EN LA CÁRCEL



Los expertos que examinaban a Ictiandro debían prestar atención no sólo a las propiedades físicas del joven, sino también a sus facultades mentales.

— ¿En qué año estamos? ¿En qué mes? ¿En qué día? ¿Qué día de la semana es hoy? — preguntaban los expertos.

La respuesta de Ictiandro era:

— No sé.

No hallaba respuesta a las preguntas más sencillas y corrientes. Pero no podía considerársele anormal. El desconocía muchas cosas debido a las originales condiciones de su existencia y educación. Era un niño grande. Y los expertos llegaron a la conclusión: «Ictiandro está incapacitado». Esto le liberaba de la responsabilidad judicial. El tribunal dictó la extinción del proceso contra Ictiandro y decidió constituir su tutela. Manifestaron el deseo de ser tutores de Ictiandro dos personas: Zurita y Baltasar.

Salvador tenía toda la razón cuando afirmó que Zurita lo había denunciado por venganza. Pero Zurita no sólo se vengaba de Salvador por haberle quitado a Ictiandro. El patrón del «Medusa» perseguía otro fin más: quería volver a obtener a Ictiandro procurando ser su tutor. Zurita no escatimó una decena de valiosas perlas y sobornó a los integrantes del tribunal y del consejo de tutela. Ahora Zurita estaba ya muy cerca del objetivo codiciado.

Alegando a su paternidad, Baltasar exigía que le concedieran los derechos de tutor. Pero, pese a los esfuerzos de Larra, los expertos manifestaron que ellos no podían establecer la identidad de Ictiandro con el hijo de Baltasar nacido hace veinte años, basándose solamente en los testimonios de un solo testigo. Cristo; además, siendo éste hermano de Baltasar, lo que no infundía a los expertos plena confianza.

Larra no podía saber que en el asunto se habían inmiscuido el fiscal y el obispo. El tribunal necesitaba a Baltasar durante el proceso como víctima y como padre a quien le quitaron y mutilaron el hijo. Pero el tribunal y la iglesia no se proponían reconocer la paternidad de Baltasar y entregarle a Ictiandro: era menester hacer desaparecer a Ictiandro.

A Cristo, que vivía ahora en la casa de su hermano, le preocupaba la salud de éste, pues se pasaba las horas ensimismado, sin dormir ni comer, o, inopinadamente, le entraban arrebatos de rabia, durante los que corría por la tienda de un lado para otro gritando: «¡Hijo mío, hijo mío!» En esos momentos maldecía a los españoles, profiriendo blasfemias e improperios en todas las lenguas.

En cierta ocasión, tras uno de esos accesos, Baltasar manifestó:

— Mira, hermano, me voy a la cárcel. Regalaré a los guardianes mis mejores perlas para que me permitan vera Ictiandro. Hablaré personalmente con él. El hijo legítimo debe reconocer a su padre. De alguna manera tiene que revelarse mi sangre.

Cristo trató de disuadir al hermano, pero era inútil. Baltasar se mantenía en sus trece.

El indio fue a la penitenciaría. Suplicando a los guardianes — lloraba, se postraba a sus pies, imploraba —, dejó un reguero de perlas desde la entrada, hasta el calabozo de Ictiandro.

En esta reducida celda, escasamente iluminada por una angosta ventana enrejada, el ambiente era pesado y pestilente; los guardianes cambiaban rara vez el agua en el tanque y no se preocupaban de recoger los restos del pescado con que alimentaban al insólito cautivo.

Al pie del muro situado frente a la ventana había un tanque de hierro…

Baltasar se acercó y miró la oscura superficie del agua que cubría a Ictiandro.

— ¡Ictiandro! — le llamó muy quedo —. Ictiandro… — insistió.

En la superficie del agua se produjo un ligero escarceo, pero el joven no se asomó.

Tras esperar un instante, Baltasar alargó la temblorosa mano y la hundió en la tibia agua. La mano tropezó con un hombro.

Ictiandro sacó la cabeza, se incorporó hasta aparecer los hombros sobre la superficie y preguntó:

— ¿Quién es? ¿Qué quiere?

