EL «MEDUSA» ABANDONADO



Zurita estaba junto a la borda, frente al palo de trinquete, cuando, obedeciendo una señal del navegador, varios marineros se lanzaron sobre Pedro. No estaban armados pero eran muchos. Dominar a Zurita no resultó ser una empresa fácil. Dos marineros le saltaron por detrás y se engancharon a su espalda. Zurita se las ingenió para zafarse del tumulto y, habiéndose alejado unos pasos corrió, volvióse de espalda y estrellóse con fuerza contra la borda.

Los marineros agarrados a su espalda soltaron su presa con fuertes alaridos y rodaron por la cubierta. Zurita se irguió y comenzó a repeler a puñetazos los ataques de nuevos adversarios. Siempre llevaba el revólver encima, pero el ataque fue tan inesperado que no tuvo tiempo para sacar el arma. Iba replegándose lentamente hacia el palo de trinquete y súbitamente, con la agilidad del mono, comenzó a trepar los obenques.

Un marinero lo agarró de un pie, pero Zurita le golpeó la cabeza con el libre, haciéndole desplomarse a la cubierta. Zurita consiguió subir a la cofa, en la que se sentó profiriendo improperios. Allí podía sentirse relativamente seguro. Sacó el revólver y gritó:

— ¡A quien intente subir le parto la crisma!

Los marineros alborotaban sin saber qué hacer.

— ¡En el camarote del capitán hay armas! — gritaba el navegador, tratando de imponerse a los demás —. ¡Síganme, forzaremos la puerta!

Varios marineros se dirigieron a la escotilla.

«Se acabó — pensó Zurita —, me matarán como a un vulgar pajarraco.»

Miró hacia el mar, buscando la última eventualidad. Y, sin poder creerlo, vio cómo hacia el «Medusa», surcando el espejo del océano, se dirigía a extraordinaria velocidad un submarino.

«Ahora lo principal es que no se sumerja — pensó Zurita —. En el puente hay gente. ¿Será posible que no me vean y pasen de largo?»

— ¡Socorro! ¡Pronto, me matan! — gritaba Zurita a pleno pulmón.

Desde el submarino, por lo visto, ya lo habían notado. Sin reducir la velocidad el navío seguía hacia el «Medusa».

Por la escotilla de la goleta aparecieron marineros armados. Se esparcieron por la cubierta, pero al ver que al «Medusa» se aproximaba un submarino artillado se mostraron indecisos. No era posible matar a Zurita en presencia de testigos tan indeseables.

Zurita cantaba victoria. Pero su regocijo era prematuro. En el puente del submarino estaban Baltasar y Cristo; junto a ellos un hombre alto de nariz aguileña y penetrante mirada, gritaba:

— Pedro Zurita, usted debe entregar inmediatamente al joven Ictiandro. Si no lo hace en el plazo de cinco minutos, hundiré su goleta.

«¡Traidores!» pensó Zurita, mirando con odio a Cristo y a Baltasar. «Es preferible perder a Ictiandro que la propia cabeza.»

— Ahora mismo lo traigo — prometió Zurita, mientras se deslizaba por los obenques.

Los marineros comprendieron que debían escabullirse. Unos lanzaron los botes de salvamento, otros prefirieron alcanzar la orilla a nado. A cada uno le preocupaba su pellejo.

Zurita bajó a su camarote, recogió rápidamente el saquito de perlas, se lo echó al enfaldo de la camisa, se llevó unas correas y un pañuelo. Acto seguido abrió la puerta del camarote donde se hallaba Lucía, la tomó en brazos y salió a cubierta.

— Ictiandro no se siente muy bien. Lo encontrarán en el camarote — dijo Zurita sin soltara la esposa. Llegó corriendo a la borda, subió a la joven a un bote que lanzó seguidamente al agua y saltó a él.

Ahora el submarino ya no podía perseguir al bote: no había suficiente calado. Pero Lucía ya había visto a Baltasar en el puente del submarino.

— ¡Padre, salva a Ictiandro! Está… — no pudo terminar la frase, Zurita le tapó la boca con el pañuelo y se apresuró a amarrarle las manos con la correa.

— ¡Deje a esa mujer! — gritó Salvador, indignado por el mal trato que le estaba dando.

— ¡Esta mujer es mi esposa y nadie tiene derecho a inmiscuirse en mis asuntos! — replicó Zurita, remando más fuerte todavía.

— ¡Nadie tiene derecho a tratar de esa forma a una mujer! — gritó irritado Salvador —. ¡O se detiene, o disparo!

Pero Zurita seguía remando.

Salvador disparó su revólver. La bala acertó en la borda del bote.

Zurita levantó a Lucía y, escudándose en ella, gritó:

— ¡Continúe!

Lucía se retorcía en sus brazos.

— Es un canalla redomado — profirió Salvador, bajando el arma.

Baltasar se lanzó al agua, tratando de alcanzara nado al bote. Pero Zurita estaba ya muy cerca de la orilla. Remó con más fuerza aún, y muy pronto una ola lanzó el bote a la playa. Pedro agarró a Lucía y desapareció entre las rocas de la costa.

Convencido de que ya no podría darle alcance a Zurita, Baltasar nadó hacia la goleta y la abordó por la cadena del ancla. Bajó por la escalerilla y buscó a Ictiandro por todos los rincones. Baltasar recorrió todo el barco, hasta la bodega. La goleta estaba abandonada, no había ni un alma.

— ¡Ictiandro no está en la goleta! — comunicó a gritos Baltasar.

— ¡Pero está vivo y tiene que estar por aquí! Lucía dijo: «Ictiandro está…» Si ese bandido no le hubiera tapado la boca sabríamos dónde buscarlo — articuló Cristo.

Oteando la superficie del mar, Cristo advirtió que sobresalían puntas de mástiles. Seguramente ha naufragado algún barco no hace mucho. ¿No estará Ictiandro en ese barco hundido?

— ¿Tal vez Zurita lo haya enviado a buscar tesoros al barco hundido? — dijo Cristo.

Baltasar levantó una cadena con un aro en el extremo, tirada en la cubierta.

— Zurita sumergía, probablemente, a Ictiandro sujeto a esta cadena. Sin ella el joven habría escapado. No, no puede encontrarse en el barco hundido.

— Sí — dijo con aire pensativo Salvador —, a Zurita le hemos vencido, pero no hemos podido hallar a Ictiandro.



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