Después del fracasado viaje en submarino Baltasar estaba que se lo llevaba el demonio. A Ictiandro no lo encontraron, Zurita desapareció con Lucía.
— ¡Malditos blancos! — rezongaba el viejo a solas en su tienda —. Nos echaron de nuestra tierra y nos convirtieron en esclavos. Mutilan a nuestros hijos y raptan a nuestras hijas. Quieren exterminarnos a todos, hasta el último.
— ¡Hola, hermano! — oyó Baltasar la voz de Cristo —. Te traigo una buena noticia. Una gran noticia. Ictiandro ha aparecido.
— ¿Qué? — Baltasar se puso en pie de un salto —. ¡Habla de una vez!
— Ahora, pero no interrumpas, puedo olvidar lo que quiero decirte. Apareció Ictiandro. Bien decía yo entonces que estaba en el barco hundido. El emergió cuando ya nos habíamos ido, y se fue para casa a nado.
— ¿Dónde está? ¿En casa de Salvador?
— Sí, en casa de Salvador.
— Ahora mismo voy a ver al doctor, y que me devuelva a mi hijo…
— ¡No lo hará! — le objetó Cristo —. Salvador no le permite ni salir al océano. Yo soy quien le permite, sigilosamente, algunas veces…
— ¡Lo hará! Y si no, lo mato. Vamos ahora mismo.
Cristo comenzó a hacer aspavientos:
— Espera, por lo menos, hasta mañana. Si supieras cuánto me costó conseguir este permiso para visitar a mi «nieta». Salvador se ha vuelto muy suspicaz. Te mira a los ojos como si te estuviera clavando un cuchillo. Espera hasta mañana, te lo ruego.
— Bien. Me presentaré mañana. Ahora me voy a la bahía. Tal vez, aunque sea desde lejos, vea en el mar a mi hijo.
Baltasar se pasó la noche en el acantilado que se elevaba sobre la bahía escudriñando las olas. La mar estaba gruesa. El viento frío del sur atacaba con rachas, arrancando la espuma de las crestas y esparciéndola por las rocas costeras. En la orilla retumbaban los embates de la marejada. La Luna, tras veloces nubes, ora iluminaba las olas, ora se escondía. Los esfuerzos de Baltasar eran inútiles, en aquel océano de espuma era imposible distinguir nada. Ya había despuntado el alba, pero Baltasar seguía sin moverse del acantilado. El océano de oscuro se había tornado ya gris, pero continuaba tan desierto como en la noche.
Baltasar se estremeció súbitamente. Con su vista de lince había localizado un objeto oscuro que se mecía en las olas, ¡Un hombre! ¡Podría ser un náufrago! Pero, no. Yace tranquilamente de espalda, con las manos bajo la nuca. ¿Será él?
Baltasar no se había equivocado. Era Ictiandro.
El indio se puso de pie y, apretando las manos contra el pecho, gritó:
— ¡Ictiandro! ¡Hijo mío! — El anciano alzó los brazos y se zambulló en el mar.
La altura del acantilado era considerable, por eso tardó en emerger, y cuando lo hizo en la superficie ya no había nadie. Luchando desesperadamente con las olas, Baltasar volvió a bucear, pero una ola enorme le dio un revolcón, lo lanzó a la orilla y se retiró rezongando.
Baltasar se levantó hecho una sopa, miró la ola en retirada y exhaló un profundo suspiro.
— ¿Me habrá parecido?
Cuando el viento y el sol secaron sus ropas, Baltasar se dirigió al muro que protegía el predio de Salvador y llamó al portón de hierro.
— ¿Quién llama? — inquirió el negro, atisbando por la mirilla entreabierta.
— Necesito ver al doctor. Es urgente.
— El doctor no recibe — respondió el negro, y se cerró la mirilla.
Baltasar continuó golpeando el portón, gritando, pero nadie le abrió el postigo. Tras el muro sólo se oían amenazadores ladridos.