Baltasar se hincó de rodillas y, con las manos tendidas, habló presuroso:

— Ictiandro, tu padre, tu legítimo padre ha venido a verte. Salvador no es tu padre. Salvador es un mal hombre. El fue quien te mutiló… ¡Ictiandro! ¡Ictiandro! Pero mírame como es debido. ¿Será posible que no reconozcas a tu padre?

El agua se escurría lentamente por los espesos cabellos del joven a su pálido rostro y goteaba del mentón. Triste y algo asombrado, miraba a aquel viejo indígena.

— Yo no le conozco — repuso el joven.

— Ictiandro — gritó Baltasar —, pero mírame bien. — Y el viejo indio agarró, súbitamente, la cabeza del joven, la atrajo hacia sí y comenzó a cubrirla de besos, llorando a lágrima viva.

Ictiandro, tratando de eludir tan inesperada caricia, agitó de tal forma el agua que se derramaba en el piso de baldosa.

Una robusta mano agarró a Baltasar por el cuello, lo levantó en vilo y lo tiró a un rincón. Baltasar cayó al suelo, golpeándose la cabeza contra la pared.

Al abrir los ojos Baltasar vio a Zurita con el puño derecho crispado y blandiendo triunfante un papel en la mano izquierda.

— ¿Ves esto? Es la disposición que me designa tutor de Ictiandro. Vas a tener que buscarte un hijo rico en otro lugar, porque a este me lo llevo yo mañana por la mañana. ¿Entendido?

Todavía en el suelo, Baltasar emitió una especie de rugido sordo y amenazador. Y acto seguido, se puso en pie de un salto, se arrojó sobre su enemigo y lo derribó.

El indio logró arrebatarle a Zurita el documento, lo metió en la boca y siguió golpeando al español.

Era una pelea a ultranza.

El carcelero, que se encontraba a la puerta con las llaves en la mano, estimó necesario mantenerse neutral, pues había sido sobornado por ambos. El guardián sólo se inquietó cuando vio que Zurita estaba a punto de torcerle el pescuezo al viejo:

— ¡Me lo va a estrangular!

Pero Zurita tan enfurecido estaba que no prestó la mínima atención a las advertencias del carcelero, y Baltasar lo habría pasado muy mal de no aparecer en la celda un nuevo personaje.

— ¡Magnífico! ¡El señor tutor en pleno entrenamiento para ejercer sus derechos! — se oyó la voz de Salvador —. ¿Y usted qué hace? ¿Se le han olvidado sus obligaciones? — le alzó la voz al carcelero, cual si fuera el director de la penitenciaría.

El exabrupto de Salvador surtió efecto. El carcelero fue presto a separar a los peleantes.

Al ruido acudieron otros guardianes y, entre todos, separaron a Baltasar y a Zurita.

Zurita podía considerarse vencedor en la pelea. Pero Salvador hasta vencido era más fuerte que sus adversarios. Incluso aquí, en esta celda, en calidad de recluso, Salvador seguía dirigiendo los sucesos y a los hombres.

— Llévense de la celda a estos camorristas — ordenó Salvador a los carceleros —. Necesito quedarme a solas con Ictiandro.

Y los guardianes obedecieron. Pese a las protestas y a las injurias de Zurita y Baltasar, se los llevaron. La puerta de la celda se cerró.

Cuando se dejaron de oír en el pasillo las voces que se alejaban, Salvador se acercó al tanque y le dijo a Ictiandro que había emergido:

— Levántate, Ictiandro. Ven aquí, al medio de la celda. Necesito auscultarte.

El joven obedeció.

— Así — prosiguió Salvador —, que te dé la luz. Respira. Más profundo. Más. Corta la respiración. Bien…

Salvador examinó detenidamente el tórax de Ictiandro y escuchó la intermitente respiración del joven.

— ¿Te sofocas?

— Sí, padre — respondió Ictiandro.

— Es producto de tu desobediencia — le repuso Salvador —, no debías haber estado tanto tiempo al aire.

