia ella, y lloró sobre el omóplato musculoso y peludo de su perro durante cinco minutos. Horace, dicho sea en su honor, aguantó la escena con paciencia.
Cuando acabó de llorar, se sintió mejor. Más calmada. Tal vez era la calma posterior a la conmoción, pero al menos podía pensar de nuevo. Y pensó en el único paquete de periódicos que quedaba, y que estaba en el maletero. Se inclinó junto a Horace (que le dio un lametón cariñoso en el cuello) y abrió la guantera. Estaba llena de papeles, pero sabía que en algún lugar… seguramente…
Y como un regalo de Dios, ahí estaba. Una cajita de plástico llena de cintas de goma, chinchetas y clips para papel. Las cintas de goma y los clips no le servían para lo que tenía en mente, pero las chinchetas…
– Horace -dijo-. ¿Te apetece salir a dar un paseíto?
Horace respondió con un ladrido que quería salir a dar un paseíto.
– Perfecto. A mí también.
Cogió los periódicos y regresó a Main Street. El edificio del Democrat era un montón de escombros en llamas que los policías estaban sofocando con agua (con esas fumigadoras tan prácticas, pensó Julia, cargadas y listas para ser utilizadas). Le partía el corazón ver aquello, por supuesto, pero no tanto ahora que tenía un plan.
Recorrió la calle seguida de Horace y colgó una copia del último número del Democrat en todos los postes telefónicos. El titular: DISTURBIOS Y ASESINATOS: LA CRISIS SE AGRAVA, parecía relumbrar a la luz del fuego. Ahora prefería haber elegido una única palabra: CUIDADO.
Siguió adelante hasta que se le acabaron los periódicos.
Al otro lado de la calle, el walkie-talkie de Peter Randolph sonó tres veces: «breico, breico, breico». Urgente. Aunque tenía miedo de lo que pudiera oír, apretó el botón y dijo:
– Aquí el jefe Randolph. Adelante.
Era Freddy Denton, que, como agente al mando del turno de noche, era el ayudante del jefe de facto.
– Acabo de recibir una llamada del hospital, Pete. Doble homicidio…
– ¿QUÉ? -gritó Randolph. Uno de los agentes nuevos, Mickey Wardlaw, se lo quedó mirando boquiabierto como un idiota mongol en su primera feria del condado.
Denton prosiguió en tono calmado o engreído. Si era la segunda opción, que Dios lo ayudara.
– … y un suicidio. La homicida es esa chica que decía que la habían violado. Y las víctimas son de los nuestros, jefe. Roux y DeLesseps.
– ¡Me… estás… TOMANDO EL PELO!
– He enviado a Rupe y a Mel Searles -dijo Freddy-. Lo bueno es que ya se ha acabado todo y no tenemos que encerrarla con Barb…
– Deberías haber ido tú, Fred. Eres el agente de mayor antigüedad.
– ¿Y entonces quién atendería la comisaría?
Randolph no halló una respuesta a esa pregunta, era demasiado inteligente o demasiado estúpida. Supuso que más le valía irse al Cathy Russell cagando leches.
Ya no quiero este trabajo. No. No me gusta lo más mínimo.
Pero era demasiado tarde. Y gracias a la ayuda de Big Jim, saldría adelante. Tenía que concentrarse en eso; Big Jim lo mantendría a flote.
Marty Arsenault le dio un golpecito en el hombro. Randolph estuvo a punto de agarrarlo y golpearlo. Arsenault no se dio cuenta; estaba mirando hacia la otra acera, por donde Julia paseaba a su perro. Paseaba al perro y… ¿qué?
Clavaba periódicos, eso era lo que estaba haciendo. Clavándolos en los malditos postes de teléfono.
– Esa zorra no piensa rendirse -murmuró.
– ¿Quieres que vaya y la obligue a que lo haga? -preguntó Arsenault.
Marty parecía entusiasmado con la tarea, y Randolph estuvo a punto de encargársela. Pero negó con la cabeza.
– Empezaría a darte la tabarra con los malditos derechos civiles. Parece que no se da cuenta de que meterle el miedo en el cuerpo a todo el mundo no es algo que beneficie especialmente al pueblo. -Negó con la cabeza-. Seguramente no se da cuenta… Esa mujer es increíblemente… -había una palabra que la describía, una palabra francesa que había aprendido en el instituto. Cuando ya había perdido las esperanzas de recordarla, le vino a la cabeza-: Increíblemente naif.
– Voy a obligarla a que pare, jefe, pienso hacerlo. ¿Qué puede hacer ella, llamar a su abogado?
– Deja que se divierta. Al menos así no nos da la tabarra. Tengo que ir al hospital. Denton dice que Sammy Bushey ha asesinado a Frank DeLesseps y a Georgia Roux y que luego se ha suicidado.
– Cielos -susurró Marty, que empezó a ponerse pálido-. ¿Crees que también es cosa de Barbara?
Randolph iba a responder que no, pero cambió de opinión. Le vino a la cabeza la acusación de violación de la chica. Su suicidio confería cierta verosimilitud a la cuestión, y los rumores de que agentes de la policía de Chester's Mills pudieran haber hecho algo así serían perjudiciales para la moral del departamento y, por lo tanto, para el pueblo. No necesitaba que Jim Rennie se lo dijera.
– No lo sé -dijo-, pero es posible.
A Marty se le empezaron a saltar las lágrimas, bien por el humo, bien por la pena. Quizá por ambas cosas.
– Hay que informar a Big Jim de esto, Pete.
– Lo haré. Mientras tanto -Randolph señaló con la cabeza a Julia-, no la pierdas de vista, y cuando se canse y se vaya, arranca todos esos periódicos de mierda y tíralos donde deberían estar. -Señaló la pira en la que se había convertido la oficina del periódico-. Y pon cualquier otra cosa en su lugar.
Marty soltó una risita burlona.
– Oído, jefe.
Y eso es lo que hizo el agente Arsenault. Pero no antes de que varias personas hubieran cogido unos cuantos periódicos (media docena, tal vez diez) para leerlos bajo una luz más adecuada. Pasaron de mano en mano durante los dos o tres días posteriores, y los leyeron hasta que literalmente se deshicieron.
Cuando Andy llegó al hospital, Piper Libby ya se encontraba allí. Estaba sentada en un banco del vestíbulo, hablando con dos chicas que llevaban medias blancas y el vestido de enfermera… aunque a Andy le parecieron demasiado jóvenes para ser enfermeras de verdad. Ambas habían llorado y daba la sensación de que podían volver a deshacerse en lágrimas en cualquier momento, pero Andy vio que la reverenda Libby tenía un efecto balsámico en ellas. Si algo se le daba bien era juzgar las emociones humanas. Aunque a veces habría preferido tener mejor capacidad de raciocinio.
Ginny Tomlinson estaba cerca, charlando en voz baja con un tipo de aspecto más bien mayor. Ambos parecían aturdidos y afectados por algo. Ginny vio a Andy y se dirigió hacia él. El tipo de aspecto mayor la siguió. Se lo presentó, le dijo que se llamaba Thurston Marshall y que les estaba echando una mano.
Andy sonrió y le dio un cordial apretón de manos.
– Encantado de conocerte, Thurston. Soy Andy Sanders. Primer concejal.
Piper los miró desde el banco y dijo:
– Si de verdad fueras el primer concejal, Andy, serías capaz de refrenar al segundo.
– Soy consciente de que has pasado unos días muy duros -replicó Andy sin dejar de sonreír-. Al igual que todos.
Piper le lanzó una extraña mirada gélida, y luego les preguntó a las chicas si les apetecía ir a la cafetería con ella a tomar un té.
– No me vendría nada mal una taza -dijo ella.
– La he llamado después de llamarte a ti -dijo Ginny, a modo de disculpa, cuando la reverenda y las dos jóvenes enfermeras se habían ido-. Y también he llamado a la policía. He hablado con Fred Denton. -Frunció la nariz, como hace la gente cuando algo huele mal.
– Ah, Freddy es un buen tipo -dijo Andy muy serio. No estaba del todo allí (se sentía como si todavía estuviera sentado en la cama de Dale Barbara mientras se preparaba para beberse aquella agua rosa envenenada), pero aun así las viejas costumbres volvieron a hacer acto de presencia poco a poco. La necesidad de hacer bien las cosas, de calmar las aguas turbulentas, resultó ser como montar en bicicleta-. Dime qué ha ocurrido.
Ginny obedeció. Andy la escuchó haciendo gala de una sorprendente serenidad, pensando en que conocía a la familia DeLesseps de toda vida y que en el instituto había tenido una cita con la madre de Georgia Roux (Helen le dio un beso con lengua, lo que le gustó, pero le olía el aliento, lo que no le gustó). Se dio cuenta de que su estabilidad emocional se debía al hecho de que sabía que si su teléfono no hubiera sonado cuando lo hizo, en ese momento estaría inconsciente. Tal vez muerto. Y eso le ayudaba a mirar las cosas desde otro punto de vista.
– Dos de nuestros agentes nuevos -dijo. Su propia voz le sonó como las grabaciones que utilizaban los cines cuando uno llamaba para saber los horarios de las distintas sesiones-. Uno resultó herido grave mientras intentaba poner orden en el supermercado. Cielos, cielos.
– Quizá no sea el mejor momento para decirlo, pero no estoy lo que se dice contento con la actuación de sus policías -dijo Thurston-. Aunque como el agente que me dio un puñetazo está muerto, presentar una queja sería cuando menos discutible.
