EL TRASATLÁNTICO HUNDIDO



Los perseguidores de Zurita desconocían lo acaecido en el «Medusa» aquella mañana.

Los marineros se pasaron la noche confabulándose y, al despuntar el alba, determinaron: en la primera ocasión atacar a Zurita, matarlo y apoderarse de Ictiandro y de la goleta.

Bien de mañana Zurita ya estaba en el puente de mando. El viento había amainado y el «Medusa» avanzaba muy lento, a no más de tres nudos.

Zurita había fijado la vista en un punto del océano. Con los prismáticos había visto los mástiles de radio de un barco hundido.

Pronto vio flotar un salvavidas.

Zurita ordenó echar al agua un bote y pescar el salvavidas.

Cuando lo subieron a bordo. Zurita leyó en él: «Mafalda». «¿Cómo, el 'Mafalda' ha naufragado? — se asombró Zurita. El conocía ese gran vapor mixto estadounidense. En él tiene que haber enormes riquezas —. ¿Y si Ictiandro las rescatara? Pero, ¿alcanzaría la cadena? No, claro… Si le permitiera bucear sin cadena no volvería…»

Zurita rumiaba su nueva idea. La codicia y el temor a perder a Ictiandro luchaban en él.

El «Medusa» se aproximaba lentamente a los mástiles que sobresalían de la superficie.

Los marineros se agolparon en la borda. El viento cesó por completo y el «Medusa» se detuvo.

— Yo he navegado en el «Mafalda» — dijo un marinero —. Es un gran vapor, magnífico. Toda una ciudad. Y los pasajeros, norteamericanos acaudalados.

«El barco seguramente se hundió sin haber tenido tiempo siquiera para comunicarlo por radio — reflexionaba Zurita —. Tal vez su emisora estuviera deteriorada. De lo contrario de todos los puertos más próximos acudirían autoridades, corresponsales, reporteros gráficos, camarógrafos, periodistas, submarinistas en lanchas rápidas, yates y otras embarcaciones. No se puede perder tiempo. Tendré que arriesgarme a soltar a Ictiandro sin cadena. No hay otra salida. Pero, ¿cómo obligarlo a volver? Y de arriesgarse, ¿no será mejor hacerle traer un rescate: el tesoro de perlas que tiene? Por otra parte, ¿tan valioso será ese tesoro? ¿No exagerará Ictiandro?»

Claro, lo ideal sería hacerse con el tesoro y con cuanto haya de valor en el «Mafalda». El tesoro de perlas no corre peligro, sin Ictiandro nadie podrá dar con él. Lo principal es que Ictiandro siga en manos de Zurita. Dentro de varios días, o de horas, las riquezas del «Mafalda» pueden ser ya inaccesibles.

«Bien, primero 'Mafalda'«— resolvió Zurita. Ordenó anclar. Luego bajó al camarote, escribió una nota y con ella se dirigió al camarote de Ictiandro.

— Ictiandro, ¿sabes leer? Lucía te ha escrito una esquela.

El joven tomó rápidamente la esquela y la leyó:

«Ictiandro: cumple mi petición. Cerca del 'Medusa' hay un barco hundido. Bucea y rescata de ese barco todo lo que encuentres de valor. Zurita te permitirá hacerlo sin cadena, pero debes volver al 'Medusa'. Haz esto para mí, Ictiandro, y pronto obtendrás la libertad. Lucía.»

Ictiandro no se había carteado nunca con Lucía, por eso no conocía su letra. Se alegró muchísimo de haber recibido esa misiva, pero algo le hizo sospechar. ¿Y si es una artimaña más de Zurita?

— ¿Por qué Lucía no me lo ha pedido ella misma? — preguntó el joven señalando la esquela.

— Ella está indispuesta — respondió el patrón —, pero la verás tan pronto regreses.

— ¿Para qué necesita todo eso Lucía — insistió Ictiandro, incitado por la suspicacia.