Ictiandro agachó la cabeza pensativo. Luego, como impulsado por un resorte interno, alzó la vista, miró fijamente a los ojos de Salvador, e inquirió:

— Padre, ¿pero por qué no he de hacerlo, padre? ¿Por qué todos pueden y yo no?

Para Salvador resistir aquella mirada, llena de tácito reproche, era más difícil que comparecer ante el tribunal. Pero Salvador la resistió.

— Porque tú puedes lo que nadie en el mundo, lo que ninguna persona puede hacer: vivir bajo el agua… Ictiandro, dime, si se te concediera la posibilidad de optar entre ser como todos y vivir solamente en la tierra, o vivir sólo bajo el agua, ¿qué preferirías?

— No sé… — respondió el joven reflexionando.

A él le eran igual de entrañables el mundo submarino y la tierra, Lucía. Pero a Lucía la había perdido para siempre…

— Ahora preferiría el océano — dijo el joven.

— Esa opción la has hecho mucho antes, Ictiandro, cuando con tu desobediencia alteraste el equilibrio de tu propio organismo. Ahora sólo podrás vivir bajo el agua.

— Pero no en ésta, padre, tan horrible y sucia. Ahora me atraen enormemente los espacios oceánicos.

Salvador reprimió un suspiro.

— Ictiandro, te aseguro que haré cuanto sea posible para liberarte de esta cárcel. ¡Animo! — Y, con una alentadora palmada en el hombro, Salvador dejó a Ictiandro y se fue a su celda.

Sentado en un taburete junto a una angosta mesa, Salvador se sumió en sus meditaciones.

Como todo cirujano había conocido los fracasos. No fueron pocas las vidas que se extinguieron bajo su bisturí, a causa de sus propios errores, antes de que alcanzara la habilidad y la perfección actuales. Sin embargo, no sentía remordimiento por aquellas víctimas. Perecieron decenas, salvados fueron millares. Estos cálculos aritméticos le dejaban satisfecho.

Pero Ictiandro era algo muy distinto. El se consideraba responsable por la suerte del joven. Ictiandro era su orgullo. Quería al joven como su obra maestra. Se había encariñado con él y lo quería como a un hijo. Y ahora la enfermedad de Ictiandro y la suerte que pudiera correr en lo sucesivo inquietaban y preocupaban a Salvador.

Alguien llamó a la puerta de la celda.

— ¡Adelante! — exclamó Salvador.

— ¿No le molestaré, señor profesor? — preguntó muy bajito el celador de la cárcel.

— En absoluto — respondió Salvador levantándose —. ¿Cómo están su esposa y el niño?

— Bien, muchas gracias. Los he enviado a casa de la suegra, muy lejos de aquí, a los Andes…

— Sí, el aire de montaña les favorecerá — asintió Salvador.

Pero el celador no se iba. Mirando con recelo hacia la puerta, se acercó al profesor y le dijo confidencialmente:

— Profesor, yo le debo la vida por haber salvado a mi esposa, a la que quiero como…

— No tiene por qué agradecerme nada, es mi deber.

— No puedo quedar en deuda con usted — dijo el celador —. Y no sólo eso. Soy un hombre con escasa instrucción, pero leo la prensa y sé lo que significa el profesor Salvador. No se puede consentir que a un hombre como usted lo tengan en la cárcel junto con maleantes y bandoleros.

— Mis amigos científicos — dijo sonriendo Salvador — creo que han conseguido internarme en un sanatorio como loco.

— El sanatorio de la cárcel es lo mismo — le objetó el celador —, incluso peor: en vez de bandoleros le rodearán locos. ¡Don Salvador entre locos! ¡No, no, eso no puede ser!

Y bajando la voz hasta el susurro, el celador prosiguió:

— Lo he pensado todo. No en vano envié a la familia a la cordillera. Le organizaré la fuga a usted y desapareceré. La necesidad me obligó a realizar este trabajo, pero lo odio. A mí no me encontrarán, y usted… usted se irá de este maldito país, en el que mandan curas y mercaderes. Quería decirle otra cosa — continuó tras cierta vacilación —. Le voy a revelar un secreto de mi servicio, un secreto de Estado…

— Puede no revelármelo — le interrumpió Salvador.