– ¿Qué agente? ¿Frank o Georgia Roux?
– El joven. Lo reconocí a pesar de la… de la desfiguración.
– ¿Que Frank DeLesseps le dio un puñetazo? -Andy no podía creérselo. Frankie había sido el repartidor del Sun de Lewiston durante cuatro años y no le falló ni un día. Bueno, sí, pensándolo bien, uno o dos, pero por culpa de una tormenta de nieve. Y en una ocasión había tenido el sarampión. ¿O habían sido paperas?
– Si se llamaba así…
– Bueno, cielos… es… -¿Es qué? ¿Y acaso importaba? ¿Importaba algo? Aun así, Andy prosiguió con ánimo-. Es lamentable, señor. En Chester's Mills creemos que debemos estar a la altura de nuestras responsabilidades. Que hay que hacer lo adecuado. Pero ahora mismo estamos sometidos a una gran presión. Nos vemos afectados por una serie de circunstancias que escapan a nuestro control.
– Lo sé -dijo Thurse-. En lo que a mí respecta, es agua pasada. Pero, señor… esos agentes eran muy jóvenes. Y su comportamiento estuvo muy fuera de lugar. -Hizo una pausa-. Mi compañera también fue agredida.
Andy no podía creer que ese hombre le estuviera diciendo la verdad. Los policías de Chester's Mills no hacían daño a la gente a menos que fueran víctimas de una provocación (de una gran provocación); ese comportamiento era típico de las grandes ciudades, donde la gente era incapaz de llevarse bien. Aunque, claro, también habría dicho que el hecho de que una chica asesinara a dos policías y luego se quitara la vida era el tipo de cosas que no ocurría en Chester's Mills.
Da igual, pensó Andy. No es simplemente alguien de fuera del pueblo, sino de fuera del estado. Se deberá a eso.
Ginny dijo:
– Ahora que estás aquí, Andy, no estoy muy segura de lo que puedes hacer. Twitch se está ocupando de los cuerpos y…
Antes de que pudiera acabar la frase, se abrió la puerta. Entró una mujer joven, acompañada de dos niños medio dormidos, cogidos de la mano. El hombre mayor, Thurston, la abrazó mientras los niños, una chica y un niño, los miraban. Ambos estaban descalzos y llevaban camisetas a modo de pijama. En la del niño, que le llegaba hasta los tobillos, se podía leer PRISIONERO 9091 y PROPIEDAD DE LA PRISIÓN ESTATAL DE SHAWSHANK. La hija de Thurston y los nietos, dedujo Andy, lo que hizo que volviera a echar de menos a Claudette y a Dodee. Pero se quitó ese pensamiento de la cabeza de inmediato. Ginny lo había llamado para pedirle ayuda, y saltaba a la vista que la necesitaba, lo que implicaba tener que escucharla mientras contaba toda la historia de nuevo, no por su bien, sino por el de la propia Ginny. Así podría sacar la verdad del asunto y empezar a hacer las paces. A Andy no le importaba. Siempre se le había dado muy bien escuchar a los demás, y eso era mejor que ver tres cadáveres, uno de ellos el de su antiguo repartidor de periódicos. Cuando te ponías a ello, escuchar era algo muy sencillo, hasta un idiota podía hacerlo, sin embargo Big Jim nunca le había cogido el truco a eso. Tenía mucha labia, eso sí. Y también era un experto haciendo planes. Tenían suerte de contar con alguien como él en unos momentos como los que estaban viviendo.
Mientras Ginny acababa de explicar su versión de los hechos por segunda vez, Andy tuvo una idea. Probablemente una buena idea.
– ¿Alguien le ha…?
Thurston regresó seguido de los recién llegados.
– Concejal Sanders, Andy, esta es mi compañera, Carolyn Sturges. Y estos son los niños a los que estamos cuidando. Alice y Aidan.
– Quiero mi chupete -dijo Aidan no de muy buen humor.
Alice respondió:
– Eres muy mayor para un chupete. -Y le dio un codazo.
Aidan hizo una mueca pero no lloró.
– Alice -dijo Carolyn Sturges-, eso está muy mal. ¿Y qué decimos de la gente que se porta mal?
A la niña se le iluminó la cara.
– ¡La gente que se porta mal es tonta! -gritó, y rompió a llorar.
Tras meditarlo un instante, el hermano hizo lo propio.
– Lo siento -le dijo Carolyn a Andy-. No podía dejarlos con nadie, y Thurse parecía tan angustiado cuando ha llamado…
Resultaba difícil de creer, pero era posible que el abuelo se estuviera beneficiando a la chica. Andy no prestó demasiada atención a la idea, aunque en otras circunstancias la habría tomado en mayor consideración, habría reflexionado sobre las distintas posturas, se habría preguntado si la chica lo besaba con su lengua húmeda, etc. Ahora, sin embargo, tenía otras cosas en la cabeza.
– ¿Alguien le ha dicho al marido de Sammy que su mujer ha muerto? -preguntó.
– ¿A Phil Bushey? -inquirió Dougie Twitchell, que se dirigía hacia la recepción por el pasillo. Caminaba con los hombros caídos y no tenía muy buena cara-. Ese hijo de puta la dejó y se fue del pueblo. Hace meses. -Miró a Alice y Aidan Appleton-. Lo siento, niños.
– No pasa nada -dijo Caro-. En casa no nos mordemos la lengua. Así es todo más veraz.
– Es verdad -añadió Alice-. Podemos decir «mierda» y «mear» siempre que queramos, como mínimo hasta que vuelva mamá.
– Pero no «puta» -se apresuró a decir Aidan-. «Puta» es exista.
Caro no hizo caso del aparte que estaban manteniendo los hermanos.
– ¿Qué ha pasado, Thurse?
– Delante de los niños, no -respondió él-. No es una cuestión de morderse la lengua o no.
– Los padres de Frank están fuera del pueblo -dijo Twitch-, pero me he puesto en contacto con Helen Roux, que se lo ha tomado con bastante calma.
– ¿Estaba bebida? -preguntó Andy.
– Como una cuba.
Andy se alejó por el pasillo. Había unos cuantos pacientes, vestidos con la bata de hospital y las zapatillas, de pie y de espaldas a él. Estaban mirando la escena de la matanza, supuso. No tenía ganas de imitarlos, y se alegró de que Dougie Twitchell se hubiera ocupado de todo lo necesario. Era farmacéutico y político. Su trabajo consistía en ayudar a los vivos, no en ocuparse de los muertos. Y sabía algo más que todas esas personas ignoraban. No podía decirles que Phil Bushey aún se encontraba en el pueblo, viviendo como un ermitaño en la emisora de radio, pero podía decirle a Phil que su mujer, de la que se había separado, estaba muerta. Podía y debía. Obviamente, resultaba imposible saber cuál sería su reacción; desde hacía un tiempo Phil estaba fuera de sí. Era capaz de liarse a golpes. Quizá incluso de matar al portador de malas noticias. ¿Pero sería algo tan terrible? Los suicidas iban al infierno y cenaban sobre brasas ardientes para la eternidad, pero las víctimas de asesinato, Andy estaba convencido de ello, iban al cielo y comían rosbif y pastel de melocotón a la mesa del Señor por los siglos de los siglos.
Con sus seres queridos.
A pesar de la siesta que se había echado durante el día, Julia nunca había estado tan cansada, o esa era la sensación que tenía. Y, a menos que aceptara la oferta de Rosie, no tenía adonde ir. Salvo a su coche, claro.
Regresó al Toyota, le quitó la correa a Horace para que pudiera saltar al asiento del acompañante, y se puso al volante para intentar pensar. Rose Twitchell le caía bien, pero la mujer querría repasar todo lo sucedido durante ese día tan largo y angustioso. Y también querría saber qué podían hacer, si es que podían hacer algo, por Dale Barbara. Y recurriría a Julia para que le diera alguna idea; pero Julia no tenía ninguna.
Mientras tanto Horace la miraba fijamente y le preguntaba con las orejas gachas y los ojos brillantes cuál iba a ser el siguiente paso. Le hizo pensar en la mujer que había perdido a su perro: Piper Libby. La reverenda la acogería y le daría una cama sin darle la paliza. Y quizá después de dormir una noche entera podría volver a pensar de nuevo. Incluso planear algo.
Arrancó el Prius y fue hasta la iglesia congregacional. Pero la casa parroquial estaba a oscuras y había una nota clavada en la puerta. Julia quitó la chincheta, regresó con la nota al coche y la leyó bajo la luz interior:
«He ido al hospital. Ha habido un tiroteo allí.»
Julia rompió a llorar de nuevo, pero cuando Horace empezó a gemir, como si quisiera armonizar con sus quejidos, hizo un esfuerzo para contener el llanto. Dio marcha atrás y después puso punto muerto el tiempo justo para dejar la nota donde la había encontrado, no fuera caso que algún otro feligrés que sintiera el peso del mundo sobre los hombros acudiera en busca de la única consejera espiritual que quedaba en Chester's Mills.
¿Y ahora adónde iba? ¿A casa de Rosie, finalmente? Quizá ya se había acostado. ¿Al hospital? Julia se habría obligado a ir allí, a pesar de lo alterada y lo cansada que estaba, si hubiera servido de algo, pero ahora no había periódico en el que informar de lo que sucedía, y sin ello, ningún motivo para exponerse a nuevos horrores.
