Paulatinamente Cristo fue habituándose a aquel insólito mundo. Las fieras, aves y reptiles que vivían en el jardín estaban bien adiestradas. Con algunas de ellas incluso hizo amistad. Los perros con piel de yaguar, que tanto le asustaron el primer día, ahora eran sus mejores amigos, le lamían las manos y lo acariciaban. Las llamas le admitían el pan de la mano. Los loros se le posaban en el hombro.
Las fieras y el jardín estaban atendidos por doce negros, tan callados o mudos como Jim. Cristo jamás los oyó conversar entre sí. Cada uno de ellos hacía en silencio su trabajo. Jim venía a ser algo así como su capataz. Los vigilaba y les distribuía las obligaciones. Cristo — inesperadamente para él mismo — fue designado ayudante de Jim. No estaba sobrecargado de trabajo, y la manutención era excelente. Es decir, no tenía motivos para lamentarse de su vida. Sólo una cosa le inquietaba: el siniestro silencio de los negros. Estaba seguro de que Salvador les había cortado a todos la lengua. Las raras veces que Salvador requería la presencia de Cristo, el indígena siempre pensaba: «Va a cortarme la lengua». Pero el indio perdió muy pronto el miedo por su lengua.
En cierta ocasión Cristo se topó con Jim dormido a la sombra de un olivo. El negro yacía supinado, con la boca abierta. Cristo aprovechó la ocasión para aproximarse sigilosamente y mirarle la boca al dormido. Esto le persuadió de que el viejo africano tenía la lengua en su sitio, y lo tranquilizó en cierta medida.
Salvador distribuía rigurosamente su jornada laboral. De siete a nueve de la mañana recibía a indios enfermos, de nueve a once operaba, luego se retiraba a la villa y se entregaba al trabajo científico en el laboratorio. Practicaba operaciones a animales, estudiando posteriormente los resultados con la máxima minuciosidad. Cuando concluía el período de observación, Salvador enviaba a los animales al jardín. Haciendo la limpieza a veces en la casa. Cristo solía entrar en el laboratorio. Cuanto veía allí era para él asombroso. En tarros de vidrio, con ciertas soluciones, latían diversos órganos. Brazos y piernas amputadas seguían viviendo. Y cuando esas extremidades vivas, separadas del cuerpo, se enfermaban Salvador las curaba, restableciendo en ellas la vida que tendía a extinguirse.
A Cristo todo esto le infundía espanto. Prefería estar entre los monstruos en el jardín.
Pese a la confianza que Salvador le evidenciaba al indio, Cristo no se atrevía a cruzar el tercer muro. Pero la curiosidad pudo más. Un mediodía, cuando el personal dormía la siesta, el indígena se acercó furtivamente al muro. Del otro lado llegaban voces de niños: conseguía distinguir algunas palabras de la lengua que usaban los indios. Pero, a veces, entre las voces pertenecientes a niños, se distinguían otras más finas, chillonas, cual si discutieran con los niños y hablasen un lenguaje incomprensible.
En cierta ocasión, Salvador tropezó accidentalmente con Cristo en el jardín y, mirándole como de costumbre de hito en hito, profirió:
— Cristo, hace un mes que trabajas en mi hacienda y me agrada tu laboriosidad. En el jardín de abajo se ha enfermado uno de mis criados. Tú serás quien lo supla. Verás allí infinidad de cosas nuevas. Pero ten bien presente mi condición: no te vayas de la lengua, si no quieres perderla.
— Doctor, con sus mudos ya he perdido casi el hábito de hablar — repuso Cristo.
— Tanto mejor. Callar es ganar. Si sigues callando ganarás muchos pesos de oro. Dentro de semanas espero poder curar a mi criado enfermo. A propósito, ¿conoces bien los Andes?
— Soy de la cordillera, señor.
— Magnífico. Necesito más animales y aves. Vendrás conmigo. Y ahora vete. Jim te acompañará al jardín inferior.
Cristo se había habituado ya a muchas rarezas, pero lo que vio en el jardín inferior estaba por encima de cuanto pudiera imaginarse.
En una vasta pradera bañada de sol retozaban monos y niños desnudos. Eran niños de diversas tribus indias. Había entre ellos algunos muy chiquitos: unos tres años, el mayor tendría doce. Muchos de ellos habían sido sometidos a serias intervenciones quirúrgicas y le debían la vida a Salvador. El período de convalecencia lo pasaban jugando y correteando por el jardín y, luego, cuando se reponían venían sus padres y los recogían.
Además de los niños allí vivían monos sin cola y sin un solo pelo en todo su cuerpo.
Lo más asombroso era que todos los monos — unos mejor, otros peor — sabían hablar. Discutían con los niños, peleaban, chillaban con sus finas vocecitas. Lo fundamental era que convivían pacíficamente y se peleaban con ellos igual que los mismos niños entre sí.
Había momentos en que Cristo no podía distinguir si eran monos auténticos o personas.
Cuando recorrió el jardín. Cristo advirtió que era menor que el superior, tenía el declive más áspero y terminaba en el mismo acantilado de la bahía.
El mar debía estar muy cerca de este muro, pues se oía el rumor de la marejada.
Varios días después Cristo examinó la roca y se persuadió de que era artificial. Otro muro más, el cuarto. Entre la espesura de glicinia Cristo descubrió una puerta de hierro gris, pintada del color de la roca, haciéndola esto totalmente imperceptible.
Cristo prestó oído. De detrás de la roca no llegaba un solo ruido, excepto el producido por la marejada. ¿Adonde conduciría tan angosta puerta? ¿A la orilla del mar?
De súbito se oyó tremenda algarabía. Los chiquillos gritaban mirando al cielo. Cristo alzó la vista y vio un pequeño globo rojo, de los que usan los niños para jugar, que sobrevolaba lentamente el jardín. El viento se lo llevaba hacia el mar.
El globo de niño que pasó sobre el jardín inquietó en sumo grado a Cristo. No hallaba sosiego. Tan pronto el criado enfermo se repuso. Cristo fue a ver a Salvador y le dijo:
— Doctor, pronto partiremos para los Andes, lo más seguro, para mucho tiempo. Permítame ir a ver a mi hija y a mi nieta.
A Salvador no le gustaba cuando los criados salían del patio, por eso prefería a la gente sin familia. Cristo aguardó en silencio, mirando a los ojos de Salvador.
Este le espetó una gélida mirada y le recordó:
— Ten presente mi condición. ¡Cuídate la lengua! Vete. No tardes más de tres días. ¡Espérate!
Salvador se retiró a otra pieza y regresó con un saquito de gamuza, en el que sonaban monedas de oro.
— Es para tu nieta. Y para tí por guardar silencio.