DON SALVADOR



Zurita comenzó a poner en práctica su amenaza. Colocó en el fondo de la bahía numerosas alambradas, tendió redes en todas las direcciones y puso trampas. Pero no caían más que peces, el «demonio marino» parecía haberse esfumado. No volvió a aparecer, ni a dar señales de vida. En vano el delfín amaestrado se presentaba todos los días en la bahía, buceaba y resoplaba, invitando a su insólito amigo a pasear. Su compadre no aparecía y el delfín resoplaba disgustado y se retiraba mar adentro.

El tiempo se estropeó. Un viento oriental provocó oleaje en el océano, las aguas de la bahía se enturbiaron a consecuencia de la arena levantada del fondo. Las espumosas crestas de las olas ocultaban cuanto sucedía en la profundidad. Resultaba imposible ver lo que pasaba bajo el agua.

Zurita se pasaba las horas en la orilla mirando cómo se sucedían las enormes olas, cayendo cual enormes ruidosas cataratas, y cómo las capas inferiores se deslizaban espumantes por la arena húmeda, haciendo rodar guijos y conchas, hasta lamerle los pies.

— No, esto no puede ser — decía Zurita —. Hay que idear algo distinto. El «demonio» vive en el fondo del mar y no quiere salir de su madriguera. Esto significa que para capturarlo hay que ir a su guarida, bajar al fondo. ¡Eso está clarísimo! — Y dirigiéndose a Baltasar, quien hacía una nueva y complicada trampa, le ordenó-: Te vas inmediatamente a Buenos Aires, traes un par de trajes isotérmicos y botellas de oxígeno para la escafandra autónoma. La habitual, con suministro de aire por manguera, no sirve en este caso. El «demonio» podría cortar la manguera. Además, la empresa podría requerir un pequeño viaje submarino. No te olvides de traer linternas.

— ¿Se propone hacerle una visita al «demonio»? — inquirió Baltasar.

— Contigo, viejo, no faltaba más.

Baltasar asintió y partió.

A su regreso no sólo trajo los isotérmicos y las linternas, sino un par de puñales curvos de bronce.

— Ahora ya nadie sabe hacerlos — dijo —. Son antiguos cuchillos araucanos. Con ellos mis antepasados rajaban a los blancos, a los antepasados de usted, con perdón sea dicho.

A Zurita la digresión histórica no le hizo ninguna gracia, pero celebró la idea de los puñales.

— Tú siempre tan precavido, Baltasar.

Al día siguiente, de madrugada, pese al fuerte oleaje, Zurita y Baltasar se pusieron los trajes isotérmicos y descendieron al fondo del mar. Tuvieron que trabajar duro para retirar las redes que obstruían la salida de la gruta submarina, y colarse por la angosta entrada. En la caverna la oscuridad era absoluta. Tras haber tocado fondo y desenvainado el cuchillo, los buzos encendieron las linternas. Los pececitos al ver la luz se espantaron, pero pronto se vieron atraídos por las linternas, retozando en su azulado haz cual enjambre de insectos.

Zurita los alejaba con la mano: el resplandor de las escamas lo ofuscaba. Era una gruta bastante espaciosa, no menos de cuatro metros de altura y cinco o seis de anchura. Los buzos examinaron minuciosamente hasta el último rincón. Estaba deshabitada. Sólo algunos bancos de pequeños peces que, seguramente, hallaron allí amparo del fuerte oleaje y de los peces voraces.

Zurita y Baltasar avanzaron con suma precaución y prudencia. La gruta iba estrechándose. De pronto, Zurita se detuvo perplejo. La luz de la linterna arrancó de la oscuridad una fuerte reja de hierro que les cerraba el paso.

Zurita no podía dar crédito a lo que estaba viendo. Se asió de los gruesos barrotes e intentó sacudirlos, tratando de abrir o, por lo menos, retirar el obstáculo. Pero la reja no cedía. Al volver a alumbrar. Zurita se persuadió de que la reja estaba bien asegurada en los labrados muros de la gruta, tenía goznes y cierre interno.

Un nuevo enigma.