Salió de la casa parroquial y enfiló la cuesta del Ayuntamiento sin tener ni idea de adonde se dirigía hasta que llegó a Prestile Street.
Tres minutos después estaba aparcando frente al garaje de Andrea Grinnell. No obstante, la casa también se hallaba a oscuras. Nadie respondió a sus golpes en la puerta. Como no tenía modo de saber que Andrea estaba en la cama, en el piso de arriba, sumida en un profundo sueño por primera vez desde que había dejado los calmantes, Julia dio por sentado que o se había ido a casa de su hermano Dougie, o estaba pasando la noche en casa de una amiga.
Mientras tanto, Horace se había sentado en el felpudo y la miraba, a la espera de que tomara una decisión, como siempre hacía. Sin embargo, Julia se sentía muy vacía por dentro para tomar una decisión y estaba muy cansada para seguir adelante. Estaba casi convencida de que se saldría de la carretera y se matarían, ella y el perro, si intentaba ir a algún lado.
En lo que no podía dejar de pensar no era en el edificio en llamas donde había estado almacenada su vida, sino en la cara que puso el coronel Cox cuando le preguntó si los habían abandonado.
«Negativo -había respondido-. En absoluto.» Pero había sido incapaz de mirarla a los ojos mientras lo decía.
Había una mecedora de jardín en el porche. En caso necesario, podía acurrucarse en ella y dormir. Pero quizá…
Giró el pomo de la puerta y resultó que no estaba cerrada con llave. Dudó; Horace no. Convencido de que era bienvenido en todas partes, entró de inmediato. Julia lo siguió, arrastrada por la cadena, pensando: Ahora es mi perro quien toma las decisiones. Adonde iré a parar.
– ¿Andrea? -dijo en voz baja-. Andi, ¿estás aquí? Soy Julia.
En el piso de arriba, tumbada boca arriba y roncando como un camionero tras un viaje de cuatro días, solo una parte de Andrea se movía: el pie izquierdo, que aún sufría las sacudidas y los temblores del síndrome de abstinencia.
El salón estaba en penumbra, pero no a oscuras; Andi había dejado una lámpara a pilas encendida en la cocina. Y olía a algo. Las ventanas estaban abiertas, pero como no soplaba ni una triste brisa, el olor a vómito no había desaparecido por completo. ¿Le había dicho alguien que Andrea estaba enferma? ¿Que tenía la gripe, tal vez?
Quizá es gripe, pero si se ha quedado sin sus pastillas bien podría estar con el síndrome de abstinencia.
Fuera lo que fuese, una enfermedad era una enfermedad, y por lo general los enfermos no querían estar solos, lo que significaba que la casa estaba vacía. Y ella estaba muy cansada. En el otro extremo de la sala había un sofá largo y bonito que la llamaba. Si Andi llegaba al día siguiente y encontraba allí a Julia, lo entendería.
– Quizá incluso me haga una taza de té -dijo-. Nos echaremos unas risas. -Aunque en ese momento la idea de volver a reírse de algo en toda su vida le parecía improbable-. Venga, Horace.
Le quitó la correa y cruzó la sala. Horace la observó hasta que se tumbó en el sofá y se puso una almohada bajo la cabeza. Entonces él también se echó y puso el morro sobre la pata.
– Pórtate bien -le dijo Julia, y cerró los ojos. Lo que vio entonces fue la mirada huidiza de Cox. Porque Cox creía que iban a permanecer bajo la Cúpula durante mucho tiempo.
Sin embargo, el cuerpo es más piadoso que la mente. Julia se quedó dormida con la cabeza a poco más de un metro del sobre que Brenda había intentado entregarle esa misma mañana. En algún momento, Horace se subió al sofá y se acurrucó entre sus rodillas. Y así los encontró Andrea cuando bajó la mañana del 25 de octubre; se sentía ella misma, mucho más que en los últimos años.
Había cuatro personas en la sala de estar de Rusty: Linda, Jackie, Stacey Moggin y el propio Rusty. Sirvió vasos de té helado y acto seguido realizó un resumen de lo que había encontrado en el sótano de la Funeraria Bowie. Stacey hizo la primera pregunta, meramente práctica.
– ¿Os habéis acordado de cerrar con llave?
– Sí -respondió Linda.
– Entonces devuélvemela. Tengo que dejarla en su sitio. Nosotros y ellos, pensó Rusty de nuevo. En torno a esto va a girar la conversación. Ya está siendo así. Nuestros secretos. Su poder. Nuestros planes. Sus intenciones.
Linda le entregó la llave y le preguntó a Jackie si las niñas le habían causado algún problema.
– No han tenido ningún ataque, si es eso lo que te preocupa. Han dormido todo el rato como corderitos.
– ¿Qué vamos a hacer con esto? -preguntó Stacey. Era una mujer pequeña pero decidida-. Si queréis que detengan a Rennie, vamos a tener que convencer a Randolph entre los cuatro para que lo haga. Nosotras tres como agentes, y Rusty como patólogo.
– ¡No! -exclamaron Jackie y Linda al unísono; esta con miedo, aquella con decisión.
– Tenemos una hipótesis, pero ninguna prueba de verdad -dijo Jackie-. No estoy muy segura de que Pete Randolph nos creyera aunque tuviéramos fotografías en las que se viera a Big Jim rompiéndole el cuello a Brenda. Rennie y él están en el ajo, saldrán a flote o se hundirán, pero lo harán juntos. Y la mayoría de los policías se pondría del bando de Pete.
– Sobre todo los nuevos -dijo Stacey, que se atusó la melena rubia-. En general no tienen muchas luces, pero son fieles. Y les gusta ir por ahí con armas. Además -se inclinó hacia delante-, esta noche hay siete u ocho más. Chicos del instituto. Grandullones, estúpidos y entusiastas. La verdad es que me dan miedo. Y otra cosa: Thibodeau, Searles y Junior Rennie están pidiendo a los novatos que les recomienden más candidatos. Como esto siga así, dentro de unos días no tendremos un cuerpo de policía, sino un ejército de adolescentes.
– ¿Nadie nos escucharía? -preguntó Rusty. No exactamente con incredulidad, sino para saber con quién podían contar-. ¿Nadie en absoluto?
– Tal vez Henry Morrison -respondió Jackie-. Ve lo que está sucediendo y no le convence. Pero ¿los demás? Están con Big Jim. En parte porque tienen miedo y en parte porque les gusta el poder. Para chicos como Toby Whelan y George Frederick se trata de una sensación nueva; y otros como Freddy Denton sencillamente son malas personas.
– ¿Y eso qué significa? -preguntó Linda.
– Significa que, de momento, no vamos a decir nada a nadie. Si Rennie ha matado a cuatro personas, es muy, muy peligroso.
– La espera lo convertirá en alguien más peligroso, no menos -objetó Rusty.
– Debemos pensar en Judy y Janelle, Rusty -dijo Linda. Se estaba mordiendo las uñas, algo que Rusty no le había visto hacer desde hacía años-. No podemos arriesgarnos a que les pase algo. No pienso planteármelo y no pienso permitir que te lo plantees.
– Yo también tengo un hijo -afirmó Stacey-. Calvin. Solo tiene cinco años. Esta noche he tenido que hacer acopio de todo mi valor para montar guardia en la funeraria. El mero hecho de pensar en ir a contarle todo esto al idiota de Randolph… -No fue necesario que acabara la frase; la palidez de sus mejillas era elocuente.
– Nadie te lo ha pedido -dijo Jackie.
– En este momento lo único que puedo demostrar es que se usó la pelota de béisbol para acabar con Coggins -dijo Rusty-. Pero podría haberlo hecho cualquiera. Hasta su propio hijo, demonios.
– Lo cual no me sorprendería demasiado -añadió Stacey-. Últimamente Junior se comporta de un modo extraño. Lo echaron de Bowdoin por pelearse. No sé si su padre está enterado, pero llamaron a la policía desde el gimnasio donde ocurrió, y vi el informe en el ordenador. Y las dos chicas… Si fueron crímenes sexuales…
– Lo fueron -sentenció Rusty-. Terribles. Es mejor que no sepas los detalles.
– Pero Brenda no fue víctima de una agresión sexual -dijo Jackie-. Eso significa que Coggins y Brenda murieron en circunstancias distintas a las chicas.
– Quizá Junior mató a las chicas y su padre se cargó a Brenda y a Coggins -dijo Rusty, que esperó que alguien riera. Pero nadie lo hizo-. En tal caso, ¿por qué?
Todos negaron con la cabeza.
– Tuvo que haber un motivo -dijo Rusty-, pero dudo que fuera el sexo.
– Crees que tiene algo que ocultar -afirmó Jackie.
– Sí, lo creo. Y me parece que hay alguien que podría saber de qué se trata. Está encerrado en el sótano de la comisaría.
– ¿Barbara? -preguntó Jackie-. ¿Por qué iba a saberlo Barbara?
– Porque habló con Brenda. Tuvieron una charla bastante privada en el jardín posterior de la casa de Brenda el día después de que apareciera la Cúpula.
– ¿Cómo demonios lo sabes? -preguntó Stacey.
– Porque los Buffalino viven al lado de los Perkins y la ventana del dormitorio de Gina da al jardín de los Perkins. Resulta que los vio y me lo dijo. -Se dio cuenta de que Linda lo miraba y se encogió de hombros-. ¿Qué puedo decir? Vivimos en un pueblo muy pequeño. Todos apoyamos al equipo.