— ¡Aguarda, maldito español! — amenazó Baltasar y partió para la ciudad.
Muy cerca, a unos pasos del juzgado se hallaba la pulquería «La Palma». Estaba ésta instalada en un antiguo edificio blanco, achaparrado, con gruesos muros de piedra. Tenía a la entrada una especie de veranda cubierta con toldo a franjas, mesitas y cactos en macetas azules esmaltadas. La veranda sólo se animaba por la noche. Por el día la clientela prefería las salitas bajas y frescas del interior. La pulquería era algo así como una dependencia del juzgado. Durante las audiencias por allí pasaban querellantes, demandados, testigos, acusados (no detenidos aún, naturalmente).
Allí, entre tragos de vino y de pulque, preferían matar el tiempo todos, esperando su hora. Un avispado muchacho, que circulaba constantemente entre el juzgado y «La Palma», comunicaba con lujo de detalles lo que sucedía en la sala del tribunal. Eso resultaba muy cómodo. Allí también acudían abogados y testigos falsos, quienes ofrecían sus servicios sin tapujos.
Baltasar había frecuentado ya «La Palma» en otras ocasiones, por asuntos del negocio. Sabía que allí podía encontrar a la persona indicada, suscribir una demanda. Por eso fue sin vacilaciones.
Cruzó sin detenerse la veranda, entró en la fresca antesala, aspiró con satisfacción el frescor, enjugó el sudor de la frente y le preguntó al muchacho que correteaba por allí:
— ¿Está Larra?
— Don Flores de Larra ha venido ya y está en su sitio habitual — respondió el muchacho.
A quien le decían con tanta pompa don Flores de Larra había sido en tiempos un empleadillo judicial, pero fue despedido por dejarse sobornar. Ahora tenía numerosos clientes: cuantos traían entre manos asuntos sospechosos recurrían a este trapacista. Con él tenía sus asuntos Baltasar.
Larra estaba sentado a una mesita, colocada junto a una ventana gótica con ancho antepecho. En la mesa tenía un vaso de vino y un abultado portafolio rojizo. La estilográfica siempre lista, prendida en el bolsillo del raído traje color aceituna. Larra era un hombre obeso, calvo, de mejillas y nariz coloradas, siempre bien rasurado y orgulloso. La brisa que entraba por la ventana le erizaba las pocas canas que le quedaban. Ni el mismo ministro de justicia podría recibir con tanta dignidad y grandeza.
Al ver a Baltasar le indicó, con un desdeñoso movimiento de cabeza, el sillón de mimbre que tenía ante él y dijo:
— Tome usted asiento. ¿Qué asuntos le traen por aquí? ¿Toma usted algo? ¿Vino? ¿Pulque?
Generalmente pedía él, pero pagaba el cliente. Baltasar parecía no oír.
— Es un asunto serio. Un asunto importante, Larra.
— Don Flores de Larra — le enmendó el abogado, tomando un sorbo.
Pero Baltasar volvió a preterir la enmienda.
— ¿En qué consiste?
— Sabes, Larra…
— Don Flores de…
— ¡Deja esas boberías para los noveles! — exclamó irritado Baltasar —. Es un asunto serio.
— Pues habla ya — respondió Larra con otro tono.
— ¿Tú conoces al «demonio marino»?
— No he tenido el honor de que me lo presentasen personalmente, pero he oído mucho — respondió Larra, dejándose llevar por el hábito.
— Atiende acá, a quien le dicen «demonio marino» es mi hijo Ictiandro.
— ¡No puede ser! — exclamó Larra —. Baltasar, creo que te has excedido empinando el codo.
El indio dio un puñetazo en la mesa:
— Desde ayer no he probado una gota, excepto varios tragos de agua de mar.
— Entonces la situación es más grave…
— ¿Quieres decir que me he vuelto loco? Pues no, estoy en mis cabales. Mira, cállate y escucha.