El «demonio marino» no sólo debe ser racional, sino extraordinariamente dotado. Ha sabido adiestrar al delfín, conoce la elaboración de metales. Además, ha creado en el fondo del mar fuertes obstáculos de hierro que protegen su guarida. Pero todo eso resulta inverosímil, pues no ha podido forjar el hierro bajo el agua. Esto ha de significar que no vive en el agua o, por lo menos, sale de ella por largos espacios de tiempo.

Zurita sentía que las sienes le martillaban cual si en el casco de buzo faltara oxígeno, y eso que hacía tan solo varios minutos que se hallaba sumergido.

Le hizo una señal a Baltasar, salieron ambos de la gruta — ya no tenían nada que hacer allí —, y emergieron.

Los araucanos, que con tanta impaciencia los esperaban, se alegraron extraordinariamente al ver a los buzos sanos y salvos.

Tras despojarse del casco y cobrar aliento, Zurita inquirió:

— Dime, Baltasar, ¿qué opinas de esto?

El araucano hizo un gesto de desaliento:

— Le diré que vamos a tener que esperar sentados aquí mucho tiempo. El «demonio» seguramente se alimentará de peces, y allí abundan. Por hambre no conseguiremos hacerle salir de la gruta. Lo único que podríamos hacer sería dinamitar la reja.

— ¿No crees que la gruta puede tener dos salidas: una submarina a la bahía, y otra, a tierra firme?

Baltasar no había pensado en eso.

— Hay que reflexionar. ¿Cómo no se nos habrá ocurrido antes explorar los alrededores?

Decidieron rectificar el error. En su recorrido por la costa, Zurita dio con un alto muro de piedra blanca que circundaba vasto predio, unas diez hectáreas. Zurita rodeó el muro de fábrica y no pudo encontrar más que un portón, de gruesas planchas de hierro, con postigo, también de hierro y provisto de cierre interno.

«Debe ser una cárcel o una fortaleza — pensó Zurita —. Que extraño. Los granjeros no suelen construir muros tan gruesos y altos. El muro es ciego, sin aberturas ni grietas, por las que se pueda atisbar lo que sucede en el interior.»

A muchos kilómetros a la redonda no hay un alma: el paraje es triste, está sembrado de rocas grises entre las que suelen aparecer escasos arbustos espinosos y cactos. Y abajo, la bahía.

Zurita anduvo varios días alrededor de aquellos muros, manteniendo fundamentalmente una actitud expectante respecto al portón. Pero nadie entró ni salió. Lo más curioso era que del interior no llegaba sonido alguno.

Tan pronto regresó al «Medusa», Zurita llamó a Baltasar y le preguntó:

— ¿Quién vive en la fortaleza que preside la bahía?

— He indagado entre los braceros de las granjas. El dueño de esa fortaleza es Salvador.

— ¿Quién es ese Salvador?

— Un Dios — respondió Baltasar.

A Zurita se le arquearon, de asombro, sus pobladas y negras cejas.

— Siempre con tus bromas, Baltasar.

El indio esbozó una leve sonrisa.

— Sólo digo lo que he oído. Muchos indios le consideran una divinidad, su salvador.

— ¿Y de qué los salva?

— De la muerte. Dicen que es omnipotente, que hace maravillas. Salvador tiene en sus manos los hilos de la vida y de la muerte. A los cojos les pone nuevas piernas — piernas vivas —, a los invidentes les devuelve vista de águila, y hasta consigue resucitar a muertos.

— ¡Maldición! — rezongó Zurita, retorciéndose el mostacho hacia arriba —. En la bahía, el «demonio marino»; en el acantilado que domina la bahía, un «dios». Baltasar, ¿no te parece que el «demonio» y el «dios» se las entienden y se ayudan mutuamente?

— Lo que me parece es que deberíamos largarnos de aquí lo más pronto posible, antes de que nuestros sesos se coagulen, como la leche cuajada, a causa de tantas maravillas.

— ¿Ha visto personalmente a alguno de los curados por Salvador?

— Sí, lo he visto. Me mostraron a un hombre que tenía una pierna fracturada y, tras haber sido tratado por Salvador, corre como un mustango. He visto también a un indio resucitado por Salvador. Todo el poblado dice que cuando se lo llevaron era cadáver, estaba frío, con el cráneo abierto y los sesos al aire. Sin embargo, regresó vivo y alegre. Contrajo matrimonio con una bella joven. También he visto hijos de indios…

— Entonces, ¿Salvador recibe a gente extraña?