– Espero que le dijeras que cerrara la boca -le advirtió Linda.
– No lo hice porque cuando me lo contó no tenía ningún motivo para sospechar que Big Jim podía haber matado a Brenda. O machacado la cabeza a Lester Coggins con una bola de béisbol de coleccionista. Ni tan siquiera sabía que estaban muertos.
– Aún no sabemos si Barbie sabe algo -dijo Stacey-. O sea, aparte de hacer una tortilla de champiñones y queso que está para chuparse los dedos.
– Alguien va a tener que preguntárselo -dijo Jackie-. Me propongo a mí misma.
– Aunque sepa algo, ¿de qué servirá? -preguntó Linda-. Ahora mismo vivimos casi en una dictadura. Acabo de darme cuenta. Supongo que soy lenta de reflejos.
– Más que lenta de reflejos, eres una persona confiada -la corrigió Jackie-, y por lo general ser confiada no tiene nada de malo. En cuanto al coronel Barbara, no sabemos si servirá de algo hasta que no se lo preguntemos. -Hizo una pausa-. Y esa no es realmente la cuestión, lo sabes. Es inocente. Esa es la cuestión.
– ¿Y si lo matan? -preguntó Rusty sin rodeos-. Podrían pegarle un tiro mientras intenta escapar.
– Estoy convencida de que eso no ocurrirá -replicó Jackie-. Big Jim quiere montar un juicio-espectáculo. Eso es lo que se dice en comisaría. -Stacey asintió-. Quieren hacer creer a la gente que Barbara es una araña que está tejiendo una gran tela conspirativa. Así podrán ejecutarlo. Pero aunque actúen con mucha rapidez, tardarán días en hacerlo. Semanas, si tenemos suerte.
– No seremos tan afortunados -dijo Linda-. No si Rennie quiere moverse rápido.
– Tal vez tengas razón, pero antes Rennie tiene que asistir a la asamblea extraordinaria del pueblo el jueves. Y seguro que querrá interrogar a Barbara. Si Rusty sabe que ha estado con Brenda, entonces Rennie también.
– Claro que lo sabe -dijo Stacey, con impaciencia-. Estaban juntos cuando Barbara le enseñó a Jim la carta del presidente.
Pensaron en silencio sobre ello un minuto.
– Si Rennie está ocultando algo -murmuró Linda-, necesitará tiempo para librarse de ello.
Jackie se rió. La carcajada sonó casi espeluznante en la tensión que reinaba en el salón.
– Pues que tenga buena suerte. Sea lo que sea, no puede meterlo en el remolque de un camión y sacarlo del pueblo.
– ¿Algo que ver con el propano? -preguntó Linda.
– Quizá -admitió Rusty-. Jackie, estuviste en el ejército, ¿verdad?
– Así es. En dos períodos. En la policía militar. Nunca llegué a entrar en combate, aunque vi muchas bajas, sobre todo la segunda vez. En Würzburg, Alemania, Primera División de Infantería. Ya sabes, la del uno grande y rojo. Principalmente me dediqué a poner paz en peleas de bar o a hacer guardia frente al hospital. Conocí a tipos como Barbie y daría lo que fuera por sacarlo de la celda y tenerlo en nuestro bando. Si el presidente lo ha puesto al mando de la situación, o lo ha intentado, será por algún motivo. -Hizo una pausa-. Tal vez podríamos ayudarlo a fugarse. Vale la pena considerarlo.
Las otras dos mujeres, agentes de policía y madres, no abrieron la boca, pero Linda se estaba mordiendo las uñas de nuevo y Stacey jugueteaba con el pelo.
– Lo sé -dijo Jackie.
Linda negó con la cabeza.
– A menos que tus hijos estén durmiendo arriba y que dependan de ti para que les prepares el desayuno mañana, no lo sabes.
– Quizá no, pero hazte esta pregunta: si estamos aislados del mundo exterior, y así es, y si el hombre que está al mando es un asesino chalado, que podría serlo, ¿crees que es probable que las cosas vayan a mejor si nos quedamos sentados sin hacer nada?
– Si lo sacáis del calabozo -dijo Rusty-, ¿qué haríais con él? No podéis ponerlo en el Programa de Protección de Testigos.
– No lo sé -admitió Jackie; suspiró-. Lo único que sé es que el presidente le ordenó que se hiciera cargo de la situación, y que ese gilipollas de Big Jim Rennie le ha tendido una trampa para poder acusarlo de asesinato y dejarlo fuera de circulación.
– No vais a hacer nada de inmediato -dijo Rusty-. Ni tan siquiera vais a correr el riesgo de tratar de hablar con él. Hay que tener en cuenta otra cosa más que podría cambiarlo todo.
Les contó lo del contador Geiger, cómo había llegado hasta él, a quién se lo había pasado, y lo que Joe McClatchey afirmaba haber averiguado gracias al aparato.
– No lo sé -dijo Stacey en tono dubitativo-. Parece algo demasiado bueno para ser real. ¿Cuántos años tiene el niño de los McClatchey…? ¿Catorce?
– Trece, creo. Pero es un chico inteligente, y si dice que detectaron una punta de radiación en Black Ridge Road, lo creo. Si han encontrado lo que genera la Cúpula y podemos apagarlo…
– ¡Entonces se acabará todo esto! -gritó Linda, a quien le brillaban los ojos-. ¡Y Jim Rennie se desinflará como un… como un globo de Macy's de Acción de Gracias con un agujero!
– Sería fantástico -añadió Jackie Wettington-. Y hasta podría creérmelo si saliera en televisión.
– ¿Phil? -dijo Andy-. ¿Phil?
Tuvo que alzar la voz para hacerse oír. Bonnie Nandella and The Redemption estaban interpretando «My Soul is a Witness» a todo volumen. Todos aquellos «ooo-oooh» y «whoa-yeah» resultaban un poco desorientadores. Incluso la luz brillante que había en el interior del edificio de la WCIK era desorientadora; hasta que se encontró bajo aquellos fluorescentes, Andy no se había dado cuenta de lo oscuro que estaba el resto de Chester's Mills. Y de cómo se había adaptado a aquella oscuridad.
– ¿Chef?
Sin respuesta. Echó un vistazo al televisor (la CNN sin sonido), y miró hacia el estudio de radio a través del ventanal. Las luces del interior estaban encendidas y todos los equipos en funcionamiento (la imagen le dio escalofríos, a pesar de que Lester Coggins le había explicado con gran orgullo cómo el ordenador lo manejaba todo), pero no había rastro de Phil.
De pronto le llegó un olor a sudor, rancio y acre. Se dio la vuelta y vio a Phil, que estaba justo detrás de él, como si hubiera salido de repente del suelo. En una mano tenía algo que parecía el mando de una puerta de garaje. En la otra, una pistola, con la que le apuntaba al pecho. El dedo que rodeaba el gatillo era pálido, y el nudillo y el cañón temblaban ligeramente.
– Hola, Phil -lo saludó Andy-. Chef, quiero decir.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Chef Bushey, cuyo sudor desprendía un fuerte olor a levadura. Llevaba unos vaqueros y una camiseta de la WCIK que estaban hechos una porquería. Iba descalzo (lo cual explicaba que no lo hubiera oído llegar) y tenía los pies mugrientos. En cuanto al pelo, debía de hacer un año que no se lo lavaba. O más. Sin embargo, sus ojos eran lo peor, inyectados en sangre y de mirada angustiada-. Más te vale que me lo cuentes rápido, viejo amigo, o no podrás volver a contarle nada a nadie jamás.
Andy, que había burlado la muerte en forma de agua rosa hacía poco, encajó la amenaza del Chef con serenidad, cuando no con alegría.
– Haz lo que debas, Phil. Chef, quiero decir.
El Chef enarcó las cejas, sorprendido. Tenía los ojos vidriosos, pero parecía que Andy hablaba en serio.
– Ah, ¿sí?
– Por supuesto.
– ¿Qué haces aquí?
– Vengo a traerte malas noticias. Lo siento mucho.
El Chef pensó en lo que acababa de decirle y esbozó una sonrisa que reveló los pocos dientes que le quedaban.
– No hay malas noticias. Jesucristo va a volver, y eso es una buena noticia que se traga a todas las malas. Es el bonus track de las buenas noticias. ¿Estás de acuerdo?
– Sí, y digo aleluya. Por desgracia, o por suerte, supongo, imagino que deberías decir por suerte, tu mujer ya está con Él.
– ¿Que diga qué?
Andy estiró el brazo y bajó el cañón de la pistola para que apuntara al suelo. El Chef no hizo ningún esfuerzo por oponerse.
– Samantha está muerta, Chef. Lamento decirte que se ha quitado la vida esta noche.
– ¿Sammy? ¿Muerta? -El Chef tiró la pistola en la bandeja de un escritorio que había cerca. También bajó la mano del mando del garaje, pero no lo soltó; no se había desprendido de él desde hacía dos días, ni tan siquiera durante sus períodos de sueño, cada vez más escasos.
– Lo siento, Phil. Chef.
Andy le relató las circunstancias de la muerte de Sammy tal como se las habían contado a él, y concluyó con la reconfortante noticia de que «el bebé» estaba bien. (A pesar de su desesperación, Andy era una persona que siempre veía la botella medio llena.)
El Chef hizo un gesto de desdén con el mando del garaje al oír la noticia sobre el estado de Little Walter.
