PRISIONERO EXCEPCIONAL



Zurita serró las esposas que maniataban a Ictiandro, le dio un traje nuevo y le permitió recoger las gafas y los guantes escondidos en la arena. Pero tan pronto el joven puso el pie en el «Medusa», por orden de Zurita, los indios lo encerraron en la bodega. Zurita hizo un breve alto en Buenos Aires para proveerse de víveres. Fue a ver a Baltasar, se jactó de su buena fortuna y puso proa hacía Río de Janeiro, a lo largo de la costa. Se proponía seguir las ondulaciones de la costa oriental sudamericana y comenzar la búsqueda de perlas en el Caribe.

A Lucía la alojó en el camarote del capitán. Le aseveraba que a Ictiandro lo había puesto en libertad en Río de la Plata. Pero ese embuste se descubrió muy pronto. Por la tarde Lucía oyó gritos y lamentos que llegaban de la bodega. Ella reconoció la voz de Ictiandro. En ese momento Zurita se encontraba en el puente superior. La joven quiso salir del camarote, pero encontró la puerta cerrada con llave. Entonces comenzó a golpearla con los puños, pero nadie se hizo eco de sus gritos.

Al oír las voces de Ictiandro, Zurita bajó del puente, profiriendo improperios, y entró en la bodega junto con un marinero indio. La bodega estaba a oscuras y hacía en ella un calor sofocante.

— ¿Por que vociferas? — le preguntó groseramente Zurita.

— Yo… yo me ahogo — oyó la voz de Ictiandro —. No puedo vivir sin agua. Aquí hace un calor tan sofocante. Déjeme ir al mar. En estas condiciones no llegaré a la noche vivo…

Zurita cerró de un golpe la escotilla y subió al puente.

«No quiera Dios que se me ahogue de veras» pensó preocupado Zurita. La muerte de Ictiandro no le convenía en ningún aspecto.

Por orden de Zurita, los marineros bajaron un tonel a la bodega y lo llenaron de agua.

— Ahí tienes tu baño — dijo Zurita refiriéndose a Ictiandro —. ¡Nada! Mañana te soltaré al mar.

Ictiandro se metió presuroso en el tonel. Los indios que presenciaron aquella escena quedaron perplejos. Ellos todavía no sabían que el prisionero del «Medusa» era el «demonio marino».

— ¡Todos a cubierta! — les gritó Zurita.

Eso de nadar en el tonel era una burla, claro. Ictiandro ha tenido que acurrucarse para que el agua lo cubriera. El tonel había contenido cecina y el agua asumió en seguida ese olor, lo que impidió que pudiera aliviar sustancialmente la existencia del joven.

Un fresco viento impulsaba la goleta hacia el Norte.

Zurita se pasó la noche en el puente y sólo al amanecer se presentó en el camarote, esperando encontrar a su esposa durmiendo a pierna suelta. Pero se equivocó, estaba sentada a una mesita, con la cabeza apoyada en los puños. Al sentir entrar al marido, Lucía se puso de pie y, a la escasa luz proyectada por la lámpara de techo. Zurita pudo ver su pálido y severo rostro.

— Usted me ha engañado — dijo con voz sorda.

Zurita no se sentía muy bien bajo la fiera mirada de su esposa y, tratando de ocultar su involuntaria turbación, adoptó un aire jocoso, enroscó el bigote y respondió:

— Ictiandro ha preferido quedarse en el «Medusa», para estar más cerca de usted.

— ¡Mentira! Es usted un mezquino y un indecente. ¡Le odio! — con estas palabras echó mano de un gran cuchillo que colgaba de la pared, y se le fue encima.

— ¡Oh! — exclamó Zurita, asiendo la muñeca de Lucía con tal fuerza que la hizo soltar el arma.

Zurita sacó de un puntapié el cuchillo del camarote, soltó el brazo de la esposa y dijo:

— Esto ya es distinto. Está usted muy excitada. Tome un trago de agua.