— Sólo a indios. Y ellos acuden desde los más lejanos confines: Tierra de Fuego, Amazonas, y hasta desde los desiertos de Atacama y Asunción.

Habiendo recibido esta información por boca de Baltasar, Zurita decidió viajar a Buenos Aires.

Allí se enteró de que Salvador atendía exclusivamente a indios, entre los que se había granjeado fama de taumaturgo. Al sondear en el ámbito de la medicina, Zurita supo que Salvador era un cirujano genial, pero muy extravagante, como suele suceder con los superdotados. En los medios científicos del Viejo y el Nuevo Mundo Salvador era harto conocido. En América atesoró celebridad con sus audaces intervenciones quirúrgicas. Cuando el enfermo estaba desahuciado y los médicos se negaban a operarlo, recurrían a Salvador. El jamás rehusaba. Su ingeniosidad y audacia eran ilimitadas. Durante la guerra imperialista acudió al lado de Francia, practicando casi exclusivamente operaciones craneanas. Son muchos los millares de hombres que le deben su salvación. Concertada la paz, regresó a la patria, a la Argentina. La práctica y afortunados negocios con tierras le proporcionaron fabulosa fortuna. Adquirió vastas tierras en las proximidades de Buenos Aires, las cercó con enorme muro — una de sus rarezas —, y, allí instalado, abandonó la práctica. Se dedicó exclusivamente a la labor científica en su laboratorio. Ahora recibía y atendía únicamente a indios, quienes lo consideraban un dios venido del cielo.

Zurita logró enterarse de otro detalle relacionado con la vida de Salvador. Donde actualmente se hallan las vastas posesiones de éste, antes de la guerra se encontraba una modesta casita con jardín, también cercada con un alto muro de fábrica. Mientras Salvador estuvo en la guerra, cuidaron la casita un negro y varios enormes mastines. Los insobornables guardianes no permitieron entrar a nadie en el patio.

Últimamente Salvador se rodeó de un ambiente más misterioso todavía. No recibe ni a los compañeros de estudios en la universidad.

Tras reunir toda esa información Zurita resolvió:

«Salvador, como médico, no tiene derecho a negarle asistencia a un enfermo. ¿Acaso no puedo enfermar? Pretextando una enfermedad penetraré en el predio de Salvador, y después ya veremos.»

Zurita se dirigió al portón de hierro, que guardaba el acceso a las posesiones del galeno, y comenzó a llamar. Lo hizo larga y obstinadamente, pero nadie le abrió. Entonces montó en cólera, cogió el canto más grande que estaba a mano y le entró a golpes al portón. El ruido que levantó podía haber despertado a muertos.

Se oyeron lejanos ladridos y, al fin, se entreabrió la mirilla en el postigo.

— ¿Qué quiere? — indagó alguien en un castellano inteligible, pero evidentemente defectuoso.

— Soy un enfermo, abra sin demora — respondió Zurita.

— Los enfermos no llaman así — objetó con serenidad la misma voz, y en la mirilla apareció un ojo —. El doctor no recibe.

— No tiene derecho a negarle asistencia a un enfermo — profirió Zurita acalorado.

La mirilla se cerró y los pasos se alejaron. Los mastines seguían ladrando desesperadamente.

Zurita agotó todos los improperios habidos y por haber y regresó a la goleta.

¿Presentar una querella contra Salvador en Buenos Aires? No surtiría efecto alguno. La ira cegaba a Zurita. Su negro mostacho corría serio peligro, pues le estaba dando tirones de rabia a cada momento hasta dejarlo con las puntas caídas como la aguja del barómetro cuando cae la presión.

Paulatinamente se ha ido tranquilizando y comenzó a reflexionar sobre lo que debería emprender en lo sucesivo.

A medida que las ideas se iban armonizando, sus dedos tostados por el sol retorcían las puntas del bigote hacia arriba. La aguja del barómetro ascendía.

Por fin subió al puente y, sin que nadie lo esperara, ordenó levar anclas.

El «Medusa» puso proa hacia Buenos Aires.

— Bueno — profirió Baltasar —. Cuánto tiempo hemos perdido en balde. ¡Que el diablo se lleve al «demonio» y a ese «dios» con él!



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