– ¿Se ha cargado a dos putos polis?
Andy se irguió al oír su reacción.
– Eran agentes de policía, Phil. Dos seres humanos. Ella estaba destrozada, no me cabe la menor duda, pero aun así es un acto reprochable. Debes retirar eso.
– ¿Que diga qué?
– No pienso permitir que insultes a nuestros policías.
El Chef meditó sobre ello.
– Sí, sí, vale, lo retiro.
– Gracias.
El Chef se inclinó desde su nada despreciable altura (fue como la reverencia de un esqueleto) y miró a Andy a la cara.
– Eres un cabrón muy valiente. ¿Verdad?
– No -respondió Andy, con sinceridad-. Lo que ocurre es que ya no me importa.
Al Chef le pareció ver algo que lo preocupó. Cogió a Andy del hombro.
– ¿Estás bien, hermano?
Andy rompió a llorar y se dejó caer en una silla bajo un cartel que decía: CRISTO VE TODOS LOS CANALES, CRISTO ESCUCHA TODAS LAS LONGITUDES DE ONDA. Apoyó la cabeza en la pared, bajo aquel siniestro lema, llorando como un niño al que han castigado por robar jamón. Era el hermano quien lo había hecho; ese hermano tan inesperado.
El chef cogió la silla del escritorio del director de la emisora y observó a Andy con la expresión de un naturalista que observa un animal exótico en plena naturaleza. Al cabo de un rato dijo:
– ¡Sanders! ¿Has venido aquí para que te matara?
– No -respondió Andy entre sollozos-. Quizá. Sí. No sé. Pero mi vida se ha ido al garete. Mi mujer y mi hija han muerto. Creo que Dios podría estar castigándome por vender esa mierda…
El Chef asintió.
– Es posible.
– … y estoy buscando respuestas. O el fin. O algo. Por supuesto, también quería contarte lo de tu mujer, es importante hacer lo correcto…
El Chef le dio una palmadita en el hombro.
– Y lo has hecho, hermano. Te estoy muy agradecido. No tenía mucha mano para la cocina, y tenía la casa como una pocilga, pero cuando iba colocada pegaba unos polvos de puta madre. ¿Qué tenía contra esos dos polis?
A pesar de su pena, Andy no tenía intención de mencionar la acusación de violación.
– Supongo que estaba disgustada por la Cúpula. ¿Sabes lo de la Cúpula, Phil, Chef?
El Chef volvió a hacer un gesto con la mano, al parecer en sentido afirmativo.
– Lo que dices sobre las metanfetaminas es correcto. Venderlas está mal. Es una afrenta. Pero fabricarlas… esa es la voluntad de Dios.
Andy dejó caer los brazos y miró al Chef con los ojos hinchados.
– ¿Eso crees? Porque no estoy muy seguro de que esté bien.
– ¿Alguna vez has tomado alguna?
– ¡No! -gritó Andy. Fue como si el Chef le hubiera preguntado si había mantenido relaciones sexuales con un cocker spaniel.
– ¿Te tomarías un medicamento si te lo recetara el médico?
– Bueno… sí, claro… pero…
– Las metanfetaminas son un medicamento. -El Chef lo miró con solemnidad, y le dio unos golpecitos en el pecho con el dedo para dar mayor énfasis a sus palabras. Bushey se había mordido las uñas y ahora le sangraban-. Las metanfetaminas son un medicamento. Dilo.
– Las metanfetaminas son un medicamento -repitió Andy en tono agradable.
– Así es. -El Chef se puso en pie-. Son un medicamento para la melancolía. Es de Ray Bradbury. ¿Has leído algo de él?
– No.
– Era un genio, joder. Sabía lo que decía. Escribió el mejor puto libro. Di aleluya. Ven conmigo. Voy a cambiarte la vida.
El primer concejal de Chester's Mills se dio a las metanfetaminas, como una rana a las moscas.
Había un sofá viejo y raído tras los fogones; allí sentados, bajo un cuadro de Jesucristo montado en moto (titulado: El compañero de carretera al que no ves), Andy y Chef Bushey se pasaban la pipa el uno al otro. Mientras queman, las metanfetaminas huelen a meado que lleva tres días en un orinal, pero después de la primera calada, Andy se convenció de que el Chef tenía razón: venderlo quizá era obra de Satán, pero la droga en sí era obra de Dios. El mundo apareció bajo una luz exquisita y delicadamente temblorosa que nunca había visto. Su ritmo cardíaco aumentó, los vasos sanguíneos del cuello se dilataron y se convirtieron en cables palpitantes, sentía un cosquilleo en las encías y un delicioso hormigueo en los huevos, como no le sucedía desde que era adolescente. Pero lo mejor de todo aquello era que la fatiga que se había apoderado de sus hombros y que lo había confundido desapareció. Sentía que podía mover montañas con una carretilla.
– En el Jardín del Edén había un árbol -dijo el Chef mientras le pasaba la pipa, de la que salían volutas de humo verde por ambos extremos-. El Árbol del Bien y el Mal. ¿Lo sabes?
– Sí. Sale en la Biblia.
– Por supuesto. Y en ese Árbol había una Manzana.
– Así es, así es. -Andy dio una calada tan pequeña que en realidad fue un sorbo. Quería más, lo quería todo, pero tenía miedo de que si daba una calada muy grande su cabeza saliera disparada y volara por el laboratorio como un cohete, lanzando gases abrasadores por la base.
– La carne de esa Manzana es la Verdad, y la piel es la Metanfetamina -dijo el Chef.
Andy lo miró.
– Es increíble.
El Chef asintió.
– Sí, Sanders. Lo es. -Cogió de nuevo la pipa-. ¿Es o no buena esta mierda?
– Es una mierda increíble.
– Jesucristo va a regresar en Halloween -dijo el Chef-. Probablemente unos días antes; no sé. Ya estamos en temporada de Halloween, ¿sabes? La temporada de la puta bruja. -Le pasó la pipa a Andy, y luego señaló con la mano en la que sostenía el mando del garaje-. ¿Ves eso? Al fondo de la galería. Sobre la puerta del almacén.
Andy miró.
– ¿Qué? ¿Ese bulto blanco? Parece arcilla.
– No lo es -respondió el Chef-. Es el Cuerpo de Cristo, Sanders.
– ¿Y esos cables que salen de él?
– Vasos por los que circula la Sangre de Cristo.
Andy reflexionó sobre el concepto y le pareció brillante.
– Muy bien. -Pensó un rato más-. Te quiero, Phil. Chef, quiero decir. Me alegro de haber venido aquí.
– Yo también -dijo el Chef-. Escucha, ¿quieres ir a dar una vuelta? Tengo un coche en algún lado, creo, pero no me siento del todo bien.
– Claro -respondió Andy. Se puso en pie. El mundo se balanceó un instante y luego se calmó-. ¿Adónde quieres ir?
El Chef se lo dijo.
Ginny Tomlinson estaba durmiendo en el mostrador de recepción con la cabeza sobre la portada de la revista People; Brad Pitt y Angelina Jolie retozaban en las olas de una tórrida isla en la que los camareros servían bebidas con pequeñas sombrillas de papel. Cuando algo la despertó a las dos menos cuarto de la madrugada del miércoles, encontró una aparición ante ella: un hombre alto y escuálido, con los ojos hundidos y el pelo apelmazado y alborotado. Llevaba una camiseta de la WCIK y unos vaqueros que colgaban de sus escuálidas caderas. Al principio Ginny creyó que estaba temiendo una pesadilla de muertos vivientes, pero entonces notó el olor. Ningún sueño olía tan mal.
– Soy Phil Bushey -dijo la aparición-. He venido a buscar el cuerpo de mi mujer. Voy a enterrarla. Enséñame dónde está.
Ginny no se negó. Le habría entregado todos los cuerpos con tal de librarse de él. Pasaron frente a Gina Buffalino, que se encontraba junto a una camilla, mirando al Chef con pálida aprehensión. Cuando Bushey se volvió para mirarla, la enfermera retrocedió.
– ¿Ya tienes tu disfraz de Halloween? -preguntó el Chef.
– Sí…
– ¿De qué vas a ir?
– De Glinda -respondió la chica con un hilo de voz-. Aunque imagino que no iré a la fiesta porque es en Motton.
– Yo voy a ir de Jesús -dijo el Chef. Siguió a Ginny como un fantasma sucio con unas Converse raídas de caña alta. Entonces se volvió. Estaba sonriendo. Con una mirada vacía-. Y estoy muy cabreado.
Diez minutos después, Chef Bushey salía del hospital llevando en brazos el cuerpo de Sammy, envuelto en sábanas. Un pie descalzo, con las uñas pintadas con esmalte rosa apenas visible, se balanceaba. Ginny le aguantó la puerta. No miró para ver quién estaba al volante del coche parado al ralentí frente a la entrada, algo por lo que Andy se mostró vagamente agradecido. Esperó hasta que la chica regresó adentro, entonces salió y le abrió una de las puertas posteriores al Chef, que manejaba la carga con gran facilidad para ser un hombre que parecía un montón de piel sobre un armazón de huesos. Quizá, pensó Andy, las metanfetaminas también dan fuerza. En tal caso, él empezaba a flaquear. La depresión volvía a apoderarse de él. Y la fatiga también.
– Bueno -dijo el Chef-. Ponte al volante. Pero antes pásame eso.
Le había dado a Andy el mando del garaje para que se lo guardara, y el concejal se lo devolvió.