— Si fueras un hombre auténtico no harías esas preguntas. ¿Acaso existen mujeres que no quieran vestir bien y llevar buenas alhajas? Eso requiere dinero y en ese barco hay mucho dinero. Tú podrías rescatar todo eso para Lucía. Lo principal es buscar monedas de oro. Allí tiene que haber grandes sacos de cuero del correo. Además, los pasajeros pueden llevar encima objetos de oro, anillos…

— ¿Y usted se cree que voy a cachear a los cadáveres? — preguntó indignado Ictiandro —. Mire usted, debo decirle que no le creo una palabra de cuanto me ha dicho. Lucía no es codiciosa, ella no ha podido mandarme a una empresa como esa…

— ¡Maldición! — exclamó Zurita. Veía que todo el tinglado se le venía abajo si no conseguía persuadir ahora a Ictiandro.

Entonces Zurita se dominó y, fingiendo una bonachona risa, profirió:

— Veo que a ti no hay quien te engañe. Tendré que ser franco. Bien, escucha. No es Lucía la que quiere el oro del «Mafalda», sino yo. ¿Ahora me crees?

A los labios de Ictiandro afloró una involuntaria sonrisa.

— Ahora sí.

— ¡Magnífico! Ves, ya comienzas a creerme, eso significa que podemos llegar a entendernos. Efectivamente, el oro lo necesito yo. Y si en el «Mafalda» hay tanto como lo que vale tu tesoro de perlas, te permitiré inmediatamente que te vayas al océano, tan pronto me hayas traído el oro. Pero sigue existiendo un obstáculo: tú no te fías de mí, y yo de ti. Yo me temo, por ejemplo, que si te dejo entrar en el agua sin cadena, te sumerjas y…

— Yo lo que prometo, lo cumplo.

— No he tenido ocasión aún de persuadirme de ello. Tú me tienes antipatía, por eso no me extrañaría si no cumplieras tu palabra. Pero sientes simpatía por Lucía, y harás con gusto lo que ella te pida. ¿Cierto? Por eso yo convine con ella. Está, naturalmente, deseosa de que yo te ponga en libertad. Por eso escribió la esquela y me la pasó a mí, deseando desbrozarte el camino hacia la libertad. ¿Ahora entiendes cómo es la cosa?

Todo cuanto decía Zurita, le parecía a Ictiandro convincente y lógico. Pero el joven no advirtió que Zurita le prometía la libertad, sólo después de cerciorarse de que en el «Mafalda» había tanto oro, que pudiera equipararse en valor con el tesoro de perlas que guardaba el joven…

«Pues para compararlos — razonaba Zurita consigo mismo — Ictiandro tendrá que, se lo exigiré, traer sus perlas. Y entonces quedarán en mis manos el oro de 'Mafalda', el tesoro de perlas y el propio Ictiandro.»

Pero el joven no podía saber los proyectos que abrigaba Zurita. La franqueza del patrón le persuadió y, tras reflexionar, accedió.

Zurita exhaló un suspiro de alivio.

«No es capaz de engañarme» pensó.

— ¡Vamos, rápido!

Ictiandro subió como una exhalación a cubierta y se zambulló en el mar.

Al ver que Ictiandro saltaba al mar sin cadena, todos comprendieron que iba en busca de los tesoros del «Mafalda». ¿Será posible que Zurita se apodere de todas las riquezas? La situación no admitía demora alguna, y se abalanzaron sobre Zurita.

Mientras la tripulación perseguía al patrón, Ictiandro comenzaba la exploración del vapor siniestrado.

A través de la enorme escotilla de la cubierta superior el joven penetró en el buque; se encontraba sobre la escala, que parecía más la escalera principal de un gran edificio, y llegó a un amplio pasillo. Estaba casi a oscuras. Por las puertas abiertas penetraba una tenue luz, y esa era la única iluminación.

Ictiandro entró a nado por una de esas puertas abiertas y se vio en un salón. Enormes portillas redondas iluminaban aquel salón, con capacidad para centenares de personas. Ictiandro se sentó en una elegante araña y miró a su alrededor. Era un espectáculo realmente extraño. Sillas de madera y pequeñas mesitas flotaban y se balanceaban junto al techo. En un pequeño tablado había un piano de cola con la tapa abierta. El piso estaba lujosamente alfombrado. El revestimiento laqueado de las paredes se había despegado en algunas partes. Junto a una de las paredes había palmeras.

