El capitán del «Medusa» bajó al camarote para reflexionar sobre lo sucedido.
— ¡Es para volverse loco! — profirió Zurita, mientras se refrescaba la cabeza con un jarro de agua tibia —. ¡El monstruo marino habla un castellano perfecto! ¿Qué significará esto? ¿Una brujería? ¿Una locura? Pero, no puede ser que se vea afectada simultáneamente de locura toda la marinería. Es imposible, incluso, que dos personas tengan el mismo sueño. Pero todos hemos visto al «demonio marino». Eso es incuestionable. Y por inverosímil que pueda parecer, existe. — Zurita volvió a refrescarse la cabeza con agua y la asomó por la portilla, exponiéndola a la brisa —. Sea como fuere — prosiguió algo más tranquilo —, ese monstruoso ser está dotado de razón y puede obrar con arreglo a la misma. Por lo visto, se siente tan bien bajo el agua, como en la superficie. Y, para colmo, habla castellano. Esto facilitará notablemente el entendimiento. Se le podría… quiero decir que se le podría cazar, domesticar y hacerle pescar ostras. Ese sapo, con su aptitud para vivir en el agua, podría reemplazar a todo un equipo de pescadores. ¡Menudo negocio! A cada pescador, quiérase o no, hay que darle la cuarta parte de la captura. Ese sapo, sin embargo, saldría gratis. Con él se podría hacer, en poco tiempo, un capitalazo; ganar centenares de miles, millones de pesetas.
Y Zurita dio rienda suelta a la imaginación. Siempre había soñado con hacerse rico, buscando madreperlas donde nadie las pescaba. Zonas perlíferas tan famosas como el Golfo Pérsico, las costas occidentales de Ceilán, el Mar Rojo y las aguas australianas estaban demasiado lejos, además, se venían explotando desde hacía mucho tiempo. ¿Probar suerte en el golfo de México, el de California, la isla Margarita o…? La goleta de Zurita estaba demasiado tronada para realizar travesías hacia costas venezolanas, donde se criaban las mejores perlas americanas. Le faltaban pescadores. Total, el negocio requería ser ampliado, y al patrón le faltaba plata. Eso le obligó a limitarse a faenar en aguas argentinas. ¡Pero ahora! Ahora podría enriquecerse en un año. Sólo necesitaba una cosa: cazar al «demonio marino».
Sería el hombre más rico de Argentina, tal vez, de América. El dinero le desbrozará el camino al poder. El nombre de Pedro Zurita estaría en boca de todo el mundo. Pero hay que ser muy comedido. Lo principal es saber guardar el secreto.
Zurita subió al puente, reunió a la marinería — hasta al cocinero — y les dijo:
— ¿Ustedes saben la suerte que corrieron quienes se aventuraron a difundir rumores sobre el «demonio marino»? Pues entérense: la policía los detuvo y están en la cárcel. Debo advertirles que lo mismo les sucederá a cuantos se les ocurra jactarse de haber visto al «demonio marino». Irán a dar con sus huesos en el presidio. ¿Entendido? Pues, bien, si no les ha hastiado todavía la vida, olvídense del «demonio» y ni palabra.
«Lo mismo, no se lo va a creer nadie. Se parece demasiado a un cuento» pensó Zurita, mientras hacía pasar a Baltasar a su camarote para confiarle el plan, y hacerle su único confidente.
Baltasar escuchó atentamente al patrón y, tras breve pausa, repuso:
— Sí, sería fenómeno. El «demonio marino» valdría por centenares de buzos. No estaría mal tener a nuestro servicio a ese «demonio». Pero, ¿cómo cazarlo?
— Con red — respondió Zurita.
— La cortará, igual que le rajó el vientre al tiburón.
— Podemos encargar una metálica.
— ¿Y quién lo va a cazar? A nuestros buzos les entra tembleque en cuanto les mencionas al «demonio». No se atreverían ni por un saco de oro.
— Baltasar, y tú, ¿te atreverías?
El indio se encogió de hombros:
— Jamás he cazado «demonios marinos». Se le podría acechar y, si es de carne y hueso, matarlo; eso no sería difícil. Pero usted lo necesita vivo.
— Baltasar, ¿no le tienes miedo? ¿Qué opinas del «demonio marino»?
— ¿Qué puedo opinar del jaguar que sobrevuela los mares, o del tiburón que trepa a los árboles? A la fiera desconocida siempre se la teme más. Pero me encanta cazar animales fieros.