– ¿A la funeraria?
El Chef lo miró como si estuviera loco.
– Nos vamos a la emisora de radio. Ahí es donde aparecerá Jesucristo cuando regrese.
– En Halloween.
– Así es -dijo el Chef-. O quizá antes. Mientras tanto, ¿me ayudarás a enterrar a esta hija de Dios?
– Por supuesto -respondió Andy. Luego añadió con timidez-: Tal vez antes podríamos fumar un poco más.
El Chef se rió y le dio una palmada en el hombro.
– Te gusta, ¿verdad? Lo sabía.
– Es un medicamento para la melancolía -añadió Andy.
– Tienes razón, hermano. Tienes toda la razón.
Barbie estaba en la cama, esperando el amanecer y lo que llegara luego. Durante el tiempo que estuvo destinado en Iraq se había entrenado a sí mismo para no preocuparse por lo que llegara luego, y aunque en el mejor de los casos era una habilidad limitada, había logrado dominarla hasta cierto punto. Al final, solo había dos reglas para convivir con el miedo (creía que vencer el miedo era un mito), y las repetía para sus adentros mientras esperaba.
Debo aceptar las cosas sobre las que no tengo ningún control.
Debo convertir las adversidades en ventajas.
La segunda regla implicaba que debía administrar con sumo cuidado todos los recursos y llevar a cabo la planificación con ellos en mente.
Tenía un recurso escondido en el colchón: su navaja del ejército suizo. Era pequeña, solo tenía dos hojas, pero incluso con la pequeña podría degollar a un hombre. Era muy afortunado de tenerla y lo sabía.
Fueran cuales fuesen los procedimientos sobre el ingreso de detenidos que hubiera seguido Howard Perkins, estos habían desaparecido desde su muerte y el ascenso de Peter Randolph. Las conmociones que había sufrido el pueblo en los últimos cuatro días habrían dejado fuera de combate a cualquier cuerpo de policía, supuso Barbie, pero en el caso de Chester's Mills había algo más. El problema era que Randolph era un hombre estúpido y chapucero, y en cualquier burocracia la tropa seguía el ejemplo del hombre que estaba al mando.
Le habían tomado fotografías y las huellas dactilares, pero pasaron cinco horas hasta que Henry Morrison, con aspecto cansado y asqueado, bajó a los calabozos y se detuvo a dos metros de la celda de Barbie. Fuera de su alcance.
– ¿Has olvidado algo? -preguntó Barbie.
– Vacía los bolsillos y échalo todo al pasillo -le ordenó Henry-. Luego quítate los pantalones y hazlos pasar entre los barrotes.
– Si lo hago, ¿me darás algo para beber para que no tenga que sorber de la taza del váter?
– ¿De qué hablas? Junior te ha traído agua. Yo mismo lo he visto.
– Le ha echado sal.
– Vale. Pues sí. -Pero Henry no las tenía todas consigo. Quizá aún quedaba un rastro de inteligencia humana en algún lugar-. Haz lo que te he dicho, Barbie. Barbara, quiero decir.
Barbie vació los bolsillos: la cartera, las llaves, las monedas, un pequeño fajo de billetes y la medalla de san Cristóbal que llevaba como amuleto de buena suerte. Por entonces la navaja del ejército suizo ya estaba oculta en el colchón.
– Por mí puedes llamarme Barbie cuando me pongáis una soga alrededor del cuello y me ahorquéis. ¿Es eso lo que tiene en mente Rennie? ¿Ahorcarme? ¿O será un pelotón de fusilamiento?
– Cierra el pico y mete los pantalones entre los barrotes. La camisa también. -Hablaba como un matón de pueblo, pero Barbie creía que parecía más inseguro que nunca, lo cual era una buena noticia. No estaba mal para empezar.
Bajaron dos de los nuevos policías niñatos. Uno sostenía un bote de spray de pimienta Mace; el otro una pistola de electrochoque Taser.
– ¿Necesita ayuda, agente Morrison? -preguntó uno de ellos.
– No, pero podéis quedaros ahí, al pie de la escalera, y vigilarlo hasta que yo haya acabado -respondió Henry.
– No he matado a nadie -dijo Barbie en voz baja y con toda la sinceridad de que fue capaz-. Y creo que lo sabes.
– Lo que sé es que más vale que cierres el pico, a menos que quieras que te hagamos un enema con la Taser.
Henry estaba hurgando en la ropa, pero no le había pedido que se quitara los calzoncillos y se abriera de piernas. Lo cacheaba tarde y mal, pero Barbie le reconoció cierto mérito por haberse acordado; había sido el único.
Cuando Henry acabó, dio una patada a los vaqueros -bolsillos vacíos y cinturón requisado- hacia los barrotes.
– ¿No me devuelves el medallón?
– No.
– Henry, piénsalo bien. ¿Por qué iba a…?
– Cierra el pico.
Henry se abrió paso entre los dos niñatos con la cabeza gacha y los efectos personales de Barbie en las manos. Los chicos lo siguieron, pero uno se detuvo el tiempo justo para lanzar una sonrisa burlona a Barbie y pasarse un dedo por el cuello.
Desde entonces había estado solo, sin nada que hacer salvo permanecer tumbado en la cama y mirar por la rendija de una ventana (de cristal opaco y reforzado con alambre), esperando el amanecer y preguntándose si intentarían hacerle el submarino o si lo de Searles no había sido más que una fanfarronada. Si eran tan chapuceros haciéndole el submarino como en los procedimientos de ingreso de nuevos presos, había muchas posibilidades de que lo ahogaran.
También se preguntó si bajaría alguien antes del amanecer. Alguien con una llave. Alguien que se acercara demasiado a la puerta. Con la navaja, la fuga no era una idea descabellada, pero seguramente lo sería en cuanto despuntara el alba. Quizá debería haberlo intentado cuando Junior le pasó el vaso de agua salada entre los barrotes… Aunque Junior tenía muchas ganas de usar su arma. Además, habría tenido pocas probabilidades de éxito, y Barbie no estaba tan desesperado. Al menos aún.
Y luego… ¿adónde habría ido?
Aunque hubiera logrado escapar y desaparecer, podría haber metido a sus amigos en muchos problemas. Después de un agotador «interrogatorio» por parte de policías como Melvin y Junior, podrían considerar la Cúpula el menor de sus problemas. Big Jim estaba al mando, y cuando los tipos como él se hacían con el poder, no se andaban con rodeos. Ponían la directa y no paraban hasta lograr su objetivo.
Se sumió en un sueño muy ligero e intranquilo. Soñó con la rubia de la vieja camioneta Ford. Soñó que ella paraba a recogerlo y que lograban salir de Chester's Mills a tiempo. Que se desabrochaba la blusa para mostrar las copas de un sujetador de encaje azul lavanda cuando una voz dijo:
– Eh, tú, imbécil. Despierta de una vez.
Jackie Wettington se quedó a pasar la noche en casa de los Everett, y aunque los niños guardaban silencio y la habitación de los invitados era cómoda, no podía dormir. A las cuatro de la madrugada decidió lo que había que hacer. Era consciente de los riesgos; también era consciente de que no podría descansar mientras Barbie siguiera en una celda de la comisaría. Si ella misma había sido capaz de dar un paso al frente y organizar una especie de resistencia -o tan solo una investigación seria de los asesinatos-, pensó que ya había empezado todo. Sin embargo, se conocía demasiado bien a sí misma para considerar esa idea. Todo lo que hizo en Guam y en Alemania se le dio muy bien (principalmente se trataba de sacar a soldados borrachos de los bares, de perseguir a los que se habían ido sin permiso y de limpiar los escenarios de accidentes de coche en la base), pero lo que estaba ocurriendo en Chester's Mills excedía con creces la escala salarial de un sargento mayor. O de la única agente de calle a tiempo completo que trabajaba con un puñado de pueblerinos que la llamaban la Tetona de la Comisaría a sus espaldas. Creían que no lo sabía, pero los había oído. Pero en ese momento el comportamiento sexista de nivel de instituto era la menor de sus preocupaciones. Aquello tenía que acabar, y Dale Barbara era el hombre que había elegido el presidente de Estados Unidos para ponerle fin. Ni siquiera el placer del comandante en jefe era la parte más importante. La primera regla era que no podías abandonar a tus chicos. Eso era algo sagrado, algo sabido y aceptado.
Tenía que empezar haciéndole saber a Barbie que no estaba solo. De ese modo él podría planear sus propias acciones en consecuencia.
Cuando Linda bajó al piso de abajo en camisón a las cinco de la madrugada, los primeros rayos de luz habían empezado a filtrarse por las ventanas y mostraban que los árboles y los arbustos estaban completamente inmóviles. No soplaba la menor brisa.
– Necesito una fiambrera -dijo Jackie-. Con forma de cuenco. Debería ser pequeña, y tiene que ser opaca. ¿Tienes algo parecido?
– Claro, pero ¿por qué?
– Porque vamos a llevarle el desayuno a Dale Barbara -respondió Jackie-. Cereales. Y le pondremos una nota en el fondo.
– ¿De qué hablas? No puedo hacerlo. Tengo hijos.
– Lo sé, pero no puedo hacerlo por mi cuenta porque no me dejarán bajar ahí sola. Tal vez sí, si fuera un hombre, pero con estas no. -Se señaló los pechos-. Te necesito.
– ¿Qué tipo de nota?