Y Baltasar contó al abogado toda la historia. Larra escuchaba al indígena sin decir palabra. Sus canosas cejas se arqueaban cada vez más. Al fin, sin poder contenerse más, olvidándose de mantener su aire majestuoso, golpeó la mesa con la palma de la mano y gritó:
— ¡Que los demonios me lleven!
El muchacho, con delantal blanco y servilleta sucísima, apareció como por encanto.
— ¿Desean algo?
— ¡Dos botellas de sauternes y hielo! — Y dirigiéndose a Baltasar, exclamó-: ¡Magnífico! ¡Excelente asunto! ¿Será posible que te lo hayas inventado todo tú? Aunque, de ser franco, debo decirte que la parte más floja es la de tu paternidad.
— ¿Lo dudas? — A Baltasar se le subió la sangre al rostro, tal fue la ira que le entró.
— Bueno, bueno, no te pongas así, viejo. Yo opino como jurista, desde el punto de vista de la solidez que acusen las pruebas jurídicas: las tuyas son flojillas, muy flojillas. Pero eso se puede arreglar. Sí. Y la posibilidad de lucro aquí es enorme.
— Yo quiero tener conmigo a mi hijo, no necesito dinero — le objetó Baltasar.
— Todo el mundo necesita dinero, y sobre todo cuando aumenta la familia como en tu caso — dijo Larra con tono aleccionador y, entornando maliciosamente los ojos, prosiguió-: Lo más valioso y seguro que tenemos respecto al asunto de Salvador es la detallada información sobre los experimentos y las operaciones que practica. A base de eso se le pueden poner tales petardos que de ese saco de oro que es Salvador van a caer pesetas como naranjas maduras durante una buena tormenta.
Baltasar apenas probó el vino que le sirvió Larra, y dijo:
— Quiero tener conmigo a mi hijo. Tú debes presentar una instancia sobre el particular.
— ¡No, no! ¡En modo alguno! — objetó el abogado —. Comenzar por eso sería estropearlo todo. Eso es lo último que se debe hacer.
— ¿Cuál es tu propuesta? — inquirió Baltasar.
— Primero — Larra dobló el pulgar —, le enviaremos una misiva a Salvador, redactada con primoroso estilo, comunicándole que conocemos todos sus ilícitos experimentos y operaciones. Y si no quiere que lo hagamos del dominio público deberá pagar un subido rescate. Cien mil. Sí, cien mil, eso como mínimo. — Larra clavó en Baltasar una inquisitiva mirada.
Pero el otro no hacía más que poner cara de malos amigos y callar.
— Segundo — prosiguió Larra —. Cuando recibamos la cantidad indicada — y la recibiremos —, le enviaremos al profesor Salvador otra misiva, redactada con expresiones más delicadas y finas aún. Le comunicaremos que apareció el auténtico padre de Ictiandro, sobre lo que obran en nuestro poder pruebas irrefutables. Le diremos que el padre legítimo de Ictiandro quiere que su hijo retorne al hogar paterno, para lo que está dispuesto a presentar una querella en la que expondrá, lógicamente, como Salvador mutiló a Ictiandro. Si el doctor quisiera obviar la presentación de dicha querella y quedarse con el muchacho, le bastaría transmitir a las personas por nosotros indicadas, en lugar y tiempo asignados, un millón de dólares.
Pero Baltasar no oía. Agarró una botella y estuvo a punto de tirársela a la cabeza del abogado. Larra nunca había visto a Baltasar tan iracundo.
— Vamos, no te pongas de esa forma. Ha sido una broma, viejo, ¡Deja esa botella! — exclamó Larra, tapando con la mano la brillante calva.
— ¡Tú…! ¡Tú…! — gritaba Baltasar enfurecido en extremo —. Tú me propones vender a mi propio hijo, renunciar a Ictiandro. ¡Tú no tienes corazón! ¡Tú no eres un hombre, eres un alacrán, una tarántula, o desconoces por completo los sentimientos paternales!