— Sí, pero… es que yo mismo no podré… no podré cumplir la horrible orden que he recibido. Sería un remordimiento de conciencia para toda mi vida. Y si se lo revelo tendré la conciencia tranquila. Usted ha hecho tanto por mí, y ellos… Lo primero que a mis jefes no les debo nada, y, segundo, que me inducen al crimen.

— ¡No me diga! — inquirió Salvador asombrado.

— Sí, me he enterado de que a Ictiandro no se lo entregarán ni a Baltasar, ni al tutor Zurita, aunque este último ya tiene el documento en el bolsillo. Pero incluso Zurita, pese a sus generosas dádivas, no lo recibirá porque… decidieron que Ictiandro debía ser muerto.

Salvador hizo un ligero movimiento.

— ¿Ah, sí? ¡Continúe…!

— Sí, decidieron matar a Ictiandro; el que más insistía en ello era el obispo, aunque no pronunció una sola vez la palabra «matar». Me dieron un veneno, creo que es cianuro potásico. Esta noche debo echarle el veneno al agua del tanque. El médico de la cárcel está sobornado. El establecerá que Ictiandro murió a causa de la operación que usted le practicó y lo convirtió en anfibio. Si no cumplo la orden conmigo se portarán de la forma más cruel. Y yo tengo familia… Después me matarán a mí y nadie se enterará de lo sucedido. Yo estoy en sus manos por completo. Tengo en mi pasado un pequeño delito… casi casual… Por eso he decidido huir de todos modos, ya lo tengo todo listo para la fuga. Pero yo no puedo, no quiero matar a Ictiandro. Y salvarles a los dos — a usted y a Ictiandro — resulta difícil en tan poco tiempo, casi imposible. Pero a usted puedo salvarlo. Lo tengo todo rumiado. Lo siento mucho por Ictiandro, pero la vida de usted es más necesaria. Usted, con su arte, puede crear otro Ictiandro, pero nadie en el mundo podrá crear otro Salvador.

Salvador se acercó al carcelero, le estrechó la mano y dijo:

— Se lo agradezco, pero para mí no puedo admitir ese sacrificio. A usted podrán capturarlo y, entonces, ya no habrá quien lo salve del proceso.

— ¡Ningún sacrificio! Todo está bien calculado.

— Espérese. Para mí, personalmente, no puedo admitir ese sacrificio. Pero si usted salvara a Ictiandro haría más que si me salvara a mí mismo. Yo estoy sano y fuerte, siempre encontraré amigos que me ayuden a salir de este presidio. Pero a Ictiandro hay que liberarlo inmediatamente.

— Su deseo es para mí una orden — dijo el celador.

Cuando salió, Salvador esbozó una sonrisa y murmuró:

— Eso es mejor. Que a nadie le toque la manzana de la discordia.

Salvador se paseó por la celda y susurró: «¡Pobre chico!» Se acercó a la mesa, escribió algo en un papel, luego se fue hacia la puerta y la golpeó.

— Necesito ver al celador de la cárcel.

Cuando se presentó el requerido, Salvador le dijo:

— Quisiera pedirle otro favor. No podría organizarme una cita con Ictiandro, la última.

— No hay nada más sencillo. Todos los jefes se han ido, tenemos la cárcel a nuestra disposición.

— Magnífico. Sí, algo más quisiera pedirle.

— Mande, doctor.

— Con la liberación de Ictiandro usted me hace un favor enorme.

— Pero el que usted me ha hecho a mí, profesor…

— Bien, consideremos que estamos en paz — le interrumpió Salvador —. Pero yo puedo y quiero ayudar a la familia de usted. Aquí tiene esta nota. Sólo lleva una dirección y una letra: la «S», de Salvador. Diríjase a esa dirección. Es persona de confianza. Podría ocultarse allí temporalmente, y si necesitara dinero…

— Pero…

— Nada de peros. Lléveme pronto a ver a Ictiandro.