– Voy a sacarlo de allí mañana por la noche -dijo Jackie con más calma de la que en realidad sentía-. Durante la gran asamblea de mañana. No necesitaré que me eches una mano…
– ¡Es que no pensaba ayudarte en eso! -Linda se agarró el cuello del camisón.
– Baja la voz. Había pensado en Romeo Burpee, si puedo convencerle de que Barbie no mató a Brenda. Nos pondremos pasamontañas o algo por el estilo para que no puedan identificarnos. Nadie se sorprenderá; todo el pueblo sabe que Barbara tiene sus defensores.
– ¡Estás loca!
– No. Durante la asamblea habrá muy pocos agentes en comisaría, tres o cuatro chicos. Quizá solo un par. Estoy segura.
– ¡Pues yo no!
– Pero aún falta mucho para la noche de mañana. Tendrá que aguantarlos como mínimo hasta entonces. Dame la fiambrera.
– Jackie, no puedo hacerlo.
– Sí que puedes. -Era Rusty, que estaba junto a la puerta y parecía enorme con los pantalones cortos de gimnasio que llevaba y la camiseta de los New England Patriots-. Ha llegado el momento de empezar a asumir riesgos, haya hijos de por medio o no. Estamos solos, y hay que poner fin a todo esto.
Linda lo miró por un instante y se mordió el labio. Luego se agachó para abrir uno de los armarios.
– Las fiambreras están aquí.
Cuando llegaron a la comisaría de policía, el mostrador de recepción estaba vacío -Freddy Denton se había ido a casa a dormir un rato-, pero media docena de los agentes más jóvenes estaban sentados, bebiendo café y hablando, emocionados por estar despiertos a una hora que pocos habían vivido en un estado consciente. Entre ellos, Jackie vio a dos chicos de la multitudinaria prole de los Killian, a una motera de pueblo y asidua del Dipper's llamada Lauren Conree, y a Carter Thibodeau. No sabía cómo se llamaban los demás, pero reconoció a dos que nunca iban a clase y habían cometido pequeños delitos relacionados con las drogas y los vehículos de motor. Los nuevos «agentes», los más nuevos de los nuevos, no llevaban uniforme, sino una tira de tela azul atada al brazo.
Todos llevaban pistola, excepto uno.
– ¿Qué hacéis aquí tan pronto? -preguntó Thibodeau caminando hacia ellas-. Yo tengo excusa, se me han acabado los calmantes.
Los demás se carcajearon como trols.
– Hemos traído el desayuno de Barbara -dijo Jackie. Tenía miedo de mirar a Linda, miedo de la expresión que pudiera ver en su cara.
Thibodeau echó un vistazo a la fiambrera.
– ¿Sin leche?
– No la necesita -respondió Jackie, que escupió en el cuenco de Special K-. Ya los mojo yo.
Los demás estallaron en vítores. Varios aplaudieron.
Jackie y Linda llegaron a la escalera cuando Thibodeau dijo:
– Dame eso.
Por un instante, Jackie se quedó helada. Se vio a sí misma entregándole la fiambrera y luego intentando huir. Lo que la detuvo fue un hecho muy sencillo: no tenían adonde huir. Aunque hubieran logrado salir de la comisaría, las habrían alcanzado antes de que llegaran al Monumento a los Caídos.
Linda le arrancó la fiambrera de las manos y se la dio a Thibodeau, quien, en lugar de buscar una amenaza entre los cereales, escupió en ellos.
– Ahí va mi contribución -dijo.
– Espera un momento, espera un momento -dijo Lauren Conree. Era una pelirroja alta y delgada con cuerpo de modelo y las mejillas picadas por el acné. Hablaba con voz nasal porque se había metido un dedo en la nariz, hasta la segunda falange-. Yo también tengo algo para él. -El dedo resurgió con un gran moco en la punta. La señorita Conree lo depositó sobre los cereales, lo que le valió aplausos y el grito «¡Laurie se dedica a la extracción de petróleo verde!».
– Se supone que dentro de todas las cajas de cereales hay un juguete -dijo la chica con una sonrisa ausente. Se llevó la mano a la culata de la 45. Con lo delgada que era, Jackie pensó que si alguna vez tenía ocasión de dispararla el retroceso la haría caer de culo.
– Todo listo -sentenció Thibodeau-. Os acompañaré.
– Bien -dijo Jackie. Cuando pensó que había estado a punto de ponerse la nota en el bolsillo para intentar dársela a Barbie en mano, sintió un escalofrío. De repente, le pareció que el riesgo que estaban corriendo era una locura… no obstante, ya era demasiado tarde-. Pero quédate en la escalera. Y, Linda, mantente detrás de mí. Es mejor que no corramos ningún riesgo.
Pensó que tal vez Thibodeau intentaría rebatir sus órdenes, pero no lo hizo.
Barbie se incorporó. Al otro lado de los barrotes se encontraba Jackie Wettington con un cuenco de plástico blanco en una mano. Tras ella, Linda Everett sostenía la pistola con ambas manos, apuntando al suelo. Carter Thibodeau era el último de la fila, y se quedó al pie de la escalera; llevaba el pelo apelmazado, como si acabara de despertarse, y la camisa azul de uniforme desabrochada para mostrar el vendaje del hombro que le cubría el mordisco del perro.
– Hola, agente Wettington -dijo Barbie. Una tenue luz blanca empezaba a filtrarse por la rendija de la ventana. Eran esos primeros rayos de luz del día que hacen que la vida parezca la broma de todas las bromas-. Soy inocente de todas las acusaciones. No se pueden calificar de cargos porque aún no me han…
– Cállate -le espetó Linda-. No nos interesa.
– Muy bien, rubita -dijo Carter-. Así se hace. -Bostezó y se rascó el vendaje.
– Siéntate ahí -le ordenó Jackie a Barbie-. No muevas ni un músculo.
Barbara obedeció. La agente hizo pasar la fiambrera entre los barrotes. Era pequeña y pasó justo.
Barbie cogió el cuenco. Estaba lleno de cereales que parecían Special K. Un escupitajo brillaba sobre los cereales secos. Había algo más: un moco grande, verde, húmedo y manchado de sangre. Y aun así, su estómago rugió. Tenía mucha hambre.
También se sentía dolido, muy a su pesar. Porque Jackie Wettington, a quien reconoció como ex militar la primera vez que la vio (en parte por el corte de pelo, pero sobre todo por su porte), lo había decepcionado. Le resultó fácil asimilar la indignación de Henry Morrison. Sin embargo lo de Jackie era más difícil. Y la otra mujer policía, la que estaba casada con Rusty Everett, lo miraba como si fuera un animal raro o un bicho con aguijón. Había albergado ciertas esperanzas de que al menos algunos de los agentes oficiales…
– Come y calla -le ordenó Thibodeau desde la escalera-. Lo hemos preparado con todo el cariño para ti. ¿Verdad, chicas?
– Así es -convino Linda. Hizo una mueca apenas perceptible con la boca. Las comisuras de los labios se curvaron hacia abajo. Fue algo más que un tic, pero a Barbie le dio un vuelco el corazón. Creyó que Linda estaba fingiendo. Quizá era creer demasiado, pero…
Linda se movió un poco y se interpuso en la línea de visión entre Thibodeau y Jackie… aunque en realidad no había ninguna necesidad. El chico estaba muy atareado intentando mirar por debajo de su vendaje.
Jackie miró hacia atrás para asegurarse de que tenía vía libre, entonces señaló el cuenco, levantó las manos con las palmas hacia arriba y enarcó las cejas: Lo siento. Luego señaló a Barbie con dos dedos. Presta atención.
Él asintió.
– Disfruta del desayuno, imbécil -le espetó Jackie-. Ya te traeremos algo mejor a mediodía. Quizá una hamburguesa con meados.
Thibodeau soltó una carcajada desde la escalera, donde se estaba arreglando el vendaje.
– Eso si te queda algún diente -añadió Linda. No sonó despiadada, ni siquiera enfadada. Solo pareció asustada: una mujer que prefería estar en cualquier otra parte antes que ahí. Sin embargo, Thibodeau no se dio cuenta. Seguía analizando el estado del hombro.
– Venga -dijo Jackie-. No quiero ver cómo engulle.
– ¿Están demasiado secos? -preguntó Thibodeau. Se puso en pie mientras las mujeres recorrían el pasillo que había entre las celdas y la escalera. Linda guardó la pistola-. Porque si es así… -Carraspeó con fuerza para arrancarse las flemas.
– Ya me las arreglo -dijo Barbie.
– Claro que sí -replicó Thibodeau-. De momento. Luego ya veremos.
Subieron por la escalera. Thibodeau, que iba el último, le dio una palmada en el trasero a Jackie. Ella se rió y le dio un inocente manotazo. Era buena, mucho mejor que Linda. Pero ambas acababan de demostrar que tenían agallas. Muchas agallas.
Barbie cogió el moco y lo tiró hacia la esquina en la que había meado. Se limpió la mano con la camisa. Luego hurgó en los cereales y, en el fondo, encontró un trozo de papel.
«Intenta aguantar hasta mañana por la noche. Si podemos sacarte, ve pensando en algún lugar seguro. Ya sabes qué hacer con esto.»
Barbie lo hizo.