Salió del camarote, lo cerró por fuera con llave y subió al puente.

El oriente se teñía de rojo, unas sutiles nubes — iluminadas por el sol oculto todavía tras el horizonte — flameaban cual lenguas de fuego. El viento matutino, salado y fresco, hinchaba las velas. Una bandada de gaviotas revoloteaba, acechando a los peces que retozaban en la superficie.

Ya había salido el sol, pero Zurita seguía caminando por la cubierta con las manos a la espalda.

— Quiera o no, la meteré en cintura — dijo refiriéndose a Lucía.

A los marineros les ordenó, a voz en cuello, arriar las velas. El «Medusa» quedaba anclado, meciéndose en las olas.

Zurita dispuso: «Venga una cadena y traigan al hombre de la bodega». Estaba deseoso de probar a Ictiandro en la pesca de perlas. «Será, a propósito, una magnífica ocasión para que se refresque en el mar» pensó.

Ictiandro apareció escoltado por dos indios. Se veía sumamente extenuado. Miró alrededor. Estaba al pie del palo mesana. Distaba tan solo unos pasos de la borda. De pronto el joven salió corriendo, y ya se disponía a saltar, cuando el pesado puño de Zurita cayó sobre su cabeza. Ictiandro rodó inconsciente por la cubierta.

— Para qué apresurarse tanto — profirió Zurita con tono aleccionador.

Se oyó ruido de hierros, un marinero le entregó al patrón una larga cadena con cinturón de hierro en el extremo.

El capitán le puso al joven, todavía inconsciente, el cinturón, le colgó un candado y, dirigiéndose a los marineros, dijo:

— Ahora pueden echarle agua.

El joven recobró el conocimiento y observó perplejo la cadena que lo sujetaba.

— Así no te escaparás — le aclaró Zurita —. Te permitiré sumergirte en el mar. Buscarás ostras perlíferas para mí. Cuantas más perlas encuentras, más permanecerás en el mar. Si te niegas a extraer ostras perleras para mí, te encerraré en la bodega y tendrás que conformarte con el tonel. ¿Entendido? ¿Conforme?

Ictiandro asintió.

Estaba dispuesto a buscar para Zurita todos los tesoros del mundo, con tal que le permitiera sumergirse cuanto antes en la limpia agua marina.

A la borda de la goleta se acercaron Zurita, Ictiandro, encadenado, y los marineros. El camarote de Lucía se hallaba en la otra borda del barco: el capitán no quería que ella viera a Ictiandro encadenado.

Al joven le bajaron sujeto por la cadena al fondo. ¡Si pudiera romper esta cadena! Pero era demasiado fuerte. Las circunstancias pudieron más, Ictiandro se resignó. Comenzó a recoger ostras y a guardarlas en un gran saco que llevaba colgado del costado. El aro de hierro le apretaba los costados, haciéndole dificultosa la respiración. No obstante, Ictiandro se sentía casi dichoso después del viciado ambiente de aquella cárcel y del hediondo tonel.

La marinería presenciaba asombrada desde el barco aquel insólito espectáculo. Pasaban los minutos y aquel hombre, bajado al fondo del mar, ni pensaba subir. Al principio salían a la superficie algunas burbujas, pero después cesaron.

— Que me devore un tiburón si en su pecho queda ya una partícula de aire. Por lo visto se siente como pez en el agua — decía un viejo pescador con la vista clavada en el fondo. Se veía con toda nitidez cómo el joven gateaba por el fondo.

— Tal vez sea el mismo «demonio marino» — dijo bajito un marinero.

— Quienquiera que sea, el capitán Zurita ha hecho una gran adquisición — replicó el navegador —. Un pescador como ese puede reemplazar a una docena.

El sol se aproximaba al cénit cuando le dio un tirón a la cadena para que lo subieran. Su saco estaba repleto de ostras. Había que vaciarlo, para poder continuar la pesca.

Los marineros subieron rápidamente al extraordinario pescador. Todos querían saber cuál era su eficiencia.

