EN LA CIUDAD



Ictiandro emergió en la bahía y salió a la orilla. Cristo ya le esperaba con un traje blanco. El joven miró el traje con desagrado, como si le hubieran traído una piel de serpiente y, tras exhalar un profundo suspiro, comenzó a ponérselo. Todo parecía indicar que no se ponía a menudo ese tipo de ropa. El indio le ayudó a hacer el nudo de la corbata y quedó satisfecho de la pinta que tenía.

— Andando — dijo alegre Cristo.

Queriendo asombrar a Ictiandro, el indio se lo llevó por las calles más céntricas: la Avenida Alvear y la Plaza de Mayo, le mostró la Plaza de la Victoria y la Casa Rosada.

Pero Cristo se equivocó. El ruido, el movimiento de gran ciudad, el polvo, el calor, el ajetreo aturdieron por completo a Ictiandro. El trataba de localizar en el tumulto a la joven, asía con frecuencia del brazo a Cristo y le susurraba:

— ¡Esta es…! — pero se persuadía de inmediato de que había errado una vez más —. No, no, esta es otra…

Llegó el mediodía. El calor era insoportable. Cristo propuso desayunar en un bodegón. Allí hacía fresco, pero había mucho ruido y no se podía respirar. Gente sucia y mal vestida fumaba hediondos cigarros. El humo sofocaba a Ictiandro, y para colmo todos discutían a voz en cuello, blandiendo periódicos arrugados y gritando palabras incomprensibles. Ictiandro tomó gran cantidad de agua fría, pero no probó un bocado y dijo con tristeza:

— Es más fácil encontrarse en el océano con un pez conocido que con una persona en esta vorágine humana. Las ciudades de ustedes son detestables. El ambiente aquí está cargado y es desagradable al olfato. Me comienzan a pinchar los costados. Cristo, quiero irme a casa.

— Bien — accedió Cristo —. Pasamos antes por casa de un amigo, y nos vamos.

— No quiero pasar por ninguna parte.

— Es de paso. Un momento solamente.

Cristo pagó y salieron a la calle. Ictiandro iba con la cabeza gacha tras el indígena, respirando con gran dificultad sin ver las blancas casas, los jardines con cactos, olivos y melocotoneros. El indio lo llevaba a casa de su hermano Baltasar, quien residía en el Nuevo Puerto.

Cuando sintió la proximidad del mar Ictiandro respiró con ansiedad el aire húmedo. Se apoderó de él un deseo enorme de despojarse de aquella ropa y lanzarse al agua.

— Ahora llegamos — dijo Cristo, mirando receloso a su acompañante.

Cruzaron la vía ferrocarril.

— Hemos llegado. Aquí es — dijo Cristo, y bajaron a un pequeño negocio medio oscuro.

Cuando los ojos de Ictiandro se acostumbraron a la semioscuridad, miró asombrado su entorno. El negocio le recordaba un rincón del fondo marino. Un estante y parte del piso estaban cubiertos de las más diversas ostras. Del techo colgaban hilos de corales, estrellas de mar, peces disecados y otras curiosidades del mar. En el mostrador se exhibían perlas. En uno de los estuches aparecían perlas rosadas «la piel del ángel», como les decían los buzos. Objetos tan familiares tranquilizaron a Ictiandro.

— Descansa, aquí hace fresco y no hay ruido — dijo Cristo, sentando al joven en una vieja silla de mimbre.

— ¡Baltasar! ¡Lucía! — gritó el indio.

— ¿Eres tú, Cristo? — respondió una voz desde otra pieza —. Pasa.

Cristo se agachó para poder franquear el vano de la puerta que conducía a la habitación contigua.

Era el laboratorio de Baltasar. Allí restablecía el color de las perlas, afectadas por la humedad, con ácido diluido. Cristo entró y cerró bien la puerta. La tenue luz que entraba por una pequeña ventana situada casi en el techo, iluminaba diversas vasijas de cristal que estaban sobre una mesa vieja y mugrienta.

— Hola, hermano. ¿Dónde está Lucía?

— Ha salido a pedirle a la vecina una plancha. No piensa más que en encajes y lazos. Ahora vendrá — repuso Baltasar.

— ¿Y Zurita? — inquirió impaciente Cristo.

— Ha desaparecido el maldito. Ayer hemos tenido un pequeño altercado.

— ¿Y todo por Lucía?

— Zurita se desvive por ella, pero no es correspondido. La joven sólo tiene una respuesta para él: no quiero y se acabó. ¿Qué puedo hacer yo? Es una caprichosa y una terca. Se cree demasiado. El orgullo le impide comprender que para cualquier chica india, por bella que sea, es una dicha casarse con un hombre como ese. Tiene su propia goleta, todo un equipo de buzos — rezongaba Baltasar mientras lavaba una perla en la solución —. Zurita, por enojo, seguramente se dio a la bebida.

— ¿Qué haremos ahora?

— ¿Lo has traído?

— Ahí está sentado.

Baltasar, impulsado por la curiosidad, se acercó a la puerta y miró por el ojo de la cerradura.

— No le veo — dijo bajito.

— Está sentado en la silla junto al mostrador.

— No le veo. En ese lugar está Lucía.

Baltasar abrió la puerta de un empujón y entró en la tienda seguido de Cristo.

Ictiandro no estaba. Desde un rincón oscuro les miraba Lucía, hija adoptiva de Baltasar. La joven era famosa por su belleza hasta fuera de los confines del Puerto Nuevo. Pero era recatada y voluntariosa. Su dulce voz adquiría matiz tajante cuando decía:

— ¡No!

Lucía le gustó a Pedro Zurita, quien se proponía pedir su mano. El viejo Baltasar miraba con buenos ojos la perspectiva de emparentarse con el amo de una goleta y de asociarse con él en el negocio.

Pero todas las propuestas de Zurita eran rechazadas por la joven con un invariable «¡No!».

Cuando el padre y Cristo entraron, encontraron a la joven cabizbaja.

— Hola, Lucía — dijo Cristo a modo de saludo familiar.

— ¿Dónde está el joven? — indagó Baltasar.

— Yo no escondo a jóvenes — respondió esbozando una sonrisa —. Cuando entré me miró muy extraño, como si se hubiera asustado, se levantó, se echó las manos al pecho y salió corriendo. No tuve tiempo de volverme, ya estaba en la puerta.

«Era ella» pensó Cristo.



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