Ictiandro se extrañó al ver entrar a Salvador en la celda. Nunca había visto a su padre tan triste y cariñoso.

— Ictiandro, hijo mío — pronunció Salvador —. Tendremos que separamos antes de lo que yo me suponía, y, posiblemente, para largo. Tu suerte me traía preocupado. Sobre ti se ciernen millares de peligros… Si te quedaras aquí podrías perecer, o, en el mejor de los casos, ser cautivo de Zurita o de cualquier otro malvado por el estilo.

— ¿Padre, y tú?

— El tribunal me condenará a dos, o más, años de prisión. Mientras yo permanezca recluido tú debes estar en un lugar seguro, lo más lejos posible. Ese lugar existe, pero dista mucho de aquí. Está al occidente de América del Sur, en el océano Pacífico Austral, y es una isla que forma parte del archipiélago Tuamotú. No te va a ser fácil llegar, pero todos los peligros que puedas encontrar en el camino no tendrán ni punto de comparación con los que te esperan aquí, en casa, en el golfo de La Plata. Te va a ser más fácil llegar y localizar esas islas que eludir aquí redes y trampas del pérfido enemigo.

«¿Qué derrotero trazarte? Para alcanzar ese lugar deberás rodear el subcontinente por el Norte o por el Sur. Ambas vías tienen sus ventajas y sus inconvenientes. El rumbo norte es algo más largo. Además, esta opción te haría pasar del Atlántico al Pacífico por el canal de Panamá, lo que no deja de entrañar cierto riesgo: te podrían capturar, sobre todo en las esclusas; o, al mínimo descuido, te podría aplastar un barco. El canal no es muy ancho ni muy profundo: en su parte más ancha tiene noventa y un metros y su profundidad es de doce metros y medio. Los transatlánticos de gran calado pueden tocar fondo con la quilla.

«Sin embargo, tendrás la ventaja de que toda la ruta pasa por aguas tibias. Además, del canal de Panamá arrancan hacia occidente tres importantes vías marítimas: dos, hacia Nueva Zelanda, y una, hacia las islas Fiji y más allá. Eligiendo la vía del medio y siguiendo a los barcos — incluso, de ser posible, enganchándote a alguno —, llegarías casi al lugar de destino. Por lo menos, las dos vías que van hacia Nueva Zelanda tocan la zona del archipiélago Tuamotú. Y sólo tendrías que desplazarte un poquito más al Norte.

«La vía que pasa por el extremo Sur es más corta, pero tendrás que nadar en aguas frías, próximas a la frontera de los hielos flotantes; sobre todo si doblas por el cabo de Hornos en la Tierra del Fuego, extremo sur de la América meridional. El estrecho de Magallanes es excepcionalmente impetuoso. Para ti no es, naturalmente, tan peligroso como para los vapores, pero no deja de serlo. Para los veleros era un verdadero cementerio. Por la parte oriental es ancho, y por la occidental, estrecho. Además, está sembrado de arrecifes e islotes. Fuertes vientos occidentales impulsan el agua hacia oriente, es decir, contra la dirección que tú llevarás. Esas vorágines son peligrosas hasta para ti sumergido.

«Por eso te recomiendo que dobles el cabo de Hornos, aunque se alargue la ruta, y no vayas por el estrecho de Magallanes. El agua del océano va enfriando paulatinamente, por eso espero que tú también irás habituándote gradualmente y seguirás sano. Las reservas de víveres y de agua no pueden ser para ti objeto de preocupación. Los alimentos los tendrás siempre a mano y, en lo que al agua se refiere, estás acostumbrado desde la infancia a tomar agua de mar sin daño alguno para la salud.