Habitualmente a las ostras se las deja pudrirse varios días, así resulta más fácil sacar la perla, pero ahora la impaciencia general — desde la marinería hasta Zurita — era tal que todos se pusieron a abrir las ostras con el filo del cuchillo.

Cuando los marineros concluyeron la faena, comenzó un animado intercambio de impresiones. En la cubierta reinaba una insólita emoción. ¿Habrá descubierto Ictiandro una rica zona perlífera? Pero lo que subió de una vez rebasaba todas las esperanzas. Entre todas aquellas perlas había unas dos decenas muy pesadas, de excelente forma y los más finos colores. La primera prueba ya le había proporcionado a Zurita toda una fortuna. Con una perla de las grandes bastaba para comprar una goleta nueva, de las mejores. Zurita estaba a punto de hacerse rico, acaudalado. Sus sueños se veían realizados.

Zurita advirtió la avidez con que los marineros miraban las perlas, y no le gustó. Se apresuró a recogerlas en su sombrero de paja y masculló:

— A desayunar. Ictiandro, eres un gran pescador. Sabes, tengo un camarote libre. Quiero que sea el tuyo. Allí no te sofocarás. Encargaré para ti un gran tanque de cinc. Aunque tal vez no lo necesites, pues vas a nadar todos los días en el mar. Pero, con cadena. ¿Qué hacer? De lo contrario te irás con tus cangrejos y no volverás.

Ictiandro no tenía el mínimo deseo de hablar con Zurita. Mas, si el destino se le antojaba hacerle cautivo de aquel codicioso, debía pensar en una vivienda decente.

— Un tanque siempre es preferible a un hediondo tonel — le repuso a Zurita —, ahora bien, si no se propone asfixiarme, tendrá que cambiar el agua con frecuencia.

— ¿Con qué frecuencia? — se interesó Zurita.

— Cada media hora — respondió Ictiandro —. Lo ideal sería que el agua fuera corriente.

— ¡Vaya! Veo que te estás inflando ya. Pronto te envaneces. Apenas te alaban, comienzas a exigir, a encapricharte.

— No son caprichos — se ofendió el joven —. Es que yo… usted sabrá que si se pone un pez grande en un balde con agua se duerme en seguida. El pez respira el oxígeno que se encuentra en el agua, y yo… soy un pez muy grande — añadió, con una leve sonrisa, Ictiandro.

— En cuanto al oxígeno no sé, no entiendo de eso, pero me consta que si a los peces no se les cambia el agua la espichan. Tal vez tengas razón. Mas, como comprenderás, poner especialmente a gente que se ocupe de bombearte agua fresca va a resultar muy caro, más caro que tus perlas. ¡Así me arruinas!

Ictiandro desconocía el precio de las perlas, así como que Zurita pagaba a buzos y marineros una miseria. Por eso, el joven dio crédito a las palabras del patrón y exclamó:

— ¡Si no le convengo suélteme al mar! — Ictiandro miró con tristeza al océano.

— ¡Menudo elemento! — dijo Zurita soltando una risotada.

— Yo mismo le traeré perlas. ¡Se lo juro! Hace mucho he reunido ya un montón así — Ictiandro muestra con la mano hasta la rodilla —, y todas parejas, lisas, del tamaño de una haba… Se las regalaré todas, pero suélteme.

A Zurita se le cortó la respiración.

— ¡No seas mentiroso! — le objetó el patrón, tratando de mantenerse sereno.

— Jamás he mentido a nadie — exclamó Ictiandro enojado.

— ¿Dónde está tu tesoro? — indagó el capitán sin ocultar ya su emoción.

— En una gruta submarina. Nadie sabe donde está, sólo Leading.

— ¿Leading? ¿Quién es ese?

— Mi delfín.

— ¡Ya, ya!

«Parece una alucinación — pensó Zurita —. Si es cierto (y no hay motivos para no darle crédito), esto rebasa cuanto me he atrevido a soñar hasta ahora.

