ENOJOSO ENCUENTRO



El estado de Ictiandro era realmente pésimo. La herida le dolía. Tenía fiebre. Y la respiración al aire se hacía cada vez más dificultosa.

Pero por la mañana, pese al malestar, partió hacia la orilla para verse con Lucía. Ella llegó a mediodía. Hacía un calor insoportable. A causa del recalentado aire y del fino polvo blanco Ictiandro comenzaba a sofocarse. El quería quedarse a la orilla del mar, pero Lucía tenía prisa, debía volver a la ciudad.

— El padre debe ausentarse por asuntos del negocio y yo debo reemplazarle en la tienda.

— Permítame, entonces, que la acompañe — dijo el joven, y se fueron caminando por el polvoriento camino que conducía a la ciudad.

A su encuentro, con la cabeza gacha, venía Olsen. Evidentemente preocupado, pasó de largo sin advertir a Lucía. Pero la joven le llamó.

— Necesito decirle unas palabras — dijo Lucía, dirigiéndose a Ictiandro, y, volviendo sobre sus pasos, se acercó a Olsen. Ellos hablaron rápido y en voz baja. Parecía que la joven le suplicaba.

Ictiandro caminaba unos pasos más atrás.

— Bien, de madrugada — oyó la voz de Olsen. El gigante estrechó la mano de la joven, se despidió con un movimiento de cabeza y continuó a paso ligero su camino.

Cuando Lucía volvió, a Ictiandro le ardían las mejillas y las orejas. Estaba deseoso de poner en claro con Lucía todo lo referente a Olsen, pero no sabía cómo empezar.

— No puedo más — comenzó jadeante —, debo saber… Olsen… ustedes me ocultan algún secreto. Ustedes deberán encontrarse por la noche. ¿Usted le ama?

Lucía tomó la mano de Ictiandro, le miró con ternura y, con una dulce sonrisa en los labios, le preguntó:

— ¿Me cree usted?

— Sí… usted sabe que yo la amo — Ictiandro ya sabía qué significaba eso —, pero es que yo… es que sufro tanto.

Era cierto. La incertidumbre atormentaba a Ictiandro, pero en ese mismo instante él sintió, además, un cortante dolor en los costados. Se sofocaba. Desapareció el color de sus mejillas y la palidez invadió su rostro.

— Usted está enfermo — se inquietó la chica —. Tranquilícese, le ruego. Cariño, no quería decirle todo, pero se lo diré para que se sosiegue. Oiga lo que le voy a decir.

Pero en ese momento alguien que pasaba galopando, al ver a Lucía paró en seco al caballo y se acercó a la pareja de jóvenes. Ictiandro reconoció inmediatamente al hombre del bigote, ya entrado en años y con perilla.

Ictiandro sabía que lo había visto en otra ocasión, pero ¿dónde? ¿En la ciudad? No… Ah, sí, en la orilla.

El jinete golpeó con la fusta la bota, lanzó una mirada suspicaz y hostil a Ictiandro y le tendió la mano a Lucía.

Aprovechó el momento para elevarla a nivel de la silla, le besó la mano y soltó una risotada.

— ¡Has caído, pichona! — Habiendo soltado la mano de la desconcertada joven, prosiguió tratando de ocultar su irritación con el tono burlón-: ¡Habráse visto que en vísperas de la boda la novia se pase los días paseando con chicos jóvenes!

Lucía se enojó, pero él no la dejó expresarse:

— Su padre hace mucho que la está esperando. Volveré a la tienda dentro de una hora.

Ictiandro ya no oyó las últimas palabras. Se le nublaron los ojos, se le hizo un nudo en la garganta y la respiración se interrumpió. No podía permanecer más al aire.

— Entonces… me ha engañado usted… — articuló con los labios ya amoratados. El quería hablar, quería expresar toda su pena o enterarse de todo, pero el dolor en los costados se hacía insoportable, casi perdía el conocimiento.

Al fin Ictiandro salió corriendo hacia el acantilado y se lanzó al mar.

A Lucía se le escapó un grito y se tambaleó. Luego corrió hacia Pedro Zurita.

— ¡Pronto! ¡Sálvelo!

Pero Zurita no se movió del sitio.

— No acostumbro a impedir que otros se suiciden, si ellos lo desean — dijo sin inmutarse.

Lucía corrió hacia la orilla con la intención de tirarse al mar. Zurita espoleó al caballo, alcanzó a la joven, la asió de los hombros, la sentó en la silla y salió al galope.

— No acostumbro a molestar a otros, si no me molestan a mí. ¡Así está mejor! ¡Tranquilícese de una vez, Lucía!

La joven no respondía. Estaba inconsciente. Sólo al llegar a la tienda recobró el sentido.

— ¿Quién era ese joven? — indagó Pedro. Lucía lo miró con ira y masculló:

— Suélteme.

Zurita frunció el ceño. «Boberías — pensó —. Su príncipe azul se tiró al mar. Tanto mejor.» Y dirigiéndose a la tienda, Zurita exclamó:

— ¡Baltasar!

Baltasar salió corriendo.

— Aquí tienes a tu hija. Y dame las gracias. Acabo de salvarla; quería tirarse al mar detrás de un apuesto joven. Es la segunda vez que le salvo la vida y sigue despreciándome. Pero esa terquedad se acabará muy pronto. — Y soltó una risotada, como era costumbre de él —. Regresaré dentro de una hora. ¡Y no olvides lo convenido!

Baltasar, con humillantes reverencias, recibió su hija de las manos de Pedro.

El jinete espoleó el caballo y se fue.

Padre e hija entraron en la tienda. Lucía se sentó desconsolada y tapó la cara con las manos.

Baltasar cerró la puerta y, andando por la tienda, comenzó a hablar atropelladamente. Pero nadie le atendía. Con el mismo éxito les podía haber soltado un sermón a los animales disecados que tenía en los anaqueles.

«Se tiró al agua — pensaba la joven, recordando el rostro de Ictiandro —. ¡Desdichado! Primero Olsen, luego ese absurdo encuentro con Zurita. ¿Cómo se habrá atrevido a decirme novia? Ahora todo se vino abajo…»

Lucía seguía sin poder contener el llanto. Sentía enorme pena por Ictiandro. Tan sencillo, tan tímido; ¿acaso podían compararse con él los frívolos y arrogantes jóvenes de Buenos Aires?

«¿Qué hacer ahora? — pensaba —. ¿Tirarme al mar como Ictiandro? ¿Suicidarme?»

Y Baltasar seguía hablando sin cesar:

— ¿Comprendes, hija? Sería nuestra ruina. Todo cuanto ves en nuestra tienda le pertenece a Zurita. Mi propia mercancía no constituye ni la décima parte. Todas las perlas nos las suministra Zurita. Pero si le niegas la mano otra vez, se llevará toda su mercancía y no volverá a tener negocio conmigo, ¡Y eso será la ruina! ¡La ruina absoluta! Sé buena, ten compasión de tu anciano padre.

— Acaba ya y cásate con él.

— ¡No! — respondió Lucía.

— ¡Maldición! — exclamó desesperado Baltasar —. ¡Si te empeñas, ya… ya… no seré yo, será Zurita quien te haga entrar en razón! — Y el anciano se retiró a su laboratorio dando un portazo.



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