MONTADO SOBRE UN DELFÍN



El sol acababa de salir, pero achicharraba ya sin piedad. El cielo, de argentado azul, estaba absolutamente despejado, y el océano, como una balsa de aceite. El «Medusa» se hallaba a veinte kilómetros al sur de Buenos Aires. Obedeciendo el consejo de Baltasar, fondeó en una pequeña bahía cerca de una acantilada costa que emergía del agua en forma de dos enormes terrazas.

Los botes se esparcieron por la bahía. Cada uno llevaba, como era costumbre, dos buzos que se alternaban en sus funciones: uno buceaba y el otro le sacaba. Luego, viceversa.

Una de las lanchas se aproximó considerablemente a la orilla. El buzo abrazó con los pies una gran piedra de coral, sujeta al extremo de la soga, y bajó rápidamente al fondo.

El agua estaba tibia y transparente, se veían con nitidez las piedras del fondo. Más hacia la orilla parecían estar arraigados corales: inmóviles arbustos de los jardines submarinos. Pequeños peces, dorados y plateados, se paseaban por los paradisíacos vergeles.

Tan pronto tocó fondo, el buzo se agachó y comenzó a arrancar ostras y a ponerlas en la red que llevaba al cinto. Su compañero sostenía el otro cabo de la soga y, recostado sobre la borda del bote, miraba a través del agua cristalina.

Vio, de súbito, que el buzo se puso rápidamente en pie, se asió de la soga y dio tal tirón que faltó muy poco para que el compañero saliera por la borda. La sacudida zarandeó el bote. El indio apostado en la lancha se apuró a subir al compañero y le ayudó a encaramarse en la embarcación. La respiración del hombre que acababa de salir del agua era tan dificultosa que le obligaba a abrir tremendamente la boca, y los ojos se le saltaban de las órbitas. Su bronceado rostro se tornó gris, tal era su palidez.

— ¿Un tiburón?

El buzo no acertó a responder y rodó al fondo del bote.

¿Qué le habrá podido asustar tanto? El indio miró por la borda y comenzó a examinar el agua. Efectivamente, algo sucedía allí. Los pececitos, cual pajaritos al ver a un halcón, se apresuraban a buscar refugio en los frondosos matorrales submarinos.

De pronto, el indio vio cómo por detrás de una roca aparecía algo semejante a humo rojizo. El humo se disipaba lentamente, tiñendo el agua de color rosa. Seguidamente surgió algo oscuro. Ese algo viró lentamente y se perdió tras un saliente de la roca. El humo purpúreo en el fondo del mar sólo podía ser sangre. ¿Qué habrá sucedido? El indio miró a su compañero, pero éste yacía supinado, inmóvil, respirando ansioso con la boca y la mirada ausente clavada en el cielo. El indio comenzó a remar inmediatamente hacia el «Medusa», temeroso por la vida de su compañero.

Al fin el buzo se recuperó, pero parecía haber perdido el hábito de hablar: sólo mugía, sacudía la cabeza y resoplaba.

Los pescadores que se hallaban en ese momento en la goleta rodearon al buzo, esperando impacientes sus explicaciones.

— ¡Habla de una vez! — le gritó, al fin, un joven indio que sacudía vigorosamente al buzo —. Habla, o te arranco de cuajo esa alma de cobarde que anida en tu pecho.

El buzo meneó la cabeza y dijo con voz sorda:

— He visto… al «demonio marino».

— ¿Al mismo…?

— ¡Pero desembucha, pronto! — gritaban impacientes los pescadores.

— De pronto vi que se me venía encima un tiburón. Venía directo a mí. Ha llegado mi último instante, pensé. Era enorme, negro, y ya había abierto la boca, disponiéndose a devorarme. Pero en ese instante veo que se aproxima…

— ¿Otro tiburón?

— ¡El «demonio»!

— ¿Cómo es? ¿Tiene cabeza?

— ¿Cabeza? Sí, creo que sí. Los ojos son como vasos.

— Si tiene ojos tiene que tener cabeza — manifestó con seguridad el joven indio —. Los ojos han de estar clavados a algo. Y zarpas, ¿tiene?

— Como las ranas. Los dedos largos, verdes, con uñas y unidos por membranas. El cuerpo le brilla como si estuviera cubierto de escamas. Se acercó al tiburón, le relució la zarpa y ¡zas! La panza del tiburón comenzó a chorrear sangre…

— Y ¿cómo son sus piernas? — inquirió uno de los pescadores.