Seré incalculablemente rico. Los Rothschild y los Rockefeller serán unos indigentes a mi lado. Supongo que al joven se le puede creer. Podría soltarlo, ¿y por qué no? bajo palabra de honor.»

Pero Zurita era un hombre de negocios. No acostumbraba a creer en la palabra de nadie. Comenzó a cavilar, cómo apoderarse del tesoro de Ictiandro. «Si Lucía se lo pide, lo traerá con gusto.»

— Posiblemente te deje libre — manifestó Zurita —, pero tendrás que quedarte conmigo cierto tiempo. Sí. Tengo motivos para ello. Pienso que no te arrepentirás de haberlo hecho. Mientras tanto, tú eres mi invitado y quiero crearte mayores comodidades. En vez del tanque, que resultará demasiado caro, podríamos hacerte una gran jaula de hierro en la que te sumergiríamos en el mar y, al mismo tiempo, te protegería contra los tiburones.

— Sí, pero es que necesito permanecer al aire también.

— Bueno, y qué, te sacaremos de vez en cuando. Esto resultará más barato que bombear agua al tanque. Total, todo se arreglará, quedarás contento.

Zurita estaba de excelente humor. Tan eufórico estaba que hizo algo inaudito: ordenó servir a los marineros un vaso de aguardiente al desayuno.

A Ictiandro se lo volvieron a llevar a la bodega: el tanque no estaba hecho todavía. Zurita abrió la puerta de su camarote con cierto reconcomio y, desde la puerta, le mostró a Lucía el sombrero lleno de perlas.

— Yo recuerdo mis promesas — comenzó sonriente —, a mi esposa le encantan las perlas, le gustan los regalos. Para extraer muchas perlas hay que tener buen pescador. Por eso he secuestrado a Ictiandro. Mira, esta es la pesca de una sola mañana.

Lucía lanzó una fugaz mirada a las perlas, y tuvo que hacer un esfuerzo enorme para reprimir la involuntaria exclamación de asombro. Pero a Zurita eso no se le escapó y rió jactancioso:

— Vas a ser la mujer más rica de Argentina o, tal vez, de las Américas. Tendrás cuanto se te antoje. Te construiré un palacio, objeto de envidia para soberanos. Y ahora, como garantía del futuro recibe la mitad de estas perlas.

— ¡No! No necesito ni una sola de esas perlas conseguidas mediante acciones delictivas — le repuso Lucía —. Y, por favor, no me importune más.

Zurita quedó turbado y enojado: no esperaba ser recibido de esa forma.

— Sólo dos palabras. ¿Quisiera usted — para concederle mayor importancia al asunto pasó a tratarla de «usted» — ver a Ictiandro libre?

Lucía lo miró con suspicacia, como tratando de averiguar la nueva estratagema que se proponía tramar.

— ¿Qué más? — inquirió ella con frialdad.

— La suerte de Ictiandro está en sus manos. Usted le ordena al joven que traiga al «Medusa» las perlas que guarda en el fondo, y yo le concedo plena libertad.

— Apúntese lo que voy a decirle. No creo nada de lo que usted dice. Tan pronto reciba las perlas volverá a encadenar a Ictiandro. Eso es tan cierto, como que yo soy la esposa del hombre más falso y pérfido. Tenga esto bien presente y jamás trate de involucrarme en sus asuntos sucios. Y quiero repetirle: por favor, déjeme usted tranquila.

El tema se había agotado y Zurita se retiró. En su camarote pasó las perlas a un saquito, lo colocó cuidadosamente en un baúl, lo cerró y salió a cubierta. Las desavenencias con la mujer no le preocupaban. Ya se veía rico, rodeado de atenciones y respetos.

Subió al puente de mando, prendió un cigarro. Los pensamientos sobre las futuras riquezas le causaban agradable emoción. Siempre vigilante, esta vez no advirtió que los marineros, reunidos en grupos, algo tramaban en silencio.



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