— Te aseguro que la recompensa será generosa. — Zurita le estrechó la mano y continuó desarrollando su plan-: Cuantos menos participen, mejor. Trata este asunto con los araucanos. Es gente valiente, ingeniosa. Si los nuestros no accedieran, busca entre otros. El «demonio» se mantiene junto a la orilla. Hay que localizar su guarida. Así caerá en la red con más facilidad.
Zurita y Baltasar se enfrascaron de lleno en el asunto. Por encargo del patrón se elaboró una red de alambre, semejante a un enorme tonel sin fondo. En el interior del retel se colocaron redes de cáñamo para que el «demonio» se enredara en ellas como en una telaraña. La tripulación fue despedida. De toda la marinería del «Medusa» Baltasar sólo consiguió persuadir a dos araucanos para que participaran en la cacería del «demonio». A los otros tres los reclutó en Buenos Aires.
Decidieron acechar al «demonio» en la bahía donde la tripulación del «Medusa» lo vio por primera vez. Para no despertar sospechas del monstruo, la goleta ancló a varios kilómetros del lugar previsto. Zurita y sus acompañantes se dedicaban a pescar, de vez en cuando, como si eso fuera el objetivo de su presencia. Simultáneamente, tres de ellos se turnaban atalayando desde la orilla lo que sucedía en la bahía.
Tocaba su fin la segunda semana, pero el «demonio» no aparecía por parte alguna.
Baltasar trabó amistad con la gente costanera, rancheros indios a quienes vendía pescado a bajo precio y, conversando con ellos sobre los avatares de la vida, les sonsacaba información acerca del «demonio marino». De esa forma el viejo indio se enteró de que el lugar elegido para el acecho era el más adecuado: muchos indios, de los que residían más cerca de la costa, habían oído los trompetazos y detectado sus pisadas en la arena. Aseveraban que los talones del «demonio» eran como los humanos, pero los dedos, mucho más largos. En ocasiones los indios advertían en la arena la impronta de su espalda, solía acostarse en la playa.
El «demonio» no causaba daño alguno a los lugareños, y éstos dejaron de prestar atención a las huellas que él, de vez en vez, solía dejar, patentizando así su presencia. Pero nadie afirmaba haberlo visto.
El «Medusa» permaneció en la bahía dos semanas haciendo ver que pescaba. Durante esas dos semanas Zurita, Baltasar y los indios contratados no le quitaron ojo a la superficie del mar, pero el «demonio marino» no aparecía. Zurita comenzó a inquietarse. Era impaciente y avaro. Cada día costaba dinero y ese «demonio» se estaba haciendo esperar. Pedro comenzó a vacilar. Si ese monstruo resulta ser sobrenatural, no se le va a poder cazar con ningún tipo de red. Y no sólo eso, resultaría riesgoso enfrentarse a un diablo como ese: Zurita era supersticioso. ¿Qué hacer? ¿Traer al «Medusa», por si acaso, un sacerdote con cruz y custodias? Pero eso supondría mayores gastos. O, ¿tal vez, el «demonio marino» no sea demonio alguno sino un bromista, buen nadador, disfrazado de diablo para asustar a la gente? ¿El delfín? ¡Bah! Eso no significa nada, se le puede domar y adiestrar como a cualquier animal. ¿No sería preferible abandonar esta empresa?
Zurita prometió recompensar al primero que descubriera al «demonio», y decidió esperar varios días más.
Cual sería su alegría cuando, por fin, al comienzo de la tercera semana el monstruo apareció.
Tras concluir la pesca diurna, Baltasar dejó en la orilla una lancha llena de pescado y fue a visitar a un indio amigo que vivía en un rancho cercano. A la mañana siguiente la vecindad debía acudir a comprar el pescado. Pero al regresar vio que la lancha estaba vacía. Baltasar comprendió de inmediato que era una fechoría del «demonio».
«¿Será posible que se haya zampado tanto pescado?» — exclamó sorprendido Baltasar.
Aquella misma noche uno de los vigías indios oyó el sonido de la trompa en la parte sur de la bahía. Dos días después, bien de mañana, un joven araucano comunicaba que, al fin, había conseguido localizar el «demonio». Este había llegado con el delfín, pero no montado — como la vez anterior —, sino remolcado, asido de un ancho collar de cuero. Una vez en la bahía, el «demonio» le quitó el collar, golpeó cariñosamente al animal y se sumergió al pie de un acantilado. El delfín emergió y desapareció.
Zurita escuchó el relato del araucano, le agradeció el informe y, tras prometerle recompensa, profirió:
— Hoy, por el día, dudosamente salga el «demonio» de su madriguera. Debemos aprovecharlo para efectuar el reconocimiento del fondo. ¿Quién se ofrece?
Nadie quería descender al fondo y arriesgarse a verse cara a cara con el monstruo.