— ¿Las piernas? — el buzo trató de hacer memoria —. No tiene piernas. Sólo una gran cola con dos culebras al final.

— ¿Cuál de los dos te asustó más, el tiburón o el monstruo?

— El monstruo — respondió sin vacilar —. Aunque me salvó la vida. Pero era él…

— Sí, era él.

— El «demonio marino» — profirió el indio.

— El «Dios marino» — le corrigió un indígena anciano —, que acude en ayuda de los desposeídos.

La noticia llegó con extraordinaria celeridad a los botes esparcidos por la bahía. Los pescadores se apresuraron a regresar a la goleta y a subir las lanchas a bordo.

Se agolparon en torno al buzo, salvado por el «demonio marino», quien les repetía una y otra vez el relato, siempre aderezado con nuevos detalles. Recordó, por ejemplo, que el monstruo despedía llamas rojas por las fosas nasales, y sus dientes eran afilados y largos como los dedos de las manos; que movía las orejas, tenía aletas laterales y larga cola a modo de remo.

Pedro Zurita — desnudo de medio cuerpo, en blanco calzón corto, calzando grandes zapatos a pie desnudo y cubierto con sombrero de paja —, se paseaba por la cubierta prestando oído a las conversaciones.

Cuanto más se entusiasmaba el narrador, más se persuadía Pedro de que todo aquello era fruto de la imaginación del buzo, inspirado por el susto que se llevó al ver cómo se le venía encima el escualo.

«Aunque, no podía ser todo de su cosecha, pues alguien le tenía que haber rajado el vientre al tiburón: el agua se había tornado, realmente, sanguinolenta. El indio miente, no cabe duda, pero en eso algo verídico hay. Qué historia tan extraña, ¡maldita sea!»

En ese preciso momento, las reflexiones de Zurita se vieron interrumpidas por el sonido de la trompa, salido inesperadamente de allende la roca.

Cual tremenda tronada, el sonido dejó atónita a la marinería del «Medusa». El murmullo cesó de inmediato, los rostros palidecieron. Aquellos hombres miraban, con supersticioso pavor, hacia donde se había sentido el trompetazo.

Cerca del peñasco retozaba a flor de agua un cardumen de delfines. Uno de ellos se separó de los demás, dio un fuerte resoplido — cual si respondiera a la señal de la trompeta —, se dirigió veloz hacia la roca y desapareció tras los peñascos. Transcurrieron varios instantes de angustiosa espera. De súbito, desde la cubierta de la goleta vieron cómo por detrás del peñasco apareció el delfín. Sobre su lomo iba a horcajadas, como en brioso corcel, un extraño ser: el «demonio» recién descrito por el buzo. El monstruo tenía cuerpo de hombre, enormes ojos — semejantes a antiguos relojes de bolsillo —, que relucían bajo los rayos solares cual faros de automóvil; la piel era de delicado azul plateado, las manos, como las de las ranas: color verde oscuro, largos dedos y membranas entre ellos. De la rodilla para abajo las piernas iban hundidas en el agua, por lo que resultaba imposible apreciar si terminaban en forma de cola, o eran como las humanas. Aquel extraño ser sostenía en la mano una larga caracola que hizo sonar de nuevo a modo de trompa, soltó una alegre carcajada como cualquier humano, y gritó de súbito en castellano puro: «¡Apúrate, Leading, adelante!» Golpeó cariñosamente con su mano de rana el brillante lomo del cetáceo y le espoleó, golpeándole los costados con las piernas. El delfín, cual buen corcel, aceleró la marcha.

A los pescadores se les escapó un grito.

El insólito jinete se volvió, y al ver a la gente se deslizó como una lagartija del delfín, ocultándose tras el cuerpo de éste. Sólo se vio una mano verde que asomó por encima del lomo y golpeó al animal. El delfín, obediente, se sumergió junto con el monstruo.

La extraña pareja describió un semicírculo bajo el agua y desapareció tras un arrecife…

El insólito espectáculo no duró más de un minuto, pero los espectadores tardaron en recuperarse del asombro.

Lo que se formó en cubierta fue una auténtica barahúnda, los pescadores gritaban, corrían con las manos a la cabeza. Los indios se hincaban de rodillas suplicando clemencia al Dios del mar. El joven mexicano subió, del susto, al palo de vela mayor y comenzó a gritar. Los negros bajaron a la bodega y se acurrucaron en un rincón.

Todo venía a indicar que la situación no era la más propicia para reanudar la faena. A Pedro y a Baltasar les costó un triunfo restablecer el orden. El «Medusa» levó anclas y puso proa hacia el Norte.



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