— ¿Que no tengo sentimientos, yo? ¡Cinco! ¡Cinco! ¡Cinco! — gritó, a su vez, el abogado como un energúmeno —. ¡Cinco sentimientos paternales! ¡Cinco varones tengo! ¡De todos los tamaños! ¡Cinco bocas! ¡Conozco y entiendo ese sentimiento! Conseguirás que vuelva el tuyo. Pero ármate de paciencia y escúchame hasta el fin.
Baltasar se tranquilizó. Puso la botella en la mesa, bajó la cabeza y miró a Larra.
— ¡Bueno, habla!
— ¡Eso ya es harina de otro costal! Salvador nos pagará un millón. Eso será la «dote» de tu Ictiandro. Y espero que algo me toque a mí. Como recompensa por mis diligencias y por el derecho de autor: unos cien mil. Tú y yo nos entenderemos. Salvador pagará ese millón. Te lo aseguro. Y tan pronto lo pague…
— Presentaremos la querella.
— Un poquito más de paciencia. Propondremos información sobre tan sensacional delito al mayor consorcio periodístico, y que pague, digamos, unos veinte o treinta mil dólares, para gastos corrientes. Puede que nos toque algo también de lo asignado para la policía secreta. Pues en un asunto como éste los agentes pueden hacer carrera. Cuando hayamos exprimido el asunto del Salvador, entonces, con mil amores, recurre al tribunal, expón allí tus sentimientos paternales y que la Temis te ayude a demostrar tus derechos y a recibir en brazos a tu hijo.
Larra apuró el vaso de vino, golpeó con él la mesa, y miró a Baltasar con aire triunfal.
— ¿Qué te parece?
— Yo me paso los días sin comer, las noches en vela, y tú me propones demorar, dar largas al asunto — comenzó diciendo Baltasar.
— ¿Pero en aras de qué…? — le interrumpió con vehemencia el abogado —. ¿Para qué? ¡Para obtener millones! ¡Mi-llo-nes! ¿Acaso te flojean las entendederas? Has vivido veinte años sin Ictiandro.
— Sí, viví. Pero ahora… Total, ponte a escribir la instancia.
— ¡Este hombre ha perdido, realmente, el hábito de razonar! — exclamó Larra —. Baltasar, reflexiona, despabílate, entra en razones. Ten presente: ¡Millones! ¡Oro! Podrás tener cuanto se te antoje. El mejor tabaco, automóvil, veinte goletas, esta pulquería…
— Mira, o me escribes la instancia, o recurro a otro abogado — manifestó resueltamente Baltasar.
Larra comprendió que era inútil seguir oponiendo resistencia. Meneó la cabeza, suspiró desalentado, sacó unas cuartillas de la rojiza cartera y desprendió la estilográfica del bolsillo lateral.
Al cabo de varios minutos estaba lista la queja contra Salvador, en la que se le acusaba de haberse atribuido ilícitamente la paternidad respecto al hijo de Baltasar, así como de haberle mutilado.
— Te lo advierto la última vez: piénsalo bien — le dijo Larra.
— Venga, lárgamela — dijo el indio tendiendo la mano para recoger la instancia.
— Entrégasela al fiscal principal. ¿Me oyes? — aconsejaba al cliente Larra, mascullando para su coleto-: «¡Ojalá tropieces en la escalera y te quiebres una pierna!»
Al salir de la oficina del fiscal, Baltasar tropezó con Zurita en la escalera principal.
— ¿Qué te traes tú por aquí? — indagó Zurita, mirando con suspicacia al indio —. ¿No habrás venido a quejarte de mí?
— Habría que quejarse de todos ustedes — repuso Baltasar, teniendo en cuenta a los españoles —, pero no hay quien lo haga. ¿Dónde escondes a mi hija?
— ¡Cómo te atreves a tutearme! — se excitó Zurita —. Sí no fueras el padre de mi esposa te daría una buena lección de cortesía.
Zurita apartó groseramente a Baltasar, subió por la escalera y desapareció tras una gran puerta de caoba.