«Desde el cabo de Hornos te va a ser más difícil que desde el canal de Panamá hallar el rumbo hacia Tuamotú, pues por esas latitudes no hay vías marítimas tan animadas. Te indicaré exactamente la longitud y la latitud; y tú te orientarás por los instrumentos que he encargado especialmente para ti. Me temo que esos instrumentos entorpezcan tus movimientos…

— Llevaré conmigo a Leading. El portará la carga. ¿Acaso podré separarme de mi amigo? Me estará extrañando tanto…

— No sé quien será el más añorado — dijo con maliciosa sonrisa Salvador —. Bueno, que sea Leading. Perfecto. Hasta el archipiélago Tuamotú llegarás sin problemas. Después tendrás que localizar una solitaria isla de coral. El distintivo principal será un mástil en el que, a modo de veleta, habrá un pez. Es fácil de recordar, ¿verdad? Tal vez tardes en encontrar la isla un mes, dos, o tres. Eso ya no será tan importante: el agua allí es tibia y abundan las ostras.

Salvador le había enseñado a escuchar con paciencia, sin interrumpir, pero cuando el doctor llegó a ese lugar en sus explicaciones, el joven no pudo contenerse:

— ¿Y con quién me encontraré en la solitaria isla de la veleta?

— Con amigos. Con fieles amigos, con el desvelo y el cariño de ellos — respondió Salvador —. Allí vive mi viejo amigo, el científico francés Armand Villebois, célebre oceanógrafo. Lo conocí e hicimos amistad cuando estuve en Europa hace muchos años. Armand Villebois es un hombre extraordinario, pero ahora no tengo tiempo para hablarte de él. Espero lo conozcas personalmente, así como la historia que lo llevó a tan solitaria isla del Pacífico. Pero él no ésta solo. Lo acompañan su esposa — una mujer muy simpática y bondadosa —, el hijo y la hija. Esta última nació en la isla y tendrá ya unos diecisiete años, el hijo cuenta veinticinco.

«Ellos te conocen por mis cartas y estoy seguro de que te acogerán como a un integrante más de la familia… — Salvador se cortó —. Claro, ahora vas a tener que pasar la mayor parte del tiempo en el agua. Pero para las entrevistas amistosas y las tertulias podrás salir a la orilla varias horas al día. Probablemente mejore tu salud y entonces, como antes, pasarás tanto tiempo al aire como en el agua.

«Armand Villebois será tu segundo padre. Y tú podrás ayudarle en su labor científica. Tus conocimientos sobre el océano y su población bastarían para una decena de profesores — Salvador volvió a sonreír —. Hasta donde llega la ingenuidad de los expertos, no se les ha ocurrido otra cosa en el proceso que formularte preguntas triviales — qué día es hoy, qué mes, qué fecha —, que tú no has podido responder simplemente por carecer de interés para ti. Si te hubieran preguntado sobre las corrientes submarinas, las temperaturas del agua y la salinidad de ésta en el golfo de La Plata y sus alrededores, con tus respuestas se habría podido escribir una monografía. Y conocerás muchísimo más — para transmitir esos conocimientos a los hombres — cuando quien oriente tus excursiones submarinas sea el experto y brillante científico Armand Villebois. Ambos — y estoy seguro de esto — crearán con mancomunados esfuerzos una obra en oceanografía de tal magnitud que marcará época en el desarrollo de esa ciencia y se hará mundialmente famosa. Y tu nombre irá junto al de Armand Villebois, te lo aseguro, él mismo insistirá en ello. Tú servirás a la ciencia y, por tanto, a toda la humanidad.

«Si te quedaras aquí te obligarían a servir a los sórdidos intereses de gente ignorante y egoísta. Te aseguro que en las limpias y transparentes aguas del atolón y en la familia de Armand Villebois hallarás el puerto del sosiego y serás feliz.

«Un consejo más. Tan pronto te encuentras en el océano — lo que podría suceder esta misma noche —, te vas sin pérdida de tiempo a casa y entras por el túnel submarino (en casa sólo está nuestro fiel Jim), recoges los instrumentos de navegación, el cuchillo y demás, buscas a Leading y partes antes de que el sol aparezca sobre el océano.

«¡Adiós, Ictiandro! ¡No, hasta la vista!

Por primera vez en la vida Salvador estrechó en un fuerte abrazo y besó a Ictiandro. Luego con la sonrisa en los labios le dio al joven unas palmadas en el hombro y dijo:

— ¡Un muchachote como tú superará cualquier adversidad! — y salió rápidamente de la celda.



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