Ictiandro se impulsó de la araña y se dirigió a nado a las palmeras. De pronto se detuvo asombrado. Hacia él alguien nadaba, repitiendo sus mismos movimientos.

«Un espejo» pensó Ictiandro. La enorme luna ocupaba toda la pared, reflejando el triste estado del mobiliario y la decoración del salón.

Allí era inútil buscar tesoros. Ictiandro salió al pasillo, bajó a la siguiente cubierta y entró en un local tan lujoso y espacioso como el anterior, seguramente el restaurante. En los anaqueles de la estantería, en la barra y al pie de ésta había botellas de vino, latas de conserva, etc. La presión del agua había metido los corchos en las botellas y abollado las latas de conserva. Las mesas permanecían servidas, pero parte de la vajilla y de los cubiertos de plata estaban en el suelo.

Ictiandro quiso pasar a los camarotes.

Entró en varios, dotados del máximo confort estadounidense, pero no vio un solo cadáver. Sólo en uno de los camarotes de la tercera cubierta vio un cadáver hinchado, que flotaba bajo el mismo techo.

«Seguramente se han salvado en los botes» pensó Ictiandro.

Pero cuando descendió más abajo, cuando bajó a la cubierta de tercera, el joven descubrió un cuadro dantesco: en aquellos camarotes habían quedado todos sus pasajeros: hombres, mujeres, niños. Allí había cadáveres de blancos, amarillos, negros y cobrizos.

La tripulación seguramente procuró salvar a los pasajeros de primera, a los más ricos, dejando a la buena de Dios a todos los demás. En algunos camarotes Ictiandro no pudo entrar: las puertas estaban obstruidas por los cadáveres. Cuando cundió el pánico la gente se atropellaba, se agolpaba a la salida, molestándose unos a otros y privándose de la última posibilidad de salvación.

En el largo pasillo se mecía lentamente gente. El agua penetraba por las portillas abiertas y mecía los hinchados cadáveres. Ictiandro se horrorizó y se apresuró a salir de aquel cementerio submarino.

«¿Será posible que Lucía no supiera a dónde me mandaba?» razonaba el joven. «¿Acaso ella podría obligarle a él, a Ictiandro, a vaciarles los bolsillos a ahogados y a abrir maletas? ¡No, ella no es capaz de eso! Todo parecía indicar que había vuelto a caer en la trampa de Zurita». «Ahora mismo emergeré — resolvió Ictiandro —, exigiré que Lucía salga a cubierta y confirme ella misma su sugerencia.»

El joven se deslizaba como un pez por aquellos interminables pasos de una cubierta a otra y salió muy pronto a la superficie.

La distancia hasta el «Medusa» se acortaba rápidamente.

— ¡Zurita! — llamó —. ¡Lucía!

Nadie respondía. El «Medusa» se mecía en las olas completamente mudo.

«¿Qué habrá sido de ellos?» pensó el joven. «¿Qué estará tramando Zurita?» Ictiandro se aproximó sigilosamente a la goleta y subió a cubierta.

— ¡Lucía! — volvió a gritar.

— ¡Estamos aquí! — oyó la voz de Zurita, que apenas llegaba de la orilla. Ictiandro se volvió y vio al patrón que se asomaba temeroso por detrás de unos arbustos.

— ¡Lucía se ha enfermado! ¡Ven acá, Ictiandro! — gritaba Zurita.

¡Lucía está enferma! El podrá verla ahora. Ictiandro saltó al agua y nadó rápido hacia la orilla.

El joven había salido ya del agua cuando oyó la voz apagada de Lucía:

— ¡Zurita miente! ¡Sálvate, Ictiandro!

El joven volvió rápidamente sobre sus pasos y nadó bajo el agua. Cuando se alejó ya bastante de la orilla, emergió y quiso ver lo que pasaba. Algo blanco se agitaba en la orilla.

Lucía celebraba, probablemente, su salvación. ¿La verá algún día…?

Ictiandro se dirigió veloz hacia alta mar. En la lejanía se divisaba un pequeño barco que, envuelto en espuma, mantenía rumbo sur, surcando el agua con afilada proa.

«Cuanto más lejos de la gente, mejor» pensó Ictiandro y se sumergió, ocultándose profundamente bajo el agua.



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