Baltasar se adelantó.
— ¡Yo lo haré! — dijo tajante. Baltasar cumplió lo prometido.
El «Medusa» seguía anclado. Excepto los marineros de guardia, los demás desembarcaron y se dirigieron al acantilado de la bahía.
Baltasar se amarró una soga — para que pudieran sacarlo si resultara herido —, tomó un cuchillo, sujetó entre las piernas una piedra, y descendió al fondo.
Los araucanos esperaban impacientes su retorno con la mirada clavada en la mancha que se divisaba en las azuladas tinieblas del fondo, sobre el que proyectaban sus sombras las rocas. Transcurrieron cuarenta, cincuenta segundos, un minuto, pero Baltasar no retornaba. Al fin, le dio un tirón a la soga y lo sacaron a la superficie. Cuando cobró aliento, dijo:
— Un angosto paso conduce a una gruta. Está tan oscuro como en la panza de un tiburón. El «demonio marino» sólo podrá ocultarse en esa caverna. En torno a dicha entrada la roca es absolutamente lisa.
— ¡Magnífico! — exclamó Zurita —. Está oscuro, tanto mejor. Tenderemos nuestras redes y el pececito caerá.
Tan pronto se puso el sol, los indios bajaron las redes de alambre, sujetas con fuertes sogas, y las colocaron a la entrada de la gruta. Los cabos fueron amarrados a la orilla. Baltasar colgó de las sogas unas campanillas cuyo sonido debía anunciar el mínimo contacto con las redes.
Zurita, Baltasar y los cinco araucanos se sentaron en la orilla a la expectativa.
En la goleta no había quedado nadie.
Oscurecía rápidamente. Salió la Luna y su luz se reflejó en la superficie del océano. Imperaba la quietud y el silencio. La probabilidad de que, de un momento a otro, pudieran ver al extraño ser que infundía pavor a pescadores y buscadores de perlas, suscitaba insólita emoción en los presentes.
El tiempo transcurría con extraordinaria lentitud. Los hombres comenzaban a dormitar.
De pronto, sonaron las campanillas. Los agazapados se pusieron en pie de un salto, corrieron hacia las sogas y empezaron a jalar la red. Se sentía evidentemente pesada. Algo se estremecía en ella, haciendo trepidar las cuerdas.
El aparejo emergió, al fin, en la superficie. En él se retorcía el cuerpo de un ser semihumano-semibestia. Bajo la pálida luz lunar relucían unos enormes ojos y plateadas escamas. El «demonio» realizaba extraordinarios esfuerzos, tratando de liberar una mano que se le había enredado. Habiéndolo conseguido, comenzó a cortar vigorosamente la red con un cuchillo que llevaba colgado de una fina correa a la cintura.
— ¡Inútiles esfuerzos, no lo conseguirás! — dijo bajito Baltasar, entusiasmado con la caza.
Pero, quedó pasmado al ver cómo el cuchillo superaba, con relativa facilidad, el obstáculo que suponía el alambre. El «demonio» ensanchaba con diestros golpes la abertura, mientras los pescadores se apuraban a sacar la red a la orilla.
— ¡Más fuerte! ¡Arriba! ¡Arriba! — gritaba Baltasar.
Pero en el mismo momento en que la presa parecía estar ya en sus manos, el «demonio» se deslizó por la abertura y cayó al agua, levantando un surtidor de relucientes salpicaduras, y desapareciendo en la profundidad.
Los pescadores, desesperados, soltaron la red.
— ¡Excelente cuchillo! ¡Hasta el alambre corta! — dijo Baltasar con evidente admiración en la voz —. Los herreros submarinos son más expertos que los nuestros.
Con la cabeza gacha, Zurita miraba el agua cual si se hubiera tragado todo su patrimonio.
Alzó luego la cabeza, dio un tirón al mostacho y pateó el suelo con rabia.
— ¡No, te equivocas! — gritó —. Antes te pudrirás en tu gruta, que yo ceda. ¡No escatimaré dinero, traeré buzos con escafandras, cubriré la bahía de redes y trampas, pero no te escaparás!
Era valiente, perseverante y obstinado. No en vano corría por las venas de Pedro Zurita sangre de conquistadores españoles. Además, valía la pena.
El «demonio marino» no resultó ser sobrenatural ni todopoderoso. Era, obviamente, de carne y hueso, como decía Baltasar. Eso significaba que podía ser cazado, encadenado y obligado a extraer, para Zurita, riquezas submarinas. Baltasar lo conseguirá aunque el mismo Neptuno salga en defensa del «demonio marino» con su tridente.