Una hora después de haberse comido la nota y los cereales, oyó unos pasos que descendían lentamente por la escalera. Era Big Jim Rennie, vestido de traje y corbata, listo para empezar otro día al frente del gobierno bajo la Cúpula. Entró seguido de Carter Thibodeau y de otro tipo, uno de los Killian, a juzgar por la forma de la cabeza. El muchacho llevaba una silla que le creaba bastantes problemas; era lo que los yanquis de antaño habrían llamado un «garrulo». Le dio la silla a Thibodeau, que la puso frente a la celda, al final del pasillo. Rennie se sentó, pero antes se subió las perneras con sumo cuidado, para no arrugar la raya.
– Buenos días, señor Barbara. -Había cierto matiz de satisfacción en el uso de aquel tratamiento civil.
– Concejal Rennie -dijo Barbie-. ¿Qué puedo hacer por usted aparte de darle mi nombre, mi rango y número de serie… que no estoy seguro de poder recordar?
– Confesar. Ahorrarnos unos cuantos problemas y aliviar las penas de su propia alma.
– Anoche el señor Searles mencionó la tortura del submarino -dijo Barbie-. Me preguntó si la había visto en Iraq.
Rennie esbozó una sonrisa que parecía decir «Cuéntame más, los animales que hablan son muy interesantes».
– De hecho, sí. No tengo ni idea de la frecuencia con la que se utilizó esta técnica en el campo de batalla, los informes discrepaban, pero fui testigo de su uso en dos ocasiones. Uno de los hombres acabó hablando, aunque su confesión no sirvió de nada. El hombre al que identificó como fabricante de bombas de Al-Qaida resultó ser un maestro que había huido hacia Kuwait catorce meses antes. El otro hombre al que se le practicó el submarino tuvo una convulsión y sufrió daños cerebrales, por lo que no pudimos obtener ninguna confesión de él. Aunque en caso de que hubiera sido capaz de hablar, estoy seguro de que habría confesado. Todo el mundo canta cuando se le somete al submarino, por lo general en cuestión de minutos. Estoy seguro de que yo también lo haría.
– Pues ya sabe cómo ahorrarse todo ese dolor -replicó Big Jim.
– Parece cansado, señor. ¿Se encuentra bien?
La pequeña sonrisa fue sustituida por una expresión ligeramente ceñuda. Surgía de la profunda arruga que había entre las cejas de Rennie.
– Mi estado actual no le concierne. Permítame que le dé un consejo, señor Barbara: si usted deja de tomarme el pelo, yo no se lo tomaré a usted. Lo que debería preocuparle es su estado actual. Quizá de momento esté bien, pero eso podría cambiar. En cuestión de minutos. Mire, estoy pensando en ordenar a mis chicos que le hagan el submarino. Es más, lo estoy pensando muy seriamente. De modo que es mejor que confiese esos asesinatos. Ahórrese un montón de dolor y de problemas.
– Creo que no. Y si me torturan, tal vez empiece a hablar de todo tipo de cosas. Supongo que debería tener eso en mente cuando decida quién quiere que esté en la habitación cuando empiece a hablar.
Rennie pensó en eso. Aunque iba hecho un pincel, sobre todo para ser tan temprano, tenía mal color de cara y círculos púrpura alrededor de los ojos. No tenía buen aspecto. Si Big Jim caía muerto en ese preciso instante, Barbie preveía dos posibles escenarios. En uno de ellos el feo ambiente político de Chester's Mills se calmaba sin que se produjeran más altercados. En el otro se desataba un caótico baño de sangre en el que la muerte de Barbie (probablemente por linchamiento, más que ante un pelotón de fusilamiento) era seguida por una purga de sus supuestos cómplices de conspiración. Julia podría ser la primera de la lista. Y Rose la segunda; la muchedumbre asustada creía a pie juntillas en la culpa por asociación.
Rennie se volvió hacia Thibodeau.
– Aléjate un poco, Carter. Quédate en la escalera, por favor.
– Pero si intenta agarrarle…
– Entonces lo matarías. Y lo sabe. ¿Verdad, señor Barbara?
Barbie asintió.
– Además, no pienso acercarme más. Por este motivo quiero que te alejes un poco. Vamos a mantener una conversación privada.
Thibodeau obedeció.
– Dígame, señor Barbara, ¿de qué cosas hablaría?
– Lo sé todo sobre el laboratorio de metanfetaminas -dijo Barbie en voz baja-. El jefe Perkins lo sabía y estaba a punto de detenerlo. Brenda encontró el archivo en el ordenador. Por eso usted la mató.
Rennie sonrió.
– Es una fantasía ambiciosa.
– Al fiscal general del estado no se lo parecerá, dado su móvil. No se trata de un laboratorio cutre en una caravana; estamos hablando de la General Motors de las metanfetaminas.
– Antes de que acabe el día -dijo Rennie-, el ordenador de Perkins será destruido. Y el de su mujer también. Supongo que habrá una copia de ciertos papeles en la caja fuerte de Duke (sin importancia, por supuesto; un montón de basura tendenciosa recopilada con fines políticos, el fruto de la mente de un hombre que siempre me odió); en tal caso, la caja fuerte se abrirá y los documentos serán quemados. Por el bien del pueblo, no el mío. Estamos en una situación de crisis. Tenemos que mantenernos unidos.
– Brenda pasó una copia de ese archivo antes de morir.
Big Jim sonrió y mostró una doble hilera de pequeños dientes.
– Una fabulación merece otra, señor Barbara. ¿Quiere que fabule yo también?
Barbie extendió las manos con las palmas hacia arriba: Faltaría más, adelante.
– En mi fabulación, Brenda viene a verme y me cuenta lo mismo. Me dice que le ha dado la copia de la que habla a Julia Shumway. Pero sé que es una mentira. Tal vez tuvo la intención de hacerlo, pero no lo hizo. Y aunque fuera cierto… -Se encogió de hombros-. Sus partidarios quemaron el periódico de Julia anoche. Fue una mala decisión por su parte. ¿O acaso fue idea suya?
Barbara repitió:
– Hay otra copia. Sé dónde está. Si me torturan, confesaré dónde se encuentra. A voz en grito.
Rennie se rió.
– Se expresa con gran sinceridad, señor Barbara, pero me he pasado toda la vida regateando, y reconozco un farol cuando lo oigo. Tal vez debería ordenar que lo ejecutaran sumariamente y listo. El pueblo lo celebraría.
– ¿Hasta qué punto lo celebraría si antes usted no descubriera a mis cómplices de conspiración? Incluso Peter Randolph podría cuestionar la decisión, y eso que no es más que un lameculos estúpido y miedoso.
Big Jim se puso en pie. Sus mejillas sebosas se habían teñido del color del ladrillo viejo.
– No sabe con quién está jugando.
– Claro que sí. Me cansé de ver a tipos de su calaña en Iraq. Llevaban turbante en lugar de corbata, pero por lo demás eran iguales. Incluso en lo que se refiere a ese montón de chorradas sobre Dios.
– Bueno, me ha convencido para que no lo torturemos con el submarino -dijo Big Jim-. Y es una pena, porque tenía ganas de verlo en persona.
– No me cabe duda.
– De momento lo dejaremos en esta celda tan acogedora, ¿de acuerdo? No creo que vaya a comer mucho, porque si come no podrá pensar. ¿Quién sabe? Si le da por el pensamiento constructivo, tal vez se le ocurran mejores motivos para que le permita seguir con vida. Los nombres de la gente del pueblo que está contra mí, por ejemplo. Una lista completa. Le doy cuarenta y ocho horas. Entonces, si no me convence de lo contrario, será ejecutado en la plaza del Monumento a los Caídos, ante todo el pueblo. Servirá de ejemplo para los demás.
– De verdad que no tiene muy buen aspecto, concejal.
Rennie lo miró muy serio.
– La gente de su calaña es la que causa la mayoría de los problemas del mundo. Si no creyera que su ejecución serviría de fuerza unificadora y catarsis necesaria para el pueblo, haría que el señor Thibodeau le descerrajara un tiro en este preciso instante.
– Hágalo y todo saldrá a la luz -replicó Barbie-. Todos los habitantes del pueblo conocerán su operación. Y entonces a ver cómo logra el consenso en la maldita asamblea de mañana, tirano de pacotilla.
Las venas de los costados del cuello de Big Jim se hincharon; otra palpitación en el centro de la frente. Por un instante pareció que estaba a punto de explotar. Entonces sonrió.
– Sobresaliente en esfuerzo, señor Barbara. Pero miente.
Se fue. Se fueron todos. Barbie se sentó en la cama, sudando. Sabía que estaba muy cerca del límite. Rennie tenía motivos para mantenerlo con vida, pero no eran sólidos. Y luego estaba la nota que le habían entregado Jackie Wettington y Linda Everett. La expresión del rostro de la señora Everett sugería que sabía lo suficiente como para estar aterrorizada, y no solo por sí misma. Habría sido más seguro para él que hubiera intentado huir usando la navaja, dado el nivel de profesionalismo del cuerpo de policía de Chester's Mill, creyó que podría lograrlo. Necesitaría un poco de suerte, pero era factible.
Sin embargo, no tenía ningún modo de decirles que le dejaran intentarlo solo.
Se tumbó y se puso las manos en la nuca. Una pregunta lo acuciaba más que las otras: ¿qué había pasado con la copia del archivo VADER destinado a Julia? Porque ella no lo había recibido; estaba seguro de que Rennie había dicho la verdad al respecto.
No tenía forma de saberlo, y lo único que podía hacer era esperar.
Tumbado de espaldas, mirando al techo, Barbie se puso a ello.